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Las Dignidades de Cristo

“Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y


abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra.” (Mateo 2:11)

“Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo
hombre.” (1Timoteo 2:5)

Cuando el hombre cometió la primera trasgresión, prestando oído a la “propuesta indecente”,


melosamente presentada por la serpiente, descubrió, para su pesar, que en lugar de los
“beneficios” prometidos, fruto de la tentadora asociación, obtuvo un resultado nefasto; conoció
que había hecho pacto con el Sheol, y fue presa del peor negocio que alguien jamás haya
realizado; lo perdió todo, y se perdió a sí mismo.

Como efecto inmediato de su ruina, al hombre, diseñado para vivir por siempre, le sobrevino la
muerte: murió instantáneamente en su comunion con Dios; su alma fue degradándose en mortal
involución durante sus penosos años de “vida”; y, finalmente, su cuerpo, hecho una piltrafa, fue
tragado por la fosa fúnebre, tornando al polvo de donde fue formado.

Parte integrante de la bancarrota humana fue la pérdida de tres grandes bendiciones, que
identificaban su estado bendito antes de la caída, de las cuales quedó alienado por su
desobediencia:

· La capacidad de escuchar y recibir la Palabra de Dios, que vivifica y sustenta.

· La comunión de amor, que le identifica como miembro de la familia de Dios.

· La pertenencia al Reino de Dios, formado por las criaturas morales que se sujetan a Su Ley,
y adoran en espíritu y verdad.

El ser humano, entonces, ya rota su relación con Dios, e imposibilitado de acercarse a Él por la
naturaleza profana que vino a caracterizarle, necesita la ministración de mediadores, vicarios,
capacitados para ejercer una función de enlace entre el hombre y Dios.
El Padre de amor y Autor de la salvación, habiéndonos amado aun cuando éramos pecadores,
toma la iniciativa, levantando personas investidas de autoridad y poder divinos para poner en
ejecución en la esfera de la historia lo que ya desde la eternidad se había propuesto: religare
(término latino de donde proviene nuestra palabra religión, significa “volver a unir”, “volver a
ligar”) al hombre caído con un Dios Santo y Exaltado.

La historia antiguo testamentaria nos presenta entonces tres clases de mediadores entre Dios y
los hombres que Él habría de llamar para hacerlos Su pueblo, a saber: profetas, sacerdotes y
reyes. Estos, por la acción del Espíritu en ellos, el mismo Espíritu que se movió sobre la faz del
informe abismo en la creación primigenia produciendo orden y belleza, fueron instrumentos
para vivificar el espíritu de los hombres, mostrándoles la salida del caos enajenante al orden y
belleza de una relación restaurada.

Estos ministros fueron dones del amor de Dios para hacer evidente que Él no desampararía la
obra de Sus manos. Y no eran ellos perfectos, eran seres humanos con defectos y flaquezas, pero
su llamado y misión sí eran perfectos; ellos “inquirieron y diligentemente indagaron acerca de
esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba
en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras
ellos” (1Pedro 1:10-11).

Estos hombres de Dios estaban vestidos con las Dignidades de Cristo, de quien eran además tipo.
Sí, sus ministerios anunciaban al Mediador por excelencia, aquel que reuniría estas tres
Dignidades en una sola persona:

El Profeta: Siendo la Palabra viva, el Verbo de Dios, puede afirmar: “a Dios nadie le vio jamás;
el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer…las palabras que yo os
he hablado son espíritu y son vida” (Juan 1:18; 6:63). La Voz de Dios es clara y perfecta en Él,
impartiendo verdadera vida, tanto que aquellos que son impactados por Su Palabra son
capacitados para recibirla, sienten placer en ella, y concluyen: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes
palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del
Dios viviente” (Juan 6:68-69). La Palabra de Dios que quebranta las peñas y derrite los montes;
relámpago enceguecedor y trueno ensordecedor, nos habla, en términos de un silbo apacible, de
reconciliación, por el Hijo: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro
tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien
constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo” (Hebreos 1:1-2).
El Sacerdote: Mientras el profeta acercaba a Dios al hombre, al presentar de manera
entendible y asimilable Su Revelación, el sacerdote procuraba acercar al hombre a Dios,
ofreciendo sacrificios sustitutos que aseguraran el favor divino. Estos sacrificaban
constantemente, cada día. Era necesaria una ministración ininterrumpida, para que de esa forma
la comunión se mantuviera también de manera ininterrumpida. Aunque estos sacrificios solo
hacían que Dios pasase por alto transitoriamente los tiempos de ignorancia, como dice el autor
del libro de Hebreos: “Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo
muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados” (Hebreos 10:11).
Pero, llegado el cumplimiento del tiempo, se presentó el perfecto Sumo Sacerdote para ofrecer
un sacrificio perfecto, único y definitivo, con el cual acercaría al hombre a Dios, restaurando la
comunión perdida de manera permanente, porque es un sacrificio que sí quita el pecado:
“somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre…
Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados…con una sola
ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:10-14). Al ser acepta la
ofrenda del Cristo-Sacerdote, Dios, satisfecho, afirma: “nunca más me acordaré de sus pecados y
transgresiones” (Hebreos 10:17).

El Rey: Los reyes, especialmente los fieles de la familia de David, fueron ministros que
mostraron una vislumbre de la bendición y la gloria de pertenecer al Reino de Dios: victoria
sobre los enemigos; posesión de la tierra; reverencia, amor y placer en la Ley de Dios;
dependencia de Dios; ejercicio de justicia, juicio y equidad. Cristo Jesus, vino como Rey perfecto,
restaurando perfectamente el orden universal que fuera quebrantado por la transgresión. “El
Cristo-Sacerdote es también el Cristo-Rey. El plan de Dios consistía en que ambas dignidades
fueran desempeñadas por el Gobernador perfecto” (M. Pearlman). Por el ministerio de este Rey,
el Padre nos libra de la potestad de las tinieblas y nos traslada al reino de su amado Hijo
(Colosenses 1:13). Llega a ser natural amar y obedecer Su Ley, pues este Rey es Mediador de un
nuevo pacto que pone sus leyes en nuestros corazones, y las escribe en nuestras mentes
(Hebreos 10:16).

En el evangelio según San Mateo capitulo 2 unos sabios de oriente llegan a Jerusalén
convencidos de que había nacido el Rey de los Judíos, pero un Rey tan especial que merecía mas
que una simple presentación de sus respetos, este Rey debía ser adorado. Estos eran naturales
de Persia, Arabia y/o Babilonia, donde habían vivido Judíos desde hacía muchos siglos (2Reyes
17:6), y donde de seguro se conocería la profecía de “la Estrella de Jacob, y el levantamiento del
cetro de Israel” (Números 24:17), que formaba parte de la esperanza mesiánica del siglo I.
Aunque no todos aceptan la simbología implícita, e independientemente de la utilidad práctica
que pudieran tener para los padres terrenales del Señor, podemos ver en los obsequios
presentados por los sabios orientales como tributo de adoración el reconocimiento de esas tres
dignidades de Cristo, “postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes:
oro, incienso y mirra.” (Mateo 2:11).

Ellos eran sabios de su época, de seguro, muy destacados, pero eso no fue realmente
trascendente; su historia solo hubiera quedado registrada en los anales de su nación; lo mas
seguro es que hoy nadie supiera de ellos. Pero obtuvieron reconocimiento universal en virtud de
su relación con el Perfecto Mediador que nació, ante quien rindieron su ser en adoración.
Pasaron a representar el alcance universal de la Gracia Divina, que no se limitaría solo a Israel,
sino que alcanzaría personas de todo linaje y lengua y pueblo y nación, los cuales cantarán en el
cielo, ya restaurados en todo su ser, el Cántico de los Redimidos: “y cantaban un nuevo cántico,
diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu
sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho
para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra.” (Apocalipsis 5:9-10).

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