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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA ANTIGUA – 1º cuatrimestre 2016

Clase 39-40. Lunes 27/6/2016 (17-21 hs.)


Prof. Graciela E. Marcos

Unidad 5. Los filósofos helenísticos


Epicureísmo

El Jardín de Epicuro y su programa antipolítico: apología de la vida apacible y cultivo de la amistad.


Carta a Meneceo. El cuádruple remedio. La utilidad del filosofar. Críticas a la concepción popular
de los dioses y negación de la providencia divina. Sabiduría práctica y cálculo utilitario.

Epicuro es uno de los filósofos antiguos más prolíficos. Diógenes Laercio menciona más de cuarenta
títulos de obras suyas y destaca que sobrepasó a todos los anteriores en cuanto a cantidad. Nos
transmite tres cartas, la Carta a Heródoto, la más extensa y quizá la más importante, que resume la
teoría física epicúrea, la Carta a Pítocles, cuyo tema son los fenómenos astronómicos, y la Carta a
Menéceo, que tiene un estilo muy cuidado desde el punto de vista literario y brinda una exposición
clara, simplificada, de la moral epicúrea (texto nº 9). Junto con las Máximas capitales (MC), una
colección de cuarenta sentencias de diverso tenor, son los textos éticos más importantes. SV=
Sentencias vaticanas, son una colección de aforismos que se denominan así por haberse encontrado
en un códice vaticano a fines del siglo XIX. En realidad se atribuyen a Epicuro pero no todas le
pertenecen, algunas son de discípulos suyos, otras aparecen en MC. Una edición clásica de
fragmentos y testimonios epicúreos se debe a Hermann Usener (1834-1905), publicada en 1887.

En cuanto a las fuentes secundarias, de las cuales dependemos en muchos aspectos, la más
importante para el conocimiento de Epicuro es Lucrecio (99-55aC), dos siglos después de la muerte
del filósofo, a quien cita abundantemente, como defensor ferviente de sus doctrinas. Después de
Lucrecio, las fuentes principales son Diógenes Laercio, Cicerón, Séneca y Plutarco. Lo cierto es que
Epicuro tuvo muchísimos seguidores, dentro y fuera de Atenas, sus doctrinas generaron muchas
polémicas y los estoicos –que fueron sus contemporáneos– fueron sus mayores rivales.

Epicuro llega a Atenas a mediados del año 323 a.C. Procede de la isla de Samos, donde nace, en el
año 341. Hijo de padres atenienses, llega a Atenas a sus 18 años para cumplir con sus obligaciones
cívicas. Luego vuelve a reunirse con su familia; transcurren unos 10 años donde se traslada a otras
regiones, y después de una larga experiencia de viajes y aventuras, regresa a Atenas en el 306, con
35 años. Allí se instala, funda su escuela, imparte sus enseñanzas y permanece otros 35 años. Esa
escuela se conoce como el Jardín, edificada en un predio que tenía casa y huerta. El Jardín de
Epicuro podría considerarse una réplica muy modesta de las escuelas fundadas por Platón y por
Aristóteles, la Academia y el Liceo. Pretendía ser un lugar de retiro para la vida en común y la
meditación, en pequeños círculos de personas dedicadas a filosofar, que cultivaban la amistad. Este
modo de vida apacible forma parte de las estrategias del filósofo epicúreo por encontrar seguridad
en medio de una realidad que le es hostil. Recluirse en pequeños círculos de afectos, cultivando la
amistad, no es ajeno a la tendencia general de la filosofía helenística. Se dice que en la escuela eran
aceptadas todas las clases sociales, incluso mujeres (aun de vida licenciosa) y esclavos, todo lo cual
resultaba seguramente escandaloso para la época. Epicuro es hedonista, pero su defensa del placer es
particular, de hecho se dice que llevaba una vida ascética, con una salud precaria que pudo
sobrellevar muy bien justamente gracias a cuidados rigurosos. Envejece en su escuela, escribe
            

muchísimo –a pesar de eso, como señalamos, conservamos escaso material. En materia política,
para Epicuro los hombres no tienen una tendencia innata a la vida en sociedad, como habían
sostenido Platón y Aristóteles. No considera necesario que el hombre sensato se inmiscuya en los
asuntos políticos, a menos que algunas situaciones especiales lo obliguen a eso. En realidad, según
los textos que tenemos, Epicuro habría contemplado algunas excepciones a esa regla general de no
participar en política, pero el estado lacunar de las fuentes no nos permite saber a ciencia cierta
cuáles eran esas situaciones de excepción. Podemos quedarnos con que a menos que el orden
político se hunda, el sabio epicúreo, si quiere mantenerse sereno y cuidar de su propia seguridad, no
necesita entrar en la arena política. Tal el lema de las enseñanzas de Epicuro, a lo que apunta la
máxima lathe biosas, vinculada con esta apología de la vida apacible y la consecuente renuencia a
participar en la vida política (sobre este último punto ver textos nº 2-3). Literalmente, significa
“vive escondido”, algo así como “pasa desapercibido mientras vivas”. Es un lema escandaloso a la
luz del concepto agonal de virtud que tenían los griegos, para quienes la excelencia de un individuo
se medía en buena parte por el aplauso, por la consideración pública (si bien ya el Sócrates platónico
desconfiaba de la gloria y del reconocimiento público, que depende de parecer justo más que de
serlo realmente). Epicuro explícitamente se aparta de esta concepción tradicional, tan cara a los
griegos, invitando a pasar desapercibido. El tipo de vida epicúrea es entonces una vida apacible,
retirada, lejos de las multitudes, en círculos de amistad. La apología de este tipo de vida es un
primer rasgo de la filosofía moral de Epicuro.
El distanciamiento de la vida política y el cultivo de la amistad se ligan estrechamente y se
asocian, ambos, al valor preeminente que Epicuro atribuye a la seguridad (asphaleia). El sabio debe
mantenerse apartado de la política y volcarse a los amigos para estar “seguros de su socorro”, sin
ellos la vida estaría llena de peligros y de miedos. La amistad, y la certidumbre que nos proporciona
en caso de necesitar apoyo o sostén, refuerza la seguridad a la que el sabio epicúreo aspira (ver la
exaltación de la amistad en textos nº 4-8). Se ha dicho que la actitud epicúrea hacia la política es
irresponsable y complaciente. Sin embargo, más que identificarla con una posición apolítica, podría
verse en ella el resultado de una crítica radical de la política de su épocaen cuyo caso sí tendría
sentido hablar de un pensamiento socio-político en Epicuro.
Como sea, la filosofía y el conocimiento en general carecen de valor para el epicureísmo a
menos que sean útiles para alcanzar la felicidad. El conocimiento práctico ocupa por eso un lugar
privilegiado, por encima del teórico. La primacía de la filosofía como el elemento más importante de
la felicidad marca un punto en común con los filósofos precedentes, aunque en otros aspectos
Epicuro se diferencie de ellos.

Lectura y comentario de Carta a Menéceo (texto nº 9), donde se desarrolla la noción de filosofía
como fármaco capaz de contribuir a la salud del alma, presente ya en Sócrates (ver también texto nº
1).
Comienza con un protréptico, una exhortación a la filosofía, común en la tradición socrática, en el
que Epicuro nos insta a liberarnos del prejuicio de que hay una edad justa para dedicarse a la
filosofía, la cual no supone un largo curso de aprendizaje, como para Platón, sino ante todo una
actitud anímica, una necesidad del espíritu. Siempre es tiempo de filosofar y la meta no es otra que
la felicidad, eudaimonía, término que designa una disposición del alma, un bienestar espiritual, antes
que el goce de bienes externos. Hay una encendida defensa de la filosofía como fármaco, como
remedio que contribuye a la salud del alma y que está al servicio de la eudaimonía.


 
            

La estructura del resto del texto tiene sentido a la luz de lo que se conoce como el Tetraphármako,
“cuádruple remedio”, cuatro reglas o preceptos que Epicuro recomienda poner en práctico y que
anuncian:

• la divinidad no es de temer (hay que derrotar cualquier temor a los dioses)


• la muerte es insensible (hay que vencer también el miedo a la muerte)
• el bien es fácil de procurar
• el mal es fácil de soportar.

En muchas de las máximas, como en el texto que analizamos ahora, se reiteran estos consejos
fundamentales.

1º) La argumentación inicial atañe a la concepción de la divinidad y se aplica a desterrar el temor a


los dioses, por entender que el miedo y el temor impedirían alcanzar esa sensación de serenidad o
imperturbabilidad que es la meta del sabio. No pone en tela de juicio la existencia de los dioses, pero
considera que la prenoción inicial de que existen estos seres felices y eternos ha sido desvirtuada por
suposiciones falsas, que no exhiben la auténtica representación de la divinidad al revestirla de notas
propias más bien de lo humano.

Hay un claro contraste entre la “prenoción” acerca de la divinidad –prólepsis es el término que usa
Epicuro, designa la preconcepción (‘anticipación’, es otra traducción posible) que junto con las
sensaciones y las afecciones constituyen el criterio de verdad– y las falsas suposiciones que los
hombres hacen, hypolepseis (suposiciones, conjeturas). Este término hypolepsis tiene un sentido
claramente peyorativo, designa las opiniones forjadas por la mayoría, que distorsionan, tergiversan
la naturaleza de lo divino, cuyas notas más propias son la eternidad y la felicidad. De ahí que sea
necesario depurgar la noción popular y plantear una nueva relación del hombre con lo divino (negar
los dioses del vulgo no es para Epicuro un acto de impiedad). Con respecto a esta distinción entre
prolepsis e hypolepsis, agreguemos que la prolepsis, preconcepción o anticipación, es una imagen
mental o un concepto general producido por el recuerdo de impresiones repetidas acerca de un cierto
objeto. Supone la fijación mental de algunos rasgos de los objetos que se nos brindan a los sentidos,
en este sentido procede de experiencias previas, pero a su vez opera en reconocimientos sucesivos,
como una anticipación conceptual que está en la base misma del conocimiento y del lenguaje
comunicativo. De la claridad y precisión de las prenociones dependerá que se forjen juicios
verdaderos o falsos. Están sujetas a una confirmación posterior, que permite descartar las
suposiciones. Estas, a diferencia de las prenociones, surgen sin una base real.

Epicuro hace hincapié en la eterna felicidad de los dioses, que no sería ajena a su despreocupación
por los asuntos humanos, a su total indiferencia a nuestra suerte. En efecto, para él los dioses –que
son antropomorfos, tienen forma humana– son absolutamente indiferentes a los hombres, por lo que
no es lícito responsabilizarlos de nuestro destino. Sin negar que haya dioses, rechaza firmemente
que puedan incidir en nosotros o tener responsabilidad de cualquier suceso natural. Considera
improcedente que la divinidad eterna y feliz esté perturbada por el manejo de un mundo que
funciona por sí mismo. Claro que esto no impide que los dioses sí sean de incumbencia de los
hombres. Los dioses, aunque no puedan ser alcanzados por rituales ni por ninguna de las prácticas
que Epicuro reduce a una forma de superstición, procuran a los hombres un modelo de felicidad. En
ese sentido, no niega que existan dioses que por su carácter ejemplar son de alguna manera


 
            

benefactores de los sabios, cuya condición moral los vuelve afines a la divinidad. Desde este punto
de vista, en su idealidad, la representación de los dioses cumpliría una función clave al igual que la
figura del sabio: un ideal, aunque sin incidencia alguna en los asuntos humanos.

La negación de la providencia divina fue quizá el rasgo más escandaloso de la filosofía epicúrea.
Esta negación le originó ataques y acusaciones de ateísmo e impiedad ya por parte de los antiguos
(Clemente de Alejandría identifica a Epicuro como el iniciador del ateísmo), sin embargo, su
postura es compleja y no se reduce a ello. El hecho de que Epicuro critique apasionadamente los
mitos y supersticiones de la religión popular, de la piedad tradicional, no significa que suprima toda
forma de religiosidad. Más bien su ataque apunta a los fundamentos mismos de la religión popular
griega, para la cual el bienestar, tanto como la adversidad humanas, son dispensados por la
divinidad.

2º) Epicuro argumenta a continuación contra el temor a la muerte, presuponiendo que este temor
es el miedo mayor, porque la muerte es el más terrorífico de los males, de suerte que si se consigue
derrotar este temor, si se logra probar que la muerte no es algo digno de temor, entonces no hay que
temer nada más. Epicuro reconoce que no hay cómo rehuir a la muerte, pero así y todo considera
posible alcanzar una serenidad, la serenidad de no temerla, y argumenta apasionadamente en este
sentido. Su argumento es contundente. La muerte no es nada que esté en relación con nosotros, nada
que nos concierna. Nadie tiene experiencia de la muerte; nadie siente o vive su muerte. Liberados
del temor a la muerte, alcanzamos una condición dichosa, nos despojamos de un temor injustificado
y nos complacemos en nuestra vida mortal. Tengamos en cuenta que para Epicuro, el alma es
corporal: nace con el cuerpo, muere con él, no tiene capacidad de supervivencia alguna. La filosofía
no es preparación para la muerte, como afirmaba Platón en Fedón, sino sobre todo un aprendizaje
para la vida, ya que prepararse para morir sería innecesario. La reflexión sobre la muerte para el
epicureísmo supone saber que la conclusión de la vida en sí misma no es nada terrible. Si aceptamos
el argumento epicúreo, se mitigan nuestras angustias existenciales, se disipan todos los miedos, y
combatido este miedo, ya no tiene sentido ningún otro.
Para Epicuro está claro que la muerte no puede afligirnos con su presencia, pero tampoco cabe
temerla en la espera, en la expectación. No caben preceptos a seguir acerca del tipo de muerte,
sencillamente porque no hay posibilidad de pervivir, nuestra vida es la única que tenemos. Esto
implica la valoración de la vida como el bien más preciado, sin experimentar ningún temor. Admite
que los hombres, condenados a la muerte, en ciertas ocasiones especiales pueden adelantarla y elegir
terminar con una vida que les resulta insoportable, pero considera que el sabio evita ese extremo. El
filósofo epicúreo evitará el suicidio (sin compartir la actitud heroica del estoico en este punto, que
prefiere la muerte antes que dar por tierra con los valores que persigue) por entender que la vida es
un bien a preservar, aun cuando no falten motivos para abandonarla. El sabio conoce los valores
auténticos de la vida, ajeno a las falsificaciones de la mayoría, y no experimenta temor a la muerte.
La filosofía lo ayuda a deshacerse del vano anhelo de seguir viviendo, de durar.

Esta serenidad ante la perspectiva de la muerte se explica, entre otras cosas, a partir de que la
felicidad consiste para Epicuro en placeres continuos, en dichas cotidianas y no en objetivos lejanos
que una muerte repentina haría trizas. La reflexión sobre nuestra naturaleza mortal es terapéutica
porque nos permite apreciar más y mejor el tiempo que tenemos a nuestro alcance. Resignémonos a
ser corpóreos, a la limitación de nuestros placeres y de nuestro tiempo, es la consigna de Epicuro.
Para desarrollar esto tenemos que examinar el hedonismo que defiende.


 
            

3º y 4º) Pasemos ahora a examinar el hedonismo de Epicuro, que por cierto no responde a la
imagen que uno puede tener inicialmente del hedonismo, como una filosofía volcada hacia el
exceso. Se trata de un hedonismo “domesticado”, contrapuesto al hedonismo de los cirenaicos, más
cercano a la imagen frecuente del hedonista en tanto pone como bien más alto el placer. La felicidad
para Epicuro está ligada a un estado de serenidad que puede alcanzarse una vez que nos liberamos
de los miedos y supersticiones que nos impiden el goce de nuestra vida, un estado que posibilita la
obtención de placeres continuos y dichas cotidianas antes que depender de metas puestas en
objetivos lejanos e inalcanzables. El placer, el bien primero y connatural, no es otra cosa que la
tranquilidad o serenidad, la imperturbabilidad: ataraxía. Precisamente por eso, el hedonismo
epicúreo no implica elegir cualquier tipo de placer, sino evitar cautelosamente todos aquellos de los
que se seguirían un dolor o una molestia mayor. Inversamente, muchos dolores son preferibles a los
placeres, si es que los acompaña un placer mayor como coronación de esos esfuerzos. Por eso
decimos que el epicureísmo no persigue un placer desenfrenado, sino un placer domesticado,
calculado, que surge de la eliminación del dolor y de alcanzar la serenidad del alma. Se trata de un
hedonismo razonado y razonable, que busca la felicidad por un camino ascético, esforzado,
calculado.

Epicuro ensaya una clasificación de los deseos y los placeres, distingue aquellos naturales de otros
superfluos o vanos e insiste en la importancia de alcanzar un conocimiento firme de aquellos deseos
cuya elección o rechazo pasa a ser determinante para vivir feliz y para alcanzar la serenidad o
imperturbabilidad. De modo que no todos los deseos que se tienen reclaman ser satisfechos con el
mismo afán, porque no todos son del mismo rango y hay un conocimiento que habilita para
ponderarlos correctamente según su menor o mayor urgencia, según su naturalidad. En rigor, colmar
los deseos naturales, que serían los apetitos mínimos, en contraste con los deseos superfluos y
vanos, resultaría en principio más sencillo que satisfacer apetencias desmedidas. La mayoría de los
hombres, tal como los ve Epicuro, son desdichados justamente porque se extravían en apetencias
desmedidas que no son ni naturales ni necesarias. Esta distinción entre deseos naturales y deseos no
naturales, y luego entre deseos naturales necesarios y no necesarios, es por ende crucial. Solo los
deseos naturales y necesarios requieren satisfacción aun a riesgo de dolor, en tal sentido la búsqueda
de placer es indisociable de la experiencia dolorosa, si bien constituye el principio y el fin de la vida
feliz, oficiando de parámetro para actuar. La sabiduría prática supone un cálculo de las ventajas y
los inconvenientes de los placeres que se nos ofrecen, la conducta prudente es aquella que
encuentra en tal equilibrio la norma de una felicidad estable. Todo placer es un bien, pero el cálculo
que lleva a cabo el sabio le permite determinar cuál de esos placeres es aceptable y cuál, en cambio,
tiene que ser rechazado. En este punto hay resonancias del planteo de Sócrates en el Protágoras de
Platón, donde la pauta ética reposa sobre una ciencia, o un arte, que supone cálculo y medición a
propósito de los placeres y los dolores. La palabra usada por Epicuro, summétresis, es la que usaba
Platón.

El texto trae a colación la noción de autosuficiencia (autárkeia), que va unida a la norma de la


frugalidad, de la renuncia a lo superfluo, a todo lo que pueda comprometer la independencia
individual. Por eso, es también renuncia a las ambiciones desmedidas de honores y riquezas. ¿Y por
qué autosuficiencia? Porque supone absoluta independencia, estar libre de la tiranía de lo exterior,
no depender absolutamente de nada excepto de sí mismo (estos rasgos revelan fuerte influencia del
cinismo). Si Epicuro rechaza algunos placeres, ciertos excesos diríamos, no lo hace porque los
condene desde el pedestal de la virtud, sino porque advierte que son dañiños y contrarios a la
felicidad a la que aspiramos, porque no aportan serenidad o imperturbabilidad al alma. Esta


 
            

serenidad de ánimo supone ante todo, como vimos, no estar agobiado por ningún tipo de temor. En
cuanto nos hemos desprendido del temor más terrorífico de todos, que es el temor a la muerte, es
posible acceder a una disposición de ánimo que nos hace gozar de la vida que tenemos y a no
embarcarnos en búsquedas demasiado ambiciosas. No olvidemos que esta es una filosofía que
presupone que fuera de la vida, nada nos queda, que no hay un alma que sobreviva al cuerpo, de
suerte que la fórmula epicúrea es de alguna manera una invitación al disfrute de la vida que
tenemos.

Inmediatamente se alude a la virtud que alcanzaría el sabio que organiza su vida racionalmente. La
prudencia o sensatez es la virtud más elevada y es fuente de las demás virtudes, en ese sentido el
epicureísmo retoma un aspecto fundamental de la ética griega tradicional. Hay un elogio claro de la
prudencia. Supone una práctica de las virtudes que coincide con el cálculo utilitario, que conlleva
placer, por eso es recomendable cultivarlas. La prudencia, la templanza, la justicia, para Epicuro son
útiles para la vida feliz, esta es la matriz pragmatista de su ética. Las virtudes no son fines, no se
eligen por sí mismas, sino que son medios para la vida feliz y están ligadas inseparablemente a la
vida hedonista, asociación singular entre virtud y placer que en algún sentido podría sorprender. La
filosofía es valorada en tanto contribuye a la vida buena, a la perfección moral. Su valor no es el del
saber en sí mismo y por sí mismo, sino el saber capaz de ordenar la vida, el saber como instrumento
para la praxis. Al afirmar que la prudencia resulta algo incluso más valioso que la filosofía, esta
última parece entenderse como búsqueda de saber, esto es, en su aspecto especulativo o teórico, en
el que Platón y Aristóteles hacían tanto hincapié. El texto que comentamos se inscribe en esta
tradición y hay en ella muchos elementos de inspiración socrática. P.e. en el diálogo Gorgias, el
Sócrates platónico defiende también la tesis de que la vida conforme a la virtud es la vida más
placentera y también la más dichosa. Aparentemente, lo mismo que Epicuro, si bien en un contexto
distinto y desde un planteo bastante diferente.

Nos acercamos al final de la Carta a Menéceo.


“¿Porque quién piensas tú que sea superior a quien sobre los dioses tiene creencias piadosas y ante la muerte
está del todo impávido y ha reflexionado el fin de ella naturaleza y sabe que el límite de los bienes es fácil de
colmar y de conseguir, mientras que el de los males presenta breves sus tiempos o sus rigores; y que se burla
de aquella introducida tirana universal, la Fatalidad (heimarméne), diciendo que algunas cosas suceden por
necesidad (anánke), que el azar (týche) es vacilante, mientras lo que está en nuestro poder no tiene otro
dueño, por lo cual le acompaña naturalmente la censura o el elogio?

La pregunta es retórica. Nadie será superior a quien orienta su vida en conformidad con las cuatro
máximas que constituyen el cuádruple remedio. Liberémonos del miedo a los dioses, desterremos el
temor a la muerte, asumamos una actitud positiva respecto de los bienes que están a nuestro alcance
y de los males que nos pueden acechar, y si lo logramos, habremos alcanzado el estado de
autosuficiencia del sabio, del prudente. El hecho de que esté en nuestro poder la disposición del
alma que es esencial para la felicidad reduce al mínimo el poder de factores externos, aquellos que
no dependen de nosotros. Retomando un planteo de Aristóteles, Epicuro subraya que las cosas que
nos hacen dignos de elogio o de censura son solamente aquellas que dependen de nosotros. No
deberíamos ser encomiados por los dones que la naturaleza haya podido darnos, sino por lo que es
fruto de nuestra elección, y de nuestra responsabilidad.

La carta se cierra reiterando la invitación a meditar sobre la doctrina que acaba de exponerse. La
finalidad, claramente, es práctica: se trata de no sufrir perturbación alguna. El anhelo humano de


 
            

trascendencia toma aquí la forma de un anhelo de serenidad de espíritu que, según Epicuro, nos
permite llevar un tipo de existencia que rivaliza con la de los dioses. Aquí aflora una diferencia
interesante con un planteo como el de Platón, quien en Teeteto describe el modo de vida del filósofo
en términos de imitación o asimilación de la divinidad, paradigma conforme al cual el filósofo
organizaba su vida y que reglaba su conducta. La fórmula de Epicuro es más terrenal sin duda. Acá
no se trata de la imitación o asimilación de un paradigma trascendente. Directa, sencillamente, el
sabio epicúreo es el paradigma moral personificado. Por dominar una sabiduría práctica, por conocer
los valores auténticos de la vida y saber cómo dirigir su conducta hacia la felicidad, por su
autosuficiencia, el sabio ya en nada se asemejará a un mortal.

Bibliografía de lectura obligatoria:


Antología de textos de filosofía helenística: Epicureísmo, textos nº 1-9.
García Gual, C., Epicuro, Madrid, Alianza, 1981: capítulos 2-3 y 7-10 (41-71, 145-197).

capítulos 7-11 (pp. 145-209)

Material didáctico de circulación interna de Historia de la filosofía antigua, Facultad de Filosofía y


Letras, Universidad de Buenos Aires.


 

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