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Abierto oficialmente el campeonato mundial de pajaritas el señor Pereira se dirige al proscenio, toma una hoja de papel, la dobla, la vuelve a
doblar, y de los pliegues surgen lentamente una montaña, y un arroyo, y un arco iris que desciende hasta que junto a él fulguran las nubes y
finalmente las estrellas. Un gran aplauso resuena, el señor Pereira se inclina y baja lentamente a la sala.
Acto seguido se instala en el proscenio el señor Noguchi, quien toma en cada mano una hoja de papel, la mano izquierda dobla dobla, sale
una paloma, sosteniendo el pico con los dedos anular y meñique y tirando de la cola con los dedos índice y medio las alas suben bajan suben
bajan, la paloma vuela, entretanto la mano derecha dobla, dobla, sale un halcón, colocando el dedo índice en el buche y presionando con el
pulgar en las patas, las poderosas alas suben bajan bajan suben, el halcón vuela, persigue a la paloma, la atrapa, cae al suelo, la devora.
Sube al proscenio el señor Iturriza, quien es calvo, viejo, tímido y usa unos lentencitos con montura de oro. En medio de un gran silencio el
señor Iturriza se inclina ante el público, hace una contorsión, se vuelve de espaldas. La segunda contorsión la despliega, asume una forma
extraña, y luego viene la tercera, la cuarta, la quinta contorsión, la apertura del pliegue longitudinal, y la vuelta del conjunto. La sexta y la
séptima contorsiones son apenas visibles pero definitivas, la gente va a aplaudir pero no aplaude, en el proscenio el señor Iturriza deshace
su último pliegue y se transforma en una límpida, solitaria, gran hoja cuadrada de papel blanco.
Abierto oficialmente el campeonato mundial de pajaritas el señor Pereira se dirige al proscenio, toma una hoja de papel, la dobla, la vuelve a
doblar, y de los pliegues surgen lentamente una montaña, y un arroyo, y un arco iris que desciende hasta que junto a él fulguran las nubes y
finalmente las estrellas. Un gran aplauso resuena, el señor Pereira se inclina y baja lentamente a la sala.
Acto seguido se instala en el proscenio el señor Noguchi, quien toma en cada mano una hoja de papel, la mano izquierda dobla dobla, sale
una paloma, sosteniendo el pico con los dedos anular y meñique y tirando de la cola con los dedos índice y medio las alas suben bajan suben
bajan, la paloma vuela, entretanto la mano derecha dobla, dobla, sale un halcón, colocando el dedo índice en el buche y presionando con el
pulgar en las patas, las poderosas alas suben bajan bajan suben, el halcón vuela, persigue a la paloma, la atrapa, cae al suelo, la devora.
Sube al proscenio el señor Iturriza, quien es calvo, viejo, tímido y usa unos lentencitos con montura de oro. En medio de un gran silencio el
señor Iturriza se inclina ante el público, hace una contorsión, se vuelve de espaldas. La segunda contorsión la despliega, asume una forma
extraña, y luego viene la tercera, la cuarta, la quinta contorsión, la apertura del pliegue longitudinal, y la vuelta del conjunto. La sexta y la
séptima contorsiones son apenas visibles pero definitivas, la gente va a aplaudir pero no aplaude, en el proscenio el señor Iturriza deshace
su último pliegue y se transforma en una límpida, solitaria, gran hoja cuadrada de papel blanco.
Abierto oficialmente el campeonato mundial de pajaritas el señor Pereira se dirige al proscenio, toma una hoja de papel, la dobla, la vuelve a
doblar, y de los pliegues surgen lentamente una montaña, y un arroyo, y un arco iris que desciende hasta que junto a él fulguran las nubes y
finalmente las estrellas. Un gran aplauso resuena, el señor Pereira se inclina y baja lentamente a la sala.
Acto seguido se instala en el proscenio el señor Noguchi, quien toma en cada mano una hoja de papel, la mano izquierda dobla dobla, sale
una paloma, sosteniendo el pico con los dedos anular y meñique y tirando de la cola con los dedos índice y medio las alas suben bajan suben
bajan, la paloma vuela, entretanto la mano derecha dobla, dobla, sale un halcón, colocando el dedo índice en el buche y presionando con el
pulgar en las patas, las poderosas alas suben bajan bajan suben, el halcón vuela, persigue a la paloma, la atrapa, cae al suelo, la devora.
Sube al proscenio el señor Iturriza, quien es calvo, viejo, tímido y usa unos lentencitos con montura de oro. En medio de un gran silencio el
señor Iturriza se inclina ante el público, hace una contorsión, se vuelve de espaldas. La segunda contorsión la despliega, asume una forma
extraña, y luego viene la tercera, la cuarta, la quinta contorsión, la apertura del pliegue longitudinal, y la vuelta del conjunto. La sexta y la
séptima contorsiones son apenas visibles pero definitivas, la gente va a aplaudir pero no aplaude, en el proscenio el señor Iturriza deshace
su último pliegue y se transforma en una límpida, solitaria, gran hoja cuadrada de papel blanco.
La máquina voladora - Ray Bradbury
En el año 400 de nuestra era, los dominios del emperador Yuan se extendían junto a la Gran Muralla china, y las pacíficas tierras, húmedas
de lluvia, eran verdes, y los súbditos, ni demasiado felices ni demasiado desgraciados.
En la mañana del primer día de la primera semana del segundo mes del nuevo año, el emperador Yuan sorbía un poco de té y se abanicaba
protegiéndose del calor de la brisa cuando un sirviente cruzó corriendo las losas rojas y azules del jardín, gritando:
-Déjame pensar entonces... Se ha levantado el sol y estamos en un nuevo día. O el mar es azul. Éste es sin duda el más hermoso de los
milagros.
-¿Qué?
-Lo vi, en el aire, con alas. Oí una voz que venía del cielo, y cuando alcé los ojos allí estaba, un dragón con un hombre en la boca, un dragón de
papel y bambú, del color del sol y la hierba.
-Siéntate aquí conmigo -dijo el emperador-. Bebe un poco de té. Debe de ser algo raro, indudablemente, ver volar a un hombre. Tienes que
pensarlo un tiempo, y yo también tengo que prepararme.
Bebieron té.
Se internaron en un jardín, cruzaron un prado, pasaron por un puentecito, entre un grupo de árboles, y subieron a una colina.
Y en el cielo, riéndose tan arriba que uno apenas podía oírlo, había un hombre; y el hombre estaba vestido con papeles brillantes y cañas
como alas y una hermosa cola amarilla, y volaba de un lado a otro como el mayor de los pájaros en un universo de pájaros, como un nuevo
dragón en una región de antiguos dragones.
-¡Vuelo! ¡Vuelo!
-¡Sí, sí!
El emperador Yuan no se movió. Miró la Gran Muralla, que asomaba ahora entre las nieblas lejanas, sobre las verdes colinas, la espléndida
serpiente de piedras que se retorcía majestuosamente a lo largo de todo el país. La maravillosa muralla que los protegía desde tiempos
inmemoriales de las hordas enemigas y había preservado la paz durante innumerables años. Vio la ciudad, recogida en sí misma junto a un
río, un camino, y una loma, que empezaba a despertar.
-Dime -le dijo al sirviente-, ¿ha visto algún otro a este hombre volador?
-Sólo yo, excelencia -dijo el sirviente sonriendo al cielo, agitando las manos.
-¡Eh, baja, baja! ¡El emperador quiere verte! -llamó el sirviente con las manos a los lados de la boca.
El emperador miró en todas direcciones mientras el hombre volador bajaba deslizándose en el viento de la mañana. Vio un labrador que
miraba el cielo, y se fijó dónde estaba.
El hombre alado descendió con un susurro de papeles y un crujido de cañas de bambú. Se acercó orgullosamente al emperador, tropezando
con su aparejo, e inclinándose al fin ante el anciano.
-¡Acabo de decirlo!
El emperador extendió una delgada mano para tocar el bonito papel y la quilla de pájaro del aparato. Olía a la frescura del viento.
-¿Único en el mundo?
-¡Lo juro!
-Nadie. Ni siquiera mi mujer, que creería que me ha trastornado el sol. Creyó que yo estaba haciendo una cometa. Me levanté de noche y
caminé hasta los acantilados lejanos. Y cuando sopló la brisa de la mañana y se levantó el sol, me hice de coraje, excelencia, y salté del
acantilado. ¡Volé! Pero mi mujer no sabe nada.
Regresaron al palacio. El sol estaba alto en el cielo ahora, y de las hierbas subía un olor refrescante. El emperador, el sirviente y el hombre
volador se detuvieron un momento en el vasto jardín. El emperador golpeó las manos.
-¡Eh, guardias!
-Llamad al verdugo.
El verdugo vino corriendo con una afilada hacha de plata. Se detuvo y se quedó allí, inmóvil, preparados los brazos desnudos y musculosos, y
la cara cubierta con una serena máscara blanca.
Se volvió hacia una mesa cercana donde había una máquina que él mismo había creado. El emperador sacó una llavecita dorada que le
colgaba del cuello. Metió la llave en la minúscula y delicada máquina y le dio cuerda, y la máquina funcionó.
La máquina era un jardín de metal y joyas. En marcha, los pájaros cantaban en pequeños árboles, los lobos se paseaban por bosques en
miniatura, y unos hombrecitos corrían del sol a la sombra y de la sombra al sol, abanicándose con abanicos diminutos, escuchando menudos
pájaros de esmeralda, o inmóviles junto a unas fuentecitas susurrantes, aunque increíblemente pequeñas.
-¿No es hermoso? -dijo el emperador-. Si me preguntas qué he hecho aquí, he hecho que murmurasen unos bosques, he hecho que la gente se
paseara entre estos árboles, disfrutando de las hojas, las sombras y las canciones. Eso he hecho.
-Pero ¡oh, emperador! -suplicó el hombre alado, de rodillas, con lágrimas que le rodaban por la cara-. ¡He hecho algo parecido! He
descubierto belleza. He volado con el viento de la mañana. He contemplado las casas dormidas y los jardines. He olido el mar, y hasta lo he
visto más allá de las montañas. Y me he deslizado en el aire como un pájaro; oh, no puedo decir qué hermoso era estar allá arriba, en el cielo,
con el viento alrededor, el viento que soplaba sobre mí ora como una pluma, ora como un abanico, y cómo olía el cielo en la mañana. ¡Y qué
libre me sentía! ¡Eso es hermoso, emperador, eso también es hermoso!
-Sí -dijo el emperador tristemente-. Sé que debe de ser así. Pues sentí que mi corazón se movía contigo en el aire y me pregunté: ¿Cómo será
eso? ¿Cómo se sentirá uno? ¿Qué parecerán los lagos desde allá arriba? ¿Y mis casas y sirvientes? ¿Como hormigas? ¿Y las ciudades lejanas
que aún no han despertado?
-Pero a veces -dijo el emperador aún más tristemente- uno debe renunciar a ciertas pequeñas bellezas si se quiere conservar la que se tiene.
No te temo a ti, pero temo a otro hombre.
-¿Qué hombre?
-Algún otro hombre que al verte hará una máquina de bambú y papeles brillantes como la tuya. Pero ese otro hombre tendrá una cara
malvada y un corazón malvado, y la belleza habrá desaparecido. Temo a ese hombre.
-¿Quién puede decir que ese hombre, un día, no volará en un aparato de papel y cañas y arrojará grandes piedras sobre la Gran Muralla
china? -preguntó el emperador.
-Quemad la cometa y el cuerpo del inventor y enterrad juntas las cenizas -dijo el emperador.
-Cierra la boca. Todo fue un sueño. Un sueño muy triste y muy hermoso. Y a aquel labrador que también vio, dile que le pagaré una buena
suma para que piense que fue sólo una visión. Si esto se divulga alguna vez, tú y el labrador moriréis inmediatamente.
Más allá del jardín vio a los guardias que quemaban la hermosa máquina de papel y cañas que olía al viento de la mañana. Vio que el humo
oscuro subía al cielo-. Sólo perplejo y temeroso. -Vio que los guardias cavaban un pozo para enterrar las cenizas.- ¿Qué es la vida de un
hombre contra la de millones? Debo consolarme con este pensamiento.
Sacó la llave de la cadena que llevaba al cuello y dio cuerda una vez más al hermoso jardín en miniatura. Se quedó mirando las tierras que
llegaban a la Gran Muralla, la pacífica ciudad, los prados verdes, los ríos y arroyos. Suspiró. En el jardincito susurró la oculta y delicada
maquinaria y se puso en movimiento; los hombrecitos paseaban por los bosques, las caritas asomaban en las sombras matizadas por el sol, y
entre los arbolitos unos brillantes trocitos de canción azules y amarillos, volaban, volaban en aquel pequeño cielo.
-Oh -dijo el emperador, cerrando los ojos-, mira los pájaros, mira los pájaros.
Ray Bradbury
La inventó sin querer y, lo que es mucho peor, sin saber cómo. La cosa es que el hombre fabricó una cámara fotográfica instantánea y ahora
lo único que le importa es salir a probarla.
Está contento. Se le nota en las rodillas: por su modo de flexionarlas daría la impresión de que va a dar saltos en lugar de caminar.
Mira para todas partes. Va por la vereda. A izquierda y a derecha hay negocios y edificios. Hacia el frente, una hilera de asfalto que termina
en punta, allá donde sus ojos no pueden ver más.
En medio de tanto cemento ve un árbol y para. Le gusta y decide que será su primera foto. Enfoca la imagen que quiere capturar y aprieta el
botón. El dispositivo se pone en marcha. Pasan veinte segundos e instantáneamente aparece el papel revelado. Para sorpresa del hombre, en
la foto, en el lugar del árbol se encuentra retratada una semilla.
El hombre desconfía de sí mismo. Creyendo que hizo mal la toma decide seguir caminando.
Cruza una avenida hacia el sur. El paisaje de edificios empieza a desvanecerse. Las construcciones van perdiendo altura hasta no superar los
dos pisos.
Veredas angostas. Casonas antiguas: grandes puertas de madera maciza y ventanas con rejas floridas.
Elige la próxima foto: la casa más vieja del barrio. Cierra un ojo. El otro lo fija en la lente. Encuadra la imagen que quiere captar. Se asegura
de estar enfocando lo que desea.
Acerca su dedo al botón. Dispara y en veinte segundos asoma el papel revelado. En la foto, en lugar de la casona aparece el albañil que la
construye.
Nuestro hombre desconfía de sí mismo. Presiente que algún mecanismo de su invento no funciona pero decide continuar la marcha.
Algo alarmado con lo que ocurre y no acierta a descubrir, resuelve volver a su casa y meterse en el laboratorio a investigar.
En el camino ve una persona tirada en la vereda, la cabeza coronada por un charco de sangre. Enfoca con su cámara el cuerpo desplomado,
cuando se oye que se acerca una ambulancia.
Arrima su dedo al botón y dispara. Veinte segundos, y en la foto revelada se ve un coche. A pocos centímetros del coche, la misma persona.
Pero en el aire, con cara de horror e impotencia.
Para el hombre ya no hay dudas. No puede salir de su asombro y, por un instante, enmudece.
Comprende que su invento es un prodigio y no entiende cómo ha podido lograrlo. Piensa. Se pregunta. Trata de hacer memoria. Sabe que si
logra reproducir su cámara, el suyo será el invento del siglo.
Se ubica frente a un espejo y se saca una foto. Veinte segundos y en el papel revelado se reconoce a sí mismo enfocando con la cámara a una
persona tirada en la calle.
Le saca una foto a esa foto y en el papel revelado aparece su propia imagen enfocando con la cámara una casa vieja. Se reconoce a sí mismo
frente a esa casa unas horas atrás. Le saca una foto a esa foto y en el papel revelado se retrata su silueta enfocando con su cámara un árbol.
Le saca una foto a esa foto y en el papel revelado aparece su propia imagen caminando por la vereda poblada de negocios y edificios. Hacia el
frente, una hilera de asfalto que termina en punta, allá donde sus ojos no pueden ver más.
Entusiasmado, le saca una foto a esa foto y en el papel revelado se reconoce a sí mismo terminando de fabricar su cámara fotográfica.
Ahora sí, se dice. Aquí llega el principio. Le saca una foto a esa foto, y en veinte segundos, sin saber cómo y en última instancia por qué, en el
papel revelado se retrata una máquina de escribir con una mujer frente a ella en el preciso instante en que va a pulsar una tecla.
© Silvia Schujer