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El cuerpo invisible: Teatro y

tecnologías de la imagen
DOCUMENTO: Textos
AUTOR: Óscar Cornago
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2004
REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA: CORNAGO, Óscar (2004) «El cuerpo invisible:
teatro y tecnologías de la imagen», Arbor (CSIC, Madrid) 699-700 (marzo-abril
2004), pp. 595-610.
http://arbor.revistas.csic.es/index.php/arbor/article/view/597

Resumen:

Los grandes medios de comunicación implican nuevos paradigmas


artísticos y formas distintas de percepción de la realidad. Frente a una
época en la que el cine se convirtió en el lenguaje artístico dominante, a
partir de los años sesenta es la televisión, el vídeo y las comunicaciones por
ordenador las que han construido un nuevo canon estético, que en cierto
modo podemos calificar de teatral, basado en la apariencia de inmediatez, el
ritmo performativo y fragmentario y la presencia cada vez más
determinante del receptor. Este artículo revisa las reacciones de la escena
contemporánea ante los nuevos comportamientos estéticos, analizando las
relaciones entre el cuerpo del actor y la imagen mediatizada —el cuerpo
ausente—. La escena moderna se revela como un apasionante laboratorio de
análisis de los modos de percepción y, por tanto, de construcción de la
nueva realidad mediática.

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La relación del teatro con las nuevas tecnologías es un tema que se presta
con facilidad a enfoques apocalípticos en torno al futuro del teatro y su
siempre cuestionada supervivencia en la sociedad de los medios. Una
aproximación distanciada y menos catastrofista nos muestra, sin embargo,
que el teatro, como técnica de la representación, ha estado siempre abierto
a los adelantos que le han permitido ampliar sus posibilidades de expresión.
Desde los comienzos introdujo ingenios técnicos para hacer apariciones
desde las alturas, vuelos en escena, desapariciones por el suelo o extrañas
mutaciones que asombraran al público. Tampoco ha dejado de adaptarse
con rapidez a las diferentes técnicas de iluminación, ni a los crecientes
medios de lograr mayor movilidad en la escena. Así llegamos al siglo XX,
cuando se hizo posible la grabación de la voz y las imágenes, lo que dio
lugar a la radio, la fotografía y el cine, instrumentos que las vanguardias no
tardaron en incorporar. Desde este enfoque, las tecnologías de la imagen
representan un capítulo más, el último gran capítulo, en la historia del
teatro.

Modelos de representación dominantes: ¿cine,


televisión, vídeo, Internet?

Mucho se ha hablado de la influencia y relaciones del cine con otros


géneros; sin duda, su rápida conquista de una prestigiada condición
artística, y no meramente documental, lo ha situado al frente del horizonte
estético del siglo XX. La historia de la televisión ha sido muy diferente; su
estrecha relación con la realidad le ha negado su entrada en el parnaso de
las artes, que ha tenido que esperar al invento del magnetoscopio a finales
de los años sesenta y el desarrollo de la técnica del vídeo. Posteriormente, la
televisión digital y las infinitas ventanas abiertas por Internet no han hecho
sino llevar al extremo unos comportamientos culturales anticipados de
algún modo en el funcionamiento de la televisión. En este sentido, una
menor repercusión explícita de estos medios en las artes ha llevado a
pensar que su influencia mediática pudiera quedar reducida al mundo

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cultural no específicamente estético, mientras que se ha seguido hablando


del cine como el lenguaje paradigmático del siglo XX.

Sin embargo, la influencia del cine como medio dominante, o lenguaje


modelizante primario —utilizando la terminología de Lotman—, tuvo su
apogeo en los años cincuenta y comenzó a cambiar de signo en la década
siguiente, lo cual no quiere decir que dejase de ser un referente artístico de
primer orden. Esto nos permite dar un giro a la ecuación y comenzar a
pensar, por ejemplo, en la creciente influencia del paradigma televisivo en la
gran pantalla. La influencia estructural del cine en la dramaturgia se hace
visible en los años cincuenta y sesenta, por ejemplo, en el teatro realista
norteamericano de Tennessee Williams o Arthur Miller, cuyo marcado
acento narrativo le ha facilitado el acceso al cine; pero a partir de los años
sesenta se impone de manera rotunda, con la eficacia que solo tienen los
medios que en algún momento han pasado por transparentes —naturales—,
otro modelo de comunicación diverso que es la televisión, el grado cero de
la medialidad, que a través de las teleseries y otros programas de pequeño
formato, sus productos estrellas, propondrá un esquema de construcción
dramática a numerosos autores de los años ochenta y noventa,
familiarizados por otra parte con este medio por su trabajo profesional,
como antes lo habían estado, aunque en menor medida, con el cine.[1] A
diferencia del tempo narrativo y distante en el que nos sumerge el cine, la
televisión propone un ritmo rápido y entrecortado, una sensación de
cercanía y casi de intimidad (a lo que contribuye el nuevo espacio de
recepción: la sala de estar o el dormitorio) y el aparente protagonismo del
espectador, en el sentido de que puede decidir la interrupción o el cambio
de emisión e incluso la participación en ella a través de Internet y teléfonos
móviles. Estos y otros rasgos, llevados al extremo por el desarrollo posterior
de la tecnología digital y, finalmente, aunque ya con nuevas implicaciones,
de Internet, van a constituir un paradigma profundamente teatral y
performativo por su sensación de inmediatez, el aquí y ahora del plató
televisivo (el “en directo”), la presencia explícita del público y su aparente
carácter colectivo; un modelo que será exportado a otras prácticas estéticas
(Göttlich, Nieland y Schatz 1998; Brea 2002; Cornago Bernal 2002). La
pregunta que va a guiar este ensayo es la reacción de la propia escena,

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espacio de la representación por excelencia, ante una serie de tecnologías


capaces de crear la ilusión de un nuevo teatro, el teatro mediático, más
creíble, inmediato y real, más interactivo y emocionante en muchos casos
que la escena real; un teatro más real que la realidad, diría Baudrillard.

Por otro lado, el desarrollo de los medios no puede verse de forma


inconexa, ni tampoco azarosa. A menudo no resulta difícil dar cuenta del
nacimiento de un medio como continuación o respuesta a una serie de
planteamientos que ya estaban formulados previamente. De este modo, la
fotografía y el cine vinieron a colmar el deseo extremo de realismo y
verosimilitud anticipado en la novela o el teatro. Dentro del espacio
orgánico de una cultura cada lenguaje ocupa un lugar, y el nacimiento,
transformación o desaparición de uno obliga a una redistribución del
espacio en función de los restantes. El hecho es que cada movimiento —o
mejor dicho: ese movimiento constante en el que están sumidos todos los
lenguajes dentro de una cultura— nos describe fuerzas de transformación y
líneas de evolución que definen un período de la historia. Desde esta
perspectiva, hemos de preguntarnos también acerca de los principios
estéticos que explican la aparición y desarrollo extremo de este modelo de
comunicación, de carácter inmediato, fragmentario e interactivo, que ha
caracterizado la segunda mitad del siglo XX, y dando un paso más allá
—como hemos dicho—, analizar en qué medida el teatro ha previsto y cómo
ha respondido a unos planteamientos y necesidades estéticas comparables.

La explosión mediática ha puesto de manifiesto la importancia de cada


instrumento, de cada medio, dentro de una cultura, dando lugar a una
perspectiva de análisis conocida como la teoría e historia de los medios.
Este enfoque ha hecho que proliferaran los análisis comparados entre
distintos géneros ya en los ochenta, lo que ha introducido un giro
fascinante en el estudio de las artes, que hasta entonces se habían querido
entender desde sus rasgos esenciales, para analizarlas ahora no en la
determinación esencialista de cada lenguaje, sino en el análisis de las zonas
de intercambio entre cada uno de ellos; se trataría, por tanto, de llegar a un
conocimiento de cada lenguaje, pero no desde sus centros y fundamentos,
sino desde su periferia, desde sus límites exteriores y espacios de

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indefinición, ese espacio donde la poesía se cruza con la pintura o el teatro


con la televisión. Bajo esta aproximación los diferentes géneros dejan de
entenderse bajo un prisma belicista como eternos rivales, puesto que lo
interesante sería ahora alumbrar los espacios de contacto y diálogo de unos
con otros (Pavis 2003: 61ss.). Este talante ha caracterizado igualmente las
prácticas artísticas en las últimas décadas, que han intensificado las
relaciones entre campos diversos, normalizando una actitud propia de las
vanguardias. Dicho contacto cada vez más fluido ha permitido a cada arte
entender sus recursos específicos desde las otras y desarrollarlos gracias al
diálogo con otras formas de expresión; el teatro soñando con ser cine, el
cine con ser teatro, la televisión cada vez más teatral o la escena cada vez
más televisiva son fenómenos que han enriquecido cada uno de estos
medios desde la mirada externa, o en otras palabras: entender el teatro
desde lo que no es teatro, desde el cine, la televisión, el vídeo o Internet, ha
revertido en un enriquecimiento de la manera de hacer y concebir el
proceso escénico, siendo en muchos casos este tipo de prácticas liminales,
abiertas a su cuestionamiento desde una mirada no específicamente
escénica, las que han dado lugar a las obras de mayor interés. Respondiendo
a esta nueva situación mediática, la escena moderna se revela como un
espacio de contrastes y choques, caracterizado por la diversidad de miradas
y formas de construcción.

Llegados a este punto, podemos adelantar que el tipo de relaciones que


vamos a analizar a continuación no se reducen a la utilización en escena de
una pantalla o unas cuantas proyecciones con los fines más diversos. El
tema de las influencias entre unos y otros lenguajes es siempre complicado,
porque solo algunas de esas influencias se desarrollan de modo explícito y
consciente, mientras que las repercusiones más profundas tienen lugar en
un plano menos visible. En este sentido, la tesis de partida es que cada
medio de expresión supone algo más que un lenguaje artístico, en realidad
implica un modo diferente de representar(nos) la realidad, de acceder al
mundo y percibirlo; consiste, en una palabra, en un nuevo enfoque
epistemológico, otra forma de conocimiento (representación) del mundo, y
por tanto un tipo de relación diferente del sujeto con el otro (Postman 1987;
McLuhan y Powers 1996; Fischer-Lichte 2001). Teniendo en cuenta esto se

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pueden diferenciar dos grandes niveles de influencia entre los nuevos


medios y el teatro: a) un nivel más profundo cuturalmente y menos
explícito, y b) otro más visible con una voluntad artística expresa, que suele
traducirse en la utilización de aparatos mediáticos; dentro de este último
nivel es posible a su vez distinguir una utilización más casual o tangencial,
que no afecta al planteamiento estructural de la obra, y otro empleo en
profundidad que sí determina la propuesta dramatúrgica, que plantea una
reflexión sobre los diferentes modos de comunicación. Esta clasificación no
define compartimentos estancos, sino que se trata de una propuesta
metodológica que nos permite movernos por este intrincado mundo de
relaciones, diferenciando diálogos situados a niveles distintos. En los
apartados III y IV se darán algunos ejemplos de ambos enfoques, pero antes
de esto, hemos de comenzar estableciendo el eje central desde el que la
escena se acerca a los otros medios, sin dejar por ello de ser teatro: la
presencia del cuerpo frente a su ausencia mediática.

El cuerpo invisible

Este eje (presencia-ausencia) no solo delimita un rasgo esencial de la


relación de la escena con la imagen mediatizada, sino que al mismo tiempo
apunta la diferencia que hace que el teatro siga siendo teatro: la relación
actor-espectador en un espacio y un tiempo compartidos por ambos. Como
adelantamos arriba, la aparición de nuevos medios viene a menudo ligada a
ciertos debates estéticos presentes ya en el ambiente cultural previo. Desde
el punto de vista teatral, la discusión en torno al cuerpo del actor, la
reivindicación de su carácter físico, sensorial y performativo, sus
posibilidades expresivas y [modos de] comunicación inmediata con el
espectador han sido algunos de los motores de la renovación escénica
desde las vanguardias históricas. En los años sesenta se recuperan y
asimilan estas posiciones, que serán iluminadas y contrastadas una década
después gracias a la creciente utilización de equipos mediáticos. Con el
abaratamiento de los equipos audiovisuales la posibilidad de introducirlos
en escena se ha incrementado hasta formar parte, a partir de los años
setenta, del repertorio de lenguajes escénicos.

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La mirada delega en los aparatos y el cuerpo se desmaterializa. La


percepción que obtiene el espectador, y la disposición en la que se le sitúa,
es radicalmente distinta cuando se ve enfrentado a realidades, como
cuerpos y objetos, o a imágenes que representan esas realidades. La imagen
proyectada carece de realidad más allá de un juego de luces y sombras y el
aparato que las proyecta; aunque sea necesario distinguir entre imágenes
cinematográficas e imágenes de vídeo, así como es diferente si su
proyección se hace en una pantalla plana disimulada en escena o en un
monitor de televisión a la vista del público (Zunzunegui 1995; Alcázar 1998;
González Requena 1999). Las primeras, las proyecciones cinematográficas,
tienen una capacidad mayor de evocar ilusiones ficticias y reconstruir un
tiempo diferido, son más perfectas; las segundas, las imágenes de vídeo, y
por ende la mayor parte de las televisadas, apuntan a un mayor grado de
realidad e inmediatez, hacen visible su materialidad y quizá por eso también
su imperfección, incluso cualitativa (aunque esto ha cambiado con la
técnica digital); serían, en una palabra, más teatrales. No obstante, en uno y
otro caso una imagen es siempre algo cerrado y perfecto en sí mismo, una
totalidad situada en un tiempo distinto al del espectador (que se encuentra,
por tanto, desligado de ellas y sin responsabilidad directa); no esconde nada
detrás y nada le estorba, todo está dispuesto para su exhibición y no hay
más que lo que se ve en la pantalla, pero tampoco debe aspirar a descubrir
algo más; está en sí misma acabada (Lehmann 1999: 401-448). El espectador
se siente síquicamente relajado y complacido ante una realidad proyectada,
es decir, liberada de su contingencia inmediata, de presente y futuro, y por
tanto desligada de su yo como sujeto moral. Las imágenes, como las
ilusiones, no decepcionan, al menos mientras no se las quiera convertir en
realidad, pero tampoco dan más de lo que muestran, solo tienen la cara que
vemos, detrás no hay nada, tampoco nada que pueda ofrecer resistencia a la
percepción.

Los objetos materiales de la escena y sobre todo el cuerpo del actor


despiertan en el público emociones menos ilusorias, pues se trata de
realidades en un tiempo presente compartido con el espectador, más
intransitivas en su poder de evocación, por eso también menos
tranquilizadoras, y quizá en algunos casos más aburridas al tener menos

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capacidad de engaño. Es más difícil mantener la atención del público en la


escena; ante una obra mediocre su atención subirá cuando se encuentre
sorprendido —¿deberíamos decir: gratamente sorprendido?— por unas
atractivas imágenes que le sumerjan, aunque solo sea por unos minutos, en
un mundo de ficción, pero realmente verosímil, y su atención se verá
nuevamente defraudada cuando la proyección acabe y deba volver a la tosca
realidad de la escena.[2] En el lado positivo de la balanza, tenemos una
presencia material y física de la que carece el signo virtual. El signo
escénico remite también a una ausencia (el actor hace como si fuera
Hamlet, que en verdad no está ahí), pero cuenta con una importante
presencia: el significante sí está ahí, de forma física, en actitud
performativa, y no solo como proyección de luces. En la cultura de las
imágenes, con una forma de ver y entender conformada por la
epistemología televisiva, esa presencia inmediata del signo supone un
exceso de realidad que puede ser incluso molesto o hasta grosero. El cuerpo
del actor, su presencia viva, implica un plus con el que el creador, ya sea el
director o el mismo actor, debe trabajar para llegar a moldearlo,[3] pero
también supone un exceso para el espectador por desentonar radicalmente
con la estética mediática perfectamente recortada según las necesidades. El
cuerpo se alza como un elemento excesivo, estrategia de resistencia a una
realidad prefabricada; no se trata de una imagen acabada y perfecta, sino
que está haciéndose en cada instante, siempre en el proceso de su presente
continuo. Ese exceso supone un constante peligro de traición a la obra de
arte o a las expectativas culturales del público hacia lo perfecto y acabado,
pero también una ventana a la única verdad, a lo imprevisto y efímero, a lo
excesivo, una emoción inmediata e incierta causada por lo que está ahí
delante, la inquietud ante una realidad que por artística no deja de ser real,
o incluso más real que la realidad —como también quiso Artaud—, pero que
mantiene la percepción en un constante camino de búsqueda.

Las tecnologías de la imagen aplicadas a la escena han contribuido a hacer


más visibles estas diferencias, denunciando de manera casi incómoda ese
exceso de presencia sobre el que se levanta el teatro, su posibilidad de
construir un tiempo real compartido con el espectador. Sus actitudes DE
LOS DIFERENTES MEDIOS han sido diversas: los lenguajes televisivos, el

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vídeo o Internet, han tratado de emular esa inmediatez aparentemente


espontánea, esa presencia más allá del fingimiento, mientras que el cine, al
menos en su período clásico, no ha dejado de gozarse en la perfección de la
ficción bien acabada, opción que ha sido contestada por corrientes más
experimentales.[4] Desde el teatro, las posturas se extienden igualmente en
un amplio abanico, entre la aceptación de la ficción, por otro lado
inevitable, acercándose a modelos cinematogáficos o televisivos
(re)construidos ahora desde la realidad escénica, hasta la negación de todo
lo ficcional a favor de las presencias inmediatas, igualmente inevitables, no
solo de los actores, sino también de pantallas, monitores y aparatos de
grabación. Ambas posturas no son, sin embargo, contrarias, sino que a
menudo se conjugan dando lugar a algunas de las propuestas más
interesantes de las últimas tres décadas.

La escena ante los modelos culturales mediáticos

Incluso sin la utilización de estos medios, la escena de la segunda mitad del


siglo XX ha tenido que reaccionar ante unos modos dominantes de
percepción de la realidad determinados POR LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS
ellos. Por muy al margen que se quiera estar de ESTAS (las nuevas
tecnologías), es inevitable que todo creador piense en el público que debe
recibir su obra, y ese público, como él mismo, está fuertemente influido por
un lenguaje cultural desarrollado por la televisión y posteriormente el
mundo de Internet. El dramaturgo y director alemán René Pollesch ha
realizado una de las propuestas más creativas de asimilación de la estética
televisiva. Pollesch convierte sus escenarios en amplios espacios rodeados
con habitaciones que recuerdan las estancias de un piso de una gran ciudad
habitada por jóvenes QUITAR SIGNOS INTERROGANTES INTERMEDIOS:
¿dinámicos, ¿creativos?, ¿alternativos? Los espectadores se acomodan EN
(entre) cojines y colchones distribuidos entre los escenarios. Las obras se
estructuran a base de diálogos que revisan de forma crítica y con frescura
temas de actualidad, sin excluir lo intranscendental e incluso trivial. Los
diálogos, que a veces son leídos a la vista del público, se precipitan en un
ritmo enloquecedor, acentuado por un elevado tono de voz, que termina
conduciendo a una especie de hilarante caos extrañamente familiar al

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espectador. Los actores se mueven con rapidez de un sitio a otro dentro de


una sala iluminada por una luz blanca que sume a actores y espectadores en
un mismo espacio y tiempo. Todo da la impresión de ser cotidiano y cálido,
inmediato y fragmentario, pues la obra va saltando sin orden de unos a
otros temas, en un tono de espontaneidad e improvisación. La cultura
urbana, estrechamente ligada a los medios, es llevada a su extremo al
tiempo que se rentabiliza creativamente, denunciando sus excesos. A
PARTIR DE ESTE MODELO, EL AUTOR Y DIRECTOR ARGENTINO RAFAEL
SPREGELBURD HA DESARROLLADO UNA SERIE DE OBRAS A MODO DE
EPISODIOS DE TELESERIES, Bizarra (Dubatti…).

En España, tras el realismo social y las dramaturgias de corte popular, han


sido numerosos los autores [de las últimas décadas] que han desarrollado
formas dramáticas que siguen de cerca los patrones televisivos, diálogos de
intervenciones cortas y escenas que se suceden con rapidez, una especie de
realismo urbano que trata igualmente de temas cotidianos, aunque su
traducción teatral y expresividad dramática no SE HAYAN TRADUCIDO EN
NIVELES ALTOS DE CREATIVIDAD ESCÉNICAhaya alcanzado estos niveles
de creatividad escénica. En estos casos, la influencia televisiva, que más allá
de la dramaturgia se extiende también a los lenguajes actorales y patrones
de recepción del público, tiene un carácter más implícito, que lo hace
menos visible.

Desde presupuestos dramáticos no realistas, hay que destacar la estética


violenta y fragmentaria de Rodrigo García o Roger Bernat ya en los años
noventa, en la línea de otros creadores europeos como Jan Fabre. Una
crítica virulenta a la sociedad de consumo es acompañada a menudo con
proyecciones de imágenes superpuestas que denuncian sus estrategias
mediáticas. A este plano se le opone la presencia de los actores,
aparentemente desnuda de artificio, y sus acciones con un fuerte carácter
performativo que trata de superar el nivel de la ficción, acciones inmediatas
e ilógicas que contrastan con el mundo mediatizado, convenientemente
ordenado para su proyección a partir de unos intereses previos. Desde una
poética comparable, Sara Molina DESARROLLA ha desarrollado una
dramaturgia en la que se acentúa lo procesual y fragmentario, la acción en

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su transcurso sobre una poética de restos que se opone a la imagen como


resultado perfecto y acabado. En todos estos casos la recurrencia al
performance supone una reacción contra las realidades y los tiempos
diferidos, el cuerpo como resistencia contra imágenes construidas que se
pretenden reales, un exceso no rentabilizado que denuncia realidades
prefabricadas y uniformantes portadoras de una adecuada explicación del
mundo. Este teatro posdramático denuncia el propio concepto tradicional
del texto dramático como una mediación ficcional más, potenciando la
presencia inmediata del actor en contraste con las tramas construidas o su
propia imagen proyectadaQUITAR REF. BIBL.. Así, por ejemplo, Carlos
Marqueríe, en 120 pensamientos por minuto (2002), UTILIZA (intensifica el
uso de) un circuito cerrado de vídeo para proyectar sobre el fondo de la sala
la imagen de los actores, con lo que el espectador percibe al mismo tiempo
ambas realidades, lo que en el ambiente oscuro de la obra, ofrece un
aspecto fantasmagórico. En un nivel superior de ficción, La Fura dels Baus,
ya desde el principio de los ochenta, recurrió a proyecciones y música
electrónica pare recrear el ritmo violento y el tono primitivo característico
de CIERTA (la) cultura mediática. Más recientemente se han servido de
circuitos cerrados de vídeo para entremezclar de forma confusa imágenes
agrandadas de lo que ocurría en la escena con otras previamente grabadas
que fingían estar ocurriendo, poniendo al servicio de la escena la capacidad
de manipulación de los medios. En muchos de estos casos, el vídeo ha
hecho posible una visión de cerca, produciendo una impresión de tactilidad,
característica de los nuevos medios (McLuhan y Powers 1996), e
inicialmente ajena a la mirada teatral clásica, incapaz de percibir por la
distancia LOS pequeños detalles.

Desde una postura muy distinta, Robert Wilson representa una de las
opciones más brillantes de análisis de una mirada amplia y totalitaria pero al
mismo capaz de reparar en los mínimos detalles; unitaria, pero a la vez táctil
y fragmentaria. Esta mirada responde a un tipo de percepción hecha posible
por las nuevas tecnologías, UN RITMO RALENTIZADO Y EXTRAÑANTE (y)
que Wilson define como el ritmo auténtico de la naturaleza (Richterich 1998;
Quadri 1997). El cuerpo del actor parece disolverse en la plasticidad
bidimensional, y la unidad temporal se suspende en la lentitud de las

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acciones cíclicas; sin embargo, aunque todo parezca detenido e irreal no


deja de estar en continuo movimiento. Wilson hace consciente al
espectador de un tipo de percepción que de otro modo pasaría inadvertido.
A través de una escena altamente estilizada, construida sobre movimientos
precisos y una partitura rítmica minuciosamente medida, levanta un mundo
irreal, que gracias a un complejo componente performativo[, no deja de
tener] POSEE una enorme teatralidad, QUE HACE QUE (gracias a la cual,) lo
difuso de la escena cobrE una MAYOR presencia inmediata, haciendo
tangible ESTE modo distinto de percepción.

Diálogos explícitos con los medios

Como vemos, la multiplicación de las imágenes en la cultura mediática ha


hecho que una gran parte de la escena internacional a partir de los años
setenta se haya centrado en la reflexión sobre los distintos tipos de
imágenes y sus formas de percepción; para ello los creadores de la
vanguardia de estos años, como Robert Lepage, Wooster Group, Squat
Theater, John Jesurun, en norteamérica,; [o ya] en Italia, Societas Raffaello
Sanzio, Falso Movimento o Giorgio Barberio Corsetti, representantes de lo
que se conoció como la nuova spettacolarita, o Ritsaert ten Cate, fundador
en 1965 del Mickery Theatre de Amsterdam, POR CITAR UNOS EJEMPLOS
DE UN PANORAMA MUCHO MÁS AMPLIO, han convertido la escena en un
laboratorio de análisis de las tecnologías de la imagen (Lehmann 1999;
Sánchez 1999). A menudo imagen, sonido y movimiento están disociadas,
haciendo visible la construcción que sostiene cada imagen y sus diferentes
modos de percepción, como explica Jesurun, a partir de su trabajo con los
códigos de las teleseries y la retórica del cine: «No se trata de comprender
una historia, sino de cómo se comprenden las historias» (cit. en Sánchez
1999: 179).[5]

En una línea paralela, Els Joglars no ha dejado de reflexionar sobre los


diferentes tipos de teatralidad social y entre ellos han sobresalido —como
no podía ser de otro modo— los protagonizados por los medios de
comunicación (Boadella 2000). Por eso no resulta una contradición que un
grupo que ha reivindicado una teatralidad artesanal basad[o]A en el trabajo

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de interpretación del actor en el espacio vacío, haya llegado a utilizar


complejos medios audiovisuales, ASÍ, POR EJEMPLO, ESA como una enorme
pantalla que ha protagonizado algunas de sus últimas obras, como si de un
nuevo personaje se tratara. En todos los casos, el contraste entre la imagen
mediática y la escena teatral ha servido para acentuar ambos polos, es decir,
la irrealidad prefabricada de la una y la realidad inmediata de la otra. Ya en
Teledeum (1983) se abordó el ámbito televisivo como espacio teatral; [.
A]unque el objeto final era la denuncia de las religiones, la simulación del
medio televisivo sirvió para acentuar la teatralidad de la propuesta al
tiempo que se hacía explícito el paralelismo entre estrategias mediáticas y
doctrinales. En su última obra, El retablo de las maravillas (2004), se vuelve
sobre la televisión para convertirla en un genuino retablo de las maravillas
que muestra a los «cristianos viejos» del siglo XVII las maravillas que habrá
en el futuro, expresadas convenientemente en atractivas imágenes que SE
suceden en esa suerte de retablo tecnológico. En un momento de la
fantástica visión una espectacular modelo, exponente de una de las
maravillas DEL [que habrá en el] futuro, escapa de la pantalla para continuar
su pase por la escena real, ante la mirada extasiada del comediante que ve
con sorpresa SU SUEÑO HECHO REALIDAD como el sueño se ha hecho
realidad. El contraste entre el movimiento estudiado y la imagen impasible
de la atractiva joven con los gestos toscos y exagerados del bufón nos da el
índice de la conformación de la realidad actual por los medios y el aura con
LA el que estos la revisten EL MUNDO. Asimismo, la transición de escenas
se hace con un progresivo debilitamiento de los actores como si fueran
imágenes borrosas que desaparecen del monitor al perderse la señal.

Con una mirada más complaciente La Cubana no ha dejado de utilizar


tampoco los códigos de los diferentes géneros artísticos como estrategia de
teatralización (Delgado 2003: 225-274; Morales Astola 2003). Así, junto al
lenguaje de la revista o el teatro clásico, le llegó el turno al cine kitsch del
Hollywood de los cincuenta en Cegada de amor (1994). Estrenada con
honores de pase cinematográfico, está construida a partir del contraste
frontal entre los códigos de la pantalla y el mundo del teatro. La apariencia
distanciada, ficcional y cerrada de la película acentúa por oposición la
dimensión teatral, su carácter inmediato en contacto directo con el

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espectador, que queda convertido, como suele suceder en sus obras, en


protagonista activo del montaje mediático. Lo real y lo fingido se
confunden, como dice el estribillo de la obra: «En este mundo traidor nada
es verdad ni es mentira», denunciando la codificación que subyace a toda
realidad.[6]

El director de cine Juanma Bajo Ulloa hizo una interesante incursión en el


mundo teatral, EL ESTRENO [estrenando] en 1999 en el cine Lope de Vega
de Madrid Pop Corn, sobre el texto de Ben Elton. Con la ayuda de un
circuito cerrado de vídeo el director saca a la luz los intereses que mueven
la televisión, haciendo al espectador responsable directo de ello. Alternando
escenas representadas con secuencias filmadas, y un fondo de música
electrónica y luces de discoteca que daba la bienvenida al público, la obra
cuenta la historia de un secuestro, cuya víctima, un famoso director de cine
que acaba de ganar el Óscar, es amanezada de muerte si los índices de
audiencia en ese preciso instante no bajan. El tele‑espectador, sentado
confortablemente en su casa, debe decidir entre salvar la vida de la víctima,
con el riesgo de perderse el espectáculo, o ASISTIR disfrutar en directo de
un asesinato real, dejándose llevar por ese deseo de ver que impulsa la
industria mediática. La cara de los espectadores es reflejada en la enorme
pantalla del fondo mientras que el secuestrador, que ha descendido al patio
de butaca, les increpa grabándoles en vídeo: ¿Y usted, apagaría el televisor?
De este modo, la responsabilidad del espectador ficticio es transpasada al
espectador teatral, convertido en responsable CULPABLE, ahora hecho
visible, del montaje de los medios.[7] También Guillermo Heras en
Rottweiler (2004), dirigida por Luis Miguel González Cruz, representa el
rodaje de un programa de televisión en el que se va a entrevistar a un
peligroso joven de extrema derecha quien, después de las provocadoras
preguntas del entrevistador para encender el ambiente, terminará con la
vida del cámara tras una persecución por las afueras del estudio/escenario.
El público, incluido en la obra como espectadores DEL [en el] plató, puede
seguir morbosamente la cacería humana a través de las cámaras que se
suponen dispuestas en los pasillos de los estudios. El homicidio,
retransmitido en directo, será convenientemente rentabilizado por el
programa de televisión, que verá cómo aumentan sus índices de audiencia

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El cuerpo invisible: Teatro y tecnologías de la imagen

invitando unas semanas más tarde a la novia del joven cámara para honrar
su memoria.

Conclusión: la puesta en escena de la mirada


mediática

Las nuevas tecnologías forman parte ya del milenario carro de Tespis y los
ejemplos serían interminables. La inevitable distancia de teatralidad que la
escena aplica a todo lo que contiene nos habla de una realidad cada vez más
construida a través de las imágenes, y de la dudosa capacidad de los modos
de percepción —igualmente construidos— para captar esa realidad. En
último término, lo que se está poniendo en escena no es una imagen
mediatizadaCOMA, sino la mirada del espectador que corresponde a dicho
soporte mediático, la mirada cinematográfica, televisiva, fragmentada o
interactiva construida por cada medio. El espectador se ve a sí mismo en el
acto performativo de mirar y queda sorprendido por el modo tan distinto
que impone cada medio. La puesta en escena de la imagen cinematográfica,
el montaje televisivo o la velocidad de los links en Internet, ilumina una
mirada y un comportamiento cada vez más mediatizado, esencialmente
estético, es decir, más subordinado a esos medios (de percepción). Todo lo
que ocupa un lugar en la escena se reviste con su manto de ilusión y
engaño, juego y escenificación, pero también con la carga de realidad y
acción inmediatas, devolviendo al sujeto su responsabilidad política AL
SITUAR NUEVAMENTE y la imagen EN EL al tiempo y el espacio de su
producción, oculto tras su apariencia acabada y perfectiva. De esta suerte,
esas imágenes, que fuera de la escena resultan verosímiles, ahora, en
contraste con la realidad inmediata del cuerpo del actor, se revelan como
resultado de un proceso químico o electrónico, recibido por una mirada
enseñada a percibirlo como realidad, resultado de un montaje movido por
unos intereses económicos y políticos. Finalmente, el mito por excelencia
de la Modernidad, la llamada autenticidad, aparece como una categoría
cuestionable, cuando no altamente sospechosa: los medios como la puesta
en escena de ESA [la] autencicidad (Fischer-Lichte 2000; Auslander 1999;
Kemal y Gaskell 1999). El carácter siempre excesivo de la escena, su

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El cuerpo invisible: Teatro y tecnologías de la imagen

dimensión material y performativa, pone de manifiesto la manipulación a la


que está sometida la mirada mediática, limpia, recortada y atractiva, cuando
termina percibiendo las imágenes proyectadas como más reales que aquello
que ve en la escena. La forma de cada medio se convierte en una parte del
mensaje teatral, y el teatro termina cuestionando no ya la percepción
característica de cada uno, sino la percepción de la percepción, los
bastidores que sostienen cada modo de mirar. Como un arte político y
capaz de hacer una crítica inmanente a partir de sus propias formas, el
teatro sigue hablándonos de los trasfondos que articulan las realidades, de
sus ritmos y formas de representación. El espacio teatral y su mirada
descreída nos descubren también el teatro mediático que se esconde detrás
de cada medio y la puesta en escena de la mirada complice que lo sostiene.

Notas

1. [1] La relación televisión-teatro no fue siempre impuesta desde el medio


televisivo; al comienzo la televisión, como hizo antes el cine, tuvo que
recurrir a los productos teatrales como punto de partida para su
programación (AA.VV. 1979). Esslin (1970) afirma que casi todos los
dramaturgos ingleses de los años cincuenta y sesenta hicieron trabajos
para la televisión, cuando esta aún no había desarrollado un lenguaje tan
específico.

2. [2] Ciertamente hay retransmisiones de televisión aburridas, y no pocas,


pero incluso en estos casos parece que el aburrimiento sea más liviano
frente a una pantalla; nada aburre tanto como una realidad tratando de
pasar por ficción cuando el efecto no está conseguido, y esto no es fácil
de lograr con actores de carne y hueso en una sociedad
hiperespecializada en la producción de ficciones.

3. [3] No es de extrañar que algunos de los grandes creadores, como


Gordon Craig o Tadeusz Kantor, ante las dificultades de transformar
dicho exceso en una realidad estética controlada, hayan protestado
contra este componente que le da al teatro su única especificidad. Ya
Diderot reconoció la paradoja de que el actor, solo como una máquina
fría, era capaz de significar lo vivo.

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El cuerpo invisible: Teatro y tecnologías de la imagen

4. [4] Tanto el cine surrealista como las vanguardias rusas desarrollaron una
poética que hacía visible el proceso de montaje que construye la mirada
cinematográfica, actitud que se ha visto ampliamente desarrollada a
partir de los años sesenta por movimientos como la Nouvelle Vague,
Cinéma Vérité, Direct Cinema y más modernamente las películas Dogma
y el cine de Lars von Triers, sin olvidar creadores que han mantenido una
estrecha relación con el fenómeno de la teatralidad y la plástica escénica,
como el galés Peter Greenaway (Picon-Vallin 1997; Cornago Bernal 2001).

5. [5] Junto a estos nombres, pero ya plenamento en el campo del


performance y la video-instalación, hay que citar artistas que han
conseguido un reconocimiento internacional, como Nam June Paik o
Laurie Anderson (Birringer 1998), y ya en España Marceli Antúnez, el
cuerpo reducido a una prolongación de los medios, capaz de
transformarse en un aparato más del pasiaje mediático, que controla con
sus movimientos.

6. [6] En una propuesta comparable, aunque de estética diversa, Adolfo


Marsillach presentó Antes que todo es mi dama, de Calderón de la Barca,
como si se tratara del rodaje de una película antigua, lo que sirvió quizá
para distraer al público de un modelo de puesta en escena de los clásicos
que de por sí no parece muy atractivo.

7. [7] Con frecuencia se ha utilizado el vídeo para lograr un contacto más


interactivo con los espectadores, que se hacen presentes en escena por
medio de la imagen, especialmente en el campo del performance y las
instalaciones, como por ejemplo, en los últimos trabajos de Olga Mesa y
su dramaturgia de presencias y ausencias, a la que contribuyen los juegos
con el vídeo y las imágenes detenidas.

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El cuerpo invisible: Teatro y tecnologías de la imagen

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El cuerpo invisible: Teatro y tecnologías de la imagen

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Artesanías de la memoria
DOCUMENTO: Textos
AUTOR: Óscar Cornago
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2017
REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA: Inédito

Si el teatro puede ser considerado como una celebración colectiva de las


debilidades del hombre, la memoria es sin duda una de estas debilidades; la
necesidad del pasado, por un lado, y al mismo tiempo el modo
irremediablemente perdido, otro, extraño, fugaz, con el que se nos hace
presente. El proyecto que Louisa Merino ha venido desarrollando durante
los últimos años y del que The course of memory supone una suerte de
epílogo, recupera la escena como lugar de memoria, un espacio frágil y
compartido para recordar en tiempo presente. La memoria adquiere así no
solo una dimensión pública, sino también y sobre todo una dimensión que
nos hace vulnerables, inciertos e inacabados. Los recuerdos, incluso cuando
son los de uno mismo, son siempre los de otro, dejan sentir la alteridad de la
que el sujeto trata de hacerse cargo, pero la memoria siempre es la de otro,
otro parecido al que recuerda, pero irremediablemente distinto: uno ya no
es el que era. A pesar de la fuerte identificación de la memoria con el ámbito
privado del individuo y la construcción de las identidades, la capacidad de
recordar es lo que otorga a la raza humana una cualidad genérica. Porque
soy capaz de recordar soy como los demás.

Frente al pasado como mecanismo de legitimación de una acción presente,


modo de fundamentar identidades, tradiciones y nacionalismos, los

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Artesanías de la memoria

escenarios de Louisa Merino parecen situarse en el lado opuesto, la


memoria como un extraño territorio de sensaciones, desbordamientos y
dudas. El hecho de que esta serie de trabajos se centre en personas
mayores no es porque estas tengan más cosas que contar que un
adolescente o un adulto, que con seguridad tienen una capacidad más
precisa para recordar, sino porque el cuerpo de estas personas, convertidas
por un momento en actores de sí mismos, expresan a nivel sensible una
fragilidad no solo física sino sobre todo social que se deja sentir a muchos
niveles, a través de su forma estar, de mirar, de contar, pero también de
callar, como si en lo lejano de la memoria que tratan de hacer presente, y
que en el caso de esta última obra no es ni siquiera la memoria propia, se
hiciera más patente su verdadera cualidad de algo irremediablemente
perdido, a menudo anecdótico, y sin embargo no por ello menos real. A
diferencia de esta última obra, en Mapping Journeys o incluso en un trabajo
previo, pero que ya apuntaba este camino, como Tierra de felicidad, no se
juega con la memoria propia sino con la de otros, sin embargo, la diferencia
no es grande, lo que viene a confirmar que de alguna manera la memoria no
solo es siempre la memoria del otro, sino que esta otredad le da también
una dimensión colectiva, de ahí la dimensión coreográfica que adquieren
algunos de estos trabajos.

Entre lo que se cuenta y el momento de contarlo, convertido por el hecho


de ser teatro en una suerte de ceremonia pública, se deja sentir una extraña
desconexión, como si aquello que se relata no fuera exactamente lo que
pasó, pero en todo caso es así como se recuerda, y en ese momento,
escénico por definición, de actualización de un pasado –¿recordado,
traspasado, imaginado, soñado?- adquiere ese acto su única fuente de
legitimación. La obra de Louisa Merino se despliega en este umbral entre
medias que solo existe en el momento en el que se está haciendo a través de
la actualización de estos pequeños momentos. El acto de recordar ilumina
un ámbito de incertidumbre que no se conjuga con la lógica de la verdad y
la mentira, o la ficción y lo real, sino que se adentra en el campo de la
poesía, poesía no en el sentido lírico, sino en sentido etimológico como un
hacer incierto en tiempo presente, la creación de un momento inmediato
que se sostiene en sí mismo, una línea de fuga que proviene de alguna

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Artesanías de la memoria

región profunda.

La memoria es un relato que nunca está concluido, un relato que se está


continuamente escribiendo, incluso si lo que se recuerda es siempre lo
mismo y del mismo modo, con los mismos gestos, la misma expresión y
palabras parecidas, los momentos del recordar son siempre distintos.
Louisa Merino sabe esto y se sitúa en este encrucijada, previsible porque lo
que va a ser recordado ya ha sido previamente pactado, pero al mismo
tiempo lleno de pequeños detalles, silencios, emociones y miradas que hace
que sea siempre distinto. Es un teatro, el de la memoria al que quiere llegar
la autora, que tiene algo de construido, una artesanía que no se le oculta al
púbico, al contrario, todo parece estar a la vista, y al mismo tiempo tiene
algo de teatro hecho en casa, aunque siempre con un extremo cuidado por
los pequeños detalles, como una ceremonia doméstica en la que se cuelan
momentos inesperados en medio de unas obras donde todo está un poco
sin terminar. El ambiente recuerda a un salón familiar, tiene un carácter
íntimo, pero no es la intimidad de lo secreto, sino una intimidad abierta,
compartida con una cierta alegría por el hecho de poder hacerlo,
consciente tal vez de que el recuerdo solo vive en el momento de ser
rememorado. La memoria, en este caso, se convierte en un modo de habitar
un espacio o, en este caso, literalmente, de crear un escenario, la
construcción de un lugar a través del recuerdo de lo que dejó de ser, un
modo de estar con los demás. Y como toda actividad relacionada con el
habitar implica unos tiempos abiertos, una cierta sensación de dispersión,
de gratuidad, la apertura de un paréntesis temporal en el que todo se hace
otra manera, de una forma más sencilla o más improvisada, pero no por ello
menos cuidada, sino al contrario. Todo lo que se hace en escena es lo que
es, tiene un carácter literal, expositivo, y al mismo tiempo, en su sencillez,
consigue abrir momentos de pérdida, de inestabilidad, de poesía.

Con esta actitud frontal, atenta y franca se presentan estos actores al


público, dejando sentir lo impropio de esa situación para ellos, en cuanto no
son actores profesionales, y a la vez la generosidad con la que se entregan a
la aventura. Cuando el relato de la memoria deja de ser la historia particular
de un individuo para convertirse en un momento singular que podría ser

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Artesanías de la memoria

parte de la memoria de cualquiera, se transforma en una celebración


pública; en eso consisten los rituales, en hacer de un relato particular, que
adquiere una condición mítica, un acto de celebración colectiva con el que
actualizar los lazos de una comunidad. Pero a diferencia de los rituales
oficiales, en este caso el relato que se actualiza a través de estos rituales
mínimos no tiene más legitimidad que aquella con la que los asistentes en
ese momento quieran sostenerlo, la legitimidad que le otorga a un momento
los afectos compartidos. Su función es contraria a la del mito, no se
recuperan para fundamentar un presente, sino para horadarlo desde algún
lugar incierto.

La mirada de Louisa Merino no es la de la etnógrafa, sino más bien la de la


artesana que maneja con sumo cuidado el material con el que trabaja,
conocedora de su fragilidad y del tiempo y la paciencia que hace falta para
llegar a tener resultados. Se nota que no es la primera vez que trabaja con
estos materiales, es un mundo que conoce bien y se nota que haciéndolo
disfruta. Todo esto está también escrito en la obra. El material con el que
trabaja no son solo los recuerdos, sino la propia escena, el encuentro con
las personas mayores, el trabajo con ellos, el momento en que se elaboran
todos estos recuerdos. Momentos de intercambios, errancias por la
memoria -¿la de una misma o la de las otras?-, formas de conocerse y
desconocerse. Diríamos que la memoria no es solo la memoria, algo que ha
pasado y que espera a ser recordado, sino que es el acto distinto de ser
recordado frente a los demás, el modo, los gestos, el tono de voz, la
situación a la que da lugar. La memoria no es la memoria, sino el escenario
en el que se hace presente.

En su libro Filosofía de la imaginación, Emanuele Coccia nos habla del lugar


donde habitan las ideas, y por ello, podríamos decir, también los recuerdos,
todo lo que puede ser recordado, lo que ya ha sido recordado y lo que será
recordado. No significa esto que los acontecimientos estén limitados a este
espacio de posibilidades, pero sí el modo de actualizarlos. Recordar es una
manera de construir un presente en relación a una gramática social que
cambia según las culturas. El teatro es un modo de juntarse para recordar
una historia que potencialmente es la de todos, pero exige de una gramática

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Artesanías de la memoria

cultural. Los relatos de Louisa Merino ya no son los de las grandes batallas
ni conflictos transcendentales, son relatos menores, pequeños momentos,
azares y anécdotas que, sin embargo, llenan el noventa por ciento de una
vida. Su teatro nos hace pensar en aquello que está fuera de la historia, pero
que al mismo tiempo, precisamente por eso, nos ofrece la distancia, una
distancia convertida en un territorio sensible, para repensar esa otra
historia oficial desde lugares inesperados. En esta esfera donde habitan las
ideas y los recuerdos, está también todo aquello que puede ser imaginado o
soñado. No en vano memorias, sueños e imaginaciones se cruzan en algún
punto. Es por esto que a menudo estos pequeños escenarios, pequeños no
por el tamaño o la calidad, sino por vocación y necesidad, lo recordado, lo
soñado y lo imaginado parecen confundirse, y el pasado recuperado
empieza a hablar de un futuro no por imposible menos deseado. Es en estos
momentos, cuando la memoria compartida de un momento fugaz que
ocurrió hace ya muchos años se convierte en un deseo colectivo que el
teatro cumple su función como celebración colectiva de aquello que como
sociedad se nos escapa, celebración de todo lo que pudo ser, o todo lo que
fue, pero dejó de ser, celebración de emociones, pequeños sueños y
memorias, que no porque dejaron de ser, o quizá no fueron nunca, fueron
menos reales o tuvieron una existencia menos cierta; de esas
incertidumbres como formas de vida nos hablan estas obras.

Artista: Louisa Merino


Obra: The Course of Memory

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México mi amor
DOCUMENTO: Textos
AUTOR: Helena Chávez Mac Gregor
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2016
REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA: Inédito

Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “tal como


verdaderamente fue”. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste
relumbra en un instante de peligro. De lo que se trata para el materialismo
histórico es de atrapar una imagen del pasado tal como ésta se le enfoca de
repente al sujeto histórico en el instante del peligro. E1 peligro amenaza
tanto a la permanencia de la tradición como a los receptores de la misma.
Para ambos es uno y el mismo: el peligro de entregarse como instrumentos
de la clase dominante. En cada época es preciso hacer nuevamente el
intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está
siempre a punto de someterla. Pues el Mesías no sólo viene como Redentor,
sino también como vencedor del Anticristo. Encender en el pasado la chispa
de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que
está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del
enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer.1 Teatro Ojo
es un ejercicio artístico que desborda las disciplinas y que contamina los
espacios públicos con una práctica que parece ir a contracorriente de las
tendencias artísticas en México, en un medio que privilegia la tradición
moderna de las disciplinas artísticas, que buscan todavía la autonomía y el
fetiche. Teatro Ojo sale del teatro para trabajar escénicamente como
unidades narrativas de carácter espacial que dislocan la temporalidad para

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México mi amor

abrir paso al pasado. También renuncian a la práctica artística que utiliza la


“intervención” como un ejercicio relacional encaminado a convocar y crear
relaciones “inexistentes”. Más bien, se acercan al arte desde una poética del
azar y la contingencia, en todo caso si “intervienen” no buscan una finalidad
ni un objeto que materialice el proceso en una obra de arte. Al ser un teatro
sin teatro y un arte sin objeto ellos renuevan la práctica artística a partir de
una experimentación que permite buscar la fisura por la que se cuela el
instante, ese que golpea como iluminación profana y que permite que surja
una especie de extrañamiento donde el ensueño comienza a desmoronarse.
Su trabajo resulta casi imperceptible porque sus acciones están
desprovistas de espectáculo. Allí, el espectador y ellos mismos buscan
revelarse al orden establecido para encontrar otro tipo de temporalidad,
donde revertir las producciones de un tiempo como progreso. En un claro
momento de crisis del Estado, donde vivir en una condición crítica no es la
excepción sino la regla, se hace insostenible seguir trabajando para
disimular las fracturas de los proyectos nacionales. Tal vez, más allá de
altruismos y proselitismos que sólo contienen el malestar, las prácticas con
un alto contenido social pueden apelar a un instinto crítico sin
condescendencias y remover los cimientos para hacer reverberar aquello
que ha sido olvidado y ocluido. En México mi amor, nunca mires atrás
(Proyecto Estado Fallido 2. Multifamiliar Juárez) Teatro Ojo trabajó en las
canchas de fútbol del Multifamiliar Juárez para explorar la realidad no como
representación sino como confrontación. Así, el grupo convocó a un partido
de fútbol entre dos de los equipos que juegan su liga en esas canchas para
intervenirlo. El partido se jugó en los terrenos de tierra suelta, mientras se
escuchaba la narración del partido entre Inglaterra y México sucedido
durante el mundial de 1966. Esto generó una dislocación entre el presente y
el pasado, entre lo visible y lo invisible, entre la presencia y el por-venir. El
partido se suspendía a menudo y el público podía acercarse a los jugadores
que –paralizados en medio de una polvareda que iba convirtiendo su sudor
en una fina capa de barro– sostenían unas pequeñas bocinas de donde
provenían discursos políticos, cartas, declaraciones de guerra, proyectos de
modernización, slogans, anuncios de campañas publicitarias y diferentes
voces que invocaban el pasado hecho de las ruinas de un proyecto nacional
que hemos visto caer una y otra vez… En la segunda mitad del siglo XIX, la

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México mi amor

tierra de esta cancha fue el panteón civil de La Piedad y después, en 1924,


sirvió como predio para el Estadio Nacional, promovido por José
Vasconcelos, quien fuera uno de los constructores de las instituciones en el
México post-revolucionario. Allí tomaron protesta los presidentes Plutarco
Elías Calles y Lázaro Cárdenas. En ese mismo sitio, en 1951 se edificaron los
Multifamiliares Juárez; una de las obras características del proyecto
modernizador de México, realizadas por el arquitecto Mario Pani, quien
instrumentó las ideas de Le Corbusier en México. Durante el terremoto de
1985 dos edificios de esta unidad habitacional se desplomaron enterrando
debajo de sus ruinas a cientos de personas. Ahora, sobre los escombros
existen un par de canchas de fútbol de tierra donde se juegan ligas vecinales
bajo un cartel de Nike, que anuncia: “Nunca mires atrás”. México mi amor,
nunca mires atrás es una intervención histórica que rompe con el
encantamiento moderno del tiempo como un continuum; en donde la
yuxtaposición de temporalidades abre paso a lo fallido y lo cancelado. Con
esta acción, Teatro Ojo activa la memoria y busca en la repetición aquellos
momentos de represión y olvido. Su labor histórica no consiste en
conmemora o celebrar sino en hacer ver, en las ruinas, la responsabilidad
con las generaciones pasadas; es decir, en asumir que nunca se trata del
futuro sino del pasado y que sólo de ahí podrá emerger el por-venir. Las
canchas de fútbol de los Multifamiliares Juárez se presentan como testigo
de un espacio que denuncia el fracaso de la utopía del proyecto de
modernización en México; y asume el complejo tejido de las heterotopías
como paradójicas capas que se superponen en el espacio urbano y que
cancelan cualquier proyecto hegemónico. La heterotopía se concentra en el
espacio y esta yuxtaposición también genera un tiempo otro, desigual y
disyunto que cancela todo proyecto social basado en el progreso. Aquí es
posible advertir una serie de pliegues y capas que se superponen, así el
grupo interviene en su despliegue y en su activación. Todo esto sucede al
mismo tiempo para “re-montar” las estructuras políticas de una nación
cuyo proyecto de modernización utópico intentó consolidarse mientras las
ruinas se acumulaban bajo nuestros pies. Teatro Ojo es el teatro sin teatro,
donde el escenario es el propio mundo. Aquí no se pretende teatralizar la
realidad sino intervenir cada pliegue y cada capa, dislocar el tiempo y
permitir que el pasado derrame sus efectos. Es un proyecto político que

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México mi amor

sabe que la historia es nuestro campo de batalla y que el arte es el


dispositivo que permite remover el espacio y el tiempo; y producir afectos
que generen otras escenas. Notas 1 Walter Benjamin, On the concept of
History.

Artista: Teatro Ojo

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Entrevista a Murmurante Teatro
DOCUMENTO: Textos
AUTOR: Gabriel Yépez
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2016
REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA: Inédito. Entrevista realizada en México, mayo,
2016.

¿El trabajo escénico que realizan actualmente surgió de


manera individual o colectiva?

Nuestro trabajo surgió de manera colectiva. Inicialmente el trabajo se


expresó como una necesidad de Ariadna Medina y Juan de Dios Rath por
crear procesos en los cuales tuvieran mayor control y poder de decisión
acerca de qué teatro hacer y para qué.

¿De dónde parte la formación de los integrantes?

Juan de Dios Rath es Licenciado en Literatura Dramática y Teatro por la


UNAM. Además ha tomado diversos cursos con creadores escénicos como
Jorge Vargas, Luis de Tavira, Patrice Pavis, Ricardo Ramírez Carnero,
Ignacio Escárcega, Martín Acosta, Teresa Rally y Miguel Rubio, Jorge Prior,
entre otros. Actualmente cursa el programa de Maestría en Trabajo Social
por la UNAM.
Ariadna es Licenciada en Diseño Gráfico y también ha tomado diversos
cursos de perfeccionamiento actoral y de producción y gestión escénicas
con Jorge Vargas, Luis de Tavira, Antonio Peñuñuri, Rogelio Luévano, Juan

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Entrevista a Murmurante Teatro

Antonio Llanes, Francisco Franco, Arturo Nava, Fernando Payán, Martín


Acosta, Marissa de León, Gerardo Trejoluna y Jorge Prior.
Mario Galván es Licenciado en Comunicación, guionista y cineasta.
María José Pool es pasante de Lic. En Teatro, actriz y asistente de
producción.
Josué Abraham es Licenciado en Diseño Audiovisual, artista multimedia y
performer. Manuel Estrella es Licenciado en Composición Musical, bailarín
y coreógrafo.
Amaury Alonzo es doctorando en Comunicación y cineasta.

¿Qué tipo de evolución o transformación detectan que se


ha dado desde el inicio del grupo hasta la actualidad?

Hemos hecho una transición desde una formación tradicional, heredera del
concepto de puesta en escena, que nos ha sido muy útil para realizar
nuestra ópera prima que fue “Tu ternura Molotov” de Gustavo Ott, en el
año 2010. Tras esa primera experiencia, que estuvo apoyada por el
Diplomado en Dirección y Producción escénica “Práctica de vuelo”,
decidimos invitar a Jorge Vargas para que nos ayudara a abrir un laboratorio
de creación escénica. A partir de ahí, hemos transitado hacia una práctica
de creación cada vez más interesada en el contexto y en la transdisciplina.
Nuestro primer trabajo en esta línea es “El viaje inmóvil, estudio en espiral
sobre el suicidio”, codirección entre Jorge Vargas y Juan de Dios Rath,
mediante el cual establecimos una relación de colaboración con el grupo
“La Esperanza” del Programa Integral de Atención al Suicidio de Mérida,
Yucatán, (PIAS) coordinado por el Dr. Gaspar Baquedano. Con el PIAS
realizamos también un largometraje documental y actualmente estamos
produciendo un segundo documental y una segunda pieza escénica sobre
los sobrevivientes del suicidio de seres queridos en Yucatán y la República
de Uruguay, con la ONG “Último Recurso”, coordinada por la Dra. Silvia
Peláez. El producir películas documentales es una línea estética y de
investigación que está definiendo nuestro trabajo pues acompaña el
proceso de laboratorio. Actualmente tenemos dos producciones
audiovisuales terminadas y varias más en proceso de producción.

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Entrevista a Murmurante Teatro

El trabajo ha evolucionado hacia cierto tipo de intervención en otras


problemáticas sociales particulares de nuestro contexto geográfico y social,
como lo es la violencia y el paro laboral, las cuales hemos trabajado con
“Manual de cacería” y “Sidra Pino, vestigios de una serie”. En ambas piezas
hay un tratamiento del contexto que no se agota con la puesta en escena
sino que se expresa a través de elementos multimedia procedentes de una
extensa investigación de campo. La creación de archivos documentales con
información recogida directamente en el contexto y con las comunidades
involucradas, es un aspecto sustancial de nuestro trabajo. En el caso de
“Manual de cacería” tuvimos la necesidad de trabajar directamente con un
equipo de criminólogos y psicólogos forenses, dirigidos por el Mtro. Paulino
Dzib, así como también con el documentalista Jorge Prior, para profundizar
en el conocimiento de la conducta criminal y su influencia en el
comportamiento social cotidiano. Con “Sidra Pino“, por ejemplo, nos llevó
al menos tres años de seguimiento del movimiento de los trabajadores en
huelga y tuvimos interlocución con abogados, activistas, antropólogos
sociales, sindicalistas y los propios trabajadores en huelga. Nuestro más
reciente trabajo escénico “Las constelaciones del deseo” es un
acontecimiento performativo en el cual proponemos un recorrido por las
distintas expresiones de la identidad y la diversidad psicosexual. El
recorrido es esencialmente participativo pues cada estación-constelación
del mismo es un dispositivo de percepción y creación de imágenes
identitarias. El espectador mantiene una relación personal con cada
dispositivo y se pone en acción a través de la mirada, la escritura, el
testimonio, la oralidad, el sonido y el diálogo. La estación final es una
conversación en la que participan integrantes de diversos colectivos que
realizan activismo en pro del reconocimiento de los derechos humanos a la
diversidad y personalidades de la academia y la cultura locales:
Antropólogos, sociólogos, psicoterapeutas, sacerdotes, activistas, artistas y
personas de la diversidad conversan con los espectadores que previamente
han recorrido “Las Constelaciones del deseo” en el espacio de Murmurante
Teatro en Mérida. Nuestra sede se convierte en un espacio relacional que
permite relativizar los límites entre oficiantes y espectadores. En los
conversatorios hemos podido vincular a personas del mundo de la cultura

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Entrevista a Murmurante Teatro

con personas del mundo del activismo en Mérida, dialogando sobre temas
como el VIH, problemática de la que Yucatán tiene los índices más altos a
nivel nacional, los derechos de las personas trans, nociones de teoría queer,
masculinidades y feminidades contemporáneas, movimientos sociales, entre
otros.

¿Cómo se sitúa frente al contexto artístico en el que


trabaja?

Murmurante Teatro se ha posicionado en la escena local como una


agrupación de artistas independientes que trabajan con profesionales de
diferentes disciplinas tanto artísticas como científicas para crear
conocimiento y reflexión acerca de problemáticas que afectan nuestra
realidad regional.

¿Cómo se sitúa específicamente frente al contexto teatral


en el que trabaja?

Como una agrupación de artistas independientes que está en permanente


búsqueda de lenguajes y experiencias escénicas enfocadas en problemáticas
sociales y en el trabajo directo con las comunidades afectadas por estas
problemáticas. Consideramos que el trabajo artístico cobra sentido cuando
se relaciona con lo social desde miradas diversas. Es así que somos hasta
ahora, quizás el único grupo local que trabaja de cerca con médicos,
antropólogos, sociólogos, criminólogos, psiquiatras y con comunidades de
trabajadores, con colectivos de la diversidad sexual y con artistas de muy
diversa formación. En nuestro caso, la transdisciplina se expresa a través de
la creación de dispositivos escénicos que articulan diversas miradas
disciplinares en torno a un tema o a la formulación de preguntas sobre el
mismo.

¿Se considera representante o forma parte de alguna


corriente que podamos considerar emergente dentro del
panorama teatral actual?

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Entrevista a Murmurante Teatro

Es difícil autoetiquetarse de manera justa, pero sí, consideramos que hay


grupos en México con los que compartimos algunas características. Algunos
críticos han hablado de escena expandida o de teatro social para referirse a
nuestro trabajo. Las categorías elaboradas por los críticos ayudan a
visibilizar prácticas escénicas emergentes y significan un ejercicio generoso
y muy necesario para tratar de aprehender elementos valiosos surgidos de
esas prácticas. En el caso de la categoría de teatro contextual, nos parece
una propuesta interesante, siempre y cuando no se limite a considerar “lo
contextual” como el simple hecho de hacer teatro fuera de los edificios
teatrales convencionales para hacerlo en espacios alternativos. Creemos
que lo contextual es una categoría más amplia, que incluye las diversas
miradas, las relaciones y las prácticas que convergen en lo escénico desde
territorios no estrictamente teatrales.

¿Menciona algunas referencias teóricas o artísticas que les


sirvan como interlocutores de su trabajo?

Rimini Protokoll, Hotel Modern, Akhe Teatro, Lola Arias, Mapa Teatro,
Romeo Castelucci, Teatro Ojo, Lagartijas Tiradas al Sol y Teatro Línea de
Sombra.

Por otra parte, teóricos como Ileana Diéguez o José Antonio Sánchez nos
han permitido explorar miradas distintas para apreciar las artes escénicas
contemporáneas.

¿Quiénes son algunos de los creadores o pensadores que


hayan influido en su manera de entender la creación o que
acompañen sus procesos?

Jorge Vargas, Eduardo Bernal, Noé Morales Muñoz, Jesús Hernández,


Alejandro Flores Valencia, Gabriel Yépez, Gaspar Baquedano, Paulino Dzib.
Ileana Diéguez, José Antonio Sánchez, Óscar Cornago, entre otros.

¿En qué tipo de espacios suelen presentarse?

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Entrevista a Murmurante Teatro

Normalmente y por necesidades específicas del grupo y sus procesos


tenemos la sede de Murmurante Teatro, la cual nos ha permitido tener
residencias con algunos creadores invitados. Sin embargo, muchas de
nuestras prácticas se han ido al contexto de la ciudad de Mérida. Nos
hemos presentado en varias ocasiones en el Centro de Aplicación de
Medidas para Adolescentes de Mérida, (CEAMA) que es el reclusorio para
menores. También hemos realizado actividades en museos, en plazas
públicas, en el sindicato de la Sidra Pino y en las calles del barrio de
Santiago. Hemos acudido a escuelas, a hospitales, a casas en algunos barrios
marginales de Mérida. Por otra parte, la producción de materiales
audiovisuales nos ha permitido presentar nuestro trabajo en espacios de la
ciudad de Montevideo, Uruguay y de algunas provincias de ese país.

¿De dónde viene la necesidad de moverse a esos otros


espacios no teatrales?

Viene de la necesidad de involucrarnos con la comunidad. Con los


trabajadores de la Sidra Pino, por ejemplo, era muy importante para
nosotros ayudarles a recuperar presencia en el barrio de Santiago, donde
estaba ubicada la embotelladora más emblemática del sureste mexicano.
Recorrer el barrio, hacer ejercicios de deriva, activar la sede de su sindicato,
ayudarles a botear, realizar interacciones entre ellos y los transeúntes de la
plaza del barrio, acudir y animar marchas para exigir que les paguen,
acompañarlos a la fiscalía a denunciar al patrón, organizar con ellos una
acción artística durante el desfile del día del trabajo, al que no fueron
invitados. Por medio de estas acciones generamos visibilidad mediática para
su movimiento, que ya estaba más que desgastado. La crónica de todos esos
acontecimientos está documentada en los principales diarios de Yucatán
que siguieron estas acciones durante los más de tres años en que fueron
realizadas.

Por otra parte, el trabajo de campo con personas relacionadas con suicidio,
con violencia o con diversas formas de activismo nos permite conocer
aspectos de la realidad con mayor rigor etnográfico, para así acercarnos un
poco más a la meta de contribuir a la producción de conocimiento y

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Entrevista a Murmurante Teatro

reflexión sobre nuestra realidad más cercana.

¿Cuáles son los factores o componentes que deben tener


esos espacios, contextos, para situar su trabajo?

Sobre todo, ser el contexto geográfico natural de una problemática social


específica con la cual nos interese trabajar. Hasta ahora han sido el suicidio,
la violencia, el paro laboral y la diversidad sexual. Son lugares que si bien no
tienen una carga particular de significado en sí mismos, se convierten en
lugares significantes por las personas que los habitan y les dan vida. Un
albergue para enfermos terminales de VIH, el barrio de Santiago, la plaza y
sus romerías, ciertos tramos de la Av. Jacinto Canek en la Mérida nocturna,
donde se ubican las prostitutas trans, una escuela preparatoria, una
universidad, una plaza pública, un hospital. Lo mínimo que requerimos para
trabajar es conexión a la corriente eléctrica y un espacio para los
espectadores.

¿Cuál es su forma de producción?

Hemos buscado alianzas de coproducción con instituciones con las cuales


colaboramos. Tal es el caso de Psicjurid (Instituto interdisciplinario de
psicología forense) y el Programa integral de atención al suicido (PIAS) y
“Último Recurso”, de Uruguay. Así como también de la iniciativa privada.

Por otra parte también está el trabajo con los órganos institucionales como
la Secretaria de la Cultura de Yucatán, el Ayuntamiento de Mérida,
Conaculta, el Fonca, la Secretaria de Salud y la Secretaria de Educación
Pública.

Para Murmurante es muy importante que el trabajo tenga un fin social.


Crear alianzas de colaboración no solo con la iniciativa privada sino con la
Institución gubernamental nos permite llegar a más público y darle
continuidad a nuestros proyectos.

Dicha colaboración es fundamental para poder seguir fortaleciendo nuestro


trabajo y que realmente llegue a los sectores objetivo. De esta manera

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Entrevista a Murmurante Teatro

contribuir a generar espectadores más críticos que tengan acceso a puestas


en escena de calidad sin importar el estrato social.

¿A cuánto ha ascendido el coste de sus últimas obras?

Entre $150,000.00 y $200,000.00 pesos.

¿En México son muy pocos los creadores escénicos que


viven de su actividad artística, cómo financian su
supervivencia como artistas?

A través de trabajos como impartir talleres, becas y subsidios académicos,


artísticos y privados. Así como también el trabajo independiente que cada
uno realiza en su especialidad.

¿Qué público recibe habitualmente sus trabajos?

Público en general de 12 años en adelante, universitarios, y comunidades de


instituciones tanto educativas como sociales con las cuales gestionamos
temporadas o funciones.

La escena puede entenderse como un espacio de creación, un modo de


producir conocimiento o una forma de activismo social o político. ¿Con cuál
de estas aproximaciones se sienten más identificados, por qué?

Con las tres. Como espacio de creación nos conecta con nuestra formación
como artistas. Las aspiraciones que nos hacíamos cuando estábamos en
formación se van haciendo realidad en tanto que podemos imaginar,
explorar y realizar nuestros proyectos de creación en un espacio propio. En
tanto que producción de conocimiento, nuestro trabajo transdisciplinario
nos posibilita dialogar y ser interlocutores de científicos sociales y personas
cuya experiencia de vida es rica en conocimientos. La premisa de que las
artes son mucho más que un entretenimiento o una forma accesoria de la
estructura social nos pone delante la responsabilidad de ser rigurosos y
comprometernos con la producción de conocimiento sensible mediante
formas alternativas de conocer que ponen en marcha las emociones, la

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Entrevista a Murmurante Teatro

imaginación y la fantasía. Finalmente el activismo social es una


responsabilidad que surge de la interacción con las personas que nos
brindan sus experiencias y a las que les debemos a cambio una retribución
social significativa. Además de que a poco que uno se involucre en el
conocimiento de las necesidades de los grupos y movimientos sociales, el
activismo se vuelve también una necesidad, dado que los derechos humanos
implican siempre una lucha. Nunca están dados de antemano ni se ejercen
sin un enorme compromiso de lucha. Lo que hemos comprobado una y otra
vez con nuestro trabajo es que aquello que les sucedió por ejemplo, a los
trabajadores de la Pino, o a las personas que intentaron suicidarse, nos
podría suceder a cualquiera de nosotros en cualquier momento. Que la
lucha de aquellos que reclaman el reconocimiento de sus derechos es la
lucha de todos.

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Escenarios y teatralidades liminales.
Prácticas artísticas y socioestéticas
DOCUMENTO: Textos
AUTOR: Ileana Diéguez
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2009
REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA: Inédito

Las diversas intervenciones urbanas, instalaciones o acciones performativas


que desde hace algunos años se desarrollan en las calles, plazas, galerías y
otros espacios públicos, van dando cuenta de los cambios que han estado
ocurriendo en las prácticas escénicas latinoamericanas. En los actuales
escenarios, creadores visuales, escénicos y ciudadanos en general ponen en
acción imágenes y relatos de la más reciente memoria colectiva,
configurando nuevas “texturas de la imaginación” que han echado a andar
otra “forma de política lúdica”(Pavlovsky, 162). Lo político no se configura
por las problemáticas y los temas, sino especialmente por la manera en que
se construyen las relaciones con la vida, con el entorno, con los otros, con
la memoria, la cultura e incluso con lo artísticamente establecido.

En un número especial de la Revista Cultural Ñ (junio 2004, Clarín), en


Buenos Aires, se llegó a afirmar que las estrategias más radicales y
experimentales del arte se deslizaban con naturalidad hacia el campo de la
acción política. Algunas acciones, inicialmente realizadas para la protesta
callejera, eran reorientadas hacia los espacios del arte, exhibidas en museos
o bienales artísticas, tal como ocurrió con trabajos de Etcétera y el Grupo
Acción Callejera (GAC) incluidos en las exposición ExArgentina (Museo

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

Ludwig de Colonia ) y en las Bienales de Venecia.

Teatralidades o performatividades políticas, o simplemente acciones, las


experiencias a las que me refiero incluyen también de una u otra manera
diferentes dispositivos testimoniales y/o documentales: Otra vez Marcelo y
En un sol amarillo, del Teatro de los Andes (Bolivia); Visita guiada a la
Secretaría de Relaciones Exteriores y ¡No?, del Teatro Ojo (México, DF); Sin
título, técnica mixta; Antígona, Rosa Cuchillo y Adiós Ayacucho, de
Yuyachkani (Lima); Prometeo, Re-corridos, La limpieza de los establos de
Augías y Testigo de las ruinas, de Mapa Teatro (Bogotá); Filoctetes, Lemnos
en Buenos Aires y el Proyecto Matadero, de Emilio García Wehbi; El fulgor
argentino, de Catalinas Sur (Buenos Aires); Nayra y Antígona, del Teatro La
Candelaria (Bogotá); las diversas obras que desde el 2001 han configurado
los ciclos de Teatro x la Identidad en la Argentina -movimiento gestado
después del estreno de A propósito de la duda, de Patricia Zangaro, escrita a
partir de los testimonios de HIJOS, Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, y de
materiales inéditos de archivos, periodísticos y audiovisuales. En el campo
de la protesta pública señalo los escraches que desde 1995 vienen
desarrollándose en la Argentina convocados por HIJOS, las procesiones y
acciones de visibilización en torno a las mujeres que desde hace más de diez
décadas se vienen asesinando en Ciudad Juárez, en el norte de México; las
apariciones públicas de las Damas de Blanco en La Habana; las rondas de las
Madres de Plaza de Mayo en Buenos Aires y en otras ciudades argentinas
como La Plata; las performances ciudadanas de la Resistencia Civil en
México; las ceremonias de exhumación y re-enterramiento de los restos de
Salvador Allende realizadas en Santiago, en septiembre de 1990(1).

En este registro se incluyen otras prácticas no exclusivamente artísticas, en


las que se involucran ciudadanos y creadores que utilizan dispositivos
estéticos para la elaboración de nuevos discursos en la protesta pública, sin
buscar legitimar sus acciones como producciones artísticas, tal y como lo
han hecho el Colectivo Sociedad Civil en Lima-2000 durante las lavadas
públicas de la bandera, y las agrupaciones artístico-activistas de ETC y del
Grupo de Arte Callejero en Buenos Aires, en las que se reúnen creadores de
diferentes disciplinas y medios no precisamente escénicos, pero que sin

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

embargo han contribuido notoriamente a tejer de otra manera las


relaciones entre arte y política, transformando los espacios escénicos y
desbordando la teatralidad.

Para no homogeneizar situaciones que escapaban a cualquier reducción


disciplinar, y para dar cuenta de acciones que oscilaban entre la
performance o el arte acción, la instalación, la intervención urbana, la
teatralidad y la performance política, y en las cuales se constituyen anti-
estructuras, he utilizado la noción de liminalidad desarrollada por la
antropología social y ritual de Victor Turner.

El estudio en torno a la liminalidad lo he desarrollado en dos sentidos: en el


de las re-presentaciones realizadas por artistas en marcos artísticos pero
cuyos fines trascienden este marco y se proyectan como acción política; y
en el de las prácticas políticas ejecutadas por ciudadanos comunes y por
creadores, extrañando el discurso y escenificando imaginarios y deseos
colectivos en los espacios públicos. Me interesa señalar la emergencia de
los dispositivos liminales considerando siempre las diferentes texturas y
configuraciones de la liminalidad, ya sea a través del desplazamiento de
procedimientos artísticos hacia el campo de la acción social y la
participación política que produce la estetización de los eventos
ciudadanos, o ya sea en la radicalización ética practicada por algunos
artistas desde su producción estética, al realizar acciones como prácticas
activistas (2), de intervención directa en el tejido social. Desentendiéndose
de cualquier formulación textual previa, la mayoría de estas nuevas
acciones buscan configurar los dramas que vive la sociedad civil y son
realizadas como intervenciones en el espacio cotidiano.

La cuestión liminal fue desarrollada por Turner a partir de las observaciones


de Arnold Van Gennep sobre los rites de passage asociados a situaciones de
margen o limen (umbral). En los ritos ndembu Turner analiza la liminalidad
en situaciones ambiguas, pasajeras o de transición, de límite o frontera
entre dos campos, observando cuatro condiciones: 1) la función purificadora
y pedagógica al instaurar un período de cambios curativos y restauradores;
2) la experimentación de prácticas de inversión -“el que está arriba debe

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

experimentar lo que es estar abajo” (1988, 104) y los subordinados pasan a


ocupar una posición preeminente(109), de allí que las situaciones liminales
pueden volverse riesgosas e imprevisibles al otorgar poder a los débiles-; 3)
la realización de una experiencia, una vivencia en los intersticios de dos
mundos; y 4) la creación de communitas, entendida ésta como una
antiestructura en la que se suspenden las jerarquías, a la manera de
‘sociedades abiertas’ donde se establecen relaciones igualitarias,
espontáneas y no racionales.

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

La communitas representa una modalidad de interacción social opuesta a la


de estructura, en su temporalidad y transitoriedad, donde las relaciones
entre iguales se dan espontáneamente, sin legislación y sin subordinación a
relaciones de parentesco, en una especie de “humilde hermandad general”
que se sostiene a través de acciones litúrgicas o prácticas rituales. Esta
concepción utópica es ejemplificada por Turner recurriendo a diversos
momentos singulares, como fueron la existencia de las comunidades
hippies, los beats, la comunidad fundada por Francisco de Asís, o incluso
situaciones ficcionales como la república ideal propuesta por el personaje
Gonzalo en La tempestad de Shakespeare. En todos estos casos la
liminalidad es una situación de margen, de existencia en el límite, portadora

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

de cambio, propositora de umbrales transformadores.

Si en la etapa de sus estudios sobre antropología ritual Turner consideró la


liminalidad “como un tiempo y lugar de alejamiento de los procedimientos
normales de la acción social” (1988, 171), es decir, como un estado
resguardado y extracotidiano, me ha interesado observar la liminalidad
como extrañamiento del estado habitual de la teatralidad tradicional y como
acercamiento a la esfera cotidiana. Al proponer un alejamiento de las
formas convencionales de representación y una proximidad a los estados de
vivencia, de implicaciones éticas, de movimientos en la calidad de vida,
algunos procesos artísticos comienzan a explorar caminos que parecen
acercarlos, una vez más, a experiencias rituales.

El arte y el ritual son generados en zonas de liminalidad donde rigen


procesos de mutación, de crisis y de importantes cambios (Turner, 1988,
58). Esta mirada interesa para reflexionar algunos rituales públicos como
hechos conviviales en los que se condensa a través de la reunión del acto
real y a la vez simbólico, una ‘teatralidad’ liminal.

En un orden distinto al antiestructural, en estudios que abordaban


problemáticas de antropología social, Turner planteó el concepto de “drama
social” inserto en las estructuras positivas, es decir, en las sociedades
estructuradas y fundadoras de estatus y jerarquías. Los dramas sociales
separan y dividen, en una relación muy diferente a las que generan las
communitas.

Al observar y plantear “el potencial ‘teatrálico’ de la vida social”(2002, 74),


Turner utilizó aquel término -“drama social”- como categoría que
expresaba la analogía entre una secuencia de acontecimientos
supuestamente espontáneos que manifestaban las tensiones de una
comunidad, y la forma procesal y concentrada que caracteriza a la
expresión dramática occidental. En la vida rutinaria de una comunidad
percibió la instalación de un tiempo dramático y de conductas exaltadas,
concluyendo que en el quehacer normal de una sociedad se abría una
brecha pública como resultado de una conmoción emocional o de “un acto
político encaminado a retar la estructura de poder”(75).

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

Consideró que en estos dramas operaban cuatro fases: 1) la brecha, 2) la


crisis, 3) la acción reparadora, 4) la reintegración. En el ámbito de la
segunda fase ubicó también la emergencia de liminalidad, como umbral
entre las etapas más estables del proceso, pero ya no en la dimensión de
limen sagrado separado de la vida cotidiana, sino en el foro mismo de la
sociedad, retando a sus representantes (2002, 50). Insisto en esta dimensión
de la liminalidad, fuera de la esfera estrictamente sagrada, por el potencial
que representa para reflexionar las situaciones escénicas y políticas insertas
en la vida social, propiciadoras de tránsitos efímeros pero de alguna manera
también trascendentes.

Al proponerme observar la liminalidad en prácticas escénicas que implican


una amplia participación y en las que emergen happenings ciudadanos,
deseo enfatizar los aspectos sociales de la liminalidad. La liminalidad al
generar communitas es también una esfera de convivio, de ‘vivencia como
experiencia directa’. Si en todos los casos la liminalidad es una situación de
existencia alternativa en los límites, esta condición tiene su representación
ideal en las communitas metafóricas en las que participan decisivamente el
lenguaje poético y la dimensión simbólica. ´

Estas prácticas también han ido modificando el status del artista.


Practicantes a la vez que participantes, implicados a la vez que
“observadores”, mediadores y testimoniantes, los creadores juegan una
condición dual y roles menos protagónicos; más que representar un status
asumen su trabajo como una praxis para develar y visibilizar utilizando su
propio “plus diferencial”.

Como ya puede deducirse, reflexionar sobre las teatralidades liminales no


sólo implica considerar su complejo hibridismo artístico, sino también
considerar las articulaciones con el tejido social en el cual se insertan. La
transgresión de las formas teatrales en gran medida han estado
condicionadas por los cambios de sus realidades. Ya sea que la
espectacularidad de la sociedad lanza desafíos a las ficciones y discursos
artísticos, o que los acontecimientos de lo real funcionen como

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

catalizadores para los espacios estéticos. Esta hibridación de dispositivos y


lenguajes ha ido constituyendo lo que Nelly Richard ha identificado como
una “estética del collage” en la que se mezclan los “estilos del arte” y “el
violento desorden de lo estético” (2006, 120 y 123). Si bien la hibridación es
un concepto ampliamente utilizado para dar cuenta de los “tejidos
conectivos” de las culturas y de los espacios intersticiales donde “se
negocian las experiencias intersubjetivas y colectivas” (Bhabha, 2002, 18),
retomo el concepto desde su inscripción lingüístico-literaria: como “un
procedimiento (o sistema de procedimientos) intencional” (Bajtín, 1989, 174)
en el cual se mezclan dispositivos y lenguajes de campos diversos.

De manera que el estudio de lo liminal abarca situaciones de teatralidad y


de performatividad que no necesariamente están asociadas a las disciplinas
del teatro y del performance art. Entiendo la teatralidad como instinto de
transfiguración capaz de crear un “ambiente” diferente al cotidiano, de
subvertir y transformar la vida, tal y como lo planteó Nicolás Evreinov
cuando estudiaba las disposiciones escénicas de la sociedad, interesado en
observar “el espectáculo sin fin” (67) de la existencia humana y los roles
sociales, más cercano a la premisa shakespeareana del mundo como un
gran teatro y a buscar cada detalle que revelara “la incesante teatralización
de la vida”(72).

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

Para Evreinov, que entendía a teatralidad como una situación pre-estética,


“el teatro, en cuanto institución permanente, ha nacido del instinto de
teatralidad”(50), invirtiendo los vínculos que subordinan la teatralidad al
teatro. Viviendo en la misma época y en la misma ciudad que Artaud,
escribiendo textos relacionados en los mismos años –entre 1927 y 1930-,
coincidiendo en las fuerte críticas al estilo realista que falsificaba la vida de
la escena y en la apreciación de las convenciones “irrealistas” que animaban
el teatro oriental, ambos creadores también coincidieron en la observación
de la teatralidad en los escenarios cotidianos y efímeros a partir de una
mirada que reconfigura y crea un espacio otro.

Estas miradas fueron también cercanas a las reflexiones de Turner cuando


utilizaba la palabra performance para dar cuenta de diversos actos
simbólicos de la cultura. La conducta performativa podía producirse en los
“dramas estéticos” o en los “dramas sociales”. De allí que planteara el
performance como un campo de acción que abarca lo socio-estético
–performances sociales y performances estéticos-, permitiendo al ser
humano la expresión de significados y el conocimiento de sí mismo: “en el
performance el hombre se revela a sí mismo”, “un grupo humano puede
conocerse mejor mediante la observación y/o participación en el
performance generado y presentado por otro grupo humano”(116). Este

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

valor de autoconocimiento y expresión del performance también fue


desarrollado por Goffman cuando lo planteó como “la presentación del sí
mismo en la vida cotidiana”.

Para Turner las fuentes de la forma estética se encuentran en “la


experiencia vivida”, declarándose partidario de una tradición
epistemológica que tuvo en Wilhelm Dilthey un visionario fundamental.
Estos filósofos concebían el conocimiento como un aprendizaje experiencial
fundado en la participación directa o indirecta de la vida social, o como
Turner especificaba: la sabiduría emergía de la participación “en los dramas
socioculturales mediante los géneros performativos”( 2002, 121) que
remodelaban las estructuras de la vivencia.

Turner agrupó las performances en “sociales” y “culturales”. Sin embargo,


pienso que en toda performance social se expresa un comportamiento
cultural; de allí que prefiero la distinción entre performances espontáneas y
performances construidas, pero esta distinción -temporal y circunstancial-
sólo busca diferenciar los actos performativos que se producen en la vida
cotidiana y las acciones performativas que se construyen en los espacios
acotados estéticamente.

Sin lugar a dudas, la palabra performance trasciende la noción de


performance art desarrollada por los artistas plásticos a finales de los años
cincuenta y está más próxima a la problemática de la performatividad como
discurso del cuerpo y puesta en ejecución de las acciones. La
performatividad y la teatralidad apuntan a un tejido de diseminaciones que
atraviesan las nociones disciplinares de teatro o performance art y se
instalan en un espacio de travesías, liminalidades e hibridaciones, donde se
cruzan y se interrogan los campos del arte, la estética y lo político. ´

Retomo entonces la noción de performance en el sentido en que la usara la


“antropología liberada” de Turner: una secuencia de actos simbólicos (2002:
107) que busca nuevos significados mediante las acciones públicas. Si como
proponía Turner, entendemos los géneros performativos como
segregaciones del drama social, y éste a su vez es “una irrupción en la
superficie de la vida social continua”(129), ambos casos -los dramas sociales

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

y sus representaciones performativas- hay que entenderlos como


expresiones no-armónicas o disonantes, como procesos transformadores,
dinamizadores, que movilizan lo establecido para generar algún tipo de
cambio, ya sea simbólico o práctico.

Si la conducta performativa ha sido asociada a la interpretación o al


cumplimiento de roles sociales, también puede expresar la subversión de la
norma, la suspensión de roles regulados y la ejecución de acciones lúdicas
que invierten las conductas sociales establecidas. En el ámbito de los
actuales estudios culturales, la performatividad ha sido problematizada
como “el modo en que se practica cada vez más lo social” (Yúdice, 43), como
puesta en ejecución de normas sociales, pero también como contestación y
rechazo a las mismas, situación en la que emergería lo que Butler ha
identificado como performativida subversiva.

Así como he explicitado la referencialidad socio-antropológica, no artística,


en la utilización del término performance, también insisto en que no invoco
la palabra teatralidad como sinónimo de teatro, sino como noción que
busca expresar la configuración escénica de imaginarios sociales, la
resignificación de prácticas representacionales en el espacio cotidiano,
mirada que también se asienta en la observación de Artaud cuando
describía el “espectáculo total” de una escena de la calle. Esta otra
teatralidad, fuera del marco disciplinar del teatro, se configura en un
espacio no enmarcado artísticamente y sí acotado por una percepción
capaz de reconfigurar mundos y desatar otros imaginarios.

Estudiosas de la escena como Josette Féral y Helga Finter se han


preguntado si la problemática de la teatralidad es un fenómeno inherente a
lo cotidiano, que pudiera ser identificada como tal por la otra parte, o por
una mirada que la decodifica (36). Hernán Vidal ha reflexionado sobre el
“denso contenido simbólico y ritual” que alcanzan algunos acontecimientos
al interpelar a la colectividad, proponiendo la idea de una “teatralidad
social”. En esta línea de estudios también deseo mencionar los análisis de
Alicia del Campo sobre las teatralidades de la memoria en Chile, así como
los planteamientos generales de Juan Villegas.

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Escenarios y teatralidades liminales. Prácticas artísticas y socioestéticas

Se trata de un problemática ya desarrollada por algunos estudiosos de las


artes escénicas que han indagado teatralmente los espacios sociales en
momentos de crisis y/o agitación política. Tales consideraciones son
estimulantes puntos de partida para reflexionar en torno a las teatralidades
que generan los recientes y diversos “dramas sociales”, lo cual también
implica considerar las teatralizaciones o estetizaciones de la vida política.
Sin duda, pienso en la estetización de la política en dirección opuesta a la
evidenciada por Walter Benjamin, porque a diferencia del contexto
nacionalsocialista, hoy son otros los actores que toman por cuenta propia
los espacios públicos y utilizando dispositivos que estetizan las protestas
ciudadanas, sin buscar legitimarlas como producciones artísticas. La
estetización de la política como “estetización de lo real”(Richard, 2006, 120)
emerge hoy en un contexto diferente, como estrategia de aquellos que han
decidido carnavalizar las prácticas espectaculares del poder devolviendo los
golpes de arriba en gestos simbólicos que desde abajo mediatizan la
violencia y propician otras formas de escenificación de la propia
espectacularidad cotidiana. Tal y como lo observó Helga Finter durante los
cacerolazos argentinos, estas acciones constituyen espacios potenciales
intermedios, gestos simbólicos y extracotidianos que si bien no son un
evento artístico tampoco son parte de la vida de todos los días.

En el contexto argentino, los dramas sociales han producido diversas


figuraciones simbólicas: un año después de subir al poder la Junta Militar,
las Madres comenzaron sus rondas silenciosas en la Plaza de Mayo (3), y
algunos años después, en septiembre de 1983, los sobrevivientes de aquella
marcada generación organizaron el ‘Siluetazo’, pintando miles de siluetas en
las calles y muros de Buenos Aires en alusión directa a los numerosas
desapariciones forzosas. La acción fue concebida colectivamente a partir de
un proyecto original de los artistas visuales Rodolfo Aguerreberry,
Guillermo Kexel y Julio Flores, quienes con el apoyo de las Madres y
teniendo como punto de partida la Plaza de Mayo, realizaron una
multitudinaria intervención urbana con siluetas realizadas sobre papel y
que fueron estampadas sobre muros, ventanas, calles y plataformas de
señales de la ciudad. En aquellas “puestas en forma del dolor” convocadas
por creadores en colaboración con ciudadanos comunes se entretejían

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recursos simbólicos y performativos que hicieron posible la realización de


un memorable gesto político.

Desde las protestas silenciosas durante los “años de plomo”, hasta las
carnavalescas y ruidosas manifestaciones después de diciembre de 2001, la
sociedad argentina ha asistido al despliegue de las más imaginativas
estrategias (re)presentacionales que por su repetición y capacidad de
convocatoria se convirtieron en un gesto simbólico de la sociedad civil, en
rituales colectivos de participación ciudadana, privilegiando los recursos
corporales y performativos y configurando un nuevo lenguaje que
desautomatizó las tradicionales formas de protesta.

A partir de diciembre del 2001 las manifestaciones recurrieron a formas


carnavalescas y paródicas. La sociedad fue tomada por acontecimientos que
instalaron una especie de surrealismo cotidiano. La realidad superó a los
imaginarios estéticos, la obscenidad irrumpió en el panorama de la política
común. Fue en este marco que el espectáculo de la sociedad autoritaria
llegó a ser carnavalizado por los espectáculos de la sociedad civil, como
respuesta inventiva: “los que recibieron un golpe lo devuelven
simbólicamente como golpe de efecto, golpe de teatro” (Finter, 37). El
espectáculo del ‘corralito económico’ tuvo su doble paródico en las
múltiples acciones lúdicas, espontáneamente organizadas por la población.
Los espacios públicos fueron invadidos por ciudadanos que utilizaban
insólitos recursos para protestar, creando situaciones performativas y
teatrales: personas vestidas de bañistas acampaban en las instalaciones
bancarias, multitudes armadas de cacerolas y utensilios culinarios tomaban
las calles, los camiones descargaban materia fecal a las puertas de los
bancos. Un nuevo cuerpo de actores emergía en aquellas teatralizaciones:
desempleados, piqueteros, ahorristas, ciudadanos comunes, instalando
nuevos escenarios y transmutando la violencia en performance política.

Si bien los dramas sociales han generado las más creativas performances
ciudadanas junto a ellas o incluso como parte de ellas se han desarrollado
numerosas acciones convocadas por teatristas, performers o artistas
visuales que utilizan su plus diferencial para colaborar en la construcción de

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situaciones en las que se se extraña o se poetiza el discurso de la protesta.


En estos casos los propio creadores han manifestado que actúan como
participantes de performances o teatralidades ciudadanas. Así lo hicieron
los miembros del Colectivo Sociedad Civil cuando en en el último año de la
dictadura de Fujimori convocaron a la ciudadanía a Lavar la bandera
primero en el Campo Marte y luego en la Plaza Mayor de Lima, declarando
que la valoración de sus acciones en términos artísticos le es indiferente a
un Colectivo cuyos miembros se asumen primeramente como ciudadanos y
sólo en segundo término como autores culturales (Buntinx). Cuando el
colectivo Arde Arte convocó a una acción similar en Buenos Aires, al año
siguiente del corralito económico y en protesta por las represiones que
cobraron vidas al movimiento piquetero. De allí que la acción fuera
renombrada como La bala bandera, y lejos de lavarse la insignia se
manchaba. O las performances masivas en la Plaza Bolívar de Bogotá,
coordinadas por Patricia Ariza, dando visibilidad a los desplazados por la
violencia. O las teatralidades de la Resistencia Civil en México lidereadas
por Jesusa Rodríguez, y que de manera paralela a las espontáneas
performances ciudadanas, dieron forma escénica al disentimiento y la
protesta contra un fraude electoral.

O cuando artistas visuales, fotógrafos y arquitectos configuran sus prácticas


como puestas en visión o cartografías de una ciudad en crisis, tales como lo
hicieron Héctor Ballesteros y Antonio Turok en Oaxaca. Estos testimonios
visuales que dan cuenta de los posicionamientos en los escenarios cotianos
de autoridades y ciudadanos, así como de las transformaciones radicales de
los espacios en momentos de crisis, forman parte del proyecto Aquí no pasa
nada, realizado por La Curtiduría, espacio cultural independiente creado en
el 2006 en Jalatlaco, Oaxaca, que conmemoró su primer aniversario
repensando la colisión político-social que sacudió a la ciudad durante ocho
meses.

Si como observara Turner, en las crisis abiertas por los dramas sociales se
producen situaciones de “caos fecundo” y de liminalidad: es decir, estados
de tránsito, de movimientos colectivos espontáneos que generan
asociaciones temporales no jerarquizadas y en las que se concretan

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acciones sociales que invocan posibles transformaciones o que ya


constituyen espacios simbólicos transformadores, me interesa reflexionar
las configuraciones poéticas que en estas situaciones son creadas por
ciudadanos, con la colaboración o no de artistas, como teatralidades
liminales. Fuera de las nociones artísticas, y por supuesto del teatro como
institución, aquí la frase busca dar cuenta de los diversos rituales públicos
en los que se representan los imaginarios y los deseos colectivos y se
exponen las presencias en el espacio social.

En términos generales, la liminalidad me interesa como concepto con el


cual busco expresar las arquitectónicas complejas de acciones artísticas,
políticas y éticas que se realizan como actos por la vida; como de acciones
ciudadanas que buscan cierta restauración simbólica y se configuran como
prácticas socioestéticas. En la dimensión micro-utópica que ellas sugieren
al propiciar mutaciones personales y colectivas y generar incluso efímeras
communitas, vinculo la liminalidad a estados poéticos y metafóricos, pues
aunque las acciones se insertan en el orden de lo real inmediato, la
transformación energética que en el acto se da, el pathos que lo anima y la
producción aurática que lo marca, implican la emergencia de una efímera
instancia poética. En todos los casos, me interesa problematizar la
liminalidad como antiestructura que pone en crisis los sistemas y jerarquías
sociales. Estas situaciones las observo asociadas a los bordes y nunca
haciendo comunidad con el status y el orden imperante, mucho menos con
las instituciones, de allí la necesidad de subrayar la textura política de la
liminalidad al implicar procesos de inversión. No es sólo un “entre”, una
frontera, sino que implica sobre todo la creación de un estado no
jerarquizado, un “espacio de caos potencial” desde el cual considerar las
desautomatizaciones discursivas del campo del arte y de la representación
política.

La reflexión en torno a prácticas como éstas, desarrolladas en distintas


ciudades latinoamericanas, invitan a preguntarnos sobre el lugar de la
teatralidad en una sociedad que se ha apropiado carnavalizadoramente de
las estrategias espectaculares, produciendo “teatralizaciones” de lo real
insufladas por una corriente lúdica. En ciudades donde el cuerpo se

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desnuda y se utilizan como tapa-rabos las fotografías de los políticos,


exhibiendo en las calles la incongruencia de las representaciones sociales, el
discurso artístico no puede permanecer indiferente ni ajeno a estas reales
exposiciones de la presencia que horadan y movilizan los dispositivos
representacionales. Al margen de las formas tradicionales, trascendiendo
los soportes clásicos, incorporando otros sujetos a la dimensión poética, en
los bordes de los sistemas de representación y manifestación permitidos,
las prácticas escénicas actuales problematizan la noción de teatro, e incluso
de arte.

Las actuales prácticas artísticas y políticas que mezclan los espacios


cotidianos y estéticos nos hacen preguntarnos por conceptos como
representacionalidad, teatralidad y performatividad. El teatro trascendido y
las diseminaciones de la teatralidad en los escenarios cotidianos refieren un
cuerpo que nos devela otras dimensiones representacionales. Quizás
podríamos considerar ese “tercer espacio” del que habla Yúdice (382),
donde –como apunta Nelly Richard- se conjugue la “especificidad crítica de
lo estético” y la “dinámica movilizadora de la intervención artística-
cultural”(125).

Más allá de las clasificaciones de otras y otros modos de hacer teatro, me


interesa problematizar la cuestión de la teatralidad en el amplio campo de
lo artístico y en producciones estéticas cotidianas que trascienden el arte y
por supuesto el teatro mismo. Ésta fue una reflexión que acogió la
perspectiva liminal para dar cuenta de prácticas artísticas y políticas en el
contexto latinoamericano como escenarios y teatralidades liminales, y que
ahora enfoco hacia las problemáticas representacionales y las teatralidades
que se configuran en las prácticas socioestéticas.

Notas

1. Ver Teatralidades de la memoria: rituales de reconciliación en el Chile de


la transición, de Alicia del Campo.
2. El término ‘activismo’ ha sido aplicado a aquellas prácticas políticas y
culturales que desarrollan una determinada línea de acción en la vida

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pública, generalmente comprometidas con la discusión y transformación de


problemáticas comunitarias.
3. Las rondas de las Madres de Plaza de Mayo se iniciaron en abril de 1977.
Luego de una larga peregrinación por cuarteles, comisarías y sacristías
indagando por el destino de sus hijos, algunas madres decidieron comenzar
a juntarse frente a la casa de gobierno, tomando la plaza para instalar
públicamente la búsqueda. Portando las fotos de sus desaparecidos, con
pañuelos blancos sobre la cabeza, comenzaron a realizar caminatas en
torno a la pirámide, iniciando así la que ha sido considerada como “la mayor
epopeya ética de la Argentina contemporánea”, y que hasta hoy continúa
existiendo, aún después de la restauración de la democracia. Todos los
jueves a las 3.30 de la tarde, las Madres hacen la ronda en torno a la
pirámide de la Plaza de Mayo, frente a la casa de gobierno. En un país donde
se impusieron las leyes del perdón a los militares implicados en las acciones
de la Junta (Ley del Punto Final y Ley de la Obediencia Debida), esta
protesta tiene un profundo sentido de resistencia, aún cuando en junio del
2005 la Corte Suprema de Justicia aprobó la anulación de estas leyes
posibilitando la realización de algunos juicios a los militares responsables
por las violaciones de los derechos humanos en Argentina entre 1976 y 1983.

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La actuación en primera persona
DOCUMENTO: Textos
AUTOR: Óscar Cornago
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2008
REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA: CORNAGO, Óscar (ed).,Éticas del cuerpo. Juan
Domínguez, Marta Galán, Fernando Renjifo, Madrid, Fundamentos, 2008, pp.
36-50.

A medida transcurren los años noventa comienzan los recorridos en


solitario, una especie de sálvese-quien-pueda escénico, los exilios hacia
distintos puntos de Europa, de Óskar Gómez, La Ribot, Olga Mesa o Rodrigo
García, o interiores, como Carlos Marquerie o Sara Molina. Si el teatro
busca una identidad grupal en los sesenta y setenta, a cuyo imaginario
aluden los nombres de formaciones de estos años, como Goliardos, Cátaros,
Bululú, Ditirambo, Els Comediants o Els Joglars, ahora se dejan ver los
creadores en primera persona, con nombres y apellidos; ya no es La
Tartana, sino Carlos Marquerie, ni tampoco es Bocanada, sino Blanca Calvo,
La Ribot u Olga Mesa. Incluso aquellos que nacieron en estos últimos años
ochenta, a pesar de estar ligados a un núcleo de producción fijo, serán más
conocidos por el nombre de su creador, como Rodrigo García, Angélica
Liddell u Oskar Gómez, antes que por el de los respectivos grupos, La
Carnicería Teatro, Atra Bilis o la Compañía de L’Alakrán. Las nuevas
agrupaciones, como la formada por Marquerie en 1996 tras La Tartana, la
compañía Lucas Cranach, van a funcionar siguiendo modos de organización
característicos de esta modernidad líquida, estructuras flexibles, espacios
de encuentro e intercambio, que se acomodan a las necesidades de cada

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La actuación en primera persona

proyecto; de ahí que, por ejemplo, en esta etapa los intérpretes con los que
trabaja Marquerie varíen para cada obra, a diferencia de la homogeneidad
que todavía caracterizaba el tipo de grupo de La Tartana. Sólo en los casos
de los grandes elencos consolidados en los ochenta, transformados a
menudo en centros de producción, se mantuvieron las identidades
grupales, utilizadas en muchos casos como etiquetas de marca de cara a su
proyección.

Una evolución paralela han seguido las nuevas compañías procedentes del
ámbito teatral, que nacieron todavía con un modelo heredado de décadas
anteriores, y se vieron en la necesidad, como resultado del propio
crecimiento interno, de concebir de otro modo su trabajo. Resulta
significativo en este sentido la trayectoria de La República (1992-2002). Su
último trabajo, Homo politicus v. Madrid, marca un punto de llegada, un
grado de madurez manifestado en la puesta en escena de una confrontación
directa de los intérpretes con ellos mismos, lo que lleva al director a buscar
un modo de trabajo que se ajuste de manera más flexible a las búsquedas
creativas de cada momento. De esta manera, las dos versiones posteriores
de Homo politicus, México y Río de Janeiro, comparten el planteamiento al
que se había llegado con La República, pero trabajado en otros entornos
culturales y con distintos intérpretes. Esto modificó los resultados finales
sin renunciar al tono escénico que da unidad a la trilogía. El entorno grupal
de La República, que había servido para llegar a ese estadio de desarrollo y
confrontación personal, se disuelve; a partir de ahí los artistas con los que
ha ido trabajando Renjifo, de ámbitos distintos, se han congregado
expresamente para cada proyecto, de modo similar a lo que ocurre con
Marquerie a partir de El rey de los animales es idiota (1996), que marca la
andadura de Lucas Cranach.

En este lugar confluyen otros grupos que venían de los últimos años
ochenta, como Matarile Teatro, que sin cambiar de nombre ni de estructura
básica, se ha ido ajustando a esta dinámica de creación. Esto ha permitido la
colaboración fluida con actores de distinta procedencia. Matarile Teatro,
formado por Ana Vallés y Baltasar Patiño, llega desde un teatro plástico y de
danza hasta una suerte de teatro de los actores, donde la figura de éstos,

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La actuación en primera persona

sus vidas y experiencias personales son la base de la creación, lo que de


algún modo aconseja la movilidad de ese paisaje humano. El resultado
responde a un proceso de convivencia y colaboración entre personalidades
distintas. Esta nueva fase se anticipa con Teatro para camaleóns (1998), un
pulso entre dos personalidades escénicas como Juan Loriente, actor
habitual de Rodrigo García, y Carlos Sarrió, director de Cambaleo Teatro;
aunque es en A brazo partido (2001) cuando esta nueva gramática empieza a
desarrollarse sistemáticamente hasta alcanzar en Historia natural (elogio
del entusiasmo) (2005) uno de sus exponentes más acabados.

En Truenos & misterios (2007) es la propia directora, Ana Vallés, la que se


pone en escena a sí misma, junto a Juan Cejudo, actor gallego procedente
de un teatro tradicional, Carlos Sarrió, Mauricio González, bailarín y
creador ligado al performance, y Perico Bermúdez, profesor de ciencias
metido a actor, sin olvidar a Baltasar Patiño, que desde un discreto segundo
plano, sentado frente a un piano y una mesa de mezclas, pone música a
todo esto. Lo que tienen en común todos ellos, como explica Vallés al inicio,
es haber pasado desde hace tiempo la cuarentena. Se trata de una reflexión
en primera persona sobre el paso del tiempo, la vida en un sentido físico, el
cuerpo, la memoria y lo que uno era antes y es ahora; todo ello frente al
público, desplegado en ese mismo instante de la actuación.

Llegado un momento en este proceso de evolución, es frecuente que sean


los propios creadores, incluso cuando no son actores profesionales, los que
terminan subiendo a escena para mostrar de una forma u otra su propio
paisaje humano, como Roger Bernat en La, la, la, la (2004), donde un
escenario, convertido en un espacio de intimidad, que se asemeja al
dormitorio de una casa, se presenta como ocasión para el acercamiento
físico y emocional entre él, Agnès Mateus y Juan Navarro, y por extensión
con el público, al que termina invitando a jugar un partido de fútbol,
mientras se proyectan a lo largo de la obra fragmentos de e-mails
personales intercambiados entre el creador y su pareja; o Elisa Gálvez y
Juan Úbeda en Trece años sin aceitunas (2007), construida sobre las
experiencias personales de dos trayectorias vitales que confluyen en la
penumbra de un espacio de representación, El Canto de la Cabra, habitado

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por el pasado, los recuerdos y voces de amigos grabadas en el contestador


del teléfono de la sala.

El caso de la General Elèctrica, fundada por Roger Bernat y Tomás Aragay


en 1997 como un Centro de Creación para las Artes Escénicas y Visuales, es
un buen ejemplo del nuevo modelo de organización, que ha de moverse
entre lo inestable de un colectivo de personalidades distintas que renuncian
a una organización jerárquica clara, y el peligro de llegar a una fijación
excesiva de su estructura. La General Elèctrica, por la que pasaron más de
cincuenta creadores, termina dando lugar a una infraestructura cuyo
mantenimiento obliga a trabajar para financiar el propio centro, lo que pone
en peligro la vocación investigadora con la que nace. Su cierre en 2001
marca una nueva fase en las trayectorias de sus fundadores, que continúan
trabajando a partir de colaboraciones, no ya sólo desde distintas disciplinas,
como en el caso de la Societat Doctor Alonso, impulsada por Aragay y Sofia
Asensio como núcleo abierto y cambiante de artistas, sino también con
personas de fuera del mundo de la escena; algo que ya se había empezado a
hacer en la General Elèctrica y que en trabajos posteriores Roger Bernat va
a desarrollar de forma sistemática, así en Amnesia de fuga (2004), con
inmigrantes indios y paquistaníes de Barcelona, Bona gent (2002-2003), a
modo de encuentros puntuales con distintas personas, o Rimuski
(2006-2007), un proyecto itinerante con colectivos de taxistas de diferentes
ciudades del mundo.

Las formaciones de la segunda mitad de los años noventa describen


trayectorias paralelas a éstas, aunque concretadas de distintas maneras. La
disolución de las narrativas sociales hace difícil aglutinarse en torno a un
relato colectivo que vaya más allá de las necesidades concretas de cada
proyecto o el acuerdo sobre un modo específico de entender el trabajo
escénico, a menudo de tipo colectivo. No se trata de proyectar una
identidad de grupo en torno a un discurso estético o ideológico
previamente consensuado, sino de una búsqueda o proceso de
investigación, desde el que se genera un espacio de coexistencia de
individualidades distintas, como las que pasaron por La Vuelta, dirigida por
Marta Galán entre 1998 y 2002, por Amaranto, formado en 1998 por Lidia

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La actuación en primera persona

González, Àngels Ciscar y David Franch, o por Lengua Blanca, que se inicia
en el 2000 con Juan José de la Jara y Ana María García; contextos de
creación que se dejan ver como espacios de confluencia entre distintas
disciplinas, de choque y tensión entre artistas que deciden recorrer juntos
un camino sin que esto implique la disolución de la individualidad en el
grupo o la integración en un orden jerárquico, sino más bien al contrario,
una ocasión para potenciar las diferencias, lo que a su vez explica la
fragilidad de estas estructuras. A este estadio se llega también desde la
danza. Juan Domínguez se refiere en la conversación a esta falta de
jerarquía en los nuevos grupos, y al hecho de que todos los intérpretes
estén al mismo tiempo en escena, diferente de lo que ocurría en los
colectivos de danza de los ochenta. El tipo de organización de estos
núcleos, vistos de manera general y en su transcurso temporal, se termina
asimilando a la idea de red, en la que cada nudo corresponde a un punto de
encuentro entre creadores de distintos ámbitos que luego continuarán
caminos propios. A esta dinámica de redes contribuyen espacios, festivales
o colectivos, como Mugatxoan, coordinado por Blanca Calvo y Ion
Munduate en el País Vasco, In-Presentable, coordinado por Juan
Domínguez en Madrid, el espacio La Porta, en Barcelona, o el festival de
Montemor-o-Velho, Citemor, en Portugal.

La identidad de grupo se construye mediante la confrontación con el otro,


con lo distinto: el cuerpo frente a la imagen, el actor profesional frente al
que no lo es, la interpretación frente a la realidad, la unidad frente a lo
fragmentario. No se busca la idea de identificación, sino de diferencia. El
punto de llegada es provocar el efecto de encuentro, que puede ser también
de desencuentro, hecho visible sobre este espacio de aproximaciones; no
mostrar un resultado, sino un proceso en el que tiene lugar un cuerpo a
cuerpo que termina apuntando al espectador. Éste último, convertido en un
personaje más, se integra en el espacio espectacular; sobre él se proyecta
esta nueva otredad producida por la mirada del propio actor sobre el
público, ese público al que Juan Domínguez pregunta con cierta
desesperación «pero quiénes sois» o al que Carlos Marquerie se acerca para
compartir pensamientos, dudas y miedos, o al que Angélica Liddell increpa
con un profundo sentimiento de rabia. La figura del espectador es el punto

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La actuación en primera persona

de llegada de una estética, de un planteamiento social y un discurso ético


que aparece con más fuerza a medida que avanzan los años noventa; lo que
lleva a pensar nuevamente en otras épocas, como los sesenta y setenta, en
las que la necesidad de llegar más directamente al espectador respondía
también a una inquietud de orden social antes que estético.

Este nuevo imaginario de lo social se desarrolla, sin embargo, en unas


condiciones históricas muy distintas de las que se dieron en los dos
primeros tercios del siglo XX. En Goodbye Mr. Socialism, Toni Negri hace
una revisión de las posturas de la izquierda clásica adaptándolas a las
condiciones de producción y organización del trabajo desde los años
setenta. La idea de lo colectivo, como la del obrero, la fábrica o la
organización laboral, se transforman como resultado de unas leyes de
producción que están en la base de un sistema mundial. Este sistema afecta
de desigual manera a unas zonas y otras del mundo, así como a los distintos
niveles socioculturales, sin embargo es el mismo para todos. La
organización grupal del hecho escénico y sus estrategias de comunicación
se transforman a lo largo de los noventa, como reflejo de estos cambios en
la manera de percibir lo social, y frente a lo social al sujeto que trata de
encontrar un nuevo espacio de actuación. De este modo, cuando Negri
(2006: 72) se refiere a lo «colectivo» confiesa tener un cierto sentimiento de
duda, cuando no de falsedad, porque «los objetivos se construyen mediante
el diálogo, mediante la participación», y esto quiere decir que en la base de
esta participación hay subjetividades que en un plano social más amplio
devienen en multitudes, uno de los conceptos claves del pensamiento
político del activista y pensador italiano. Al final llega a una conclusión que
podemos trasladar a los nuevos modelos de organización del trabajo
escénico en tanto que fenómeno social, que «el movimiento está compuesto
por singularidades, que la subjetividad misma es un conjunto de
singularidades y no una identidad, que ya no hay alma sino redes y
relaciones» (Negri 2006: 72). La concepción de lo común y del espacio
público deja de ser algo estático, un capital fijado en función de un discurso
previo, para convertirse en un acontecimiento, un estallido de energía que
surge a partir de una voluntad de encontrarse, de un acto siempre inestable:
«Esto es lo fundamental en la concepción de lo común —continúa Negri—,

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La actuación en primera persona

que nunca es un depósito, sino precisamente una energía y una potencia, es


capacidad de expresión».

La desintegración del tejido social termina sacando a la luz lo que había


detrás, caras, rostros, individuos y subjetividades, que se alzan como una
potencia de resistencia, es decir, de acción, frente al anquilosamiento del
edificio social, y lo mismo se podría decir del tejido teatral. La presencia del
yo, la construcción de la obra a partir de materiales autobiográficos
expuestos de manera explícita, el tono confesional, testimonial o incluso
exhibicionista son síntomas que la escena de finales del siglo XX y principios
del XXI comparte con los escenarios mediáticos.

De este modo, el yo, no como sujeto abstracto, sino como voluntad de


actuación, se redefine como respuesta a una necesidad de enfrentarse a una
realidad donde las instancias sociales, comenzando por la escena artística,
han perdido eficacia. Con un sentido de radicalidad y casi de urgencia
aparece de una u otra manera la primera persona en la escena
contemporánea, ya desde los mismos títulos de obras por otro lado tan
distintas como Haberos quedado en casa, capullos (2000) o Creo que no me
habéis entendido bien (2002), de Rodrigo García, EstO NO es Mi CuerpO
(1996), de Olga Mesa, Estamos un poco perplejos (2002), de Marta Galán,
Egomotion (2002), de Sònia Gómez, que incluía piezas como Yo estoy en
este mundo porque tiene que haber de todo, o su trabajo posterior Mi
mamá y yo (2004), o Me acordaré de todos vosotros (2007), de Ana Vallés.
Quizá lo único que tengan en común estas obras sea la intención de hacer
visible ya desde el título un yo que remite al propio creador, que se pone en
escena, aún antes de la representación, para responsabilizarse en primera
persona de esa actuación en la que se cruza el yo físico con un horizonte
público.

La obra de Rodrigo García se ha desarrollado en torno a este lugar central


del yo como espacio de creación y potencia crítica. En mitad de la
atmósfera de caos de Protegedme de lo que deseo (1998), un actor enano
toma un micrófono y se acerca al público para leerle una lista de reglas para
«hacerse uno una vida» segura. Frente al horizonte social aceptado se

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La actuación en primera persona

levanta la radicalidad de un cuerpo que habla en primera persona. La


afirmación de Rodrigo García ya en 1990 defendiendo el derecho a utilizar la
escena para expresarse a sí mismo resulta sintomática del espacio por el
que desde entonces iba a avanzar la escena:

Por obra de arte yo entiendo la capacidad de poner en movimiento


ciertas vivencias atendiendo-me en mi totalidad. / Y sería risible
intentarlo desde el espectáculo. / Porque no puedo hacer efectivo
mi-adentro embalado en convenciones que existen sin mí. (García
1990: 7)

En paralelo a la dirección marcada por la cultura de los medios, la evolución


de la escena ha ido adoptando de forma creciente un tono de privacidad, de
registro en clave personal, describiendo un recorrido complejo que admite
más de una lectura, así como finalidades diversas. La actuación en primera
persona puede ser utilizada tanto para atraer la atención de los grandes
públicos, crear morbo, subir las cuotas de audiencia de las pequeñas o
grandes pantallas, dar un efecto de verdad que hace que un producto se
venda más fácilmente, como para intensificar la fuerza crítica de un
discurso o la coherencia ética de una búsqueda personal frente a una
sensación de debacle de lo social. No se trata de un fenómeno que tenga
una sola cara o pueda entenderse de manera maniquea.

Frente a otros espacios escénicos, es en el medio más cercano a lo teatral


donde la irrupción de este yo llega a producir más extrañeza. La
consideración del actor y el medio teatral como instrumento de re-
presentación de una realidad distinta de lo que allí está pasando parecía
cuestionar la posibilidad del actor de hablar en nombre propio; de ahí el
choque entre el yo y las convenciones, es decir, entre el lado personal de lo
que ocurre en escena y el medio social al que va unido esa idea de
espectáculo a la que se refiere Rodrigo García. En el teatro, ligado no sólo al

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ámbito de la representación y la ficción, sino también a la dimensión


colectiva de grupo, se manifiesta de forma especialmente clara la tensión
provocada por este yo-actúo, en comparación con otros ámbitos como las
artes de acción, el performance o la danza moderna, que nacieron con un
sentido más contemporáneo de la subjetividad.

En una escena de Historia natural, de Matarile, que podría llevar por título
«Un solo para ti» se pone de manifiesto este contraste. De uno en uno, cada
intérprete se dirige al público para dedicar un solo a un espectador en
particular que eligen en el momento. En unos casos se trata de un solo
musical, de danza o incluso de acción, pero qué ocurre cuando el solo es de
interpretación dramática. Cuando un actor dedica su interpretación de otro
personaje subraya lo que de acto creativo, de expresión personal, hay en
ello, como si se tratara de una suerte de subversión del actor frente a la
instancia escénica, como si el lado físico y personal del actor —pre-teatral—
se pusiera por delante de la máscara social o espectacular. La imagen del
actor como un transmisor, un intérprete de otro, ya sea del autor, el
director o el coreógrafo, se opone a la posibilidad de expresarse a sí mismo
en un sentido radical, de buscar una verdad que no esté en función de la
personalidad creativa de un director; o en otras palabras: ¿cuando un actor
dice «yo», quién está diciendo «yo», el personaje, el director, el actor o la
persona que hay detrás del actor? Sobre este lugar de tensiones, se
construyen estrategias de comunicación que nos hablan de la posición del
yo frente a lo social en el contexto mediático actual.

Desde un punto de vista historiográfico el efecto de ruptura de este yo es


menor a medida que el público se habitúa a este discurso en primera
persona, generalizado no sólo por el teatro de creación, sino sobre todo por
otros medios como la televisión o Internet. Sin embargo, las resistencias de
un medio tan sólidamente sostenido por las instituciones, son fuertes: Si
todavía en el 2000 Carlos Marquerie se hacía eco en Lucrecia y el
escarabajo disiente de la acusación que le hacía la crítica de mirarse el
ombligo, siete años más tarde Angélica Liddell vuelve a poner en escena en
Perro muerto en tintorería: los fuertes la voz de la crítica para admitir que
efectivamente, a pesar de que eso parezca molestar a los dramaturgos, su

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teatro nace totalmente de su yo, porque no podía ser de otro modo.

La individualización, distinguiéndola, según Beck (1999: 14), del


individualismo como efecto de la economía de consumo o de la
individuación como proceso de formación de una identidad personal,
adquiere una dimensión estructural al ser construida desde las propias
instituciones, que apelan al individuo y no ya a los grupos como
interlocutores para el desarrollo de estrategias sociales. Lejos de la
dimensión de ruptura que este yo pudo tener en otro momento, se
convierte hoy en un punto de partida inevitable para pensar lo social; no
responde ya a un acto de negación de lo que históricamente venía por
detrás, ni tampoco de ruptura, que es algo todavía patente a lo largo de los
años noventa, cuando Rodrigo García afirma su derecho a expresarse en su
totalidad, y especialmente en un medio teatral tan ligado al ámbito del
grupo y las convenciones, sino en primer lugar como una necesidad de
afirmación. A comienzos de los dos mil no tiene mucho sentido el seguir
negando corrientes anteriores o posicionándose frente a una tradición cada
vez más zombi; de lo que se trata es de afirmar algo desde el presente, que
va a ser sobre todo un presente escénico, un presente inmediato y real,
ocupado por un cuerpo que habla en primera persona frente a otro que
escucha. Esto hace que varíe también el lugar desde el que situarse frente al
pasado, frente a la historia, el sitio (escénico) desde el que se mira. La
historia consensuada socialmente pierde pertinencia como interlocutor. El
creador busca los puntos de referencia en su presente inmediato, hecho
ahora más visible que nunca, en el espacio que está ocupando y las personas
que tiene delante, en el aquí y ahora de un proceso vivo, aparentemente no
predeterminado, de comunicación.

En la obra de Carlos Marquerie, 2004 (tres paisajes, tres retratos y una


naturaleza muerta), Montse Penela y Emilio Tomé le detallan al espectador
los pormenores de la batalla de Brunete durante la Guerra Civil española
con ayuda de proyecciones de mapas y fotografías, pero la escena no trata
de representar ese escenario de horror; reflexiona sobre ese hecho desde
una situación concreta de comunicación con el público, desde ese presente
real compartido con éste. También en la primera edición de Homo politicus

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se suceden al comienzo los relatos autobiográficos de los actores, con datos


acerca de sus abuelos y padres, pero lo significativo de esta mirada al
pasado es el acto escénico desde el que se construye. Es en función de este
acto de comunicación, personal y público al mismo tiempo, que el pasado se
trae a escena; lo importante es ese presente, subrayado como punto de
partida para volver a pensar el hecho escénico, que nos habla en primer
lugar de un modo de comunicación, de una situación del yo frente al tú, es
decir, de una actitud ética.

Todo esto hace que la imagen del creador cambie con respecto a la que se
proyectó desde poéticas que se generaron en torno a los setenta. La figura
de Tadeusz Kantor como personaje dentro de su propio teatro, o la de
Richard Foreman, aunque menos visible físicamente, al frente de la mesa de
operaciones, o más recientemente, aunque emparentada con estas
posiciones estructuralistas, la de Sara Molina en Mónadas, es diferente de la
actitud que muestran Carlos Marquerie en 2004 o Juan Domínguez en The
Application. A pesar de tratarse de lenguajes distintos, en los primeros
casos, Kantor, Foreman o Molina, en sus personajes de directores atrapados
en esos mundos extraños, operan sobre sus variables, ritmos, gestualidad,
movimientos o situaciones, como si de una especie de sinfonía escénica se
tratara, siguiendo un modelo musical recurrente en este acercamiento
estructuralista. Sobre esta partitura de variables se levanta una compleja
maquinaria escénica, desplegada también en el mundo de Robert Wilson o
Esteve Graset. Sin embargo, a lo largo de los noventa la figura del creador
deja de tener un mundo ya construido delante suyo y se muestra en tono de
duda; «incapaz, idiota, absurdo», como se dice al comienzo de El rey de los
animales, el artista se muestra desde un presente de actuación inestable,
ofreciéndose al público a modo de confesión, hecho visible en toda su
fragilidad en el caso de Marquerie o Renjifo, o con la violencia, también
emocional, de un acto de denuncia o cinismo en Rodrigo García o en Marta
Galán, o desde la rabia que produce la impotencia en Angélica Liddell.

Escenario y patio de butacas no definen dos mundos distintos; la escena no


reproduce un ámbito cerrado con unas reglas propias, y si lo hace, como
ocurre en algunas creaciones coreográficas sobre la idea del juego, como el

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El gran game (1999), de La Ribot, el Project (Madrid), dirigido por Xavier Le


Roy, Mårten Spångberg y Amaia Urra en In-Presentables 06, donde también
muestra Fernando Quesada los resultados del taller Proyecto NSEW, las
reglas se llevan a la práctica en el tiempo inmediato de la escena, desde un
presente no sólo compartido con el espectador, sino de alguna manera
abierto a éste, como en 40 espontáneos (2004), de La Ribot, o con un tono
de cómica ironía sobre el mundo del performance en The Real Fiction
(2006), de Cuqui Jérez. Incluso si el público no llega a comprender lo que
está ocurriendo en escena, los jugadores no se presentan como entes
abstractos, funciones escénicas o personajes recuperados por la memoria
en un mundo surreal de ensueños, muertos o autómatas, sino actores de
carne y hueso, o «performers», como puntualiza Amaia Urra antes de tener
que abandonar el escenario de The Real Fiction por un accidente que
amenaza con acabar con el juego de realidades y ficciones propuesto en la
obra. Las reglas de esa partida escénica, que es también una partida de esa
microsociedad formada por un grupo de actores, se presentan como la
ocasión de hacer visible al intérprete en primera persona, mostrando el lado
humano que esconde, sus debilidades y actitudes en su doble condición
física y social.

Bibliografía

BECK, Ulrich (1999), La sociedad del riesgo global. Amok, violencia, guerra,
Madrid, Siglo XXI, 2000.

GARCÍA, Rodrigo (1990), «Otro loro», Fases 0 (noviembre 1990), pp. 7-8.

NEGRI, Toni (2006), Goodbye Mr. Socialism. La crisis de la izquierda y los


nuevos movimientos revolucionarios, Buenos Aires, Paidós, 2007.

Artistas: Juan Domínguez, Fernando Renjijo, Marta Galán

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