Solo recuerdo el bordó de la hamaca paraguaya y mi bamboleo cansino
haciéndola mover debajo del mango. Surgió porque sí, después que mi gato recostado debajo del limonero, fisgoneara los alrededores con la parsimonia del abrir y cerrar de sus ojos. ¡Qué bien se estaba allí! Un susurro de selva venía desde el camino empinado y bajaba acariciando las exuberantes enredaderas. Un susurro de selva… El batir de palmas fueron las únicas señales de su presencia. Vestía el pulcro traje blanco. Yo había deseado encontrarlo alguna vez, hasta ensayé las palabras, ajusté las exactas. Pensé que a ese hombre extraño, apesadumbrado y de difícil trato debía hablarle con cuidado. No tenía que permitirme errores. No quería cometer semejante pecado. El ser humano que escondía al genio, no debía ser perturbado. Pero nada de lo previsto se cumplía. Fascinada por el aura que emanaba de este que estaba frente a mí, no fui dueña de mis decisiones, por eso y sin remediarlo, al menor gesto de su amable convite, subí al Ford viejo para emprender juntos el viaje. La selva se abría a uno y otro lado del camino, solo para darnos paso. Recordé el machete de mango remendado de Miguel, los latigazos que el mismo le propinaba a la enramada del sendero del fondo. La selva siempre buscaba el camino para recordarnos que la habitábamos. Evoqué el susto de Susana y Gustavo cuando se quedaron con el coche cerca de Andresito, “La selva parecía querer devorarnos, se apretaba sobre nuestras cabezas” había dicho mi amiga La selva era eso y mucho más. La selva seguía siendo y avanzaba sigilosa a pesar de los maltratos. En este camino emprendido mi chofer no hablaba, pero dada la mala fama de su carácter nada me asombraba. Me dejaba llevar como una niña dispuesta a ver y a descubrir algo. Aún no sabía qué. Detuvo el motor en un claro, a un costado de la cinta roja que veníamos ondulando. Las ruinas estaban sin ser tan ruinas. Se diría que los bloques simétricos dejaban ver su desnudez. El musguillo añoso emergía en los lóbregos rincones de algunas aberturas. En el centro, otrora patio, volví a experimentar la inquietante ráfaga de calor que me embriagó la primera vez. Él, recostado en una pared milenaria, me miraba de reojo, dulcemente, y estoy segura que me leía entera, como si yo fuese un libro de su autoría. No todo dormía, no todo estaba suspenso, no todo estaba muerto. Una planta de ananá crecía en un rincón del sendero. Los fantasmas guaraníes de ayer jugaban a las escondidas detrás de las columnas y se escabullían en sus arabescos difusos. De pronto volvió hacia mí y me dijo al oído.: “Iviraromí nos espera”. Obediente, tomé su mano cálida. No sé cuánto tardamos en llegar, yo no medía los minutos. Solo bastaba saber escuchar, saber descifrar, saber ver. La medida del tiempo estaba hecha de presencia y presente. Era la forma perfecta de entenderlo todo. Dicen que la realidad supera a los sueños. Yo creo que ambos se confunden para no quitarnos la ilusión de la vida. Así fue como la canoa, colocada sobre horquetas, apareció frente a la casa. Y también los bichos de algún cuento, que lo reconocieron a su forma. Un aleteo rosado de flamenco, el contoneo de Anaconda la mascota que vivía en su jardín… personajes sin ficción. La selva mágica y quejumbrosa dejaba escapar el sonido del arroyo cercano golpeando las piedras, confundiéndose con el parloteo de un grupo de cotorras afincadas en un palmar vecino. “He retornado al hogar. Mira detenidamente lo que te rodea: el sol está buscando asilo en los pliegues de las nubes de un horizonte que aún no vemos. En verano el astro se prepara para la siesta, justo cuando la sombra de mi timbó picotea el nido de las calandrias. ¿Ves?…ellas lo saben.” Y las calandrias dejaron escuchar su hermoso canto. ¡Qué bien se está aquí! Sonrió al escucharme. Tomó su canoa y la cargó al hombro, como si esta fuese una almohada de plumas. Lo seguí. Aparecieron los naranjos colmados de vida que acunaban los primeros frutos... y en un instante no precisado recorrimos la picada en franco descenso hacia el río. Es extraño, no temí a las víboras, ni a los insectos que en algunos puntos pugnaban por hacerme desistir. Las cortaderas buscaban nuestro trastabillear, las lianas se arremolinaban sobre nosotros y arriba una techumbre de tacuaras, hojas disímiles, lianas y epífitas eran el abrigo necesario para amortiguar los quemantes rayos del sol. El río, espejo que se rompía en remolinos de siesta, bebía de a tragos la calidez de la estación. Pude ver los cardúmenes zigzagueantes de la orilla. ¡Qué bien se está aquí! , pensé. - Sí aquí se está muy bien señorita. – dijo un hombre que estaba sentado sobre una gran piedra en la orilla. - ¿Quién es Ud.?- pregunté - Me llamo Paulino, soy un hombre de río y selva. No quise darle más importancia al inoportuno personaje. Por eso, hice como si el no contara y me dirigí a mi viajero de traje blanco. - ¿Vamos a remontar el Paraná, Horacio? - Acomódese mi niña, tome el remo y espere. El bote fue depositado en una entrada playera. Me subí a él, esperando que las sogas fueran amarradas al tronco cercano que emergía en la barranca de suave declive. Pero nada de eso ocurrió. Horacio y Paulino empujaron desaprensivamente la embarcación hacia la correntada. Mi asombro fue total. Había sido lanzada como una flecha sin dirección hacia las fauces del río. Lloraba y gritaba en un mismo y desesperado sonido, mientras ellos reían. Pude observar que el hombre levantó su machete, como bandera al aire mostrando en su mano derecha una serpiente fláccida… quizá una yararacusú. - ¡Escribe tu propio cuento! – me gritó mi extraño Horacio- …ya eres una mujer a la deriva. Me encontraron cerca de Puerto Esperanza, cuando el atardecer caía en el Paraná., cuando “su belleza sombría y calma cobra una majestad única”. Sana y salva, aunque un poco aturdida.