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Capítulo II
EL DERECHO NO RESUELVE EL PROBLEMA

Buscamos, y por vía de consecuencia, animamos todo lo que se podría oponer a


la tiranía del deseo individual, para limitar sus prerrogativas. ¿Con qué se puede
contar? No dejaremos de analizar las Instituciones o los sistemas susceptibles de
permitir “un modus vivendi”, de impedir la agresividad inter-individual que sabemos
desbordante; ¿podremos introducir relaciones de repartición (de los granos o de las
promesas de fraternidad)? ¿Cómo instaurar un mundo menos belicoso? ¿Es posible
otra lógica, la de una auténtica socialidad?
Deberíamos poder contar con el derecho, porque la ley neutraliza, apacigua,
amortigua los choques, prevé los dramas y la manera de apagarlos; privilegia con toda
frecuencia la vía mediana, lo que contenta a las dos partes (la conciliación y la
reconciliación). Por ejemplo, el jurista (o el magistrado) concederá una ventaja
importante y exclusiva —pero por un corto período— cuidadosamente definido (tal
como la patentabilidad industrial, que sólo dura veinte años; después de ese lapso de
tiempo, la innovación le pertenece a todo el mundo).
Cada quien sabe que la disciplina jurídica está dividida en dos amplios sub-
conjuntos: el derecho público y el derecho privado; el primero organiza la vida del
cuerpo social en su conjunto y precisa las reglas que consolidan el régimen, asegurando
así su funcionamiento (el derecho constitucional). Pero el derecho privado sólo se
interesa en las relaciones entre dos individuos, o incluso en lo tocante a la existencia
personal (la propiedad, por ejemplo). Creemos poder renunciar a este corte, a tal punto
se recubren los dos dominios. Y la prueba de esta fragilidad nos es dada por el hecho de
que el derecho penal —una rama del árbol jurídico, con numerosas ramificaciones—
hubiera podido, e incluso hubiera debido, ser situado en el derecho público, puesto que
se trataba entonces de los vínculos entre el Estado y un sujeto, habiendo éste cometido
una infracción y la sanción debiendo ser pronunciada a nombre del interés general. Este
derecho penal sin embargo ha sido colocado en el derecho privado, a tal punto es verdad
que conviene también proteger al sospechoso contra la autoridad del Estado y de sus
representantes. El penal se preocupa a veces de cuestiones de la esfera individual
(como la propiedad).
Esta dificultad de localizar lo penal nos persuade de la relatividad del recorte que
hemos mencionado; para nosotros la unidad es más importante, y ella reside —
cualquiera sea el campo o la provincia de lo jurídico— en la función organizadora y
reguladora de ese sistema. Se impone a todos. Se dedica a resolver nuestras graves
disensiones. ¿Podremos, por medio de él, salir del desorden en el cual están sumergidos
los sujetos?

*
**

Nos proponemos descubrir y analizar las bases de la actividad jurídica: ¿logrará


ella suspender el tropiezo de los intereses y nos abrirá a una sociedad menos guerrera
(moderaría o impediría el furor individual que ella sometería a la ley)? Le pedimos
indulgencia al lector eventual porque ya hemos evocado esta cuestión (la transmisión de
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los bienes), pero ella corrobora a tal punto nuestro punto de vista (creemos) que no
podemos dejar de volver sobre el asunto.
El dueño (el de cujus) entiende, en efecto, que está conservando sus
prerrogativas posesivas; ¿por qué, después de su muerte, su patrimonio iría a manos de
los ingratos o de los incapaces? ¿Por qué renunciar así sea un ápice a la “absolutez” de
lo que probablemente hemos creado o reorganizado? ¿Por qué suscribir una lógica
sucesorial a la cual estaríamos condenados? Hemos mejorado un fondo, o renovado una
empresa; sólo podemos desear su prolongación porque ella nos alarga a nosotros
mismos. El detentador de tal o cual propiedad piensa ejercer su voluntad (se le ha
reconocido incluso el derecho a destruirlo todo) y confiar libremente lo que detenta a los
que podrán desarrollarlo, o aún a los que —cuando estaba vivo— lo han rodeado.
Pero ya ¿cómo admitir que los suyos (su allegada parentela) sean alejados,
mientras que ellos han contribuido probablemente, por algún lado, al empuje de esa
industria o de la tierra cultivada? Y si el dueño decide enteramente atribuciones (por un
testamento) ¿es que el derecho no consagra la violencia individual? ¿Se va a descartar
la ley de sangre (la herencia) en provecho de lo que habría dictado el propietario de los
bienes? Es verdad que el muerto logra, por esta transmisión, conjurar la muerte (se
continúa). No ha cedido a la automaticidad sucesorial.
El derecho parece proteger bien esta violencia (la omnipotencia individual que
se aleja de lo que la naturaleza parecía recomendar); por ejemplo, el habitante de una
comuna lega a esta última amplios edificios que poseía, pero con el fin de que se instale
en ellos un centro cultural, una especie de museo que recogería el pasado o el folclor de
la región. Como una tal institución supone pronto gastos, pesados de soportar y ligados
al simple arranque, como (por otra parte) esta creación no encuentra el apoyo de todos,
la municipalidad decide vender el conjunto construido; el precio que se recogerá servirá
para el mantenimiento del corregimiento. No se habría buscado anular las consignas del
donante; solamente se las reorienta, puesto que se va a ayudar al impulso y a la imagen
de esta ciudad; un descendiente del donante pudo obtener sin dificultad la anulación de
un tal procedimiento, a tal punto importa respetar literalmente lo que el “soberano”
expresamente quiso; los beneficiarios no podrían bajo ningún pretexto modificar lo que
ha sido mencionado. La comuna lo único que quería era adaptar el legado, pero ella no
lo puede hacer, a tal punto la voluntad del donante rechaza todo acomodamiento.
Al contrario de lo que se esperaba, el derecho no deseca las querellas; ocurre
incluso que las suscita o al menos las favorece. En efecto, el testamento ha provocado
rápidamente el desarrollo de una disciplina que facilita las polémicas: el arte de
interpretar las escrituras, de torturarlas, con el fin de discernir en ellas la ambigüedad, la
oscuridad o las contradicciones. Entramos en la tempestad de las disensiones y de los
procesos, porque en la mayor parte de los casos, las víctimas de la desheredación van a
buscar discutir la operación, es decir el texto que los elimina.
Descendamos a los ínfimos detalles con el fin de apercibir la estrategia utilizada:
¿el escrito ha sido redactado por uno solo o por muchos, que pudieron entonces
completarlo a su favor o maquillarlo? ¿Fue inspirado por un tercero, el beneficiario?
(recientemente ha sido recusado un testamento porque incluía animosidad y reproches
no fundados con respecto a la familia excluida; ¿no es esta una especie de captación de
herencia?) ¿No se descubren en el mensaje cláusulas extrañas?
El jurista exige —para la admisibilidad del documento— el respeto de tres
condiciones que alegarán en su favor y por tanto desestimarán (de su demanda de
anulación) los desheredados. Las evocamos rápidamente, porque todo filósofo se alegra
por conocer los principios con la ayuda de los cuales “será validada” o no una escritura
(una hermenéutica elemental).
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Para comenzar, el texto debe estar escrito por entero de la mano del “dueño de
los bienes” (será ológrafo, de olo, todo y grapho, escrito). ¿Y por qué ya esta
prevalencia reconocida a la sola escritura manual? A la palabra le falta fijeza y se la
lleva el viento; sobre todo ella supone un interlocutor, lo que enreda y falsea todo,
porque un tal intercambio no puede dejar de animar las pasiones. La sola escritura
implica el aislamiento, la reflexión y el secreto. Hablamos en la espontaneidad,
mientras que redactar un acto de distribución exige concentración y recogimiento.
Podríamos registrar la voz, puesto que ella traduce la personalidad del que se
expresa. Algunos teóricos lo han deseado; en efecto, según ellos, el Código civil de
1804 ignoraba las posibilidades ofrecidas por la grabación de los sonidos de tal manera
que en la actualidad podemos asegurarnos de la realidad de la voz del locutor, una voz
que nadie podría imitar. Pero el jurista sigue apegado a la tesis según la cual la escritura
está menos ligada a la afectividad que la palabra; es menester también mantener los
dispositivos formales con el fin de que este acto permanezca preñado de una
excepcional gravedad (descartemos precisamente ¡todo lo que lo facilitaría!).
¿Por qué anular el documento dactilografiado, en tanto que una vez más es
posible indicar la máquina con la cual el texto ha sido confeccionado? Y la sola manera
de golpearla es suficiente incluso para indicar al autor del testamento. Pero el derecho
no cede: quiere una equivalencia profunda entre el escribano y el texto, mientras que la
máquina simplifica y automatiza por algún lado, o además introduce lo impersonal en
esta redacción. Un testador había sin embargo mencionado, con su puño y letra al final
de un testamento dactilografiado, que él era el responsable de ese conjunto y que nadie
más había participado. El tribunal no lo tuvo en cuenta, el texto debía estar escrito
enteramente de la mano del escribiente.
Una dificultad se eleva inmediatamente: ¿un disponente que no sabe ni leer ni
escribir —un iletrado— no quedará privado de la posibilidad de testar? Solamente que
este desdichado deberá recurrir a otros procedimientos que existen.
¿Entramos aquí en desarrollos demasiado exiguos, de una sorprendente minucia
y próximos de la futilidad? Cuando el hombre muere recogemos sus voluntades (a
propósito de la destinación de sus bienes). Buscamos encontrar su voluntad, cuando ya
no puede precisarla. Todo enunciado encierra una pluralidad de sentidos (¿cuál vamos a
retener?); además, el ejercicio de la lectura va a efectuarse en medio de una familia
dividida que combatirá la interpretación propuesta.
Segunda dificultad para esta hermenéutica particular: el testamento plantea un
problema cuando contiene la más mínima borradura (¿vamos a tenerla en cuenta?); más
aún —y es evidente—, si la palabra o la cifra reemplazadas no ha sido tachada, estamos
en presencia de dos versiones; y además, ¿quién puede probar que ese cambio no ha
sido introducido sin el conocimiento del disponente?
Desde que notamos, en el texto, un añadido —incluso mínimo—, éste arriesga
con llevar “el todo” a la invalidación. Es verdad que algunos se esfuerzan por distinguir
“la cláusula interpretativa” —que se limita a precisar o a aclarar el texto, sin modificarlo
verdaderamente— de la cláusula transformadora; sin embargo, la separación entre ellas
es difícil de establecer.
Los Archivos jurisprudenciales relatan el siguiente caso: un legado a favor del
señor X alcanza los cinco mil francos; el autor (consciente de la devaluación de la
moneda) raya la cifra y la reemplaza al margen por diez mil francos. El tribunal no
solamente anula la revisión, el legado de diez mil francos (por numerosas razones: una
de ellas se apoya en el hecho de que la nueva cláusula está situada por fuera del texto;
no fue firmada) sino igualmente el de cinco mil francos, puesto que estaba borrado.
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Hace un momento la ausencia de corrección echaba a perder el texto, creando una


perturbación (dos versiones), mientras que aquí la supresión afecta al escrito de nulidad.
Lo más temible nos espera, puesto que el testamento real conocido por los
parientes ha podido ser destruido; estos pueden estar tentados a romperlo o a quemarlo,
mientras que la mejor prueba de la autenticidad y de la validez de ese escrito se
encuentra en su propia desaparición. A veces, el texto es solamente ilegible, o está
incompleto, porque un fragmento le ha sido arrancado.
Tercera exigencia para que un tal documento reciba crédito y sea seguido de su
ejecución (la prolongación del yo y de la soberanía individual): debe estar fechado y
firmado. ¿Por qué darle tanta importancia a esta obligación, mientras que la fecha y la
firma se sitúan por fuera del texto, sin influencia sobre el contenido?
Pero, la exigencia de una firma se justifica plenamente; sirve para certificar lo
que, sin ella, sigue siendo un simple proyecto. Estamos persuadidos de que “el dueño
del patrimonio”, después de haber sopesado todo, comienza por escribir sus últimas
voluntades, luego las lee, y finalmente las firma; de ese modo las aprueba. El
patronímico se encuentra también al final; le da efecto a lo que ha sido decidido.
La experticia, por consiguiente, girará en torno a la existencia, la calidad de lo
que viene a confirmar el querer; ¿se aceptarán simples iniciales? No estamos dispuestos
a ello (en tanto queremos una plena aceptación, no nos es suficiente un “sí” de dientes
para fuera). ¿Nos contentaremos con un pseudónimo, o con el solo nombre, o también
con un garabato (una rúbrica alambicada)? Sería jugar o divertirse desconcertando.
Peor aún, el escribiente se ha equivocado en la ortografía de su nombre; una tal
falta gráfica ¿ha sido torpeza o distracción, o bien: buscó viciar el texto que un
inoportuno le reclamaba? A veces incluso, el testamento no ha sido firmado sino
solamente el sobre en el cual se lo ha guardado. El juez teme que se hayan podido
soldar, para que satisfagan la ley, dos pedazos inicialmente distintos; así mismo, si el
documento contiene muchas hojas, se querrá que en cada una de ellas se coloque un
signo de aprobación; importa confirmar bien la unidad del conjunto, lo que aleja la
sospecha de una corrección o de una falsificación.
Seremos más breves sobre la obligación de la fecha, aunque ella pueda encender
muchas querellas. Por lo demás ¿por qué concederle tanto peso? La intención
donadora —desde el momento en que no ha sido revocada— permanece intacta,
cualquiera sea el momento en que haya sido decidida, luego escrita; el tiempo no le
produce nada al asunto; ganaríamos pues bastante en no escrutar en demasía esta
referencia.
Pero si ya nos encontramos ante muchos textos (digamos el borrador y el propio
texto, con un ligero desfase del uno al otro), la fecha servirá para desempatar; sólo se
tendrá en cuenta el último. Pero esta fecha permite descubrir irregularidades:
suponiendo que una disposición favorable le haya sido arrebatada a un enfermo o a un
ser disminuido, para desbaratar las sospechas, el indelicado sugiere “una antidatación”,
pero la astucia no siempre tiene éxito, puesto que el texto evoca hechos o
acontecimientos posteriores, lo que compromete el todo. Podemos imaginar el
“engaño”, a menos que no sea necesario cuestionar al firmante que perdió sus
facultades, y que no se fije ya en el calendario (otra causa de anulación).
Esta obligación de la fecha, observada como mínimo, puede repercutir sobre el
fondo sacramental del texto; por ejemplo, un disponente había claramente fechado y
firmado en el mes de enero de 1923 (supongámoslo) esto: “Lego a la señorita X una
parte de mi patrimonio (cuidadosamente repertoriado), esté casada o no”. En efecto, la
señorita en cuestión se casará, y el testador creerá bueno rayar las palabras que ya no
tienen objeto “esté casada o no”. A la muerte del donante, el juez piensa encontrarse en
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presencia de dos versiones: un texto de 1923, pero que menciona un acontecimiento que
pasó posteriormente. ¡El escrito encerraría dos referencias! El procedimiento
transmisivo se hunde; por esto no descuidamos nada, y juzgamos la datación como la
firma, capaces de esclarecernos.

*
**

Acabamos de examinar las modalidades de la transmisión de los bienes; a este


respecto, la voluntad individual conserva una omnipotencia tal que rebasa los lazos
familiares, y puede sólo tenerse en cuenta a sí misma (la absolutez de sus preferencias).
Pero el derecho no podría mantenerse acá, servir para validar y defender
escogencias. Por el contrario, él va pronto a reducir el deseo del sujeto, generador de
dramas y conflictos. Y captamos aquí la función primera del derecho: asegurar la paz
civil, impedir la discordia. La ley concede “un poco” al propietario, pero para mejor
retomar todo luego. El detentador de fondos va a perder lo que él creía haber
preservado (la dominación).
Por medio de tres dispositivos, el Código civil asfixia la lógica destructora de las
atribuciones que habríamos decidido; anteriormente todo ha sido ya dispuesto para
discutir el texto testamentario.
Ahora primer dique contra esta invasión: el dueño ha creído disponer de la
totalidad de sus posesiones, mientras que una reserva está prevista, que le toca sin
discusión a los miembros de la familia; la ley, según el artículo 723 del Código, regula
el orden de sucesión entre los herederos llamados legítimos, luego, en su ausencia, estos
bienes pasan a los hijos naturales, después a la esposa, o, si ésta no existe, todo le
corresponde al Estado*. Esta reserva —en el conjunto, más importante que lo que está
destinado “a las liberalidades” del disponente— se llamaba antaño “las cuatro quintas”
porque en efecto se elevaba a esas partes del todo**. Los descendientes, como los
ascendientes, no pueden ser despojados de lo que ha sido acumulado. El poseyente sólo
puede legar la mitad de sus bienes si a su deceso sólo deja un hijo legítimo, el tercio
solamente si deja dos niños, el cuarto si deja tres. El texto <francés> no va más allá con
el fin de no disminuir demasiado, o reducir a casi nada, “la parte alícuota” libremente
distribuida.
¿Por qué —preguntará el filósofo— no suprimir todo ese fárrago jurídico y
anular una herencia que mantiene las desigualdades? ¿No sería esta una respuesta más
simple? Pero una tal réplica conduce a acallar los bienes mismos; si es preciso
abandonarlos a la hora de la muerte, ¿para qué mantenerlos y aumentarlos? No
olvidemos por lo demás que el Estado, en el momento de las reparticiones y de la
transmisión, saca también su parte (los derechos llamados de sucesión), un porcentaje
variable pero destinado precisamente a reestablecer un cierto equilibrio entre los más
afortunados y los menos provistos.

*
En Colombia dice el CódigoCivil/Libro3-T2.: “ARTICULO 1040. <PERSONAS EN LA SUCESION
INTESTADA>. <Artículo subrogado por el artículo 2o. de la Ley 29 de 1982. El nuevo texto es el
siguiente:> Son llamados a sucesión intestada: los descendientes; los hijos adoptivos; los ascendientes;
los padres adoptantes; los hermanos; los hijos de éstos; el cónyuge supérstite; el Instituto Colombiano de
Bienestar Familiar” (Reglas relativas a la sucesión intestada, en la Internet, n. de t.).
**
“La ley colombiana establece como herederos forzosos a los legitimarios quienes son; 1. los
descendientes, y en su defecto: 2. los ascendientes más próximos; a los legitimarios les corresponde el
50% de la masa sucesoral… la cuarta de mejoras se le entrega a los descendientes, y es obligatoria;
quienes tienen hijos solo pueden disponer libremente del 25% de sus bienes porque el otro 75% se les va
entre la media legitimaria (que es 50%) y la cuarta de mejoras (que es 25%)” (in Internet, n. del t.).
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Además de “la reserva” intocable, tenemos una segunda barrera contra un


muerto que logra no morirse y que continúa influyendo en la existencia de los que
sobreviven; en efecto, la familia retoma la ofensiva, y logrará la nulidad de todo acto
que pese excesivamente sobre ella.
¡Cuántos testamentos que contienen considerandos o cláusulas ilícitas! Ya no es
la materialidad del texto la que plantea problemas, sino su contenido. Por ejemplo,
cuando el ancestro autoritario tiende una trampa al que le da ventajas o gratificaciones:
exige, como condición de su legado, que no vuelva con la mujer de la que se ha
separado, o también obliga a educar sus hijos en una religión dada. El disponente usa
pues de su riqueza con el fin de continuar gobernando e imponiendo sus pasiones.
Finalmente —tercer medio defensivo— el derecho prohíbe y quiebra una astucia
ingeniosa del disponente que sólo piensa en eternizarse; se opone a lo que se llama “la
sustitución”, en el sentido en que el testador no puede, a través de su legatario, reinar
sobre las generaciones siguientes (el artículo 896 del Código lo precisa: las susticiones
están prohibidas***).
Esta sustitución reúne tres elementos: la obligación, para el instituido, de remitir
los bienes recibidos (a su muerte) a otra persona expresamente designada (sería por
tanto fijado el ordo successionis). Contemos luego el hecho de conservar los llamados
bienes durante toda su vida; finalmente, las dos liberalidades ligadas entre sí, deben
tener que ver con el mismo bien. Sin embargo se autoriza la prohibición llamada
vulgar: “Lego a Pedro esto o aquello (la parte disponible) pero, si él no quiere recogerla
o si ese legatario muere antes que el testador, entonces, esos bienes ¡le tocan a Pablo o a
Diego!”. El uno no ha sucedido al otro, lo reemplaza solamente. No está prohibida la
sustitución llamada fideicomisaria****: lego a Pedro la parte de los bienes de que
dispongo, pero estipulando que después de su deceso deberá transmitirla a Pablo. Pedro
es nombrado el gravado y Pablo “el llamado a la sustitución”.

***
En Colombia, ARTICULO 454. <SUCESION O SUSTITUCION DE GUARDADORES>. Podrán
asimismo nombrarse por testamento varios tutores o curadores que se sustituyan o sucedan uno a otro…
(n. del t.)
****
Fideicomiso testamentario y sustitución fideicomisaria. El fideicomiso es el contrato por el cual una
de las partes (fiduciante) transmite la propiedad fiduciaria de bienes determinados a otra persona
(fiduciario), quien se obliga a ejercerla en beneficio de un tercero (beneficiario) y al cabo de un plazo o
condición transfiera la propiedad al fiduciante, al beneficiario o al fideicomisario. La esencia del
fideicomiso radica en transmitir la propiedad de una cosa a una persona, para que éste la transmita a un
tercero. La transmisión de la propiedad primero a una persona para ser transferida a un tercero, tropieza
en materia testamentaria con el inconveniente de la prohibición de la sustitución fideicomisaria contenida
en los arts 3723 y 3724 del Cod. Civ. y explicitada en la nota a este último.
El art 3723 concretamente dispone:“ El derecho de instituir un heredero no importa el derecho de dar a
este un sucesor”. Por su parte el Art. 3724 del Código Civil establece que: “El testador puede subrogar a
alguno al heredero nombrado en el testamento, para cuando este heredero no pueda o no quiera aceptar la
herencia. Solo esta clase de sustitución es permitida en los testamentos”.
Por su parte el codificador en la nota al Art. 3724 estableció que: “Con excepción de la vulgar abolimos
todas estas instituciones. La fideicomisaria que es la principal y la única que por los escritores franceses
se llama sustitución, tiene el carácter particular de la carga que impone al heredero de devolver a su
muerte los bienes al heredero instituido estableciéndose un orden de sucesión en las familias. Esta
sustitución es un obstáculo inmenso al desenvolvimiento de la riqueza. Tiene lo que se creía una ventaja,
la conservación de los bienes, pero para esto es preciso una inmovilidad estéril en lugar del movimiento
que da la vida a los intereses económicos”.
Atento a que por un lado tenemos una ley que permite la constitución de fideicomiso por testamento y por
otro lado tenemos una legislación y todo un desarrollo jurisprudencial y doctrinario que prohíben la
sustitución fideicomisaria, resulta necesario realizar una interpretación integradora de los preceptos del
código civil y de las normas sobre fideicomiso, para determinar los límites y los alcances de este último.
(Internet: http://www.gracielamedina.com/archivos/articulos/pdf/000016.pdf), (n. del t.)
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¿Y por qué el Código civil libra una tal guerra contra este proceder? El
legislador ha querido minar una de las reglas del funcionamiento aristocrático, la
preponderancia de las grandes casas, la negativa a desmigajar un patrimonio que, en
general, le correspondía al primogénito. El Antiguo Régimen había limitado sin
embargo a cuatro generaciones, o a cuatro grados, el efecto de esas sustituciones, a tal
punto los hijos —niños del mismo padre— se rebelaban ya contra la injusticia de su
evicción en el momento de la repartición de bienes.
Sin embargo la razón profunda de esta interdicción que pesa sobre la sustitución,
reúne todo lo que ya ha sido colocado en su sitio; es menester impedir la perpetuación
del difunto-propietario, ponerle un término a una soberanía que lo único que ha hecho
es prolongarse demasiado.
Por ejemplo, a través del “tener” (los bienes) la guerra continúa entre la
violencia de los unos y los otros que rehúsan las obligaciones, la miseria y el
rebajamiento. Pero la ley quiere arbitrar, establecer la paz, oponerse a los excesos o a la
predominancia de los unos sobre los otros.
En esta batalla sin tregua, el testador maligno sabrá darle vuelta a los textos; por
ejemplo, divide su bien en dos, dando al uno el usufructo; luego, a su muerte, la nuda
propiedad a su hijo menor. No es ya el mismo bien el que está en juego, puesto que el
primer beneficiario no habría recibido sino la “renta vitalicia”. Este legado se parece a
una sustitución pero se aleja de ella suficiente como para evitar su anulación. Así
mismo, es evidente que el legado llamado precativo escapa a la prohibición; el testador
emite solamente el deseo de que aquel que ha nombrado como su sucesor trasmita los
bienes a un segundo del que precisa la identidad; pero un deseo no es una obligación.
Acabamos de asistir a un drama: por un lado, el “tener” impone indirectamente
su propia violencia, porque el dueño puede disponer de ello libremente; sólo a él le
pertenece; lo ha constituido; nada lo obliga a destinarlo a fulanito; pero, por otro lado, el
derecho lo va a despojar de ello, y, en lo esencial (la “reserva intocable”) se lo va a
confiar a sus allegados; se trata de impedir la discordia que nace de una eliminación,
frecuentemente inesperada.
Hemos insistido sobre esto porque creemos, aquí, captar la vocación y la esencia
de lo jurídico; él le reconoce al propietario su soberanía, que continúa ejerciéndola a
pesar de la muerte; pero también le pone fin porque el difunto no irá más allá de la
primera generación (la sustitución prohibida). De paso, nos gusta anotar que esta
propiedad —aquello en lo que el sujeto agota su seguridad, para no mencionar su
orgullo—, pasa poco a poco a un colectivo donde se disuelve. No solamente el Estado
sacará su parte de ella (en el momento de los pasajes sucesorales) sino que se la retira
también al pater familias para distribuirla entre los suyos a los que no se podría excluir,
a pesar del riesgo de desmenuzamiento que de ello resulta, e incluso si el jefe de esta
familia había mantenido, en los últimos años de su existencia, lazos de hostilidad con
los que sin embargo heredarán su fortuna. El testamento no debe servir de instrumento
de venganza.

*
**

Sólo recibimos “bienes materiales”; a veces la familia nos transmite de lo


inmaterial, pero, en este último caso también, vamos a conocer dificultades, incluso
problemas en el límite insolubles (la repartición indispensable no deja de producir
dispersión, pero inversamente, un exceso de concentración abre la puerta a la injusticia,
porque los unos se benefician de lo que los otros están privados).
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La aporía va a golpear lo que se hubiera podido creer bien al abrigo: el apellido.


Nadie duda de su importancia; él firma nuestra pertenencia a un conjunto, nos sirve de
referencia. Pero el matrimonio, constitutivo del neo-parentesco, va a entrañar para la
mujer que ella debe perder su apellido <en Francia>; en razón de la comunidad que
instituye la unión conyugal, la ley sólo acepta un solo apellido (por esto el
“desbautizo”). Y por la misma razón, los niños de la madre sólo llevan el apellido del
padre. Antaño, se comprendía la causa de esto: el señor no dejaba de ofrecer a su
compañera, luego a sus hijos, los honores que él sacaba de la posesión de su feudo.
Pero el hombre de hoy no puede pretender jugar este mismo papel, y así mantener el
privilegio acordado a lo marital.
El antropólogo sostendrá que quizás nos estamos deteniendo en cuestiones
minúsculas; que nos llamemos Dupont o Durand no cambia en nada en cuanto al
individuo1. Se trata acá de una simple etiqueta que facilita el descubrimiento social.
Pero nosotros creemos apercibir entre el apellido y la persona un lazo tan esencial que
difícilmente podemos desatar (y sobre todo que nos permite aproximarnos a los
nuestros, que llevan el mismo patronímico; refuerza o concreta el ser familiar). En un
dominio diferente pero próximo, nos hemos opuesto a la teoría de la arbitrariedad del
signo, porque pensamos descubrir un parentesco entre la palabra y la cosa que ella
designa.
Como se lo ha anotado, una Comisión parlamentaria —encargada de modificar
los artículos del Código civil— proponía, para el artículo 212 “Los esposos son
iguales”, y para el artículo 214 “La mujer llevará el apellido de su marido”. No hay acá
una contradicción, puesto que si el uno plantea el principio de la igualdad, casi el
siguiente dicta que la mujer tomará el apellido de su marido, validando así una especie
de absorción de su personalidad en la de su esposo, un pesado sacrificio al servicio del
matrimonio.
Las interrogaciones y las protestas más vivas van a redoblarse en o con la
situación inversa, cuando sea necesario (a causa del divorcio) de volver al statu quo
ante; por un lado, esta mujer ya no puede continuar prestando el nombre del que ya no
es su marido; es la fusión de los esposos la que había conducido a la comunidad de
apellido; entonces ¿cómo el efecto podría sobrevivir a la causa (suprimida)? Por el otro
lado, ¿por qué borrar el pasado y sobre todo privar a la madre del apellido que llevan
sus propios hijos? Además, esta mujer ha podido adquirir, por sus actividades, una
notoriedad que le da derecho a la copropiedad de ese nombre de familia que ella honró y
por el cual ella es de acá en adelante conocida.
¿Qué decidir, o más bien: qué preconizar? Estamos en pleno embrollo (relativo
a la transmisión como a la pérdida de ese patronímico). Y para dar fuerza o
consistencia a todo, los adversarios de este sistema onomástico usan un argumento que
nosotros le prestamos, que debía convencer aunque el ponga aceite al fuego. Según
ellos, este dispositivo legislativo actual empobrece rápidamente nuestro patrimonio
(designativo). ¿Por qué aceptar ver desaparecer todos los apellidos pintorescos,
cargados de historia, ligados a la vida de las familias, algunos habiendo sido por lo
demás ilustres? En efecto, supongamos —retomando sus hipótesis y evaluaciones—,
cincuenta hombres y cincuenta mujeres. Al final de una generación, el apellido llevado
por las mujeres habrá desaparecido (se casen o no). Los hombres que se han quedado
solteros, o los casados sin hijos, tampoco podrán conservar su apellido. Y en cuanto a

1
En Poesía y verdad, Goethe escribe: “El nombre propio de un hombre no es como un abrigo que pende
en torno a él, y que siempre se puede quitar y arrancar, sino como un vestido perfectamente adaptado,
algo como una piel que lo ha recubierto por entero, y que no se puede raspar o despellejar sin herirlo a él
también”.
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las parejas fecundas —con las modalidades designativas actuales— no podrían contar
con sus hijas para proteger lo que queda. Al final de esta generación, setenta y cinco
por ciento de los primeros apellidos (de los cien) se habrán perdido definitivamente.
Vamos hacia una peligrosa debilitación; pronto habremos de temer las confusiones, a
causa de los homónimos, que no pueden sino multiplicarse.
Cómo entonces salir de un tal callejón sin salida: por un lado, no perder nada ni
quitarle a la que se casa (¡no le retiremos su apellido!), pero por otro lado, conceder a la
célula de base que es la familia un apellido-totem que lo marque y lo originalice,
facilitando así la solidaridad clánica (porque los sobrinos y sobrinas —estas por un
tiempo al menos— tendrán que ver con el mismo conjunto).
Muchas soluciones han sido propuestas.
Una ley reciente ha permitido en Francia “llevar apellido doble”, la pegadura de
los apellidos parentales; sin embargo no es sino una tolerancia. Pues además del hecho
de que el doble apellido hace más pesada y complicada las escrituras, y mucho más las
denominaciones, no facilita el señalamiento que podemos desear; sobre todo, parece
admitir la no-fusión: le da preponderancia a la separación o a la “distinción” de los dos
linajes; se atiene a su yuxtaposición.
El antropólogo es tanto más reticente cuanto que las cuestiones prácticas no han
recibido solución: imaginemos, en efecto, que el señor Dupont-Durand se ha casado con
la señorita Martin-Leroy, ¿qué apellido han de llevar sus hijos? No podrían aglomerar
los dos “apellidos dobles”.
No somos favorables al hecho de permitir (como sería el caso en Alemania) a los
jóvenes esposos escoger, en el momento de su matrimonio, su etiqueta civil. Es preciso,
en una tal hipótesis, obligar al actual marido y futuro padre a tomar el apellido de su
mujer. El desequilibrio que perjudicaba a la mujer simplemente se ha desplazado y
recaído sobre el marido; no se ha avanzado demasiado, excepto en un punto: los esposos
salvan ora el apellido del uno, otra el apellido de la otra. Se impide la pérdida
onomástica global.
Otra eventualidad: algunos echan lastre y aceptan que no se puede ganar en
todos los tableros. En esta versión, los esposos se limitarían a escoger —en el momento
de su matrimonio— el apellido dado a sus hijos (sea el del padre, sea el de la madre).
También vemos acá claramente las ventajas (el matronímico ya no se perdería;
permitiría incluso conectar a los niños con sus abuelos maternos, un enlace abolido con
la denominación tradicional <en Francia>) como el precio a pagar: la familia misma
estaría cortada en dos, padre e hijos denominándose de maneras diferentes; es verdad
que este no sería siempre el caso, puesto que los futuros padres escogen entre los dos
sistemas posibles (padre o madre).
Optamos por otra respuesta. Alentamos más bien a la mujer a usar esos dos
apellidos, y a recordar —en su vida— su primer apellido, como a recurrir al “oficial”, al
cual no renuncia; por lo demás, el acta notarial que ella firma siempre con su apellido de
soltera está seguido simplemente de la mención “esposa de X”. Sufrirá menos de dos
apellidos (uno por el lado corte, otro por el lado jardín) en tanto que sobresalga en
trabajos múltiples (la vida doméstica, la social, la profesional). Ejerce un papel en la
sociedad y no deja de animar también la célula familiar. Por lo demás, en la actualidad,
la esposa está menos sometida a las decisiones de su marido; su emancipación (relativa)
debe incluir su doble denominación. Así quedaría asegurada, bien que mal, la
transmisión conservadora (sin pérdida) así como la repartición, todos pudiendo reunirse
en torno al mismo designativo que prueba el parentesco; nadie será privado de ello.
Pero, de esta cuestión aparentemente anodina —aunque el “totemismo” se derive
de ella, puesto que equivale a un sistema de pertenencia y de reconocimiento
31

onomástico— vamos a retener la siguiente idea: es difícil satisfacer a dos exigencias


opuestas: por un lado, conviene —administrativamente hablando— subrayar lo esencial,
mejorarlo incluso, y no caer en la dispersión o en la multiplicidad; esta superioridad (de
la institución) se señalará a través de una sola denominación que reagrupa a los
miembros unificados. Por otra parte, el derecho no podría laminar o desconocer al
sujeto, este último afirmándose a través de una denominación que no busca perder; por
lo demás ¿por qué habría de renunciar, y por qué la mujer más bien que el marido o el
futuro padre (el apellido del padre)?
De nuevo, notamos el choque entre la ley y el deseo, entre el respeto de los
conjuntos y la defensa de las minorías. Siempre el derecho tiende a encontrar un
compromiso; reacomoda, bien que mal, lo que se desgarra; inventa “la medianidad” casi
sistemática; cuenta claramente con un sujeto autónomo, del que asegura la libertad, lo
somete también a un “todo” en el cual lo funde y donde él pierde lo que lo
singularizaba.
*
**

Vamos a pedir entrar en un dominio particular, el de la actual producción


agrícola; aquí verificaremos —es la razón de esta especie de paréntesis— la importancia
de un derecho que logra unir el agua y el fuego, es decir conciliar dos intereses
antagónicos. Sin el derecho, la sociedad permanecería encerrada en su violencia y sus
enfrentamientos; él la salva de una guerra larvada (él va a romper la omnipotencia de un
sujeto que —así como lo hemos deseado evidenciar— sólo existe por el debilitamiento
o la disminución de sus semejantes).
También somos reticentes ante ciertas teorías del derecho, y especialmente la
que ve en él un conjunto de verdades inmutables, tanto como necesarias; lo jurídico
equivaldría a tal punto a lo racional que tendría que ver con una deducción a partir de
algunos principios primordiales irrefutables. Si no dudamos del aspecto organizado y
construido del derecho —un sistema sostenido por su propia coherencia e incluso una
cierta lógica— nos parece que él responde ante todo a la obligación de reunir lo que se
rehúsa a ello; somete al sujeto al que le reconoce una cierta autonomía, a reglas
destinadas a insertarlo en conjuntos obligados. En suma, lo jurídico podría parecerse a
una mega-máquina que funciona a favor de la vida social difícil de asegurar como de
dinamizar; nada es tan finalizado como un aparato mecánico, a tal punto que su uso dice
lo esencial de él, y explica también su estructura.
Además del beneficio de la conclusión —en parte enunciado—, muchas razones
nos conducen a un examen particularmente excentrado, pero del que pensamos sacar la
confirmación de nuestro punto de vista: la explotación de los campos. En efecto, entre
el propietario y su arrendador, se intercala un intermediario —la tierra— que va a pesar
sobre sus acuerdos, y sobre todo a obligar a la legislación a refundir sus categorías con
miras a una construcción original, opuesta a la tradicional soberanía del “dominus”.
Gracias a este desarrollo, entramos en un mundo que no puede dejar a nadie
indiferente, a tal punto tiene que ver con la modernidad. ¿Cómo no estar sorprendido
por el hecho de que no solamente los pueblos lleguen a vaciarse, y comiencen incluso a
borrarse, sino que además los paisajes queden llevados por el mismo movimiento? Son
uniformizados, nivelados, ilimitados. Los antiguos cercados han sido arrancados, así
como los ramilletes de árboles que adornaban aún la planicie; las fincas con poli
cultivos han desaparecido; sólo subsiste aquí y allá una especie de “fábrica agrícola”
que administra todo lo que la rodea. Ahora bien, la sensibilidad del europeo tiene que
ver siempre con el antiguo tablero de las tierras y con la existencia campesina; nosotros
32

nos agarramos a este rural en vías de extinción, pero forzoso es renunciar a él, y sobre
todo concebir otros dispositivos organizacionales.
El arte moderno ¿no ha registrado ya esta sacudida que acabamos de mencionar,
orientándose hacia otras líneas, juegos de superficie y una espacialidad renovada,
victoriosa? Por su lado, el derecho comienza a plegarse a estas transformaciones; él va
a tener que arbitrar de forma diferente la oposición entre la violencia individual y las
bases de la economía agrícola (el choque entre el deseo de los unos y una ley que
protege a los otros, permitiendo al conjunto subsistir, por no decir funcionar).
La causa de este zafarrancho se encuentra en los instrumentos de la producción:
ayer, el campesino trabajaba con el machete y el azadón. Más tarde el caballo de
labranza y la reja del arado transformarán el cultivo de los campos, sin olvidar los
abonos que vendrán a aumentar las cosechas2. Recientemente, el tractor y la cortadora
han relegado bien lejos aún la hoz; el agricultor-ingeniero de nuestros días maneja
máquinas de muchas rejas y la cosechadora-despulpadora lleva a cabo, en menos de una
jornada, lo que antes se hacía en muchas semanas. De esto resulta la necesidad
(ineluctable) de trabajar sobre vastas extensiones (por ello el fin de las parcelas, la
acumulación de las propiedades, el aplanamiento generalizado).
Grosso modo es la inmensidad de un lado y del otro —tanto la de las tierras
reunificadas como la de las necesarias maquinarias pesadas— la que entraña una
consecuencia decisiva: salvo excepción, no es la misma persona la que puede asegurar
esta doble inversión (la compra de tierras y la de los medios mecánicos). El legislador
interviene para favorecer un acuerdo e impedir que uno (el propietario) pueda entrabar
al otro (el arrendador, el inquilino).
Por otra parte, no excluimos una situación frecuente que sobrecarga la
precedente: la familia del propietario de tierras y la de sus arrendadores (el que cultiva
las tierras) comprenden muchos niños. A la muerte del padre, será necesario
fraccionarlo todo y correr el riesgo de volver a la fragmentación que la actual agronomía
prohíbe. ¿Cómo evitarlo?
En presencia de estas dificultades, en la obligación de ayudar a una producción,
la ley de orientación agrícola ha echado las bases de una legislación que limita las
prerrogativas del detentador de las tierras. Y, en efecto, si el propietario (el capitalista
terrateniente) podía romper el pacto asociativo y si podía recuperar lo que solamente
había rentado (incluso al final del arrendamiento), en estas condiciones, el granjero, en
situación precaria, buscaría ante todo no abonar el suelo o no invertir en lo que exige la
explotación (no solamente los abonos y semillas, sino sobre todo en las poderosas
máquinas). El necesita pues estabilidad (lo que excluye el contrato revisable) y
seguridades.
Por lo demás, el estatuto de “aparcero” tiende a desaparecer; permitía al
propietario recibir una fracción de la cosecha y participar en la dirección del dominio; es
bien preferible no fundir las posiciones, a tal punto es verdad que una podría contrariar
la otra.
Se comprenderá que el precio del arriendo mismo no será decidido por el que
arrienda el predio, porque podría abusar de su posición; este precio será relativo (una
reglamentación departamental fijará las compras y los precios) al valor de los productos
agrícolas. El derecho a la renovación asegurado del arrendamiento le impedirá aún al
propietario que retome lo que cedió; así mismo, no podrá bajo ningún pretexto volver

2
Acá sólo indicamos lo principal; para desarrollos más detenidos, remitimos a nuestra obra Sobre las
revoluciones verdes. Historia y principios de la agronomía. París: Hermann, 1973 [tr. española María
Cecilia Gómez. traducciones historia de la biología 1, 2, 3. Medellín: Universidad Nacional de
Colombia, Facultad de ciencias humanas y económicas. octubre 1997, enero y abril 1998].
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sobre las cláusulas de este acto, incluso en el momento de su renovación; y si el


propietario viene a vender lo que le pertenece, el arrendador goza de una posibilidad de
adquirir el derecho de preferencia.
No entramos en los numerosos detalles que regulan este arriendo. Nos
limitamos a tres conclusiones más generales: primero, es claro que el “trabajador” es
más importante que el poseedor del bien, al punto de que es indesalojable (excepto en
algunos raros casos, por ejemplo, si el arrendador no paga el canon convenido). La
violencia posesiva conoce así un límite. Segundo: ya no es un contrato el que organiza
el juego de las partes (entre el que cede y el que explota), porque todo es previamente
fijado por adelantado, incluyendo el costo de este arriendo. El derecho de explotación
no se extingue con la muerte del granjero; sus descendientes pueden retomar la
continuación y beneficiarse de las mismas ventajas de su padre. Tercera anotación: ¿por
qué esta situación privilegiada y la renuncia a las categorías jurídicas tradicionales?
Porque el que mantiene y bonifica la tierra merece permanecer en ella. Dicho de otro
modo, conviene amarrar al cultivador a sus tierras, ligar el uno con la otra. Y la vieja
noción de propiedad sale así mermada, en tanto que con ella subsiste una distancia entre
el detentador del título y la cosa misma; en desquite, el que la mejora se ata a ella y sólo
piensa en cuidarla.
Nos alegra mucho que la posesividad (la que fortifica el yo y llena su avidez) sea
sometida a importantes restricciones, pues, si se privilegia en demasía “al dueño y al
soberano”, no se volverán a encontrar los brazos (y las máquinas) que saquen partido de
semejantes extensiones; y éstas volverán al barbecho.
La materialidad ha pesado pues con todo su peso: “si no se me dan parcelas de
autoridad y de soberanía (la duración, al menos, pero también la capacidad de
emprender modificaciones importantes que toquen el fundo y a pesar de la voluntad
opositora del propietario) no cultivaré este bien que se va a perder”. (Por lo demás la
ley prevé que después de cinco años sin mantenimiento, esta tierra le será entregada de
oficio a un granjero del vecindario; ley de agosto de 1960).
El capitalista de tierras tiene necesidad de ponerse de acuerdo con el capitalista
de explotación (un gerente); ninguno de los dos, solo, puede tener éxito. Por
consiguiente, no sigamos conservando la imagen de un campesino terco y autónomo (el
triunfo de un ego soberano, auto-suficiente), aquel que en medio de la planicie exhibe su
alegría de propietario. La necesidad de ante todo producir ha transformado lo rural y las
mentalidades; desanima las viejas rivalidades, mientras fuerza una cierta cooperación.
El derecho no podía dejar de acompañar esta evolución que, como lo hemos subrayado,
arrastra consigo “el final de los paisajes armoniosos y variados”, así como la
desaparición de los pueblitos y su emocionante folclor.

*
**

La agresividad de cada uno contra todos —lo hemos ya señalado— no conoce


tregua; por lo demás se puede ejercer de modo indirecto; en lugar de dedicarse a los
individuos, ella se dedica a obtener para sí sólo lo que los otros no pueden adquirir. Los
objetos preciosos, y sobre todo únicos en su género, atizan la curiosidad, encienden
sobre todo la rabia posesiva y acumuladora; más aún, aseguran el desplazamiento de
aquellos a los que se los priva. El freudismo no ha de dejado de reconocer la violencia
de este acaparamiento (la analidad que, por su intensidad, compite con la sexualidad).
En efecto, antaño los poderosos no han dejado de prever, para sus estancias, “un
gabinete de curiosidades”, allí donde reunían sus tesoros, los emblemas y signos de su
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eminencia (medallas, piezas de joyería, rarezas, cuadros, fósiles, etc.). Por ahí,
aseguraban la gloria de sus palacios.
Pronto asistiremos a un modesto cambio: no es suficiente ya con “detentar” o
“de encerrar en cofres”; conviene sobre todo mostrar (la ostentación); que de acá en
adelante las riquezas salgan de su reservas y que sirvan para deslumbrar a los visitantes.
Abandonamos el tiempo de la tesaurización por el de la “mostración” que fortifica el
prestigio del que ha podido reunir en torno a él lo excepcional (o las adquisiciones
posteriores a sus victorias). Por ejemplo, en 1750, Luis XIV concede una galería del
Palacio de Luxemburgo, y la abre al público, con el fin de que pueda admirar los
centenares de cuadros que hasta entonces estaban amontonados en lugares sombríos y
húmedos donde se degradaban. El Rey considera, al mismo tiempo, que ofrece a los
artistas modelos que “ellos podrían imitar”. Antes del período revolucionario nace pues
una de las primeras técnicas museográficas, puesto que comienza la preocupación por la
mejor manera de presentación de las obras, de su forma de colgarlas (las telas) así como
de su iluminación (una clara preferencia por una luz que viene de lo alto y no por una
luz lateral que proyecta sombras y multiplica reflejos).
La historia nos muestra que estas Colecciones —pruebas de la riqueza y de la
grandeza— no solamente arriesgan con desagradar (por qué una tal acumulación
mientras hay tantos a los que les falta lo necesario) y suscitan el deseo de apoderarse de
ellas, sino incluso de destruirlas. Los Revolucionarios lograrán evitar los excesos del
vandalismo y prever, para estas Colecciones, la constitución de un “patrimonio público”
(la nacionalización de las obras de arte). De ahí provendrá la fiebre por los inventarios
y el gusto por la conservación. Al Museo tan defendido por el abate Grégoire como por
Vicq d’Azir (es preciso reunir y proteger lo que de ahora en adelante va a servir para la
educación y la enseñanza) se añadirá el Museo de historia natural que tomará el sitio del
“Jardín del Rey” (el 10 de junio en el reporte de Lakanal); después, en septiembre de
1794, el Conservatorio de las artes y oficios, y en 1795, el Museo de los monumentos
históricos (tumbas, bustos, estatuas, etc.).
Acabamos de seguir a grandes rasgos una transformación inevitable: lo privado
(la Colección) se ha acrecentado a tal punto que ha requerido más que una corrección,
una inversión de la tendencia: lo público se apodera de lo que ha sido reunido.
Todavía hoy, las riquezas artísticas o documentarias, conservadas primero por
los más afortunados, terminan poco a poco por entrar en el conjunto de los bienes de la
nación, sea en el momento de la sucesión del detentador de esos tesoros (así sólo sea por
financiar las cargas), sea a causa de la donación, sea incluso porque el Estado puede
adquirir el derecho de escoger primero.
Vemos en este paso de lo privado a lo público una feliz evolución y que el
derecho va a sostener; nos alegramos de estas limitaciones colocadas a la posesividad
neurótica (su desmesura incluso obliga a combatirla) así como de esta victoria de un
“colectivo” ofrecido a todos. Lo que ha servido a la gloria de algunos —ellos han
reunido lo precioso— sirve luego para completar el patrimonio nacional, o nuestro
memorial cultural.
Es verdad que la obra de arte va a alterarse cuando entra en la serie, en la que se
la sitúa: la cantidad museal le hace perder tono. El visitante pasa un poco aturdido, en
presencia del número. Esta reunión favorece también un academicismo tal, que los
artistas se desviarán de lo que favorece las reglas y las escuelas. En un contexto
completamente distinto, los bienes que hemos buscado proteger se devalúan a través de
su reunión.
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Sin duda no existe propiedad que no deba, de una manera o de otra, renunciar a
su propia violencia (aquí, después de haber sido la violencia atesoradora, ella sirvió a la
violencia cultural).

*
**

El derecho no regula la cuestión que hemos planteado: ¿cómo salvar una


sociedad en desequilibrio, o roída por los conflictos, o incluso en vías de
descomposición?
Hemos debido anotar que el derecho transige, le concede un poco al uno y otro
poco al otro, amortigua, difiere y, en el mismo movimiento, admite las desigualdades
que se contenta con reducir (la moderación, la habilidad).
El derecho con frecuencia tolera incluso lo que desaprueba; no le teme al doble
lenguaje. Para salir de este callejón sin salida, somete lo que le parece haber aceptado a
condiciones difíciles de satisfacer; por ejemplo, antiguamente, admitía el aborto pero lo
cargaba de numerosas restricciones. Puede contentar a los dos campos, el de los
adeptos como el de los adversarios.
Sin el sistema jurídico, la existencia de los hombres estaría privada de reglas, de
toda referencia y de un cuadro, para no hablar incluso de toda posibilidad de funcionar.
Reconozcamos la importancia de lo que apacigua y tempera, pero la legislación no
corrige el mal (especialmente la desigualdad); no salva a la sociedad de sus plagas ni de
sus más graves disfuncionamientos; se limita a insensibilizarnos y a contenernos.

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