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Toda la familia habíamos vivido con una ilusión muy especial la venida de nuestro
quinto hijo. Éramos conocedores que esa experiencia tan maravillosa de alumbrar una
nueva criatura podría no volver a repetirse, muy a mi pesar, que insistía que en casa
siempre debía haber un niño menor de 5 años.
Para ir entrenándole en lo intenso que puede llegar a ser vivir en nuestra familia,
decidimos ir en Semana Santa, con sólo 2 meses de embarazo y en plena época de
vómitos y molestias de mi mujer, al Valle de Mena, cerca de Bilbao, con el movimiento
Familia Misionera, donde pudimos vivir la fe en familia de forma preciosa. Durante
esos días Dios nos regaló la posibilidad de dar nuestro cariño y nuestro testimonio de
fe a las gentes de varios pueblos muy alejados de muchas cosas. Dormimos sin
calefacción, nos duchamos con agua fría, nos ejercitamos en la obediencia y en el
dejarnos llevar por otros, nos nevó, renunciamos a nuestras vacaciones
convencionales, pero recibimos tanto a cambio…
Por otra parte, andaba yo inquieto trasmitiéndole al Señor que sentía que me estaba
dando fuerzas especiales, que me sentía joven, y que el corazón me vibraba desde
hacía tiempo en el empeño de hacer algo grande en el próximo horizonte de mi vida.
Cuando compartí este sentimiento con una persona muy querida, me contestó que si
me parecía proyecto pequeño ser padre de familia con 5 hijos.
A las 12 de la noche del 21 de octubre de 2008, decidimos salir para la Clínica, pues las
contracciones eran ya cada 5 minutos, y desde mi óptica de “padre experto” ello era
motivo más que suficiente para salir corriendo de casa. En aquella noche todo
trascurriría de modo “misterioso”: acababa de diluviar, las calles estaban desiertas,
todo estaba en silencio, yo sentía una paz que no me cuadraba con el estar a punto de
ser padre. Y mi mujer era la persona más alegre de la tierra.
En Urgencias pareciera que todo estaba dispuesto para que Ignacio se sintiera un ser
muy especial incluso antes de nacer. El anestesista y la comadrona daban la impresión
que no tenían otra cosa que hacer en este mundo que atender nuestro parto con todo
el calor humano que les salía de su ser. Empezaron a explorar a la incipiente madre y
me pidieron que saliera de la habitación, por lo que empecé a deambular por los
pasillos de la Clínica. Acabé en la Capilla, y esa paz que sentía desde que salimos de
casa se hizo inmensa. En definitiva, lo que yo creía con mis ojos humanos que era una
noche misteriosa estaba empezando a darme cuenta que en realidad era una noche
llena del Misterio de Dios, cuyos planes tantas veces no coinciden con los planes de los
hombres.
La comadrona dijo que era un bebé precioso y lo abrigó con unas toallas. Esperaba yo
en un rincón del quirófano a que llegara el pediatra mientras el ginecólogo atendía a la
madre. Llegó y me dijo en pocos instantes en voz baja que “era Down”.
Sentí la gracia de Dios en ese preciso momento, lo que no es otra cosa, tal como se lo
he intentado explicar después a mis amigos y familiares no creyentes, que sentir el
amor, el verdadero y auténtico amor de quién confío más.
Me giré a mirar a mi mujer. Y le dije a la distancia que nuestro hijo “era Down”, pero
no me oyó. Lo repetí, y entonces giraron la cabeza ella y el ginecólogo a la vez para
mirarme. En ese instante, mientras le miraba a ella, percibí el inmenso cariño que
siento por mi mujer, y entonces sentí muchísima pena y dolor de tener que darle
semejante sorpresa. Vi en una película muy rápida todas las ilusiones, alegrías y planes
que se había hecho con este niño, y cómo, de repente, se iba a dar cuenta que las
cosas eran diferentes a como habíamos planeado. Me acerqué a ella, la abracé, la
besé, y le dije: “Cariño, este hijo nos va a dar la felicidad plena a toda la familia por el
resto de nuestros días”.
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El ginecólogo se acercó a decirme que hacía más de 3 años que no tenía un caso de
Síndrome de Down.
Me mareé un poco, de lo cual me alegré después mucho para que nadie se pudiera
pensar que me las estaba dando de héroe, y así pudiera resultar creíble el hecho de
que, tras la primera reacción humana llena de sorpresa ante los planes de Dios, la
fortaleza del Espíritu Santo puede actuar en el hombre.
Cuando les conté a nuestros hijos cómo era Ignacio y lo felices que nos había hecho a
sus padres, nuestra hija mayor, de 14 años, afirmó antes de echarse a llorar: “papá,
quiero que las cosas sean tal como han sido, ya no quiero que sean de otra forma”.
Realmente fue un milagro y un don que nos asistiera a todos tan rápidamente la
fortaleza del Espíritu Santo, pues ¿cómo de otro modo hubiésemos podido sobrellevar
una sorpresa así? El nos entregó a Ignacio en su mano generosa, y nosotros fuimos
capaces de entregar la nuestra y aceptar el regalo. Como nuestra reacción fue tan
pronta, gracias al don recibido, nos pudimos dar cuenta que de alguna forma llegamos
casi a rozar nuestras manos con las del Señor…
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que Ignacio se convierta en algo especial en sus vidas (y así será, tal como me decía un
amigo de la infancia, “como un imán en un saco de alfileres”).
Me contaba una amiga nuestra, tras ver lo que ha ocurrido estos días pasados, que ella
y su marido venían observando cómo Dios había estado preparando nuestro
matrimonio y nuestra familia para esto desde hacía mucho tiempo, lo que nos ha
hecho ver que “nuestra nueva misión” en realidad empezó ya hace algún tiempo.
Le mandé al ginecólogo el mensaje de que necesitaba charlar con él, pero que no
quería hablar de medicina. Al acabar me ofrecí, si alguna vez surgiera la ocasión, a dar
testimonio a algún padre o madre que se planteen abortar en el futuro, y poder
explicarles con el mayor cariño del mundo que se puede ser feliz “con un hijo Down”.
Es más, nos encantaría compartir con esas personas el hecho de que la verdadera
felicidad está siempre, siempre, siempre asociada a la entrega a los demás, lo que
conlleva sufrimiento y sacrificio.
Creo que a todas las personas que se nos han acercado estos días de un modo u otro
os hemos trasmitido que estéis tranquilos por nosotros, que no os preocupéis, que
tenemos en quien confiar, que Dios nos venía preparando desde hacía años para esto,
y que nos ha dado la gracia de haber sabido aceptar su regalo casi desde el instante de
su llegada. Todo está siendo tan especial, estamos tan emocionados con el Señor, el
cual ha tenido tanta ternura con nosotros…
Casi sin darnos cuenta hemos estado en continua oración con Dios desde que nació
Ignacio. Sentimos ahora que Ignacio es y será siempre nuestra oración permanente
con el Señor, ya que en realidad ha sido a través suyo que Jesús se ha instalado en
nuestro hogar. ¿A un niño capaz de todo ello le llamamos “un niño discapacitado”?
Bueno, así se hizo realidad mi gran proyecto y nuestro sueño de tener siempre un niño
en casa menor de 5 años.
El padre de Ignacio.