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José

Manuel Mataix

TORMENTA SOLAR

ÍNDICE
Colapso 2

Los fulgores del estío 51


Otoño rojo 109

El fuego tutelar 133

Helios 161

COLAPSO

Devastación silenciosa. Nada que ver con las catástrofes alucinantes que
nos pinta el cine. Nadie olvidará qué estaba haciendo ese día en que todo
empezó. Yo lo llevo grabado a fuego en la mente. Ni cuando cayeron las
Torres Gemelas, ni cuando reventaron los trenes en el 11 M se le puede
comparar. Nada de derrumbes, explosiones, incendios o tiroteos. Peor. Mucho
peor. Como un cáncer, lento, agazapado, mortal. La arrogante humanidad del
ciberespacio y Wall Street y la estación orbital y las tetas de silicona y los
bronceados en la playita y los botellones del finde y las compras compulsivas
y el carro para fardar; las pobres hormigas esclavas atontadas por tanto
chismorreo rosa y tanta telebasura, encadenadas por hipotecas impagables,
atormentadas por un paro acojonante, por la puta crisis que siempre va a
más, asqueadas de tanta porquería política. Todo, bueno o malo, sobrante o
imprescindible, barrido de una sola hostia invisible. Todo. Y todos, al
principio, sin saberlo. Ignorantes de la pesadilla que acaba de comenzar. Sí,
primer día de la devastación. Y la gente, yo mismo, tan tranquila,
fotografiando tontamente la aurora boreal sobre el cielo de Madrid.

Había una densidad de melaza en el aire de primavera, que entraba a


chorro por la ventana recién abierta del dormitorio. Mario agitó la pierna de su
mujer, tendida perezosamente entre un revoltijo de sábanas.

-Vamos, niña, espabila que se nos echa la hora encima.

El olor a lilas y el aroma montaraz del tomillo y la jara se colaban por la


ventana. Desde la alcoba no se apreciaba ni una hilacha de nubes en el cielo.

-Habría que eliminar los lunes del calendario –Ester se sentó sobre la
cama, y la luz creciente iluminó sus muslos blancos. Se quedó mirando por la
ventana. La transparencia del aire delineaba con inusual exactitud los perfiles
de las cosas.

-Venga, no puedes quejarte de día, hoy viene como a ti te gustan, sol y


calor, caldito para los sobacos del personal.

-¡Papá! ¿Sabes si ha saltado el automático? –la voz de Pablo sonaba


irritada, como si el universo confabulase específicamente contra él.

Mario acababa de pulsar el interruptor del cuarto de baño, sin resultado.


Bueno, la luz de la ventana sería suficiente para afeitarse.

–Yo qué sé, hijo, baja y míralo tú mismo, ¿no? -le gritó, con la afeitadora
eléctrica en la mano-. ¡Mierda! -Por un instante, se quedó observando
estúpidamente el pequeño aparato que yacía en su mano, la inutilidad del cable
rizado que acababa de enchufar-. Pablo, ¿vas a usar tu maquinilla? ¿Tendrá
batería, no?

Sobre las dos de la mañana, una claridad excepcional se extendió por el


cielo. La neblina luminosa se desplazaba con el rodante movimiento de las
nubes, extendiéndose de uno a otro confín, para luego quedar colgada desde el
zenit hasta el horizonte sur. Se fue poniendo verdosa. Culebreaba en la noche
con todos los matices del verde, siendo su vientre movedizo atravesado por
vertiginosos rayos blancos. Fue desmadejándose después, dejando islas
glaucas entre retazos de oscuridad, hasta desaparecer por completo, hacia el
oeste.

Como una hora más tarde, resurgió la aurora mucho más intensamente,
tiñendo el cielo de púrpura. Volvió a disolverse, para brotar de nuevo con
brillo redoblado. Manojos de rayos blancos disparaban desde el zenit, donde
el fenómeno coloreaba el firmamento de rojo sangre. Lo rojo se extendía por
el cielo, mudando hacia el naranja profundo, el violeta y el amarillo pálido,
según se aproximaba al horizonte. La noche era aún más luminosa que en los
días de luna llena, con una irradiación apoteósica y tan grana que las hojas de
los árboles y los tejados de las casas parecían comidas por las brasas.

En la atmósfera ensangrentada aullaban dolientemente los perros, se


adivinaba el desconcierto de los animales.

El coloreado zigzagueo de la aurora boreal duró hasta el amanecer.


Había gente andando por la calle, más o menos como cualquier otro día de
diario, saliendo y entrando de los comercios o del único bar del pueblo. Un par
de grupos charlaban a la entrada del banco, obviamente contrariados por no
poder realizar sus transacciones. Ester se entretenía limpiando el cristal del
escaparate. Nada que hacer en el interior, sin entregas que colocar ni
ordenador con que actualizar los pedidos. Lo primero, se había dicho nada más
abrir la tienda, telefonear a Ruiz, me tienen que rectificar la factura antes de
que la envíen equivocada una vez más. Pero del auricular no salió más que una
estridencia burbujeante, ni siquiera había tono. Probó a llamarlo al móvil: el
aparatito estaba muerto, no tenía señal, otro cacharro inútil. Bueno, así las
cosas, era un pecado enclaustrarse dentro del herbolario en una mañana tan
radiante.

-Buenos días, Ester, cómo aprovechamos el buen tiempo para limpiar.

-Algo hay que hacer hasta que nos pongan la luz.

-Calla, no me hables, que está Santiago que echa las muelas, no ves que no
podemos llamar a la compañía para avisar del apagón. Tanto trasto moderno y
no funciona nada.

-Ya verás cómo lo arreglan en seguida, mujer –dijo Ester, pensando ella
también en el expositor refrigerado como en un pudridero transparente.

-Después de la nochecita que hemos pasado. Ya se sabe, a perro flaco, todo


son pulgas.

-¿Y eso?

-Pues si estuvimos por llamar a los bomberos esta madrugada –dijo Juana,
mirando a Ester como si esta estuviera en Babia- ¿Es que no viste el cielo?
Sobre las tres de la mañana estaba rojo, rojo, como si estuviera ardiendo el
monte.

-Yo no me he enterado de nada. Se ve que tengo buen dormir.

-Y tanto que sí –se asombró Juana-. Tampoco te despertaron los perros,


claro, y eso que tú tienes dos. Madre mía, qué suerte tienes, hija. No han
parado de ladrar en toda la santa noche.

-Pero, entonces, ¿ha pasado algo?

-Si ha habido algo, habrá sido al otro lado del valle, digo yo. Aquí, que yo
sepa, quitando este fastidio de que se ha ido la luz… Mira, ahí viene tu hijo.
Se ve que tampoco hay autobuses. Señor, hay días en que es preferible no
levantarse. Bueno, hermosa, te dejo, voy a calmar a mi hombre antes de que
coja el coche y salga como un cohete para la oficina de Iberdrola. –La mujer
siguió su camino calle abajo, sobrevolada por las acrobacias de las
golondrinas, entre los aleros de las casas. Un mirlo tenaz trinaba en el olmo de
la plaza.

-¿Qué celebramos hoy, hijo? ¿El Día del Orgullo Rural, o de la Victoria
sobre la Procesionaria del Pino, o de la Jota Serrana, o qué?

El chaval se encogió de hombros, despreocupado y feliz.

–No sé, la guardia civil paró el autobús a la entrada de la autovía y nos


dimos la vuelta. También paraban a los coches. No sé qué pasa.

Tampoco Matías se libró del susto. Vio los insólitos colores de la noche
como de refilón, sin saber si eran reales o producto de su tenso cerebro.
Aciago heraldo de sangre mientras chapoteaba en la densa laguna de un amago
de ataque al corazón.
Algún otro hubo al borde del patatús, pero las recias vísceras campesinas
aguantaron el envite.

El control estaba justo en la incorporación de la carretera comarcal a la


autovía del norte. Había ajetreo de cuerpos que iban de los coches hacia los
dos guardias civiles y de vuelta a los vehículos, una tensa marea de brazos
airados y muecas de indignación. Mario paró el coche detrás del último
vehículo detenido, justo cuando los neumáticos de otro coche chirriaban al
enfilar de vuelta por la comarcal. Vio la cara fiera del conductor pasar como
una exhalación. Hoy no sales de aquí, chaval, pensaba, esperando que los
guardias se dirigieran a él.

-Buenos días. Ha habido un atentado terrorista o qué.

-Buenos días. El tránsito por la autovía está restringido. Haga usted el


favor de regresar a su punto de origen –el cabo tenía el aspecto cansino de
quien sabe que aún le queda una larguísima jornada repitiendo la misma
tabarra.

-Pero habrá una razón, digo yo. Tenemos cosas que hacer, ir a trabajar…
cada uno a lo suyo, ¿no? No me diga que hoy hay prohibición total de
movimientos. A lo mejor vivimos en una dictadura y no nos habíamos dado
cuenta.

-Mire, señor, nosotros solo tenemos órdenes, no explicaciones. No puedo


decirle más. Dé usted la vuelta, por favor.

-Total, que vuelta y a casita. Voy a tener que alargar el fin de semana. –
hizo ademán de coger el móvil, con más alivio que resignación en la cara, al
fin y al cabo, no es mi culpa, que le den al Corte Inglés.

-No le va a servir de nada –el cabo señalaba el teléfono.

-¿Qué?

-No hay cobertura; tampoco hay línea en el teléfono fijo.

-No me fastidie –sólo había asombro en el rostro de Mario, no disgusto-.


¿Y qué coño pasa?

-Psch, nosotros mantenemos la comunicación por la emisora, no sabemos


nada, la verdad. Andarán locos intentando reponer el suministro y los
teléfonos. Esperamos que esto se normalice en un rato –dijo, suspirando,
cambiando el peso de su cuerpo de una pierna a otra.

Mientras giraba, Pablo reparó en que ni se había acordado de poner la


radio del coche, como siempre que iba o venía del trabajo. Pulsó el botón de
encendido, la pantalla se iluminó de rojo al instante, pero ni un solo signo
apareció en ella y de los altavoces no salió más que un caótico chisporroteo.

Sobre las 6.30 de la mañana la ciudad se para en seco. Cuánta gente


sufrirá ataques de pánico en los ascensores y no digamos dentro de los
vagones de metro. Las calles atruenan con ruido de cláxones y voces de
conductores. Se empiezan a oír chirridos de frenos y golpetazos de choques,
sirenas de emergencia que rasgan el aire, repiqueteo de helicópteros. En
hospitales y centros de control parpadeará la luz solo el instante necesario
para el arranque automático de los generadores. Un remolino de aviones
revoloteará a ciegas sobre el aeropuerto. Un tiempo después, las bocas de
metro de toda la ciudad empiezan a escupir multitudes despavoridas. Salen
aliviadas por ver de nuevo la luz del día pero pronto se asombran del caos
alucinante de circulación, de supuestos ciudadanos normales gruñendo como
perros en medio de las calles.

Por suerte, siempre llevaba una botella de agua en el bolso. El autobús


frenó de repente. Cinco minutos más tarde todo era una barahúnda de coches
airados en un atasco monumental. Todo vestigio de suministro eléctrico había
desaparecido de la ciudad.

El autobús se había quedado atrapado en Fernando el Católico, una calle


estrecha convertida en ratonera, en la que los coches apenas se habían movido
unos metros desde que los semáforos dejaron de funcionar. Por suerte, estaban
a punto de desembocar en Moncloa por lo que Laura había echado a andar
rumbo a la facultad.

A las once de la mañana el aula seguía con la pobre iluminación que venía
del exterior, pero ningún otro profesor aparte del de penal había acudido, de
modo que lo mejor era ir volviendo a casa a patita, con la esperanza de que
entretanto el tráfico se hubiera normalizado, y terminar el trayecto en autobús.

El tráfico hacia las salidas de la M 30 parecía bastante fluido, pero en el


arco de la Victoria comenzaba el taponamiento, como un torrente sanguíneo
detenido por una costra cada vez más compacta. Laura observó que al silencio
de los coches le seguía el zumbido de las conversaciones entre conductores
exasperados, debatiendo y gesticulando fuera de sus vehículos.

Bocinazos, voces, sirenas. Escaparates y semáforos negros como boca de


lobo. Ese era el ámbito de la ciudad mientras Laura caminaba Fernando el
Católico arriba. Bancos de peces atrapados en la red, pensó, mirando los
vehículos apretados en las calles, refulgentes e inermes bajo el sol de
mediodía.

Conque regresó a casa, sin pasarse siquiera por el herbolario de su mujer.


Tiró la cartera sobre el sofá, se libró de la corbata y del traje, se puso la
primera ropa informal que encontró en el armario y salió al jardín,
acompañado del trote alegre de los perros, que zascandileaban a su vera.
Menudo escándalo habéis montado esta noche, puñeteros. Acarició a los
animales, la vista perdida en la lejanía azul, trazada a tiralíneas en la
asombrosa pureza del aire. Después de todo, el apagón no me viene mal, se
dijo, me libro de ir a Madrid, del puñetero tráfico, del puto trabajo en que
malgasto mi vida, copón. La luz lo bañaba todo con el esplendor núbil de la
primavera. Detrás de la casa, el lomo del monte se veía prieto y oscuro por el
matorral y, más allá, sobre las laderas de los cerros, había brochazos amarillos
y malvas. Mario sintió el húmedo hocico de Tigre, el mastín, en su mano,
mientras se zambullía en el aire envolvente y aromático, ajeno por un instante
al coñazo de su rutina diaria.

No había pan que acompañara la loncha de jamón recién cortada, así que
Mario hurgó en el bolsillo de la americana tirada sobre el sofá, coño no me
acordaba de que no hay señal, arrojó el móvil sobre la mesa y lo intentó con el
teléfono fijo, pero al otro lado no había más que un cuchicheo subterráneo.
Joder, tenía razón el cabo, tendré que ir yo mismo a comprar pan.

-Se me van a estropear los productos del refrigerador –Ester señaló el


expositor sin luz.

-Bueno, peor lo tienen en los bares y en el súper, ¿no? –Mario le ofreció el


cuscurro de una de las barras de pan, mientras él hacía crujir otro trozo, que se
le desmigaba alrededor de la boca.

-Ya, mal de muchos, consuelo de tontos –de repente, los brazos de Ester
eran una revolera de reflejos plateados, cerrando puertas y corriendo cierres,
haciendo tintinear el manojo de llaves en su mano.

-Vamos, se nos echará a perder toda la comida del congelador si no la


cocinamos. ¿Dónde has dejado el coche? –Mario echó a andar detrás de ella,
previendo un mediodía tedioso en la cocina de su casa.

Había perdido la esperanza de terminar el trayecto en autobús. Apenas le


quedaba un buche de agua y le dolían los pies. Laura seguía sin apartarse de la
ruta del 16, grabada en su memoria a fuerza de trayectos. Casi había llegado a
Pío XII, cuando no tuvo más remedio que sentarse en la acera, recostar la
espalda contra una pared. Sentía las pantorrillas y los muslos endurecidos. No
fue hasta tomar aliento cuando volvió a percatarse de la extrañeza de todo.
Montones de gente abarrotaban los bancos de las aceras, deambulaban por los
recovecos que quedaban entre los silenciosos vehículos. Casi todos parecían
resignados, esperando pacientemente la reposición de la electricidad y el
restablecimiento del tráfico, excepto algún que otro exaltado, aún disparatando
a voces o pateando los coches fuera de sí, ante la indiferencia cansada de casi
todos los demás. Extraño espectáculo, como si alguien hubiera accionado un
interruptor, congelando de sopetón todo movimiento mecánico en las calles de
Madrid.

Puede que sea un jodido cobarde, pero esto se pone feo. Casi todo el
mundo acaba ahuecando el ala, más tarde o más temprano. Bueno, para qué
justificarme. Al día siguiente del apagón los grifos apenas dejaban escapar un
chorrito de agua. Pronto no habría ni para beber. Dos días después seguía sin
venir la luz, todos los teléfonos continuaban mudos, no había tele, ni radio, ni
internet, ni nada. La mierda nos va a comer por falta de agua corriente. El
miedo crece. Hay una escalada aterradora de escasez en perspectiva y apenas
unos pocos resistentes en el edificio de la empresa, rumiando inútilmente estos
hechos incomprensibles, imaginando todo tipo de cosas. Mi apartamento está
cerca de la oficina. No tardo ni una hora en liar el petate, arramplar con
comida y la poca agua embotellada que me queda, y me largo a la calle.
Escapando de la ciudad.

-¿Estará pasando lo mismo en todas partes? -era la segunda noche después


del apagón. Ester tenía un nudo en el estómago, que no le dejaba tragar.
Intimidada por la crepitación de la lumbre, por las danzantes sombras que sus
cuerpos proyectaban sobre las paredes del comedor.

-Que no ha sido aquí, en este pueblo solamente, está claro. Si no, ¿por qué
no llegan autobuses? ¿Por qué no dejan salir coches a la autovía? –Mario
comía con apetito, animaba con gestos a su mujer para que hiciera lo mismo-.
Ahora, hasta dónde alcanza el apagón este de las narices, no lo sabemos. A lo
mejor es sólo esta zona de la Sierra Norte. No creo que llegue más allá, ¿no?

-¿Os imagináis que también Madrid esté igual? ¿España entera? –Pablo
recreaba la situación mientras devoraba más filetes de lomo y pringaba salsa
en grandes trozos de pan.

Ester se estremeció.

–No digas tonterías, eso no puede ser. Si al menos funcionase el teléfono.


¿Qué tiene que ver el teléfono con la luz? ¿Por qué siguen sin funcionar los
móviles? Si sólo pudiera ponerme en contacto con Laura y con mi madre. –
Ester se levantó, como catapultada, y salió a la noche indiferente.

Antes de que vieran nada, oyeron el vozarrón cavernoso del José Viejo
salir del interior del banco. Aquella áspera violencia congregó de golpe la
atención de todos los que merodeaban por la calle principal del pueblo.

-A ver si no voy a poder sacar mi propio dinero de aquí, cago en dios.


Venga, ahora mismo te pones a contar los billetes y me los están dando.

-Hombre, José, ya ves que todavía no ha venido la luz; ya sabes que hoy en
día está todo informatizado. Seguro que es cuestión de unas horas más. Ya no
pueden tardar en solucionar esto. Estamos todos igual -a Paco, el del banco, le
brillaba el sudor de la frente mientras trataba de apaciguar al viejo oso.

-Ni espera ni hostias. Tú me sacas los cuartos, que son míos, ¿eh? y santas
pascuas.

-Joder, José, coño, qué duro eres, ten un poco de paciencia, como los
demás; en cuanto se arregle hacemos la operación. –Paco gesticulaba como
alguien que le hablara a un sordomudo, porfiando por calmar al viejo.

-Ya has oído a mi padre, cojones. Saca la pasta y dánosla. Si no la puedes


sacar de aquí, la pintas, o vas a tu casa a por ella. Haz lo que se te ponga en los
huevos, pero nosotros no nos vamos de aquí sin nuestro dinero –José Joaquín,
el hijo mayor de José, pegó tanto su cara a la de Paco, que éste reculó,
arrugando la nariz, protegiéndose quizá de aquel soplo de aliento
aguardentoso.

Entretanto, alrededor de Paco, el director del banco, y los cuatro Joseses,


se había ido apiñando toda la gente que a esa hora andaba por allí cerca.
Alguno del corro miraba ansiosamente hacia ambos lados de la calle, con la
esperanza de ver el Patrol verde de los civiles, no fuera que la cosa se saliera
de madre, pero no había ni rastro de ellos. Aunque todos temían a esos cuatro
bárbaros, en el aire zumbaba cierta animosidad hacia Paco. Al fin y al cabo,
casi todos estaban en el mismo lugar que los Joseses, tarde o temprano iban a
necesitar de sus ahorros, tanto si había vuelto la luz como si no.

-Esperad un momento, ahora salgo con vuestro dinero -Paco estuvo tentado
de decir puto dinero, pero el miedo le tapó la boca.
-Así se entiende la gente, Paquito, majo. Hala, chavales, vámonos, que
tenemos faena.

Los cuatro arrearon por una calle lateral, el padre y José Joaquín, el
hermano mayor, delante, y los gemelos, José Ramón y José Miguel, detrás.
Todos eran altos y anchos de hombros, de pelo pajizo y ojos azules,
contrariamente al padre, que, aunque compartía estatura y corpulencia con los
hijos, era cetrino y de pelo aborrascado y negro a pesar de la edad.

-Bueno, Paco, tendrás que tratar a todos por igual, digo yo -el pobre Paco
ya no cabía en el traje, angustiado ante los ojos escrutadores de todo el grupo
que había contemplado la escena. Empezó a balbucirle a Juana unas palabras
de disculpa cuando todas sus facciones se relajaron: como un milagro, el
morro verde del coche de la guardia civil, que llevaba sin aparecer desde hacía
días, asomó al fondo de la calle.

Cuando Laura llegó a casa, su abuela estaba allí, pretendiendo limpiar unos
muebles sobre los que ya no había ni mota de polvo.

-Ay, niña, menos mal que llegas. Estaba preocupada. Fíjate que atasco tan
tremendo hay en la M 30 –señaló hacia la ventana de uno de los dormitorios-.
¿Y qué le pasa al teléfono, que no va? He querido llamar a mi cuñada y a tu
madre y no da ni señal. Llevo toda la mañana pensando si no habrán hecho
algún atentado y está todo Madrid colapsado y sin luz debido a eso. Pero,
chiquilla, vienes seca.

-Abuela, he venido andando desde la Universidad. Está todo igual –bebió


con tanta ansia que el agua acabó chorreándole por la barbilla.

-Por Dios, qué habrá pasado.

Algunas calles siguen medio taponadas, pero los coches continúan


recorriendo las avenidas principales, entre acelerones y frenazos. Puro caos,
circulación sin ley. Si hubieras superado tu miedo a conducir, ‘pringao’, no te
verías gastando suela de esta manera, mochila al hombro y a pata. Pero, ¿de
qué otro modo puedo largarme de Madrid? Desemboco en la Castellana, tiro
recto hacia la plaza de Castilla y, desde allí, agarro el desvío a la autovía de
Burgos. Hay mucha gente en las calles; algunos vagan como atontados, otros
forman corrillos y hablan a la entrada de los portales; están los que acarrean
cajas y bolsas, entrando y saliendo por los ventanales destrozados, que van
atestando coches y furgonetas con el botín y salen pitando de los comercios
saqueados. Hay poco escándalo de bocinazos, pues la circulación es escasa.
De vez en cuando suena una sirena y una ambulancia o un coche de la
policía se abre camino, a tumbos entre los obstáculos. Por encima de los
edificios a oscuras se oye el tableteo de algún helicóptero. Pero ni un solo
avión surca el cielo de Madrid. Hay un momento en que creo oír el ruido de
una explosión lejana. Yo sigo adelante, sin preguntarme, ni preguntar a nadie.
Ciento diez kilómetros me separan de mi destino. De momento, adiós, Madrid.

No quiero ver las hordas que revientan cierres y arramplan con lo que
pueden: ropa, televisores, vajillas, ordenadores, teléfonos móviles, joyas,
dinero, coches. No quiero fijarme en padres y madres desesperados
irrumpiendo en mercados y grandes superficies en busca de alimento para sus
hijos, de pañales y leche en polvo para sus bebés, de agua, joder, de agua con
que calmar la sed ardiente en esta ratonera de la ciudad, en familiares fuera
de sí que descerrajan farmacias en busca de dudosos medicamentos para su
gente. Trato de no pensar en los miles de enfermos, quizá abandonados a su
suerte en los hospitales, sin suministro después de que el combustible para los
generadores se haya acabado. En pasajeros atónitos en aeropuertos y
estaciones, cautivos, abrumadoramente solos en el infierno repentino.

Ando pegado a la gente que parece más pacífica, cambiando de acera


para evitar las turbas ansiosas ante cualquier comercio, la bronca delante de
muchas tiendas, los primeros incendios, hasta que me encuentro andando por
el arcén de la M 30 y veo que no soy el único en huir a pie de la trampa de la
ciudad, y la posible competencia entre autoestopistas no me desanima.

-Nosotros nos vamos -dijo la mujer, sin ocultar su desaliento.

-¡Ángela! ¿Has repartido ya toda el agua? Hay que echar también todos los
líquidos que encontremos -la voz les llegó desde el interior del piso.
-¿Se puede ir en coche? -preguntó la abuela.

-Sí. Pepe ha salido a echar un vistazo. Aquí estamos al lado de la M 30. Se


puede salir. No parece que haya patrullas impidiendo el paso.

La abuela dudaba. Laura estaba a su lado, impaciente.

-Sí -dijo por fin la abuela-. Nos vamos con vosotros. Vamos a preparar las
cosas, Laura. En media hora estamos listas.

Había algunos coches orillados en los arcenes. Después de los primeros


días de embotellamientos feroces, el tráfico volvía a ser posible. Casi todos los
vehículos iban de salida, abandonaban la ciudad paralizada. Laura y su abuela
estaban embutidas en el asiento trasero, constreñidas por los bolsos, que
ocupaban uno de los lugares laterales. El pequeño renault giraba en su
incorporación a la autovía, lanzando a Laura contra la abuela por lo cerrado de
la curva. Laura miró atrás, a los edificios expuestos al sol centelleante de aquel
día; las ventanas devolvían el sol en llamaradas de luz. Así abandonarían el
Viejo Mundo, así la superficie de la Tierra en un salto hacia el espacio.
Incierto rumbo, sintiendo Laura más que pensando. Adiós, adiós, ¿qué venía
ahora? Angustia indefinida pero palpable, mar adentro.

Estaba por llegar el apogeo del éxodo, el tiempo en que, pulverizados los
diques de las ciudades, la marea de población había de inundar las carreteras.
Riadas sucesivas. Tiempo de mendicidad y de rapiña. Aflicción abominable.
Pobres gentes.

-¿Te vas a quedar aquí sin saber qué le estará pasando a tu hija?

-Sí, tienes razón –a Mario la barba de varios días le azuleaba la cara-.


Tendré que convencer a los guardias para que me dejen salir.

-¿Y a ellos qué les importa si vamos o venimos? ¿Por qué no dejan a la
gente moverse a su antojo? –los ojos de Ester urgían cada vez más a su
marido.

-No quieren gente tirada por las carreteras. Todo el suministro de


combustible está restringido. Si hasta las urgencias las están dirigiendo a los
centros de salud.

-¿Eso te han dicho? ¿Así que tampoco funcionan los hospitales en Madrid?
¿No te das cuenta de que entonces están igual que nosotros? ¿De qué van a
vivir allí? Ya no tendrán ni agua. ¿Vas a dejar que tu hija se muera de sed? -los
ojos de Ester echaban chispas; tenía las manos crispadas.

-Tampoco sabemos seguro si también en Madrid hay apagón… El cabo


dice…

-Él dice lo que le mandan decir. Vas tú o voy yo.

-Tienes razón –Mario pareció sacudido por repentina ira-. Voy a salir ahora
mismo. Oye –tuvo un instante de duda-, ¿y si vienen con alguien y nos
cruzamos en el camino?

-Si no hay nadie en casa de mi madre, te das la vuelta, y punto.

A medida que aceleraba, el fresco aire matutino se metía a raudales por la


ventanilla. El olor analgésico del campo inundó el interior del coche.

La carretera comarcal estaba despejada. Sólo se cruzó con una furgoneta


que casi le saca del asfalto a la salida de una curva. Cabrón, ese no es el
primer día que sale desde que ha pasado esto, va como si la carretera fuera
suya. A treinta kilómetros del pueblo tomó el acceso a la autovía, dirección
Madrid. Allí seguían los de tráfico. El cabo no se parecía nada a sí mismo.
Esos pocos días de creciente tensión y de continua vigilancia habían devastado
su rostro, progresivamente hundido y grisáceo.

-Está bien. Tenga cuidado y procure no gastar mucha gasolina –le hizo un
gesto, más de derrota que de despedida-. Lo que no sé es si le dejarán pasar las
otras patrullas que interceptan la circulación más adelante.

Qué extraño era un mundo de carreteras solitarias. Vio grupos de


caminantes con mochilas al hombro e improvisados cayados. Se los cruzó a
todos, todos iban al norte. Se le quedaban mirando, quietos, como si estuvieran
alerta, le pareció. Luego veía por el retrovisor cómo reemprendían la marcha.
Pasada la Cabrera, nada más salir de una curva cerrada, se topó con un
vehículo cruzado en medio de la carretera. La cagamos, los picoletos, pensó
con desánimo. Estaba ya encima del control, situado en un cambio de rasante.
En el arcén había dos turismos y una furgoneta. ¿Le distrajo aquel tipo tirado
en el suelo con una mano sobre la cabeza? ¿Sospechó del desaliño del guardia
civil que le hacía señas para que parara? ¿Se fijaría sin saberlo en la poco
convencional indumentaria del agente? Mario había parado casi el coche, a
pocos metros ya del todoterreno atravesado, cuando hundió el pie en el
acelerador, pegó el volantazo y oyó los neumáticos de su coche chirriar como
si quisieran arrancarle la piel al asfalto. Salió a todo meter, rebasando la
barrera. El coche pegó un brinco seco, como si saltara sobre algo. Mario ni se
percató.

Miraba ansiosamente por el retrovisor, creyendo adivinar a cada momento


el destello de un vehículo detrás de él. Le dolían las manos de tanto apretar el
volante. Un tufo agrio fue inundando su olfato, joder qué peste a cebolla llevo
en el sobaco. Sentía la lengua acartonada y la garganta seca.

A pesar de su angustia, ningún vehículo lo seguía. Quizá habría otros


emboscados más adelante. De repente deseó hallarse en la seguridad de su
casa, acosado por un obsesivo barrunto de merodeadores al acecho. Eres un
puto cagón, ¿qué estará haciendo Laura? Dios, Dios, que estén en el piso. No
quiso ni imaginarse qué estaría ocurriendo en Madrid. Un ronroneo de
amenaza retumbaba en su sangre, oprimiéndole el corazón, llenando su mente
de un fulgor abominable.

Vio el testigo encendido, sin comprender, obsesionado por vigilar si le


seguían. Después reparó en la aguja. Joder, la temperatura, está subiendo hasta
lo rojo. Mierda, debí de golpear algo que me ha agujereado el radiador. El
charquito azulado del anticongelante mojaba la carretera. ¿Cómo iba a
quedarse ahí parado, apenas unos kilómetros por delante de los tipos que
trataron de bloquearlo? A riesgo de quemar el motor, tiró un par de kilómetros
para adelante, desviándose en el cruce hacia Torrelaguna. Una vez en la
carretera comarcal, a cubierto de quienes pasaran por la autovía, volvió a
detener el coche, dejó el motor al ralentí, antes de que quiera bajar la
temperatura se me ha ido todo el líquido, joder. A ver con este trapo. De modo
que, con todas las prevenciones que pudo, abrió la tapa del radiador, con el
cuerpo todo lo separado del coche cuanto le dio la longitud de su brazo. ¡Ah!
¡La puta! No pudo evitar quemarse levemente el antebrazo izquierdo (tuvo la
sensatez de hacerlo con esa mano). Luego vertió la mitad de una garrafa de
anticongelante que siempre llevaba en el coche. La aguja estaba ya casi en la
mitad. Bueno, a ver si hay suerte.

Llegó sin problemas a Torrelaguna, eludió una patrulla que cortaba el


tráfico hacia Madrid, dejó atrás la circunvalación del pueblo sin ver más rastro
de gente. Con la vista clavada en el marcador de la temperatura. Antes del
Berrueco, paró y vertió el resto de la garrafa en el radiador. Algunos paisanos
se le quedaron mirando cuando atravesó el pueblo, con el alma en vilo. A la
altura de Lozoyuela, volvió a tomar la autovía, pero la maldita aguja volvía a
rozar la franja roja. Siguió adelante sin volver a mirar el indicador. Abrió las
dos ventanillas de par en par porque el olor a quemado lo estaba mareando. No
mucho después de desviarse por la carretera de Rascafría tuvo que detener
definitivamente el coche en un apartadero. Mario miró su reloj: las diez y
cuarto, si ando ligero, a la noche estoy en casa. De repente, volvió a ver la
imagen de Laura. Caminaba sin volver la vista atrás, ajeno al vehículo
humeante que dejaba a sus espaldas, viendo tan sólo a su hija, queriendo
materializarla allí, a su lado, desesperadamente. El oído alerta, sin él saberlo,
ante cualquier sonido que no fueran los de la naturaleza. El tibio aire de
primavera estaba saturado de aromas y de trinos, pero el mundo era
inesperadamente siniestro.

-A ver, Felipe, tu radio funciona, ¿no? Algo sabrás.

Casi todos los adultos del pueblo, y también algunos niños y adolescentes,
estaban reunidos en la plaza. El alguacil estuvo toda la tarde anterior y aquella
mañana a primera hora pregonando la convocatoria. Tuvieron que abandonar
el salón de actos porque allí no cabía ni un alfiler. Se apretaban en corro
alrededor del alcalde y los concejales.

-Hombre, mis instrucciones son permanecer aquí y colaborar en mantener


el orden.
-Venga, coño, suelta la lengua. Algunos hemos salido del pueblo, sobre
todo los primeros días; en los pueblos vecinos están igual que nosotros. Ya
sabéis lo que le pasó a Mario; a saber quiénes serían esos tíos que intentaron
pararle. ¿Y si en la capital tampoco hay electricidad? Quién sabe hasta dónde
afecta el apagón este.

-Sí, hombre, suelta prenda de una vez -Juana, la del bar, se acercó
amenazadoramente a Felipe, que era voluntario de protección civil y agente
retirado de la Benemérita.

-Mira, Felipe, lo que sepas, cuéntanoslo -Jacinto, el alcalde, sujetó a Juana


con la mirada-. Aquí estamos todos en el mismo barco.

-Bueno -Felipe titubeaba; luego habló alto y claro, como si se librara de


una mordaza que lo atosigara-. Sí, el apagón también afecta a Madrid. De mi
agrupación no dicen mucho más, pero pillamos una conversación, se ve que
dejaron la emisora abierta sin darse cuenta… En fin, puede que todo el país
esté igual.

-No jodas. ¿Cómo puede ser eso? ¿Se sabe qué ha pasado? ¡En toda
España¡

El corro de gente se estremeció, las conversaciones entremezcladas


zumbaban como un panal gigantesco. Los grupos se remecían en todas
direcciones, cada cual trataba de casar trozos de conversaciones con unos y
con otros.

-Bueno, bueno, tranquilidad -la algarabía general ahogaba la voz del


alcalde-. Ya sabéis que siempre se exagera. ¡Cómo va a ser eso, hombre, anda
ya! –Decía, incrédulo.

-¡Que os calléis, coño! –el bocinazo del alguacil restalló sobre las cabezas
de la multitud. Se callaron.

-Total- habló Ester, desde las primeras filas del gentío-. Llevamos una
semana sin luz, ni agua, ni teléfono ni comunicación de ninguna clase. ¿Y si es
vedad, y todo el país está igual? A lo mejor está sucediendo lo mismo más allá
de nuestras fronteras, quién sabe. Salir del pueblo no parece recomendable;
cuando sucede alguna catástrofe, siempre hay descontrolados que se
aprovechan. Además, ¿para qué, si están igual que nosotros, y quién sabe si
peor? –Por encima de la voz de Ester, sólo se oían los cantos de los mirlos;
todos la miraban, como si cada cual escuchase en sus palabras su propio
pensamiento-. Aquí por lo menos tenemos agua, y, si me apuráis, algo
podremos seguir llevándonos a la boca, aunque ya casi no haya comida en las
casas. Pero, bueno, siempre será más fácil apañarse en el campo que en una
ciudad, digo yo. En todo caso, sólo caben dos cosas: o cada uno va por libre y
se las arregla por su cuenta, o nos organizamos y tratamos de salir de esta
todos juntos, ¿no?

Es gratificante caminar con el fresco de la mañana. Sin embargo, no


puedo deshacerme de la angustiosa opresión de carreteras y puentes
inhóspitos, de esta soledad aplastante mientras camino por el asfalto. Estoy
en el interior de una película, pienso, sintiendo casi físicamente los ojos de los
espectadores en mi espalda. No hay forma de escapar ante tanta rareza.
Después de un par de horas haciendo autoestop a los pocos coches que
pasaban, desisto. O van atestados, hasta las cachas de pasajeros y equipaje, o
te pasan lentamente, como calibrándote, con aire de amenaza. A partir de San
Chinarro y Alcobendas, hay más coches circulando y hasta algún solitario
camión saliendo sospechosamente de los polígonos industriales. También veo
algún que otro caminante más a lo lejos, por delante de mí.

El sol lleva tiempo apretando. Camino sobre una parrilla. Me fuerzo a


continuar hasta una de las últimas desviaciones de Alcobendas. Allí me tiro en
la cuneta, refugiado en el rectángulo de sombra de una caseta de
transformación. Nadie puede verme a no ser que ande por el arcén. La
felicidad es algo tan simple como quitarse los zapatos tras una dura caminata.
Bebo y me papeo el primer bocadillo. Me hubiera quedado repantigado un
rato más, pero la sombra se vuelve tan rácana y me siento tan vulnerable en
medio del racimo de carreteras, que, saciado y con la perspectiva de dejar
atrás la periferia de la gran ciudad, reanudo la marcha.

-¿Allí tenéis la familia? -la abuela de Laura trataba de pegar la hebra,
quería espantar el espeso silencio que reinaba en el interior del coche.

-La familia de mi marido; la mía está en Cádiz -respondió la mujer,


volviendo a medias la cabeza hacia el asiento trasero-; si no, fíjate qué acento
tan castellano tengo yo, mi alma.

-Menos mal que ya hace buen tiempo, porque en Burgos se congelan hasta
los santos de la catedral -terció Laura, más animada entonces pues ya se
divisaban muy cerca los montes azules de la sierra.

Desde que pasaron Algete, dejando atrás el extrarradio de Madrid, todos se


habían ido relajando poco a poco. Algunos coches les adelantaron a toda
pastilla, aprovechando la soledad de la carretera. Vieron algunos viandantes
solitarios o en cuadrilla caminando bajo el peso de voluminosas mochilas. Aún
pudieron oír el moscardoneo de un helicóptero sobre sus cabezas. Frente a los
oscuros montes de la sierra, maciza bajo la luz dorada, el aire fragante que
entraba por la ventanilla abolía los malos presagios.

El coscorrón contra el cristal rompió la calma de Laura. La abuela gritó,


hincando las uñas en la pierna de su nieta. El trallazo del reventón y el viraje
violentísimo del coche hacia el arcén fue todo uno, en un torbellino simultáneo
de ruido de neumático reventado, olor a goma quemada y chirrido de frenos.

-¡Ay Virgen santa, Pepe, que nos matamos! ¡Por Dios!

-¿Estás bien, abuela? -Laura adivinó el aspecto de su cara al mirar el susto


en el rostro blanquecino de la abuela, que respiraba afanosamente, con los
pelos alborotados.

-Sí, hija, sí. Esta podemos contarla.

-La madre que lo parió, algo he tenido que pillar porque las ruedas están
casi nuevas, cómo van a reventar así sin más.

Estaban todos fuera del automóvil, respirando hondo y recuperándose de la


impresión. Laura ayudaba a Pepe a sacar bultos del maletero, para acceder a la
rueda de repuesto.
Surgieron de golpe, sin ruido ni aviso, como figuras de un sueño.

-¿Te echamos una mano, viejo?

Dos jóvenes de lo más normal y un tercero que quizá no fuera viejo pero lo
parecía, con una vejez ruin y patibularia pintada en la cara áspera y huesuda.

-¿Os parecen buena caza? -la voz del tipo con cara de viejo raspaba como
lija-. Para mí que son unos muertos de hambre. -Añadió, gargajeando
asquerosamente.

-Desde luego, el carro no vale una mierda -dijo uno de los jóvenes,
rayando la chapa del vehículo a punta de navaja, provocando un lento
rechinar, tan agudo que levantaba el estómago.

-Tranquilo, valiente, no cabrees a los chavales; los pobres no saben tratar


con señores.

La iniciativa de Pepe, el dueño del coche, quedó congelada ante la mirada


punzante, dura, de Caradeviejo, y la sonrisa babosa del muchacho, que se le
había encarado, jugueteando con la navaja.

-Déjalo, Pepe. Déjalo.

-Ay, Pepe, Pepito, cariño, deja en paz a estos chicos, no les vayas a hacer
daño, machote -se burló el chico de la navaja, aflautando la voz.

-Bueno, venga, vale de tonterías. Tú -Caradeviejo señaló al muchacho que


aún no había abierto la boca, y que desde el principio no había apartado la
vista de Laura, cogida al brazo de la abuela-, a ver qué encuentras en esos
bolsos. No dejes nada sin revolver. Vamos, coño -le dio un empujón hacia el
coche-. Encuentra algo que valga la pena y ya veremos qué pasa con la chica.

-Patatas, patatas y más patatas. ¿Qué vamos a comer cuándo se acabe el


dichoso saco?

-Da gracias a que lo tenemos. Algunos no tendrán ni cáscaras que echarse


al coleto -Ester soplaba sobre su plato humeante.
-Sí, tienes razón -Mario suspiró y se frotó la cara con las manos, como si
quisiera desasirse de pegajosas telarañas.

-No te preocupes; Laura estará bien. Aparecerán pronto por aquí.

-¿Es que sabes lo que estoy pensando?

-Te conozco como si te hubiera parido.

-Ya. Espero que tengas razón. Si bastara con desearlo… Madrid no está tan
lejos, pero, ¿y si se topa con… –Mario no acertaba a definir el encuentro que
tuvo en la carretera dos días antes-. Qué sé yo, delincuentes, bandidos, lo que
sea.

Se había olvidado del plato de comida. Miraba insistentemente a su mujer,


forzando con sus ojos mendicantes un argumento de consuelo, alguna tabla de
salvación.

-Laura es doña Perfecta, lo habrá previsto casi todo. Además, menuda es la


abuela, como para lanzarse por ahí a la aventura sin ninguna garantía. Ya
sabrán unirse a algún grupo o a alguien que las acompañe.

Pablo había devorado las patatas, y pringaba los restos de salsa


meticulosamente. Engulló su último trozo de pan en cuanto terminó de hablar.

-Pablo tiene razón. Confía; pronto estarán aquí.

Mario hundió la cuchara en el plato. Me pregunto hasta dónde se cree lo


que dice, no, tiene razón, siempre acierta con sus cosas. Asintiendo a su mujer
a la vez que iba tragando la comida.

-¿Te acuerdas de todo lo que se te ha ido ocurriendo para plantearlo en la


reunión? Es hora de organizarse. Cada uno por su lado no vamos a ninguna
parte.

-Va a ser difícil. ¿Crees posible poner a tanta gente de acuerdo? –a pesar de
todo, las patatas viudas le estaban sabiendo riquísimas, ¿a qué arruinar el
momento con más preocupaciones? Mario hundió la cabeza en la atmósfera
humeante del plato.

-Es una situación excepcional. Nos tenemos que avenir todos.


-Joder -Mario esgrimió la cuchara como una estaca–. Anda que no hay
intereses. Gente generosa y gente que no; gente comprensiva y gente cerrada
de mollera. Unos perderán más que otros.

-¿Perder? Lo que sea que haya pasado nos ha puesto de golpe en la era
preindustrial. ¿Hubiéramos concebido el mundo sin electricidad, sin
comunicaciones, o sea, sin luz, ni frigoríficos ni teléfonos ni transportes ni
agua corriente, sin suministro de todo tipo de alimentos en las tiendas, lo
hubiéramos hecho tan solo una semana atrás? Claro que perderemos, todos lo
perderemos todo si no colaboramos.

-Coño, podías soltar el discursito en el ayuntamiento. Seguro que


convences al personal.

-Háblales, tú lo haces mejor. Ya sabes que a mí no me gusta hablar en


público.

-Pues no lo hiciste nada mal el otro día.

-Fue un rapto de inspiración -repuso Ester, sonriendo-. Algo pasajero.


Propón las medidas que se te han ido ocurriendo. Seguro que no eres el único
que ha pensado en muchas de ellas. Es cosa de sentido común.

Desde la ventana de la cocina se veían las densas nubes oscuras


arremolinándose, creciendo hacia lo alto. Los perros ladraban afuera
tontamente y sin descanso, previendo la inminencia de la tormenta.

-A ver si dejamos hablar, hostias- Jacinto, el alcalde, se desgañitaba para


hacerse oír sobre el barullo de la sala atestada de gente y el repiqueteo de la
lluvia contra las ventanas del ayuntamiento.

Aún entraba algún que otro vecino, cerrando el paraguas chorreante o


buscando dónde colgar el empapado impermeable y, cuando lo hacían, a través
de la puerta abierta arreciaba el tiroteo del chaparrón y entraba a manta el olor
de la lluvia.

-Cago en la leche, con esta tormenta seguro que se va la luz -alguien trató
de bromear, pero nadie le hizo caso.
El salón de actos del ayuntamiento estaba abarrotado. A Jacinto, el alcalde,
se le empañaban las gafas una y otra vez; había un vaho de cuerpos calientes
flotando en la sala, neblinoso y cálido. Fuera jarreaba. En la súbita oscuridad
de la tormenta, los relámpagos fotografiaban a la apelmazada multitud.

-Así no hay quien pueda -Jacinto acabó por derrumbarse en su silla.

-A ver, a ver, callaos un momento. ¡Que os calléis, cojones! -Mario se


sorprendió gritándole a la masa-. En cuanto escampe, nos reunimos afuera, en
la plaza; si no, mañana por la mañana. –Asintieron el alcalde y los concejales.

-Bueno, esto es otra cosa -el secretario trató de abarcar el corro de gente
con una ojeada giratoria-. Ahora nos podemos entender.

Todo refulgía bajo la luz vespertina. El sol se colaba por entre los claros
abiertos en el cielo desgarrado. Chorreaba agua de los tejados y del frondoso
olmo de la plaza, en un continuo tintineo de gotas que estallaban contra el
suelo. La gente se arremolinaba en torno a las escaleras de la iglesia,
procurando evitar los charcos.

-Como ya sabéis, algunos de vosotros estáis empezando a pasarlo mal, y la


cosa va a empeorar. La situación es muy complicada para todos, y la única
manera de salir adelante es ayudándonos unos a otros. Aquí en el
ayuntamiento, junto con algunos vecinos que ya han empezado a colaborar,
hemos hecho una lista con las cosas que se pueden ir haciendo. –La gente
rebullía delante de la escalinata, mascullando. Por encima de las palabras de
Benito, el secretario, y de los murmullos del personal, trompeteaban los trinos
de los pájaros-. Se trata de comentar cada punto uno por uno, a ver si somos
capaces de aprobarlos entre todos, haciendo los cambios que haya que hacer,
después de oír las opiniones de todos.

-Bueno, como tengamos que ponernos de acuerdo sobre un montón de


cosas, apaga y vámonos -vociferó Juana, la del bar.

-Nos van a dar las tantas discutiendo para nada -dijo otro.

Mario veía la marejada de las cabezas desde lo alto de la escalinata. Ya


estamos, como si tuvieran algo que hacer ahora. Vio que Jacinto se
impacientaba, a punto de saltar como un muelle comprimido. Él fue el más
sorprendido al oír su propia voz, perentoria, resonando en la plaza.

-¿Qué pasa, Juana, tienes prisa? ¿Es que te esperan en el bar para que les
atiendas? ¿Tú, Paulino, vas a hacer algún porte ahora? A lo mejor Paco –se
dirigió al director del único banco del pueblo, junto a él en las escaleras- está
apurado porque va a abrir el banco, ¿eh Paco? Yo mismo, voy a darme prisa
que estará esperándome mi jefe en el Corte Inglés. Estamos tontos o qué. ¿Es
que no sabemos todos que no funciona nada ni aquí ni en Madrid ni quizás en
toda España? ¿Acaso no os quita el sueño qué vais a comer mañana? ¿No
estamos todos cagando en el campo? ¿Ninguno tiene mayores a su cargo y no
sabe cómo podrá atenderlos? ¿Qué vamos a beber si llega el verano y se
agosta el manantial del pueblo? Llamamos al Canal porque no sale agua del
grifo, ¿no? Si alguno nos ponemos enfermos, ¿a quién acudimos?

Ya solo se oían los gorjeos de los mirlos y el goteo del agua cuando Mario
calló. La multitud lo miraba, quieta como un conjunto escultural.

-Vamos a acordar paso a paso lo que se puede hacer, y, si no terminamos


hoy, terminamos mañana. Y, si hay que reunirse una vez a la semana, o las que
hagan falta, para ir modificando cosas, pues se hace, hostias.

Mario calló, atónito ante su propia perorata, dejándose caer sobre uno de
los peldaños de piedra, exhausto.

-Venga, pues, Benito, empezamos -el alcalde apremió al secretario.

-Sí, sí, vale, ¿pero cómo vamos a ponernos de acuerdo? No creo que todos
pensemos lo mismo sobre todo, ¿no? –propuso tímidamente una vecina.

-Pues votando a mano alzada, ¿se te ocurre otra manera? Hala, Benito, dale
-Jacinto, el alcalde, volvía a refregarse las gafas con el pañuelo, luchando a
brazo partido contra el vaho que las empañaba.

Quien canta sus males espanta, solía decir mi madre. Sigo mi marcha
carretera adelante, ansioso por verme lejos de la influencia de Madrid,
tarareando cualquier cosa. El sol de mayo pega duro. Me duelen los pies, ya
no sé cómo hacer para aliviar la presión de las correas en mis hombros,
siento la camisa empapada bajo el peso de la mochila. De vez en cuando pasa
algún coche, incluso me adelanta una patrulla de la guardia civil a toda
velocidad, con las luces absurdamente parpadeantes en una carretera tan
solitaria. Cada vez que el terreno se empina es como si una mano invisible
frenara mi paso. Sigo silbando, monótonamente. En este momento, mi mundo
se reduce a una larga carretera bajo el sol. Asfalto y férrea voluntad de seguir
caminando.

-¡Eh! ¿Te importa ayudarme?

Vuelvo la cabeza, sobresaltado. Un tipo metido en pantalones y chupa de


cuero me está mirando desde un pequeño apartadero. Bajo la sombra
esquelética de un arbolito hay una moto.

-¿Tío, estás bien?

-Sí, sí, perdona, no te había visto.

-Se me paró la moto hace un rato. Le he hecho una chapucilla y creo que
la puedo poner en marcha…- el tipo hace una pausa; no entiendo cómo no se
asa bajo su atuendo de cuero negro-, empujando, claro; se me ha jodido el
arranque.

-Espera, espera, así no -las correas del macuto me laceran la piel con
cada zancada. Me saco la mochila y la dejo en el suelo-. Vale, ahora.

Apenas son unos metros empujando, pero la carrera me deja sin aliento.
Me abrasa la garganta y el alquitrán se hace pegamento bajo mis pies. Tengo
que sentarme entre la maleza de la cuneta, hasta recuperar la respiración. Los
rugidos de la máquina le han dado otro color al mundo.

-Yo voy al Race. Si quieres puedo llevarte hasta allí.

-Déjame que eche un trago primero, tengo la boca como un estropajo.

No veo cómo mantenerme seguro sobre el asiento de la moto.

-Nunca has ido de paquete, ¿no? –la voz del tipo llega amortiguada a
través del casco-. Agárrate a mí si quieres, pero sin apretarte mucho, colega,
¿vale?

No me da tiempo a decir nada. La moto se embala en cuestión de


segundos. Voy realmente acojonado, me siento tan desvalido como un ratón en
un laboratorio, pero la fuerza del viento en la cara –naturalmente, no tengo
casco que ponerme- me hace bien.

El valle resplandecía como un plato recién lavado. Las pocas nubes,


blancas y dispersas, acentuaban lo azul del aire. Los vecinos estaban
congregados en la plaza, como la tarde anterior. Había tal limpidez en la
atmósfera que los sonidos llegaban con amplificada precisión. Parece mentira
que esto esté pasando, en un día como hoy, pensó Mario, arropado por la
multitud, menos densa que la tarde anterior, dispersa en grupitos frente a la
escalinata que hacía de tribuna. Habían sacado las sillas del salón de actos del
ayuntamiento, más otras que algunos vecinos habían arrastrado desde sus
casas. Muchos se agrupaban por familias. Semejaba un festejo popular, si no
fuera por las miradas atravesadas de algunos, por los chisporroteos de negra
energía que atravesaban la plaza como latigazos.

-Entonces, quedamos en que es necesario tomar las siguientes medidas -


Benito, el secretario, se enjugaba el sudor de la calva, carraspeaba para
aclararse la voz. Jacinto, el alcalde, lo miraba con los labios apretados y los
ojillos inquietos tras los cristales de las gafas.

-Primero, hay que crear un banco de alimentos y repartir a cada familia de


lo que no tenga, según el número de sus miembros, para lo cual, hay que hacer
aportaciones y clasificarlo todo aquí, en el ayuntamiento –titubeó-. Bueno, es
lo más lógico situarlo aquí, en terreno de todos.

-¿Qué vas a aportar tú, Benito? -la voz de Irene, la del supermercado, le
llegó como una pedrada en plena frente.

-Vamos a ver –costaba entender la tímida vocecilla de Paco-. Se trata de


reunir excedentes. El que tenga huerto y produzca de más, lo mismo si tiene
animales –señaló vagamente hacia la vaquería-, o alimentos almacenados en
sus comercios, pues que traiga aquello que le sobra. Los que no producimos
nada, colaboraremos con nuestro trabajo, según lo que sepa hacer cada uno.

-Huy, qué mal pinta esto para nosotros, Juana –comentó Irene, la del súper,
a la dueña del bar.

-Lo mismo con los medicamentos –siguió Benito-. Ricardo está de acuerdo
en poner la farmacia a disposición del pueblo. Él y Carmen y Ana, la chica de
Agustín, ya sabéis que es enfermera, atenderán allí a todo el que lo necesite. -
Volvió a carraspear, se le notaba como si le faltara el aire, después de cada
parrafada. Miró una hoja de papel que temblaba en su mano.

-¿Y el sintrón me lo miran allí?

-Calla, papá, te lo mirarán cuando te toque, no te preocupes.

-Madre mía, mejor no ponerse malo, majo.

Aumentaba el chismorreo a medida que Benito iba soltando propuestas.

-Un asunto problemático, que casi provoca un percance el otro día. A ver,
Paco, este punto es cosa tuya.

-Bueno, escuchadme un momento -frente a la voz pausada y cascajosa del


secretario, la de Paco, el director del banco, sonaba extrañamente
desventurada y melosa-. A todos los que tenéis cuenta en el banco se os va a
repartir una cantidad de dinero. Saco todo lo que hay disponible y lo divido
entre el número de clientes. -Paco miraba a la concurrencia sin verla,
afanosamente concentrado en su discurso-. Si la cantidad resultante excede de
lo que alguno de vosotros tiene en cuenta, a ese se le da lógicamente lo que
corresponde a su depósito y nada más.

-¿Y por qué no se reparte el dinero proporcionalmente según lo que cada


uno tengamos en la cuenta? -se elevó una voz masculina de entre el gentío.

-¿Cómo, cómo? ¿Qué quieres decir con eso? –una voz desafiante de mujer
se oyó de inmediato.

-Coño, cómo va a ser –dijo el mismo de antes-, a quien más tiene guardado
en la cuenta más le corresponde de lo que se vaya a repartir.

Un murmullo unánime inundó la plaza.


-Cómo se nota que tienes la cuenta bien llena, bandido. A ver si aquí van a
salir favorecidos los de siempre, porque si es así, conmigo no contéis. Me doy
media vuelta y para casa.

-Faltaría más.

-Calma, calma, se hará como ha dicho Paco -Jacinto trató de gritar desde la
altura de la escalinata, pero apenas le salió un ronco chillido nervioso.

-¿Ah sí? ¿Y quién ha decidido eso? –la voz del hombre que había sugerido
el reparto proporcional se oyó de nuevo, punzantemente irónica.

-Nosotros –Jacinto manoteaba, como espantando moscas-. O sea, la


corporación.

-Ya, los representantes del pueblo… -el hombre dejó la frase colgando en
medio de todos.

-De acuerdo, para eso estamos todos aquí -Ester se abrió paso hacia el
centro de la reunión-. Si hay discrepancias, lo mejor es votar, ¿no quedamos
ayer en eso? Pues se vota y listo.

-Perfecto. A ver, esto va para los que tengan cuenta abierta en el banco; los
que no, que se abstengan -Benito mantenía el brazo levantado y su voz era
más sólida que antes-. Los que estén de acuerdo con repartir la misma cantidad
de dinero para todos, que levanten la mano.

-Muy bien, aprobado –Jacinto resopló con alivio-. Sigue, Benito.

-También hemos pensado en la explotación de los terrenos comunales: la


Dehesa y las Eras. Ya sabéis que ya solo se usan para el pastoreo. No sabemos
cuánto puede durar esta situación. Si va pasando el verano -Benito titubeaba-,
bueno, Dios no lo quiera, pero si pasa, habrá que entresacar leña. Además se
ha planteado la posibilidad de escoger un terreno para siembra, pero solo en el
caso de que la situación se alargue mucho, pero eso seguro que no ocurre.

-Pues estamos buenos. ¿Eso lo has discurrido tú, Jacinto? ¿Queda alguien
aquí que no sea un viejo, como yo, que haya sembrado trigo o cebada o
garbanzos y que no esté ya criando malvas? Pues anda que no ha llovido desde
que no se hace nada de eso en este pueblo.

Cuando el viejo calló, todo eran comentarios y cacareos. Sobre el jaleo


colectivo, tronó una voz joven:

-Cómo vamos a arar la tierra. ¿Nos amarramos una soga al pescuezo y


arrastramos la vertedera? ¿Qué simiente echamos? Cago en la leche, os habéis
quedado calvos de tanto pensar.

-Callaos un poquito -Jorge, un joven concejal, trataba de silenciar al


revuelto personal, apaciguándolos con los gestos de la mano-. Creemos que se
puede apañar una yunta con las vacas de Valeriano, ya hemos hablado con él.
Aún tiene los aperos, el arado, y todo… El Virutas le echará una mano si tiene
que arreglar algo. También podemos usar la yunta para tirar del carro,
Valeriano aún lo conserva en el pajar. Para transportar lo que haga falta.

-Mucho me parece a mí alargar la cosa pensar en eso.

El vozarrón cavernoso atronó en el recinto de la plaza, rebotando en las


paredes de las casas. José el Viejo se abrió paso entre los circunstantes. Sus
tres hijos se quedaron en el borde del corro, esperando.

-Y digo yo que si no hay un chusco que llevarse a la boca, quién nos va a


decir nada si cogemos lo que hay en el campo para llenar el puchero.

El Viejo encaró primero a Julio, el guarda, y fue mirando luego a Jacinto,


el alcalde, y a todos los demás notables del pueblo, uno por uno, con sorna
desafiante.

-Ya sabemos todos por dónde vas, José -Jacinto le echó un capote al
guarda. La caza tendrá que servirnos a todos, de nada vale empezar a matar
bichos antes de tiempo, mientras están criando, y arrasar con todo. Habrá que
seguir respetando la veda todo lo que se pueda.

-Claro, hombre, si vemos a alguien que no lo hace, ya nos encargamos de


avisar aquí a Julio, ¿eh chavales? -rugió, volviendo la cabeza hacia sus hijos-.
Bueno, alguien me ha dicho que vais a repartir comida. Nos llevamos ya
nuestra parte o hay que esperar.
-Para llevarse, primero habrá que traer, no te jode.

-Pues sí que andas tú listo para poner la mano.

La gente empezó a soliviantarse, increpando al viejo macho cabrío. No


eran un grupito de prudentes vecinos, sino casi todos los habitantes del pueblo,
apiñados en la plaza, así que los tres cachorros del Viejo se apretaron en torno
al padre.

-Vale, entonces nos mandas aviso cuando haya que venir. Confiamos en ti,
Jacinto, majo. Hala, para nosotros se acabó la reunión -echaron a andar a
grandes trancos calleja arriba.

Las nubes viajeras ocultaban brevemente el sol, parcheando el valle a


manchas de luz y de sombra. El aire fino de la sierra llegaba tibio, casi cálido,
hasta la plaza, empujando a rachas tufaradas procedentes de la vaquería de
Esteban. Rumor de pies y sillas arrastradas por el suelo, conversaciones rotas.
Resignación.

-Un momento, escuchad -quien hablaba señalaba hacia la fuente junto al


gran olmo, en el extremo de la plaza-. Si llega a secarse, como pasa muchos
veranos, ¿de dónde sacaremos el agua?

-Aquí sois varios los que tenéis pozo, ¿no? Pues, coño, no iréis a dejar
morir de sed a vuestros vecinos, digo yo. No vamos a ser sólo nosotros los que
apenquemos con todo.

-Juana tiene razón -intervino Jacinto, una vez más-. Se nos había olvidado
decirlo, Benito. Efectivamente, habrá que compartir el agua de los pozos. Ya
veremos la manera de potabilizarla, si acaso.

-Hombre, digo yo que con hervirla…

-Y, si no, el que tenga piernas, que suba al monte por ella –pero nadie hizo
caso del malévolo comentario del Calderilla.

La gente empezó a disolverse, dirigiéndose hacia las distintas callejas que


convergían en la plaza.

-Solo una cosa más. Todos los domingos, a la misma hora, haremos una
reunión, lo mismo que hoy -Benito se guardó la hoja de papel, arrugada y
sudorosa, en el bolsillo de la cazadora.

-Ay, hijo, ¿y la misa?

-¿Qué, tía?

-Tendréis que llamar al señor cura para que venga a decir misa.

-Sí, tía sí, eso también.

Jacinto fue el primero en ponerse a devolver sillas al interior del


ayuntamiento.

Cuando todo el mundo despejó la plaza y no hubo ni rastro de voces, el


ámbito del pueblo, el del valle entero, se precipitó de golpe en un tiempo
remoto.

-¡Menuda mierda! ¿Nunca llevas joyas encima, tía?

El hombre que se comía a Laura con los ojos pateó furiosamente el


batiburrillo de prendas y objetos de tocador desparramados por el suelo.

-Deja de hacer el gilipollas –bramó Caradeviejo-. Registra a la vieja.


Venga, no podemos perder todo el día con esta gente, ya me estáis jodiendo.
Tú –rugió, mirando al tipo de la navaja-. Registra a la gorda y al amigo Pepito.
Luego echáis un vistazo dentro del coche.

-A ver, vieja, qué llevas encima. Aparta un poquito, cariño –le puso
morritos a Laura, tratando de separarla de su abuela con apenas un roce de la
mano.

-Tranquila, hija. Les daremos lo que tenemos. -La abuela hizo intención de
ir hacia el coche-. Tengo el bolso adentro. Ahí está el único dinero que llevo.

Caradeviejo asintió con la cabeza, y el hombre la soltó.

-Vamos, Laura.

-No, cariño; tú quieta aquí. Deja a tu abuelita que vaya sola –susurró el
joven, arrojando una oleada de aliento fétido a la cara de Laura, y sujetándole
el brazo tan suave y firmemente como fue capaz.

Entretanto el otro hombre limpió la cartera de Pepe y el bolso de la esposa;


revolvió la guantera del coche y cada recoveco de su interior. Luego volvió a
encararse con la mujer. “Humm, ¿no tendrás algo más por aquí?”, y le plantó
toda la mano sobre el pecho, amasándole la teta como si moldeara barro. El
marido le agarró de la muñeca. Antes de que nadie se percatara, el maleante
sacó la navaja con la otra mano y le tiró un viaje a la cara.

-¡Pepe!

El grito fue tan instantáneo como la emanación de sangre de la cara de


Pepe. Ella seguía gritando, con los ojos despavoridos, fuera de sí. Era un
chillido agudo, sostenido y penetrante; insoportable. De repente, se oyó un
golpe seco como una detonación. La cabeza de la mujer bailó de un lado a
otro, mientras ella caía a los pies del marido. “La puta gorda”. Pepe se agachó
junto a ella, recostada en el coche como un trapo; se palpaba los rojos labios
rotos. Él trató de abrazarla mientras con la otra mano se taponaba el chirlo
sangrante de la mejilla.

-¿Ya habéis jugado bastante? A ver, contad la guita. ¿Cuánto hay? –tronó
Caradeviejo, imperturbable como un ídolo.

Los dos jóvenes juntaron el dinero.

-Seiscientos treinta y cinco euros. Tres pelucos, un portátil y tres móviles.

-Estos pájaros ya no sueltan más pluma. Vámonos.

Pero uno de los hombres jóvenes continuaba mirando a Laura, embelesado,


y el otro, que seguía la dirección de su mirada, empezó a picarse.

-Me lo prometiste, Viejo. Te vienes un ratito conmigo entre las matas,


¿verdad que sí, cariño?

La abuela se puso delante de su nieta. Caradeviejo paseaba la vista de las


dos mujeres a sus compinches. Se divertía apreciando la excitación de los dos
jóvenes verracos y el terror de la chica.
-¿Por qué tienes que ser tú el primero? No quiero mancharme con tus
porquerías.

-No me jodas. La chica es mía, ¿vale? Cuando termine te la paso.

Dios mío, Dios mío, Dios mío –la abuela seguía igual, resueltamente
plantada delante de Laura como un escudo, murmurando silenciosas
oraciones. Si alguien pasara, alguien pasara, ¿por qué no pasa nadie? Laura se
sentía a punto de desmoronarse sobre el suelo, blanda, floja y a la vez tan
tensa que creía iba a quebrarse del esfuerzo por no caer, oyendo el batir
desenfrenado de su corazón.

Caradeviejo fingió no ver cómo la pareja recostada contra el coche se iba


incorporando sin ruido, se metían en el coche con cuidado infinito. Le divirtió
contemplar con cuánta angustia se colocaban en los asientos, cómo miraba él
por el retrovisor mientras se acomodaba al volante.

-Chavales, ¿vamos a dejar que el señor arranque sin cambiarle la rueda?

La pareja del coche se quedó petrificada, él volvió la cara hacia los tres
atracadores, mirándoles bobamente con un lado del rostro ensangrentado y la
camisa enrojecida. La mujer se quedó acurrucada en el asiento, sollozando.

-¡Cuánta prisa llevan los marqueses! Se les olvidan dos pasajeros –


Caradeviejo se levantó bruscamente. Desapareció de su cara la sonrisa
carnicera-. Tú, cara o cruz –dijo, mirando al hombre que reclamaba a Laura
para él.

-¡Cara! –gritó, frotándose las manos.

La moneda relampagueó un instante hasta aterrizar en la mano de


Caradeviejo. Mantuvo el puño cerrado, observando la expectación febril de los
dos hombres. Luego miró a Laura, a la abuela, blanca como la cera.

-¿Tiene ganas de saber cuál va a ser su yerno, señora?

Fue abriendo la mano lentamente, ante la mirada babosa de sus


compañeros.

-¡Cruz! Llevadla donde está la furgoneta. Os la cepilláis y nos vamos. Tú,


tontoelculo –gritó con su voz cazallera, dirigiéndose a Pepe, que miraba
atónito y espantado desde el coche-. Cambia la rueda y lárgate. En cinco
minutos quiero verte salir disparado. ¡Vieja! Mejor te vas con ellos –miró
bruscamente a la abuela de Laura, clavada en el mismo sitio-. Hay que dejar
que los jóvenes disfruten.

-¡Por Dios! No les deje hacerlo. Tenga usted humanidad. Ya tiene el


dinero. Déjenos marchar. Por favor, es una chiquilla –la abuela suplicaba, sin
apartar a Laura de sí.

-Claro, mujer, claro, precisamente porque es una chiquilla y hay que


empezar pronto a aprovechar la vida, que luego son cuatro días –otra vez la
sonrisa depredadora-. Usted mejor que nadie tiene que saber eso.

-No, no lo hagáis, no seáis salvajes. Os pesará toda la vida.

-Apártate de una puta vez, vieja de los cojones.

La abuela rodó por los suelos. Agarraron a Laura entre los dos, pues, en
cuanto derribaron a la abuela, Laura empezó a patalear, a tirar puñetazos y
mordiscos, en desesperado frenesí, gruñendo, gritando, maldiciéndoles hasta
quedar sin resuello. La tumbaron entre las matas. La chica se debatía y trataba
de morder a ciegas, sintiendo dos grilletes en sus tobillos y un aliento salvaje y
hediondo sobre su cara.

-¡Dejadla, bestias, dejad a mi nieta!

La anciana se abalanzó sobre los dos hombres que tenían tumbada a Laura,
desesperadamente ágil a pesar de sus magulladuras y sus años. Uno de los
atracadores sujetaba los brazos de la chica mientras que el otro estaba a
horcajadas sobre ella, ya le había desgarrado la blusa y se afanaba por
desabrocharle y bajarle los vaqueros. La anciana agarró a este último por los
hombros, tirando de él hacia atrás y desequilibrándolo, de modo que el tipo
cayó hacia un lado. Se incorporó furioso al tiempo que le sacudió un sopapo
bestial a la abuela, lanzándola varios metros hacia atrás.

-Déjanos hacer, vieja; luego vamos contigo -bromeó el que aprisionaba los
brazos de Laura, quien se retorcía a intervalos, exangüe bajo la presión brutal
de sus agresores.

Caradeviejo enredaba en la furgoneta, escondida bajo una arboleda a la que


daba acceso el apartadero donde llevaron a la chica. “Vamos, no tenemos todo
el día”, roncó, distraído por el forcejeo.

Se oía maldecir y bufar a los dos tipos. “Ayúdame, coño, quítale las
zapatillas, hay que sacarle los pantalones”, espoleaba el que estaba sobre
Laura. El otro obedeció, babeando ante los muslos desnudos de la muchacha y
la inminencia de su turno. Cuando los pantalones vaqueros salieron disparados
de un tirón, Laura hizo un último desesperado intento, encorvándose e
intentando girar el cuerpo, terriblemente dolorido por la tensión y la lucha.
“Quieta, hostias”, el tipo que tenía encima le arreó un revés con el dorso de la
mano y la cabeza de Laura quedó de lado sobre la amarga tierra. El hombre
gañía y se sacaba los pantalones, con la urgencia de un celo bestial. De pronto,
unas gotas de sangre salpicaron el suelo alrededor de Laura y el hombre cayó
sobre ella con el cráneo abierto de una tremenda pedrada.

-¡Maldita vieja! –antes de que el otro chacal se levantara siquiera, sonó una
detonación. La anciana se desmoronó, con la cabeza reventada.

-¡Vamos! ¡Se acabó la función! La vieja lo ha dejado seco –dijo


Caradeviejo, examinando al hombre tendido sobre Laura. El otro aún seguía
en la misma postura de presa sobre la chica, atónito, como sin entender-. ¡Qué!
¿Se te han quitado las ganas de culear? ¡Muévete! Nos vamos. –Le dio un
pescozón para despabilarlo.

Laura quedó tendida, enteramente desnuda excepto por las bragas a medio
bajar que aún cubrían mínimamente su sexo. Estaba tan aturdida y exhausta
que no acertaba a comprender lo que había pasado. Chapoteaba en una
realidad turbia, gelatinosa.

-¿La vamos a dejar aquí?

-Déjala; no vale la pena malgastar otra bala. Ahora no hay dónde conseguir
munición.

El joven dudó, mirando a la muchacha medio inconsciente, doblada sobre


sí misma, en posición fetal. Le habían retirado al otro de encima, que yacía
boca arriba, a unos metros de la anciana tirada entre los matojos como un
trasto inservible, en una postura tan forzada que ya no parecía humana. La
tierra ávida absorbía la sangre que manaba de la cabeza del hombre.

-¿Todavía te quedan ganas de follar? –dijo Caradeviejo, como silbando-.


Venga, ayúdame a cargar al semental en la furgoneta, y vámonos de una vez.

Cuando la furgoneta salió de su escondrijo a la autopista no había ni rastro


del coche que había traído a Laura y a su abuela hasta allí. El sol vertical había
despertado el pitido de las chicharras, atronador en la recuperada soledad de la
autovía.

-Vamos a necesitar más agua. Pablo, llévate la carretilla con los bidones
vacíos. Toma, lléname también esta garrafa.

-Joder, a estas horas la cola tiene que dar la vuelta a la plaza –respondió el
chaval, bastante contrariado.

-Si hubieras ido cuando te lo dije la primera vez, no andarías rezongando


ahora –le contestó Ester-. ¡Mario! ¿Queda bastante leña para hoy?

-Ahora meto unas brazadas en casa. Luego voy a cortar más –Mario le
gritó desde el exterior- Esta tarde quiero ir a llevarles un poco a mis padres.

Un par de horas más tarde los tres comían en la cocina; aunque solo
estaban a finales de mayo, hacía calor y no había quien parara en el salón, con
las brasas de la lumbre todavía ardientes, después de usar el fuego para
cocinar.

-Este es el último arroz que nos queda. Tenemos medio saco de patatas,
algo de pasta, los chorizos que nos dio tu madre y algunas conservas. Aparte
de la avena, el muesli, las barritas integrales y otros alimentos del herbolario –
comentó Ester.

-Mañana empezamos a hacer el acopio en el ayuntamiento –dijo Mario,


como si ese hecho despejara cualquier amenaza de escasez.
-Esperemos que colaboren. Lo tenían que haber puesto en práctica nada
más decidido. ¿Crees que Juana, y no digamos Bernardino, no van a guardarse
por lo menos la mitad de sus existencias?

-Jacinto está hecho un flan –apuntó Mario-. Esperemos que no haya gresca
y entreguen las cosas por las buenas.

-Pondrán vigilancia, ¿no? ¿Quiénes serían los que intentaron robar en el


súper anoche? –intrigó Pablo.

-Quiénes van a ser. Seguro que esos cuatro mamones. No van a venir de
fuera, según está el patio, a robar a este pueblo tan apartado de la carretera
general.

-Bueno, no sabemos. Mejor no andar acusando a nadie si no hay pruebas,


no la vayamos a liar -Ester reprendió a su marido.

-Me han dicho en la plaza que Bernardino vació la repetidora. Menuda


escandalera se tuvo que armar. A lo mejor alguno se ha llevado alguna
perdigonada. No estaría mal espiar a los Joseses, a ver si alguno tiene heridas
–saltó Pablo, encandilado por el asunto.

-Y dale. Tú no vas a ir a espiar a nadie. Esta tarde te toca cortar leña con tu
padre y llevársela a los abuelos –Ester mascaba con lentitud, saboreando el
arroz revuelto con tomate y un huevo frito-. Ahora no habrá clases, pero no te
va a faltar entretenimiento.

De repente, Mario había perdido todo interés por la conversación y hasta


por la comida. Su mirada vagaba por la montaña que se veía a través de la
ventana de la cocina. Ester le apretó la mano, abandonada sobre el hule de la
mesa. Los dos se miraron en silencio, con el corazón encogido. Si la niña
estuviera aquí.

No sé si no mancharé los calzoncillos. El tío se ciñe en las curvas y a mí


me da la impresión de que nos vamos a comer la carretera. Cuando me apeo
de la moto siento alivio, aunque por otra parte hubiera prolongado la tortura
a cambio de avanzar un trecho más. Una vez el motorista se pierde por la
desviación del Race, solo se oye el ruido de las cigarras.

A pesar de mi buen ánimo, los pies no tardan en dolerme otra vez,


caldeados por el asfalto. Me puedo dar con un canto en los dientes si al final
del día llego al Molar. Entonces, sería cuestión de buscar un lugar apartado
de la carretera para dormir. Llevo mi saco y puedo estirar la comida un par
de días más, suficientes, con un poco de suerte, para llegar a mi destino. Mi
principal preocupación es el agua. Bueno, ya veremos.

Después de caminar un buen rato, me tumbo a descansar en un aparte, a


la sombra de unos álamos cercanos a un riachuelo nauseabundo. No me
importa mucho la fetidez del lugar: la sombra es cojonuda. Tampoco les
importa a los pájaros, que forman un escándalo de mil demonios en la
arboleda. Ni me preocupo de los pocos vehículos que oigo pasar. Estoy bien
oculto y puedo dormitar tranquilamente. Paso aquí las horas más pesadas de
la tarde, hasta que el sol afloja y echo nuevamente a andar.

Quiero aprovechar las últimas horas de luz, pero sin apurar tanto que me
falte claridad suficiente para buscar un sitio más o menos protegido en el que
pasar la noche. Llevo los cordones de las zapatillas desatados, mis pies son
dos masas en continuo crecimiento. No quiero abandonar antes de coronar la
larguísima cuesta que lleva hasta el Molar. Se me ha metido en la cabeza que,
si mañana empiezo la jornada cuesta arriba, cuesta arriba se me va a hacer el
día entero. Igual que durante todo el tiempo desde que salí de Madrid, muy de
cuando en cuando oigo aproximarse algún coche. Sin saber por qué y sin
razonamiento previo, cada vez que esto ocurre busco refugio tras algún
matojo de la cuneta, y no asomo la nariz hasta que el ruido del motor se
pierde en la lejanía. Ya no estoy para pensar mucho. No soy más que mi
cansancio y la determinación obsesiva de seguir adelante. Es mi cuerpo el que
piensa, autónomo, obstinado.

Sueño con llegar, mis labios resecos se mueren por una jarra de cerveza
helada con espumita chorreando por los bordes. ¿Cuándo dejaré de sentir los
brazos anquilosados, de tanto sujetar las correas de la mochila? La presión
en los hombros sudorosos me está haciendo llagas. Tengo las piernas a la vez
duras y dormidas, como si fueran de corcho. Afortunadamente, a la caída del
sol refresca, aunque poco tiempo después el sudor de la tarde se me empieza a
helar en el cuerpo. Sigo adelante como un zombi, no viendo más que la
carretera y mis imaginaciones, oyendo como un gemido lastimero. ¡Coño! Se
me enreda el pie en algo blando. Ropa revuelta. Alguien ha tirado maletas y
bolsos al arcén. También hay trozos de neumático. Estoy demasiado embotado
para interesarme. Poco a poco, aquel lamento desaparece, pero algo como
palabras me llega desde alguna parte.

Descuelgo la mochila, bebo, me froto los ojos y la cara con las manos
húmedas para expulsar la irrealidad, pero el gemido continúa; algo como un
llanto quedo se oye a mi espalda, y es real.

Me voy acercando con cuidado. Retrocedo hasta un acceso terroso a la


entrada de una finca. Lo que oigo me pone nervioso, tan pronto parece
lloriqueo humano como me hace pensar en el lamento silbante de una
alimaña. Antes de llegar a la verja cochambrosa de la finca, los bordes del
camino se cubren de espesura. El sonido viene de allí. Sea lo que sea no
puedo verlo. A pesar del fresco del anochecer, estoy sudando. Busco un palo;
no encuentro nada así que agarro un pedrusco y voy apartando los
matorrales, en dirección al rodal de árboles de donde procede el gimoteo o lo
que sea.

La veo. En un principio solo la veo a ella, acurrucada contra el tronco de


un árbol. Está hecha un gurruño, con los brazos cruzados sobre el pecho y las
piernas encogidas. Tiembla. Tiene el largo pelo revuelto sobre la cara y la
camisa le cuelga en jirones. Ya no se oye nada. Me ha visto. Se repliega aún
más sobre sí misma. No sé cuánto tiempo estoy así, atornillado delante de
ella, mirándola como un pasmado. Ella es toda ojos. Me mira de una manera
que no voy a olvidar en la vida, llena de asco y de horror.

Al acercarme más hace amago de escapar, pero detrás de ella la maleza es


muy tupida y termina en la alta pared de piedra de la finca.

-Tranquila. Quiero ayudarte.

Me doy cuenta de que aún llevo el canto en la mano y lo tiro lejos.

-No sé qué te ha pasado pero solo quiero ayudarte. Dime si estás herida.
Vale, vale, solo me acercaré cuando tú me lo indiques.

Se echa a llorar, hundiendo el rostro entre las manos y sorbiendo e


hipando ruidosamente. Aguardo hasta que el llanto amaina. Se retira el pelo
hacia atrás, despejándose la cara, y me mira. La mirada de reo a punto de ser
sacrificado se ha esfumado. Ahora solo veo dolor y pena en sus ojos, ya
reconociblemente humanos.

-La han matado.

Miro hacia donde señala. Siempre me ha repugnado la presencia física de


la muerte. Cuando iba al pueblo de mis padres, los otros chicos se reían de mí
porque era incapaz de tocar ni un ratón muerto. Siento de nuevo aquella
antigua opresión según me acerco hacia el otro extremo de los árboles, donde
evidentemente yace un cuerpo humano.

Exceptuando quienes fueron a atender su ganado, todo el pueblo había


vuelto a reunirse en la plaza. Santiago y Juana, ayudados por algunos vecinos,
iban apilando cajas de diversos colores a la entrada del bar. Lo mismo hacían
Bernardino e Irene, su mujer, amontonando mercancía a las puertas del
colmado al que todos le decían el súper. Jacinto, el alcalde, empezó a cargar la
primera carretilla, como quien corta una cinta para inaugurar algo. Roto el
hielo, los demás se unieron a la faena, organizándose un trasiego de carretillas
desde el bar y el súper hacia el salón de actos del ayuntamiento, ida y vuelta,
como un caminito de afanosas hormigas. Dentro del ayuntamiento estaba
Benito, el secretario, ayudado por varios de los concejales, en un vano intento
de clasificar todo ese aporte variado de forma definitiva. Felipe, el ex guardia
civil, y Julio, el guarda, echaban una mano a la vez que daban un aire
vagamente oficial a la operación.

-¿Ya? Aquí no hay más que refrescos y cuatro bolsas de patatas fritas y de
cortezas. Vamos, Juana, algo más guardarás por ahí.

-¿Qué te crees que hemos estado comiendo todos estos días, espabilao? O
es que tú en tu casa no has ido gastando lo que tenías. No te fastidia, el listo –
replicó Juana, de malas pulgas.
-Alguna caja de vinito guardarás, digo yo. Y algo más fuerte también.

-Mientras quede agua en el pueblo, no hay por qué beber vino; sed no vais
a pasar. Hala, Santiago, vamos cerrando.

-Alcalde, qué hay de la solidaridad esa que decías el otro día. Algo
tendremos que beber para alegrarnos la vida en estos días tan tristes.

José Ramón, uno de los gemelos, interpelaba a Jacinto, mirando alrededor


para concitar la atención de la gente. Ni él ni sus dos hermanos consintieron en
mover una sola caja, tan solo aguardaban el esperado reparto, tres erguidos
buitres pavoneándose ante un bando de revueltas aves menores.

Jacinto se quedó mirándole, pensativo. ¿Cómo no habían pensado en eso?


La puta que lo parió, más problemas.

-Bueno, ya se nos repartió el dinero del banco, como acordamos. Digo yo


que los vicios habrá que pagarlos –miró alrededor, buscando la aprobación de
los demás, pero los rostros dubitativos o claramente adversos no le dieron
mucho ánimo.

-Eso digo yo –apuntó Juana enérgicamente-. A ver si vamos nosotros a


tener que dar de mamar gratis a todos, faltaría más. –Añadió, mirando a su
marido.

El alcalde quiso escurrir el bulto, refugiándose en su faena. Los Joseses no


le dejaron.

-Bueno, qué; qué dice el señor alcalde –soltó José Joaquín, el mayor, con
su vozarrón tronante.

-De momento, vamos a repartir lo que sea imprescindible –Jacinto se fue


alejando con la carretilla hacia el súper, calle arriba. Quiso dejar la frase ahí,
pero añadió, con tono vergonzante y amilanado-: luego, ya veremos.

En apenas una hora habían transportado todo lo almacenado en la calle. De


las entrañas del súper habían salido cajas de botes de tomate, pasta, conservas,
legumbres… pero no tantas como la gente esperaba.

-Anda, Bernardino, sigue sacando lo que guardas en la trastienda. A ver si


os vais a mantener gordos como capones mientras vuestros vecinos pasan
hambre.

-Pasa y mira a ver si encuentras algo más, desconfiada. Lo único que queda
son cuatro cosas que tenemos arriba, para nuestro consumo. ¿O es que no
tenemos derecho a comer de lo nuestro, igual que hacéis todos? –contestó
Bernardino, ásperamente.

-Mira quién fue a hablar. Si te llegamos a vender a ti todo lo que querías


comprar, dejas a los demás a verlas venir –Irene, la mujer de Bernardino, se
encaró con Tomasa.

-Te decimos lo mismo que a Santiago: vais a tener que sacar el vinillo y los
licorcitos –se explayó un hombrecillo, hablándoles a los dueños del súper pero
mirando a los Joseses.

-Hombre, Calderilla, lo que yo digo: nunca falta un roto para un descosido


–dijo Irene, que se estaba poniendo más colorada que un tomate, con su
oronda figura despidiendo chispas desde la entrada de la tienda.

-Vamos, mujer, vámonos dentro –quiso empujarla su marido, pero ella se


mantenía plantada, como si hubiera germinado allí.

-Oye, otra cosita importante. ¿Veis como de las cosas serias no se habla en
las reuniones? –José Joaquín parecía muy divertido, dirigiéndose a Irene con
todo su cinismo-. Ya se sabe que a los que tenemos el vicio no se nos puede
dejar sin fumar, y no digo más.

-Hostias, tú, es verdad. A mí ya se me está acabando el último cartón.

-Pues lo compráis, que a vosotros bien que os dieron el dinero en el banco


los primeros, antes de que se acordara nada.

-Y los que fumamos y no tenemos cuenta en este banco, qué –volvió a


intervenir Calderilla, el canijo que festejaba a los Joseses.

-Tú nunca has tenido cuenta ni en este banco ni en ninguno, no te fastidia


el cantamañanas.

-¿Acaso se va a pagar por los medicamentos? ¿A qué no? Pues esto es lo


mismo, ¡o no! –José Joaquín hizo un gesto con las manos hacia el personal
que se había ido amontonando a la puerta del súper, en vista de la trifulca.

Desde la ventana del salón de actos del ayuntamiento, Jacinto, Benito y


otros más empezaban a inquietarse.

-Anda, Felipe, sal antes de que se arme gorda ahí afuera –le instaron,
sabiendo que, desde hacía unos días, cargaba con la pistola.

Cuando el guardia civil retirado y el guarda asomaron por la puerta del


ayuntamiento, ya se había montado el cirio.

-Hala, a la mierda –Irene había entrado en la tienda a zancadas y ahora


arrojaba cartones de tabaco hacia el corro de gente apelotonada delante-. ¡Por
mí os podéis meter el tabaco por el culo! ¡Niñatos, mamones!

Bernardino, el marido, al principio intentó aplacar a su mujer; luego se


unió a ella, sacando más cartones de tabaco y molestándose en desgarrar los
envoltorios para que los paquetes se desperdigaran a los pies del gentío.

-Hala, se terminó –dijo, acezante-. Cuando lo acabéis, fumáis ortigas –y se


quedó mirando a los que recogían paquetes ávidamente, sin poder contenerlos
en las manos, entre los pies de otros que se apartaban del tabaco desparramado
por el suelo.

-¡Eh! ¡Volved aquí! Por lo menos se reparte en condiciones.

-No te esfuerces, Felipe, déjalos que se lo lleven. Así revienten de tanto


fumar.

-Qué mal nos quieres, Bernardino. Eres un mal cristiano. Vas a ir de cabeza
al infierno –se guaseó José Joaquín, encendiendo tranquilamente uno de los
cigarros que el Calderilla había recogido para él.

-Un día de estos vas a tropezar de verdad y te va a ir mal. Empieza a tener


más cuidado. Siempre sois los mismos los que armáis los follones.

Al guarda le apretaba la chaquetilla del uniforme; le sudaban las manos y


era visible en su cara que luchaba por contenerse. Felipe se situó junto a él,
abriéndose paso y a la vez tratando de alejar a los que aún se arracimaban a la
puerta de la tienda.

-¿No tendríais nada que ver con el intento de atraco de antes de anoche,
no? Lástima que Bernadino no le arreara un perdigonazo al que lo hizo.

-Lo que digo yo –terció el Calderilla- es qué estarían haciendo los


guardianes del pueblo en vez de vigilar para que nadie robe en ningún
establecimiento, como es su obligación. –Estaba embalado, feliz ante tanta
audiencia-. Ya dice el refrán: eres más vago que la chaqueta de un guardia, o
de un guarda, tanto da.

El brazo de Julio se tensó como la cuerda de un arco. Fulminaba al


homúnculo con los ojos. Felipe le agarró por el codo. Era este un hombretón
maduro, tan robusto como los Joseses y de mucho aplomo.

-Hala, cada mochuelo a su olivo; se acabó el espectáculo –dijo.

Arropados por un grupo de vecinos, llegaron Jacinto y Benito. Mario


estaba entre ellos. Bernardino e Irene se metieron en su tienda; se oyó el
chasquido de la cerradura cuando echaron la llave de la puerta.

-Vamos cada uno a lo nuestro. Antes de repartir hay que hacer el inventario
y confrontarlo con el número de personas por familia. Luego quedan otros
asuntos por resolver, como el tema de la harina o la leche de la vaquería –dijo
Benito a los que quedaban alrededor.

-No entretenerse mucho porque ya va quedando poco que echar en el plato.

-Esta tarde se hará el primer reparto y discutiremos lo demás. A ver si no


hay más incidentes, joder –resopló, desbordado por su cometido.

Pronto se volvió a formar la habitual cola ante la fuente. Desde el


ayuntamiento se oían retazos de conversaciones, cuchicheos de vecinos que se
asomaban a ver cómo iba la labor de clasificación e inventario. Hacía más
fresco que en días anteriores. Nubes como gasas cubrían el cielo, empujadas
por la brisa. Entre el rumor de las voces y el arrastrar de cajas se oían los
rítmicos golpetazos secos de un hacha en el monte. De vez en cuando llegaban
los mugidos de la vaquería. Las golondrinas habían dejado de revolotear entre
los aleros, pero algunos tejados eran un hervidero de palomas y gorriones.
-La cosa se complica, niña –iba diciendo Mario a su mujer-, y solo estamos
empezando.

El viento sonaba entre las ramas del viejo olmo de la plaza.


Intento arrancarla de allí. No podemos pasar la noche al lado del cadáver,


y, al mismo tiempo, comprendo que a ella le parezca un sacrilegio dejarlo en
aquel lugar, tirado entre los arbustos. “Ya no se puede hacer nada. Es mejor
buscar otro sitio para dormir. Puedes confiar, no soy ningún delincuente.
Tranquila”. Pero no sirve de nada. Me resigno. Afortunadamente la oscuridad
nos traga enseguida. He visto a la mujer muerta. Miré solo un instante y no
quise ni acercarme más. Tiene la cara destrozada, llena de sangre reseca y
negra. Está en una postura tan violenta que parece un maniquí desencajado
por algún sitio. Está claro que no arrancaré a la chica de aquí en toda la
noche, mañana con la luz del día estarás más calmada. Antes de acomodarme
lo más lejos que puedo del fiambre, disuelvo el polvo de una pastilla de
Lexatin en un vaso que improviso recortando el culo de una botella. La chica
bebe hasta saciarse; después acepta mi cazadora. Me aparto de ella para que
se relaje. Ha dejado de gemir, pero desde que llegué no ha soltado ni una sola
palabra; no insisto. Le oigo rebullir un rato hasta que todo queda en silencio.
Por fin se ha dormido. ¿Quién será la vieja? ¿Qué les habrá pasado? Creo
que nunca me dormiré, con ese cadáver allí al lado, pero es que se me ha
olvidado lo cansado que estoy. Recuerdo que antes de caer rendido veo la
luna llena asomar por encima de los árboles.

¿Qué hace esa mujer delante de mi mesa, despatarrada entre los arbustos?
¿Por qué me mira si su cara no es más que un amasijo carnoso? Busco por la
oficina la cara de algún compañero, alguien mueve sillas o algo así a mi
espalda. Me duele el brazo como si me lo hubiera partido. Vuelvo
bruscamente la cabeza y me araño la cara. El dolor punzante me hace abrir
los ojos. ¿Dónde están las paredes de mi habitación? Me incorporo de golpe,
masajeándome el brazo dolorido. Miro hacia el lugar de donde proviene el
ruido y ella vuelve a entrar de golpe en mi mundo. Amanece.

Amontona ramas sobre la muerta. Sin decirle nada, haciendo ruido


deliberadamente para advertir de mi presencia, le ayudo a acarrear maleza.
Después cubrimos el montón con todas las piedras que podemos encontrar.
Mientras ella contempla esta especie de túmulo tengo que escabullirme más
allá de los árboles, contra el muro; me estoy meando.

Al regresar, la chica le da la espalda al cadáver. Lleva mi cazadora


abotonada hasta el cuello y se ha recogido el pelo lo mejor que ha podido.
Sigue teniendo la cara magullada y sucia, pero sus ojos están secos y la
expresión, dura y serena.

-Vámonos de aquí.

El inesperado sonido de su voz me conmueve. Silenciosa, camina a mi


lado. Yo la miro de reojo, extrañamente turbado por su presencia. Anda de
forma decidida pero tensa, en permanente alerta. El sol acaba de salir, y es
agradable seguir adelante envueltos por el relente de la mañana. No se oye
más que la remota algarabía de los pájaros en los árboles lejanos.

Vuelven a molestarme las rozaduras de las correas del macuto; me escuece


una dureza en uno de los pies, pero nada me inquieta más que la tensión
insoportable que percibo en la chica. Persiste en su mudez y yo no me atrevo a
romper el silencio.

-Vámonos allí.

Habla, por fin. Señala hacia una arboleda alejada de la carretera. Hay
que saltar un cercado para llegar hasta al sitio. Me parece que por allí debe
de fluir un arroyo. No hace más que una hora que emprendimos la marcha. La
sigo sin rechistar.

Se lava la cara y las manos en el arroyo, frotándose con tanto ardor como
si quisiera arrancarse la piel. Le ofrezco la única camiseta de repuesto que
llevo en la mochila. Pasado un rato, cuando el sol calienta, se pierde por la
orilla sin decir nada. No se oye más que el discurrir del agua y el canto de los
pájaros entre los árboles. Se está bien aquí. Me duele todo el cuerpo después
de la caminata de ayer y de la noche al sereno, así que no tardo en dormirme,
tumbado sobre la hierba.
Cuando despierto, siento algo opresivo encima de mí. Tengo calor. La luz
es mucho más intensa que antes. Me siento, sacándome de encima la cazadora
con que ella ha tapado mi sueño.

-Ahora tendrás calor, pero cuando vine estabas tiritando.

Otra vez su voz, tan inesperada. Le huele el pelo a frescura. El sol alto le
da directamente en la cabeza, arrancándole destellos trigueños. De repente,
tiene un aspecto nuevo y desenfadado, perdida en el interior de mi camiseta,
que le sobra por todas partes.

Antes de que acabe de desperezarme, empieza a contar. Despacio y a


trompicones al principio, hasta que el discurso se hace firme y fluido y va
creciendo. Me mira a mí pero mira más allá de mí. Me da la impresión de un
río que va recibiendo agua y lodo, aumentando y oscureciendo su cauce con
barro pegajoso, hasta que por fin desemboca en el mar y libera o al menos
atenúa toda su materia oscura.

-Hay luna llena –termina-. No quiero caminar a plena luz. Lo haré de


noche; además, será menos cansado hacerlo así. Lo siento, verme otra vez en
la carretera y que alguien pueda venir… No puedo soportarlo, la tensión me
descompone. Vete si quieres.

-¿Quieres que me vaya?

No mi pensamiento ni mi razón, ni siquiera todavía mi deseo, ¿cómo


podría decirlo? Algo muy dentro de mí mismo, antes de que ella conteste,
remacha sin vacilar.

-Quiero acompañarte.

-Le compro la harina al Molinero y luego voy y regalo el pan a los demás.
Ni que fuera esto la beneficencia.

Los brazos en jarras, redonda como un pan de hogaza, Concha, la


panadera, respondía desafiante a Jacinto.

-Escucha un momento, no te lances antes de tiempo –Jacinto trataba de


apaciguarla-. Nosotros te vamos a traer la harina desde el molino, ¿vale? No
tienes que soltar dinero…

-¡Hombre! ¡No vamos a ser los comerciantes los únicos tontos que pagan
el pato en este pueblo!

-Que no, mujer, que no; Benito te va a hacer llegar una lista con lo que
tienes que dar por día a cada familia. No vale que cada uno se lleve todo lo
que quiera, ¿estamos?

-O sea que ahora tengo yo que hacer de policía, pues no me faltaba más
que eso.

-Hagamos una cosa –propuso Irene, la del súper; acompañaba de muy


buena gana al alcalde como abanderada de los “donantes”, feliz de que ningún
comercio del pueblo escapara a la requisa-. Se fijan un par de horas para el
reparto diario y que te acompañe Felipe o alguno de los concejales por si hay
problemas.

-¡Coño! Qué fina andas, Irene. Me parece muy bien tu idea –dijo el
alcalde-. Lo hacemos así, ¿de acuerdo, Concha?

Al otro lado del pueblo, Mario descargaba algo como una maleta de la
carretilla y metía el bulto en la farmacia. Dentro, Ricardo y Carmen, los
boticarios, se afanaban moviendo expositores para despejar el espacio delante
del mostrador. Ricardo refunfuñaba, siempre en desacuerdo con todo y
siempre accediendo a lo que Carmen, su mujer, veinte años más joven que él,
decidía. Ester y Ana, una joven que estudiaba enfermería, revoloteaban por
allí.

-Entonces, ¿os parece bien que yo os eche una mano aquí? Si vamos a
estorbarnos puedo quedarme en el herbolario –le estaba sugiriendo Ester a
Carmen.

-Casi va a ser mejor; vamos a estar como piojos en costura –masculló


Ricardo, el viejo cascarrabias.

Todos esperaban las palabras de Carmen desautorizando al apergaminado


carcamal. Aunque todos la miraban, no se dio por aludida, tozudamente
enfrascada en su faena.

-Entonces, ¿qué? –Preguntó Mario-. Dejo la camilla o no.

-Hombre, si hay que atender alguna cura, la vamos a necesitar –insistió


Ana, mirando a Ester.

-Y cuando tú tengas que tratar a alguien, lo tumbas en el suelo del


herbolario.

-Dios quiera que no mates a nadie con tus brujerías –rezongó Ricardo.

-Venga, Ester, vámonos. No hay quien aguante a este hombre.

-Deja aquí la camilla, Mario. Ya me las apañaré.

Antes de que Mario protestara y arramblara de mala manera con la camilla


de vuelta a la tienda de su mujer, Ester lo estaba empujando hacia la calle,
cruzando una última mirada de entendimiento con Ana.

El viejo cabrón y la puñetera pécora, iba rumiando Mario, mientras los dos
se dirigían hacia la plaza.

-¿Han organizado todo lo que faltaba? –preguntó Ester, sacándolo de su


pozo de rabia.

-Sí; han arreglado un horario de recogida para el pan y otro para la leche.

-Cómo ha respondido Esteban, ¿ha puesto alguna traba?

-Ninguna; después de todo, ¿qué puede hacer si no con la leche? Se


procurará conseguir más forraje para su ganado cuando se le acabe el que
tiene.

-O sea, todo más o menos arreglado.

-Bueno, les falta rematar la lista.

-Al final, qué se ha decidido –inquirió Ester. Mario ya había olvidado la


inquina de los boticarios hacia el negocio de su mujer.

-Hay una primera lista prioritaria con niños y viejos; la leche sobrante
tratarán de repartirla equitativamente.
-Bueno, esperemos que no haya disputas.

Hacía calor. Casi todos los que esperaban para llenar los cacharros de agua
en la fuente de la plaza se arremolinaban bajo la sombra del olmo. El barullo
de las conversaciones se oía a distancia, en la densidad bochornosa del
mediodía.

-La gente parece tranquila. Nos está salvando ser un pueblo tan pequeño –
comentó Ester.

-De todo hay; sobre todo quienes tienen enfermos o personas muy mayores
en casa, esos viven con el alma en vilo.

-¿Piensas en tu padre?

-Resistirá, supongo… -la voz de Mario se ensombreció-. Habrás visto


pocas personas con más ánimos que mi padre para seguir adelante. Tú ya
sabes qué me está torturando –añadió con énfasis desesperado.

-Volverá, lo sé. Laura está bien.

-¿Cómo coño puedes estar tan segura? Dios, cuando la vea aparecer por
casa creo que voy a rejuvenecer veinte años.

-Sin embargo, mi madre…


Se me hace raro caminar de noche. La luna lo ilumina todo. Las estrellas


son algo nuevo para mí. La verdad es que no recuerdo ni una sola noche así,
rodeado de silencio, totalmente a oscuras salvo por la luz de la luna. Hasta
este momento, mis noches han estado llenas de ruido y barras de bar y
bravatas entre amigos y polvos pasajeros. Caminar en tan tremenda soledad
al lado de esta chica es como caminar en sueños.

Nos ha llevado dos noches alcanzar el cruce de Rascafría. Sólo un par de


veces oímos a lo lejos petardeo de motores, en noches distintas. Desde luego,
no eran los de tráfico; acurrucados más allá del arcén, para que el barrido de
sus faros no nos descubriera, vimos pasar un grupo de cuatro o cinco motos a
toda leche. No hay más alertas. Se marcha bien en el frío de la noche; creo
que de haber proseguido de día, el agua no nos hubiera llegado. Racionamos
mis bocatas y las chucherías que llevo encima. Hay que ver, nunca anduve
tan ligero de estómago y, sin embargo, tan a gusto.

Tengo los hombros desollados por las correas de la mochila, pero como un
idiota no permito ni una sola vez que Laura me releve, a pesar de sus
ofrecimientos. ¡Qué importa! Nunca he estado tanto tiempo al lado de una tía
sin pensar en la manera de tirármela o, por lo menos, pasar un buen rato con
ella. Durante todo este tiempo nos vamos contando cosas de nuestras vidas, a
trozos y según va saliendo, entre largos períodos de silencio. Pero los
silencios no son embarazosos, todo lo contrario, me dejan saborear su
compañía intensamente.

Así que aquí estamos, en este cruce que debe separar nuestros caminos. El
horizonte empieza a clarear.

-¿Vas a continuar ahora?

-Ganas no me faltan –dice-, pero no; descansaré escondida hasta que


llegue la noche.

-No pienso dejarte sola.

-¿Ah, no?

Por qué me sale este tono como de teatro.

-Busquemos un sitio antes de que amanezca- le propongo; y eso hacemos.

-En la Puebla, ¿eh?

-Sí –digo-, supongo que no encontraría otro sitio más perdido. Mi


hermano siempre estuvo loco por la ecología y eso. Fue… bueno, seguirá
siendo activista. No me preguntes si de Greenpeace o de qué, el caso es estar
metidos en esa clase de rollos.

Compartimos el último trozo de chocolate que encontramos, después de


revolver en mi macuto. El solecillo de la mañana entibia el aire, da gusto
sentirlo en el cuerpo. Descansamos en un prado lleno de tomillos, huelen tan
bien, dice Laura, y cantueso, esos de las flores moradas. Para mí todo lo que
no es hierba o árboles, son matorrales, digo yo, esta parte del mundo está sin
bautizar para este urbanita recalcitrante, añado.

-Tienes suerte, con tu hermano no tendrás problemas, si es como dices.

Tiene la voz tan apagada que, cuando dejo de oírla, sé que acaba de
dormirse. Al cabo, me llega su respiración regular. ¿Seré capaz de prescindir
de esto? Sé de sobra que yo no pinto nada con mi hermano, y mucho menos
con la borde de su compañera. Ser buena gente no garantiza la convivencia.
Esos dos petardos me ayudarían a sobrevivir a cambio de soportar sus
charlas naturistas, sus teorías conspirativas y sus letanías tántricos. ¡Bah!
Estoy muy cansado para ponerme a pensar. Me tiendo a su lado, sin tocarla,
solo oyendo su respiración, oliéndole el pelo que la brisa agita. De vez en
cuando, sigue estremeciéndose en sueños, pero esta vez Laura no me
despierta, balbuciendo locamente entre las redes de –lo sé- la misma maldita
pesadilla. Duerme plácidamente. La miro entre bostezos, disolviéndome en mi
propio sueño. Si la plenitud existe, tiene que parecerse a esto.

-¿Quieres venir?

Estamos entre dos luces y vuelve a refrescar. He temido este momento


durante toda la jornada de ayer. Si estuviera en mi mano detener el tiempo,
con tal de que ella no se fuera, jamás saldría de este día. Y ahora ella, parada
frente a mí, enloqueciéndome solo con su presencia rescatadora.

-Claro.

Me coge la mano un momento. Echamos a andar por la carretera de


Rascafría.

-¿Hay algo para desayunar en esta casa?

Habían caminado toda la noche. Llevaban dos recios palos a modo de


cayados y como defensa, pues desde que habían tomado la carretera comarcal,
cada vez que pasaban por las inmediaciones de un pueblo, en más de una
ocasión ladridos amenazadores se les habían aproximado demasiado, en la
oscuridad.
Descansaron en la curva que daba vista al valle. “¿Dónde vives tú, en la
casa del fin del mundo? Joder, y yo pensaba que mi hermano estaba aislado”,
comentó él, “estás a tiempo de volver”, dijo Laura, “no, no, qué dices”.
Transitaban por una estrecha carretera local desprovista de arcén. Bajo la luz
de la luna, emergían dos altas barreras oscuras cerrando el valle por ambos
lados. “Al fondo, está el pueblo”. Más allá de la curva, la luz blanquecina
iluminaba la ladera del cerro, que se abría como un embudo hacia inclinados
prados sucesivos. Hacia el fondo de la garganta, un manchón negro señalaba la
alta arboleda junto a un río o un arroyo, que susurraba en la noche.

Laura miraba todo aquello y una avalancha se desató en su interior, y él lo


notaba. La muchacha se escalofrió; una dura zarpa le apretaba la garganta, se
revolucionaron todas sus vísceras. Le acosaban los ojos interrogadores de su
madre: ¿y la abuela? Desde que cubrió el cuerpo con ramajos, había tratado de
contener el negro oleaje de su pensamiento a fuerza de voluntad, pero la
escollera, siempre a punto de rajarse, estalló en pedazos. Él no recordaba
haber puesto jamás tanto cuidado en tocar a alguien, se aproximó en silencio y
la abrazó como si ella fuera de vidrio, sintiendo sus espasmos.

El sol tardó en salir sobre la montaña, fue iluminando el valle y fabricando


las sombras bajo el cielo sin nubes. Secó las lágrimas en la cara de la mujer,
que parecía infinitamente abatida y tranquila después del llanto. Laura indicó
un regato de agua clara que bajaba del cerro. Allí hundió la cara y bebió a
morro como un animal sediento.

Habían rodeado el pueblo, pequeño y rústico, con sus casas de


mampostería y sus calles adoquinadas, siguiendo un sendero apartado, entre
los prados. Les persiguió el canto de los gallos, que les había acompañado
desde mucho antes del amanecer. Los pájaros aturdían en las arboledas.
Mugían lentas las vacas. Por fin se detuvieron ante la valla de una casa
solitaria, a las afueras del pueblo, al pie mismo de la montaña.

“Oye, no se me echará encima este monstruo”, había dicho él antes de que


Laura empujara la cancela, que nunca cerraban con llave, al otro lado de la
cual se encaramaban los dos perros con nerviosos lloriqueos. “No sé, si les
gustas…”, dijo, mientras el mastín descomunal y la labradora negra se
abalanzaban sobre Laura, lavándole la cara a lengüetazos. “Joder”, se alarmó
cuando los perros sofocaron las efusiones ante el regreso de Laura y el mastín
hundió el hocico en la ingle de él. “Deja que te huelan”, dijo Laura, y él se
olvidó del miedo porque la veía sonreír.

Por fin Laura había golpeado la puerta. Él la notaba ansiosa, pero firme y
segura, hasta que un hombre con algo de la expresión de Laura en la cara
apareció en el vano recién abierto y él pensó a este hombre le da un síncope.

-Bueno –repitió Laura-, hay algo o…

No pudo terminar porque aquel hombre la abrazó como queriéndole anclar


a la tierra con sus brazos. Se oyeron más voces acercándose desde el interior
de la casa y los perros no paraban de enredar en torno a ellos.

LOS FULGORES DEL ESTÍO


Antes del amanecer, la fila para cargar agua atravesaba la plaza. Había
muchos que iban en plena noche, con tal de evitar las largas esperas bajo el
sol. Como siempre todos los veranos, habían taponado uno de los caños de la
fuente para aumentar el caudal del otro. Aún así, no caía más que un dedo de
agua, y todavía no estaban ni a mitad de julio.

A media mañana los cerebros se cocinaban bajo el sol y el agotamiento de


la espera aniquilaba las conversaciones. Había gente que regresaba del monte
o de los prados con haces de leña a la espalda. De nueve a once, el goteo de
vecinos que entraban o salían de la panadería era constante, con su ración de
pan bajo el brazo. Por la tarde, la calleja que ascendía por la ladera hasta la
granja de Esteban sostenía la procesión de paisanos que iban o volvían con sus
pucheros y cacerolas para recoger la leche.

A las tres semanas del primer reparto se habían agotado los víveres
almacenados en el ayuntamiento. Sólo quedaban varios sacos de harina, que se
repartía una vez por semana, con la que la gente hacía gachas o aumentaba su
ración de pan o incluso algunos se daban el lujo de hacer galletas. Al molinero
la catástrofe le había pillado con mucho grano almacenado, de modo que
seguía moliendo “de balde”, como él decía, siempre soltando los sacos de
harina de mala gana. No había en el pueblo una sola familia en la que alguno
de sus integrantes, o, si no, alguna amistad, no contara con huerto propio, así
que no faltaban hortalizas con que redondear la dieta: tomates, lechugas,
judías verdes, pimientos, calabaza, zanahorias, cebollas, guisantes, ajos,
calabacines. Algunos disponían de manzanos y de cerezos. Los huertos se
desparramaban por la minúscula vega, regados por el riachuelo, o cerca de la
dehesa, donde había varios pozos.

Cuando Dios nos puso aquí, solía decir Paco, el del banco, que era ateo
militante, nos hizo el gran favor de nuestras vidas. Tenía razón. El último
censo indicaba una población de 111 habitantes. Contando con Laura y su
acompañante, otras dieciséis personas más habían llegado al pueblo después
del Apagón, en coche quienes abandonaron en seguida la ciudad, y andando
los demás. Las carreteras se habían convertido en territorio sin ley y su tránsito
solo era medianamente seguro en grupos numerosos, que luego iban
desparramándose según su destino. Los últimos en llegar habían visto
caravanas de coches, algunos de los cuales quedaban tirados por las cunetas
cuando se les acababa el combustible, provocando hacinamientos en otros
vehículos o atónitas familias viandantes que se iban uniendo, en su desventura,
a aquellos otros grupos que, desde un principio, iniciaron el camino a pie.
Siempre bajo la angustiosa amenaza de catervas de merodeadores. La lucha
por el combustible era feroz. Se habían visto bandas que asaltaban a los
convoyes para robar el diesel o la gasolina de los coches, y aquellas
gasolineras cuyos depósitos no habían sido vaciados en cisternas del ejército,
habían sido saqueadas. Total, mantener con vida a 111 personas, mágico
número capicúa, como decía Paco, no era una tarea del todo imposible en
aquel lugar, comparada con la atroz pesadilla de exterminio que se pudiera
estar viviendo en las ciudades, en las grandes poblaciones sin recursos.

Para los miembros del ayuntamiento, el agotamiento de los víveres


aportados por los comercios del pueblo había sido un alivio, pues les evitaba
lidiar con la gran presión de los repartos. La gente se las iba apañando por
grupos familiares, y solo la fiscalización del molinero y el reparto del pan
generaban alguna disputa de vez en cuando, aunque ya se olfateaban conflictos
venideros en el aire caliente del verano.

Yo, que por evitar bichos no piso ni los parques, me veo en una aldea
rodeada de montañas, entre paisanos que lo saben todo unos de otros. Por lo
menos, no se trata de cuatro casas de barro con calles mugrientas. Hasta el
turismo rural estaba por llegar aquí, o sea, que aparte de buenas casas que
guardan la misma línea, las calles están empedradas y limpias, con sus
buenas aceras y cartelitos de madera pintados de verde que señalan la casa
rural todavía en construcción y las distintas rutas del pueblo. Solo que ahora
pensar en turistas es cosa de risa.

Pero donde los padres de Laura se come tres veces al día, igual que en el
resto del pueblo. No es que sea para tirar cohetes, pero, claro, quién se queja
en semejantes circunstancias. Resulta que me está tocando vivir la utopía del
pelma de mi hermano. Aire puro y alimentos naturales. ¡Ah! y duro y
saludable trabajo físico para tonificar el espíritu, qué bien. En fin, he tenido
mucha suerte, esa es la verdad, porque por encima de todo está ella. En su
presencia soy capaz de tragarme los desayunos de leche con los copos de
avena que su madre trae del herbolario, o gachas, ¡gachas!, no había oído
esa palabra en mi vida. Legumbres o patatas, patatas o legumbres, para
comer, ensaladas para cenar, y todo más bien soso porque hay que racionar la
sal, y con poquito aceite porque tampoco queda apenas. Eso sí, el delirio de
un ecologista porque aquí sí que no hay conservantes ni pesticidas ni leches;
hablando de leche, nunca la probé tan densa y cremosa, se nota que entre la
vaca y la taza no hay ni un kilómetro de distancia. Sí, yo, que vivía solo más a
gusto que Dios en mi estudio de treinta metros cuadrados, comiendo fuera
para evitar las faenas domésticas, me alojo ahora con una familia de cuatro, y
mi trabajo es echar una mano en lo que haga falta.

De repente, hemos retrocedido a los tiempos anteriores a la electricidad y


las máquinas, de golpe nos vemos obligados a vivir casi como medievales.
¿En qué se traduce eso? En ir a cagar al campo, digamos, y limpiarte con lo
que pilles a mano, no digo nada si uno tiene cagalera; en tener que andar
todo el puto día acarreando agua, o leña para encender la chimenea, los que
tienen chimenea o cocinas antiguas; en tener que andar limpiando mierda de
bebé porque ya no hay pañales; o paños sanguinolentos porque tampoco
quedan compresas. Pero seguimos vivos, ya lo creo, y sanos todavía, y, en mi
caso, no cambio mi situación por ninguna otra en el mundo, y todo ha
sucedido de forma tan rara, como si la catástrofe fuera necesaria para que yo
encontrara a Laura, aquella noche, en la carretera.

-¡’Cuñao’! ¿Te vienes a recoger leña?

Crío cabrón, pero en realidad no me enfado cuando me dice eso, a no ser


que estén sus padres delante, claro.

-Llámame por mi nombre, maricón.

-Vale, Antoñito, tío, ¿puedes soportar alejarte un rato de mi hermana


mientras vamos por leña?

Le tiro una tobita, pero el muy mamón se escurre como una comadreja.

-¡Aquí mando yo! –gritó Jacinto, exasperado.

-¡Aquí mandan mis cojones!

El berrido de José Joaquín fue una orden para sus hermanos, que arrearon
con la cuba más grande de las tres que había en el almacén del bar. Juana salió
disparada de la parte de dentro, blandiendo un garrote y calentándoles las
costillas a los gemelos, que habían volcado la cuba y la hacían rodar hacia
fuera.
-¡Maricones! ¡Desgraciados! –daba voces desaforadas, ciega de ira.

-¡Eh! ¡Eh!

Los gemelos soltaron la cuba, protegiéndose con los brazos; uno de ellos
reculó, medio doblado, con una mano en el costado dolorido. El tonel rebasó
el portón del almacén y siguió rodando cuesta abajo, mientras que José
Joaquín agarró el garrote por el extremo y se lo arrebató a Juana de un
violento tirón, que impulsó a la mujer de bruces contra el muro del almacén.

-¡La cuba! ¡La cuba! Párala, hombre, párala –le gritaba Santiago, recién
aparecido por la puerta del bar, a Jacinto, que miraba la bronca con
desconcierto.

Ante el aturdimiento de Jacinto, la cuba enfiló cuesta abajo, amenazando


con reventar en cualquier momento con los tumbos que daba. José Joaquín y
uno de los gemelos atendían al otro gemelo, sentado en el suelo por el
estacazo de Juana, quien se dolía, con el brazo lastimado después de que por
poco se traga la pared. Santiago corría detrás del tonel dando corcovos con su
pierna renga, la puta que los parió, sujetadla, sujetadla, y detrás de él Jacinto,
que había reaccionado por fin.

-¡Cuidado, cuidado! ¡Apártate, July, apártate!

Jacinto voceó a la mujer que iba con su carretilla cargada de bidones hacia
la fuente. Esta se percató a tiempo de soltar la carretilla, súbitamente
abandonada en la trayectoria de la cuba. El impacto desvió el tonel, que fue a
estrellarse por fin contra el olmo de la plaza, entre un fenomenal estallido de
duelas partidas, aros metálicos y géiseres de vino.

-¡Así os pudráis todos, cabrones! Que casta maldita, lleváis en la sangre


hacer todo el mal que podáis.

Santiago tomaba aire, mirando el desastre con rabia. Se dio vuelta hacia su
mujer, que fulminaba a los Joseses con ojos como ascuas.

-Trae aquí la escopeta, que los avío. Trae la escopeta, Santiago.

Aún se sujetaba el brazo golpeado. Estaba roja de cólera y respiraba tan


fuerte como si se estuviera asfixiando.

-Vieja perra; por poco lo matas.

José Joaquín, el mayor de los hermanos, hizo intención de irse hacia Juana,
cuando una piedra del tamaño de un puño le sacudió en el hombro. Un grupo
de gente se había ido juntando, atraída por el jaleo. Joaquín los retó con su
gesto chulesco, pero empezó a retroceder hacia el otro extremo de la plaza,
seguido de los gemelos, uno de los cuales todavía seguía quebrado por el
tremendo garrotazo de Juana.

-Lo dejaremos para otro día, valientes. Tiempo hay de volver a vernos las
caras uno a uno.

Dijo Joaquín, retirándose de la plaza. Entretanto, alrededor del olmo había


crecido un rojizo y oscuro charco de tintorro. El Calderilla andaba
mendigando un cacillo para ir recogiendo el caldo embalsado en los charcos
del suelo, a la vez que, de morros sobre el adoquinado, lamía ávidamente el
líquido huidizo.

A mi padre le encantaban las películas del oeste. Después de jubilarse, se


tragaba una todas las tardes, buena o mala, antes de darse el paseíto por el
parque. Siempre sintió nostalgia de su pueblo burgalés, pero se murió sin
apenas visitarlo, pues ni mi madre ni yo queríamos ni asomarnos por allí, solo
el loco de mi hermano estaba siempre dispuesto a abandonar Madrid. Ahora
sus huesos reposan (¡qué tontería!, ¿cómo va a reposar o a nada un montón
de huesos?) en el cementerio de la Almudena, un lugar horrible donde los
muertos se amontonan, más deprimente aún cuando lo ves desde la M 30, un
poblado chabolista para la eternidad. Más nos hubiera valido incinerarlo y
esparcir sus cenizas allá en su pueblo. Si los muertos siguen en alguna parte y
saben nuestros pensamientos, sé que estará de acuerdo conmigo.

No sé por qué pienso esto. Yo no suelo darle mucho al coco en asuntos


trascendentales. Será este silencio, el ritmo lento de la marcha bajo el sol de
verano, entre montañas. ¡Cómo me hubiera gustado que Laura nos
acompañara! Ella me sugirió que viniera y yo me apunté, sin más. Está bien,
para variar.

“Mucho cavilas, chaval”, me dice Julio, el guarda, que camina a mi lado,


con el fusil colgado del hombro. Nos acompaña por si sale alguno con malas
intenciones. Esto también le hubiera alucinado a mi viejo. Definitivamente, es
como estar dentro de uno de sus western. Cuatro hombres andando monte
arriba, por un camino lleno de grietas y baches, junto a un carro tirado por
dos vacas anchas como dos puertas de garaje. Delante del carro va Valeriano,
el dueño del cacharro y de las vacas (la Paloma y la Pintá; ojo, no son dos
vacas cualquiera), con una vara larga para guiar la yunta; Julio, como ya he
dicho, con el arma al hombro; Pedruche, el teniente de alcalde, que es el que
lleva la pasta, y yo. Llevamos algo de comida en el carro, también agua, pero
solo por si acaso, pues Valeriano juzga imposible que se hayan secado los
manantiales del monte. Nadie cree muy factible que haya bandidos,
¡bandidos! Joder, ¡cómo no me va a parecer mentira todo esto!, o al menos
algo tan ajeno a mi vida anterior como si de repente me despertara vestido de
obispo, pongamos. Pero no, lo estoy viviendo, huelo el campo y la peste de las
vacas y oigo el chirrido de las ruedas del carro y los resoplidos de Pedruche,
que empuja sin quejarse sus cerca de cien kilos, y los chasquidos de
Valeriano, arreando la yunta, y siento como una ligereza en el aire que no
había sentido nunca.

-Entonces, el Tenazas está avisado.

-Que sí, hombre. Ya te he dicho que mandé a mi sobrino hace un par de


días –responde Valeriano, sin inmutarse ante la insistencia de Pedruche, que
parece seguir dudando de que la caminata sirva para algo.

-No habrá gentuza esperando allí y nos muelan a palos.

-Que no, hostias, que no –Valeriano le responde con estoica paciencia -.


Ese hombre es de fiar. Además, si pasara algo de eso, está éste, ¿no? –dice,
tocando con la vara el rifle de Julio.

-¿Cuánto se tarda en llegar? –me da por preguntar, por decir algo.

-No te canses tan pronto; acabamos de empezar –me contesta Pedruche,


entre roncas respiraciones.
Hemos dejado atrás el primer cerro y ahora el camino serpentea por la
ladera de un monte, entre pinos, buscando la cima. El sendero excava un túnel
de luz en el pinar, cuya sombra hace el esfuerzo más llevadero. Hacia el
mediodía coronamos el monte. Del otro lado se ve una pequeña llanura,
cerrada a lo lejos por más montañas. Se distinguen en el llano hasta tres
caseríos que solo se pueden llamar aldeas, y algunas casas dispersas.
Llevamos andando desde las siete de la mañana, aunque Valeriano paró a
abrevar las vacas en un pilón entre el cerro y la montaña y pudimos
descansar. Además, si uno va muy jodido, se sienta en la trasera del carro y
listo.

“¡Paloma! ¡Pintá!”, les chista Valeriano a las vacas, poniendo la vara


sobre el yugo, porque empezamos a ir cuesta abajo y da la impresión de que el
carro quisiera embalarse. De este lado del monte no hay pinos sino
espesísimos matorrales de la altura de un ser humano, “piornos”, dice
Valeriano, “y retamas”. Al poco de iniciar la bajada el sendero va rodeando
un enorme montón de piedras, “el lanchar”, me ilustra otra vez Valeriano,
planas y filosas, meterse por ahí equivaldría a deslizarse con pérdida de
dientes incluida. En este tramo la cuesta se vuelve muy empinada y por el
medio del camino corre una hendidura lo bastante honda como para meter la
pata hasta la rodilla; como una rueda pille la zanja, la cagamos, pienso, pero
al vaquero no parece preocuparle, sigue delante de sus vacas, pegadito a sus
morros, y los animales van reteniendo el carro en lo peor hasta ahora de la
cuesta.

-Quién te iba a decir que ibas a echar un día así, ¿eh chaval? –me mira
Julio, el guarda.

-Pues sí, la verdad es que nunca me lo hubiera imaginado.

-Y tanto que no; aquí donde lo ves, este ferrari es el único que queda de
todo el contorno, yo diría que a lo mejor de toda la provincia. Ya han venido
de Madrid a comprárselo y el Valeria no lo vende, prefiere tenerlo en la
cuadra criando polvo.

-En qué íbamos a traer los sacos si lo hubiera vendido –dice Valeriano, no
sé si mosqueado por el comentario del guarda-. ¡Como no los llevaras a las
costillas, ya me dirás tú a mí qué hubiéramos hecho!

Pasado el tramo de lajas regresa la espesura del monte bajo. Una brecha
profunda, que desciende desde lo alto, corta la montaña por el medio. En lo
hondo del barranco brinca un torrente. Valeriano desunce (sí, yo también sé
decir algunas palabras de las de antes, ¿no?), desunce la yunta, y baja las
vacas para que vuelvan a abrevar, junto a una caseta en ruinas y unas chapas
oxidadas, “la mina”, me dicen, que ya no es mina ni es nada, por supuesto, y
lo mismo que las vacas, todos nos agachamos y bebemos y nos refrescamos la
cara con esa agua fría como si la acabaran de sacar de un frigorífico.

-Vamos a tomar el almuerzo, tú –le dice Pedruche a Valeriano-, que tengo


las tripas que no sé si son mías o del vecino.

-Bueno, venga, pero sin entretenerse mucho, que todavía hay que llegar,
cargar y dejarlo todo listo para salir mañana temprano.

-Que agonías eres, Valeriano, hostias.

Sobre las seis de la tarde (el día que se le acabe la pila, se jodió mirar la
hora en mi reloj) divisamos una nave con techo de uralita, junto a la cual hay
un caserón que no desmerece nada ante un chalé de lujo. “Qué te parece la
choza del Tenazas”, me dice Pedruche, “este cabrón tiene más cuartos que
medio pueblo junto”, señalando las casas apretadas alrededor de un par de
calles, a un par de kilómetros de donde estamos.

Según nos acercamos al portón de la finca, aumenta el escándalo de los


perros, los hay de todos los tamaños y colores, la mayoría flacos como raspas
pero con una pinta de devorar todo lo que se les ponga por delante que mete
miedo. Los dos perrillos de Valeriano se refugian en lo alto del carro mientras
esperamos que alguien venga a abrirnos y a sujetar a esas fieras.

-El día menos pensado te comen, Gerardo.

El tal Gerardo, el Tenazas, se acerca a la puerta, andando como si le


hubieran sacado el caballo de debajo de las piernas. Cuando alcanza el
portón, dos tíos con garrotes acaban de atraillar los perros, llevándolos a
patadas y estacazos hacia un recinto donde hay un tractor, una máquina
cosechadora y un landrover de los tiempos de Cristo. Más allá, hacia la casa
que hace de vivienda, vemos claramente a otro tío mirando hacia nosotros con
una escopeta en las manos.

-A ver, mucho no podéis llevaros; no sois los únicos que vienen por
mercancía –el hombre habla como si cumplir con el trato que ya había sido
pactado le costara una enormidad, como haciéndonos el gran favor de
nuestras vidas-. Además, tengo que mirar por los míos, esta jodienda ya se
está alargando más de la cuenta.

-Bueno, Gerardo, un trato es un trato –dice Pedruche, sin hacer caso de


las excusas del viejo-. Venga, desenganchamos la yunta y, un poco más tarde,
con la fresca, dejamos cargado el carro; así salimos mañana a primera hora.

-¡Valeriano! Hay que ver el tiempo que hace que no se veía una yunta por
aquí.

Una mujer gorda y bajita se acerca a nosotros, secándose las manos en un


trapo.

-Dichosos los ojos, hombre. Cómo está la familia –la vieja, sin dar tiempo
a que Valeriano conteste, sigue adelante-. Menos mal que nosotros somos de
los antiguos y no nos achantamos. Qué cosa esta, ¿eh?, vernos como cuando
éramos niños, y no había ni luz ni nada en el pueblo. Hay que ver, Dios mío,
pero se vivía, ¿no? –No hay manera de que Valeriano conteste a su saludo y él
lo sabe porque no intenta meter baza-. Pero fíjate en Madrid, esas criaturas,
si no las estarán pasando canutas.

-Mira, este escapó de allí hace ya una temporada –dice Pedruche,


señalándome, y así corta el rollo de la mujer.

-¿Sí, hijo? ¿Y tú de quién eres familia, majo?

-Bueno, bueno, venga, a lo nuestro –Gerardo, el Tenazas, cierra el portón


con estrépito y nos achucha hacia la casa.

-Apaña el ‘ganao’, Valeriano, y os refrescáis ahí en el pozo si queréis. Este


hombre mío es de lo que no hay, mira que no decirme nada; bueno, no os
preocupéis que en mi casa no se acuesta nadie sin cenar, faltaría más.
La vieja se va correteando a pasitos cortos y rápidos, parece una perdiz.

El agua del pozo está casi tan fría como la de la montaña. Me hubiera
tirado una hora salpicándome agua por encima. El viejo ese, el Tenazas, como
le dicen, gesticula más que un mono mientras discute, habla, se rasca la sien,
anda unos pasos hacia uno u otro lado, o marcha atrás, y vuelve a hablar,
abriendo los brazos como si fuese a echar a volar. Qué tipo curioso, este
cabrón.

-No me jodas, Gerardo, cago en el copón, nos dejas con la mitad de lo que
habíamos acordado, los tratos hay que respetarlos –está diciendo Valeriano.

-Pchs, las cosas cambian de un día para otro; tengo que atender a mucha
gente.

-Entonces a qué te comprometes, si luego no cumples. Venga, vamos a


cargar y déjate de hostias. Por el dinero, no sufras, cago en la leche, ¡mira! –
Pedruche saca un fajo amarrado con gomas. Lo agita delante de las narices
del viejo.

-A ver, si nos vendes nada más que la mitad, nos vamos a tener que volver
con la mitad de los cuartos –dice Valeriano.

-No, hombre, no, si el dinero va a hacer falta.

-Tenazas, que te veo venir. El precio y la cantidad están acordados –


Pedruche tiene roja la cara y suda a lo bestia.

-Tantos kilos no puede ser, hasta el precio había que mirarlo… -dice el
viejo, torciendo la boca y remoloneando delante del montón de sacos.

Estamos dentro de un cobertizo donde hay gran cantidad de sacos


almacenados, unos a un lado, otros al otro, sacos de lentejas, y sacos de
garbanzos. Acumulados contra las paredes, hay aperos y cachivaches que
desconozco. Julio, el guarda, está sentado encima de unos sacos, igual que yo,
mirando la discusión con “ojo clínico”, como él dice. Al final, el viejo cabrón
se las apaña para descontarnos un tercio de los sacos apalabrados. A
Pedruche se le ve con ganas de retorcerle el pescuezo.
-Esto vale su peso en oro, Antonio, qué digo, más que eso –dice Julio-. El
oro no se come pero con esto y un poco más que rebusquemos en el pueblo
tiramos una temporada buena.

-Qué cara puso el viejo cuando su mujer sacó la cena. Un poco más y le
da un ataque –digo, cambiando de tema, por alegrarles un poco a Valeriano y
a Pedruche, que van pensando en el negocio como un medio fracaso. Casi no
nos vemos las caras, pues hemos salido antes de amanecer, para afrontar la
cuesta del monte a primera hora, ya que la subidita que rodea el peñascal se
las trae, y ahora el carro debe de pesar un huevo, cargado con los sacos.

Ayer, después de tanto mareo, llegaron a un nuevo trato y cargamos; luego


el viejo nos indicó otro cobertizo para no pasar la noche al raso, y cerró el
que contenía los sacos con un candado grandísimo. Íbamos a sacar la poca
comida que nos quedaba en los macutos, cuando la vieja regordeta nos pasó a
la casa, a una cocina más amplia que mi apartamento entero, con una gran
mesa de madera en el centro. Nos hizo sentar junto al personal de la granja,
poniendo un caldero grande como un barreño en el centro de la mesa.
¡Menudo festín! La señora nos repartió unas lentejas con chorizo, morcilla y
tocino que estaban de muerte. El viejo tenía la cara de vinagre, apenas comió
y estoy seguro de que se levantó de la mesa antes que nadie por no vernos
disfrutar de aquel manjar, especialmente a Pedruche, que se llenó la panza
con dos platos hasta el borde, y miraba a Gerardo cada vez que engullía una
cucharada, humm, que bueno está esto Paca, qué mano tienes, y vaya chorizo
bueno y morcillita, copón, esto es calidad, diciendo, para deleite de la señora
y desesperación del viejo.

-Nos ha jodido, mayo, menudos tropezones tenía. A estas alturas, guisos


así sólo se pueden comer los días de fiesta.

-Anda ya, Valeriano, seguro que a ti no te falta el gorrino cuando te


apetece comerlo –trata de calentarlo Julio.

Yo nunca he ido a campamentos, ni acampadas ni incomodidades


semejantes, por eso pienso, ahora que aún no ha amanecido, que jamás vi el
mundo de esta manera, hasta que salí por piernas de Madrid. Jamás viví
noches tan oscuras y silenciosas, nunca me había sobrecogido la proximidad
de las estrellas, como en este momento, mientras vamos dejando el llano y nos
acercamos de nuevo a la montaña, y la oscuridad, aunque esté próximo el
amanecer, se vuelve densa como un trapo negro.

Por poco perdemos la carga al remontar el último repecho del lanchar,


que es la parte peor y más empinada del camino. Los dos perrillos empiezan a
ladrar como locos y las vacas, que las están pasando putas tirando del carro,
quieren recular, no hay dios que las haga avanzar, dice Valeriano, tirando del
ronzal de la Paloma. Entonces los perrillos se nos enredan entre las piernas,
despavoridos. Por entre los matorrales, gruñendo, empiezan a asomar el
morro varios perros asilvestrados. Uno de ellos es mucho más grande que los
otros, tiene el pelo como caído a rodales, un aspecto de mugre y fiereza que
acojona. Nos rodean, pero sin atreverse a atacar, gruñendo y babeando,
enseñando los dientes. Las vacas empiezan a cabecear y a dar tarascazos
para un lado y para el otro, amenazando con destrozar el carro. Unos cuantos
sacos caen al camino y alguno se despanzurra contra el suelo, haciendo rodar
los garbanzos por la cuesta. “Fríelos, Julio, coño, a qué esperas”, aúlla
Pedruche. De repente, el trallazo seco del rifle de Julio. El perro grande está
tendido al borde del camino, en seguida deja de moverse, los demás han
salido cagando leches, los perdemos de vista en un instante. Ha sido cuestión
de segundos, pero cuando vuelvo la cara hacia el carro veo a Valeriano
tendido contra los matorrales, agarrándose un pie con la mano, entre muecas
de dolor.

-No seas tarugo, hombre, te vamos a sentar encima de los sacos; igual te
has roto algún dedo.

Valeriano sigue quejándose, mientras Pedruche y yo lo levantamos, y con


la ayuda de Julio lo acomodamos en la zaga del carro, haciéndole hueco entre
los sacos.

-No te preocupes, hombre, que las vacas están bien –le dice Pedruche-.
Qué hombre, copón. –Comenta para sí-, se preocupa más de las vacas que de
él mismo.

Pasada la cima, la sombra de los pinos y la vista del pueblo abajo en el


estrecho valle parecen aliviar algo el gesto de dolor de Valeriano. Yo también
estoy deseando llegar, me he acostumbrado tanto a Laura, si mis amigos me
vieran babear se iban a partir el culo.

Desde la altura, se ve el humo azul subir lentamente de las chimeneas, no


se oyen más que los crujidos del carro y los chillidos de las rapaces, en lo
alto.

Como siempre, el Induráin no traía más novedades que los consabidos


chismes de todas las semanas. Desde que se había establecido esa especie de
servicio postal, las familias desperdigadas por los pocos pueblos de esa
quebradísima parte de la sierra podían saber unas de otras.

Después del Apagón, cuando las patrullas de guardias civiles


desaparecieron de los accesos a la carretera general, enseguida hubo quien se
aventuró por la autovía. Algunos no regresaron nunca; otros escaparon por los
pelos de turbias emboscadas; uno llegó a oler el humo de los saqueos; otro a
poco deja la piel a manos de caminantes desesperados.

Para colmo, el walkie de Felipe, que este trataba como oro en paño, no
transmitía más que noticias vagas, procedentes de otro voluntario de
protección civil, como él, al alcance de su radio de acción. Todas las mañanas
y todas las noches, al principio, tres veces por semana después, para ahorrar
batería, Felipe se ponía al aparato con la tozuda esperanza de escuchar alguna
novedad al otro lado, inútilmente.

Así que la comunicación se restringió a la retorcida cola de lagartija que


eran las carreteras de enlace entre aquellos pueblos diminutos. Hombres en
bicicleta conectaban una población con la siguiente, en una escueta sinapsis
que se detenía de golpe en la localidad más cercana a la autovía. Más allá de
ese límite, la oscuridad total, el nuevo y abominable finis terrae.

-Nada. Uno de los Jimenos se ha partido la pata. La chica de Baudilio, que


ha parido mellizos, ¡esa sí que es buena! Menuda puntería la del marido, según
están los tiempos. Un tal Justo, el Pistolas, va cepillándose las gallinas de los
vecinos y ya no saben qué hacer con él. Ya sabéis, poco más o menos. ¡Teresa!
Tienes una carta de tu hermano.
Aparte de la mera distracción del cuchicheo, poco interés despertaban ya
los improvisados correos.

-Oye, niña, no veas qué bien me ha ido la crema esa que me has dado.

-Es muy buena para quemaduras. A ver qué tal lo tienes.

La mujer enseñó el brazo a Ester. La porción de piel abrasada tenía color


cárdeno y aspecto rugoso.

-Te está cicatrizando muy bien, Flora –comentó Ester-. ¿Te sigue doliendo?

-Muy poco. Oye, no tendrás por ahí algo para dormir mejor. Tengo a mi
Tomás que no para por las noches.

Ester se metió en la tienda, rebuscó en la penumbra del interior.

-Toma; dale una infusión como una hora antes de acostarse. Esto es
valeriana. Relajar, relaja; ahora, si el trastorno del sueño es muy grande, igual
no es suficiente. A ver si hay suerte.

-Gracias, maja; esta tarde mando a mi chico con unos repollos y unos
tomates, ya verás qué buenos.

-Bueno, mujer, no te voy a decir que no, según está la cosa.

Ester cruzó la calle y se sentó enfrente del herbolario, a la sombra, en uno


de los dos únicos bancos de piedra que milagrosamente habían sobrevivido en
el pueblo tras la fiebre de la renovación. Solía abrir un par de horas, después
del desayuno y de volver del campo donde recogía tomillo, lavanda, mejorana,
romero, hinojo, manzanilla y muchas plantas más con las que había empezado
a elaborar mixturas y compuestos. A medida que las medicinas de la botica se
iban acabando, más vecinos acudían a probar “los remedios de Ester”.

-Bueno, chata, ¿cierras y nos vamos a casa?

Mario acababa de aparecer, con el morro torcido. Venía de la farmacia.

-Que se le ofrece, caballero –quiso bromear Ester, sospechando la causa de


su disgusto.
-Joder, Ester, a ver con qué sustituyes las pastillas que toma mi padre. Y las
inyecciones mensuales, coño. Ojalá pudieras darle unas hierbas y que fuera
tirando, pero a ver cómo controlas tú un cáncer con hierbas.

- ¿Ya no les quedan más? –Ester se sintió un poco estúpida: ya conocía la


respuesta.

-Se acabó. Ya sabes, son medicamentos carísimos, que solo se usan en


estos casos específicos, y no tenían muchas existencias.

-Pero ya sabíamos que esto acabaría pasando, ¿no?, a menos que todo
vuelva a funcionar, así, de pronto.

-Coño, claro que lo sabía, pero y qué –Mario se pasó la mano por la frente,
movió ligeramente la cabeza con un gesto de impotencia-. Y no es tanto mi
padre; él ya está hecho a la idea, ya sabes cómo es, se lo echa todo a la espalda
y sigue para delante; sino mi madre, que ya vivía angustiada, temiendo este
momento.

-Cuántas veces te he dicho que las medicinas a menudo no arreglan nada.


Cómo lo han dejado al pobre hombre, si no es ni sombra de lo que era –replicó
Ester, con pasión.

-Bueno, bueno, ya conozco tus teorías. Se acabó, tendrá que vivir sin las
pastillas y sin las puñeteras inyecciones, no hay otra.

-Al menos sigue vivo. Eso es lo que importa, ¿no? –algo funesto arrugó un
instante la frente de Ester.

-Sí, tienes razón –Mario movió los brazos como espantando malos
augurios. Quiso añadir algo más, pero calló.

-Laura todavía se despierta gritando algunas noches, la pobre; tuvo que ser
horrible –los ojos de Ester se ensimismaron en algún punto de la pared de
enfrente-. Ella es la que más ha sufrido con eso. Primero su abuela, y luego,
esos hijos de puta, casi…

Iba a decirle que lo dejara, que no valía la pena imaginar otra vez lo
mismo, pensar en lo cerca que la niña estuvo de ser violada. “Pero no pasó,
Ester, no llegó a pasar”, le había insistido él una y otra vez, pero Mario dejó
que el dolor fluyera una vez más. Deja que Ester suelte ese pus retenido que es
mejor expulsar, poco a poco o a borbotones, como se tercie, hasta que quede
solo la cicatriz.

-Al menos mi madre no sufrió, más allá de la angustia de ver a su nieta


atacada –Ester seguía mirando al vacío-. Menos mal que yo no creo en los
enterramientos. A veces me duele pensar que mi madre quedara en una cuneta,
tapada con ramas y piedras, pero en realidad allí no hay nada de ella. –Por fin
Ester fijó la mirada de nuevo en Mario-. El recuerdo de mi madre está aquí –
dijo, tocándose la frente-, y aquí –y se llevó la mano al corazón.

-¡Mario! –Santiago, el del bar, soltó un momento las varas de la carretilla-.


Por ahí andaba buscándote tu chico; iba con tu yerno.

-Ya llevas el cargamento del día –comentó Mario, disimulando su ira.

-A ver qué remedio; media mañana perdida haciendo cola en la fuente, hay
que joderse –se quejó, volviendo a levantar la carretilla y tirando para su casa.

-Bueno, hombre, tampoco llegas tarde para abrir el bar –dijo Mario, con
mala intención.

-Lo malo es que deje de manar la fuente –añadió Santiago, marchándose ya


y como si no hubiera oído el comentario de Mario-, ya va cayendo un hilillo
nada más.

-El viejo metijón de las narices.

-Tranquilo, hombre, mira que te da rabia que llamen así a Antonio. Déjalo
estar, que hablen; después de todo es un buen chico, ¿no?, y se está ganando lo
que se come, si es eso lo que te pica.

Pero la cólera se había disuelto en el rostro de Mario en cuanto vio sonreír


a su mujer.

-Mira, chaval, esta es una máquina a motor.

Estaban a las afueras del pueblo, en un extenso prado a orillas del riacho
principal que descendía de la montaña. El lugar llevaba inculto quién sabe el
tiempo. Ya había sido desbrozado; muchachos con carretillas y un carro de los
que se enganchan a los coches cargaban leña amontonada y se la iban llevando
en viajes continuos. En el medio del prado ardía toda la broza que no podía
aprovecharse. No había más que unas cuantas pinceladas de nubes en el cielo.
Aunque estaban al arrimo de los montes, a aquellas horas de la mañana
empezaba a hacer calor.

Antonio miraba con paciencia y curiosidad al hombre bajito que le estaba


explicando lo que tenía que hacer. Era uno de los pocos que quedaban con
boina, que no debía de quitarse ni para dormir, tenía los ojos de un azul claro
tan risueño y franco y la sonrisa tan abierta que Antonio no se molestaba por
la retranca de sus aclaraciones.

-El motor está aquí –continuó, palpándose el bíceps-, y aquí –enderezó la


espalda cuanto pudo, sujetándose los riñones con las manos-. Total, esto se
pone en marcha de la siguiente manera: se agacha el lomo y hala, a abrir surco
con el azadón.

A Antonio le divertía aquel hombrecillo incansable, vestido con mono azul


arremangado a la cintura, pecho lampiño y curtido, y botorras de goma en lo
más crudo del verano.

-¡Hala! Toma la máquina, amigo; a ver si sacas el surco recto, no me vayas


a hacer una carretera llena de curvas.

Otros cuatro hombres, aparte de Antonio y el Caminero, trabajaban de


firme, doblados sobre la tierra. Antonio los miraba de reojo, sintiéndose
observado. Al cuarto de hora de empezar la faena, ya sentía escozor en las
palmas de las manos y gotas de sudor resbalaban por su nariz, estrellándose
contra los oscuros terrones. La primera vez que enderezó el espinazo sintió la
aguda punzada en los riñones. Si no hubiera sido porque los demás seguían a
lo suyo, como si nada, hubiera descansado un buen rato antes de doblarse otra
vez. Haciendo un tremendo esfuerzo de voluntad, Antonio volvió a inclinarse
sobre la tierra.

-¡Eh! Vamos a recoger leña para mis abuelos, cuñao –Pablo apareció de
pronto, entre la arboleda que protegía aquella parte del río, con una pequeña
hacha en la mano.

-Vete a tomar por culo, cabrón.

-Me han dicho que has estado haciendo gimnasia. Cómo te ha ido con el
Caminero.

Antonio chapoteaba dentro del agua, restregándose las axilas y el pecho, y


haciendo milagros para lavarse el pelo con un trocito de jabón que se le perdía
entre los dedos. Ignoró al muchacho.

-Te vas a poner como un toro, macho, anda que no quedan huertos que
cavar. Cuando llegue el otoño vas a estar más cachas que Chuachenaguer.

Pablo seguía dando la murga, se callaba un momento, y, como Antonio no


le hacía caso, se estrujaba el cerebro a ver qué inventaba para sacarle de
quicio.

-Pareces un moscardón, coño, vete a hacer lo tuyo y déjame en paz. Qué


empeño en joder tienes hoy –acabó por hartarse Antonio, que, cogiendo una
piedrecilla del fondo, fue a tirársela al chaval, resbalándose por el impulso y
cayendo de espaldas con estrepitosa zambullida.

-¡Pablo! Ve a lo tuyo de una vez, plasta.

-Bueno, la que faltaba. Te dejo con mi hermana, Antoñito, seguro que


ahora ya no te enfadas.

El sol atravesaba los huecos entre las ramas de los árboles, esparciendo
rodales amarillos por la superficie del agua. Antonio se había puesto de pie,
escurriéndose el agua de la cara con las manos y agitando la cabeza. El agua
apenas le pasaba de las rodillas, pues se había ido apartando de la poza donde
había caído de espaldas. No había oído a Laura con el chapuzón, de modo que
lanzó una mirada asesina al lugar donde había estado Pablo, a quien suponía
partiéndose de risa. Se quedó sin habla.

-¿Está buena? –dijo, sonriendo con la boca y con los ojos, y empezando a
desnudarse.

Mientras Laura se quitaba la camiseta y el pantalón, Antonio no dejaba de


mirarla, retrocediendo poco a poco hacia la poza, de manera que cuando ella
mostró su cuerpo bajo la luz moteada, él ya estaba metido en el agua hasta la
cintura, aliviado por fin al notar el badajo oculto por el frescor submarino.

Laura se estremecía según entraba en la corriente. Antonio raspaba la


superficie levantando un cerco de agua, por hacer algo, confundido pero
subyugado mientras ella se acercaba, cubierta solo por las bragas. Según se
aproximaba la chica, él se puso en cuclillas como para refrescarse más,
chapoteando tontamente, hasta que ella se sumergió de golpe salpicándolo
todo a su alrededor.

Batallaron un rato arrojándose agua uno a otro, entre gritos y risas, hasta
que sus cuerpos se tocaron y, puestos otra vez de pie, con el agua a la altura
del ombligo de Laura, acabaron abrazados, y Antonio se bebió con ansia el
agua fría que a ella le goteaba de la boca mezclado con el sabor cálido de su
saliva.

-Anda, vamos afuera.

-Sal tú primero –se rezagó Antonio, torpemente azorado.

-Vamos, no seas tonto.

Laura le cogió de la mano y tiró de él, que no sabía cómo ponerse ni cómo
disimular, fuera del cobijo del agua, con toda su excitación al aire.

El sol tocaba el pico de la montaña. Sus rayos sesgados arrancaban


destellos de los cuerpos desnudos, cuyas sombras se alargaban hasta mojarse
en el río. Ella volvió a tirar de él, hasta alejarlo de la orilla.

-Anda, sécame –dijo-, tendiéndose sobre la hierba.

-Espera.

Antonio cogió su ropa y la extendió para que ella se tumbara encima. El


cuerpo de Laura flameaba.

Se anudaron sobre la hierba, ajenos al bullicio de los pájaros y a la huidiza


luz del crepúsculo, al aire de la tarde que olía a leña cortada, al pueblo entero,
al inmenso y caótico universo.

Empezó a oírse un petardeo lejano. En el silencio compacto de la noche


muchos creyeron que soñaban, hasta que el ruido se fue haciendo más preciso,
convirtiéndose finalmente en un escándalo de motores y alaridos. Una recua
de motoristas atronaba las pocas calles del pueblo, barriendo las fachadas con
los faros, entre acelerones y derrapajes y violento griterío.

El estrépito había despertado a todos los vecinos. Los más se asomaban


prudentemente por las ventanas, con la terrible sensación en el estómago de un
acabamiento inmediato, mientras los haces de luz surcaban las sombras y el
alboroto les rompía los nervios.

Por fin todos los focos de las motos se concentraron en la fachada del bar.
Un par de motoristas se apearon y con barras y una maza despacharon el cierre
metálico en unos minutos; luego hicieron lo mismo con la puerta de entrada.

Entretanto, algunos vecinos miraban la escena por los resquicios de sus


ventanas, con el corazón en un puño, pero otros preparaban sus escopetas o
sus garrotes o se armaban con hachas o grandes cuchillos de cocina o barras de
hierro o lo que tuvieran a mano.j

No había acabado de entrar el segundo motorista en el bar cuando se


oyeron dos estampidos y el aullido de un hombre. Del bar salió catapultado el
motorista que entraba en segundo lugar, que se parapetó tras la pared. Los que
esperaban afuera desmontaron de las motos, cubriéndose como pudieron, o
apartaron sus máquinas de la fachada del bar.

Aprovechando la confusión, desde las prudentes aberturas de algunas


puertas y ventanas, fueron asomando cañones de escopeta. Los alaridos del
tipo que había quedado dentro del bar se oían por encima del pandemónium de
los motores. “Pelos, Pelos, ¡qué te han hecho, tío!”, gritaba uno de los
motoristas con voz bronca, pero en respuesta sólo se oía el bramido
desesperado. Los vecinos escuchaban desde sus casas aquel alarido bestial,
fascinante y abyecto, algunos tal vez recordando la desesperación del cochino
en la matanza. Los que disponían de armas las aferraron con fuerza,
apuntando, tratando de apaciguar su acelerado corazón.

“Ya te sacamos, Pelos, tranquilo. Os vamos a quemar el pueblo entero,


hijos de puta”. Destellando en la luz de los faros, brillaron varias pistolas. Uno
de los atacantes reptaba hacia el interior del bar, de cuya puerta habían
apartado el surtidor luminoso de los faros. Los vecinos, expectantes, no
podían ver nada, pero imaginaban que Santiago habría recargado su escopeta,
alerta. Dos más se colaron en el bar, culebreando cautelosamente. Quizá
tumbe a otro, pero al final lo van a cazar como a un conejo, el pensamiento
fluía por las casas del pueblo que daban a la plaza, donde estaba el bar.

Manolo, el carnicero, cuya casa estaba justo enfrente del bar, vio una
sombra correteando pesadamente con algo en las manos. Antes de que pudiera
entender, el vidrio del escaparate de su tienda vacía se hizo añicos; dentro se
elevó el furioso aleteo de las llamas. A la súbita luz del fuego el tipo que había
arrojado el bidón brincaba y bailoteaba como un chimpancé, hasta que el
resonar de dos tiros de escopeta suprimió los saltos de golpe.

La sombra danzante quedó tendida sobre los adoquines de la plaza. En el


interior del bar se armó el gran tiroteo: dos zambombazos de escopeta y a
continuación varios tiros, más agudos y silbantes, de pistola. Dos tipos
salieron corriendo, arrastrando a otro por los pies, que apretaba
desesperadamente las manos contra su vientre. De pronto, dentro se oyó un
grito agudo de mujer y como una escaramuza. Al poco, el tercer motorista que
había entrado en el bar salió arrastrando a Juana por los pelos, tirando de ella
hacia arriba pues a la mujer se le doblaban las rodillas. “Aquí tenéis la gallina
vieja”, dijo, “el gallo que hay dentro ya no canta más”, añadió, arrojando a
Juana de cara contra los adoquines.

Los faros de las motos enfocaban de nuevo la fachada del bar. Todos los
motoristas parecían pendientes del que maltrató a Juana, que, iluminado como
en el centro de una pista de circo, levantaba un brazo, como para señalar algo.
No llegó a hablar. Se oyó el trallazo contundente de un rifle y el tipo cayó
fulminado. Como si aquello hubiera sido una señal, se armó la de Dios; varias
de las casas que daban a la plaza empezaron a escupir plomo. Rechinaron
algunas perdigonadas contra los hierros de las motos. La primera rociada
derribó máquinas y motoristas. Los haces de luz giraron enloquecidos. Gritos
de dolor crisparon el aire de la plaza, que picaba con el olor de la pólvora. Del
interior de la carnicería salía el fragor de las llamas, que Manolo y su mujer
trataban de apagar desesperadamente, a mantazo limpio.

Algunos se habían quedado tiesos y otros se retorcían en el suelo o bajo el


peso de sus motos. Los que quedaban enfocaban la calle de salida de la plaza,
cuando sonó otro tiro solitario, y, de inmediato, otra andanada de escopetazos
que abatió a otro más, que acabó estrellando su moto, con gran estruendo de
chapa. Varios caños de luz enfilaron la salida del pueblo, a toda velocidad.
Sonaron más disparos, pero las luces se perdieron en la noche.

La atmósfera de la plaza quedó sepultada bajo una humareda picante y


espesa, como cuando hay fuegos artificiales, que olía a pólvora y a gasolina, y
al material quemado en la carnicería, donde ya estaban apagando la hoguera, y
a sangre y a miedo. La gente afluía hacia la plaza, sobrecogida o exaltada,
primero en silencio, luego tapando con sus voces los lamentos de los heridos
despatarrados en el suelo.

Es tal el silencio de las noches y tan excepcional el ruido de motores desde


hace tanto tiempo, que todos nos despertamos sobresaltados. La vivienda está
en un alto, como a medio kilómetro del pueblo, camino de la montaña que
cierra el valle por el oeste. Así que cuando salimos a echar un vistazo vemos
trazos de luz en el pueblo, hacia la plaza. Nos acojona el ruido infernal que
están armando las motos. No podemos verlas, pero está claro por el ruido que
hay varias motos rugiendo en el pueblo. Mario y Pablo, que están en
calzoncillos, van enseguida a vestirse mientras que yo, que me doy cuenta de
que estoy igual, por poco me la pego mientras busco mis pantalones. En eso
estamos, poniéndonos algo encima, cuando se oyen dos tiros que nos dejan
helados. Casi puedo sentir el temblor de Laura, agarrada a su madre. Mario
sale de repente con una repetidora en una mano, mientras que con la otra va
metiendo cartuchos en un bolsillo, “de dónde has sacado eso”, le está
preguntando Ester al mismo tiempo que Pablo le acosa para ir con él.
Entonces se oyen más disparos, “no vayas, papá”, “tranquilas, tendremos
cuidado”, les dice al tiempo que me mira, o sea, que no tengo escapatoria, así
que echo a andar detrás de él, cagado de miedo.

Entramos en el pueblo por una de las callejas que bajan del monte. Vamos
pegados a la pared, él delante, empuñando la escopeta, y yo detrás.
Avanzamos bastante rápido, hasta que encaramos una calle que desemboca en
la plaza. Nada más doblar la esquina vemos las luces al fondo, en la plaza, y
unas cuantas figuras moviéndose por allí. Yo voy tan tenso que casi ni me
percato del ruido de los motores al ralentí. Lo único que oigo son unos gritos
que ponen los pelos de punta, como si estuvieran despellejando a alguien.
“Mucho ojo”, susurra Mario, y oigo un clic, ya está, este loco le ha quitado el
seguro a la escopeta, dónde me estoy metiendo. Así hasta que la calle termina,
abriéndose a la plaza. Los últimos metros los hacemos en cuclillas, casi a
rastras porque de vez en cuando el faro de alguna de las motos barre el
principio de la calle. Me asomo como puedo por detrás de Mario, veo a un tío
que zarandea por el pelo a la mujer del bar, y a otros dos junto a un tipo boca
arriba en el suelo, que se agarra la tripa con las manos. Es el tío de los gritos,
que sigue dale que te pego, pero más despacio cada vez. El cabrón debe de
estar estirando la pata.

Estamos mirando, fascinados, sin saber qué hacer, pegados contra la


pared. En mi vida se me ha embalado tanto el corazón. Mario aprieta la
escopeta contra su pecho. ¡Zas! Mario pega un respingo y me lo hace dar a
mí. Uno de los de la plaza se desmorona como un muñeco. El trallazo ha
venido de otra calle lateral, miramos y nos parece ver el cañón de un arma
que se retira. No he tenido tiempo de reponerme cuando suenan varios tiros
seguidos, como una traca, y los motoristas empiezan a caer como bolos. Se
apagan los ecos de las armas, oímos gritos y quejidos. Ahora Mario se ha
puesto en pie y apunta su arma hacia la plaza. Apenas veo su cara pero me da
la impresión de que está contraída como si realizara un gran esfuerzo. El
tiempo se hace eterno, hasta que el rugir de las motos aumenta y los rayos de
luz se mueven para todos lados. Estoy tratando de ver mejor, cuando los
estampidos suenan dentro de mi cabeza, dejándome medio sordo. Los tres
cartuchos salen por un lateral de la escopeta. Mario se queda clavado ahí
durante unos segundos que me parecen horas, mirando intensamente la
escabechina.

-Entonces, ¿qué hacemos con esos dos?

-Yo qué sé, Jacinto, no vamos a pegarles un tiro, digo yo –dijo Benito.

-Por qué no, si no llegamos a defendernos, esos cabrones se llevan todo lo


que pillan y seguro que a estas horas habría más muertos que Santiago –
Pedruche gesticulaba con furia-. ¿Vamos a estar cuidando ladrones y asesinos
cuando ya no quedan medicinas ni para nosotros? Les damos matarile y santas
pascuas.

-¿Ah sí? Y quién los despacha, ¿tú? –le preguntó Julio, el guarda. Pedruche
crispaba los labios, dudando.

-Pues si hay que hacerlo se hace, hostias. Yo, o tú, o quien sea.

-Yo no mato personas a sangre fría, no tengo cuajo para eso –dijo el
guarda.

-¿Estamos locos o qué? –saltó Jacinto-. No somos alimañas, coño. Cómo


podemos estar discutiendo esto.

-Mira –terció Benito-, están vendados, les hemos dado de comer durante
cuatro días; graves, que yo sepa, no están: uno tiene la pierna sembrada de
perdigones y al otro le ha quedado un ojo a la virulé y el brazo seco. Les
preparamos un macuto con comida y agua, los montamos en el land rover del
ayuntamiento y los dejamos en el cruce, donde está la marquesina de los
autobuses. Una vez allí, que se busquen la vida. Listo.

-¿Vamos a gastar del poco gasoil que nos queda en estos dos mierdas? –se
disparó Pedruche.

-A ver, no vamos a tener más cojones que retenerlos aquí, vigilándolos.


¿Qué pasa si encuentran a alguna patrulla de la guardia civil? Estos cantan de
inmediato. Vamos a tener aquí a los civiles husmeando en el hoyo donde
hemos metido a los otros cuatro.

-Estás tonto o qué, Jacinto. ¿Desde cuándo hace que no se ven patrullas por
la carretera? Estarán sin combustible, como nosotros, y el poco que les quede
lo tendrán racionado. Además, a ver si te crees tú que los pitufos no comen ni
beben. Estarán tan jodidos como los demás; peor que nosotros, seguro –Julio
argumentaba moviendo la cabeza y las manos sin parar.

-Bueno, pero es que aunque nos los quedemos aquí, tarde o temprano se
arreglarán las cosas, digo yo –dijo Pedruche, impaciente-. Lo mismo cantarán
entonces. Lo que yo digo: si esos dos mamones la hubieran espichado en el
tiroteo, igual que los otros, no nos estábamos mareando ahora con este rollo.

-Bueno, vamos a dejarlo de momento, y ya veremos qué se hace. Una cosa


es defenderse cuando te atacan, y otra liquidar a un tío, así, sin más –insistía
Jacinto-. No podemos degollarlos como si fueran ovejas, coño.

-Haz lo que te salga de los huevos; yo solo digo que como empiecen a
andar por ahí haciendo tonterías, muy lejos no van a ir.

-Hombre, si casi tenemos al ayuntamiento en pleno.

José el Viejo se acercaba con un morral a la espalda, lleno a reventar.

-Vaya jolgorio armasteis el otro día, copón. Para una vez que montáis algo
divertido llegamos tarde, la hostia. Si llego a estar yo con mis hijos, esos
palomos que tenéis ahí no escapan –se les quedó mirando un instante, uno por
uno, altanero-. Oye, Jacinto, un suponer, si viniera la autoridad al pueblo –
chascó la lengua, encarándolos con mirar lobuno-, digo yo que a lo mejor,
cuando vean a los dos mozos cosidos a perdigones, vamos, digo yo que igual
empiezan a preguntar. Ya sabes, empiezan sacando una cosa, luego otra…
mira que si por dos niñatos de mierda acabáis medio pueblo en la cárcel –se
puso a encender un farias, con toda la parsimonia del mundo.

-Oye, José –le interpeló Julio, el guarda- Te va a estallar la talega. No


llevarás ahí algo que se pueda estropear con el calor.

-Nada, cuatro hierbas –dijo José, muy tranquilo.

-¿Sí? A mí me parece que con lo que hay ahí dentro os vais a pegar un
buen festín hoy. Asegúrate de quitar bien el pellejo a esas hierbas.

-Qué desconfiado eres, Julio. Y si fuera como dices, ¿qué?


-Que si esquilmamos la caza ahora que está criando, este otoño no va a
haber nada –se empezó a calentar Julio.

-Para eso estás tú, ¿no? Para vigilar a los furtivos, y de paso, ¿quién te echa
el ojo a ti a ver si te ventilas algo?

-Bueno, bueno, vamos a dejarlo –terció Benito-, seguro que tienes mucho
que hacer, José, y te estamos entreteniendo.

-Tiene razón el señor secretario –sonrió José, mirando a Julio-. Me voy, no


se me vayan a estropear las hierbas del morral.

Les dio la espalda y echó a andar hacia la calleja de la montaña. Julio


frunció la cara según veía la tela del macuto oscurecida por una fresca mancha
oscura.

-Así te pudras, viejo borrego… Bueno, qué –volvió a exigir Jacinto-. Qué
pasa con los mierdas esos.

-Mira –intercedió Benito-, mi opinión es que se queden donde están de


momento, hasta tener claro lo que vamos a hacer con ellos. De ese cuarto no
se van a escapar, y menos, heridos como están.

-Si me llegan a decir que usaríamos el trastero del ayuntamiento como


calabozo –Jacinto se alejó de golpe, harto del asunto.

Sí, Mario, ¿qué pasa con él? ¿Qué me están preguntando? “Estás en
Babia, Antonio”, me dice Ester. Qué, qué decías, digo. Ah, sí, yo no vi nada,
estaba detrás de él, de repente suelta los tres tiros y me quedo tonto con el
ruido. Después, nos vamos acercando (yo hubiera querido huir de allí, en
vista de la matanza, no quería ver muertos, no quería ver sangre, me
importaban una mierda esos tíos, estaba feliz de que todo hubiera acabado y
sentirme vivo). Hay cuatro fiambres, el que se cargó Santiago y que ya estaba
frito (alguien quiso que le ayudara a retirarlo, pero ni loco, tenía las tripas
fuera, me tuvo dos día sin comer el muerto ese), el que derribó Julio con su
rifle y dos más que cayeron después; al lado de uno de esos hay una barrilla
de hierro, así que ese sería, supongo. No me gusta la conversación, ya estoy
harto de cadáveres. Mario ha pasado un par de días hecho polvo,
meditabundo, abatido como si soportara un gran peso. Mira, si no te lo
cargas, Manolo estaría a estas horas haciéndole compañía a Santiago,
pregúntale a él. Es verdad, el motorista lo tenía acorralado contra la pared de
su carnicería, el cubo con agua que Manolo traía de la fuente se había
derramado a sus pies, dentro del local el fuego seguía ardiendo, el tipo había
parado en su huída, quizás loco de rabia, y ya había descargado un golpe
sobre el carnicero, que se cubría con los brazos. Si no me lo quitas de encima,
me mata, Mario, te juro que el desgraciado me mata, le dijo Manolo después.
Bueno, ya lo ha digerido, creo yo, Mario vuelve a ser el de siempre.

-¡Qué buena compañía llevas, Ester!

-No me puedo quejar, Rosario.

-A ver si toman nota los hombres de mi casa, que una no tiene ya edad
para estas cosas. Hay que ver, después de tantísimos años, otra vez a lavar la
ropa a la Fuente Vieja.

La mujer lleva a la cadera una ancha banasta llena de ropa. Con lo vieja y
gastada que está, me sorprende que cargue con tanto peso.

-Tú casi ni lo habrás conocido –le dice a Ester.

-Bueno, en mi casa no, pero cuando era pequeña todavía había mujeres
que lo hacían.

-Ay, Señor, tanta lucha para estar otra vez como hace cuarenta años. Y no
hay señal de que la cosa vaya a mejorar –la mujer deja la cesta en el suelo;
yo hago lo mismo, aquí cuando se enrollan no se sabe cuándo van a terminar-.
Salir por ahí no se puede, no sea que te atraquen o algo peor; la autoridad
tampoco aparece, y así vamos, un día y otro. Madre mía, va ya para dos meses
y sin saber lo que se cuece.

-Nos podemos alegrar de estar medio escondidos en este pueblo. Aquí


apartados, y siendo tan pocos, la cosa no está tan fea –comenta Laura.

-Di que sí, hija; aunque sea poco, algo queda para comer y agua no nos
falta –de repente la mujer se queda pensativa, como ida-. ¡Dios mío, que será
de los pobrecitos que estén por ahí, a lo mejor sin nada! –se echa a llorar, sin
esconder la cara.

-Mujer, si estaban en Valencia, se habrán ido al pueblo de tus consuegros,


¿no viven ellos por allí? –Ester trata de calmarla-. Habrán hecho como hizo
mi hija, solo que ya sabes que no hay forma de comunicarse.

-Sí, Dios quiera que sea así –se seca los ojos con un pañuelo, mientras
Ester le aprieta el brazo-. Con dos criaturas pequeñas, fíjate tú.

-¿No están aquí los críos tan contentos? –Interviene Laura-. Sin escuela y
correteando por ahí todo el día, ayudando a sus padres. Que no comen tantas
cosas como antes, mira si siguen sanos; si algunos tienen mejor color que
nunca. Pues allí igual, mujer.

Yo la miro y sé que es verdad, que los pocos chavales de este pueblo están
sanos como robles, pero leo dentro de ella imágenes atroces, sé que está
pensando en hambrunas y luchas sin cuartel. Yo también lo pienso y, si fuera
creyente, daría gracias a Dios por no tener ni hijos ni padres ancianos de
quienes preocuparme. Hay un pacto tácito entre todos para vivir el día a día
sin mencionar todas las cosas espeluznantes que se nos pasan por la cabeza
de vez en cuando.

Bueno, ya estamos, quiero ponerme a lavar como hacen ellas, pero entre
mi torpeza y el cacareo de las mujeres, me quedo mirando. Me tiran tantas
pullas, entre risas, que al final me voy a dar una vuelta, arroyo abajo, hasta
que calculo que han terminado de lavar y escurrir la ropa.

Hoy hace más calor que otros días, aunque tumbado a la sombra de un
árbol se está de vicio. He aprendido a abandonarme sin pensar en nada,
percibiendo los sonidos y los olores a mi alrededor, dejando que mi cuerpo
sienta. ¡Un urbanita incorregible como yo! Tiene cojones la cosa. No digamos
nada de las noches, cuando las estrellas parece que te van a descalabrar, y
Laura a mi lado. No sé si estoy loco o qué, por mí esto puede durar toda la
vida. Si hasta he superado el mono de ordenador y de internet (bueno, estoy
exagerando). Tener mi máquina aquí funcionando y la red a tope sería de
vicio. Pero entonces no seguiría aquí, claro. No pienses tanto, Antonio, y
disfruta hoy que no tienes que doblar el espinazo cavando ni cortando leña.

Ya han terminado.

-Vaya espalda estás echando, mozo –me dice una, mirándome a mí y luego
a Laura.

Me cargo la cesta al hombro y nos ponemos en camino, con el sol


lijándome el pescuezo.

-El muerto al hoyo y el vivo al bollo. ¿No es así?

El sol que penetraba por el emparrado hacía dibujos en el suelo y sobre el


cuerpo de los perros, que dormitaban a la sombra de la parra. En vano
zumbaban las abejas y los moscardones en torno de los pámpanos, pues
aunque ya pintaba la uva aún le faltaba mucho sol para cuajar. Las palomas se
perseguían sobre el tejado de la casa, armando tremendo zafarrancho con su
zureo. Abajo, en la dehesa, se oía el tintineo del rebaño del Sota, lánguido,
remoto. A pesar de estar a últimos de julio, el tiempo había refrescado un
poco, y el sol no castigaba como en días pasados.

La familia esperaba la comida, sentada en la gran mesa del porche, con los
prados, las densas arboledas del soto y todas las casas del pueblo a sus pies.
Detrás se erguía la montaña, contundente bajo la luz del verano. Enfrente de
ellos, hacia el este, una barrera de montes, coronados por la antena de telefonía
móvil de Peña Gorda, cerraba el valle, de modo que podían sentirse como bajo
la protección de unas murallas, una fortaleza natural hecha de granito y luz.

-Félix, ten un poco más de respeto, hombre, que lo acabamos de enterrar –


reprendió Rosa a su marido-. Después de la muerte que ha tenido, el pobre
hombre.

Félix no dijo nada, asintió dándole la razón a Rosa, que estaba empeñada
en ir a supervisar la lumbre no se les fuera la mano con el arroz a los chicos.
“Quieta aquí, no vayas a enredar; ya saben ellos lo que hacen”, la sujetó Félix,
felizmente repantigado en la tumbona que habían instalado para él.

-Tranquilos, que esto está ya casi a punto. Le falta reposar un pelín –dijo
Ester.

Se oyó el repiqueteo del agua que caía en el barreño, en el que los dos
hombres y el muchacho se lavaron sucesivamente, después de haber estado
alimentando el fuego para hacer la comida. Nada más terminar, Mario agarró
las asas de la paellera con dos trapos y la puso sobre la mesa, como quien
ofrece un manjar a un rey. “Hala, aprovechad, que ya no sabemos cuándo nos
zamparemos la próxima”.

No habrá más paellas. No habrá más primaveras ni más veranos, pensaba


Félix, plácidamente, pues no le dolía nada y las últimas noches había
conseguido dormir bastante y descansar. Le llegaba el aroma del arroz y era
como el aroma de la vida que entraba delicadamente en su conciencia, en
conforme y secreta despedida.

Era el primer entierro desde el día del Apagón, excepto por el agujero que
abrieron para enterrar a los cuatro desconocidos fiambres que habían frito a
tiros. Listo el hoyo, y los vecinos alrededor. Estaban pasando las sogas por
debajo del ataúd de pino que el Virutas había armado en una mañana. Adiós,
Santi, estaban diciendo las miradas de todos, con sinceridad pero con alegría
por no ser ninguno de ellos los que se quedaran a criar malvas. Entonces
Juana, con ese aspecto pordiosero que le daba la cara magullada y el brazo en
cabestrillo anudado de cualquier manera, se largó a lloriquear porque a su
hombre no hay quién le diga unas palabras, cómo lo van a tirar ahí sin más
como si fuera un perro. “Qué quieres, mujer, aquí no hay cura”, le dijo
alguien, pero nada.

-No sabía que tenías madera de predicador. Los dejaste turulatos a todos,
Mario –comentó Antonio, hundiendo el tenedor en el plato de arroz (no todos
los días comían en platos individuales, sino metiendo todos la cuchara en el
puchero)-. Hum, está de muerte, no he comido una paella mejor en mi vida.

-Venga, no seas pelota –le cortó Pablo-. ¿Les echaste el sermón, papá?

“Amigos”, había empezado Mario, “amigos”, repitió, y se aclaró la


garganta: “como diría don (no sabía el nombre del cura itinerante que venía a
decir misa al pueblo), como diría el cura, estamos aquí reunidos para despedir
a Santiago. Santi alegró nuestra vida desde la barra de su bar (cierto, qué
hubiera sido del pueblo sin el vinazo peleón y los licores de garrafa del
difunto, adelante Mario, ya te has lanzado, se decía) y fue siempre un buen
vecino, preocupado por los asuntos del pueblo (el muy zorro sabía los
milagros de todos, y, si no, los inventaba, pensaba el orador). Dio su vida por
defender a su mujer”, señaló a Juana con gesto senatorial, “y a su hacienda
(sobre todo a su hacienda, pensando) y se enfrentó valientemente a sus
agresores, pagando su osadía con la vida”. Miró a Juana, embelesada, luego a
los demás, y prosiguió. “Tu gesto no caerá en el olvido, amigo Santiago.
Ayudemos a Juana a sobrellevar la pena. Si hay bares en el cielo (Mario estaba
embalado y le gustó tanto la ocurrencia que no se paró en barras), allí estará el
bueno de Santi, sirviéndoles copas a los justos”. Se oyeron risitas sofocadas y
el vozarrón áspero de Pedruche, diciendo: “a bautizar el vino de los santos,
tú”, ante el enfurecido escándalo de Juana y de las cuatro beatas que la
rodeaban. Este Mario, dijo alguien. Había que terminar: “Descansa en paz,
Santiago, la buena memoria que dejas queda con todos nosotros”.

-Qué disparate, hijo –dijo Rosa, la madre de Mario.

-No me diréis que el final no fue bueno. Si sonaban como las palabras del
mismo cura. Como que estoy pensando en ponerme a decir la misa todos los
domingos.

-Come, hijo, come, y deja de decir tonterías; disfruta de la paella –Rosa


quiso cortar ya las payasadas de su hijo-. Qué doradito te ha salido, Ester.

-Sí, para cuatro hebras de azafrán que me quedaban, las he echado todas.

-Bueno, bueno, ya sabéis lo que se dice –siguió Mario-, que tarde en llegar
el día en que todos hablen bien de ti. Pues yo no he hecho más que seguir la
tradición. Si les hubiera soltado lo que pienso de verdad de ese tacaño. El viejo
egoísta tenía en la trastienda más víveres de los que cedió al ayuntamiento. No
se hubiera muerto de hambre, no; no se merecía ninguna despedida.

-Bueno, hijo, ya se llevó lo suyo. Que Dios le perdone.

-Venga, a comer, que se enfría el arroz –les animó Ester, tratando de


ahuyentar con el cucharón los malos sentimientos.

-Vives en el pueblo, aunque no seas de aquí, así que te toca arrimar el


hombro –me está diciendo Jacinto; con sus gafas de culo de vaso y la
calvorota cruzada por cuatro pelos mal puestos parece su propia caricatura
andante.

-Oye, Jacinto –se mete Mario por medio-, el chico se está portando; estuvo
ayudando a arar el terreno para las patatas y va cuando le toca a trabajar en
el huerto comunal, además de las tareas que hace en mi casa. Apenca más que
muchos.

-Sí, Mariete, ya me imagino que en tu casa cumple bien con la faena –


comenta Pedruche, el puto gañán malicioso.

-Qué quieres decir –salto, encarándome con él, pero me quedo cortado,
todavía no he aprendido a tratar con esta gente.

-Algunos podían meterse la lengua en el culo –Mario empieza a ponerse


rojo, mirando a Pedruche.

-No me jodáis, no me jodáis, tengamos la fiesta en paz –se mete Jacinto


por medio-. Es verdad, Antonio trabaja como el que más; lo que no sabía
hacer, lo está aprendiendo. No nos pasemos de listos, Pedro.

-Mal vamos a organizar un somatén si no somos capaces de mantener paz


entre nosotros –dice Benito, sin ánimo.

-Un soma qué –pregunta Pedruche.

-Un somatén, una cuadrilla de defensa organizada entre nosotros. Después


de lo que pasó el otro día, Jacinto y yo hemos pensado que convendría
mantener por lo menos una pareja de vigilancia. Excepto niños y viejos,
podemos turnarnos y así vamos colaborando todos. Por lo menos para dar el
aviso.

No me parece mala idea. Se ha hecho una lista con todos los que tenemos
que participar, organizado turnos de seis horas y echado a suertes para
determinar el orden de cada pareja, en dos grupos, el de día y el nocturno, de
forma que se vayan alternando no solo la gente sino el momento de la
guardia, por llamarlo así. Podríamos decir que el pueblo está como en el
centro de una vasija oblonga, que es el valle, totalmente rodeado de montañas
excepto por lo que sería el puerto de entrada, o sea, el acceso al valle por
carretera. En un punto bien elegido de esa carretera, desde el cual ya se ve el
pueblo y se domina un buen trecho hacia el cruce, se instala la pareja de
vigilancia con una escopeta. Si ve alguien acercarse o percibe algo raro, pega
un tiro de aviso. Entonces, en el pueblo, quien primero lo oiga y esté más
cerca de la iglesia, tiene obligación de tocar la campana para que todos estén
prevenidos. Si la alarma fuera excepcional, los disparos serían dos, y entonces
habría que tocar a rebato. Una pasada.

Llega mi turno. Aquí estoy con Pablo, menos mal que no me ha tocado con
ningún garrulo. Hay luna nueva, así que no se ve una mierda. Es curioso
cómo ya desde antes de llegar aquí, desde cuando comencé a caminar de
noche con Laura, he empezado a seguir los ciclos lunares. Tampoco es nada
raro, supongo, no vamos a acostarnos con el sol, y, como no hay luz ninguna,
solemos charlar o reposar de los trabajos del día sentados en el jardín de la
casa. A mí me gustaría perderme con Laura todas las noches, alguna vez nos
escaqueamos, pero, aunque no nos digan nada, nos da un poco de corte.
Hasta he aprendido a reconocer estrellas y constelaciones, Mario me ha ido
enseñando, a mí, que las únicas luces que reconocía en la noche eran los
letreros de los baretos, pero me parece que esto ya lo he dicho antes. Es que
no deja de sorprenderme este cambio. Es como si estuviera en otro planeta, ya
digo, sobre todo de noche, porque entonces el mundo parece otro de aquel en
el que yo vivía, especialmente ahora, aquí en medio de los montes,
sintiéndome poco más que una cagadita de mosca en la negrura más
completa, bajo mogollón de estrellas, quizá sintiendo el universo por primera
vez en mi vida.

-¿Ya te gustaría que en vez de mí fuera mi hermana, eh,’cuñao’? –Pablo


me hinca el codo en las costillas, sacándome del ensimismamiento.

-Qué pelma eres, joder. ¿No te cansas de dar la brasa a la gente? –Me
irrita que me arranque de mis cavilaciones-. Pues sí, preferiría estar con
Laura, coño, claro que sí.
-Bueno, hombre, no te enfades –se corta Pablo.

-Es que te pones muy cansino, joder. A ver, tú que tanto hablas. ¿No hay
ninguna tía que te ponga en el pueblo? –Ya me está tocando los huevos el
chaval, así que decido atacarle un poco-. Porque si no, macho, te vas a matar
a pajas.

-Chateaba con una del insti. Bueno, nos veíamos ahí, y luego chateábamos
cuando estaba en casa. Menuda putada con que no haya internet, ni móvil ni
nada. Mola no ir a clase, pero luego esto es un aburrimiento. Sin música ,sin
pelis… un coñazo, tío

. Casi estoy echando de menos el instituto, joder, a quien se le diga. No sé


cómo lo soportas tú. Yo, todavía, vivo aquí. Pero anda que tú, acostumbrado a
estar siempre en Madrid. ¿No echas de menos el ordenador? Tú te pasabas la
vida con él, ¿no?

-La verdad es que sí. A veces me entra el mono de pecé, pero, chico, no
llevo mal esto. Además, no va a ser para siempre, supongo. Trato de
tomármelo como unas vacaciones.

-Tú estás bien porque estás enrollado con mi hermana, si no, de qué.

-En eso tienes razón –es verdad, para qué se lo voy a discutir.

-Tiran más dos tetas que dos carretas.

-Bueno, listo, ya me has hecho la ficha. Ahora contesta, monstruo, tienes


rollete a la vista o no.

-Es que las del pueblo no me gustan –dice, despreciativo.

-Pues ya sabes lo que toca, ‘cuñao’ –remuevo bien la hoja cuando se la


clavo-. A cultivar los callos de las manos, Casanova.

La primera semana de agosto la fuente dejó de manar. Durante la segunda


quincena de julio estuvo arrojando un chorrito de agua, que fue adelgazando
hasta quedar un hilillo que hacía del llenado de las garrafas una labor
interminable. Las familias que tenían carretillas o los viejos carros de llevar
las cántaras, y brazos musculosos entre sus componentes, tomaban el agua
directamente del riachuelo que bajaba de la montaña, aguas arriba de la
vaquería de Esteban, allá donde consideraban que el agua no había sido tocada
por la porquería de las vacas. Era un quehacer de lo más penoso, pues el
camino estaba llenos de hoyos y de surcos excavados en la tierra por las
avenidas de los días de lluvia, y exigía mucho sudor y mucho empeño arrastrar
el carrito cuesta arriba y no digamos ir frenándolo cuesta abajo, con las
garrafas rebosantes de agua, sin volcar ni quebrar nada y derramando la menor
cantidad de agua posible. Pero para muchos el esfuerzo valía la pena, iban en
grupos familiares de a dos o de a tres, turnándose y ayudándose. La
recompensa era agua fresca e impoluta, sin eternizarse ante la fuente.

“Si el alcalde hubiera llevado el agua del monte a la acometida de la


fuente, ahora no estaríamos así”, dijo alguien, “mujer, quién iba a saber que
pasaría esto. Estando obligados a usar la acometida del Canal, cómo se iban a
gastar el dinero en otra”. Los ánimos se fueron exacerbando, porque además el
calor apretaba de firme y quién era el guapo que se bebía el agua del río según
fluía a la altura del pueblo, ahora que la depuradora no funcionaba y toda la
mierda de la vaquería acababa diluida en él.

Entonces todos los ojos se pusieron en el pozo de Eugenio, cuyo huerto


estaba en el mismo límite del pueblo, pegado a las casas. Sí, hombre, sí, eso ni
se pregunta, dijo el paisano ante los requerimientos de sus vecinos, pero que
cada cual doble los riñones para sacar el agua. Aquel huerto se hizo lugar de
romería, pues ahora algunos de los que se surtían del agua del monte
consideraban más llevadero el trabajo de subir unos cubos de agua del pozo
que el de acarrearla tan penosamente por un sendero de pesadilla.

El follón empezó enseguida, sin embargo, porque a Eugenio le pisaban las


tomateras y no podía regar cuando quería si no cuando la demanda de sus
vecinos le dejaba.

Pero tan pronto surgió, la llama se apagó, pues a los dos días de estar
bebiendo agua del pozo, medio pueblo amaneció con cagalera. Bajo el
deslumbrante sol de agosto, en la cálida mañana, los vecinos se cruzaban
camino de cualquier rincón a las afueras del pueblo (en sus corrales quienes
disponían de ellos), apurados o ya aliviados, buscando un sitio discreto y
alejado de las otras figuras en cuclillas que andaban a lo mismo, si es que se
aguantaban, porque algunos soltaban el lastre a la puerta misma de sus casas.

Mandaron a Ana, la muchacha medio enfermera que atendía en la


farmacia, que hiciera un análisis del agua, si se podía, y resulta que bajaba
llena de bacterias dañinas. Ya se os dijo que hirvierais el agua, que la
inmundicia también se filtra a los pozos, que no vale con dejarla reposar,
rezongaba la muchacha, no es como el agua de la fuente, que ya sabemos que
sale buena, a ver de qué os sirve ahora haberos ahorrado esfuerzo en conseguir
más leña si estáis que no os tenéis en pie, joder. Total, que no había más
remedio que organizar la traída desde más allá de la vaquería, donde el
riachuelo fluía limpio, pues a esas alturas del verano hacía mucho que las
ovejas del Sota habían bajado de los cerros a la dehesa y no había ni una sola
cabeza de ganado que enturbiase el agua allá arriba. Que, aun así, no dejaran
de hervirla, insistía Ana, machacona. Pero del agua de los pozos, hervida o sin
hervir, nadie quiso beber más.

Tan virulenta fue la epidemia de diarrea, que en dos días se acabaron los
medicamentos astringentes. Nada les paraba en el estómago. Se distribuyó
todo el suero que había en la botica. Solamente cuando ya no quedaba nada
que repartir, los afectados aceptaron el consejo de Ester de tomar cuantas
zanahorias pudieran y consintieron en beber infusiones de un compuesto que
ella preparó, a base de tomillo, salvia, espliego y romero.

A nosotros no nos ha pillado porque la casa de Laura está en la mismísima


falda del monte, y muy cerca de allí hay un regato que acaba chorreando en
una fuentecilla natural de la que nos abastecemos. La fórmula mágica de
Ester funciona, supongo, porque al poco de empezar a tomar su brebaje la
gente dejó de cagarse encima. Esta semana, los que estamos sanos, tenemos
doble trabajo, pues falta gente para cumplir los turnos de vigilancia, y brazos
para trabajar los huertos y acarrear agua y leña para las casas donde toda la
familia está con diarrea. Además, está haciendo más calor que en todo lo que
llevamos de verano. Acabo tan cansado que me echo a dormir apenas
anochece. Sobo de un tirón, hasta que la luz del amanecer me despierta, y
vuelta a empezar. En todo caso, basta verles el careto a los que están malos
para sentirme un tío con suerte. Hasta ahora, las voy librando todas. Hasta
me he dado el gustazo de acercarme a la casa de Pedruche, que vive solo con
su madre, con el puchero de la infusión de Ester y luego con agua y leña para
que tengan con qué lavarse. Tengo ganas de que se pongan en forma, el calor
sigue apretando y tampoco comemos precisamente como para estar haciendo
tantos esfuerzos. ¿Por qué me tienen que tocar a mí todos los marrones? Han
cascado un par de viejos, los pobres estaban ya más en el otro barrio que en
este, y se ve que el asunto del agua les ha dado la puntilla. Bueno, pues
resulta que el único tío que se da maña para hacer un ataúd tampoco se tiene
en pie. Y claro, con el calor no los van a tener de exposición mucho tiempo.
Hay que llevar a los abuelillos envueltos en sábanas y echarlos así al foso.
¿Quién es uno de los capullos que tiene que cargar con uno de los cadáveres
hasta el cementerio? Nada más terminar la faena me voy derecho a la poza, a
nuestra poza. Pasa todo un día y aún percibo un tufillo raro en todo mi
cuerpo.

Todo empezó por dos que se pusieron a hablar de la epidemia de disentería


cuando ésta ya amainaba. Coincidió que eran parientes sanos de gente
afectada. Estaban delante del herbolario de Ester, pues desde que comprobaron
que hacía efecto, no dejaban de pedirle plantas para seguir con las tisanas.

-¿Por qué no saca las vacas de ahí? La próxima vez envenena al pueblo
entero.

-Que baje las vacas a la dehesa y las deje allí. Se cierra la vaquería y santas
pascuas.

-Qué culpa tiene Esteban de que ya no se pueda usar la depuradora –opinó


Ester, que acababa de darles el remedio.

-De eso no; pero sí de seguir guardando el ganado allí, para echarnos toda
la porquería encima.

-La leche de sus vacas bien que nos la bebemos todos –insistió Ester, a
quien ya estaba molestando tanta inquina injustificada.

-Bueno, bueno, lo mismo pueden ordeñar las vacas en otro sitio, coño. Que
las saque de ahí, por las buenas o por las malas.

Era mediodía. El sol caía a plomo, desmenuzando los perfiles de las cosas
en la lejanía, la temblorosa gelatina de las crestas de los montes. A aquellas
dos mujeres alteradas se unió otra más, después un hombre maduro, luego el
hijo de alguien aún convaleciente, se enardecieron mutuamente, hasta que la
bulla fue atrayendo a más vecinos, engrosando la camarilla, que se iba
inflamando más y más, y ya enderezaba en tropel por la calleja que tomaba la
trocha de la vaquería, bajo la ardiente luz de agosto.

Jacinto no estaba en casa, de Pedruche no se fiaba, podía unirse a los


alborotadores, pero Julio estaba a mano, así que Ester lo sacó casi a empujones
de su casa, apremiándole sin explicarle nada y asegurándose de que llevaba el
rifle en bandolera.

“Vamos, vamos”, le azuzaba. “Qué pasa, mujer, qué pasa, me llevas a


matacaballo, yo ya no estoy para carreras”. Ester tiraba de él con apremio. El
hombre resollaba, sudaba, tosía. Veían al grupo a lo lejos, llegando a la
vaquería, eran como una pella borrosa que levitara en el bochorno abrasador,
entre una nube de polvo. La roja estridencia de las chicharras ensordecía el
campo.

Cuando llegaron allí, Julio se desplomó sobre una rueda de tractor


abandonada; le pitaba el pecho como una cafetera, sudaba a chorros, no le
quedaba aire ni para hablar. Ester no se atrevió a acuciarlo por miedo a
reventarle. Salió como un cohete hacia el portón abierto de par en par de la
vaquería. Mientras entraba le recibió un fragor metálico y el hedor caliente de
las vacas.

-A ver si ahora voy a tener yo la culpa de que os caguéis por las patas, cago
en dios. Llevo más de dos meses trabajando como un animal, ordeñando a
mano para que vosotros bebáis leche, y ahora venís con esas.

Esteban plantaba cara a los exaltados, acababa de arrojar al suelo una


cántara, que rodaba con estrépito metálico sobre un aromático charco de leche
recién ordeñada.

-Si os digo la verdad, me hacéis un favor –la explosión de rabia lo había


calmado; seguía ahí plantado, macizo, poderoso, firme como un roble, pero
apacible y desinteresado-. Yo no la bebo; negocio con ella –señalaba a la leche
derramada-, ahora no hago ninguno. Esto es lo único que saco – extendió las
manos delante de ellos, mostrando unas palmas como palas, puro callo, unos
dedos deformes y monstruosamente gordos.

Todo el ardor que inflamaba a aquella turba hacía un momento se había


esfumado. Miraban a Esteban estúpidamente, sin decir nada, como si un
hechizo los hubiera sacado de sus casas y los hubiera puesto ahí, y no
entendieran qué pasaba.

-Hala, si queréis, lo hago hoy mismo. Mientras tenga con qué alimentarlas
por mí no hay problema –Esteban lo decía casi con entusiasmo-. Luego, el que
quiera peces, que se moje el culo; quien quiera leche, que se las arregle y
ordeñe el ganao en el campo, si hay cojones.

-Esteban, escucha –Ester se metió entre el grupo y el ganadero-. No se lo


tomes en cuenta, hombre. Lo están pasando mal, y un arrebato lo tiene
cualquiera –miró hacia el grupo-. ¿O no?

Nadie rechistó; asentían con la cabeza.

-Ya; el Esteban tiene que seguir enganchado a la ubre como un esclavo.


Pues a ver si me mandáis más gente para que me ayude a ordeñar, y gente que
tenga brazo, no tiquismiquis que se cansan a la segunda teta.

Es la última vez que usamos la poza a plena luz del día. Se ve que algún
chico del pueblo nos ha visto bañarnos, y en cuanto ha tenido ocasión se ha
traído a la pandilla. Los cabrones, si no es por las risillas, nos ven hacer de
todo, y luego a cascársela a casa después de una sesión de porno al aire libre.
Puñeteros, me han fastidiado el mejor momento del día. Ahora que me he
acostumbrado al agua fría. Después de estar todo el día currando a pleno sol,
sudado como un cerdo, me doy mi chapuzón relajante y me quedo como dios.
Laura se mete conmigo. Nos besamos y nos enredamos en el agua como
serpientes. Yo me sumerjo y jugueteo con su cuerpo. Así, hasta que nos
ponemos tan cachondos que salimos a la orilla (yo primero, para verla a ella
emerger del agua entre destellos, como una diosa), nos frotamos furiosamente
con la toalla y acabamos haciendo el amor sobre la hierba. Al terminar,
tendido boca arriba, me gusta mirar cómo los últimos rayos del sol enrojecen
las copas de los árboles, adormecido por el rumor del agua y el susurro de la
brisa entre las ramas. Todo muy bucólico, sí, señor.

Alguna noche nos escabullimos, para probar los baños de luna, como dice
Laura, pero el tiempo ha refrescado y, si ni en los peores días de la semana de
la cagalera, cuando el calor apretó de firme, dejó de refrescar de noche,
ahora ya hay que echarse una manta encima para dormir. No importa; desde
que los cagones volvieron al trabajo, estoy un poco más relajado. Antoñito, de
programador has pasado a labrador, vigilante, aguador y leñador. Pero,
volviendo al tema. ¿Por qué vamos a disimular? Todos lo saben en la casa.
Creo que si esto se prolonga mucho, acabaremos por dormir en la misma
habitación, ni disimulos ni pollas. Si no lo hemos hecho ya, es más bien por
mí. En fin, a seguir sacando leña del prado, chaval. Me estoy poniendo
cachas. A Laura le encanta que le acaricie la espalda desnuda porque dice
que con la lija de mis manos le quito las células muertas. Por ahí anda ahora,
amontonando ramas.

La muchacha estaba agachada, juntando chapodos para acarrearlos después


hasta el portillo, al otro lado del cual tenían la carretilla. La holgura de la
camiseta mostraba los pechos saltarines, que se balanceaban libres con los
zarandeos del trabajo. Del otro lado del prado llegaban los golpes rítmicos del
hacha.

¡Dios! –La exclamación brotó como un géiser-. Esa vaca la ordeñaba yo.

Laura dio un respingo. El haz de leña se le cayó de los brazos. Enfrente, al


otro lado del cercado de piedra, la miraban dos pares de ojos rapaces, lascivos,
insolentes. Los gemelos Joseses estaban plantados al otro lado del muro, como
dos babosas.
-Mira –dijo uno de ellos; nadie en el pueblo era capaz de diferenciarlos, a
no ser su propio padre-, esto es una herramienta como dios manda, y no el
juguetito del tonto ese. –Levantó un hacha descomunal por encima de su
cabeza.

-Pues igual de grande es lo demás –dijo el otro, con sonrisa lasciva y tono
salivoso.

-Idos a la mierda, desgraciados.

Pasado el primer instante de anonadamiento, Laura logró espantar el pavor


de sus recuerdos. Agarró un pedrusco del suelo, apretándolo tanto que sus
rugosidades le lastimaban la mano.

-¡Laura! ¡Laura! –Cesaron los hachazos-. Antonio se acercaba haciendo


crujir las ramas.

-Poco gallo para tanta hembra. Hola, majo –se dirigieron a Antonio,
zumbones-. Vigílala bien, que por estos montes hay mucho lobo-. Ya sabes,
Laurita, cuando necesites una herramienta de verdad, vienes a vernos.

Antonio se había puesto delante, encarándolos con el hacha en la mano.


Estuvo a punto de decir algo, pero lo que fuera murió en su boca. Los gemelos
se desvanecieron tan sigilosamente como habían aparecido. Uno de ellos
llevaba un morral hinchado como el vientre de una embarazada; del cinturón
del otro colgaba una percha con dos pequeños conejos ya destripados y una
perdiz.

-A esos sí que había que exterminarlos a todos. Qué raza de bichos, copón
–Mario apretaba los puños, pisó con furia una colilla a medio encender sobre
el enlosado del porche-. ¡Pablo! Ya que sigues metiéndote mierda en el cuerpo,
por lo menos tira las colillas a la basura. A ver si se te acaba el tabaco de una
puta vez.

Pablo, desde el interior de la casa, no replicó. Con tormenta a la vista no


valía la pena.

-A partir de ahora, te llevas la escopeta; si no, tú no vas a ningún sitio –


dijo, dirigiéndose primero a Laura y luego a Antonio-. ¡La puta que los parió!
Como se atrevan a ponerte la mano encima esos piojosos los acribillo a tiros,
pandilla de salvajes. Con esa gente no vale otra cosa, vaya peste le cayó al
pueblo con esa tropa, lástima no hubieran capado al viejo a tiempo, cago en
diez.

-Anda, anda, no saques las cosas de quicio –lo tranquilizaba Ester-. Que te
va a sentar mal la comida.

Estaba encendido, los surcos de la mejilla más acentuados que nunca, los
ojos queriéndose fugar de la cara. Fue al enorme bidón donde echaban el agua
del regato para lavarse, metió la cabeza, dejó que el agua le goteara hasta el
pecho. Echo un largo trago del botijo. Parecía apaciguado.

-No vamos a permitir que esos chulos nos fastidien el manjar. Dale a la
mandíbula, Antonio –Laura hincó el diente al bocadillo de chorizo-. No nos ha
venido mal el asunto de la diarrea, ¿no? Gracias a las pócimas de la hechicera
–miró a su madre-, estamos recargando la despensa de gorrino. Hum,
buenísimo.

-Vaya suerte la de quienes tienen matanza. Lo que darían muchos por


meterse este bocata entre pecho y espalda –dijo Antonio.

-Y no es solo la chulería –Mario volvió con el asunto de los Joseses, pero


había dominado su ira-. Encima los muy cabrones andan cazando; todo el
mundo tratando de dejar que críen para tener más abundancia en el otoño, si es
que esto continúa así, y ellos rapiñando el monte. Seguro que tienen el
contorno lleno de lazos, los muy desgraciados. No me extrañaría que ya se
hayan trincado más de un jabalí o algún corzo. Ojalá agarren un guarro con
triquinosis y se vayan todos para el otro mundo.

-Venga, papá, no empieces otra vez.


-Te vienes el domingo o qué.

Pablo recapacitó, era difícil llevar la cuenta de qué día era. Solo el
domingo estaban exentos de toda labor comunitaria, excepto los turnos de
vigilancia. Los chavales solían reunirse por la tarde, después del acarreo
cotidiano del agua y la leña.

-Vale, te paso a llamar, ¿no?

-Sí, llámame –dijo el otro chico-. Te presentaré a María –los otros


muchachos se partían de la risa-. En cuanto la conozcas, se te va a olvidar la
pija esa a la que persigues en el instituto.

-Espera, Pablo, yo ya me vuelvo.

Lucía echó a andar a su lado; nada más dejar las fachadas protectoras del
pueblo, les inundó el filoso repiqueteo de las chicharras. Había muchos buitres
planeando en círculos sobre la dehesa.

-Alguna oveja muerta –dijo Pablo, que no sabía qué decir.

La chica olía como a menta o yerbabuena, Pablo no podía identificar el


olor, pero era algo fresco y agradable. Caminaban muy juntos, podía sentir su
respiración. La miraba de reojo; quizá no la viera a ella, pero sí vio su cuerpo
por primera vez, apartado como estaba de la ceguera de los enamoramientos
adolescentes desde que no iba al instituto.

-¿Te apetece dar una vuelta?

-¿Me vas a invitar al cine? Es broma, hombre –sonrió, ante la cara de


cebollino de Pablo.

Pero qué te pasa, tontaina, se recriminaba el chaval al verse tan lerdo.

Caminaron hacia la Alameda; luego, como por azar, abrieron el portón de


la dehesa y siguieron andando. Hablaban del instituto, de la planta de
mariguana que Luis mimaba en un rincón del patio ante la extrañeza de su
madre, de lo extraña y simple que se había vuelto la vida desde hacía dos
meses. Empezó a sentirse relajado, la torpe conversación del principio fluía ya
sin obstáculos.

De repente, una abeja se enredó en el pelo de Lucía. Se dio de manotazos


en la cabeza, mientras chillaba, hasta que el insecto se alejó.

-Joder, tía, ni que te hubiera atacado un tiburón.


Se soltó la alborotada cabellera, agitando el pelo azabache y echándoselo
para atrás con ambas manos, para volver a anudarse la coleta. Con los brazos
levantados, la camiseta se atirantó sobre su cuerpo. Por las mangas asomaba el
negro plumón de las axilas.

El cuerpo de Pablo no podía ocultar la tensión delirante de su deseo.

-¿Vamos? – se volvió hacia él, no se le había escapado la mirada lobuna


del muchacho.

-Sí.

-Con ustedes, como todas y cada una de las noches desde hace no sé
cuánto, les presentamos El Canto del Grillo.

Antonio tomaba el fresco en un extremo del jardín, al lado de Pablo y de


Laura. No se veían bien las caras, apenas una rodaja de luna colgaba en el
cielo nocturno. Algunos no habían podido acostumbrarse a la tajante negrura
de las noches, cuando algo innominado estrujaba el corazón. Pero otros
parecían inmunes a la noche hosca; Mario deambulaba por los alrededores de
la casa, seguido de los perros, o, despatarrado sobre una hamaca, se pasaba
horas mirando al cielo, hasta que, aterido o muerto de sueño, se metía por fin
en la casa.

-Voy por una chaqueta –dijo Laura, tiritando.

-Qué exagerada es tu hermana.

-¿Exagerada? Aquí el otoño empieza en agosto. Ya me dirás dentro de un


rato.

-Calla, Tigre, pesado –exclamó Pablo, dirigiendo su voz hacia el mastín, al


que apenas veía-. Qué cansino eres, joder.

El perro ladraba con la cabeza estirada hacia arriba, terco, tan cargante
como los grillos que no paraban en toda la noche.

-Como dure esto mucho, os vais a quedar sin perros; ese se está quedando
más seco que una radiografía –dijo Antonio, señalando a Tigre.
-Mi padre ha empezado a dejarlos sueltos por el día. Este no, pero la perra
ya ha pillado algún gazapo, y más de un perdigón. Un aperitivo, pero en un par
de semanas habrá barra libre para cazar. No solo caza menor, se van a
organizar batidas para el jabalí y el corzo. Bueno, eso sin contar las empanadas
de chorizo que se meten al cuerpo. –Hizo un gesto de asco.

-¿Cómo?

-Joder, ¿no sabes que a los perros les gusta la mierda humana? Imagínate
ahora, todos cagando afuera… ¿Por qué te crees que echamos unas paladas de
tierra a las moñigas?

Mario arrugó el morro. Se le habían quitado las ganas de dejarse lamer por
los perros. Trató de apartar la imagen asquerosa de su cabeza.

-Oye, yendo a lo de antes, ¿tú crees que no hay gente, no solo los bestias
esos de los Joseses, que no andan poniendo trampas por ahí?

-Hombre, eso seguro. Algunos de mis amigos, por ejemplo. Los hay que
llevan papeando conejo desde que empezó todo.

-Y tú qué, ¿no lo catas? -Mario le arreó una colleja, suavemente, riéndose


de su insinuación-. Venga, hombre, no te mosquees –añadió, adivinando su
cara enfurruñada.

-Oye, hablando de eso –de pronto el tono de Pablo se volvió urgente,


ávido-. Tú te lo montas con mi hermana, eso está claro; ¿no te da miedo
dejarla preñada? Quiero decir… ¿no usáis nada?

-Pero qué bruto eres, chaval. Espera aquí un momento, que te voy a traer
algo. Espera aquí, coño –insistió.

-Mira –le puso los dos preservativos delante de la jeta-. Con esto vas que
ardes; no puedo darte más. A ver si los usas bien, que ahora son más preciados
que el oro.

-¿Cómo los consigues? –inquirió Pablo, avaro de información.

-Tu hermana es amiga de Ana. Se los ha birlado a esa pareja de carcamales


de la farmacia. Pero, bueno, tío –lo zarandeó ligeramente-. ¿Se te ha puesto
alguna a tiro o qué?

-A lo mejor.

-Qué cabrón, qué callado te lo tenías.

-Oye.

-Qué.

-A lo mejor el domingo te invito a un viajecito. Ya verás; espera y verás.


Me lo pasa un colega. El domingo.

-Entonces, lo de poner una cocina mixta fue idea tuya. Joder, diste en el
clavo. ¿Qué hubierais hecho, si no?

Descansaban al sol de la mañana, sentados sobre un tronco de pino a


medio desbastar que usaban como banco. Acababan de trasvasar el agua de las
garrafas al bidón donde se lavaban; antes habían hecho otro viaje con el agua
para cocinar. Había leña acumulada para varios días. A la tarde irían a regar su
parcela de huerto y coger unos tomates, alguna lechuga, judías verdes y puede
que algunas zanahorias. Ahora podían reposar.

-No hubiéramos tenido problema; tenemos chimenea, barbacoa, hasta


horno de obra, ya lo ves. Y si no, hubiéramos hecho una hoguera en el jardín o
en el patio, y tira millas. Aquí quien no tenía más que electricidad o butano se
ha apañado una barbacoa de obra en los patios y los corrales, y, si no, se juntan
las familias para cocinar en casa de quien tiene lumbre, como hacemos
nosotros con mis padres, ya ves que no hay ninguna pega.

-Ya, pero de todas maneras parece que te iluminaron cuando te lo montaste


así.

-Mira, por ahí sube Ester. ¡Coño! Me parece que estamos de enhorabuena,
esta noche cenamos tortilla de patatas. Mientras siga con sus pócimas, no nos
van a faltar huevos, aunque estoy por negociar un par de gallinitas –dijo,
pensativo-. Igual nos ponemos a montar un corralito y lo vamos preparando.

Uf, en qué se irá a meter este hombre, pareció pensar Antonio.

Continuaron al sol, tibio todavía. El cielo había perdido el tono


blanquecino del estío; tenía la profundidad azul propia de septiembre, fresco,
profundo, refulgente entre las montañas que circundaban el valle.

-Qué bien se está aquí, cojones –dijo Mario, respirando hondo.

-Me parece que tú no echas de menos tu trabajo.

-¿Yo? ¡Ja! Si no fuera por los inconvenientes que trae –se detuvo un
momento, pensando en su padre-, por mí esta situación podía durar toda la
vida. –Se quedó abstraído, un instante-. Bueno, me preocupa un poco el
invierno, si seguimos igual, por los alimentos, más que nada… ¡Bah!
Pensemos en el día a día, para qué preocuparse de lo que a lo mejor no sucede;
y, si pasa, ya nos arreglaremos cuando llegue el momento.

-Hombre, yo hay cosas que sí que echo de menos.

-Tú eres ratón de ciudad, Antonio; yo soy una avecica del campo, como
dice mi mujer. Anda que no estoy yo bien desde que he perdido de vista el
trabajo. Todos los santos días viaje va y viaje viene hasta Madrid, de puto traje
y corbata, total, para vender herramientas en El Corte Inglés.

-Claro, si no te gusta lo que haces…

-Qué me va a gustar, no me gusta un pelo. Pero soy un españolito más,


bueno, un terráqueo más, que tiene que pagar su hipoteca todos los meses,
entre otras muchas cosas. Tú eres joven y estás libre; es otra cosa.

-No está mal librarse del banco, ¿eh?

-Qué si no está mal. Está de puta madre. Quién coño creó la crisis en la que
estábamos metidos, todos esos chupones de financieros, multinacionales y
politicastros obedientes. Mientras la gente normal las pasaba putas ellos se
seguían forrando. Solamente por no volver a poner en marcha el maldito
tinglado, merecía la pena seguir así.

-Me parece que estás exagerando, Mario. ¿Qué estará siendo de mucha
gente? No sabemos a cuántas personas está afectando el Apagón.

-Bueno, en eso tienes razón. Prefiero no imaginar las penurias que se


estarán viviendo en muchos sitios. En Madrid mismo, en muchos otros lugares
–se aborrascó, quizá arrepentido de sus comentarios anteriores, pero de
inmediato trató de disipar los pensamientos amargos-. Laura dice que tenías la
oficina por Clara del Rey.

-Sí.

-Joder, esa zona me la conozco al dedillo. Yo estudié en el Claret.

-No fastidies.

-Hombre. Madre mía, lo que ha llovido desde entonces.


Extendieron la manta bajo los fresnos, en un lugar llano y sin piedras.


Antes de que él se decidiera, Lucía se había desnudado, entre fulgores. Se
tumbó boca arriba, esperándolo. El corazón de Pablo batía como un pistón
descontrolado en el interior de una carcasa; sintió su cuerpo más duro que
nunca mientras se echaba sobre la chica, cuya carne era dorada y tersa y
aromática y fresca y candente a la vez, y que se abrió para él.

Afluyeron a todo trapo hacia la plaza. El toque a rebato llameaba en el


pueblo, las campanadas rebotaban por todo el valle, anegando los tranquilos
sonidos del día.

Se fueron formando corrillos de gente ansiosa, algunos escopeteros


miraban con desazón hacia la entrada del pueblo, tratando de adivinar lo que
se les venía encima. “¿Habéis oído algún tiro?”, se preguntaban, “yo no he
oído nada”. Andaban todos alborotados a ver quién les daba explicaciones,
hasta que Felipe se metió en la iglesia. Cinco minutos después salió,
empujando el triste despojo del Calderilla, borracho perdido.

-No pasa nada –les gritó Felipe-. El desgraciado este ha soplado más de la
cuenta y estaba haciendo el tonto. Hala, venga, falsa alarma –se abrió paso
entre la gente-. Cada cual a lo suyo.

-De dónde habrá sacado el material –se oyó una voz envidiosa.

-A este le quito yo la cogorza echando hostias.


Felipe se echó el pelele al hombro, camino del río.

-Bueno, ya la tenemos aquí otra vez –exclamó Ana, mirando a través del
escaparate de la farmacia-enfermería.

-Qué cruz nos ha caído encima con esta mujer –se quejó Carmen, la
boticaria.

-Qué pasa, Anastasia –le gritó Carmen al oído, pues la vieja estaba más
sorda que una tapia.

-La pierna, hija. Tengo un dolor que no me deja parar –dijo la anciana,
dejándose caer en el banquito que habían puesto contra el ventanal, y
apoyando su única muleta contra la pared.

-No nos queda de su medicina, señora Anastasia –empezó Ana, con


paciencia-. Si quiere le damos un calmante.

-Qué calmante ni que ocho cuartos –explotó Ricardo, saliendo de la


rebotica-. A ver, Anastasia –el viejo mostrenco le ladraba a la cara, con más
pinta de vinagre que de costumbre-. Vete donde la Ester, verás qué pronto te lo
soluciona.

La vieja los miró a los tres, poco convencida.

-¿Tú crees, hija, que tendrá algo? –preguntó, mirando a Ana.

-Sí, sí, seguro. Fíjate cómo funcionó su remedio contra la descomposición


–contestó, mientras la ayudaba a ponerse en pie y le alcanzaba la muleta.

-Hala, piérdete por ahí, pelmaza –dijo la boticaria, con alivio.


Me acaricia la barba. Para qué quieres afeitarte, así estás de diez, me dice
Laura, jugueteando con mi cara. Niña, te estás metiendo en terreno peligroso,
qué verano, dios, deben de tener razón los que defienden la alimentación a
base de vegetales, porque casi no comemos otra cosa y, sin embargo, nos
sobra energía para darle caña casi todos los días. Nos vemos y ya están
saltando chispas, qué estado de cachondez permanente. Ya no nos quedan
globitos, chata, le advierto. Hoy no estoy fértil. Sí, cualquier día no te salen
las cuentas, se te cuela un espermatozoide rebelde y entonces qué, digo.
¿Prefieres bajarte en marcha?; bueno, vamos, y tira de mí hacia casa,
alejándome de la barbería. Laura me está vacilando, pero al final se sale con
la suya. Eso de barbería suena antiguo, ya sé; así la llamamos ahora. En este
pueblo no hay peluquería, sino una mujer con mucha maña que sacaba de
apuros a sus vecinas. Desde que se acabaron las cuchillas de afeitar, una de
dos, o te dejas la barba o pones el cuello en manos del marido y su navaja
barbera, a cambio de lo que puedas ofrecerles.

Esa es otra. Por primera vez en mi vida no necesito dinero para nada.
Aquí hay que hacerse uno las cosas y, si necesitas algo de alguien, lo que
funciona es un trueque tácito: tú me ayudas, yo te proporciono algo a cambio
o te echo una mano en lo que necesites. Así es la cosa. Bueno, voy a tener que
renunciar a la navaja de Isidoro y aguantar la picazón de la cara.

¿Es que no quieres que me ponga guapo para la fiesta de tu pueblo?, le


digo, pellizcándole el culo.

Por muy anómala que fuera la situación, el pueblo entero acordó por
unanimidad celebrar la fiesta de su patrona, santa Tecla, como todos los treinta
de agosto de todos los años. No habría orquesta en la plaza, ni puestos de
feriantes ni fuegos artificiales, pero sí la escueta rondalla de Federico y sus
hermanos (bandurrias y pandero), algún tenderete hecho con cuatro tablones
en el que repartir rosquillas, tortas y cualquier otra delicia tradicional
(horneadas, o fritas en manteca pues hacía mucho que se acabó el aceite, y a
las que presumiblemente se les añadiría miel de las colmenas de Paco, pues
tampoco había ni un gramo de azúcar), y, para hacer un poco de ruido, los
pocos cohetes que habían sobrado el año pasado, en poder del alguacil.

No habría misa, lo que compungía a los más devotos, pero sí procesión,


porque para pasear a la santa de la ermita a la iglesia no era imprescindible el
cura, decidieron. Pero para una mayoría de vecinos, faltaba algo esencial: no
había taberna en la que matar la sed que provocan las celebraciones. Casa
Juana estaba cerrada a cal y canto y el pobre Santi criando malvas en el
cementerio. Así que la corporación municipal en pleno decidió liberar la
mayor parte de los licores confiscados en su día (el vino y la cerveza fueron
repartidos en su momento; quedaban las bebidas fuertes) más todos los
refrescos que aún había almacenados en el bar y en el colmado de Bernardino.

Hubo que apretarles las tuercas a quienes les tocaba vigilancia para que no
escurriesen el bulto, pues los dos días previstos para la función el pueblo podía
quedar especialmente vulnerable, de modo que aparte de los que vigilaran la
carretera de acceso, alguien debía quedar sereno y atento en el pueblo para
tocar la campana en caso de alarma.

Amaneció el día treinta, despejado y ya frío en la madrugada. Todo el


mundo quiso aviar las faenas temprano, así que aún no daba el sol en la plaza
cuando la gente empezaba a deambular por ella. El aire estaba saturado por los
aromas a tortas y buñuelos que salían de las chimeneas de muchas casas, y,
sobre ellos, el envolvente olor a masa que salía de la tahona, donde se
preparaban empanadas de chorizo y panceta que resucitaban a los muertos.

Mientras tanto, en la plaza se daban los últimos retoques al tabladillo


montado en torno al olmo, donde a la noche se subirían los músicos, y al largo
mostrador improvisado delante de la fachada del ayuntamiento.

Estaba dispuesto que a las doce, como era la costumbre, se reunieran en la


ermita, para sacar a la santa y llevarla hasta la iglesia. Cubierto el expediente
con la patrona, se podían concentrar en el banquete.

-A mí ya me están sonando las tripas, macho.

-Qué saque tienes, Pablito. Aguanta un poco, hombre. Tendrás que poner el
hombro primero para llevar a tu patrona –le dijo Antonio.

-No jodas, bastante que nos hemos pegado ya dos viajes llevando los
dichosos buñuelos.

-La verdad es que tu madre ha preparado un caldero como para un


regimiento. Madre mía, con el montón de huevos que ha usado hubiéramos
tenido para dos semanas. Bueno, un día es un día, qué cojones.

Acababan de trasladar una perola colosal adentro del ayuntamiento,


dejándola en una artesa forrada con trapos empapados en agua fría, para
preservar los alimentos más delicados. Por fin estaban libres. Se quedaron un
rato observando las caras relucientes de los hombres, a dos tonos pues se
habían rapado las barbas hacía poco y el sol no les había igualado el color.
Buen negocio para los peluqueros, pensó Antonio, hundiendo los dedos en su
barba borrascosa.

-Oye, artista –Antonio hincó el codo en el costillar de Pablo- Si no has


completado ya la faena, esta noche tienes una oportunidad de oro.

Pablo lo miró con afectada chulería.

-Está hecho, tío.

-¿Ah sí? Vas a necesitar más forros, ¿no?

-Pues no los usamos.

-Tú ándate con tonterías, verás lo que pasa.

-Por ahí vienen mis padres y mi hermana –zanjó Pablo, incómodo.

Allí donde el valle se angostaba en garganta, se erigía la ermita, al borde


mismo del pinar de repoblación, cercada de vegetación por todos los flancos
excepto el pórtico, que encaraba el sendero que subía desde el pueblo. Era un
edificio achaparrado de granito musgoso y teja de pizarra, que parecía brotado
de la misma tierra, como si resultara inconcebible que alguna vez no hubiera
estado allí. Sacaron a la santa y, entre los cánticos desacompasados de las
mujeres, la fueron llevando en andas hasta el pueblo, agradecidos de salir de la
umbría cerrada del monte, pues el aire cortaba los cuerpos desabrigados.
Según entraban en la primera calle del pueblo, los fue saludando el olor a
carne asada, que saturaba tanto la atmósfera del poblado que la mayoría no
pensaba mas que en soltar a la santa cuanto antes.

Depositaron la imagen en la iglesia, entre ramos de caléndulas, de rosas y


de lavanda. Luego, a falta de cura que celebrara misa, hubo quienes salieron
desconcertados o tristes, mientras otros agradecían la abreviación de los
trámites, pues así podían pasar al almuerzo sin más demora.
-Un sermoncito, Mario. Anímate –gritó uno.

-Anda, anda, bien vale una vez, pero no voy a estar siempre rajando.

-Que hable el señor alcalde –se pitorreó otro.

-Eso, Jacinto, arráncate, hombre.

Jacinto se hacía el sueco, de modo que antes de que le empezaran a tomar


el pelo, Mario alzó la voz:

-Menos coñas. ¿Por qué no hablas tú –Mario señaló a uno de los que
andaban con el cachondeíto-, que tanto pías? Estamos celebrando la fiesta –
cambió el tono, que pasó a sonar cordial, simpático-, a pesar de todo. Hemos
preparado una comilona como para una boda y esta tarde tenemos música y
barra libre. Estamos vivos, joder. Alegrémonos por eso. Vamos a olvidar las
penas por un día y a disfrutar. Todos juntos hemos preparado esto y todos
juntos estamos saliendo adelante de esta situación. Así que, venga, hostias –los
aleccionó con júbilo-; a comer y a beber que mañana ya se verá.

-¡Qué grande eres, Mariete! Y ahora con esas barbas de mesías pareces
mismamente un fraile.

Cada cual según sus aportaciones, fueron acarreando las viandas al


mostrador corrido que plantaron delante del ayuntamiento, en tanto que de
dentro del consistorio se iban sacando botellas de ginebra y de güisqui barato,
de vodka y de vermú, brandy, coñac y toda una diversidad de licores, pero
moderadamente, pues la parranda grande había que reservarla para la noche.
Algunos chavales sumergieron más latas de refrescos en los bidones de agua
fría traída del río. En el salón de actos del ayuntamiento, el alguacil preparaba
la cohetería con tanto mimo como si manipulara dinamita.

-¡Alguacilll! Dispara, hombre, que nos morimos de sed.

El Calderilla se desgañitaba, merodeando por el mostrador como perro


famélico, tratando de pescar alguna botella para él solo.

-Aparta, liante; espérate un poco –lo empujó uno de los jóvenes, arrojando
al hombrecillo contra el corro más cercano.
Como festejando las primeras bandejas de chuletas del novillo que había
matado Esteban, y el primer cordero proveniente del horno de la panadería (el
Sota había sacrificado cuatro cabezas) sonaron tres estampidos secos. Tres
hongos de humo blanco en el cielo azul y la gente, cada uno con su cuchillo y
su cuchara traídos de casa, arremetieron hacia los manjares. Los más sedientos
prefirieron ir pillando néctar, cuanto más fuerte mejor, para empezar a
entonarse.

-Vamos, Antonio, espabila, carne como esta no la has saboreado tú ni


cuando estabas en Madrid –Mario se abría paso con un plato lleno de tajadas
en las manos-. Mamá, toma, déjale que coma lo que quiera, no lo tengas tan a
raya. Ahora te llevo un vermú, papá. – Gritó, alzando la mano ya libre del
plato-. Cago en la leche.

-Dale, cuñao, como te descuides vas a tener que lamer la bandeja.

En eso estaban cuando hicieron su entrada los Joseses. Abría la comitiva el


viejo, con sus barbas indómitas que le llegaban al pecho, y le seguían en
hilera, como si desfilaran, sus tres hijos. Estos portaban tres buenos corderos,
ya limpios y listos para el horno.

-A ver, dónde llevamos los bichos –tronó el morueco-. Que no se diga que
no colaboramos. Hala, que mis chicos tienen sed.

La sorpresa duró un instante; la gente andaba a lo suyo, yantando y


bebiendo como si fuera su último día sobre la Tierra, con una mezcla de
avidez y gozo que mareaba.

Fue una comilona pantagruélica. Hacía mucho tiempo que los gritos de
alborozo y los relinchos del alcohol no alteraban el silencio del valle.

-Los viejos dicen que el otoño entra con la Fiesta. Por mí, podría hacer
este tiempo todo el año.

Estoy aletargado, supongo que parezco un oso a punto de hibernar, con


esta barba y estas pintas, y la barriga como un globo. Estamos en un extremo
de la parcela; yo, tumbado, con la cabeza sobre el regazo de Laura, que se
recuesta en el tronco del castaño (voy aprendiendo las cosas del campo) que
nos da sombra. Me adormilo mientras ella enreda con sus dedos en mi pelo.
Ya no me importa que sus padres nos vean. ¿Cómo vamos a ocultar lo
evidente?

-Qué pasa, no te quedan fuerzas ni para hablar. El que no quería empujar


para coger la pitanza. Te has puesto las botas, nene. Menos mal que no
querías, porque si llegas a querer…

No digo nada. Estoy en la gloria. No pienso en nada. Disfruto. Vivo. Me


basta.

Oigo los susurros de Laura, entre sueños.


Aquella tarde el pueblo entero parecía estar bajo el sopor de una digestión
pesada. No se veía un alma por las calles ni se oía una sola voz humana. Sólo
el sonido del campo se percibía, como si los pájaros y el viento fueran los
únicos habitantes de una aldea espectral.

Pero a la caída del sol las cuadrillas de vecinos fueron amontonándose de


nuevo en la plaza, apilaron leña en su mismo centro y le prendieron fuego,
armando una pira monumental, que alumbró todo alrededor entre chasquidos
de madera seca, proyectando una confusión de sombras colosales sobre las
fachadas de las casas.

Los músicos de la rondalla subieron al precario estrado que habían


levantado bajo el olmo.

-Hala, Fede, arráncate, hombre.

Un par de rasgueos y comenzaron a sonar las bandurrias, que enseguida


envolvieron la voz vinosa de Federico cantando sus monótonas coplas. El
rugido de las llamas, los crujidos de la leña, tapaban la labor de los músicos.
Al personal le costaba alegrarse, así que pronto empezaron las visitas a la
única parroquia improvisada, más sabiendo que esa noche tiraban la casa por
la ventana, pues habían decidido no reservar ni una gota de alcohol.

Los esfuerzos de los filarmónicos resultaban inútiles. Unas cuantas


mujeres se animaron a bailar una jota, pero ni los pocos jóvenes que había ni
la mayor parte de los maduritos eran muy folclóricos, de modo que lo único
que hacían era empinar el codo y vocear entre ellos. Entonces apareció el
Calderilla con un radiocasete antediluviano, muy ufano porque aún conservaba
pilas para ponerlo a funcionar, le metió una cinta, ante el asombro de los más
jóvenes, que no habían visto jamás semejante chisme, apretó el botón y, con
mucho más volumen que las desvalidas bandurrias de la comparsa, empezó a
sonar un pasodoble.

De inmediato varias parejas se pusieron a bailar, medio a trompicones


algunos porque ya andaban calentitos de tanto libar. Los chavales reían
comentando a gritos las evoluciones de los bailarines, hasta que, animados por
la bebida, se unieron a ellos, danzando a lo loco o torpes como osos.

El mostrador seguía muy concurrido y, como quienes hacían de camareros


empezaban a trastabillar y les fallaba el pulso, llegó el momento en que cada
cual se sirvió por sí mismo. Todos los Joseses andaban trasegando un vaso tras
otro, insaciables, tenaces, taciturnos, hasta que el padre les dio un cogotazo a
cada uno de los gemelos, “hala, hombre, a divertirse”, y estos comenzaron a
husmear por entre el gentío de la plaza. Parejas de adolescentes verriondos se
escabullían fuera del alcance de la luz, escurriéndose por las callejas hacia la
prometedora oscuridad.

Por entre los danzantes, una muchacha bailaba sola, a su aire, desmañada
pero a la vez enteramente absorta en la música. Sonreía, completamente
ensimismada, dando zancadas y braceando como un vencejo en tierra. Nadie
se sorprendía de su embelesamiento, simplemente no le hacían caso o
animaban su pobre arte de buena fe.

-Hala, Sole, hoy sí que te lo estás pasando bien, ¿eh?


¡Vaya mierda que estoy pillando! ¿Cómo me voy a poner a bailar


semejante cutrez, si no? Llevo a Laura en volandas, no, ahora es otra, una
amiga suya, tiene tanta pechuga que no sé ni cómo es su cara. Joder, qué
cuelgue. Venga a darle vueltas a la plaza. No veo más que caras vertiginosas
que se encienden y se apagan. Uhhh, por poco se te quema el bollo, chata,
creo que ni se enfada, sólo ríe y me empuja hacia uno de los bancos, si casi
nos caemos de morros al fuego. Qué quiere el tonto este, qué te escuece,
Calderilla, tronco, tómate una a mi salud, no sé qué le pica al enano, tampoco
si lo empujo queriendo o sin querer, se te van a quemar las plumas, Calde,
gritan por ahí, bah, qué pelmazo el baboso este. Señor, sí señor, le digo a
Laura, sí, a todo sí, no sé dónde me lleva ni si soy yo el que ando o es que
alguien me arrastra, parece que estuviera en el mar y me remolcara la
corriente, ¿o será agua en mi cara? Sé que vomito pero no me siento mal, la
vida es bella, Laurita, y la noche es joven y… me pego un buen castañazo,
creo, pero no me duele nada, dónde me llevas, cariño, que tengo que bailar
otra pieza con tu amiga la de… y me parece que le aprieto una teta a Laura,
huy, huy, huy, ¡menuda tranca, Antoñito! ya me estoy mareando, me viene la
arcada, puaf, qué asquito, Laura, déjame que voy yo solo, no quiero que…
vuelvo a sentir como una ola en la cara aunque no veo nada, está todo oscuro,
debo de estar en el suelo, qué pasa, Laura, amor, chata deja que.

-¡Me cago en la puta que los parió a todos! No reventaran el padre y los
hijos de un puta vez, la virgen.

El Sota, el pastor, iba como una exhalación de un extremo del pueblo al


otro, preguntando por el alcalde. Nadie le daba razón del paradero de Jacinto.

-Tranquilo, hombre, que te va a dar algo.

-¿Jacinto? Vete a saber por donde anda. Se ha ido con dos o tres a ver si
echa mano a los bribones que estaban encerrados en el ayuntamiento –dijo una
mujer que volvía con el agua-. Habrán tirado hacia el cruce, digo yo.

El Sota tomó el rumbo de la carretera. Salió disparado, gargajeando y sin


parar de blasfemar, caminando a grandes trancos.

-Qué mosca le habrá picado a este.

-¿Te acuerdas de los corderos que trajeron ayer? Pues se los birlaron al
Sota. Ya me extrañaba a mí que el sinvergüenza del Viejo fuera tan
espléndido.
Según entraba la mañana, se iban formando más corrillos de lo habitual,
comentando las noticias.

-Esa gentuza sobra en el pueblo. Mira que esa familia ha sido siempre
igual –comentaba Juana, que, después de la muerte de Santiago, cada vez que
salía del caserío del pueblo, cargaba con la roñosa escopeta del difunto.

-Mi chico dice que está el monte llenito de lazos. Van a acabar con todo,
esos canallas.

-¿No oíste que el Esteban había perdido dos terneros? –comentaba otra-.
Sí, mujer, la semana pasada, andaba el hombre buscándolos de aquí para allá.

-Lástima no pillaran algún bicho envenenado que se los llevara por delante
a todos –dijo Julio, el guarda, quien hacía años que le tenía ganas a aquella
familia de furtivos contumaces.

-Hombre, Julio, no serán los únicos que comen conejo, digo yo. Alguno
habrá que coma carne fresca de vez en cuando. ¿Tú no la catas, Julio? –
insinuó otro vecino con picardía.

-Una cosa es enganchar un conejo de vez en cuando, y otra muy distinta


estar todos los días a la que salta –respondió Julio, picado-. No sabes los cepos
y los lazos que llevo quitados ya.

En verdad había una silenciosa lucha sin cuartel entre el guarda y los
Joseses. Aquel se pasaba el día en el monte rastreando y desmontando las
trampas que encontraba mientras estos, como sabía todo el mundo, no dejaban
rincón del valle sin batir.

-Oye, y de los ladrones, qué –cambió el tercio una mujer con ganas de
seguir pelando la pava.

-Déjalos que se larguen y se mueran por ahí –contestó uno-. Esos, tocados
como están, duran en el monte menos que un caramelo a la puerta de un
colegio.

-Pero cómo es que se han escapado.

-Pues si el que les llevó la comida se dejó la puerta sin echar la llave, según
dicen.

-No me digas. Y quién ha sido ese.

-Mujer, se dice el pecado, pero no el pecador. A ver si te crees que van a


soltar quién se olvidó de cerrar. Con la tranca que tenían todos ayer…

Esa era la comidilla la mañana siguiente a la farra que tenía a medio


pueblo con dolor de cabeza y a casi todos los jóvenes con náuseas y mal
cuerpo. Tocaba limpiar toda la basura del jolgorio, botellas, peligrosos vidrios
esparcidos por el pavimento, restos de comida, vomitonas por los rincones de
la plaza. El lugar atufaba a meados. Unos pocos vecinos resignados
empezaron la labor. Habían dispuesto que los festejos duraran dos días, pero
en vista de la voracidad y de la sed de la noche anterior, se habían agotado
todos los manjares y no digamos el bebercio, por lo que aquella se presentaba
más bien como jornada de recuperación.

El aire de pachorra que envolvía a todo el pueblo no entraba en una de sus


casas, cerrada a cal y canto para que ningún lamento escapase por las
ventanas.

-Si fueras hombre, ya estabas agarrando la escopeta y metiéndole dos tiros


a esa bestia –decía Trini, tendiéndole a Cefe, su marido, la vieja escopeta de
dos cañones, que este rechazaba, como si le alcanzasen un brasero ardiente.

-Mujer, las cosas no se arreglan así –dijo, acobardado; conocía a su mujer


y a la familia de su mujer y se conocía a sí mismo; sabía lo que se le
avecinaba.

-¿Y cómo lo haces tú, si no? ¿Vas a pedirle explicaciones al Viejo para que
encima se ría en tu cara? Espera que venga mi hermano y verás.

Cefe abrió la alacena, sacó la única botella de vino y bebió a morro; eructó,
se limpió con la mano y echó otro trago. Su mujer le dejaba hacer, mirándolo
sin soltar el arma.

-Bébetela toda, si te hace falta –le dijo, contemplándolo con satisfacción y


desprecio-; ni yo ni nadie de mi familia necesitamos vino para cumplir cuando
hace falta. Vamos, bebe, calzonazos.
Cefe ya tenía las pupilas dilatadas y la escopeta en sus manos, cuando
golpearon la puerta de la casa.

-Pasa, Andrés.

El Sota entró. Estaba sofocado, su rostro ardía de ira. Contó a su hermana


el asunto de los corderos robados.

-¿También eso? ¿Lo ves, Cefe? Razón de más para darles un escarmiento.

En ese momento, salió un gemido de una de las alcobas. Trini, que estaba
entera y enfurecida como una arpía, se derrumbó de pronto.

-Ay mi niña, pobrecita, mi niña –dijo, entre sollozos.

-Qué pasa, Ceferino. Qué le pasa a mi sobrina.


-A ver, no serán imaginaciones de la chiquilla –propuso Jacinto,


barruntando guerra.

-No digas tonterías, coño, qué va a saber la criatura de esas cosas, si tiene
la mentalidad de un niño pequeño –respondió Julio.

-Bueno, y qué quieren que haga yo, ¿eh?

-Eres el alcalde; la única autoridad en el pueblo –dijo Benito, que parecía


querer apartarse lo más posible del engorro aquel.

-Qué autoridad ni qué pollas en vinagre. Desde que tenemos el Apagón


aquí no hay autoridad ninguna. Vamos tirando porque somos pocos y estamos
aislados; si no, de qué. Yo no puedo hacer nada, que vaya el juez de paz, si
quiere.

-Ese no apacigua ni a un rebaño de ovejas, cuanto menos se va a meter en


medio del Sota y los Joseses.

-Mira, si trincan a esos animales a mí me da igual. Merecido se lo tienen –


dijo Jacinto, con rabia-. Ya estoy harto de que siempre estén dando la lata.

-No es eso lo malo, Jacinto –intervino Benito-, la cuestión es que esos


bárbaros se lleven a alguien por delante, si les buscan las vueltas.

-Mira, Benito, no me jodas –Jacinto, tan amigable y paciente, estaba


desquiciado-, si se te ocurre algo, hazlo tú; yo estoy hasta las pelotas de este
rollo. –Y se marchó a sus asuntos.

-Cómo se nota que tú no tienes hijos –le gritaron-, si hubieran violado a


una hija tuya, ya veríamos si te ibas tan tranquilo. Encima abusan de la
chiquilla más indefensa de todo el pueblo, mal nacidos.

Pobrecita Sole, sin duda la criatura más inocente. Laura no pudo evitar el
llanto cuando nos lo dijeron. Además, removió su propia experiencia en la
carretera, claro. El caso es que la cosa está que arde. El padre de la chica ya
ha aparecido dando tumbos por el pueblo con una escopeta en la mano,
llamando a voces a los gemelos, entre la pena y la preocupación de los
vecinos. El que resulta peligroso es el Sota, el tío de la chica, ése cuando abre
la boca lo hace con tanto odio y con tanta frialdad que acojona; ahora anda
de un lado para otro, con su hijo Andrés y la madre de la chiquilla. Parece
que aquí muchos tienen viejas cuentas pendientes con esos Joseses de mierda,
que verdaderamente son peor que una plaga. En realidad, ¿a quién iba a
importarle que gentuza así desapareciera de la faz de la tierra? Si esa
pobrecilla retrasada fuera mi hija, primero capaba al hijoputa y lo tenía un
rato viendo sus miserias y echando sangre, antes de colgarlo del primer árbol
que encontrara. En la casa hay división, Ester y Laura se temen lo peor y no
apoyan ningún acto vengativo, pero si le preguntas a Mario se lleva el pulgar
al pescuezo, diciéndolo todo con el gesto.

Tan mosqueados están con los Joseses, que de los moteros asesinos ni se
han vuelto a preocupar. A Jacinto le ha venido Dios a ver, dice Mario, seguro
que no rastreó nada, así se quita el problema de encima, después de todo, esos
dos, solos y a pie en el monte, heridos y sin víveres, la espichan seguro, dice.
¡Bah! Qué se jodan. Alimento para los buitres.

No hago más que refrescarme en el regato o meter la cabeza en el cubo a


ver si amortiguo el resacón. Joder, estoy hecho polvo, hoy, precisamente, con
lo revuelto que está el personal. Acabo de llegar del pueblo, madre mía, es un
barril de pólvora y no hay más que insensatos jugando con fuego alrededor.
Desde aquí, con los prismáticos de Pablo, acabo de ver a alguien subirse al
estrado que montaron para la música, no sé qué coño hacen pero desde luego
no lo están desmontando. Puedo oír el rumor de las voces ahí abajo. Dios,
estas malditas arcadas… cada vez hormiguea más gente por la plaza.

El Sota lanzó la soga por encima del olmo de la plaza. La gran hoguera
arrojaba las sombras de la muchedumbre sobre los muros de los edificios.
Crepitaba y escupía chispas y retorcía las sombras con hipnótica y delirante
fascinación.

-Súbete, Andrés.

El hijo del pastor trepó al árbol desde el tablado y amarró la soga a una
rama bien gruesa, de forma que el otro extremo bailara sobre el estrado.

Hacía tanto calor al arrimo de la hoguera que el sudor untaba los cuerpos
como mantequilla derretida. No había en todo el pueblo más luz que el círculo
luminoso proyectado por la fogata, que recortaba rostros tensos, ojos
horrorizados o salvajes, gestos mortíferos y soeces en la noche, más negra que
la pez.

-¿No se soltará la cuerda, chaval?

-Antes se troncha la rama que se desata la soga- el pastor deslizaba el nudo


corredizo del otro extremo, arriba y abajo, agrandando y achicando el redondel
de la soga delante de todos. Los resplandores del fuego apenas le alcanzaban
la cara, encaramado como estaba en lo alto del escenario que habían montado
bajo el árbol.

-Buena corbata te van a poner, cabrón.

-A ver cómo se te queda el cuerpo dentro de un rato, desgraciado.

-No te van a quedar más ganas de culear, hijoputa.

La multitud se abrió como cortada por un cuchillo, dejando pasar a dos


hombres que arrastraban a otro, maniatado y que se debatía salvajemente.
Soltadme, soltadme. El trío irrumpió en el cono de luz. Era un muchacho alto
y corpulento, respiraba afanosamente y no dejó de retorcerse hasta que una
mujer le cosquilleó con un enorme cuchillo entre las costillas. Quieto, o te
saco la asadura aquí mismo, como a un cochino.

En cuanto el chico enmudeció, la multitud que hormigueaba a su alrededor


calló también. Por un instante no se oyó más que el estallido de la leña en la
hoguera y las encolerizadas respiraciones del gentío. La atmósfera era casi
irrespirable en aquel pozo de luz.

-¡Qué os pasa! ¿Ya os estáis acobardando? –La Trini se plantó junto al


pastor, trepando ágilmente por las borriquetas, arrebatándole la soga de entre
las manos con un tirón rabioso-. A lo mejor queréis traerle a vuestras hijas
para que siga con la faena. -Gritó, con un desgarro que restalló en la noche-.
Yo misma voy a ahorcar a esta basura. Venga, ¡arriba con él!

La masa rugió de nuevo con desmesurado entusiasmo. El muchacho fue


izado sin contemplaciones, mientras se retorcía desesperadamente. Estate
quieto, cabrón, uno de los hombres que lo traía le hundió el puño en el hígado.
El chaval se dobló como un guiñapo. Hicieron falta dos de los mozos más
fuertes para levantarlo en volandas sobre el andamio y poner el cuello del
chico a la altura de la cuerda.

-Bájale los pantalones, Sota, anda, bájaselos.

El pastor había perdido el aplomo. -¿Qué vas a hacer, mujer?

-Voy a cortarle los huevos a este cobarde. ¿Lo oyes, tú? –La Trini apretaba
la punta del cuchillo contra el pescuezo del chaval, quien empezó a hacer un
ruido extraño, como el gañido de un perro. Sus ojos brillaban de espanto,
grandes y blancos como dos huevos.

-Vamos, coño, sácale el cinto –el pastor estaba como atontado, de modo
que la Trini lo apartó de un empellón, forcejeando para desabrocharle el
cinturón al muchacho.

Sobre el chisporroteo de las llamas, el gañido del chico taladraba los oídos
de los concurrentes. Era un sonido áspero y gutural, increíblemente inhumano.
Pesaba como hierro el aire infecto, un olor agrio a sudor, a violencia, a miedo.

-Se ha meado, Dios mío, se lo está haciendo encima -la voz salió de entre
la multitud, dolorosa y culpable-. No lo hagas, Trini, no lo hagas. -Los más
próximos al entarimado vieron el charco de orina, las gotas que reventaban
contra el enlosado de la plaza.

El odio se fue apagando como se apaga una vela. Algunos seguían mirando
fascinados el cadalso, pero otros bajaron la vista al suelo, evitando los ojos
vecinos; otros se escurrían discretamente hacia las sombras, abandonaban el
lugar.

La Trini apenas se detuvo un momento; luego dio la espalda a la multitud,


terminó de liberar los pantalones del muchacho y le bajó los calzoncillos de un
zarpazo. –Puaj, encima de cobarde, guarro.

Un alarido rompió entonces la noche. La Trini estuvo a punto de caer de


cabeza si el Sota, el pastor, no la sujeta. El chaval casi se suelta de los dos
hombres que lo agarraban. El andamiaje entero empezó a balancearse y a
temblar, amenazando con su desplome inminente porque el chico seguía
luchando entre aullidos de terror.

Se quebró el hechizado pasmo de la gente, los más cercanos al olmo


echaron mano a las borriquetas, afianzaron el andamio, ayudaron a descolgar a
la Trini, que se columpiaba peligrosamente en el borde de los tablones. Un
brillo había caído al pie de la estructura. Un pie anónimo lo apartó, la mano de
alguien lo recogió y acabó por arrojar el cuchillo hacia las sombras, como si
quemara.

La gente estaba tan atareada sujetando el andamio o escabulléndose por las


callejas laterales que no repararon en el ruido de pasos que se acercaban a la
carrera.

-¡Dios! ¡Estáis locos! ¿Qué habéis estado a punto de hacer?

-¡Quieto, Felipe! ¡No hace falta, ya lo bajan! –Mario agarró la muñeca del
antiguo guardia civil, cuya mano, en alto, apretaba la pistola reglamentaria a
punto de disparar.

Cuando Felipe dejó de amartillar el arma, casi todo el mundo congregado


en la plaza un momento antes había desaparecido como por ensalmo. El chico
estaba ovillado contra el tronco del olmo, con los ojos todavía desorbitados,
tapándose la entrepierna; respiraba con fuerza y temblaba descontroladamente,
su cuerpo surcado por juguetonas lenguas de luz.

OTOÑO ROJO

Lo primero en arder fue el tinado del Sota. No había noche en que él no


durmiera con sus ovejas, temiendo una represalia. Pero no pudo hacer nada. Si
no llega a salir por piernas del cobertizo, hubiera perecido achicharrado.

Nada vio. Los perros que largó afuera dejaron de ladrar, por lo que retuvo
al mastín con él, dentro del chamizo. El rebaño empezó a removerse y a balar.
Ladraba frenético el perro. Venteaban el humo. Cuando el Sota salió para ir
arreando las ovejas fuera del tinado, sintió que el cielo se despedazaba. El
golpe en la cabeza lo dejó lelo, vio cosas borrosas como entre sueños, hasta
que perdió el conocimiento mientras lo molían a palos.

Despertó como si emergiera de un hoyo de brasas. Apenas podía moverse;


no había parte de su cuerpo que no protestara. El hedor a carne quemada y el
soplo abrasador del rescoldo le mareaban. Lo habían arrastrado lo bastante
lejos para que el fuego no le alcanzara, pero suficientemente cerca para sentir
su aliento y contemplar el espectáculo desolador de las ruinas humeantes
plagadas de cuerpos calcinados.

Poco después, un pajar aledaño a la vaquería de Esteban a punto estuvo de


correr la misma suerte. Una descarga cerrada de los dos escopeteros que
vigilaban lo impidió. Oyeron un grito y un golpe metálico. Al amanecer
encontraron el bidón de gasolina y un pequeño rastro de sangre. Estos
hijoputas, dijo uno, nos quieren abrasar con nuestra propia gasolina, pues
desde hacía un tiempo les venían robando el combustible celosamente
escatimado de sus vehículos, de modo que quien no tenía garaje tuvo que
vaciar los depósitos y renunciar a arrancar periódicamente los coches para que
las baterías no se echaran a perder.

También arrasaron un tercio del patatal comunitario que habían sembrado y


cuyo fruto esperaban recoger a primeros de octubre.

Se colmó el vaso. El pueblo entero percibió esta última fechoría como la


declaración de guerra definitiva.

A mediados de septiembre se abrió la veda. También la veda del hombre.


Empieza a hacer fresquito. Se acabaron los chapuzones en el río; muy


pronto, según Laura, de noche hará demasiado frío para perdernos los dos
por los rincones de la parcela. Se acabaron las charlas bajo las estrellas, en el
porche de la casa. Pero no es el tiempo lo peor, sino la amenaza constante de
esas fieras. Mario ha dispuesto, bueno, hubo un simulacro de votación en la
casa, pero todos sabíamos que él no permitiría otra cosa, y con razón, ha
dispuesto que nadie salga solo por ahí, así que cada mañana nos ponemos de
acuerdo para distribuir las ocupaciones de forma que cuando vamos por leña
o por agua o bajamos al pueblo, sea por parejas y con la perra al lado,
mientras que los demás quedan en la casa, vigilada por el bicharraco del
mastín. Ahora tenemos dos escopetas, y no dejamos el trabuco ni a sol ni a
sombra. Lo mismo anda haciendo la gente del pueblo. También hemos
aumentado de dos a cuatro el número de vigilantes por turno. Después de la
zurra que le dieron al pastor, todo el mundo está acojonado.

Esos hijos de puta estarían mejor muertos. Gentuza apestosa. Si ya es


bastante putada llevar más de tres meses viviendo como cavernícolas, encima
en alerta permanente para que esa familia de sicópatas no te de una paliza, o
te queme la casa o algo peor. Hasta por la noche hacemos guardia no sea que
salgamos en llamas. En el pueblo hay una ronda nocturna. Verdaderamente
esos cabrones nos tienen sitiados.

No hay noche en que no me duerma imaginando que aprieto un interruptor


y se enciende la luz, que mi cuerpo se muere de gusto entre los vapores de una
ducha caliente, que me como un chuletón que se sale del plato.

Las provisiones de la matanza, para quienes las tenían, no iban a durar


hasta la matanza siguiente (solo tres familias seguían con la tradición). Los
alimentos confiscados y repartidos en su día hacía tiempo que se habían
acabado, igual que las patatas de la temporada anterior. No disponían más que
de legumbres, pan y harina, que calculaban, dependiendo de cómo las hubiera
administrado cada familia, se estirarían hasta principios o mediados de
noviembre, y hortalizas, que el tiempo frío haría imposible seguir cultivando,
excepto para los pocos afortunados que se habían agenciado plásticos
transparentes para montarse un pequeño invernadero, pero cuyo consumo se
alargaría pues quien más quien menos había preparado conservas. Si el tiempo
acompañaba, podrían recoger la cosecha de patata nueva a primeros de
noviembre. Aparte estaba la leche de las vacas de Esteban, pero ya no podían
ni soñar con trincarse algún cordero de vez en cuando, desde que los Joseses
habían abrasado el único rebaño. Lo único favorable era el hilillo de agua que
había vuelto a manar de la fuente del pueblo gracias a las tormentas, y a la
expectativa de una buena temporada de caza.

Tampoco la farmacia tenía mucho que ofrecer a quienes demandaban


medicamentos. Los boticarios se las arreglaban para elaborar preparados en
vista de la escasez, muchos de ellos no más que placebos que Ana, la medio
enfermera, se encargaba de administrar con una cháchara tan convincente que
muchas veces acababan por ser paliativos frente a las dolencias menores. Ni a
Ester le quedaban productos en su pequeño herbolario, aunque seguía abriendo
la tienda, pues cada vez más vecinos acudían a ella en busca de remedios
naturales para cualquier achaque, de modo que el local se había transformado
en una especie de consultorio alternativo. Ella contaba allí con sus libros y
manuales, y los manoseaba hasta la extenuación en busca de soluciones.

Se agudizó la nostalgia por los buenos tiempos del café aromático en la


mañana, las viandas variadas bien condimentadas y sabrosas, sobre todo
sabrosas, lo dulce en el paladar, el lujo de defecar sin tener que salir de casa,
las compresas de celulosa y el papel para el culo. La bendición del agua
corriente. Muy pronto echarían de menos la magia de pulsar un botón y
generar calor.

Las calles del pueblo se habían llenado de barbudos. Ya no quedaba ni


aceite rancio que reutilizar ni rastro de sosa para hacer jabón. Las axilas de las
jóvenes empezaron a tupirse de vello. El olor de muchos se fue tornando
rancio, picante. La aldea toda estaba embadurnada de ácida peste a orines,
pero todo había sido tan progresivo que nadie parecía percibirlo.

La tensión podía estrujarse con la mano en todo el valle.

Tal era la opresión ejercida por la amenaza de los Joseses, que


determinaron librarse del insufrible fardo.

-Entonces, listo –hablaba Julio, quien no había palmo de terreno en el


contorno que no hubiera pisado muchas veces-; lo haremos como si fuera una
batida. Un grupo desde lo alto del monte; el otro cercando la casa desde
debajo. Si apretamos bien el cerco, no tendrán más remedio que escapar por el
lado del arroyo.

-Arreadlos para allá –dijo el Sota, que desde el primer día, después de la
paliza, en que pudo andar, no hacía más que rondar las afueras del pueblo con
su carabina por si asomaban el hocico-, que yo los voy ventilando. Cago en la
leche, si hubiéramos colgado a ese, ahora serían uno menos.

-Si ni siquiera sabíamos si fue él. Nadie en este pueblo es capaz de


distinguir a esos dos rapaces.

-Igual fueron los dos, vete a saber –terció otro-; además, qué más da, esos
sarnosos son todos de la misma ralea .

-Este de aquí –el Sota se golpeó el pecho con su sucia manaza-, les va a
sacar las tripas a todos. Te vas a dar un festín con el mondongo de esos
cabrones, Marqués –dijo, dándole al perro un cachete en el lomo.

Cuando lo bajaron del monte, el pastor estaba medio muerto. Los Joseses
lo habían dejado cojo y le hundieron dos costillas, aparte de descalabrarlo,
pero el tipo era duro como granito y, sin ayuda de nadie, solo mascando su
odio en reposo, fue resucitando. Plantado en la plaza, mugriento, greñudo, con
sus ojillos feroces y las pezuñas sobre la escopeta herrumbrosa, infundía tanto
pavor que había un círculo despejado a su alrededor, a pesar de que todos se
apiñaban, como en todas las ocasiones decisivas, frente a la fachada del
ayuntamiento.

-Qué vamos a hacer con ellos cuando los agarremos.

-Te crees tú que esos lobos se van a dejar enganchar–replicó Pedruche-.


Los muy maricones se van a defender con uñas y dientes.

-De eso se trata, precisamente –Mario elevó la voz por encima de los
cuchicheos de sus vecinos; era una voz más espesa, más ronca y oscura que
antes-. Además de acorralarlos hay que azuzarlos tanto que se vuelvan ciegos
de furia. ¡Lo entendéis o no! Se van a apretar el nudo ellos mismos.

-Eso es. Muerto el perro, se acabó la rabia.


Esperaron a la primera noche de luna llena. Ascendieron por el cerro en


absoluto silencio. Iban a campo traviesa, evitando cualquier sendero o trocha,
en fila india y tomando infinitas precauciones para no hacer ruido. Por
sugerencia de Julio, se habían frotado la ropa con boñiga seca de vaca, para no
alertar el olfato de los perros.

Tres grupos. Uno subió a la altura de la casa de los Joseses, que estaba más
arriba de la vaquería, un edificio de una sola planta a dos aguas construido por
el padre del Viejo en los tiempos en que no había normas urbanísticas y que ni
la Consejería de Medio Ambiente había podido erradicar del paisaje. Otra
partida de cazadores se apostó por debajo de aquella zahúrda, al pie del viejo
arenero, ya disimulado por la maleza, una cortadura que arañaba la montaña y
que impedía acceder a la vivienda desde ese lado. La tercera cuadrilla se
amagó cerca del arroyo. Este se descolgaba por la montaña, a unos doscientos
metros de la casa, excavando un hondo barranco muy espeso que cortaba la
salida por esa parte.

Oliendo a mierda como iban, y marchando a paso de tortuga, consiguieron


que ni un solo perro marcara su aproximación. Sobre las tres de la madrugada,
los tres grupos estaban en sus puestos. Julio, el guarda, que era quien dirigía
las batidas del jabalí todas las temporadas, desplegó a la gente del primero (en
el que iba Mario) de forma que cubrieran con sus escopetas un semicírculo
cerrado sobre la parte superior y un flanco de la casa. Por debajo, agazapados
al pie del arenero, la segunda partida bloqueaba la fuga. Debido a la mayor
distancia, los dos únicos rifles de la batida se situaron allí. En lo alto del
barranco por el que se precipitaba la torrentera, tapando el otro costado,
estaban el Sota, Antonio y otros dos tiradores, más el mamarracho del
Calderilla.

Esperaron. Mario sabía que el aguardo era el peor momento. Mientras se


está haciendo algo, mientras se ponen los cinco sentidos en no hacer ruido
para no levantar la liebre, no se piensa en otra cosa. Una vez ubicados, tocaba
estarse bien quieto y sujetar la tromba de pensamientos, para no aflojarse;
tener los nervios a raya, ahuyentar la duda y el miedo.

Se habían desplegado tan temprano para asegurar la sorpresa, pues sabían


que los Joseses madrugaban para poner sus lazos y recoger sus presas y
merodear por todo el valle como silentes alimañas. El relente se metía en los
huesos. Podían distinguir todos los detalles de la explanada y de la casa a la
luz de la luna. Los dedos apretaban entumecidos los guardamanos de las
escopetas. Cada vez que alguno se removía, el responsable de cada grupo
chistaba suavemente para sujetarlo. La serenata de los grillos no hacía más que
ahondar el silencio.

Sobre las cinco arrancaron los cantos de los gallos, allá en el pueblo y
cerca de ellos, en el corral destartalado de la casa que cercaban. En el
momento indeciso en que empezaba a clarear, unos goznes chirriaron. Era
tanto el sigilo y tantas las ganas de que todo comenzara, que el ruido les sonó
como el estampido de un trueno. Los cazadores amartillaron sus armas viendo
al Viejo asomar la jeta por la puerta de la casa. Cuatro perrillos ratoneros
brincaban alrededor, husmeando el aire. Uno de ellos empezó a ladrar, con el
hocico tenso hacia la oculta hilera de tiradores. Los demás lo secundaron
enseguida, formando escándalo y provocando la respuesta en cadena de los
perros de la vaquería, los de Mario y los de las casas del pueblo. Las manos se
crisparon sobre las armas. Julio hizo gestos apremiantes para que nadie
rechistara. El Viejo acabó con la bulla a patadas, que los gozques esquivaron
con indudable experiencia.

A medida que la luz del alba iba alumbrando el valle, uno tras otro, fue
saliendo toda la camada. Dedos agarrotados en los gatillos. Respiraciones
contenidas. Galopar de corazones.

Ni los de abajo ni los del arroyo veían nada, atentos tan solo al primer
disparo para echar mano al gatillo, deseosos de que ocurriera de una vez,
anquilosados tras las horas de acecho.

La primera rebanada púrpura asomó sobre los montes del este. Después de
tanta noche y de la primera luz dudosa del crepúsculo, a algunos les infundió
calor y a otros la angustia de empezar a ver las cosas de otra manera.

Retumbó el primer disparo. El valle entero se sobresaltó. Bandadas de


pájaros levantaron el vuelo despavoridas. Todos los perros se largaron a ladrar
con desenfreno. Casi simultáneamente tableteó el tiroteo. La gente de Julio se
había cargado al Viejo y herido a uno de los hijos. Al poco, los muchachos
asomaron por lo alto del arenero, agazapados entre las matas. Uno de ellos era
arrastrado a pulso por los otros dos. Tronó un zurriagazo seco y silbante desde
abajo. El herido se despeñó por el arenero, dando volteretas como un
monigote.

Los otros torcieron hacia el barranco, pues les estaban disparando desde
todos los demás puntos. Había pasado el tiempo de los nervios y de la
angustia; era el momento de la euforia; los cazadores recargaban y disparaban
con entusiasmo homicida, sin reparar en todos los cartuchos que
desperdiciaban. Los vieron aparecer al otro lado de la quebrada, y nadie
disparó. Bajaron la pendiente y cruzaron el arroyo, dispuestos a trepar la
cuesta. Había varias armas apuntándoles, casi a quemarropa. Los estaban
viendo abajo, oían su aterrorizado resuello, distinguían el miedo abyecto en
sus rostros desencajados, pero ninguno parecía tener arrestos para iniciar la
ejecución. Apretujaban sus armas y sudaban de ansiedad.

Un gruñido los saco del aturdimiento. El Sota bajaba por el despeñadero


hacia ellos. Los fugitivos apenas tuvieron tiempo de ponerse en guardia. El
pastor arremetió contra uno de los gemelos, que se dobló tras la embestida.
Todos vieron la navaja entrar y salir fulgurantemente de la barriga del
muchacho, que no caía al suelo porque el pastor lo sostenía con su otro brazo,
mientras seguía asestándole rojizos navajazos. El Sota gruñía roncamente.
José Joaquín, el mayor de los hermanos, levantó un pedrusco enorme. A punto
de descargarlo sobre la nuca del Sota, rebotó otra detonación por las paredes
de los montes. El Joaquín se desmoronó con la espalda abierta por un tiro a
bocajarro, hundiendo el morro en el agua. Como el Sota se había detenido por
fin, el gemelo quedó acurrucado entre los pedruscos del cauce, con la barriga
hecha trizas.

-Toma, cabrón, trágate esta.

Sonó un disparo más. El cuerpo sin vida de José Joaquín se remeció por la
perdigonada brutal. El Calderilla aferraba la superpuesta con salvaje alegría.
Hincó el doble cañón en el costado del muerto, hurgando con saña. Todos,
menos el Sota, lo miraron con asco.

Podía haber estado en cualquier otro sitio; podía no haber estado. Pero
no, Mario se empeñó en que nadie debía escabullirse. Lo habían decidido así.
Tú no eres del pueblo, pero estás aquí, y lo más probable es que sigas vivo
precisamente por estar con nosotros; y lo malo es que el muy cabrón seguro
que tiene razón. Se ha vuelto más, no sé, más brutal. No es que me disguste,
porque sé que ahora dice exactamente lo que piensa, sin guardarse nada, solo
que a veces asusta un poco. Se le ha puesto pinta de náufrago loco, con esas
barbas tortuosas y esos pelos. En fin, está claro, aquí se ha asesinado a cuatro
hijos de puta y había que involucrar a todos. Y no me parece tan mal, qué
coño, ya podemos dormir tranquilos otra vez, solo que no hubiera querido
verlo. Por qué me tocaría estar en el grupo de ese pastor grillado, cómo voy a
olvidar el brazo entrando y saliendo de la tripa del chaval y la mano del Sota
llena de sangre hasta la muñeca. Todavía eso, con el tiempo lo voy a digerir,
pero lo otro, lo otro no me lo quito de la cabeza ni aunque viva cien mil años.

-Ese hombre está loco –comentó Ester, con espanto-. El día menos pensado
da un susto a cualquiera.

-¡Bah! Es inofensivo. Ya se ha quedado a gusto. No dará ningún problema


–dijo Mario.

Luz cenicienta. Frío seco, penetrante. Finales de septiembre.

Habían suspendido una cadena con un gancho en el extremo, que colgaba


justo en el centro de la chimenea, así que ahora cocinaban dentro de la casa en
vez de hacerlo en la parrilla de fuera. Habían recuperado un gran caldero de
cobre del desván de la casa de los padres de Mario, que borboteaba todas las
mañanas con el pobre yantar monótono de cada día.

Mario y su hijo comían con apetito, pero ni Ester ni Laura ni Antonio


probaban bocado.

-Qué pasa, Antonio, ¿se te ha quitado el hambre? Con la gimnasia que


haces por la noche, deberías comer más.

-Mario, por favor –trató de cortar Ester.

Pablo se reía por lo bajo. Laura no sabía si avergonzarse o enfadarse.


Antonio miraba la lumbre con gesto hosco.

-No es que me importe; si yo estuviera en tu lugar haría lo mismo; eso sí,


con un poco más de discreción.

-Muy bien, no molestaré más –dijo Antonio, en un tono resignado-. Cojo


mis cosas y me largo.

Antonio salió de la atmósfera repentinamente enrarecida de la casa. El frío


viento balsámico le alivió, pero la luz era lúgubre sobre el valle.

-Adónde vas a ir. Anda, mi padre se ha puesto un poco borde, trata de


entenderlo. A él también le afecta todo lo que ha pasado –decía Laura, que
había salido detrás de él-. Además, anoche nos pasamos un poco. Qué
vergüenza, joder. Ya te dije que tiene muy mal dormir; es como un búho, se
despierta a la mínima.

-Pediré a Jacinto que me deje dormir en el ayuntamiento.


-¿Y a quién te vas a arrimar para comer? Tú te quedas. Te vas a arreglar
con mi padre y afrontarás lo que venga con nosotros.

Había un dulce mandato en sus palabras, y Antonio no dijo nada. Agarró


un hacha y se perdió por los prados. Toda la tarde se estuvieron oyendo sus
hachazos en el monte.

Horas después, cuando Mario regresaba de casa de sus padres, lo vio a lo


lejos con el hacha al hombro. Cuando llegó hasta él, se fijó en las manchas de
sangre en el mango del hacha, entre las hinchadas manos pulposas del joven.

-Vamos –le dijo, como si nada hubiera pasado-. Esta noche vamos a
olvidar las penas. –Le enseñó el contenido del morral, en el que junto a dos
conejos brillaba el vidrio ambarino de una halagüeña botella.

Mientras la oscuridad se cerraba afuera, se comieron los conejos asados en


la lumbre y bebieron a morro, incluso Ester, que nunca lo hacía, pasándose la
botella de güisqui de mano en mano.

-¿Le duele mucho? –preguntó Ester.

-Le atormenta cada vez más. Las noches son lo peor. El dolor no le deja
dormir, tiene que levantarse, pero ya empieza a hacer frío en las casas. Bueno,
por lo menos por el día puede descansar.

-A ver qué le puedo preparar.

-Lo que sea, no importa que sea fuerte, el caso es mitigarle el dolor. Por lo
demás, desde que ha dejado de tomar tantísimas pastillas y de hacerse pruebas,
va mejor de todo, del estómago, del riego. En fin –concluyó, con fatalismo-,
no está peor de lo que hubiera estado, atendido en un hospital. Lo veo con
ánimos.

-No creo que llegue el día en que el abuelo pierda el buen humor –dijo
Laura.

-Es verdad; ya quisiera yo tener la mitad de entereza que él.

Mario alzó la botella en actitud de brindis, echó un trago larguísimo y,


adrede, se la alcanzó a Antonio, diciendo: “Lo pasado, pasado. Asumamos lo
ocurrido, aunque duela, y sigamos adelante. A lo hecho, pecho. Sobrevivir es
lo que importa”.

Sobrevivir es lo que importa, dice, y sé que tiene razón porque prefiero


haber visto lo que he visto y estar vivo, haber participado en la matanza,
aunque no haya disparado un solo tiro, a estar libre de preocupaciones bajo
tierra. Porque en las noches frías sigo teniendo a Laura a mi lado. Como esa
noche en que yo me empeñé en que bajara a dormir conmigo porque estaba
asqueado y furioso y me abrazó, pero a mí no me bastaba con eso, no podía
quitarme aquello de la cabeza y, como para apaciguarme, todo mi afán era
follar con ella y tan pesado me puse que al final Laura me dejó hacer y yo por
fin pude dormir y olvidar los perros comiendo entre gruñidos, los cuatro
cadáveres puestos cada uno sobre dos palos cruzados en aspa y apoyados
contra el muro del corral, con las piernas y los brazos estirados y atados a los
maderos, abiertos en canal desde el esternón hasta las ingles y todas las
tripas tiradas por el suelo bajo una nube de moscardones verdes mientras los
perros hacían ese horrible ruido pastoso engullendo la porquería.

Ese loco, esa bestia inmunda que tuvo el valor de desenterrarlos a los
cuatro y trasladar sus cuerpos hasta el pueblo y que ahora vaga por los
montes como una sombra.

Había que acumular toda la leña posible, apilarla bajo techo para que
secara. Los ecos de las hachas rebotaban por el valle en los frescos días
nubosos del otoño.

Era, también, el tiempo de la cacería. Aunque bastantes habían zampado


carne salvaje de vez en cuando, fue a finales de septiembre cuando decidieron
darse vía libre. No había manera de controlar las capturas pero tampoco
muchos cazadores que dispusieran de abundante munición, por lo que el
monte era de aquellos que dominaban el lazo. Eliminada la rapiña constante de
los Joseses, no quedaban más que cuatro hombres capaces, aparte de Julio, el
guarda, que en esas lides se las sabía todas. Los demás no sabían más que
darle al gatillo, o eran viejos sin piernas ya para patear el monte. En vista de lo
cual, trataron de organizar una partida de tramperos, pues de otro modo
muchos no iban a catar la caza. Pero, ¿cómo iban a suministrar caza menor
para todos? No vivían en las extensas llanuras agrícolas infestadas de conejos,
pródigas en liebre y perdiz. Allí había que sudar cada presa, no digamos si era
la dura perdiz roja que se la pasaba volando de cerro en cerro. Así que cada
cual se apañara, y allá cada uno con sus componendas o alianzas familiares
para conseguir un cacho de carne.

Acordaron, no obstante, que nadie tocara la caza mayor. Julio se encargaba


de batir los montes, ayudado por dos más, por si algún listo andaba poniendo
lazos al jabalí y al corzo. Estas se declararon piezas de caza colectiva, para ser
abatidas en montería, o por las trampas de Julio. Después se repartirían la
carne equitativamente, y que cada cual se lo montara a su manera, guisándolo
todo o reservando chicha para embutidos y jamones, si había quien conservara
aderezo suficiente y no temiera el amago de la triquinosis.

Los días se acortaban, y con ellos los ánimos de muchos habitantes del
pueblo. El aire que soplaba de la sierra era cada vez más cortante y más frías e
inhóspitas las noches.

-Aquí ya hace frío, papá.

El viejo estaba sentado ante el balcón, aprovechando los últimos rayos


solares. Se abrigaba con pelliza y una manta le cubría las piernas. Fingía
concentrarse intensamente en la lectura de una vieja revista de caza, mientras
su hijo le hablaba.

-¿Estás oyendo a los chicos, Félix? Dios mío, qué hombre, cuando no le
interesa –dijo, mirando a Mario y a Ester-, se hace el sordo.

-Os oigo perfectamente –los miró el anciano-. Aún no hace tanto frío. Yo
creo, Rosa, que podemos aguantar un poco más.

-Mira que eres cabezón –le reprendió su mujer-. No te preocupes por tus
cosas, la casa de los chicos está a un paso.

-Vamos, Félix, no te hagas de rogar –apremió Ester-. Mañana mando a


Pablo y al novio de la niña, os desarman la cama y a la noche ya la tenéis
montada en casa –se inclinó sobre él, sacudiéndole suavemente, dando el
asunto por zanjado-. Vas a estar como un rey, con tu camita enfrente de la
lumbre.

Fuera de la casa, Rosa despedía a su hijo y a su nuera, que se habían


encargado, como cada día, de llevarles la comida, pues los abuelos dependían
totalmente de la electricidad y del gasoil para comer y calentarse.

-Mucho mejor, hija –le decía Rosa a Ester-. Aunque esté feo decirlo, ¿tú
sabes que odisea con papá –miró a Mario- cada vez que necesita hacer de
cuerpo? Vosotros salís y ya estáis en el campo. Mira que a lo que hemos
llegado.

-Bueno, mamá. Prepara vuestras cosas, que mañana lo subimos todo.

-Y a ver si te afeitas esas barbas, hijo, que pareces un vagabundo.


Pequeño, regordete, peludo, Jacinto semejaba un osezno con gafas.


Escuchaba como quien oye llover, en tanto se discutía la conveniencia de
plantar trigo en la antigua era.

-Para qué; digo yo que para cuando queramos segar ya se habrá arreglado
todo.

-Mira tú, así llevamos diciendo desde hace casi cuatro meses y todo sigue
lo mismo. Mejor prevenir y mirar por nosotros, no nos vayamos a morir de
hambre.

-¿Y tú crees que vamos a llegar hasta el verano para que nos sirva el
grano?

-Me cago en diez, aunque tenga que acabar comiendo perro, yo te digo que
tiro. Aunque no quede ni un gurriato vivo en el valle, hostias.

-Algunos pueden ir cascando, pero en todas las guerras hay supervivientes


–dijo Felipe, cortando la polémica-. Mi opinión es sembrarlo; para algo lo
tenemos. ¿No se iba a hacer, de todas formas?

-Hombre, sí, pero estaba en manos de Cañete y su tractor. Gasoil para la


máquina, no hay. Bueno, y, si contamos con el grano, es gracias a los
cazadores, que querían plantar trigo a ver si criaba la perdiz.

-Y luego, ¿quién queda que haya segado a mano? Cuatro viejos. Ni aperos
debe de haber, alguna hoz roñosa en los sobraos. ¿Dónde hay un trillo? Madre
mía, si es volver a los tiempos de Maricastaña.

-Ahí tienes a uno que es capaz de segarse él solo la era entera; o no,
Caminero.

-¡Si no habré circulado yo por ahí agachando el lomo, madre mía!

-A ver –se levantó Benito, el secretario, viendo en vano cómo Jacinto se


inhibía-. Hacemos como de costumbre. Votamos y lo que salga, se hace.

-Sí; si no, nos va a dar aquí la hora de la cena.


Nunca lo hubiera imaginado. Mientras montamos el camastro de los


abuelos de Laura en el salón, con Pablo y yo arrastrando la cama de un lado
para otro según los caprichos de Ester y de Laura, nadie parece pensar dónde
voy a dormir yo. La perspectiva de compartir la estancia con los viejos no me
hace muy feliz. Al final, conseguimos ubicar el mueble a gusto de las dos, de
forma que no entorpezca para sentarse en los sofás ni para cocinar en la
chimenea.

-Coge tus cosas, Antonio - me dice Ester-; las puedes ir subiendo a la


habitación de Laura.

Fecha histórica. Agradezco en el alma la venida de los viejos, que tanto


me estaba jodiendo un momento antes.

-Huy, mi manta de invierno –se ríe Laura, sobándome la barba.


Durante todo el mes de septiembre, habían cruzado los cielos del valle
cárdenas nubes panzudas; poderosas ventoleras habían embestido los bosques
circundantes y los tejados de las casas; la luz se había ido manchando de gris;
las primeras lluvias tormentosas habían devuelto el brío a los arroyos y al
chorro de la fuente. Pero no fue hasta la última semana del mes cuando llegó
el verdadero zarpazo del frío. Un día los montes amanecieron coronados por
pesados nubarrones, que la brisa gélida apenas despegaba de las cumbres. La
gente se envolvió en sus abrigos y chaquetones; empezaron a verse por el
pueblo gorros y bufandas. Algunas casas quedaron vacías, pues quienes no
podían alimentar un fuego trataban de arracimarse en casas de parientes o de
amigos compasivos.

La primera semana de octubre se presentó cargada de lluvia. Un toldo gris


cubrió todo el valle, atirantado de loma a loma, por debajo de los picos, y se
estuvo siete días con sus siete noches diluviando, como si un titán puñetero los
baldeara desde las alturas. En todo ese tiempo no amainó ni un solo instante.
Al principio, entre jarreo y jarreo, lloviznaba, pero luego no hubo más que una
constante y mansa lluvia.

Cuando por fin escampó, el cielo añil resplandecía, los campos y los
montes chorreaban agua, y el pueblo entero espejeaba como recién salido de
un túnel de lavado. En el amanecer no se oía otra cosa que el gorjeo
enloquecido de los pájaros y el ladrar de los perros, hasta que,
intempestivamente, empezaron a doblar las campanas.

El tamborileo de la lluvia había apagado para siempre la resolución de


cuatro ancianos, que parecían haberse puesto de acuerdo para morir a la vez y
ahorrarles paseos a sus vecinos.

-¿No vas a ir?

-No; ve tú si quieres –contestó Mario.

-Cada día estás más descastado, hijo –le reprendió Rosa, su madre.

-Dejadle tranquilo. Esos ya ni tienen prisa ni necesitan compañía –se rió un


poco forzadamente Félix, a quien habían reclinado sobre el sofá, entre tanto
cojín como un polluelo sobre la borra del nido.

-Bueno, entonces acompaño yo a tu madre –concluyó Ester, en un tono que


quería decir: “menudo marrón, ya sabes lo poco que me gustan a mí estas
cosas”.
-Vale.

-¿Y qué va a hacer el señor mientras tanto? –Ester no se resistía a dejarlo


estar.

-En esta casa se necesitan proteínas. Hace una semana que no comemos
más que lentejas y pan.

Se abrochó la canana, llena de cartuchos, y se puso la escopeta en


bandolera. Mario no había cazado en su vida, aunque de chico acompañó
muchas veces a su padre. Ya de adulto, se limitaba a darse largos paseos por el
monte, respetando a todo bicho viviente. Revisó el morral, del que extrajo un
rollito de alambre y unos alicates de corte. Lo metió de nuevo y se sobó los
bolsillos del pantalón. Cuando palpó la navaja se dio por satisfecho. Después
se acercó a los anaqueles, directo a por un libro que echó también al macuto.
Ofrecía una extraña estampa, con zamarra ceñida por la canana, las botas de
goma hasta las rodillas y el gorrito de lana rematando la cabellera alborotada,
por sobre el enjuto rostro barbado.

-¿A dónde vas con eso? –se rió el padre, entre espasmos de dolor.

-Adónde voy a ir.

-¿Estás seguro de que esa escopeta dispara? Creo que no se usa desde los
tiempos de Matusalén.

-Ya lo he comprobado. Va suave como la seda, papá.

-¡Qué hijo éste! Pudiéndose llevar la repetidora, cargar con esa escoba.

La escopeta de Daniel Boom, como dice el viejo. Mario se ha pasado la


semana de lluvia acunándola; ahora la limpio, ahora la engraso. Eso y
practicando con el dichoso alambre. Ojalá le sirva y traiga algo sabroso a lo
que hincar el diente. Dicen que están preparando la primera montería. Pablo
está loco por echarse al campo con los cazadores. Mientras traigan algo.
Aunque no sé. Según Laura, habrá que confiar en que no haya ningún bicho
con triquinosis. No queda otra porque aquí cada vez hay menos papeo. Eso sí,
nos vamos a quedar sin chorizos ni morcillas ni nada de eso, la carne de los
cochinos que se cacen hay que cocinarla toda, precisamente para matar esas
asquerosas larvas, dicen.

¡Qué semana de mierda! Bueno, no del todo. Por el día un aburrimiento


de morirse, venga a llover. Yo me apuntaba cada día a ir a la vaquería por la
leche, por salir y hacer algo. Lo demás no era más que prender la lumbre,
mantener el fuego, traer el agua y alguna otra función doméstica. Pero la
noche era nuestra. ¡Mi coñito zalamero! Ya se puede venir el mundo abajo,
que a nosotros no nos corta el rollo. No he hablado nunca tanto con una chica
en toda mi vida, ni he follado jamás tantísimo con la misma, ni tanto ni tan
bien, pues no hay territorio que nos dé miedo explorar. Que llueva a manta,
que haga frío, que nieve, las noches nos pertenecen, arriba, encerrados en su
cuarto, procurando no hacer ruido mientras toda la casa duerme.

Salgo al monte loco de alegría, con el hacha al hombro, y Tigre, el mastín,


trotando a mi lado. Mario ya se ha ido con la perra y sus artilugios de
explorador de concurso televisivo. Hablando de tele, Pablo rabia con la
ocurrencia de su padre de plantar papeles con notas garabateadas en la
pantalla del televisor, mudo desde hace tanto. “Una tele que vale cerca de
ochocientos euros”, dice, “y la usa como tablero para sus dichosas notitas”.
He salido de caza, No os olvidéis de cortar leña, Esta tarde toca guardia,
Decidle a mamá que se traiga el libro de las infusiones… y así, pues Mario es
el más madrugador y el primero en abandonar la casa todas las mañanas.

Sacudo y sacudo, necesitado de ejercicio; la verdad es que si pongo tanto


afán es por seguir demostrando mi utilidad en una casa ajena, aunque todos
me traten como alguien más de la familia. No puedo evitarlo, sin embargo,
será secuela del trabajo en la empresa, cuando había que estar a tope para
que no te removieran la silla bajo el mismísimo culo.

Ojalá dure el tiempo despejado. Mientas no llueva, a mí me vale. Porque


eso de estar todo el día dándole vueltas a la cabeza no hay quien lo aguante.
Dale que te pego a lo mismo: ¿un ataque terrorista cibernético generalizado?,
no, eso no podía ser, ya estaría resuelto; ¿una súbita parada energética?,
tampoco, por qué va a durar tanto; ¡hasta un ataque extraterrestre! qué
Pablito, a ver entonces cuándo nos presentas a tus colegas alienígenas,
macho; una catástrofe cósmica, ¿de qué tipo?; afortunadamente, en esta
familia nadie propone el castigo divino como explicación. Y luego, la
añoranza, esos rollos tan malos de si funcionara la tele, de cuando me
entretenía en internet, de mis ratos con twitter, las cañitas en el bar, la
musiquita, el fiestorro con los colegas, el cachondeo de los findes. Los
momentos chungos del “síndrome del mando a distancia”, del “mono de
internet”, del “hábito del botón”.

Nunca como en esos días aprecio los muchos libros de Mario, a los que
apenas había prestado atención hasta entonces. Imitar su actitud de no querer
enterarse de nada mientras lee me ayuda a pasar el tiempo.

¡Ah! La enorme tristeza de los días sin sol.

Sigo cortando, contento por tener algo que hacer, deslumbrado por los
destellos del hacha.

-¡Feliz cumpleaños, abuelo!

Nueve de noviembre, día en que Félix conmemoraba sus setenta y tres


años sobre la fatigada Tierra. El ímpetu amarillo del sol inundaba la estancia,
en el tibio mediodía azul apenas manchado por unas pocas nubes altas y
desmadejadas.

-¡Vaya festín, Félix! Qué pena que no haya un cumpleaños todos los días.

El olor de la carne asada perfumaba la casa. Crujía y chisporroteaba el


fuego con el goteo de la grasilla de los conejos que se tostaban en la lumbre.

-Venga, vamos a brindar.

Mario escanció un poco de vino en las copas. Era la última botella,


atesorada para las ocasiones.

-El día que vuelva la luz, nos la trincamos entera.

Festejó Pablo, mojándose los labios antes del brindis, pero frenando a
tiempo ante la mirada correctora de su padre.
-Bueno –dijo Mario, levantando su copa, y todos le imitaron-, aunque
siempre se diga lo mismo, es lo que hay que decir, qué leches, por que
celebremos muchos más, y que lo veamos todos con salud.

Hubo el tradicional barullo tintineante de copas que entrechocan, antes del


ávido primer trago de tinto desde el desenfrenado día de la fiesta.

Laura acercó el puchero con los níscalos y el huevo y lo puso sobre el


salvamanteles en el centro de la mesa. Sobre la mantelería de las ocasiones
relucía la ostentosa vajilla que tan poco gustaba a Ester, pero que entonces
señalaba la importancia del momento. El humo doméstico de la perola dilataba
las narices de los comensales. Ester fue sirviendo mientras Mario retiraba los
conejos de la lumbre, poniéndolos sobre una bandeja, cerca del fuego para que
la carne no se enfriara. Desde allí les llegaba el intenso aroma del aliño.
Antonio cortaba hogazas del gran pan redondo que habían cocido en su propio
horno.

-Venga, a por ello, que se enfría –dijo Félix, lanzándose él mismo sobre el
plato, tenedor en ristre.

-Nos va a subir el colesterol gracias a mi madre –comentó Pablo, que


rebañaba su plato a fuerza de pringadas.

-Deja que suba; mejor tener el colesterol alto que la barriga vacía –dijo el
abuelo, comiendo con renacido apetito.

-Todo gracias al estreñimiento de Ignacia –dijo Mario-. Qué mano tienes,


chata.

Hacía como una semana un anciano arrebujado en su tabardo había subido


hasta la casa. Su mujer no se tenía del dolor de barriga. Hacía una barbaridad
que no iba de vientre. Se retorcía de dolor, y él estaba asustado. Tuvo una vez
una perra que no aflojaba y solo de pensar cómo la diñó se ponía malo. Que si
tenía algo para darle, que las pastillas de la botica no funcionaban y la Ignacia
no se iba a meter nada por, bueno, ya sabía, por ahí. Se llevó al viejo al
herbolario, le entregó un paquete de semillas de lino, que recordara cómo
había que hacerlo, pero el hombre era tan obtuso que Ester lo acompañó hasta
la casa y le preparó las semillas en varios vasos de agua. Tuvo que respirar
bien hondo para sacarse el olor a agrio cuando salió de allí. Al día siguiente el
hombre apareció con un saco. Esta mañana la Ignacia ha salido al corral como
un cohete. Lo ha echado todo como un tiro, maja. Que estaban tan agradecidos
que tenían que aceptarles las gallinas. Por allí andaban, desde entonces,
picoteando mondas, al abrigo del hambre atrasada de los perros en el corralillo
improvisado que tuvieron que montar.

-Pobre mujer, realmente no podía ni menearse del dolor –comentó Ester.

-Pues a base de legumbres, pan, patatas y tomates, como estamos todos,


mucho atasco no se prepara –dijo Felix, que ya atacaba la crujiente carne
aromática de conejo, ante el asombro de Rosa, que lo veía engullir un poco
alarmada-. Esos no tienen más familia que ellos dos solos y se han debido de
hinchar a comer matanza. Así le ha dado esa tripera.

-Venga –exclamó Mario-, nos vamos a trincar la botella. ¡Qué coño! Un


día es un día. Toma, papá.

-No le eches más a tu padre –Rosa trató de interceptar la botella.

-Deja al chico que me eche. No me siento tan bien desde hace la tira de
tiempo. Echa, Mario.

Los perros babeaban afuera, olfateando el olor de la carne. Antes de traer


el postre, Ester les echó todos los huesos, más un poco de comida que siempre
reservaba para ellos. Entretanto, Laura se presentó con una tarta descomunal,
hecha con harina y huevo y nata batida y recubierta con la mermelada de
moras que habían envasado a principios del otoño. Un lujo asiático para
aquellos tiempos de penuria. Y sobre la cama bermeja de las moras un setenta
y tres hecho con pan tostado y una solitaria vela orgullosa plantada en el
medio.

-Madre mía, la que habéis montado –dijo Félix, que estaba en el séptimo
cielo-. Esto merece otro traguito. –Apuró la copa hasta la última gota.

El anciano miraba con ojos chispeantes. La alegría de aquel viejo achacoso


de cuerpo maltratado era contagiosa. Mario desfrutaba con el alborozo de su
padre. Pero nadie sino Ester sorprendió un dejo de nostalgia en la suave
mirada azul.

-¿Otro poquito, Félix? Anda, hombre, que tú eres goloso. Mira que hemos
echado las últimas cucharadas de miel que nos quedaban.

-Bueno, un poquito. Hala, chavales, lo que queda para los jóvenes.


Cuídamelo a Antonio, Laurita –dijo, viendo cómo Pablo hacía por trincarse
todo lo que sobraba-, que todavía le deben de estar doliendo los riñones de
recoger patatas, ¿eh, Antonio?

-Ya estoy hecho, después de las palizas de este verano.

-A propósito de las patatas, ¿habéis traído ya todos los sacos que nos
corresponden?

-Que sí, papá, que sí. Aquí estos dos hombrones los trajeron ayer –dijo
Laura, señalando a su hermano y a Antonio.

-Mario, saca eso que guardas ahí en ese cajón.

-Pero Félix, si hace veinte años que no fumas –se escandalizó Rosa,
queriendo quitarle el puro de la mano.

-¿Te lo enciendo, abuelo?

-Ni que tu abuelo fuera un inválido –dijo, levantándose sin la ayuda de la


muleta y agachándose frente a la lumbre para prender el cigarro.

El viejo dio una primera pitada, larga, intensa, evocadora, entrecerrando


sus ojos claros. Exhaló el humo levantando mucho la cabeza, con la mirada
perdida más allá de la ventana, sobre los cerros próximos y la cumbre de los
montes.

-Hoy estás sacando los pies del tiesto, madre mía –le decía Rosa.

Pero él no oía. Dio unos pasos hacia la puerta, salió afuera sin decir nada.
El cálido aliento del veranillo de san Martín le dio en pleno rostro. Acarició a
los perros que mariposeaban a su lado. Echó una mirada hacia la casa, para
tranquilizar a su mujer. Ester volvió a sorprender el matiz de ese mirar, como
más allá del horizonte, como dentro de sí mismo.

Después de los primeros fríos y de los embates de la lluvia, esos soleados y


suaves días de noviembre les dieron un respiro. Habían recolectado las patatas.
Aunque la saña de los Joseses arruinó un tercio de la cosecha, la tierra había
sido generosa y el reparto, bueno. La lluvia temprana lanzó a muchos vecinos
al campo, en busca de las primeras setas de cardo y de los níscalos del pinar.
El tiempo benigno les permitió escardar y arar la era, donde plantaron el trigo
de invierno. Seguía oyéndose el percutir de las hachas en los prados y en el
monte, entresacando leña de los sotos abandonados, de los fresnos y rebollos
muy jóvenes o demasiado añosos de la dehesa, de los prietos rodales de pinos
en el monte. Como desde el principio del Apagón, el repicar de la campana
señalaba los domingos, en que las cuatro devotas y algún beato iban a la
iglesia a rezar el rosario. De vez en cuando, el olvidado ruido de un motor
daba un toque estridente a la música del valle: alguien arrancaba su coche
durante un rato para conservar la batería. Julio, el guarda, había atrapado un
par de jabalíes y un corzo con los lazos. Demasiado poco para tocar a algo más
de una tajada por barba, de modo que los guisaron con patatas y se los
embucharon en la plaza del pueblo. Era solo el preludio. Habría más
monterías, más bichos pillados en el lazo.

Laura se estremece y se aprieta contra mí. Es temprano. Bajo las copas de


los pinos la sombra es densa y hace frío, aunque fuera del pinar el sol templa
el ambiente. Llevamos cestas de mimbre y una navaja. Vamos peinando la
ladera en busca de níscalos. ¡Cómo me gusta el olor de su pelo! Usan no sé
qué yerbas cuando se lo lavan. “Venga, se te va a pasar el frío; vamos a tirar
para arriba, esto está arrasado”. Así que echamos a andar monte arriba,
buscando el límite del bosque, hasta el mismo borde de los riscos. La
búsqueda de setas, abajo en los prados, es cosa de Pablo, qué cabronazo, se
queda con la parte más fácil, bueno, yo no soy capaz de distinguir entre setas
buenas y malas y, además, Laura me acompaña, de qué me quejo.

Tan arriba como estamos ahora se hace difícil andar porque la ladera se
empina tanto que a veces parece que vamos a echar a rodar, y hay barrancos
y torrenteras que parten el terreno y destrozan las piernas. Pero estamos
llenando las cestas. Cuando están a rebosar, hacemos un alto. Laura jadea.
La aprieto contra mí y bebo su aliento. Las tetas suben y bajan bajo la lana
del jersey. Será este solecillo, será que somos jóvenes, será que no me canso
de ella aunque durmamos juntos, de repente me entran unas ganas locas y
todo mi cuerpo se endurece. Mis dedos empiezan a aventurarse bajo su ropa.
Estoy loco por tus huesos, zagala, le susurro, poniendo voz pueblerina y
comiéndole la boca. Ah, no, no vas a conseguir que vuelva a casa con le
espalda llena de cardenales. Ponte tú encima, anda. Venga, loco, una cosa es
un polvo campestre y otra hacerlo colgado sobre las piedras, como una cabra.
Ya sabes lo ecológico que me has vuelto, el aire sin toxinas me ha hecho
adicto al sexo montuno, insisto, mordiéndole el cuello mientras le meto mano.
Aguanta el calentón, machote, deja los toros para esta noche. Se yergue frente
a mí, desgreñada, con la camisa fuera del jersey. Se compone. Hace ademán
de colgar la cesta en el bulto de mi pantalón, entre risas y picardías.

Adelante. Salimos del pinar. Caminamos trabajosamente por debajo de


unos peñascos enormes. ¿Dónde vamos? Me señala con el dedo hacia un paso
entre las montañas, que parte el paisaje en dos: afilados riscos a un lado, una
alta y redondeada montaña al otro. Allí hay un manantial; vamos a llevarnos
unos berros, a mi madre le vuelven loca.

El terreno es ahora más suave. Ya veo una charca llena de plantitas,


supongo, por lo verde, donde cae un chorrito de agua. El sol nos pega en la
nuca. Me quito ropa de encima, luego me tiro de morros y bebo del caño. El
agua está tan fría que se me pasan los dientes. Me tiendo en la hierba junto a
la fuente, mirando el cielo, mientras Laura va cortando hierbajos de esos que
nacen en el agua. Si no hay más de diez rapaces sobrevolando sobre mí no
hay ninguna. Observo su planeo circular, cada vez más bajo, como si cerraran
el círculo, hacia mi derecha, del lado de la montaña más alta. Me incorporo y
miro hacia allí. ¡Hostias! Hay un tío en lo alto de un peñasco. Está sentado,
más quieto que una estatua. En la distancia no veo más que una figura flaca
con una cabeza que parece todo pelo, bueno, como las de todos, me da por
pensar, ya casi nadie tiene con qué afeitarse. Apoya las manos sobre un palo o
garrota o un arma, no sé. Lo sigo mirando y el tío, nada, ni se inmuta. Parece
un grajo en lo alto de la roca. Me da un escalofrío porque pienso en el pastor
majareta que anda como medio atontado por ahí. Mario dirá que es
inofensivo, pero cruzarse con él arruga el ombligo. Pero no, el tipo este tiene
pinta de estar escuálido. Ahora también Laura mira hacia allí. Joder, oigo, si
es mi padre.

-¡Quién lo iba a pensar! ¡Ay, Señor¡

Sí, se dijo Mario, sin tratar de consolar a su madre, ¿qué iba a decirle? Las
inútiles palabras de siempre: Resignación, Así es la Vida, el Descanso, el
Cielo. El cielo, el consolador e improbable paraíso de los menesterosos
humillados por la dura lucha cotidiana.

Pero quién puede afirmar con absoluta certeza que verá otro amanecer.
Quién imaginó siquiera un mundo sin luz, ni agua corriente, ni teléfonos, ni
coches ni hospitales. Quién hubiera concebido nunca tanta súbita orfandad.

El viento glacial bajaba bramando de la montaña. Le acuchillaba la cara,


agitándole la pelambre como jirones de una bandera. Mario lo leyó una vez
más:

“Sé que me ha llegado la hora. Esas cosas las sabe uno. Yo lo siento dentro.
Manteneos unidos y aguantad. Siempre hay una salida al final. He vivido 73
años. No puedo quejarme. No he vivido mal. Ahora me toca ir, y no quiero
hacerlo de mala manera y estorbando. Me alegro de no tener que morir en un
hospital. Me marcho tranquilo y en paz. Seguiré con vosotros desde el otro
lado. Me encontrarás en los Retamares, al lado de la fuente, desde allí se ve
todo el valle. Os quiere a todos,

Papá

P. S. No le digas a mamá lo de las pastillas; que crea que ha sido natural.

Un abrazo y cuidaos todos mucho.”

Tres días antes, cuando leyó la nota por primera vez, el tiempo aún era
suave. La encontró pillada en el guardamos de la escopeta, de forma que sólo
él pudiera encontrarla. Félix sabía que ese día Mario no saldría al monte
temprano, así que tuvo ocasión de tomarle la delantera y salir a dar su paseíto
en aquella mañana excepcionalmente cálida. El verano indio; siempre le gustó
ese nombre que había aprendido de Mario. Desde el día de su cumpleaños
había vuelto a pasear. Rosa estaba asombrada de la mejoría repentina, y acabó
por dejarle ir, tras las machaconas recomendaciones de siempre.

Lo encontró recostado contra una roca, más arriba del pilón rebosante de
agua cantarina, al lado mismo del manantial. Pudo verlo nada más coronar la
loma: un anciano apaciblemente sentado bajo el sol de mediodía. Ya no había
vida en él y, sin embargo, a Mario le conmovió la serenidad de aquel rostro ido
para siempre. Tenía los ojos abiertos, y en ellos se reflejaban las cumbres de
las montañas y las nubes del cielo. Se miró por última vez en aquellos ojos
azules. Luego besó la frente de su padre, bajándole los párpados. Arrojó las
pastillas a la corriente.

Cuando cargó con su cuerpo, Mario se asombró de lo poco que pesaba.


Nunca bajó del monte con tanta delicadeza, como si transportara a una
dormida y quebradiza criatura.

-Murió en paz, mirando sus montañas –dijo Mario, por fin-. Tendrías que
haber visto su cara de felicidad. Como quien se adormila con el calorcillo del
sol. –Miró a su madre, sonriendo muy levemente por entre sus barbas hirsutas-
¿No es eso mejor que estar medio drogado en una habitación de hospital,
esperando el final?

Hace un frío que pela. Uno no se pone a pensarlo, pero visto así, como
desde fuera, formamos un grupo alucinante total. El camino del cementerio
está lleno de charcos. El viento cabrón te corta la carne. Siento como si
tuviera un puño dentro que me apretara las tripas, el corazón. Miras al cielo y
te pones a tiritar: está cubierto de nubes bajas y grises que solo dejan ver el
contorno del valle hasta media ladera de los montes, como si estuviéramos en
el fondo de una olla con la tapadera puesta. Laura camina a mi lado. Llora en
silencio. Me crujen las tripas. En el verano era otra cosa, pero ahora no pasa
un solo día en que no me proteste el estómago. A ver si dan la batida de una
vez y nos hartamos aunque sea un solo día. Mario siempre trae algo, y nos
sabe tan bueno que todos quisiéramos más, ese es el tema, que siempre nos
quedamos con gana. El día que esto se acabe no voy a parar de pegarme
atracones durante un mes.

“Fue un hombre bueno, que es lo mejor que se pude decir de una persona
en esta vida. Pasó por el mundo sin hacer daño. Murió en su ley, en el monte.
Murió libre. Fue la última lección que me dejó, porque también hay que saber
morir. Descansa en paz”. Mario habla muy sereno. Ahora agarra la pala y es
él quien empieza a echar tierra sobre el cajón. Laura tira de mí. Nos volvemos
abrazados. Este tiempo helado y gris es como cargar con una lápida a las
espaldas. El contacto de Laura hace más llevadero el miedo. ¿O será
angustia? ¿O tan sólo tristeza? Sólo sé que siento mi cuerpo como un
cascarón vacío. Joder, me duele el alma.

-Te vamos a llamar la reina del tomillo, mamá.

-Bueno, tú ríete, pero gracias a eso en esta casa no entra un resfriado, y el


que entra, sale echando chispas –le contestó Ester a su hijo.

Con los primeros ramalazos del invierno, el lento y lúgubre tañer de la


campana se oyó por dos veces, aparte del día en que murió el padre de Mario.
Cascaron dos viejos más. El frío. La grisura. La nostalgia que mata.

Las circunstancias empeoraban para atender a gente delicada. Puestos a


elegir, mejor que perecieran quienes ya habían vivido lo suyo. A más iban a
tocar, aparte del ahorro de energía para quienes tenían que cuidarlos. Pocos lo
expresaban pero el pensamiento de la supervivencia prevalecía, excepto en
aquellos demasiado cansados o pusilánimes para seguir luchando.

Abatieron siete jabalíes de buen porte en la primera montería. El olor a


carne bravía se esparció por todo el valle, aventado por la brisa. Durante
varios días las panzas llenas se olvidaron de las penas.

EL FUEGO TUTELAR

Vino con el crepúsculo. Apareció custodiado por la pareja del turno de


vigilancia, que empujaba las bicicletas por el manillar, para acompasar su
marcha a la del forastero. Se envolvía en un maltrecho gabán, con cuyo cuello
levantado se defendía de las arremetidas de la ventisca. Traía la cabeza
envuelta en la capucha del abrigo.

La tiniebla sepultaba el pueblo. El frío y la hora mantenían a la gente al


resguardo dentro de sus casas. Los del turno condujeron al extraño a casa de
Jacinto.

-Buenas tardes, hijo –de la cueva de la capucha salió una voz empalagosa-,
si es que se puede decir así, con este tiempo.

Entonces, antes de que Jacinto saliera de su estupor, el hombre sacó la


cabeza de la caperuza y se soltó las solapas del abrigo. Apareció una sonrisa
beatífica coronada por un cráneo reluciente. Jacinto fue a decir algo, pero la
visión del alzacuellos, del que emergía el fruncido pescuezo de aquel
aguilucho pelón, lo volvió a dejar sin habla.

-Vaya –dijo, mostrando su negra indumentaria eclesial-. ¡Cómo se


agradece este calorcito!

El primer domingo después de su llegada el valle vibró con el toque a


rebato. La quietud del aire helador permitió el repiqueteo de los campanazos
de ladera en ladera, juntando torbellinos de pájaros por el cielo cristalino y
enloqueciendo a los perros, que no paraban de ladrar.

El Calderilla se empleó a fondo, volando tras la cuerda hasta quedar


exhausto. Los feligreses iban convergiendo en la entrada de la plaza, charlaban
apenas en el atrio de la iglesia y se metían en el templo, que los iba engullendo
hasta que cesó el escándalo de las campanas y no quedó ni un alma por las
calles de la aldea.

-¿Cómo habrá venido a parar aquí el cura?

-Dicen que tiene un pico de oro –bromeó Laura con su madre.


-A saber qué clase de pájaro es ese. No me extrañaría que revolucionara a
esas beatas y a los dos santones del pueblo. Algunos en cuanto ven una sotana
se ponen a babear.

-Hombre, Mario –le reprendió Ester-. Dale una oportunidad al hombre. Si


se sienten mejor yendo a misa, pues que vayan a misa. ¿No andas tú todo el
día por esos montes como si fueras un ermitaño? Que cada uno sea feliz a su
manera.

-No es eso –dijo Mario, abstraído-; es que los cuentos celestiales no me


van mucho, ya lo sabes.

-Ay –se burló Ester-. Hombre de poca fe.

-Bueno, este mal cristiano va a salir por la condumio.

-¿También hoy? ¿Con este airazo? ¿Qué quieres cazar, una pulmonía?

-Qué pulmonía ni qué nada. Tú eres la primera en decirnos que no habrá


enfermedad que nos tumbe con los brebajes que nos preparas.

-Eso es verdad –concedió Ester-. Pero, hombre, salir con este tiempo.

-Voy a revisar los lazos. ¿Qué voy a hacer aquí todo el día? Ya están los
chicos para traerte el agua y acarrear leña. Necesitamos molla.

-¿Hasta cuándo crees que nos va a durar la caza? A este paso no dejáis
animalito vivo en todo el contorno.

-Sí, es cierto –asintió Mario-. Pero no hay otro remedio.

-Siempre nos quedarán los pajaritos, mamá –intervino Pablo, con malicia.

Vivían básicamente de las patatas, de las conservas de hortalizas que


habían elaborado durante el otoño, de la harina del trigo que aún mantenía al
molino en funcionamiento, de la leche que proporcionaba el ganado de la
vaquería. Sopas de leche, patatas cocidas o asadas, pan, gachas. Había quien
había ido racionando sus existencias de la matanza anterior precisamente para
tener qué comer en el invierno. Esos le hincaban el diente de vez en cuando a
chorizos, jamones y lomos, y cocían las morcillas en la alta noche para que el
reclamo de sus chimeneas no excitara a incómodos vecinos. Otros mantenían
gallineros en sus patios y corrales, y compartían la producción con algunos
agraciados. Además, habían ido arramplando con todo lo que la naturaleza
gratuitamente ofrecía: setas, níscalos, cardillos, moras para hacer mermeladas.
Pero era la caza el recurso silvestre primordial. No pasaba día en que el
trallazo de un tiro no rompiera el silencio. Y no había más lazos en el campo
porque ya no quedaba ni un centímetro de alambre en todo el pueblo. Cada
vez se batía más monte en busca de animales, y los tramperos más finos
empezaban a exacerbar los recelos de los demás. Los pocos niños del lugar
ponían cepos a los pájaros. Hacia finales de noviembre, no quedaba bicho en
el valle que no estuviera amenazado por la necesidad de saciar los estómagos
humanos. Ni siquiera las alimañas, pues zorros, tejones, águilas, eran
liquidados con ferocidad para eliminar competidores y arrojados a los perros.
Decidieron espaciar las monterías comunales cada dos semanas. A pesar de la
amenaza de la triquinosis, algunos se arriesgaron a curtir los jamones y hacer
chorizos con su carne.

-Qué perra te ha dado con eso-, dijo Ester, mirando a su hijo con fastidio.

Terminados sus quehaceres matutinos, el chaval salía con la escopeta de


perdigones, y regresaba con un manojo de gorriones o de tordos y hasta alguna
paloma torcaz. Él mismo pelaba y destripaba las aves, como hacía su padre
con conejos, liebres y perdices en el monte, lavaba su mínima carne en el
reguero y los asaba en la lumbre. Al principio todos, menos Mario, hicieron
ascos; después solo Ester se mantenía firme en no catar semejante bocado.

-A ver si se te terminan los perdigones de una vez.

-Les pondré trampas. Y tendremos que papearnos lo que caiga.

-Qué familia de neandertales –volvió a quejarse Ester.

Pero llegará el tiempo, pensó, en que no tenga más remedio que comerlos
yo también. Apartó la idea invasiva con un sacudimiento de cabeza, y, dando
media vuelta, fue a ponerse el abrigo.

-No sé para qué sigues bajando. Ya no queda nada útil en el herbolario –


dijo Mario, yendo hacia ella.
-Siempre hay gente que me pregunta alguna cosa. Seguiré bajando al
pueblo mientras pueda ayudarles.

-No me hace mucha gracia que vayas tú sola. ¿Por qué no te acompaña
Pablo? Y, si no, Antonio. A que no te importa.

-Claro que no –dijo Antonio, desde el otro lado del salón-. Ahora mismo
voy.

-Antonio ya tiene bastante con sus tareas. Y yo no soy ninguna inválida


para no poder salir sola.

-Mujer –Mario puso un tono conciliatorio-, es por el Sota. Ese hombre me


pone de los nervios. Siempre rondando por ahí. Ese tío ha perdido todos los
tornillos.

-Después de lo que pasó, y de lo que hizo –la cara de Ester puso un gesto
de repugnancia-, no ha hecho daño a nadie, que yo sepa. Además, tú eras el
primero en decir que no es peligroso.

-Sí, bueno, me pasé un poco. Quién te dice que no le da un arranque y la


toma con el primero que se le cruce por delante.

-Eso no va a pasar. No a mí –dijo, con exasperante seguridad-. Además, ya


podrías tú predicar con el ejemplo. ¿Acaso no andas todo el día perdido por
esos montes?

Antonio estaba loco por salir de allí, incómodo ante la discusión conyugal.
Pero Mario ya se había dado por vencido.

-Llévate a Tigre contigo, por lo menos.

-Mira, eso sí.


-Mi madre y yo estamos sincronizadas –dice Laura-; es una suerte.

En esta casa se sabe cuándo las mujeres están con la regla porque durante
esos días se calienta más agua que de costumbre. Disimulan pudorosamente
sus trapos en el tendedero improvisado junto a la lumbre. Hace mucho que se
acabó el cachondeo de ir a lavar junto a las otras mujeres; nosotros lo
tenemos fácil por la proximidad de uno de los muchos regatos que bajan de la
montaña. Será por eso que aquí no ha entrado el olor a rancio. Aunque
muchas ganas de lavarse no hay, con este puto frío.

-No nos viene mal descansar un poco, niño –continúa Laura-. Con eso de
que anochece tan pronto y no hay nada que hacer, llevamos un ritmo…

Es verdad. Antes de las seis de la tarde ya es de noche. No hay más luz en


toda la casa que la del fuego de la chimenea. Allí nos quedamos, después de
cenar lo poco que haya, charlando. Me parece que ya nos hemos contado
todas las batallitas de cada uno y hemos imaginado todas las causas posibles
del Apagón; del futuro preferimos no hablar. No es ningún acuerdo, sino algo
que pesa sobre todos nosotros como un tabú. Al cabo de un tiempo la
conversación se apaga y nos metemos en el nido…

-¿Has pensado en hacerte monaguillo? Ya sabes que tenemos cura.

Qué cachonda, te voy a dar yo cura en cuanto se te acabe el tomate, digo.


He visto al tipo. No se habla de otra cosa. Los del turno lo vieron bajar del
monte. Ya me extrañaba a mí que hubiese aparecido carretera adelante, tan
tranquilo, sin un rasguño. Según dice, viene de un pueblo del otro lado de las
montañas, casi tan olvidado como este. Qué habrá hecho para salir
zumbando.

-Tampoco es para tanto. Entre reglas y ovulaciones, se nos pasa medio


mes sin mojar.

-A ver qué vamos a hacer. Ya no nos quedan más globitos, torete.

-Uf. Menos mal que eres como un reloj. Hasta ahora estamos teniendo
suerte. A estas alturas, otras habrá que estén criando una buena barriga.

-Anda, leñador, a trabajar que este fuego no puede apagarse.

Me besa en los labios; luego me aprieta el bíceps y me mira sonriendo.


Agarro el hacha. Estoy orgulloso de mis manos, duras como las de un
pelotari, y de mis brazos, tensos y fibrosos como no lo han estado nunca.
Laura remueve las brasas con la badila y levanta la llama con el fuelle. Dejo
el hacha para alcanzarle una brazada de leña. El fuego resurge enviando
hacia mis manos una oleada de calor. Laura tiene razón: no debe apagarse;
ni los mecheros ni las cerillas son eternos, ni nosotros somos prehistóricos ni
indígenas para encenderlo frotando un palito, a pesar de los experimentos de
Mario. Me echo el hacha al hombro y salgo al frío de la mañana.

Crujía el aire de la madrugada.

-A ver cuándo matáis más bichos -Juana paró a Jacinto en medio de la


calle.

-A ti precisamente no creo que te haga mucha falta la carne, contando con


lo que guardas en tu trastienda.

Jacinto siguió adelante, rozando con el hombro a ese penco de mujer, como
hincada en el suelo.

-Desgraciado –masculló la mujerona-; si siempre has sido un soplagaitas.


Habrase visto, el tontolabas.

Juana se fue rezongando hacia la iglesia. El ruido de sus pisadas retumbaba


en el aire congelado de la calle.

Ni siquiera se inmutó ante semejante estrépito. Alguien arreaba tremendos


leñazos contra la puerta de la calle. Paco, el del banco, seguía hundido en la
butaca frente al hogar de frías cenizas. Había varias brazadas de leña junto a la
chimenea. Paco apenas asomaba la nariz y los ojos por entre el burujo de
mantas que le cubrían. Tenía los ojos cerrados. Su boca entreabierta emitía el
vaho de una respiración débil. No había diferencia entre la temperatura de
afuera y la de la casa. Cesaron los golpes y las voces. Paco continuó inmóvil.
Ya no tiritaba. El dulce sueño último le fue cerrando los ojos.

Rodeado por la espesura, no oía más que los manotazos del viento en la
maleza. Pateó a los perros para que dejaran de pelearse mientras devoraban las
vísceras del jabalí. Cuando uno de ellos lanzó un tarascazo a la res recién
destripada, Pedruche le arrimó un viaje con el garrote que lo dejó aullando.

-Mucha carne es esa para dos personas.

Julio apareció de golpe entre la empalizada de las matas. Arrojó una cuerna
de corzo a los pies del otro.

-Este también lleva tu marca. Conozco los nudos como si los hiciera yo.

-Cualquier día te van a meter un tiro por caer tan de sopetón –dijo
Pedruche, que se había repuesto del susto y seguía retirando con mimo el lazo
de alambre.

Los perros se habían puesto en guardia, mostrando los dientes entre


gruñidos pero sin dejar de comer.

-Se ve que los matas de hambre. Un poco más y los piso sin que se den por
enterados –dijo el guarda.

-Si quieres me lo quito yo de la boca para dárselo a ellos, no te jode.

-Qué vas a hacer con el bicho.

-¿Tú qué crees? –Pedruche se guardó el lazo, echó mano a su repetidora,


como jugando con el arma.

-Sabes que hay que dejar los guarros y los corzos para las batidas –insistió
Julio, tratando de ignorar los movimientos del furtivo.

-¡Los cojones! Aquí cada uno se busca la vida como puede, ¿o es que tú no
te llevas carne a casa?

-Yo, no.

-Vamos, anda. A mí no me vengas con cuentos. Bueno, se me hace tarde –


se cruzó el animal sobre los hombros, con sorprendente facilidad-. Aparta,
hostias.

El guarda bloqueaba la salida.

-Mira, Julito, no me toques más los huevos. Si no te apartas voy a pasarte


por encima. O me pegas un tiro o te quitas de en medio, tú verás.
-Que seas tú uno de los peores, joder, que formas parte del ayuntamiento.

-Que ayuntamiento ni qué nada. A estas alturas el que no se espabile lo


lleva claro. Me voy, que esto pesa –Julio se hizo a un lado; percibió el intenso
olor del cochino cuando Pedruche pasó junto a él-. Vamos, Turco, Galán. Qué
te cunda, majo.

Los perros no habían dejado ni rastro de las entrañas del marrano.

Julio echó a andar de regreso al pueblo, sombrío. La luz herrumbrosa


recubría todo el valle. Sobre las cimas y los riscos aparcaban nubes oscuras,
dejando claros de pálido azul en el cielo invernal.

-En casa del herrero, cuchillo de palo.

-Que refranero estás, Pablito –le sonrió Ana, la que hacía de enfermera.

-Ya ves.

El chico la miraba con descaro. Después del primer revolcón se sentía más
audaz.

-Bueno, qué, eso que traes ahí es para aquí o lo estás paseando.

-Son las pociones de mi madre, ya sabes –Pablo dejó el frasco sobre el


mostrador de la botica-. Me ha dicho que lo traiga para Ricardo. No sé para
qué se molesta. ¿Tú crees que el viejo se lo tomará?

-Que si se lo toma; ya me encargo yo de hacérselo tragar. Por muy


cascarrabias que sea, le tengo cogido el tranquillo.

Al hablar, despedían bruma. Ana llevaba guantes y gorro, incluso dentro


del establecimiento, ya casi desalquilado. El ventanal escurría agua. Afuera la
niebla sepultaba el pueblo. El frío y la humedad calaban hasta los huesos.

-¿No vas a cerrar el chiringuito? No creo que venga nadie con este tiempo.
No hay ni dios por la calle.

-Estoy recogiendo algo de material para llevármelo a casa. Son los viejos
los que más me necesitan, y ahora no se apartan del fuego.
-¿Vas a gastar toda tu energía con los viejos? Mira que los hay jóvenes que
también necesitan cuidados.

Ana sonrió. Tenía los labios amoratados por el frío. Sin que Pablo se lo
esperara, le besó muy tenuemente en la boca. Le acarició los pelillos de la
barbita zarrapastrosa, muy halagada por el ímpetu adolescente.

-Hablamos cuando la barba te tape toda la cara, ¿vale?

Pablo ascendía camino de su casa. No veía más que la tierra del sendero
delante de sus pies. La quietud era atosigante. Trotaba imaginando las
desnudeces de Ana. Ni el cuchillo de la niebla apaciguaba tanto ardor.

Los tres hombres se doblaban bajo el peso de las alpacas. Uno de ellos
cojeaba.

-Déjalo, Valeriano; ve repartiendo tú la paja, que nosotros terminamos con


esto.

-No me habrás visto tú nunca escurrir el bulto. O es que los cojos ya no


valemos.

-Qué terco eres, coño. Haz lo que quieras –contestó Esteban.

Cuando terminaron de acarrear las balas de alfalfa, cerraron las puertas de


la nave. Fueron desmenuzando la paja en los pesebres. Agradecían el calor de
las vacas. El aliento de los animales arrojaba nubecillas de vapor cálido.

-Hay que ir apartando un ternero para este domingo –dijo Esteban-. A ver,
Valeriano, ¿le has echado ya el ojo a alguno?

-A mí déjame en paz con eso. Tú dices cual hay que sacrificar.

-Hay que joderse, qué blando eres, Valeriano. Qué te parece, Caminero.
Este si tuviera que matar lo que se come iba a pasar más hambre que el perro
de un ciego. Anda, ve separando el último de la esquina. Vamos a darles algo
de carne antes de que a alguno le dé la vena y nos empiece a acribillar el
ganao. -Esteban se quedó un instante meditabundo-. El hambre es muy mala,
cago en la leche.
Las uralitas del techo retemblaban con los azotes del viento.

Nos apretamos todos alrededor del fuego. El fuego es sagrado, nos ilustra
Ester. Los indígenas de algunas tribus primitivas tienen prohibido escupir
sobre él o apagarlo con agua sucia; cuando trasladan el campamento, las
mujeres portan siempre un tizón de lumbre. Ahora entiendo a esa gente, sobre
todo si habitan regiones frías. Todos alrededor, Ester, Mario, Pablo, la abuela
Rosa, Laura y yo. Y Félix. Mario ha puesto su retrato sobre la repisa de la
chimenea, de forma que el destello de las llamas alcanza su imagen. Él está
aquí, mamá, le suele decir a Rosa, qué necesidad tienes de visitar el
cementerio con este tiempo de perros, allí no hay nada. Mario se dirige al
retrato a menudo, buscando la aprobación del padre o su complicidad, como
si él verdaderamente nos acompañara. Eso se ha convertido en algo tan
natural, que, hasta yo mismo, cuando hago algún comentario que lo implica a
él, levanto la mirada a su fotografía.

Hay muchos días de lluvia; otros la niebla es tan densa que solo los del
pueblo pueden salir al monte. Yo me perdería. Si me pusieran en el mismo
centro de una nube no me sentiría más envuelto que en medio de esta niebla.
Es en estos días cuando un puño me exprime el corazón, el cuerpo vacío como
una bolsa de aire. Menos mal al fuego. Nos apiñamos como ovejas delante de
la chimenea, no solo por el calor. Laura y yo tan atornillados que noto su
respiración en mi mejilla.

Cuando amanece raso, la tierra rechina bajo nuestros pies. Hay que
esperar que el sol derrita la escarcha para hacer leña. Cuesta empezar
porque aunque no se mueva ni una brizna de viento, el aire corta como la hoja
de una navaja. Pero una vez arrancas, se agradece el ejercicio. El cuerpo se
desentumece y entras en calor. Vuelves a sentir la sangre correr ligera por el
cuerpo. Sin embargo, no podemos abusar del esfuerzo. Bastante hambre
pasamos aunque no hagamos nada, como para despilfarrar energías. Lo
tenemos estudiado. Pablo, Mario y yo nos turnamos en la dura tarea de cortar
y acarrear la madera, de forma que ninguno nos gastemos más de la cuenta.
Aunque es Mario quien más curra. Está más seco que la mojama. Cuando se
lava al mediodía, sin importar el frío que haga, le ves la piel pegada a las
costillas, el cuerpo duro, tirante como si fuera a rasgarse. El tío es capaz de
sobrevivir con lo mínimo.

El hambre. El frío sería llevadero si tuviéramos la barriga llena. Pero este


ambiente polar te abre el apetito a cada instante. Ester prepara gachas con
leche o agua a las que les añade huevo crudo batido, así, tal cual, gracias a
las dos gallinas que le regalaron, todas las mañanas. Nos lo metemos al
cuerpo bien caliente. Patatas y la carne de la caza que trae Mario para el
resto del día, bueno, carne siempre que el día permita salir a cazar y que
pillen algo, claro. Ya nadie hace ascos a los pájaros que engancha Pablo, ni
siquiera Ester. Ni preguntamos qué bicho es, da igual gorrión que tordo que lo
que sea. A este paso acabaremos por comernos hasta los cuervos. De
momento, Pablo se los echa a los perros. Grajos, cuervos, arrendajos,
urracas, la pobre familia de los córvidos se ha convertido en el alimento de
Tigre y de Bruna, junto con los despojos de conejos, liebres y perdices. Se
podría tocar el arpa pasando la mano por el pellejo del pobre mastín. Rosa
se las apaña para preparar salsas con cualquier hierbajo, con lo que el día
que hay carne, hemos institucionalizado la ‘pringá’, pues de momento, pan no
nos falta. Cuando no hay otra cosa para acompañar las papas, siempre
podemos embucharnos una rebanada de pan casero untada con la nata de la
leche.

Una de las obsesiones de Mario es la fabricación de velas o candiles,


vamos, cualquier cosa que alumbre por la noche. Ya se ha dado por vencido,
no hay ni cera ni parafina para las velas ni aceite que quemar para un candil.
Así que se arrima cuanto puede a la lumbre, orientando las páginas del libro
hacia la luz, para leer un rato en las largas tardes de este invierno sin
electricidad. Un día, como si yo fuera un colega, más que el tío que se está
acostando con su hija, me dijo, mientras miraba de reojo a su mujer: “ahora
que no se puede leer en la cama, de alguna forma hay que matar el tiempo,
¿eh?; no hay mal que por bien no venga”, y me dio un codazo cómplice entre
las costillas.

Hoy andan dándole vueltas al asunto del cura. Rosa está empeñada en ir a
misa el domingo. Mario le dice que con este frío mejor se queda en casa.
Siguen dale que te pego con el curita. Laura y yo nos vamos a la cama. Se
aprieta contra mí, hasta que se le pasa la tiritona. Afuera el viento gime,
desgarrado contra las esquinas.

-Andrés, dónde está tu padre.

El zagal se encogió de hombros.

-Cualquiera sabe. Por ahí.

-Anda, vete a buscarlo. Le va a hablar el señor cura.

Trini largó a su sobrino en pos del Sota. Cefe atizaba el fuego, indiferente a
lo demás.

-También te parece mal que don Manuel hable con mi hermano.

-A mí me da igual que hable con quien sea. Lo que no entiendo es la manía


que os ha entrado ahora con el curita ese.

-Más te valdría rezar un poco, a ver si Dios te da un poco más de ánimo,


hijo. Sole –dijo, haciendo señas a su hija, que jugueteaba con un palito junto al
fuego-. Anda, vamos.

-No sé por qué tienes que llevarte a la niña. Qué sabe ella de rezos. Oye –
añadió, dubitativo-. No le habréis contado a ése lo que pasó aquí, ¿no?

El Sota apareció por la tarde, sutilmente conducido por su hijo. Arreaba a


pedradas su rebaño espectral, pegando gritos que se mezclaban con el tintineo
de la esquila colgada de su cinturón. Dos perrillos zascandileaban a su lado.

-Venga, don Manuel, hable usted con él, a ver si con lo que usted sabe le
quita las manías.

-Mujer –dijo el cura, acobardado-, para eso se requieren especialistas.

-Venga, padre, venga –Trini lo iba empujando hacia el atrio-. De toda la


vida de Dios, ustedes han tenido mano con los pobres desgraciados. -Ya lo
tenía en el umbral de la puerta-. Mi sobrino lo ha traído hasta aquí; lo demás
es cosa suya.
-Hola, Andrés. Como verás soy el nuevo párroco. Como no te encuentras
muy bien últimamente, ¿no has pensado en recogerte con tu hermana? -El Sota
lo miraba con recelo-. Además, tu ayuda le vendría muy bien a Trini, así
podría dedicarle más tiempo a cuidar a tu sobrina Sole–. El cura hacía
esfuerzos por no encasquillarse, ya no sabía qué decir. Le acoquinaba el mirar
lunático del pastor.

-Verás qué bien te sienta estar rodeado de familia –siguió el cura-. No es lo


más saludable andar perdido por el monte todo el santo día.

El pastor continuó impasible, con los perrillos a su vera. Tenía pinta de


sucio bárbaro asilvestrado. Trini observaba, expectante; Andrés, el hijo, se
divertía con el azoramiento del cura.

-Entonces, quedamos en que te vas con Trini. Ya verás qué bien va a ir


todo.

-Aparta, pajarraco –el Sota alzó peligrosamente el garrote-. Ojo, Andrés,


este sujeto viene a detenerme. Tira con las ovejas para el pajar, que a este lo
apaño yo.

-Andrés, Andrés –se abalanzó Trini sobre el pastor, a voz en grito-, que es
el señor cura, Andrés, estate quieto.

También el hijo se lanzó hacia su padre, sujetando el garrote que el Sota


blandía sobre su cabeza.

La riña familiar dio tiempo al aterrorizado cura a escabullirse dentro de la


iglesia. Después del portazo se oyeron los dos chasquidos de la enorme
cerradura. En el empeño del pastor de descargar su garrote, Trini acabó
rodando por el suelo; Andrés, el hijo, salió despedido hacia un lado,
sorprendido por la fuerza demencial del padre.

-Ya te pillaré, carcamal. Pregunta en el pueblo lo que les pasa a quienes


quieren robarme el ganao.

La puerta de la iglesia se estremecía con los desaforados garrotazos.

-Cualquiera le lava hoy los calzones al cura.


Cefe había oído el estrépito. Cuando su sobrino le contó, le entró una risa
canina, que se clavaba como alfileres en las carnes de su mujer.

-Ese no asoma la jeta fuera de la iglesia en una semana.

-Hereje; más te valdría haber sido más hombre y no dejar que otros te
hicieran el trabajo –lo despellejó Trini, abrasándolo con la mirada.

Sole canturreaba, quemando la punta de un palito en el fuego. Un hilillo de


baba le bajaba por la barbilla. No paraba de balancear rítmicamente el cuerpo,
sin dejar de mirar la lumbre.

El aire se quebraba por la tirantez del frío. De las canales de los tejados
colgaban chuzos de hielo. La luz del sol hería las tiesas ramas de los árboles.
Refulgían las lenguas de glaciar de las callejas. En la plaza, el chorro de la
fuente se había congelado. El tiempo mismo había cuajado en un instante
gélido. Mario caminaba entre crujidos. Los crampones de sus botas arañaban
el hielo de la calzada. Se ayudaba con su piolet de excursionista solitario. Al
hombro el morral en el que guardaba el remedio de Ester para el farmacéutico.

Ni los perros asomaban por la calle. Los rayos del sol destellaban sobre la
escarcha que cubría todo el valle, pero solo eran portadores de luz, no del
mínimo calor necesario para liberar la vegetación de la garra candente del
hielo. Mario pensó en las criaturas del monte. Luego, la abrumadora soledad le
hizo sentirse superviviente en un mundo terminal.

-Buenos días, Carmen.

Atravesaron la desierta botica, pasaron a la vivienda, Carmen abrió una


puerta. Cruzaron el umbral, atrás quedaba el frío azul. La cama, situada
delante del hogar, no conseguía tapar la lumbre. El cura estaba sentado junto a
la cabecera del lecho, sobre cuyos almohadones se perdía la cabeza exangüe
de Ricardo.

Carmen no había abierto la boca hasta entonces, limitándose a franquearle


el camino.

-Ya no hace falta –dijo, indiferente, cansada.


-Hola, no tengo el gusto de conocerte.

No le sorprendió la pose ceremoniosa del cura. Se dieron la mano. Mario


acercó las suyas a la lumbre, sin interesarse mucho por el muerto tendido en la
cama. El cura se aferraba manifiestamente a la presencia de Mario, pues la
boticaria volvía a atosigarle con la urgencia de los trámites usuales.

El cura tiritó de frío pero respiró con alivio. El pueblo seguía desierto.
Aunque el sol ya estaba alto, de los carámbanos no caía ni gota de agua. Le
prestó el piolet; aún así, andaba a saltitos, sujetándose en el brazo de Mario,
como un ciego junto a su lazarillo.

-Ni se te ocurra que al viejo lo vaya a enterrar mañana. Hasta que no afloje
la helada no habrá quien prepare el hoyo.

-¿Y lo va a tener ahí, en la casa? –había un tono de pánico en la voz.

-Qué pasa, padre, no irá a inquietarte un muerto. Ese era más peligroso
cuando estaba vivo –enseguida se arrepintió de su crueldad-. Se tirarán todo el
día y mañana picando, eso si encuentras gente que se dé la paliza. Las fuerzas
ya andan justas y no es fácil reponerlas. Bueno, la única solución es juntar
bastante gente para colaborar entre todos, como hacíamos antes.

-¿Ya no lo hacéis así?

-Ya no quedan ánimos para nada. Ni siquiera mantenemos la vigilancia,


como hacíamos antes. Los que te encontraron a ti fueron de los últimos turnos.
¿Quién se va a aventurar por ahí, con este frío?

De repente, una náusea dobló al cura sobre el vientre.

-Me parece que con el velatorio te has quedado sin desayunar. Ven a mi
casa. Tendrás que reponerte para el trabajo de estos días.

Aprovecharon que Rosa trajinaba afuera para interrogarle. Se tragó el


tazón de gachas en un santiamén. Ester le alargó un buen trozo de pan y un
espetón recién sacado de la lumbre con los cuerpecillos atravesados de tres
pajaritos.

-La carne es cortesía de mi suegra. A mí ni se me ocurre desplumar estos


animalitos –dijo Ester.

-Entonces, ¿no tienes nada que contar?

Nada. Había huido de la capital al principio, como otros. Pasó las primeras
semanas en Buitrago, donde tenía un conocido. Vio demasiadas cosas. Asaltos,
violencias, grupos, caravanas de gente mendigando cobijo y alimento. Supuso
que lo mismo pasaría en todas las poblaciones situadas a lo largo de la autovía,
en un radio próximo a las ciudades. El desgarro era permanente, ¿cómo
socorrer a tamaña muchedumbre mendicante si ni siquiera tenían para sus
propios hijos? (Tú, Manuel, la más cobarde de las criaturas). Decidió
internarse en la montaña.

Había acabado de comer. El color regresó a su cara. Se sentía adormecido


y relajado.

-¿Ya? Pero por qué has aparecido en este pueblo. ¿Huías de algo?

Ester se ausentó un momento, le daba fatiga ver a su suegra pelearse con


los baldes de agua. Era el momento de apretarle.

-Oye, ¿de verdad eres cura?

-Bueno, casi.

-Cómo que casi. Lo eres o no lo eres. Todavía no me he topado con un casi


cura en mi vida –ironizó Mario.

-Estuve a punto de ordenarme –Manuel lo miraba ahora sin tapujos-, pero


no lo hice.

-Entiendo. Pero ponerse un alzacuello puede ayudar en estos tiempos


difíciles, sobre todo entre la gente mayor, ¿no? –Mario le palmeó
amistosamente el brazo-. No te avergüences; cada uno sobrevivimos como
podemos. Bueno, allá cada cual con sus asuntos. No tengo derecho a
investigar tu vida. Sólo quería averiguar cómo andaban las cosas por ahí. Lo
que hayas hecho o dejado de hacer es cosa tuya.

-Gracias.

Se las apañaría en casa de la boticaria; le había ofrecido una habitación.


Esperaba que la gente no murmurara, ahora que Ricardo había fallecido.
Querría ser útil, ganarse el pan.

-Cómo útil. Utilísimo. Eres el cura del pueblo, nada menos –Manuel lo
miraba desconcertado-. Has llegado aquí como cura y como cura tendrás que
seguir, lo seas o no, don Manuel.

Ester y Rosa ya estaban dentro de la casa, poniendo agua a hervir, pero no


podían oírlos.

-Qué sacrilegio ni qué niño muerto. Ya lo has hecho y lo seguirás


haciendo. Aquí a mucha gente se le están acabando las pilas, sobre todo a los
viejos. No viene mal que casquen los más estropeados, es cuestión de
supervivencia, después de todo. Pero los hay con fuerzas para tirar, que se
están dando por vencidos. Necesitan una razón, y como muchos de ellos son
creyentes por convicción o por tradición, tú les vas a dar gasolina para seguir
luchando. La situación se está poniendo tan jodida que hasta el más descreído
se apuntará al autobús celestial, con tal de tener un techo protector sobre sus
cabezas.

-¿Tú no necesitas ese techo?

-Ah, yo, no. Yo soy de los que viven a la intemperie, diluvie o haga sol.
Cada uno se fabrica sus propios dioses, curita. Si tengo necesidad, ya me haré
un buen diseño.

El cura lo miraba alucinado. ¿De qué naufragio ha salido este hombre


enteco de mirar vibrante?

-Ha llegado tu hora estelar. Créete tu papel, será tu manera de ganarte la


vida mientras estés aquí, padre –Mario dijo la última palabra bien alto, para
que su madre pudiera oírla.

A la hora del regreso, frente al camino de bajada al pueblo, el cura volvió a


perder el color.

-No te preocupes; te acompaño. Parece que ese zopenco del Sota te tiene
algo de tirria, ¿no?
-Oye –le preguntó, pensativo, a la vista de la farmacia-. ¿No habrá otra
casa para alojarme?

-¿Y dónde vas a estar mejor? Carmen es más beatona que una sotana.

-Es que…

-¡Bah! Que no te quite el sueño; aquí ya no quedan energías para cotillear.

Resulta que el curita había huido del otro valle por un pecadillo de
bragueta. Amancebamiento. Irreverencia. Cólera. Lluvia de palos.

-Bueno, don Manuel –se despedía Mario-; por cierto, no te apellidarás


Bueno, ¿no?

-No, ¿por qué?

-Nada; cosas mías. Ya sabes –el garfio de Mario apretó el antebrazo del
cura-. Prepara bien tus sermones. Si no das cuerda a esta gente, Manuel, no
vas a dar abasto a enterrar parroquianos.

El sol declinaba. Los pálidos rayos lejanos no habían rascado la escarcha


del valle. Los chupones de hielo que colgaban de los tejados y el vidrio de los
charcos seguían intactos. Aullaban los perros en el aire sin pájaros.

¡Este puto dolor de oídos! A pesar del frío y la lluvia de las últimas
semanas, nadie en la casa ha enganchado un constipado, ni Rosa, con sus
setenta y tantos tacos. Ester nos mantiene con sus mejunjes que saben a rayos
pero deben de tener la fuerza de un misil porque estamos como burros. Menos
yo, ahora. Bueno, no pienso volver atrás y darle a Laura el gustazo de pedirle
el gorro que me ha ofrecido. Bastante adefesio estoy hecho ya con todas estas
ropas de abrigo prestadas. Ya que he agarrado dolor de oídos por mi tontería,
habrá que hacerse el machito hasta el final. Sigo adelante con el hacha al
hombro y el podón al cinto.

Nunca pensé que agradecería un día nublado en este invierno. El cielo


está cubierto por una manta gris que tapa las montañas. Aprieto el mango del
hacha. Ahí está el pirado ese del pastor, delante de las ruinas. Ya me ladran
sus putos perros a lo lejos. Está sentado sobre una piedra. La neblina le roza
la espalda. Debe de estar hecho una sopa. Y tan tranquilo. A ese cabrón no le
parte un rayo, ahí parado, cuidando sus ovejas imaginarias. Si no fuera
porque mete tanto miedo, daría risa verle tirar piedras y vocearles a sus
perros como si todavía condujera su rebaño. Cada vez que lo veo, con su
aspecto de zombi, se me eriza la piel.

Bueno, al tajo, Antonio. Qué cosa más rara. Serán mis oídos, o será que la
niebla se traga los ruidos, el caso es que los hachazos no resuenan en el valle,
como si estuviera golpeando los troncos con un trapo. El hacha no muerde
bien, joder. Hoy no ha helado pero la madera sigue más tiesa que la picha de
un novio. Apenas tengo para un par de haces y ya estoy hecho polvo. Tiro el
hacha. Empiezo a desbrozar los troncos con el podón para montar el fardo.
Me pitan los oídos, coño, como si me hurgaran con dos brocas.

La niebla va arrastrándose montaña abajo. Me engulle. Borra las casas.


No se oye más que el zumbar de mi cabeza. Sigo con mi trabajo como un
autómata. Me está costando un huevo no mandarlo todo a tomar por culo,
irme a la casa y acurrucarme junto al fuego todo el día. Si cerrara los ojos, y
los volviera a abrir, y me viera sentado a mi mesa, delante de mi ordenador,
con el payaso de Morales a mi derecha y Sonia a mi izquierda. Si abriera los
ojos y pudiera zambullirme en la pantalla, y deslizar los dedos por el teclado,
oyendo los sonidos habituales de la oficina.

Suelto el hacha como si fuera un ascua al rojo. Miro mi mano izquierda.


Sólo siento un cosquilleo, pero algo me dice que la he cagado. Tengo los
guantes puestos, pero aún así noto las manos frías. Joder. Miro una solo vez y
no vuelvo a mirar más. Hay un cacho de guante tirado junto al tronco que
estoy limpiando. La sangre gotea sobre la hierba.

Cierro mi mano en un puño. Lo dejo todo en el monte y echo a correr


ladera abajo, entre los pinos. Llevo el puño izquierdo muy apretado contra mi
vientre, sujeto con la otra mano. Tropiezo y me golpeo contra los árboles. Más
abajo me meto entre la maleza, aparto zarzales. Las ramas que me golpean la
cara no me hacen daño. Ahora noto fuego en la mano izquierda. Miro un par
de veces de reojo y veo el guante ensangrentado. Me abrasa una humedad
caliente.

Ya puedo ver la casa. Ahora sí que duele. Cada latido del corazón es un
latigazo dentro de mi mano. El dolor respira: se contrae, se dilata. Y cuando
se expande parece que me arrimaran un hierro candente. Entro en casa como
una tromba. No quiero llamar a Laura. ¡Ester! ¡Ester!

¡El dedo!

-Vaya con los hombres de la casa. Uno destripa pájaros, el otro conejos, y
ninguno vale para curar una herida.

Cuando llegó Ana, la enfermera, Ester había desinfectado el corte. Antonio


no miró ni una sola vez. Se imaginaba el dedo sanguinolento entre jirones de
piel, la blancura del hueso, y le daban escalofríos.

-Mario, sujétale el brazo –ordenó Ester, cuando todo estaba listo.

-Joder –Pablo empujó a su hermana hacia la niebla de afuera-. Se lo tiene


que coser a pelo.

Ladridos lejanos taladraban la niebla. Bruna y Tigre respondieron desde la


casa. Agradecieron el alboroto de los perros, que tapó los quejidos de Antonio.

Cuando entraron, Antonio descansaba junto al fuego, sudoroso, la blanca


cara todavía descompuesta por el dolor. Ana estaba recogiendo sus bártulos.

-Joder, macho, ya no sabes qué hacer para escaquearte –le dijo Pablo,
dándole una palmadita en la espalda.

Antonio no respondió. Ahora podía mirarse la mano. A pesar del bulto del
vendaje, se apreciaba la menguada longitud del dedo índice. No quiso pensar
en el momento de reconciliarse con su dedo. De momento le bastaba con que
dejara de dolerle. Laura le dio un beso, le secaba el sudor de la frente.

-Ahora solo te queda un dedo para sacarte los mocos, cuñao.

-Antonio, dile a Pablo dónde ha sido para que vaya a recoger las
herramientas.
Laura miró a su hermano socarronamente.

-Hala, hermanito. Por gracioso.

-Pero papá, me da cosa. Estará por ahí el cacho de dedo.

-Te traes las hachas y la leña cortada –remachó el padre-. Lo último que
podemos hacer es perder la herramienta y dejar de alimentar el fuego. ¡Ah! Y
ten cuidado –añadió, antes de que Pablo cerrara la puerta a su espalda, turbado
por la risita de Ana.

-Gracias, Ana. De lo demás ya me encargo yo.

-No es nada. Me gustaría poder darle algún analgésico, pero ya sabes…

-Sí, no te preocupes. Yo me ocupo de que a este muchachote no le duela.


¿Llevas muchas urgencias últimamente?

-No, alguna que otra caída con el hielo. Poco más –Ana miró hacia la
niebla de afuera-. Hasta ahora, está habiendo suerte. A menudo pienso qué
pasaría si alguien se rompiera una pierna, o tuviera un ataque de apendicitis,
qué sé yo, o una piedra en el riñón.

-Es mejor no hacer suposiciones, Ana. Si pasan las cosas, ya se verá.

-También he agradecido muchas veces que no haya críos pequeños en el


pueblo –siguió la retahíla, como un desahogo-. ¿Te imaginas si…?

-Venga, no imagines más –cortó Ester-. Anda, acompáñanos a tomar algo y


dale descanso a esa cabeza.

-Por cierto, Ana, ¿tú crees que a mi hermano le importa mucho lo de


encontrarse el dedo? Lo que va a rabiar cuando sepa que te has quedado a
comer con nosotros, y él pateando por el monte.

-Anda que tú también –dijo Mario-. Que metijona eres.

Arrojó una brazada de leña a la lumbre. El agua del caldero borbolló. El


fuego chisporroteaba y lamía la base de la olla, proyectando destellos cobrizos
por toda la estancia.

Por un instante, todas las miradas se sumieron en la danza balsámica de la


hoguera.

Era su primer cochino. Ventiscaba. Se debatía, pillado por el lazo. Gruñía.


Chillaba. Hedía. La nieve saltaba disparada de su lomo cuando pateaba
desesperado. Chorros de vaho le salían del hocico. El jabalí trataba de
presentarle cara, dando tirones que lo ahorcaban más cada vez. Mario sintió
miedo. Un temor reverencial por el sufrimiento de la bestia. Le faltaban
perros, experiencia y agallas para entrarle a cuchillo. Pero no le tembló el
pulso cuando le descerrajó un tiro a quemarropa.

Se tragó el asco. Tal como había visto hacer, rajó al animal y lo vació. Era
más bien mediano. Lo amarró por las patas traseras. Podría arrastrarlo monte
abajo, y echárselo a la espalda después. Qué pena que los perros no pudieran
disfrutar del festín de las tripas. Mandaría a Pablo que los trajera antes de que
las alimañas las devoraran. Solía llevarse a la perra cuando cazaba, hasta que
la gazuza hizo que el animal engullera las capturas en dos bocados.

Limpió el cuchillo sobre la hierba. Apartó el marrano del bandullo


humeante. Se restregó las manos en la ligera capa de nieve, tratando de sacarse
de encima las manchas de sangre y el olor a puerco. Se sentó sobre una roca,
dándole la espalda al viento. Pocos pasos más arriba se erguía la cima del
monte. Después de las sucesivas batidas y de varias semanas de trampeo, cada
vez había que alejarse más para conseguir una pieza.

Las rachas de viento blanco golpeaban las ramas de los pinos, sacudían los
brezales, se estrellaban contra los riscos del cerro vecino. Silbando.

Diciembre entraba a golpe de vendaval y nieve.


“… porque no debemos sentirnos desatendidos ni siquiera en los peores


momentos. El Señor vela por nosotros. ¿Quiénes somos para dejarnos morir?
Vosotros que sois de campo, ¿habéis visto alguna vez algún animal, por herido
que esté, que no siga luchando por su vida? ¿Puede una simple criatura
cumplir los designios de Dios mejor que un ser humano? ¿Cómo es eso
posible? Queridos hermanos, sí es posible. Dios a las bestias las hizo salvajes,
pero inocentes. Cuando cumplen con su instinto de supervivencia, aunque el
fuego devore el bosque, aunque les suenen las tripas de hambre o se vean
acosadas por los perros del cazador, cuando pelean por su vida hasta el último
aliento, están cumpliendo con su naturaleza. La naturaleza que el Señor les ha
dado. ¿Y somos nosotros diferentes? Claro que lo somos, queridos amigos. En
el colegio nos enseñaron que somos racionales, pensamos, sí. Dios nos dio la
inteligencia para hacernos conscientes. Y nos hizo conscientes porque nos creó
libres. Fijaos en la infinita bondad de Dios, que pudiéndonos haber dejado
como a una bestia más, nos dio la posibilidad de elegir. ¿Dios permite el robo,
la mentira, el asesinato? No, hermanos, no es Dios el responsable, sino
nosotros, que hemos nacido para distinguir lo bueno de lo malo y tomar un
camino o el otro. Recordad la Palabra Sagrada: es un Dios de vivos, no de
muertos. Nos ha dado inteligencia y energía para vivir, no para abandonarnos.
Si queréis saber cuál es el camino cristiano, entonces, no lo dudéis, animaos
los unos a los otros, ayudaos como un hermano ayuda a otro hermano, y
seguid adelante. Amigos, como dice el proverbio: “Aunque atraviese el valle
de la muerte, a nada temeré”. Pero el vuestro no es el valle de la muerte, sino
el valle de la vida, un lugar protegido donde todavía es posible encontrar algo
de alimento y leña con qué mantener el fuego, donde el agua es abundante.
Pensad en vuestra suerte, en la Gracia del Señor que os ha concedido mejores
condiciones que a otros muchos de sus hijos. ¿Podemos insultar tanta
benevolencia con nuestras quejas? ¿Habéis pensado en la pobre gente de las
ciudades? ¿En quienes puede que estén ahora, en este mismo instante,
agonizando de hambre y de frío? Pensad en eso, amigos, y demos gracias a
Dios en nuestros corazones…”

La primera gran nevada. Blancura silenciosa sobre el valle. El sudario gris


del cielo apelmazado sobre los tejados llenos de nieve.

Mario madrugó más que ninguno, como siempre. Antes de hollar la nieve
virgen, se paró un momento, embelesado. El mastín trotó hacia él, salpicando
el suelo con las huellas de sus patazas. No se oía un solo ruido aparte del
suave crujido de las pisadas en la nieve. Las criaturas guardaban silencio
reverencial ante el nuevo aspecto del mundo. Sin embargo, hacía un rato, el
insistente ladrido del perro lo había despertado.

Mario silbó por lo bajo, extrañado.

-¡Bruna! ¡Bruna!

La perra no acudía.

-Qué pasa, Tigre, dónde está Brunita –hundió la mano en el pescuezo


peludo del can-. Cabronazo, esta mañana me has sacado de la cama.

El mastín movía pesadamente el rabo, indiferente a la nieve. Mario


escrutaba alrededor, extrañado. Por fin le llegó el lloriqueo de la perra. Venía
de detrás de la casa. Nada más doblar la esquina, vio el cuerpo azabache
moviendo el rabo en un remolino de nieve.

La oleada roja le inundó de sopetón. Martillazos en el pecho. Respiración


desquiciada. Se acercó al gallinero con el corazón en un puño, las sienes
latiendo a ritmo de carga.

Bruna brincaba y se removía alegremente, golpeando las deshechas tablas


del tinglado con el rabo. Dentro del corral, la nieve estaba pisoteada y
revuelta. Salpicada de manchas rojizas y de plumas. Rojo también el hocico de
la perra.

Antes de entrar, observó un tramo de alambrera levantado a ras de suelo.


Mario apretaba los puños y las mandíbulas como si una corriente lo
electrocutara. Hija de puta, así que ahora no puedes salir.

Entró. La perra fue a lamerle, como cada día. Él sólo veía el estropicio de
plumas sobre la sangrienta nieve removida. La perra chilló de dolor. La coz la
arrojó contra los tablones del gallinero.

-Qué has hecho, hija de puta, qué has hecho.

Bruna se hizo una pelota contra el suelo; miraba de reojo hacia su amo. Sus
grandes y expresivos ojos castaños de chimpancé. El mastín trotaba por fuera
del alambrado. Mario sudaba. La roja cólera le nublaba el entendimiento.
Apretó el tablón en su mano. Lo descargó con toda su fuerza, sin notar las
astillas en la piel. La perra chilló. Siguió un aullido largo, estremecedor. El
mastín empezó a ladrar. Calla, calla, maldita perra. Mario se arrojó sobre el
animal aterrado. La tembladera agitaba el cuerpo de la perra con furia. Podía
sentir su calor y su aliento ahora que estaba encima de ella. La perra gemía.
Cállate, puta. Le aflojó la hebilla del collar y tiró de la punta, ahorcándola,
clavando todo su peso en el lomo del animal. El cuerpo de Bruna se retorcía
angustiosamente. La lengua le colgaba de la boca abierta. En el colmo de su
frenesí, Mario siguió tirando de la correa con su mano derecha, mientras que
con la izquierda sujetaba el cuello de la perra, vuelta boca arriba hacia él. Tiró.
Tensó más y más del cuero del collar sin sentir el dolor en su mano. Sin ver la
última mirada suplicante, incrédula, del animal, antes de que sus ojos se
pusieran vidriosos.

El bronco silbido de la respiración se fue apagando. Los últimos estertores


abandonaron para siempre el cuerpo de la perra. Quedó de costado, abiertos
los ojos, la larga lengua rosada sobre la nieve sucia.

El mastín gemía al otro lado. Mario estaba sentado en el suelo, recostado


contra las tablas del gallinero. Refluía la marea atávica. Ida la ira, el
agotamiento lo tenía anonadado. Se hubiera quedado ahí, dejándose morir de
humedad y de frío. Pero a través de sus sentidos embotados oyó rebullir en el
interior de la casa. Haciendo un esfuerzo que le provocó náuseas, cargó con el
cuerpo de la perra. Se escabulló monte arriba, riñendo a Tigre para que no lo
siguiera.

Ascendió tropezando, parándose cada tanto a descansar. Resbalando sobre


las rocas y hundiéndose en los hoyos tapados por la nieve. La cabeza de la
perra zangoloteaba sobre su hombro. Mario había dejado de pensar. El solo
propósito de alejarse de la casa con el cadáver del animal era el único
habitante de su conciencia.

El tiempo no existía en el universo blanco de la montaña inmutable.

Anduvo, anduvo, trompicando, resoplando, sudando bajo el peso de la


perra.

Dejó atrás los tomillares, atravesó por entre los pinos, bordeando la
barranca. Se metió de lleno en el vientre plomizo de las nubes. Dejó caer el
cuerpo bamboleante de la perra, extenuado, al pie de los agudos picos de
granito que culminaban la montaña. La nieve se había colado por el borde de
sus botas, empapándole los pies. Mientras descansaba, sentía el mordisco de
su sudor helado.

Hizo un titánico esfuerzo de voluntad para ponerse en pie de nuevo. La


niebla ocultaba su casa y el pueblo, abajo; se deshilaba en las agujas de los
peñascos, sobre su cabeza. Rebuscó ofuscadamente entre sus ropas. No había
con qué cavar. Recapacitó con torpeza. Ni con un pico lograría horadar el
suelo granítico.

Agarró la perra por las patas. Empezó a trepar, zigzagueando entre los
riscos. No sabía si era la niebla que se espesaba tanto o su vista que se
nublaba. Con absurda determinación, tiraba de la perra, cuyo cuerpo abría
surcos en la nieve y topaba contra las rocas.

Cuando estuvo a caballo de la montaña, vislumbrando el descenso abrupto


de la otra vertiente, Mario se tumbó sobre la nieve de un pedrusco plano. Al
poco rato le sacudió la espalda el frío lacerante. Sintió el avance del hielo por
su columna, una puñalada glacial en la nuca. Alrededor, piedra y niebla.

Cogió el cuerpo frío de la perra. Los ojos sin vida se habían vuelto de
cristal. Se tambaleó hasta el borde de un gran cancho, que caía a pico hacia la
otra ladera de la montaña. Tumbó el cuerpo sobre la roca. Arrodillado junto a
él, hundió la cara en el cuello de la perra. Quiso llorar por todo, pero hasta sus
lágrimas estaban congeladas. Cerró los ojos de Bruna. Le acarició la cabeza,
como tantas veces cuando correteaba a su lado.

El cuerpo negro rebotó de piedra en piedra, perdiéndose en la niebla.


-Dios aprieta, pero no ahoga. Ya verás como todo mejora.

-Sí, don Manuel, habrá que pensar eso –suspiró Rosa-, pero ya ve, las
desgracias nunca vienen solas. Primero, el muchacho –señaló hacia Antonio,
que revolvía las brasas con la badila-; luego, mi hijo. Y encima hemos perdido
las gallinas. Con el frío que hace, Dios mío, y cada vez hay menos de comer y
menos brazos para trabajar.
-Bueno, mujer –le animó el cura-. Es algo pasajero. En menos que canta un
gallo –se paró; de repente, no le había parecido muy oportuna la frase-; en fin,
en unos días los dos están repuestos y funcionando, mujer. No es nada grave.
Por lo demás, Dios proveerá.

-Si usted lo dice, padre… Es que nunca he visto a mi hijo tan abatido. Ni
siquiera ha querido discutir con usted. Con lo que es él para las cosas de la
iglesia, que no sé de dónde le viene esa manía.

-Bueno, me voy antes de que empiece otra vez. Mañana me paso por aquí.

Afuera la capa de nieve había engrosado. El cielo panza burra aseguraba


más nieve. Algunos copos empezaban a caer blandamente. Solo las huellas del
cura en el camino hacia la casa desfloraban el manto lechoso.

-Eh, Manuel. Te acompaño al pueblo. No te vaya a aparecer el pastor


sicópata en medio del camino.

-Gracias, Antonio. Ya no hace falta –el cura no pudo evitar un tono de


alivio en su voz-. Lo encontraron ayer en el redil. Se murió de frío, el pobre
hombre. A ver si este tiempo de pesadilla nos deja enterrarlo…

Me lo imagino: tapado con su manta apestosa, barbudo, hecho un ovillo


medio enterrado por la ventisca, más tieso que un poste. Entre las piedras del
antiguo establo. Menuda estampa de terror.

Nunca había visto nevar tanto en toda mi vida. Muy bonita la nieve, ¡ja!,
este tiempo cabrón, me sacuden unos pinchazos en el dedo que me dejan la
mano tonta. Laura se cachondea observando los progresos de la cicatriz, pero
yo no quiero ni mirarlo, parece un gusano mocho. A ver si cicatriza del todo y
empiezo a salir. Pablo envidia la gran vida que me estoy pegando; bueno, al
principio molaba, todo el día junto al fuego, mirando caer la nieve por la
ventana, leyendo los libros de Mario –yo, que no he leído más que libros
técnicos en mi vida-, pero esto ya aburre. Estoy harto de circular por la casa
oyendo los suspiros de Rosa o sus cancioncitas folclóricas, según le pille el
día.
Mario no habla. Es deprimente verlo hundido en la cama. Está hecho un
asco, el pobre. Parece recién liberado de un campo de concentración, de lo
esmirriado que se está quedando. Los ojos hundidos y llenos de fiebre. Ojeras
moradas. Un auténtico espantajo. Completamente ido. Mudo como una
tumba. Excepto cuando delira; se puede oír su murmullo ronco en toda la
casa, en el silencio de la noche. Ahora parece que la calentura va cediendo,
pero le queda como, no sé, como un borrón oscuro en la expresión.

-Mario –le dije, la primera vez que subí a verlo, al poco de llegar medio
muerto del monte-, parece que has visto al diablo.

-¿Tú no? –respondió, con unos ojos tan raros como los del Sota cuando te
miraba; solo su típica sonrisilla torcida parecía encajar en su cara.

En fin, lo que faltaba, otro loco y, para colmo, en la familia.

Aquí vienen Pablo y Laura. Ellos dos y Ester se están pegando la paliza.
Menos mal que hicimos provisión de leña. La pobre Ester se está desviviendo
para sacar a su hombre del marasmo, hasta le ha pedido a Pablo que cace lo
que sea, ahora que ya no disponemos ni de las proteínas del huevo; y ahí
anda, desplumando pajarracos ella misma para dáselos tostaditos y
desmenuzados a su marido. Todo se le añusga, al pobre. ¡Igualito que a mí!
Dios, me comería hasta una pata del mastín.

El tenso flemón en la cara de Jacinto latía como un corazón emancipado.


El hombre era una sombra de sí mismo, arrastrando los pies arriba y abajo por
el pasillo solitario de su casa.

Durante más de una semana, el valle y las montañas fueron un mudo


sepulcro. Cuando el manto blanco de medio metro de espesor parecía eterno,
el frío disminuyó de golpe. El cielo amaneció por fin de un añil unánime sobre
el valle. Todo cuanto abarcaba la vista centelleaba al sol. La nieve hería con su
luz. Hacia el mediodía, en el pueblo se oía el goteo constante de los tejados, y
en el valle empezaron a gorgotear los arroyos, liberados del cepo del hielo.
El pueblo empezó a sacudirse la modorra. Algunos vecinos palearon la
nieve que oprimía las puertas de sus casas y empezaron a abrir camino por las
aceras.

El deshielo llegó a las mentes y el aumento de temperatura desentumeció


un poco los corazones amortajados por el frío de vivir.

Perros famélicos husmeaban entre la nieve, mordiendo la carroña


congelada de otros perros, o gruñendo de hambre y reculando ante la amenaza
de palas y garrotes.

Cuando encontraron a Jacinto balanceándose de una rama, Manuel, el cura,


se sintió tocado por el dedo de Dios. Ebrio de fuego divino, exhortó a su
rebaño para que ninguna otra oveja se despeñase por el mismo precipicio. Su
voz resonó sobre el rumor de las aguas del río mientras descendían el cadáver
azul y, después, cuando tronó y alentó, meliflua o terrible, en la única nave de
la iglesia, donde habían vuelto a celebrar misa después de varias semanas
recogiéndose en la sacristía.

Mario vio salir el sol desde la ventana de su alcoba. Rojo como media
sandía mientras asomaba por el pico de la montaña; rápidamente amarillo,
derramando sus rayos oblicuos hasta su cara. El cañonazo de luz que entraba
por la ventana tiró de su cuerpo insomne, enterrado bajo tres mantas.

-¿Qué haces? ¡Déjame que te ayude! –Ester entraba en el dormitorio-.


¡Pablo! Sube y ayúdame a vestir a tu padre.

Le desagradó el olor áspero y rancio del padre, apenas un saco de huesos


bajo la piel azulada. A la luz del sol, aún se mostraba más pálido y ojeroso.
Fantasmal bajo la maraña de pelo y la barba agreste.

Lo sentaron delante del fuego. Tendió las manos hacia las llamas,
quemándose casi las yemas. Sintió la ola de calor rodando cuerpo adentro. El
crepitar de la hoguera fue barriendo los nubarrones tétricos de su rostro. Por
primera vez desde que regresó desfallecido del monte, tuvo hambre.
A la tarde calentaron agua. Se lavó y se rascó el pestilente pellejo hasta
desescamarse el cuero. Ester metió la tijera para adecentarle greñas y barbas.
Sumergido en la cálida tina, le llegaron los rumores sobre la triste fortuna de
Jacinto. Mario supo entonces que él acababa de darse la vuelta justo ante el
Último Umbral. Esa certeza desató el galopar de su sangre: engulló todo lo
que le dieron ese primer día de resurrección; habló; a la noche, quiso echarse
encima de Ester, todo torpeza y manos.

-Espera un poco, tigre; reponte primero, antes de consumir energías –le


susurró ella, riendo quedo.

Mario se perdió en el sueño, agotado, resignado. El abatido macho alfa.

Expiación.


HELIOS

Mediados de diciembre. Vendrían más nevadas rigurosas, más cielos


plomizos, más fríos estrictos. El invierno ya se había manifestado con creces,
aunque en el cómputo humano ni siquiera hubiera empezado. Por eso, todos
aquellos que seguían pendientes del calendario sentían los pinchazos del
hambre con más severidad. Los rostros estaban flacos y deslucidos. Los viejos
ni asomaban las narices fuera de sus casas, atendidos por sus parientes más
jóvenes, en un intento obstinado de preservar su salud de catarros y
enfriamientos, que temían los llevarían a la fosa.

Sólo tres familias en el pueblo criaban sus propios cerdos. La mordiente


gazuza adelantó la matanza en cuanto amainó el temporal de nieve. Durante
dos días consecutivos los chillidos de los guarros hirieron el valle, provocando
ríos de saliva y mala baba en muchas bocas, y recelo en quienes se
apresuraban a colgar jamones, morcillas y chorizos en las umbrías despensas.

Los arroyos fluían desbordados. La nieve aguanosa publicaba los rastros de


las bestias y los de sus tenaces cazadores. Volvió a oírse el eco de los tiros
percutiendo en los cerros. Hombres de aspecto salvaje bajaban del monte al
atardecer con el lomo doblado bajo el peso de un jabalí o de un corzo.

Cada cual atendía a lo suyo. Gentes de miradas torvas se gruñían por lo


bajo, temiendo al vecino. No obstante, unos pocos seguían ayudando
desinteresadamente a quienes lo requerían. Manuel correteaba de un lado a
otro, ungido y arrebatado por la insensata alegría de su misión.

Se había abandonado toda labor de vigilancia. El mundo había dejado


definitivamente de existir más allá de las crestas de las montañas.

Hasta que apareció el Profeta.


¡Qué larga es la noche! No es extraño que durmamos como marmotas. El


sueño es nuestra defensa. Nuestros ritmos se han acomodado a los de la luz.
La primera claridad me expulsa de la cama, a regañadientes pero
reconfortado por el regreso de la luz. Las noches despejadas, estas noches de
invierno, miro por la ventana las estrellas, al alcance de la mano. No hay
neones, no hay focos que disimulen nuestra pequeñez. Ella me salva de tanta
soledad, su aliento suave, su calor. El cielo nocturno me subyuga y me
apabulla.

Acudieron ante los gruñidos insistentes de los perros. Lo tenían acorralado


contra un rincón de la valla. Esteban y el Caminero creyeron que sería algún
animal, pues el revoltijo enfurecido de los perros lo tapaba, y la criatura
bufaba y chillaba de un modo espeluznante.

-A mí me vas a morder, desgraciao –Esteban arreó un tremendo culatazo al


lomo de uno de los perros, que retrocedió, quejoso. Los otros dos agacharon
las orejas, agazapándose pero sin soltar las piltrafas que se estaban disputando.

-Joder, es un hombre –el Caminero se le quedó mirando, sin perder ojo a


los perros, con la garrota en la mano.

Estaba hecho un ovillo contra el vallado, enseñaba los dientes y gruñía


roncamente, mientras barría el aire delante de él con un madero. (Puños.
Dientes. Alaridos. Torbellino de cuerpos que se enzarzan. Golpes. Sangre.
Imprecaciones. Una piedra abre la cabeza de una mujer. Batir de palos.
Restallan amenazas en el aire impregnado de ceniza. Cristales hechos trizas.
La turba a trancazo limpio). Sólo se le veían los ojos como ascuas, la nariz
colorada y la blancura agresiva de los dientes, pues una selva de pelos sucios
le cubría la cara y se le desparramaba por el pecho y los hombros.

-¡Fuera, hostias! –bramó Esteban, pero los perros no abandonaban la presa.


El hambre les hacía enseñar los colmillos al amo.

El trallazo los ahuyentó por fin. El hombre había dejado caer la estaca. Se
tapaba los oídos con ambas manos, acuclillado en su rincón, mirando con ojos
despavoridos el caño de la escopeta.

-Aparta eso, Esteban –bisbiseó el Caminero-, está cagado de miedo.

El chico no respondía a los ruegos tranquilizadores. Seguía mirándolos


lleno de pánico, con desconfianza. A lo mejor ni regía. Al final, lo fueron
atrayendo como a un cachorro asustado.

El muchacho devoró ruidosamente el tazón de leche con miga de pan.


Cuando los hombres le dieron la espalda, los siguió a distancia. Solo ante la
cercanía de los perros consintió en entrar en la casa, entornando la puerta tras
él, pero sin apartarse de ella.

-Oye, chico –le dijo Esteban, tratando de no levantar mucho la voz-. Tira
esa porquería, hombre, échasela a los perros, huele que apesta.

-Si después de comer eso no se ha muerto, a este mozo no lo tumba una


centella –comentó el Caminero.
-Tíralo, coño.

Antes de que Esteban pudiera tocarlo, el hombre estaba en el umbral de la


puerta, pero se quedó clavado, pues los perros acechaban, babeantes, a pocos
metros de la casa. Volvió la cabeza a uno y otro lado, gimiendo de terror. La
cara crispada se le iba a romper en pedazos. Con un grito angustioso sacó el
trozo de carne podrida que asomaba de uno de sus bolsillos y se lo tiró a los
perros. (Perros que husmean y se hartan tranquilamente entre los cadáveres.
Despojos en las aceras. Una joven madre que atiende a un andrajoso muerto
de sed).

-Oye, tú –dijo el Caminero-. Tan tonto no está. Entender, entiende.


-¿Qué haces, hijo? –Rosa sacudía la cabeza, ante la tozudez de Mario-.


Mira que las cosas pueden componerse, y te van a hacer falta.

-Si quedara una gota de alcohol, me lo bebía ahora mismo. A la lumbre con
toda esta mierda.

Los papeles prendieron, retorciéndose y desintegrándose en negras


pavesas, consumidos por la lengua purificadora del fuego. Todos menos Rosa
miraban fascinados cómo ardían los documentos de la hipoteca y el contrato
de trabajo de Mario.

-Hoy, veintiuno de diciembre, fecha oficial de la entrada del invierno en el


hemisferio norte, aunque aquí ya llevamos más de un mes de invierno –Mario
hablaba en un tono entre hilarante y solemne; la luz de la hoguera ponía en su
mirada reflejos submarinos-, me libero oficialmente de toda la broza del
mundo antiguo. Que no nos vuelva a joder ni un solo magnate, ni un solo
grupo mediático lameculos, ni una sola maldita multinacional, ni un puto
banco de inversiones ni un apestoso edificio de Bolsa, ni un solo gobernante
podrido…

Se estaba quedando sin aliento, ebrio de su propia retórica. De pie frente a


la chimenea, con su facha de robinsón escuálido y la mirada visionaria, que
reflejaba las oscilaciones de la hoguera.
-El que se va a quedar solo eres tú –rió Ester-, como sigas eliminando
gente.

-Laura, ¿por qué no tiras todos tus libracos de derecho al fuego? –sugirió
Mario, como si le acabara de llegar una revelación del cielo.

-Eso ni lo sueñes, papá.

-Si quieres, tiro yo los míos.

-Tú quieto aquí, que te apuntas a un bombardeo –Ester paró en seco a su


hijo con una ojeada severa.

-¿Por qué será que al ser humano siempre le da por quemar libros? ¿Te das
cuenta de lo que pides, Mario?

-Vamos, Ester, se trata solo de documentos legales. ¡Me estoy deshaciendo


de mi acta de esclavo! Sabes de sobra que no sería capaz de quemar ni uno
solo de mis libros.

-Bueno, pues ahora que eres un hombre libre –dijo Ester, con retintín-,
vamos libremente a repartirnos las labores del día para meter algo en nuestros
liberados buches. Hay que hacer nueva provisión de leña, traer agua, ir por la
leche, tratar de lavar toda esa ropa, a ver si somos capaces de quitarle la peste,
cocer pan, y, si se puede, traer algo de carne a casa, veamos el grande y libre
cazador blanco cómo alimenta a su prole.

Sólo Rosa quedó en el interior de la casa. En un instante, todos se pusieron


a lo suyo, concentradamente. Las cumbres de las montañas conservaban un
faldón de nieve, rutilante bajo el sol. En el valle se oían trinos y graznidos
aislados, algún que otro ladrido desmayado, el retumbo de un tiro, los largos
mugidos procedentes de la vaquería, y siempre, el ronroneo impetuoso de los
veneros, monte abajo. En el pueblo, algunas figuritas trajinaban por la plaza,
alrededor de la fuente. El humo azul de las chimeneas ascendía recto en el aire
quieto.

-No te creas, la roña abriga. Fíjate cómo huelen los viejecillos y cómo no
ha caído ninguno con los últimos fríos.
Laura acababa de salir del cuarto de baño, rozagante a pesar de la escasa
alimentación. Antonio le olfateó la piel, olorosa a lavanda.

-Venga, tu turno, machote.

-Pero esa agua es una mariconada. Por qué le echas esos hierbajos.

-¿Es que no te gusta cómo huelo?

-Te comía aquí mismo. Pero, mujer, ese olorcillo, en un tío…

-O sea, a un tío tiene que cantarle el alerón para ser un tío. No me digas
que compartes la misma teoría que mi hermano –lo empujó firmemente
adentro del cuarto de baño-. Venga, si quieres meterte en la misma cama
conmigo. Hala, mozo, dale un buen restregón a nuestro amiguito. -Le pasó la
mano por la entrepierna.

Vuelvo a manejar el hacha. El fuego. El fuego. Acabaremos adorándolo


como a un dios. Todos sabemos que, si se apagara, nada costaría volver a
encenderlo, de momento. Pero es invierno; el tiempo nos está dando una
tregua, pero volverán el hielo y la nieve y los días grises, la lluvia y los
ventarrones. Mantener la lumbre encendida día y noche es nuestro seguro de
vida. Basta entrar en la casa y ponerse frente a la chimenea para apaciguar
las fatigas de la jornada. Mirando el fuego no pienso en el futuro. Algún día el
mundo volverá a funcionar, supongo. Hasta entonces solo una cosa puede
inquietarnos: la comida. Bueno, como dice Ester: no te preocupe para
mañana lo que tienes cubierto hoy. Vale, tío, dejemos esto; es el mismo rollo
de siempre. La cosa es que mi vida anterior está tan lejana como si le
perteneciera a otro. ¿Cuánto hace que salí a pie de la ciudad? ¿Seis…? No,
va para siete meses. Veintisiete años como un sueño, o la historia de otro, y
siete meses que parecen abarcar mi vida entera. Qué extraño. ¿Cuál de ellos
es más yo?

Bueno, majete, al tajo, y sin cortarte, Antoñito, no vayas a quedarte sin


dedos. Yo, a lo mío. A ver si entre tanto Mario trae algún conejito a casa. Ya
apetece comer algo de carne. Si pillase un jabalí o un corzo, mejor todavía.
Aunque esos se los cepillan entre los dos o tres tramperos del pueblo, los muy
cabrones se deben de estar hinchando. Si no, nos conformaremos con los
pajaritos de Pablo. Cuando son pequeños, yo me trinco hasta los huesos.

¡Fuera! Les tiro un par de cantazos y les amenazo con el hacha. Se alejan
gruñendo. Me ponen malo. Sé lo que pasará. Tarde o temprano, algún paisano
les descargará un tiro, irritado porque andan husmeando la caza, o se
lanzarán sobre el más débil de la manada y lo devorarán en un pispás. Ya lo
he visto antes. Dios, solo de oírlo me descompone. El pobre perro venga a
chillar y los demás tirándole dentelladas por todas partes, comiéndoselo aún
antes de que el animal esté muerto. ¿Por qué los dejarán sueltos? Si no
quieren alimentarlos, que les den un tiro. Bueno, ya lo están haciendo otros
por los dueños. En fin, mientras no ataquen a alguien y tengamos una
desgracia…

El sudor me empapa los sobacos. No puedo pararme mucho tiempo. El frío


no congela, pero a la sombra, muerde. Sí, igual que los perros. Por cierto, me
pregunto si algo así es lo que le habrá vuelto tarumba al tío ese que
encontraron en la vaquería. Algo así, entre personas, peleando a muerte por
la comida o el agua o lo que fuera.

“Hermanos, se acerca el día del nacimiento de Nuestro Señor. No debemos


dejar de celebrarlo. Aunque recordemos y nos apenemos por los que se han
ido, pensemos que ahora descansan en paz. ¿Querrían ellos vernos llorosos,
quejándonos de todo? No, desde allá arriba nos ayudan con su ánimo. Si
lloriqueamos y nos cruzamos de brazos, ellos se apenan porque sienten nuestro
dolor como si fuera suyo. No digamos Nuestro Señor. Él no quiere vernos
sufrir. Así que, hermanos, si tenemos que superar dificultades, hagámoslo con
alegría, echando una mano al que lo está pasando peor. ¿Podemos llamarnos
cristianos si nos atiborramos con lo que guardamos en nuestras despensas, sin
compartir nada con el vecino que se muere de hambre? ¿Si nos calentamos tan
ricamente en nuestras casas mientras en la casa de al lado no hay ni una rama
con la que encender el fuego? ¿Alguien piensa que vale de algo tener un
cuerpo saciado y abrigado si el alma se está pudriendo? Pensemos, hermanos,
cómo Jesús nos enseñó que la alegría está en compartir con el prójimo. Así
que, vamos a procurar celebrar la próxima Navidad con alegría. Veréis cómo
el esfuerzo vale la pena. Será como quien echa a rodar una piedra cuesta
abajo; hay que dar el primer empujoncito, luego va sola. Daremos gracias a
Dios por enviarnos a Su Hijo, y de la alegría de vernos vivos un año más
saldrá más alegría…”

-Ahí anda, echando de comer a las vacas. El tío jodío no dice ni mu; no
sabemos ni su nombre –Esteban señaló el pajar-. El caso es que el chaval
trabaja bien. Menos mal que he conseguido que duerma dentro de la casa, en
un jergón que le hemos preparado. Los primeros días no había manera de
cerrar la puerta con él dentro, es que se privaba de miedo, el pobre.

-Ahora ya aparenta otra cosa –dijo el Caminero, apoyando los dos brazos
en el rastrillo-. Cuando apareció vestido con esos trapajos y más sucio que el
palo de un gallinero, era talmente un demonio.

-No llevaría documentación ni nada por el estilo, claro –les preguntó


Mario.

-Na de na. Quemamos su ropa. Bueno –rectificó Esteban-, traía unos


papeles de leer en una bolsa; ahí están en casa, todo cochambrosos, no ha
habido quien se los tire.

-¿Te importa que les eche un vistazo?

“Estructuras circunnucleares y gravitación en teoría efectiva de cuerdas.

Oscar Torres Zambrano

Tesis doctoral dirigida por Mariano Beltrán de la Fuente. Universidad


Autónoma de Madrid.”

Mario pasó la portada. Empezó a leer el primer párrafo:

“Definidos dos nuevos parámetros que determinan las propiedades de las


regiones de formación estelar circunnucleares, se propone un nuevo modelo
teórico para la aparición de las supernovas en las regiones Hill…”

Joder, el tipo es un cerebrito.


El hombre estaba echando la paja en los pesebres. Miró a Mario de reojo
un momento, sin interrumpir su actividad. Cada vez que Mario entraba en el
pajar, le reconfortaba la caliente pestilencia de las vacas, que impregnaba a
quienes trabajaban allí, aunque estuvieran a kilómetros de distancia. El chico
se había ido acostumbrando a ver a la gente del pueblo que subía hasta la
vaquería a recoger la leche, pero siempre conservaba la distancia. A medida
que Mario se acercaba, el tipo reculaba. Cuando ya estuvo tan cerca que pudo
olfatear el hedor del muchacho, éste lo miraba con la cabeza baja y los ojos
desorbitados; las manos blancas y tensas de tanto apretar el bieldo con que
pinchaba la paja. (Arden casas. Desmoronamientos. Estrépito de escombros.
Ruge el fuego. El reflejo de las llamas en ojos enloquecidos. Olor a carne
quemada).

Pasó un instante larguísimo. El muchacho gemía ásperamente al ritmo de


su respiración alterada. Mario no se atrevió a dar un paso más, atento a las
manos temblorosas que aferraban la horquilla. Allí, casi en el fondo del pajar,
el calor espeso de las vacas y la semipenumbra configuraban un mundo
alejadísimo de la soleada, gélida y azul intemperie.

-Hola, Óscar.

El muchacho levantó la vista de golpe. Se disipó su lóbrega mirada


taciturna, transformándose en sorpresa y desconcierto. Mario observó cómo
las manos que sujetaban el mango de la herramienta se relajaban. Casi se
podía oír el trajín del trabajoso despertar de su cerebro.

-¿Llegaste a defender tu tesis?

El chico dio un respingo, soltando el bieldo y llevándose las manos a la


cara. Primero miró a Mario con alarma, después se restregó con furia los ojos
pitarrosos.

-Tranquilo, está donde tú la dejaste. Nadie va a tocar tus cosas, Óscar.

Se estrujaba las manos una contra otra, a la altura del pecho, pero su
mirada había perdido la expresión de orate. Miraba alrededor como quien
recién despierta y se afana por ubicarse.
-A nosotros, bueno, a mí y a mi familia, nos interesan las cosas de ahí
afuera –el índice de Mario apuntó hacia arriba, hacia el cosmos infinito, más
allá del techo de la granja-. Me gustaría que nos contaras algo de lo que sabes.

La luz de afuera los deslumbró. Mario agradeció el aire cortante que bajaba
de la montaña. Sudaba bajo el peso del anorak.

-Explícame eso de los agujeros de gusano.

Esteban y el Caminero se quedaron lelos, no tanto por ver salir al


muchacho mansa y relajadamente sino por el sonido de su voz, suave y
vehemente.

Voz de tarado, al fin y al cabo, pensó Esteban, al verlo pasar junto a Mario,
embebido en no sabía qué extraño asunto.

Pasado mañana, Nochebuena. Tiempo frío, como es normal, pero no ha


vuelto a caer ninguna nevada. Las nubes cubren casi todo el cielo, no dejan
que el sol nos caliente un poco; bueno, casi es peor cuando está raso porque
caen unas escarchas de no te menees. Ahora llevo barómetro incorporado: el
muñón del dedo me pincha cada vez que va a cambiar el tiempo. Ojalá
pudiera concentrarme sólo en el día a día, como dice Ester. Es fácil mientras
estoy ocupado; incluso en las noches junto a Laura, rendido de cansancio o
satisfecho después de echar un polvo. Pero siempre hay un momento de
soledad.

“Debes saberlo antes que nadie”, me dijo.

Y ahora más, claro. Ahora todo. A ratos me entra una gran alegría, y otras
veces se me pone el alma en vilo de puro pánico.

Han echado cuentas abajo, en el pueblo. En el molino queda poco grano.


Total, vamos a tener pan para un mes, mes y medio todo lo más. El trigo que
plantaron en otoño no estará listo hasta mayo, y eso si no se malogra, según
dicen. Las patatas no van a durarnos mucho. Y para sembrar más, habrá que
esperar a que pase el invierno. El viejo aquel al que le compramos los sacos
de legumbres no va a soltar ni un garbanzo; ya fueron a ver hace casi un mes.
Normal, cada cual mira por lo suyo. Sobreviviremos, dice Ester, aunque
tengamos que alimentarnos de raíces. Tampoco Mario se desespera. Sigue
saliendo al monte a cazar; solo, desde que se perdió la perra. Qué pasión por
ese animal, basta mencionar a Bruna, y se le entenebrece la mirada. En fin,
cada loco con su tema. Yo, a lo mío, que es cortar y acarrear leña, ir por
agua, ayudar a Mario y a Pablo a hacer chapuzas en la casa… A ver si me
quito el runrún de la cabeza.

“Era previsible, después de todo”, siguió diciendo Laura.

¡El apretón! Con tanta escasez, o te cagas por las patas o te agarra un
atasco. Menuda racha llevas, Antonio. Hay que echarle valor para salir en
plena noche, más allá de la cerca de la casa, a plantar el pino. A mí no se me
ocurre usar el orinal ni para mear, aunque haya dos metros de nieve afuera.
No por Laura, eso no me corta un pelo, al fin y al cabo, ya hemos llegado a la
intimidad de los pedos compartidos, la yunta que no pee en pareja, no trilla
bien, dice Mario. Hay que joderse, que se estén usando otra vez esos
cacharros desportillados que sacaron del desván de Rosa. Mira que guardar
eso, esta gente es la hostia. A veces, por la noche, si uno está desvelado, se
oye el tintineo del chorrito en el silencio de la casa. Laura ha empezado a
usarlo últimamente. Cómo me pone verla acuclillada sobre la bacinica.
Bueno, ahora se tiene que cuidar.

En fin, aquí en el monte soltar lastre es fácil. Ahí vamos… Y vuelta al


curro, ahora más ligerito.

“Ya les ha pasado a otras”.

No es tanto lo que venga, como el momento crítico. Ana ayudará, les


ayudará a todas. ¿Y si hubiera alguna complicación? No habrá ninguna,
asegura Laura, tan tranquila. Ya me gustaría compartir su certeza.

¡Bah! ¡Qué sea lo que tenga que ser! Tú a lo tuyo, Antonio. Dale caña al
hacha. Joder, qué raras son las mujeres, precisamente ahora, con lo que nos
espera, Laura anda más salida que nunca. Madre mía, es meternos en la cama
y ya está atacando, candela pura. Compulsiva. Tórrida. Ay Laura.

Cogió mi mano y se la puso sobre un pecho. La apretó firmemente contra


la teta. “Dentro de poco darán leche”, dijo.

Empezaron a llamarlo el Profeta, pues aunque pocos lo habían visto, todos


conocían sus patentes trazas de loco. Se hizo un hueco en casa de Esteban,
trabajando callada y concienzudamente en la vaquería. Desde el instante en
que Mario abrió una brecha en su muralla de enajenación, fue desenredando la
lengua. Contestaba sí o no, o con las mínimas palabras necesarias. Si alguien
trataba de indagar, se encerraba en su mutismo infranqueable. Huía de los
extraños, que para él eran casi todo el mundo. Más de una vez Esteban había
sorprendido sus convulsas pesadillas. (El llanto de una criatura en el centro
de un tumulto. Su silencio después de la batalla. Su silencio terriblemente
horizontal entre otros cuerpos).

Mario tenía la llave para transformar el cerebro de Óscar en una máquina


precisa de lógica y raciocinio. Bastaba con pasearlo por las estrellas. Así se las
arregló para llevarlo a su casa, donde atesoraba un rudimentario telescopio de
aficionado. Hizo que la gente de la familia apareciera poco a poco y como sin
verlo, para no asustarlo. Entre las didácticas charlas sobre cosmología del
joven demente, Mario fue tirando de otro hilo.

Sonó la trompetilla del alguacil de calle en calle: “…que pasado mañana,


día de Navidad, después de misa, habrá una comida para todos los vecinos en
el salón de actos del ayuntamiento”. Aunque no era necesaria la labor del
alguacil para hacer llegar la noticia a todos, Benito, el secretario, había
insistido en sacudir el letargo del pueblo con un hábito del pasado.

“Aparta un par de terneros y hagamos algo especial para ese día, hombre”,
le había dicho Manuel, el seudocura (“el seudo”, a secas, lo llamaba Mario) a
Esteban. Que si se pensaba que con eso Dios les iba a echar una mano,
respondió Esteban, zumbón. Que si ellos mismos se ayudaban, ya se
encargaría después Dios de rematar la faena, que había que celebrarlo,
hombre, que era la fiesta más importante para un cristiano, que si se iba a
andar con tacañerías un hombre tan generoso como él, que estaba dando leche
a todo el pueblo. Bueno, bueno, por algo es el dicho pedir por la boca de un
fraile, que sí.

En el único buzón del pueblo (ocioso desde hacía meses), horadado en el


muro de la fachada del ayuntamiento, un niño de unos seis a ocho años se
esforzaba por embocar un sobre afanosamente pintarrajeado.

-Qué, Carlitos, ¿una carta a la novia?

-Que va –dijo el niño, muy serio, estirándose inútilmente para llegar a la


ranura del buzón-. Es la carta de los Reyes.

El hombre se las arregló para sonreír, a pesar del hondo desconsuelo.

-Anda, trae, yo la echo.

Observó cómo el crío regresaba a su casa, tan contento.


-Vaya dos lechuzos. Ester, hija, dile algo a tu marido, que se va a quedar
pasmado ahí afuera.

-Déjalo, Rosa. Están bien abrigados. Mario disfruta con esas cosas.

-Desde luego, este hijo mío está como una chota. Qué se le habrá perdido a
él ahí arriba.

Mario y Óscar orientaban el telescopio, miraban, rectificaban. Óscar


tomaba notas imposibles, en la oscuridad. Si abrían la puerta de la casa, les
llegaba con claridad la voz de Mario y el susurro incandescente del muchacho.

-Éramos pocos y parió la abuela –se metió Pablo-. ¿Vamos a tener que dar
de comer al loco este?

-Pablo, qué estás diciendo. A saber las miserias que habrá pasado el pobre
hombre.

-El chico tiene razón, Ester, qué falta le hará ahora a Mario que le
trastornen la cabeza. A ver si le va a dar lo de la otra vez… -Rosa no dejaba de
gutear hacia afuera, por la ventana-. Si es que míralos, qué pareja, Señor, el
cubo y el asa.
-Bueno, tengamos la fiesta en paz –resolvió Ester-. Mario ya es mayorcito
para saber lo que hace, y el muchacho lo que necesita precisamente es
comprensión y un poco de calor. De qué sirve tanto ir a misa si luego dejamos
tirados a los demás.

El puyazo fue tan directo que Ester se arrepintió en seguida de haberlo


soltado. Rosa se retiró, mohína. Antonio y Laura leían, pegados a la luz de la
chimenea.

-Debido al conocimiento de sus propiedades de reflejar la luz de una


determinada manera, ya se dedujo hace bastante que el hielo sería uno de los
componentes principales de los anillos.

-Ya. O sea, que hay agua circulando por ahí, en el universo, por decirlo así.

La quieta atmósfera invernal acuchillaba la carne, pero los dos hombres


ignoraban el frío. El cielo estaba raso. La luna nueva aseguraba una oscuridad
de tinta sobre el valle.

-Sí, se puede decir así –aunque no podía verle la cara, Mario sabía que el
Óscar con quien hablaba no era el mismo que se amagaba por los recovecos de
la vaquería-. De hecho, una de las teorías del origen del agua en la Tierra es su
procedencia extraterrestre. –Hablaba sin dejar de mirar al cielo, de repente
orientó el telescopio hacia otro rincón del universo-. Mira, a nuestro amigo
Marte podemos observarlo mejor que a Saturno.

Fuera de la casa, de espaldas al leve resplandor del fuego que se escapaba


por las ventanas, la tiniebla era tan espesa que parecían flotar en un mar de
alquitrán. Sólo las estrellas titilantes existían en la noche helada, palpables
como gemas incrustadas en un lienzo negro.

-Fíjate –el suave murmullo de Óscar ardía de pasión-. Es el abultamiento


de Tharsis, un complejo de volcanes. Allí está el Monte Olimpo. –Susurraba
impetuoso mientras Mario miraba por el telescopio-. Tiene veinticinco
kilómetros de altura, más del doble que el Everest. Las coladas de lava que se
produjeron en esa área crearon un zócalo cuyo borde forma un acantilado de
seis kilómetros de caída. Imagínate.
-Sí –asintió Mario-. Y esos surcos son los antiguos cursos de agua, ¿no?

-Exactamente, por eso lo enfoqué.

Mario notaba la cordial palpitación de la voz del chico. Ahora no estoy al


lado de ningún loco. Ahora, se dijo.

-Oye, no habrá venido ninguna fuerza extraterrestre con sus rayos


cósmicos a fastidiarnos la vida en la Tierra, ¿no?

Tiró aquel tonto anzuelo por si enganchaba. Mario ignoraba que su


ocurrencia pudiera tener tanto significado.

-No lo sabes, claro –Óscar volvió a barrer el cielo con el telescopio. –


Normal, ¿cómo lo ibais a saber aquí?

-Saber… ¿qué?

-Cómo se va a mover, si ni siquiera me ha crecido la barriga todavía.

Mi mano recorre el vientre de Laura, tan liso como siempre. Me parece


raro que dentro esté creciendo una criatura, y que esa criatura sea mi hijo.
Esas palabras no me cuadran, todavía. Mi mano se aventura hasta el pubis,
enredo los dedos en su vello. Ahí los dejo, mientras llaman a la ventana los
temblorosos colores del crepúsculo.

-Pero cómo vas a subir luego hasta la vaquería, con la helada que está
cayendo –Rosa movía la cabeza ante las incorregibles actitudes de su hijo-.
Que se quede aquí a dormir.

Óscar puso ojos de alarma, se estremeció, todo él encogido. A punto el


ramalazo esquizoide. Podía oírse el rechinar de dientes a pesar del
chisporroteo del fuego. (Gente sucia desvalida desconcertada rebaños en
plena subasta de traficantes hijos de puta. Agua agua agua para mi niño agua
sólo un poco por favor que tienes para mí a cambio puta agua para mi niño
agua).

-Tranquilo –Mario le habló con la calma deliberada con que se habla a un


niño sobresaltado-. Yo te acompaño hasta allí. No te olvides –cambió el tono,
dirigiéndose al adulto obsesionado por un tema- de que me tienes que enseñar
a interpretar el planisferio. Otro día nos dedicamos a las constelaciones, ¿te
parece?

Mario acababa de pulsar la tecla correcta. Iba conociendo el interruptor de


acceso a uno u otro Óscar.

-Oye, yo no sabría explicarles ese asunto del Sol. Anda, hombre, es muy
interesante para que yo lo estropee con mi ignorancia. Tranquilo, vamos a
terminarnos esto primero. Sí, señor –abarcó a todos de un vistazo; sólo se oía
el rumor de las llamas-. Tormenta solar.

El sol está en constante actividad. Como toda estrella, es un descomunal


reactor nuclear. ¿Sabíais que estamos hechos de los átomos procedentes de las
estrellas? Bueno, el caso es que frecuentemente se producen explosiones
solares. Imaginad un astro como el sol, en el que caben más de un millón de
Tierras, escupiendo una gigantesca llamarada de un gas altamente energizado
y caliente que barre todo el Sistema Solar y, a veces, hasta más allá de él. Se
dice que es una erupción de plasma solar. La ciencia no puede predecir cuándo
se van a producir. Lo que se sabe es que el ciclo solar es de once años,
alternándose períodos de calma con otros de turbulencias. Normalmente, los
que se llaman períodos de Actividad Máxima Solar coinciden con la aparición
de las famosas manchas solares. O sea, que científicamente se sabe si se dan
las condiciones idóneas para que este fenómeno ocurra, pero no el momento
exacto de una de estas erupciones. En fin, una gran erupción solar suele
culminar con lo que se conoce como eyección de masa coronal, es decir, la
expulsión de partículas procedentes de la corona del sol.

Estas explosiones llegan a los planetas del sistema, y, entre ellos, a la


Tierra, en forma de ondas radiactivas y viento solar. ¿El viento solar? Es la
corriente de partículas cargadas producidas por la llamarada de la que
hablábamos; es, digamos, un fabuloso chorro de energía que atraviesa el
Sistema Solar a toda velocidad.

El día de Nochebuena una manada de nubes bajas fue encapotando el cielo.
Poco después de oscurecer, empezó a nevar. Sin el bálsamo de la negra bóveda
estrellada, recluidos dentro de la casa, Óscar explicaba a Mario el uso del
planisferio. Al amor de la lumbre, el rostro de Óscar resplandecía ansioso por
desembuchar sobre dimensiones múltiples, universos paralelos, supernovas y
gigantes blancas, le edad de la Tierra o la inexistencia de la materia. Pero
todos, excepto Rosa, hurgaban en la historia de las duras dentelladas del sol.

El mastín dormitaba con la cabezota apoyada sobre los pies de Ester,


roncando espasmódicamente al ritmo de sus pesadillas. Puro pellejo, lo metían
en la casa para que su cuerpo debilitado no se helara de frío. Los
estremecimientos del perro revolvían la hez en la memoria de Mario.
Absolución, remotísima y esquiva absolución…

Nevaba. Grandes copos esponjosos. Silencio opresivo. Habían convencido


a Óscar para que durmiera en la casa. El chiflado carroñero de días atrás no
parecía tener nada que ver con su persona. Rosa daba vueltas al espetón
cruzado sobre el fuego. La esperanza crujiente de la brava carne de monte les
hacía salivar. Se asaban patatas en el rescoldo. Sobre la orfandad de la mesa,
preparada como en las grandes ocasiones, se perdía una solitaria tableta de
turrón del año anterior.

Éste ha perdido la chaveta, aunque parezca que rige, pensaba Rosa,


mareada con tanto el sol esto y el sol aquello. Abatida por los recuerdos. Óscar
se esforzaba por responder con sencillez. A vueltas con el furioso puñetazo del
sol, en la velada de Nochebuena.

La nieve iba aplastando el valle. Más allá de los círculos de fuego, el


pueblo tiritaba. Gruñían las andorgas estimuladas por los recuerdos de pasadas
comilonas. Era el tiempo demoledor de hacer memoria. De convocar a los
ausentes. Maldita nostalgia.

Esa erupción de la que hablamos llega a la Tierra en forma de radiación y


viento solar, ¿os acordáis? La radiación alcanza el planeta en unos ocho
minutos, puesto que viaja a la velocidad de la luz, y el viento solar puede
tardar entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas, aunque se constató un caso
en que tardó mucho menos. El viento solar es el plasma, el gas, que dije antes,
una lluvia de partículas de alta energía: electrones y protones principalmente,
como un megacañonazo cósmico.

Bien. Lo que todo esto provoca es una tormenta magnética.


¡Menudo fracaso! Nosotros nos acercamos todos, menos la abuela, no sea


que se constipe y le dé el soponcio. Pero viejos no han acudido ni uno. La
parentela va apartando tajadas y llevándoselas de a poco. Me da pena el
pobre cura. Se desvive por animar el cotarro, pero nada, la gente no dice ni
pío. Ni comparación con el cachondeo que se armó en el verano, cuando la
fiesta del pueblo. Claro que entonces había barra libre. ¡Vaya moña general!
Bueno, pensándolo bien, tampoco es un fracaso. No es que nos estemos
poniendo las botas porque tanta carne no hay, pero unas cuantas chuletas sí
nos estamos metiendo en el cuerpo. Casi todos comemos en silencio, atentos
sólo a darle gusto a la mandíbula. Mirando de reojo al de enfrente, no se vaya
a pasar, tragando más de la cuenta, y nos corresponda una chuleta de menos.
Le paso parte de mi ración a Laura. Come, niña, come, si tu abuela supiera,
ya sabes lo que te diría: dale, que ahora tienes que comer por dos. Me
abandono a la felicidad de tragar para no amargarme el banquete. Ni nieve ni
frío ni qué comerá mi hijo ni cómo parirá Laura ni pollas. ¡Feliz Navidad,
barriga!

La radiación, que llega en ocho minutos, si es intensa, provoca


interferencias en las comunicaciones, fallos en los radares. Pero lo gordo viene
con el viento solar. Sabréis que el núcleo de la Tierra es un imán colosal. Pues
como todo imán, genera un campo magnético alrededor. Entonces, lo que pasa
es, básicamente, que el viento solar impacta contra la Tierra sacudiendo su
campo magnético, la magnetosfera, que envuelve toda la atmósfera terrestre.
El campo magnético es un escudo que nos protege de estos ataques.
Normalmente, estos impactos son menores y lo único que provocan es algo tan
bonito como las auroras boreales, o, a lo sumo, alguna interferencia de radio.
Pero si el golpe es demasiado duro, el escudo puede agrietarse. Entonces el
impacto induce poderosas corrientes eléctricas en la superficie del planeta, que
dañan circuitos eléctricos, transformadores y sistemas de comunicación.
Bueno, si hasta pueden alterar nuestros ritmos vitales provocando ataques de
corazón e infarto cerebral.

Naturalmente, si hay algún astronauta por ahí afuera, sin la protección de


la magnetosfera, recibirá una ducha de protones que lo matará. Ante una
tormenta, digamos, tan bestial que se salga de toda expectativa, los equipos y
controles de precisión de los satélites de órbitas más externas serían
irreparablemente dañados o destruidos. Aquellos que orbiten más cerca de la
Tierra se precipitarían contra el planeta. Consecuencia: nos quedamos sin el
sistema de posicionamiento global, el gps; y sin gps, se acabaron la
navegación aérea y marítima, y la sincronización de redes informáticas y
equipos electrónicos, de la cual depende, por ejemplo, que podamos sacar
dinero en un cajero automático, internet, la operatividad y el control de los
sistemas eléctrico y de distribución de agua, el sistema bancario nacional e
internacional, etcétera, etcétera.

Las consecuencias continúan cuando los efectos del impacto alcanzan la


superficie de la Tierra, provocando las corrientes inducidas
geomagnéticamente. Estas corrientes afectan gravemente a las redes de
transporte de energía eléctrica y, sobre todo, causan averías irreparables en los
grandes transformadores de los que depende el suministro eléctrico. ¡Ah! Otro
efecto añadido: el fallo masivo del sistema eléctrico paraliza las centrales
nucleares, impidiendo el funcionamiento del sistema de refrigeración y, por lo
tanto, provocando en un plazo breve escapes de material radiactivo. Por
supuesto, debido a la intensa radiación, la destrucción de los satélites y el fallo
masivo en la red eléctrica, las comunicaciones se han cortado.

De golpe, nos hemos quedado sin electricidad ni comunicación. ¿Qué


funciona en nuestro mundo sin suministro eléctrico? El desabastecimiento
energético y de alimentos es cuestión de días, se corta el agua corriente, deja
de funcionar el sistema de aguas residuales, también los hospitales… el caos,
el caos…(Familias, bandas, clanes, vecinos, extraños hermanados en
manadas vagabundas a lo largo de carreteras ardientes garrote en mano
como guerreros desnortados insomnes que pisan con desaliento una tierra
hostil en busca de agua y alimentos y descanso y cobijo y esperanza y se
dispersan ríos humanos desparramados por pueblos valles montañas llanuras
el mundo ancho indiferente letal).

Para Nochevieja la nieve caída unos días antes era una crujiente coraza de
hielo. El sol asomaba apenas por los resquicios del cielo nuboso. No aparecía
un alma por las calles del pueblo. Ni un solo grito de gozo o de celebración.
Mejor la indiferencia, el olvido. El año terminaba con opresión de hielo en los
corazones.

-Meted a ese hombre en la cama.

Pero Manuel no consintió en bajarse del altar. El puñado de fieles lo


escuchaba con tristeza. Arrebatado por el Espíritu, bajo los ardores de la
fiebre. Furiosamente enardecido.

-Déjale que termine. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

El grupito, abrumado por la soledad de la nave de la iglesia, esperó


pacientemente a que el cura terminase su homilía alucinada.

Imaginemos una megatormenta solar, una más que perfecta tormenta solar,
algo muy superior al mayor suceso de este tipo observado en los tiempos
recientes: el evento Carrington, una superllamarada que duplicó en un minuto
la cantidad de luz producida en esa zona del sol. Tardó tan solo diecisiete
horas cuarenta minutos en llegar a la Tierra. En aquel entonces no existía la
tecnología de hoy. Estamos hablando de 1859. Aún así, causó la ruptura de
cables telegráficos en Estados Unidos y Europa. Se vieron auroras boreales en
lugares tan al sur como Roma, La Habana o Hawaii. ¿Vale? Pues algo todavía
más formidable, pero en el mundo tecnológico actual.

Este largo y frío invierno, Laura. Pero toco tu vientre y lo siento sofocante,
el trópico de tu vientre, Laura. El cielo descolorido y la horrible blancura de
la nieve, sin embargo.

El último grado de perfección: que el campo magnético generado por la


tormenta esté en oposición al campo magnético de la Tierra. Es decir, que el
campo de la tormenta solar esté orientado al sur. Supuestamente, cuando los
campos presentan la misma orientación, sus fuerzas se suman, aumentando la
resistencia del escudo terrestre; si se oponen, las fuerzas se restan, y la
penetración del impacto puede ser demoledora. Supuestamente, porque unos
científicos observaron cómo una erupción solar cuyo campo magnético
coincidía con el de la Tierra provocó en cuestión de horas un agujero de
enormes dimensiones en la magnetosfera. Incomprensible. Como si un día el
sol hubiera salido por el oeste, dijo uno de esos científicos.

En el único buzón del pueblo, una carta solitaria les pedía a Los Reyes
Magos “que vuelva la luz”.

Año Nuevo. Al alba, cirros rosados palpitaban en el cielo. El ascenso del


sol fue disgregando las nubes. Hacia el mediodía toda la bóveda celeste era
cristalinamente azul. La temperatura había subido, quebrando la costra de
nieve en miles de hilos de agua. Después de días ateridos, los pájaros
volvieron a aturdir el valle; ladraban cansinamente algunos perros, otros
aullaban. Algunos vecinos trajinaban por las calles del pueblo, chapoteando en
la nieve cenagosa. Figuras escopetadas subían por el monte.

El sol acariciaba suavemente a pesar del aire frío. La súbita bonanza había
relajado un tanto las caras hoscas, taciturnas, exhaustas, de los pobladores del
valle.

Vamos a ver, Óscar, le digo, porque quizá tenga razón el tronco este, ¿es
que no hay ciencia suficiente para impedir un desastre así?, venga, tío, no me
digas que los americanos no tienen tecnología para protegerse de estas
tormentas que dices. El tipo no se altera por más preguntas que le hagamos.
Llevamos varios días acosándole con lo mismo. En su lugar, yo ya estaría
hasta los huevos pero este chaval es la hostia, lo mismo razona bien que se
queda alelado en un instante, sin que nadie sepa por qué, como si de repente
le hubieran desenroscado la cabeza buena, la cabeza cuerda y sana, y le
hubieran encasquetado el melón de pirado. Se le transforma la expresión, los
ojos, todo. Eso sí, explicando y hablando de sus cosas es calmado, paciente.
Total, que habrá sido así, vale, pero cómo con la cantidad de medios de hoy
en día.

-Muy sencillo –dijo Óscar-. Ya os he comentado que la ciencia actual no


puede predecir cuándo se va a producir una erupción solar. Se sabe, por
constantes observaciones, cuáles son las condiciones propicias para que
ocurran, se conoce la duración de los ciclos solares; vamos, es como si vas
conduciendo un coche y sabes que todo apunta a que va a fallar pero ignoras el
momento exacto de la avería.

Estaban en la sobremesa de la comida de Año Nuevo. Mario no tuvo


ímpetus para salir al monte el día anterior, así que saludaron el año con un
manjar menos exquisito que conejo o liebre. En el atardecer de Nochevieja,
Pablo, con la escopeta de su padre, descolgó una buena percha de estorninos
de sus dormideros en el soto. Un tiro, seis o siete pájaros al suelo. Paciencia y
a repetir la operación.

-La NASA posee, bueno, a estas alturas, seguramente poseía, varios


satélites dedicados en exclusiva a la observación del sol, aparte del llamado
Observatorio Heliosférico y Solar, en tierra; este último, conocido como
SOHO, tenía su sitio en internet, donde cualquiera podía seguir en tiempo real
el comportamiento del sol. De modo que seguro que detectaron la erupción
solar y su tremendo tamaño. El problema estriba en que la localización del
lugar del impacto y su magnitud exacta sobre la Tierra solo pueden saberse
cuando los datos son recogidos en órbita por esos satélites. A partir de ese
momento, es decir, de la emisión de una alarma precisa, no hay más que
sesenta, ochenta minutos como máximo hasta sufrir las consecuencias de la
tormenta.

El sol entraba a raudales por el ventanal del salón, achicando con su luz el
fuego del hogar. Se oía el goteo de las canales y algún piar lejano. El mismo
sol que los había derribado de su pedestal con un soplido abrasador los
envolvía entonces con cálido abrazo. Como el mar impredecible, pensó Mario,
como las palabras de la Biblia, oídas o leídas o tal vez imaginadas: “el Señor
te lo da, el Señor te lo quita”. Era raro que aquella luz benefactora pudiera ser
asesina.

-Ese no parece tiempo suficiente, la verdad –opinó Antonio.

-Seguro que en la Casa Blanca y en el Pentágono y en las residencias de


los grandes magnates no se ha ido la luz –pensó Ester en voz alta-. Habrá
pasado lo de siempre: en el barco del mundo, se salva el capitán y se ahogan
los marineros.

-Eso ni lo dudes –Mario cargó en tromba, repentinamente encendido-. A


ver si te crees tú que los multimillonarios de este mundo, los monarcas y
gobernantes, los jeques del Golfo, los grandes banqueros y propietarios de
emporios financieros, mediáticos, energéticos, los puñeteros bilderbergs …

-Respira, hijo, que te vas a quedar sin aire –rió Ester.

-… en fin, toda esa ralea, va a pasarlas canutas como cualquier mortal.


Esos seguirán en sus cubiles, disfrutando de sus privilegios, lustrosos, gordos
como ceporros, tan ricamente, con sus reservas de todo tipo como para vivir
diez vidas a todo tren. ¡No te jode!

-Ay madre –previno Ester-, ya estamos.

-Oye, tío –cortó Pablo, ignorando los rebotes de su padre-, si tú estabas al


corriente de todo esto, ¿cómo te dejaste pillar?

-Sujétalo en la cama, Carmen; tiene una fiebre de caballo.

-¡Ay, hija! No sé si podré hacerlo, fíjate el empeño que tiene en salir de


casa –la boticaria se dirigió a Ana, la enfermera, con hastío infinito.
-Tranquila, Carmen –zanjó la Trini-. Si no te importa, yo de aquí no me
muevo hasta que le baje la calentura.

-Saciados pasearemos por los campos del Señor, redimidos por nuestros
muchos sufrimientos. Toca, toca las campanas, Andrés. Recibamos con alegría
a Nuestro Señor Jesucristo. Hermanos, abramos con humildad nuestros
corazones. ¿Has oído, Andrés? Da el tercer toque. Empezamos. Las fauces del
Mar Rojo, amigos. La bondad sin límites de Dios afloja siempre el nudo. La
senda de Jesús, hermanos, la gloria, al fin la gloria. ¡Andrés, el alba! ¡La
casulla, Andrés! ¡El cíngulo! Santa María, madre de Dios. Divina Madre,
intercede por tus hijos. Confiad, hermanos, en la infinita misericordia de Dios.
Abrid más las puertas, que no quede nadie fuera. La oración que Jesucristo nos
enseñó, Padre nuestro que estás en los cielos…

Por un instante, Óscar replegó la mirada sobre sí mismo. Amagaba con


pasar al modo de chifladura. Regresó, sin embargo, de sus tinieblas.

-A ver, uno nunca piensa que el asunto acabará pasando de un día para
otro; y, si lo piensa, se dice que ya resolverá la papeleta –de espaldas al fuego,
miraba hacia las montañas, la luz le hacía entrecerrar los ojillos vivaces-. El
caso es que yo consultaba la página de SOHO todos los días. Pura curiosidad,
supongo, de la misma forma que atiendes al pronóstico del tiempo o, qué sé
yo, a los resultados del fútbol, si te gusta. –Se abismó, de pronto,
contemplando el cielo a través de la ventana-. Me perdí la aurora boreal, ¡qué
imbécil!, para lo único bueno que tuvo todo esto, algo tan absolutamente
único…

-Oye –volvió a arremeter Pablo-. ¿Estará así todo el mundo? Quiero decir,
toda la Tierra.

-No, no creo. La tormenta afecta más a los lugares de latitudes altas y


medias; cuanto más próximos a los polos, peor. Y más al hemisferio norte que
al sur. Si nos ha achicharrado los transformadores aquí en España, lo mismo
habrá pasado en el resto de Europa, Estados Unidos, Canadá, norte de Méjico,
Rusia, Asia Central, China, Japón, Nueva Zelanda, el sur de Argentina y
Chile, tal vez parte de Australia. A menos, claro, que en alguno de esos países,
y estoy pensando en Estados Unidos, existiera un plan de desconexión
programada de los grandes transformadores de la red eléctrica, o bien hubieran
protegido convenientemente la red con las inversiones necesarias, pero eso
sólo me consta que lo han hecho en algunas zonas de Canadá. A saber. Como
decís vosotros, los centros de poder estarán a salvo, los demás… toda esa
gente… (Tiene la blancura de lo intocado. Es pequeño y leve y emite un lento
gemido casi inaudible. Cuelga boca abajo, agarrado de las piernas por la
zarpa velluda del hombre. La cara de ese hombre emite sombra. Él lo mira
inquieto pero sin adivinar. Entonces el hombre levanta el otro brazo, con la
palma recta y extendida, como un hacha. Antes de que él pueda cerrar los
ojos, el canto de la mano golpea con un chasquido seco la nuca del bebé, que
tiembla un instante, para dejar de gemir y de agitarse para siempre. Colgado
como un conejo hasta que lo arrojan a un rincón).

-Joder –Pablo desplegaba un mapamundi sobre la mesa del salón-. Eso es


medio mundo. Menuda catástrofe, ¿no?

Óscar no atendió, repentinamente abducido por una dimensión aterradora.

-Justo lo que esa gentuza necesitaba para reducir la población mundial –


Ester resopló para sí, mirando a Mario, la pilló llorona, pensando-. Punto cero.
La casita con la mitad de gente y las instalaciones abrasadas. Ideal para una
reconstrucción mundial a su capricho. Ahora que, a mí, no me pillan esos
cabrones. Puedo sobrevivir sin ellos.

-Te ha dado fuerte hoy con la tontuna conspiranoica.

-Anda, hijo, dices unas cosas –murmuró Rosa, dando por irremediables las
manías de Mario.

-Total –dijo Laura-, que, si no a todo el planeta, ha afectado a su mayor


parte y, desde luego, a zonas muy habitadas. Da miedo pensar en las
consecuencias, a estas alturas…

-Bueno, pero no deja de ser una hipótesis, ¿no? También puede haber sido
otra la causa –manifestó Antonio, queriendo quitar hierro a la perorata de
Óscar.
Por suerte, el atormentado muchacho había regresado a su ser.

-¡Qué hipótesis! –Irrumpió, como si lo hubieran escaldado-. En los


primeros días, en casa de un colega, pudimos enterarnos de la situación en
otros lugares a través de su emisora de radioaficionado, hasta que se quedó sin
batería. De todas formas, yo me largué de allí en cuanto empezó la escasez. –
Percibían su tensión intolerable-. Además, lo comprobé por mí mismo; pasé
junto a una central eléctrica…

Barruntaban el colapso del muchacho. Mario cortó por lo sano:

-¡Hala! Menos cháchara y a disfrutar. Pobre mortal, come y bebe, que la


vida es breve.

Por una vez, no se sintió necio ante dicho tan pedestre. La cara de Óscar se
relajó.

Tanto esplendor asesino, siente oscuramente Laura contemplando la roja


bola en el crepúsculo, mientras descansa una mano en su vientre, plano
todavía. Pelea por aniquilar aquellas imágenes, junto a la carretera, que
martirizan sus insomnios. Se le va la mente al pobre muchacho zumbado,
siempre al borde del precipicio. ¿Cuáles serán sus fantasmas? (De espaldas a
la hoguera, tratando de no oler pero con la boca inundada de saliva y el
estómago gruñendo dolorosamente, hasta que le lanzan un trozo de carne y lo
agarra y sin mirarlo se lo lleva a la boca y lo devora sin importarle las
carcajadas abyectas de los otros, le tiran otro cacho y lo engulle hasta dejar
solo los huesos, sin querer oírles, come, chaval, que si no el próximo en pasar
por la lumbre vas a ser tú, aquí, el que casca, ya se sabe....)

El día de Reyes muy pocos fieles fueron a la Adoración del Niño. Manuel
era un guiñapo hundido en un butacón, en el aire con olor a incienso de la
sacristía. Daba pena verlo tan lívido y desmadejado. Grandes cercos morados
sepultaban sus ojos febriles en lo hondo de las cuencas. El fuego del Espíritu
había volado de su lado. Indiferente a los que iban besando la rodilla del Niño,
que Trini sostenía, volvía a sentirse un pobre impostor, derrengado por la
fiebre, por la fatiga, por el fracaso, por la inconsistencia del cielo, por la
inaccesibilidad del Reino.

Nubes bajas de panza acerada se alargaban de punta a punta sobre todo el


valle, borrando de la vista las cumbres de las montañas. Aún había nieve hasta
media ladera de los montes, pero en el pueblo y los prados solo quedaban
algunos rodales en las umbrías. Los chopos del soto, los fresnos y los
chaparros de la dehesa tendían sombríamente sus ramas al frío. Negreaba la
mancha del pinar. El pueblo hibernaba bajo la luz metálica.

En una de las casas, un niño pulsa los interruptores de la luz cada poco
tiempo, click, obsesivamente, click, confiadamente, click, de estancia en
estancia, click, no pierde la estúpida ignorante esperanza, click, en el día de
los Reyes Magos.

-Lo primero será recuperar el suministro eléctrico, digo yo –opinó


Antonio.

-Para eso tienen que reponer los grandes transformadores de las centrales y
las subestaciones. Sustituirlos puede llevar hasta un año, o más. Muchos están
específicamente diseñados según para qué sistema –explicó Óscar, anclado
otra vez entre los cuerdos.

-Bueno, ya sabemos qué puede haber sido –propuso Ester, atizando la


lumbre y la modorra de la familia-. Ya hace ocho meses que nos quedamos a
oscuras y todavía estamos vivos. –Abrazó a Rosa-. Si es eso, ya debe de
quedar poco para que lo arreglen, así que vamos a cambiar de tema, ¿vale?
Laura y Antonio tienen un regalo de Reyes para todos. Venga, os escuchamos.

Sí, pero… quién se asomará entonces ahí afuera, aunque sea


absolutamente necesario. Cómo vencer el pavor de sacar la cabeza de este
valle y mirar… quién sabe qué ruinas, qué desolación, qué espantos. Pero
también, cómo seguir soportando esta agonía.

Al atardecer temblaron las ramas negras de los árboles, el pinar onduló


como un campo de trigo, y las nubes grises empezaron a navegar empujadas
por el viento del oeste. Después del ocaso tiritaron las primeras estrellas.
Cuando cerró la noche el cielo despejado tenía la claridad láctea de la luna
llena. El valle era un fragor de ramas agitadas por las violentas rachas de
viento, que ululaba entre las casas y por los barrancos.

Mario salió por una brazada de leña. El viento era templado. Se quedó
mirando la luna.

Dentro de la casa el fuego agonizante no alcanzaba a iluminar el comedor.


Las rojas brasas siseaban pidiendo madera.

De repente, una tenue claridad azulada brotó con un zumbido. Todos se


quedaron perplejos, mirando con caras incrédulas la gran pantalla del
televisor, su blancura tiznada por miles de puntitos. La tecnológica zarza
ardiente. Brincaron los corazones con alegría salvaje, se dispararon las manos
hacia los interruptores de la luz.

Afuera, Mario vio una súbita luz prender la ventana de una casa.
Encenderse y apagarse, encenderse y apagarse. En seguida, el resto de las
ventanas escupieron luz a la noche. La mayor parte de las farolas del pueblo
parpadearon como sacudiéndose el largo sueño, sacando de golpe al pueblo de
las sombras de la noche. Luego fueron otras las casas que se iluminaron. Un
potente cerco de luz lo alcanzó por detrás, procedente de su propia casa.

Mario se sentó sobre el banco de piedra, contemplando la noche, sin


volverse. El oleaje del viento traía a intervalos el clamor de las campanas.
Detrás de él, oía gritos de sorpresa y de gozo, exclamaciones de alivio, una
plegaria.

Ester salió a su encuentro. Desde la entrada de la casa vio la figura


impasible de su hombre. Su cuerpo escueto y pétreo, neto contra el horizonte.

El amanecer lo encontró de nuevo afuera, de espaldas a la casa iluminada


por la luz eléctrica. Observaba el filo de sangre en el horizonte.

Benevolente u homicida, volvió a elevarse sobre el mundo el disco


amarillo del sol.

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