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¿Qué es el soberano? ¿Cómo puede constituirse? ¿Qué es lo que une los individuos al
soberano? Este problema, planteado por los juristas monárquicos o anti-monárquicos
desde el siglo XIII al XIX, continúa obsesionándonos, y me parece descalificar toda una
serie de campos de análisis: sé que pueden parecer muy empíricos y secundarios, pero
después de todo conciernen a nuestros cuerpos, nuestras existencias, nuestra vida
cotidiana. En contra de este privilegio del Poder soberano he intentado hacer un análisis
que iría en otra dirección. Entre cada punto del cuerpo social, entre un hombre y una
mujer, en una familia, entre un maestro y su alumno, entre el que sabe y el que no sabe,
pasan relaciones de poder que no son la proyección pura y simple del gran poder del
soberano sobre los individuos; son más bien el suelo movedizo y concreto sobre el que
ese poder se incardina, las condiciones de posibilidad de su funcionamiento. La familia,
incluso hasta nuestros días, no es el simple reflejo, el prolongamiento del poder del
Estado; no es la representante del Estado respecto a los niños, del mismo modo que el
macho no es el representante del Estado para la mujer. Para que el Estado funcione
como funciona es necesario que haya del hombre a la mujer o del adulto al niño
relaciones de dominación bien específicas que tienen su configuración propia y su relativa
autonomía”.
A partir de lo dicho hasta aquí, queda claro que Foucault tiende a concebir a la disciplina como una
fuerza que actúa desde el exterior del sujeto, que no se muestra preocupada por lograr que el
individuo internalice la norma que lo domestica, sino por arrancarle un consentimiento
meramente externo. De ahí la importancia de la vigilancia en el modelo foucaultiano, la relevancia
que adquiere la famosa imagen del panóptico (aquel dispositivo que constantemente vigila o al
menos parece que lo hace).
Pero al mismo tiempo, Foucault concibe a la disciplina como una fuerza que tiende a emanar
desde abajo, desde la base del cuerpo social. Es más, acabamos de verlo definiendo al “poder”
como el sustento sobre el cual se encardina el “Poder”. Este poder con minúscula, insiste Foucault,
con frecuencia funciona con relativa autonomía respecto de los intereses del estado.
ELIAS
Para Norbert Elías, el fenómeno que mejor encarna el disciplinamiento social en la Edad Moderna
es su famoso “proceso de la civilización”. Según Elías, este proceso se manifiesta inicialmente a
partir de códigos escritos, tratados y manuales de civilidad, de cortesía, de buenos modales. Es un
proceso de transformación psico-genética que comienza en un ámbito extremadamente específico,
la corte absolutista, y que luego gradualmente desciende por el resto del cuerpo social, gracias a
un proceso de emulación y de competencia por el estatus.
Para Elías, son dos los objetivos de este proceso de la civilización. El primero, la negación,
invisibilización y ocultamiento de toda referencia a las funciones orgánicas básicas del ser humano,
de lo que Bajtin denominaría lo bajo corporal, una suerte de maquillaje del costado animal del
hombre. El segundo objetivo del proceso de la civilización sería la instauración en los individuos de
autocontroles, de mecanismos de contención de las pulsiones violentas y de los instintos
primarios.
Vamos a ejemplificar el modelo de Elías leyendo fragmentos de una de sus fuentes principales, los
célebres tratados de civilidad a los que antes aludíamos. Los ejemplos que yo elegí ilustran
esencialmente el primero de los objetivos del proceso de la civilización, la invisibilización de lo bajo
corporal.
El más famoso de estos tratados de civilidad fue escrito por Erasmo de Rótterdam, el príncipe de
los humanistas. Se publicó en 1530, en latín, con el titulo de De civilitate morum puerilium (Sobre
la civilidad de los modales de los niños). Se trata de un manual dirigido al grupo etareo que hoy
nosotros caracterizaríamos como preadolescente. Fíjense lo que Erasmo aconseja a los jóvenes de
la aristocracia y de la alta burguesía renacentista:
“Si te dan una servilleta, póntela sobre el hombro o sobre el brazo izquierdo. Si te sientas a la mesa
con personas importantes, quítate el sombrero, pero procura estar peinado (…)
Algunos echan mano a la fuente apenas se han sentado. Esto es lo que hacen los lobos (…). No te
abalances el primero sobre la fuente que se acaba de servir, no solamente porque pasarás por un
glotón, sino porque puede acarrearte algún peligro, puesto que quien inadvertidamente se mete
algo muy caliente en la boca sin haberlo probado, o bien tiene que escupirlo de nuevo o bien
quemarse el paladar si lo llegara a tragar, y en ambos casos resulta por igual ridículo y penoso.
Meter los dedos en la salsa es de aldeanos: cójase lo que se quiera con el cuchillo y el tenedor, sin
andar rebuscando en la fuente, como lo hacen los golosos, antes bien, tómese lo primero que se
encuentre a mano (…).
Si lo que se te ofrece es un líquido, cátalo y devuelve la cuchara, pero antes límpiala con la
servilleta. No es correcto chuparse los dedos o secárselos en la ropa. Lo mejor es servirse del
vestido o de la servilleta”.
Veamos ahora un segundo ejemplo, un texto de 1558: el Galateo, de Giovanni della Casa,
arzobispo de Benevento. Este es un texto que fue publicado en una edición pentalingue, así que el
fragmento que leo en castellano es el que aparecía ya en la versión de mediados del siglo XVI:
“Qué creéis que hubiera dicho el obispo y su noble compañía a éstos que vemos ahora
comportarse como cerdos, con el hocico metido en la sopa: que no levantan la cara, ni la mirada, ni
mucho menos separan las manos de la comida; que inflan las dos mejillas como si fueran a tocar la
trompeta o quisieran animar un fuego; que no comen, sino que devoran y que engullen
glotonamente los manjares; que se ensucian las manos casi hasta los codos y dejan luego tales
servilletas que, a su lado, los trapos de cocina y los de fregar parecen mucho más limpios”