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Umbrales
Rafael Marín
Mandrake el mago
de Lee Falk, Phil Davis y Fred Fredericks
(1934)
No estoy en disposición de rebatir la tesis del último premio Pulitzer, Michael Chabon,
respecto a la influencia de Henry Houdini en la creación de los superhéroes de los
comic-books, pero sin duda fue una inspiración capital (junto con otros populares
ilusionistas de una época de ilusiones) para que un jovencísimo Lee Falk presentara a
quien es quizá el primer héroe con superpoderes del medio, aun sin llegar a ser jamás un
superhombre al uso: el inquietante y divertido mago Mandrake.
Mandrake divide sus aventuras entre casos misteriosos y enigmas policiacos (que con el
paso de los años se adueñarían de los destinos de la strip), y un divertido vagabundeo
por el mundo, mostrado aquí como sucesión de reinos de opereta, exotismo arábigo y
con algunas influencias de Jonathan Swift, momias y hombres-lobo, tumbas profanadas
y dinosaurios inevitables, magos malvados como El Cobra (que fue su propio maestro),
mundos fantásticos con abundantes dosis de erotismo en los serrallos y despendolados
pases de birlibirloque por parte del héroe, desarmado siempre.
Mefistofélico y hierático, sin despeinarse jamás el
negrísimo cabello engominado, sólo alzando la ceja y
atusándose el bigote con el esperado gesto teatral,
Mandrake usaría sus poderes para romper de continuo la
barrera entre realidad y ficción, para volar, levitar, hacer
volar y hacer levitar a sus enemigos, cambiarles el rostro,
volverlos invisibles, convertirlos en animales, trocar
materiales en oro, empequeñecer a gigantes, doblar
lanzas y espadas, desviar disparos, cualquier cosa que sorprendiera tanto al lector como
a los desvalidos contrincantes del mago. La fantasía desbordada (magníficamente
ejemplificada en las páginas dominicales, donde el lucimiento del artista resulta patente)
es la característica principal del personaje, un divertido ritual de efectos especiales
dibujados que no podían verse todavía en las pantallas y que conseguían un
impresionante efecto transgresor.
Por desgracia, toda la fantasía desbordada de los poderes del mago en acción, su no
sometimiento a las reglas de la naturaleza, se iría diluyendo con el paso de las décadas,
hasta dejar reducidos los poderes cuasidivinos de Mandrake al uso de hiponosis pura y
simple (explicación que, naturalmente, no explica ni la décima parte de las habilidades
mostradas por el personaje durante sus años de exotismo). La muerte de Phil Davis y su
breve sustitución por su propia esposa primero y por Fred Fredericks más tarde fue
convirtiendo a Mandrake en un detective de aspecto algo ridículo, con aventuras caseras
en los años sesenta y más tarde con un acercamiento al jamesbondismo al que no
pudieron escapar muchos de los grandes personajes clásicos de prensa.
Mandrake queda pues como título característico e imprescindible de los tiempos en que
los cómics podían diversificarse y explorar conceptos y estirar a placer sus argumentos,
cuando a nadie se le ocurría poner trabas a la fantasía, pues por propia definición ésta es
incontenible. Basta un pase mesmérico y un chasquear de dedos para demostrarlo.