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ORÍGENES DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS EN COLOMBIA1

PRÓLOGO

I: Las “Ideas fundamentales de los partidos políticos de la Nueva


Granada” de Manuel María Madiedo. (1859)
Dentro del abigarrado conjunto de textos políticos elaborados por los
colombianos durante el siglo pasado, pocos tuvieron la pretensión de ofrecer
algo más que una toma de posición suscitada por las urgencias de los
enfrentamientos partidistas. Pero a veces los escritores de la época trataron de
justificar, dentro de perspectivas más amplias, prestadas usualmente a la “ciencia
constitucional” o a la “ciencia económica”, como entonces se decía, el derecho de
algunos de los partidos a ejercer la dirección del país. Muchos de los autores
publicados en la antología del pensamiento político elaborada por Jaime
Jaramillo Uribe2 corresponden al tipo anterior, que sin embargo no incluye la que
se convirtió en una de las formas favoritas de alegato político: el enjuiciamiento
de la evolución y de las actuaciones de los partidos para extraer de su historia
tanto la condenación y el aplauso a su acción como enseñanzas aplicables a
nuevas situaciones. En forma más o menos imprecisa, los folletos de Manuel
María Madiedo, José María Samper y Tomás Cipriano de Mosquera hacen parte
de tal vertiente y deben ser leídos teniendo en cuenta tanto o quizá más lo que
sirve para comprender las polémicas contemporáneas, que lo que ofrecen como
recuento de un pasado que querían sujetar a minuciosa revisión. Los tres fueron
activos militantes de los grupos de la época, todos tuvieron participación
destacada en la prensa política o en los diversos órganos del gobierno y
Mosquera ocupó varias veces la Presidencia de la República. Aunque tuvieran
alguna pretensión de hacer tarea de historiadores o de teóricos políticos, es
preciso mantener siempre presente el hecho de que trataban ante todo de tomar

1 Originales tomados de las ediciones hechas en 1859, 1873 y 1874. En esta edición se ha
actualizado la ortografía. (N. del E.). Esta edición virtual no tiene el formato exacto de la
de 1978 (Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1978) por lo tanto los números de
páginas no corresponden al texto impreso. (Nota de 2014)
2 JAIME JARAMILLO URIBE, (ed.), Antología del pensamiento político, 2 vols., Bogotá,
1970. Se reproduce allí un texto de MARIANO OSPINA RODRÍGUEZ, “Los partidos
políticos en la Nueva Granada”, publicado en La Civilización en 1849; incluye algún
análisis sobre las épocas anteriores

1
posiciones políticas y de dar fundamento a sus apreciaciones sobre coyunturas
muy precisas del desarrollo del país.
Manuel María Madiedo publicó sus Ideas fundamentales de los partidos políticos de
la Nueva Granada, escritas durante el año anterior, en 1859, en las prensas de El
Núcleo Liberal, un periódico de orientación liberal draconiana 3. El autor, que había
nacido en Cartagena en 1815, se radicó en Honda en 1840, después de concluir
sus estudios y de haber ejercido el comercio en Mompós. En ese año combatió la
revolución liberal y fue nombrado gobernador de Mariquita; desde entonces
ocupó intermitentemente diversos empleos en las administraciones de Herrán y
Mosquera y mantuvo una posición política que permitió a Juan Francisco Ortiz
clasificarlo como “conservador neto”. Colaboró asiduamente en la prensa
gobiernista (“ministerial” era el nombre de la época) y en 1849 mantuvo una
vigorosa polémica con José María Samper, entonces redactor del Sur-Americano y
defensor de la candidatura presidencial de José Hilario López, que culminó en
duelo que Samper narró luego con detalle en su Historia de un Alma. Según
Samper, Madiedo decidió refugiarse en Ibagué para eludir la ofendida familia
del primero, y allí colaboró con el gobierno provincial, de orientación
conservadora4
Ya entonces comenzó a hacerse difícil la ubicación ideológica y política de
Madiedo. En 1852 aparece encabezando la proclamación del radical Manuel
Murillo Toro como candidato a la Presidencia, enfrentado a José María Obando.
No podemos deducir que se hubiera pasado al liberalismo; entre quienes lo
acompañan se encuentra el conservador Rufino Vega, quien había sido uno de
los revolucionarios de 18515. Tampoco es fácil sacar conclusiones de algunas de
sus actividades políticas durante los años siguientes. Manuel de J. Barrera

3 .Los datos acerca de la vida de MADIEDO se han tomado del prólogo de MANUEL
DE J. BARRERA a Ecos de la Noche, Bogotá, 1870, y de la breve biografía de GUSTAVO
OTERO MUÑOZ en Semblanzas colombianas, vol. II, Bogotá, 1938, págs, 262 y ss. No
debe olvidarse que, además de ser editor del periódico de la arquidiócesis de Bogotá, El
Catolicismo, auto de manuales jurídicos, fue un autor dramático, un poeta y un
novelista esforzado, autor de Nuestro Siglo XIX: cuadros nacionales, en el que se retrata el
conflicto entre los grupos populares y un estado fiscalista y represivo, representado por
los guardas de las rentas. Además, publicó en 1868 un extenso Tratado de crítica jeneral o
arte de dirigir el entendimiento en la investigación de la verdad, que, junto con El arte de
probar, al alcance de todo el mundo, de 1874, fueron de los primeros esfuerzos por discutir
las reglas de la argumentación en nuestro medio.
4 SAMPER, Historia de un alma, Medellín, 1971, págs. 252 y 337.
5 GUSTAVO ARBOLEDA, Historia Contemporánea de Colombia, vol. III , Popayán, 1930,
pág. 175.

2
asegura que Obando le ofreció un alto cargo en la Secretaría de Guerra o
inclusive esta misma posición, pero que no la aceptó. Bajo la administración de
Mallarino fue primer designado en la gobernación de Mariquita, provincia cuya
asamblea era de mayoría liberal. Dos años después el gobernador conservador de
Cundinamarca Joaquín París, lo nombró prefecto de Cundinamarca, cargo que
ocupó desde finales de 1857 y que a mediados del 58 conservaba aún. Para hacer
más confusa su posición, en noviembre de este año fue candidatizado a la
Asamblea Departamental por los liberales de la provincia, y justamente las Ideas
fundamentales corresponden a este período de su agitada vida política 6. Parecería
que entonces estuviera Madiedo ubicado dentro de las filas del liberalismo, pero
opuesto al grupo radical. La división entre draconianos y radicales había
adquirido nueva fuerza y en la elección para presidente del Estado de
Cundinamarca, creado recientemente, se enfrentaban José María Rojas Garrido, a
nombre de los radicales, y Ramón Mercado, conocido draconiano y antiguo
partidario de la dictadura de Melo, condenado al destierro al caer éste y luego
indultado. La presunción de la afiliación draconiana de Madiedo se acentúa si se
tiene en cuenta que el documento de apoyo a la candidatura de Mercado, que
circuló el 5 de febrero de 1859, tiene todas las trazas de haber sido escrito por
Madiedo y crítica al radicalismo con las mismas frases que aparecen en las Ideas
fundamentales. Pero, pese a los violentos ataques hechos por Madiedo a los
radicales, cuando ambos grupos liberales se unificaron y presentaron una lista
conjunta a la Asamblea, encontramos al lado de Manuel Murillo Toro, “jefe de la
idea social” como lo llaman las Ideas fundamentales, el nombre de Manuel María
Madiedo7
Las Ideas fundamentales pueden pues haberse escrito para apoyar electoralmente
un grupo del cual era candidato el autor. El interés principal de éste parece estar
en presentar a los radicales como un grupo iluso y fundamentalmente
antipopular, que a nombre del liberalismo y el progreso promueve unas políticas
cuyo efecto es oprimir al pueblo y favorecer a la oligarquía. En esencia, en cuanto
dejan la sociedad a la merced de la lucha individual y quitan al Estado toda
posibilidad de intervenir en favor de los más débiles, los programas radicales
conducen inevitablemente a una sociedad en la que triunfan siempre los más
fuertes, y en especial los que, como los prestamistas, financistas, comerciantes,
etc., pueden aprovechar las libertades económicas para oprimir a los artesanos y
en general al pueblo. Es posible que el argumento fuera interesado y tratara de

6 ARBOLEDA, ob. cit., vol. V, pág. 655.


7 El manifiesto de apoyo a Mercado está reproducido parcialmente en ARBOLEDA,
ibid., pág. 654.

3
captar el apoyo de los artesanos, víctimas del librecambismo propugnado por los
radicales. Pero aunque la argumentación de Madiedo no está muy desarrollada y
es en gran parte coyuntural, su visión del proceso político desde la
Independencia tiene cierta coherencia que hace pensar que su enemistad con el
radicalismo y su preocupación por los artesanos es más que circunstancial. No
sabemos quién haya sido el primero en decirlo, pero Madiedo esboza una idea
que recientemente ha tenido notable carrera en el país: la de que la
Independencia fue un movimiento que defraudó las esperanzas del pueblo, que
después de sacrificarse por la libertad recibió de los criollos, que reemplazaron a
los españoles en las posiciones de mando sin que nada cambiara, el tratamiento
de “la plebe” y “la canalla”8.
Según Madiedo, de los partidos políticos creados tras la Independencia, el
conservatismo había unido al criollaje que buscaba preponderancia (la oligarquía
que giraba alrededor de Santander) con la “democracia del sable” encarnada en
Bolívar. Entre tanto el liberalismo había consistido exclusivamente en la idea de
gobernar de acuerdo a la ley y en una confianza optimista en los efectos de ésta,
que los llevó a promover una legislación que carecía de “apoyo a las
costumbres”. En este caso también encontramos una formulación temprana de la
crítica al liberalismo en términos de su desajuste con la tradición nacional, crítica
que abarca ambos partidos que adoptaron en general un cuerpo similar de ideas.
Aunque, como se dijo atrás, Madiedo apenas esboza sus argumentos, el lector
que conozca los estudios de Álvaro Gómez Hurtado, Indalecio Liévano Aguirre o
Alfonso López Michelsen sobre este período, encontrará bastantes resonancias,
aunque todavía no estén acompañadas de la idealización del período colonial
que comparten los autores más recientes 9,
No interesa en el contexto de esta nota seguir la evolución posterior de Madiedo,
pero conviene señalar que en 1863 publicó su Ciencia social o el Socialismo católico,
una obra que en la versión que da de ella Antonio García 10 parece combinar en
un eclecticismo probablemente bastante superficial, elementos democráticos y
liberales con una exaltada fe religiosa y una actitud favorable al pueblo y a los

8 El libro de INDALECI0 LIÉVANO AGUIRRE, Los grandes conflictos sociales y


económicos de nuestra historia, Bogotá, 1966, sigue en líneas generales una interpretación
así.
9 Cfr. ÁLVARO GÓMEZ HURTADO, La revolución en América, Bogotá, sin fecha, págs.
100 y ss., y ALFONSO LÓPEZ MICHELSEN, El Estado fuerte, Bogotá, 1968, págs. 17, 32 y
38.
10 ANTONIO GARCÍA, Gaitán y el camino de la revolución en Colombia, Bogotá, 1974,
págs. 96 y 205.

4
“proletarios”, que lo lleva a definirse como socialista. Aunque se afilia otra vez al
conservatismo, su actitud hacia los liberales es muy tolerante y se opone a la
intervención de la Iglesia en la política. Madiedo atribuye una función
complementaria a los dos partidos, necesarios ambos para el desarrollo adecuado
de la sociedad. En esto y en su tolerancia se acerca a la posición de José María
Samper, y hacia 1870 predica en Ecos de la Noche un acuerdo entre ambos
partidos, eliminando del liberalismo su ala “roja” y del conservatismo su alianza
con el clero y su aristocratismo. Aunque sin la conciencia de la realidad social y
política que tuvieron otros partidarios de tal compromiso, como Samper y luego
Núñez, Madiedo aparece entonces como uno de aquellos que estaban formando
el clima de opinión con el que se alimentó, sobre todo en su primera época, el
programa de la Regeneración.

5
II: Los partidos en Colombia, estudio histórico-político, de José María
Samper (1873)
El libro de José María Samper, Los partidos en Colombia, estudio histórico-político,
corresponde a una situación bien diferente. El liberalismo, después de triunfar en
la guerra civil de 1861, incorporó en la Constitución de 1863 sus más firmes
convicciones políticas y en especial aquellas que formaban parte del credo
radical. La Constitución dejaba a los Estados la plenitud de la soberanía y
confería a los individuos el más amplio repertorio de derechos individuales. Pero
el funcionamiento del sistema político estuvo desde muy pronto alejado de lo
que idealmente prescribía la Carta constitucional. La libertad de conciencia
entraba en conflicto con el interés del partido de gobierno de impedir la acción
política de la Iglesia y su alianza con el conservatismo; fue pues preciso hacer los
más complejos malabarismos lógicos y legales para hacer compatible la libertad
de cultos con la represión religiosa. El esfuerzo decidido del liberalismo para
mantenerse en el poder la llevó a violar los derechos políticos de los
conservadores; el riesgo de que éstos se apoderaran de un número de Estados
peligroso para la hegemonía liberal, convirtió el mantenimiento del orden
público en un problema laberíntico que requería hacer compatibles la
intervención del gobierno central en los Estados con el respeto a la letra de la ley
federalista. Manuel Murillo Toro dio una gráfica expresión al dilema, al aconsejar
al gobierno central que detuviera al gobernador conservador de Cundinamarca
Ignacio Gutiérrez Vergara en 1869, para luego condenar implícitamente, como
juez de la Corte Suprema, la acción del presidente. Lo primero lo aprobaba como
político, lo segundo lo hacía dentro de su función de guardián de la ley 11. Por
otro lado, el sistema electoral se hizo todavía más corrupto que durante el
período de la Nueva Granada, sobre todo en las elecciones de los Estados que
influían en la escogencia del presidente de la Unión.
José María Samper había entrado desde muy joven a la política, en los animados
días del gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera, En 1848 y 49, cuando apenas
tenía 20 años, condujo una vigorosa campaña contra los jesuitas, a quienes
atribuyó las más inverosímiles maldades y la perversidad más incalificable; fue
uno de los principales creadores del ambiente que llevó a la expulsión de la
Orden en 1851. En este mismo año, su coquetería con un socialismo cuyo
contenido ignoraba, dio pie para que la fracción radical del liberalismo recibiera

11 El incidente aparece en JOSÉ MARÍA CORDOVEZ MOURE, Reminiscencias de Santa


Fe y Bogotá, Madrid, 1962, pág. 1192, y en FRANCISCO DE PAULA BORDA,
Conversaciones con mis hijos, t. I , Bogotá, 1974, pág. 74.

6
el nombre de “gólgota”: un discurso suyo en la Escuela Republicana atribuyó a
Jesucristo avanzadas ideas políticas. Formó parte de las logias masónicas, fue
agente electoral al servicio del radicalismo, mantuvo una ruidosa polémica
contra los artesanos que defendían la protección, inició una demanda contra José
Eusebio Caro, que culminó con el autoexilio del ideólogo conservador y fue
subsecretario de Relaciones Exteriores, todo esto durante el gobierno de López y
cuando aún no tenía 25 años. Como jefe político de Ambalema tuvo el placer de
emancipar a los esclavos de la región y de distribuir resguardos indígenas. Entre
tanto, comerció con tabaco y otras mercaderías. Como buen radical, enemigo de
Obando y del ejército, debió esconderse después del golpe de Melo y huyó para
unirse al ejército radical-conservador. Después de la derrota de Melo, fundó con
Salvador Camacho Roldán y Manuel Pombo, el más notable periódico de la
época, El Tiempo. Otra vez en 1856 y 1857 adelantó varías campañas periodísticas
contra el clero y defendió un federalismo “administrativo”, sin ceder la soberanía
a los Estados, idea que rechazaba y que en su opinión se debía al general
Mosquera. Fue luego redactor de El Neogranadino, hasta que en 1858 viajó a
Europa con su segunda esposa, Soledad Acosta, y con sus hijas.
El viaje a Europa le permitió ahorrarse la revolución encabezada por Mosquera,
así como los debates alrededor de la Constitución de 1863. En Historia de un Alma,
escrita en 1881, sostiene haber condenado una y otra, lo que indicaría el
comienzo de su evolución hacia posiciones políticas más moderadas. Al regresar
al país en 1864, se sintió ya incapaz de dar apoyo pleno a un liberalismo que
consideraba excluyente e intolerante; el mismo Murillo Toro lo había defraudado
en París, con su vanidad, su torpeza, su indiferencia ante todas las
manifestaciones de la cultura europea que no fueran inmediatamente políticas 12,
“Desde entonces he estado casi constantemente del lado de la oposición y
sosteniendo y preconizando una política de conciliación entre los dos grandes
partidos nacionales”, afirma en la Historia de un Alma.13
En ese mismo año de 1864 se estableció en La Mesa “para dar extensión a los
negocios de tu casa”, como decía su amigo Camacho Roldan 14; no dejó sin
embargo de mantener una intensa actividad literaria, orientada en buena parte
hacia el teatro y la prensa. La muerte de su madre le produjo un profundo efecto

12 La mayor parte de las informaciones sobre la vida de SAMPER, proviene de la


Historia de un alma, ya citada. Sus opiniones acerca de Murillo se encuentran en las
páginas 556 y ss. Sobre el federalismo hizo algunos comentarios en Ensayo aproximado
sobre la geografía..., Bogotá, 1857, pág. 35
13 Ob. cit., págs. 397-398.
14 SALVADOR CAMACHO ROLDÁN, Escritos varios, t. I , Bogotá, 1892, pág. 559

7
moral y lo llevó al catolicismo, al que seguiría fiel hasta el fin. En 1873 publicó lo
que constituye expresión parcial de su transformación ideológica, el Curso
elemental de ciencia de la legislación, texto que reproducía sus lecciones orales y
pretendía reemplazar el conocido curso de Bentham por una de orientación anti-
utilitarista. En este mismo año dio a las prensas el trabajo sobre los partidos en
Colombia, reproducido en este volumen.
Como podrá advertirlo el lector, este libro realiza tanto un esfuerzo por trazar y
explicar los orígenes y la evolución de los partidos, como una discusión acerca de
los problemas políticos del momento; trata, pues, de ser tanto un trabajo histórico
(y recordemos que Samper había escrito en 1853 el primer libro publicado en el
país sobre la historia de la Nueva Granada, y que su conocido Ensayo de 1861
incluía importantes elementos de análisis histórico) como un alegato político. Me
parece que predomina el segundo aspecto: más que un buen conocimiento de la
historia de los partidos, lo que recibe el lector es una aguda percepción de las
dificultades políticas creadas por las instituciones y los partidos del momento, y,
sobre todo, una viva imagen de las perplejidades que debía afrontar un escritor
que trataba de sostener simultáneamente una ideología claramente ligada al
liberalismo y una posición católica explícita. Si se tiene en cuenta el
enfrentamiento entre Iglesia y liberalismo y se recuerdan las formas tan extremas
que adquirió, y sobre todo, si se tiene presente la identificación cada día más
estrecha entre la Iglesia y los intereses políticos del conservatismo, que había
convertido la defensa de aquella en el eje de su programa y en el tema más
conspicuo de su propaganda, puede captarse cuán incómoda era la posición de
Samper. Peor aún, el Syllabus de Pío IX había condenado formalmente casi todos
los elementos del programa liberal que Samper todavía compartía.
En situación tan difícil, los mayores esfuerzos de Samper están orientados a
rechazar la identificación entre conservatismo y catolicismo defendida por los
“tradicionistas” (orientados especialmente por Miguel Antonio Caro y José
Manuel Groot) y a tratar de demostrar que es posible ser católico y estar “por el
progreso, la libertad, la república y la democracia”, ideas cuasi-heréticas para el
conservatismo de comienzos de los setenta. Otro elemento central de su alegato
es la defensa del federalismo, que considera casi irreversible; inclusive
importantes sectores conservadores lo defienden.
Si los conservadores hubieran renunciado a agitar la bandera religiosa y a tratar
de reimplantar un Estado centralista, como recomienda Samper, su conclusión —
de que el conservatismo carecía de un programa viable— sería aceptable; pero
justamente la ausencia de otros motivos de diferenciación hacia difícil que los
conservadores renunciaran a mantener la cuestión religiosa al rojo vivo. Esto

8
hubiera requerido también, como lo sugiere Samper, que los liberales dejaran de
perseguir a la Iglesia, lo que chocaba con la visión filosófica del radicalismo más
extremista y con el pragmatismo autoritario, interesado simplemente en sujetar a
la Iglesia al poder de un Estado controlado por el liberalismo, expresado en los
herederos de la tradición draconiana.
Lo anterior muestra hasta qué punto le resultaba difícil a Samper separar el
análisis de los partidos de sus propuestas como político; su deseo de un acuerdo
moderado entre liberales y conservadores se convierte en un aparente análisis de
los elementos básicos de los programas de ambos grupos, que permitiría concluir
que los aspectos religiosos de tales programas (el clericalismo de unos y el
anticlericalismo de otros) constituían una especie de brotes enfermizos de ambos
partidos, ajenos a sus proyectos fundamentales. De este modo, el núcleo de la
ideología liberal de Samper —la autonomía entre la esfera de la acción estatal y la
de la creencia religiosa privada— es utilizado como premisa del análisis, y habría
tenido que ser aceptada por los oponentes antes que pudiera tener sentido toda
discusión. Y precisamente era esa ideología liberal la que —a pesar del aparente
triunfo del pensamiento liberal durante el siglo XIX, que supuestamente
impregnó ambos partidos— más ajena era a los colombianos del siglo pasado. La
posición de Samper, que se refuerza en la parte final donde polemiza con
Diógenes Arrieta, es de un genuino liberalismo: no es válido proscribir al
catolicismo a nombre de la defensa de la libertad religiosa, alegando que el
catolicismo no comparte la creencia en la libertad religiosa. Sostiene
implícitamente que las garantías constitucionales tienen vigencia aun para
aquellos que no creen en ellas o las atacan. En esto Samper se separa de buena
parte del radicalismo, siempre tentado a suprimir las libertades (y los derechos
electorales) a quienes se enfrentaban al liberalismo.
La oposición de Samper al radicalismo —al que ya en 1873 veía como un grupo
que había perdido toda moderación y no dudaba en recurrir a la violencia y al
fraude para mantener sus programas— no hizo sino acentuarse durante los años
siguientes, cuando José María Samper mismo resultó víctima de fraudes y
violencias radicales. Las elecciones de 1875, en las que se enfrentaron Aquileo
Parra y el candidato independiente Rafael Núñez, fueron una buena señal de que
el radicalismo como lo diría 5 años después el prohombre radical Francisco
Eustaquio Álvarez— no estaba dispuesto a perder con papelitos un poder que
había ganado con las armas15. Samper apoyó entonces una coalición de liberales y
conservadores que, con el nombre de “Unión Republicana” respaldó la

15 El discurso de Álvarez está trascrito (¿libremente?) por CARLOS MARTÍNEZ


SILVA, Capítulos de historia política, t. I , Bogotá, 1973, pág. 70.

9
candidatura presidencial de Núñez. Candidato a la Cámara por Cundinamarca,
una serie de maniobras del gobierno (que destituyó al jurado electoral y
manipuló tanto el escrutinio como la posterior calificación de los elegidos por
parte de las cámaras) privó a Samper de su credencial, aunque pudo conservar
una curul de senador por Bolívar (Estado controlado por los partidarios de
Núñez)16. Sus ataques al gobierno fueron elocuentes y ruidosos; según Carlos
Martínez Silva, “la excitación producida por las filípicas o catilinarias del doctor
Samper fueron [sic] causa muy principal de la gran revolución armada que
inmediatamente se siguió”17,
Desde estos años estuvo al lado de los conservadores, y al regresar de un breve
exilio en Venezuela publicó en El Deber un programa conservador moderado y
transaccional. Allí defendía la aceptación por parte del conservatismo de las
instituciones federales, para mantener la paz y a pesar de considerarlas dañinas
para el país. Su ideal seguía siendo “una justa y acertada descentralización que
no perjudique a la unidad nacional”, un sistema de Estados Federados no
soberanos. En cuanto a la cuestión religiosa, decía que pese a que los
conservadores eran creyentes, “no por eso, como partido político, tenemos o
levantamos bandera religiosa”, ni pretendían que el clero se convirtiera en
“potencia política o cuerpo militante en las cosas temporales”.
Los principales dirigentes conservadores del momento, inclusive aquellos que
habían sostenido posiciones más intolerantes y con los cuales había polemizado
el mismo Samper, acogieron el texto publicado en El Deber como programa oficial
del conservatismo; entre los adherentes se encontraban Miguel Antonio Caro,
Carlos Holguín, Carlos Martínez Silva, Sergio Arboleda, etc. 18
Como era de esperarse, Samper apoyó al gobierno contra la revolución radical de
1885 y fue nombrado por Núñez para el Consejo Nacional que redactó la
Constitución de 1886; Samper resultó, sin embargo, en desacuerdo con el
extremismo centralista y cesarista de Caro, y su propio proyecto constitucional,
que mantenía aún elementos fundamentales del federalismo, fue abandonado; en
vez de la reforma moderada que esperaba, se adoptó una “reacción” centralista 19.
Poco después fue nombrado miembro de la Corte Suprema de Justicia, pero en
una disidencia: si su moderación le impidió acomodarse con el radicalismo,
tampoco le permitió aceptar en su totalidad la semi-dictadura centralista de
Núñez y Caro.
16 Cfr. la hoja suelta de SAMPER, A mis conciudadanos, Bogotá, 1876.
17 CARLOS MARTÍNEZ SILVA, Escritos varios, Bogotá, 1954, pág. 173
18 .El texto está reproducido en Las doctrinas conservadoras, Cali,1931, págs. 13 y ss.
19] Cfr. SAMPER, Derecho público interno de Colombia, t. I , Bogotá,1951, pág. 4

10
Al analizar los procesos políticos colombianos, Samper había utilizado con
frecuencia la idea, teñida de positivismo, de que existía una ley de acción y
reacción que llevaba al vencedor a reaccionar contra el vencido con fuerza igual a
la antes sufrida. Samper resultó en cierto modo víctima de este proceso. Había
abandonado al partido liberal en el momento en que éste triunfaba sobre el
conservatismo; dentro de este grupo defendió los principios liberales de
tolerancia ideológica que los gobernantes del momento no respetaban. Y en 1886
su ideal comenzaba de nuevo a fracasar, al prepararse los conservadores para
excluir a los liberales de toda participación sustancial en la política. En el fondo,
José María Samper había sufrido dos veces las consecuencias de uno de los
elementos más perdurables de la tradición colombiana: la superficial
incorporación del liberalismo a la práctica política de los grupos dominantes. Y si
los liberales obraban sin sujeción a los principios liberales, a pesar de que
formaban parte esencial de su retórica, no es extraño que el conservatismo, que
por sus vinculaciones con formas del pensamiento religioso pretendía expresar
verdades de origen trascendente, se negara en varias ocasiones, en forma
explícita, a aceptar las reglas de juego liberales.

III. Los partidos en Colombia: Estudio histórico-político, de Tomás


Cipriano de Mosquera (1874)
Tomás Cipriano de Mosquera, de cuya activa participación en la vida política,
militar y científica del siglo XIX sería injustificado hablar en este breve texto, se
sintió agraviado por el texto de José María Samper y decidió expresar
públicamente su desacuerdo20 . Su folleto sobre los partidos consiste en un relato
de algunos incidentes de la historia política nacional, en especial aquellos en los
que desempeñó él mismo un papel destacado o respecto a los cuales le interesaba
corregir la versión de Samper. No forma un trabajo muy bien organizado y su
escritura es poco elaborada; en algunas ocasiones se limita a glosar en forma más
o menos inconexa las afirmaciones de Samper, que desaprueba.
Independientemente de esto, es preciso señalar que el contenido factual del
folleto de Mosquera no es enteramente fiable. Si Samper estaba evidentemente
interesado en defender una posición política particular, y este hecho, así como su
ausencia del país en momentos importantes del siglo pasado, lo convierten en
una fuente que no es del todo fidedigna, aunque sin duda siempre honesta,
Mosquera quería ante todo defender su posición y su imagen, y parece dar
importancia principal, lo que resulta lógico en un personaje al que se atribuyó
durante muchos años una total falta de definición política y la subordinación de
20 ARBOLEDA, ob. cit., t. IV, págs. 427-8, narra las juntas electorales de 1857, en las que
Mosquera manifestó su aceptación de lo que hiciera el partido conservador.

11
los puntos de vista ideológicos a la ambición personal, a mostrar la continuidad
de su pensamiento y sus proyectos políticos.
Así, hablando de la década del 20, quiere hacer creer que ya entonces era liberal,
a lo menos en el sentido de oponerse a la “Constitución impracticable” de
Bolívar, y explica su notable disposición a proclamar la dictadura de Bolívar
como motivada por la necesidad de “evitar males mayores”; hacia 1830 ya habría
sido, si hemos de creer su versión, federalista y también liberal, aunque separado
del grupo de Vicente Azuero y José Hilario López. La ubicación política de los
diversos grupos de 1830 a 1849 es bastante confusa, y Mosquera aprovecha tal
confusión para presentar su propio lugar como “progresista”, mientras que los
sectores que ya para entonces era tradicional considerar como liberales, pierden
en su relato tal carácter. De este modo, los promotores de una serie de medidas
de corte liberal bajo la administración moderada y transaccional de Santander
(1832-37), se convierten en una “oposición” progresista en la que estaba
Mosquera; como sabemos que fueron Vicente Azuero y sus amigos cercanos
quienes impulsaron tales medidas, a las que se oponía Santander por prudencia y
realismo, el término de “oposición” no parece adecuado para ellos, bastante
cercanos al presidente. Mosquera parece sugerir más bien que se trata de un
grupo diferente al de Azuero, con el que nunca simpatizó, y todo el enredado
argumento resulta centrado en el intento de presentar a Santander como
conservador y de mezclar en una sola supuesta oposición los actos de quienes se
diferenciaban del presidente, o porque trataban de empujarlo a avanzar más
rápido o a frenar aún más las reformas liberales.
En la búsqueda de su pasado liberal, Mosquera —que descarta el carácter liberal
de la revolución de 1839, contra la que luchó con notable crueldad— afirma
haberse opuesto al retorno de los jesuitas durante la administración de Pedro
Alcántara Herrán, así como a la formación del partido conservador propiamente
dicho en 1848, cuando Julio Arboleda se lo propuso: él era un progresista y no un
conservador. Tampoco apoyó la revolución de 1851, dice, porque no quería
aparecer como “caudillo de un partido al que yo nunca había pertenecido”.
De nuevo Mosquera trata de acentuar su liberalismo y sus posiciones federalistas
hacia 1855, y desde entonces su versión coincide mejor con la de los historiadores
posteriores, aunque deja de lado las diversas ocasiones en que actuó a nombre
del conservatismo o participó en actividades de este partido. Es evidente que
Mosquera compartía ya para entonces algunos de los puntos que identificaban el
programa liberal, pero parece justificado considerarlo todavía como miembro del
conservatismo, al que esperaba representar en las elecciones de 1857 —el relato
unilateral omite por completo su participación en las juntas conservadoras para

12
elegir candidato en tal año— lo que le permite acentuar la distancia con el
gobierno de Ospina y rechazar que este alejamiento se atribuya justamente a
despecho por no haber obtenido tal candidatura.21
En todo caso, y dejando de lado estas minucias, es conveniente recordar que
desde 1864 las relaciones entre los radicales y Mosquera se hicieron bastante
hostiles; en 1867 aquellos lo derribaron de la presidencia y lo sometieron a un
juicio en el que fue condenado a varias penas irrisorias y al destierro. En 1869 su
nombre fue puesto en juego por una alianza de excluidos: los conservadores, que
acababan de padecer la prisión de Gutiérrez Vergara ya mencionada, y los
liberales mosqueristas propugnaron la candidatura del general, entonces en
Lima. A su regreso al país no tuvo dificultades en conquistar la presidencia del
Cauca, desde la cual ejerció otra vez considerable influencia sobre la política
nacional. La respuesta a Samper, que fue publicada a comienzos de 1874, deja ver
cómo Mosquera conservaba sus posiciones anticlericales y rechazaba la
tolerancia que entonces mostraba el radicalismo, dirigido por Santiago Pérez,
hacia las “usurpaciones clericales”. Todavía en ese momento su preocupación
política central parece ser evitar que los sectores que llama “neocatólicos” del
conservatismo logren el predominio, calor de la continua división liberal y de la
tendencia de sectores radicales a transar con los conservadores del Tolima y
Antioquia. Para prevenir tales riesgos propone una coalición de elementos
moderados de ambos partidos, lo que muestra hasta dónde se estaba
convirtiendo en lugar común la campaña por una alianza que excluyera los
grupos considerados extremistas: el clericalismo conservador y los “socialistas y
sensualistas” en el lado del liberalismo. Pero la identidad superficial de
propósitos de Samper y Mosquera (y también de Madiedo) no debe ocultar que
para el primero el principal culpable del desorden nacional es el radicalismo,
mientras que para Mosquera el peligro mayor está en los grupos clericales. Por
eso es explicable que en el enfrentamiento de 1876 Mosquera hubiera terminado
dando su respaldo a la candidatura radical mientras Samper, decepcionado con
el liberalismo, hubiera puesto toda su energía del lado del conservatismo. Los
dos polemistas se enfrentaron entonces una vez más, en el Congreso de la
República, y Samper pronunció un violento discurso contra el ya anciano
general.22

21 Un relato de este enfrentamiento está en AQUILEO PARRA, Memorias, Bogotá, 1912,


pág. 667.
22 Mosquera siguió oponiéndose al nuñismo por su alianza con el “conservatismo
fanático”. Véase su folleto Ojeada sobre la situación política y militar de Colombia
(¿Panamá?), 1877.

13
Este incidente puede servir para indicar el fracaso del intento de 1875-76 de
buscar una salida a la crisis política bajo la dirección liberal; las nuevas
soluciones requerirían que se hicieran concesiones mucho mayores a los
conservadores, hasta el punto de que éstos llegaron eventualmente a quedar en
la posición dominante, como quedó claro con el proceso de la Regeneración.
JORGE ORLANDO MELO
Bogotá, 1978

14
ORÍGENES DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS EN COLOMBIA

Ideas fundamentales de los partidos políticos de la Nueva Granada


Manuel Maria Madiedo

A mi distinguido maestro Dr. Florentino González, antiguo defensor de las libertades


suramericanas.
Tout mensonge répété, devient une vérité
CHATEAUBRIAND

ANTECEDENTES
Los hombres que al ruido del nombre de Colón abordaron a las comarcas de la
América, ¿qué encontraron en ellas? ¿Qué trajeron a ellas? ¿Qué fue lo que en
ellas establecieron?
Encontraron la barbarie: más o menos eso era la barbarie. Que esa situación
social de los aborígenes americanos fuera la ruina de una antigua civilización, o
los primeros pasos de la vida cerril hacia el progreso social, esta es cuestión de
arqueología, y estamos en el terreno político.
Los conquistadores trajeron aquí dos elementos contradictorios: la conquista y el
cristianismo. La primera con todas sus deformidades de violencia, de ferocidad y
de perfidia; el segundo con todos sus encantos íntimos; pero afeados por las
sombras que arrojaba sobre su bella santidad, el ultraje flagrante de todos los
derechos del hombre. Esta amalgama constituía una decrecencia de la
civilización, una barbarie no natural, sino formada: la parte fea de lo que se
llamaba vida civil en el mundo culto. En la barbarie natural hay cierta ingenua
belleza, ciertos rasgos en que asoma la primera inocencia del hombre: en la
barbarie engendrada en el seno de una sociedad adelantada, no se encuentra sino
una brutalidad estúpida, carcomida por todas las lepras que forman las
desigualdades sociales. Lo primero constituye un punto de partida de la tiniebla
a la luz, es como el exordio incomprensible de un libro portentoso; lo segundo no
es sino el último trago de un vino generoso, las heces... colores degradados hasta
la sombra, hasta la tiniebla más impenetrable.

15
Los conquistadores establecieron aquí lo que podían establecer. Su presencia era
una usurpación, su creencia, un fanatismo grosero; el brillo del sable eclipsaba la
lámpara del santuario. La ignorancia y la tiranía no darán jamás bellos frutos.
Los pueblos conquistadores forman siempre gobiernos de raza. El vencedor es
siempre noble y el vencido menos que criatura humana, ¡esclavo!... La raza es
una línea bien notable de demarcación. El español, cansado de degollar pobres
indios tímidos e indefensos, se tendió sobre sus trofeos y pidió el sudor a los
hombres de quienes ya había casi agotado la sangre. El indio pagó a peso de oro
la fortuna de tener un amo, hasta que la filosofía de aquellos tiempos, sintió
algunos remordimientos, o hizo otros cálculos, y levantándose de encima de la
osamenta de miríadas de hombres cobrizos degollados o muertos entre las
grietas de la tierra, fue a componer su conciencia y su bolsa arrancando al África
sus hijos para convertirlos en oro, y devorarlos tranquilamente. La tiranía y la
avaricia tienen su lógica: en vez de continuar hacinando indios para la tumba en
los socavones de las minas, valía más robar negros para el mismo destino: al
menos estos duraban más y sacaban más oro en menos tiempo. ¿Qué mejor razón
para aquietar la conciencia, que la adquisición de una gran fortuna? La
sensibilidad en favor de unos hombres que se han exterminado y que no sirven
bastante bien para el oficio de la exterminación, no pierde por ello sus mejores
timbres. En medio de ese cataclismo de barbarie y de iniquidad, Las Casas brilló
como esas luciérnagas que cruzan las tinieblas de nuestros bosques.
Pero el español, el español colonizador de las primeras incursiones, aunque
aventurero y poco culto, trajo aquí su lengua, sus nociones de vida civil y su
religión. El cristianismo difundido a guisa de mahometismo, es como un trozo de
oro envuelto en cieno: con el tiempo el precioso metal se liberta del frágil polvo
que lo afea y brilla en toda su pureza natural. El colono español vino a vengarse a
América de la tiranía que lo aquejaba en su patria. Las sombras de Carlos V y de
Felipe II, tendidas a través del océano, se reflejaron sobre el mundo de Colón.
¿Podría ser de otro modo? La Europa no había visto la libertad sino como un
fantasma en medio de las batallas de la República del 93. Antes, no había visto
sino la lucha de dos tiranías: los castillos y los tronos. Esta no era cuestión de
siervos: era una riña doméstica entre los amos: discusión sobre el metal o la
forma de las cadenas de los pueblos. Y al que se ahoga, ¿qué le importa que la
onda que le sirve de tumba sea dulce como la de un riachuelo, o amarga como la
del océano?...
Es preciso ser justos. Los aventureros colonizadores eran, en lo general, hombres
de la masa popular de España. Esa masa era entonces, bárbara y esclava en toda
la Europa. ¿Por qué se ha de exigir que al pasar a América fuese una tropa de

16
filósofos liberales? El mundo marcha con los siglos, y en historia, una exigencia
inoportuna es un anacronismo ridículo. El hombre educado en la servidumbre,
nada ve más allá de la tiranía en que ha sido amamantado.
El español colonizador no conocía sino dos condiciones: la de amo y la de siervo.
Planteó aquí lo que traía del hogar paterno; y pudiendo ser señor y encontrando
quiénes pudieran ser esclavos, tomó para sí lo mejor de su patria, el señorío.
Todo esto está en el orden lógico del corazón humano, a la altura de las
tradiciones que lo han nutrido. Si más tarde hubo entre nosotros un Nariño que
tradujera Los Derechos del Hombre, y héroes para la libertad, eso fue, cuando
un siglo menos sombrío, trajo para el mundo las glorias de Washington y el
poderoso reflejo de la libertad de la Francia.
¿Qué de extraño, pues, que el gobierno colonial de América fuera lo que fue?
¿Qué de extraño que más luego el incendio del mundo se propagara a estas
comarcas? ¿Era esa otra cosa que el soplo de Dios, que guía los destinos del
género humano?... La ley que por intervalos siembra la bóveda de los cielos de
astros desconocidos, es la misma que trae al mundo los héroes que nadie había
visto antes; pero que Dios guardaba entre sus arcanos providenciales.
En resumen, nuestro punto de partida, nuestros antecedentes como pueblos,
como naciones ante el mundo son estos:
La barbarie aborigen.
La barbarie de la colonización.
La barbarie del gobierno colonial.
Camino de tinieblas, desde la antropofagia americana, hasta la Inquisición
europea. ¡Tal es nuestra ejecutoria!

ESCUELA CONSERVADORA
Una vez los españoles en América, con ellos vino a estas regiones lo mejor que el
mundo poseía, el Cristianismo; bien que envuelto en la capa de la conquista y al
brillo del sable exterminador; pero vino, vino esa gran razón de la civilización
moderna; y en su seno, se fundieron como en un vasto crisol, los elementos
heterogéneos que ocultaban sus grandes perfecciones. En el fondo de ese gran
crisol, quedaron los elementos primitivos de una conquista providencial,
conjunto de lo malo de América y de lo pésimo de Europa: la barbarie del salvaje
idólatra y la barbarie del siervo cristiano. Esto constituyó el fondo de la

17
civilización hispano-americana, como punto de partida en la vida civil de los
pueblos de origen español en estas comarcas.
El hombre se vuelve siempre con encanto hacia lo pasado: por eso es tan difícil
reformar el mundo: es que cada individuo recuerda con deleite los juegos de su
niñez, las fantasías de su juventud y los goces saboreados por el cálculo y la
reflexión de la edad madura. Esto explica el poder de las tradiciones. ¿Y qué no
es tradicional en el hombre? Desde el primer vocablo de nuestra infancia, hasta la
plegaria de nuestra última agonía.
Desde 1492 hasta 1810 ¿qué hubo en la América española? Ignorancia general,
orgullo de raza, tiranía política y fanatismo religioso. Esto éramos; y esto
queríamos ser, esto queríamos conservar. ¿Por qué? porque no conocíamos nada
mejor; y el hombre, si no lo enseñan, no aprende. Toda civilización, desde el
Edén hasta hoy, tiene un iniciador de otra parte.
El gobierno era un gobierno fuerte; ni podía ser de otra manera, siendo la
expresión de una sociedad cuyos elementos reclamaban esa fórmula política.
Conservar eso, era vivir. Por eso, cuando aparecieron nuestros libertadores,
hombres emancipados moralmente por el estudio de otros antecedentes, el
pueblo no podía comprenderlos, y los vio degollar sin saber que eran sus
redentores: de otro modo, habría muerto con ellos o despedazado a sus
victimarios, antes de una lucha tan prolongada y costosa.
Con el siglo pasado, expiraban en Europa sus fórmulas y sus tradiciones. Voltaire
y Rousseau habían sembrado la semilla que cosecharon desde Mirabeau hasta el
emperador Napoleón: lo que no recogió el tribuno, lo puso el soldado en sus
vivaques; hombres, instituciones y glorias.
La Francia fue un volcán cuyas lavas cubrían a toda la Europa; y los ecos de sus
rugidos vinieron a reflejarse sobre las cumbres de los Andes. La América se
estremeció como volviendo de un sueño agitado por espectros. Ella no sabía lo
que quería; pero quería algo que estaba encerrado en el genio de sus grandes
hombres.
En Europa, las viejas ideas pasaban como nieblas con los tiempos que las habían
traído; y un porvenir inexplicable abría para el mundo sus más fecundos arcanos.
Pero la libertad vino aquí como a un viajero extraviado, que no entiende la
lengua de los moradores de una región desconocida. Su belleza sedujo, su acento
halló ecos en los corazones; pero no esa fuerza de convicción, que hace de cada
hombre una doctrina, de cada mirada un rayo, de cada instante un siglo, y de un
pueblo la humanidad.

18
Una región de ciegos, el día que recobra la vista, si se fija en el sol, queda más
ciega que nunca. Pero había en la atmósfera del globo, un elemento de inquietud
vibrante, que lo sacudía con violencia de un polo al otro. La vida de Napoleón
comunicaba su fuego a toda la tierra. El paso de sus legiones resonó hasta
nosotros al descolgarse por los Pirineos. Era necesario que la cola de ese inmenso
cometa se viera hasta en los desiertos de nuestras soledades…
Todo se agitó aquí; porque todo se agitaba en el mundo. Era una época de
combates, presidida por el genio de la guerra. Las armas vinieron a las manos sin
saber cómo: era preciso agitarse, batirse, morir y cubrirse de gloria; porque esa
era la ley providencial de esos tiempos.
Nuestro pueblo, como tantos pueblos de la tierra, se lanzó al combate por la
libertad; luchó, murió y se cubrió del lauro de los héroes... ¿Supo lo que hizo?
¿Comprendió a los hombres que tocaron el clarín y le enseñaron el enemigo?...
Los resultados hablan.
El pueblo se enamoró de ese sonido libertad: algunos soñaron con la República;
los más sólo pensaron en lanzar de aquí a los españoles, estorbos venidos de
ultramar hacía trescientos años; pero era preciso vengar sobre ellos, sangre
nuestra, nuestra propia sangre derramada por ellos en el degüello general de
nuestros bárbaros bisabuelos. Era preciso que se alejaran, para que otros señores
ocuparan sus dominios, vistieran sus insignias y hasta hablaran sus baldones.
El pueblo dio su sangre, porque el pueblo, como los niños, da cuanto se le pide:
él no había visto nunca la República, ni tenía la cultura bastante para adivinarla.
Los magnates que le habían enseñado el campo de batalla, le presentaron un
mamarracho y le dijeron: esta es la República; un gobierno sin realidad, con las
leyes de un pueblo libre, y en contraste con las costumbres coloniales. Durante la
revolución, el pueblo no hizo sino luchar, y no aprendió sino a vencer: esto no es
la República.
El soldado libertador se acordó del conquistador ultramarino y dijo: —¡ese soy
yo!, para eso hemos echado a los españoles.
El criollo, por su origen español, se acordó de los señores que antes venían de
España a los obispados, a las gobernaciones, a las audiencias, a las presidencias, a
las capitanías generales, a los virreinatos, etc., etc., y dijo: —¡ese soy yo!, para eso
hemos echados a los españoles...
El ricacho monopolista recordó los bellos días en que sus abuelos, a favor de las
leyes coloniales, ganaban un quinientos por ciento sobre sus baratijas traídas de

19
la Península y dijo también: —¡ese soy yo!, para eso hemos echado a los
españoles.
El sacerdote leyó la historia de la conquista del Perú y de México, vio cuántas
riquezas había amontonado su clase, rodeada de exenciones legales, y de
respetos sociales, y dijo: —¡esos somos nosotros!, para eso hemos echado a los
españoles.
El propietario rural recordó que en otro tiempo hubo señores con encomiendas,
para remedar el feudalismo del viejo mundo, y dar solaz al conquistador
español, mientras que el indio lanzado a latigazos de su hamaca, se enterraba
vivo en busca de un oro que no sería para él, familiarizándose con el sepulcro en
las entrañas de la tierra, como con un amigo, único que podría libertarlo de la
codicia y de la tiranía; y el hacendado, mirándose rodeado de numerosos
colonos, dijo:—¡ese soy yo!, para eso hemos echado a los españoles.
Cada uno fue tomando su puesto.
El pueblo, la masa, se puso a contemplar lo que había ganado en la sangrienta
lucha de la Independencia; contó sus hazañas por las tumbas de sus padres, de
sus hijos y de sus hermanos; en sus brazos miró las cicatrices de las cadenas de
tres siglos, confundidas con las señales que el acero enemigo había dejado en sus
miembros; reconoció la honda sima que lo separaba del antiguo criollo, del
antiguo soldado, del antiguo comerciante, del antiguo sacerdote, del antiguo
propietario, y vio que ese foso aún no había sido suficientemente colmado por
los cadáveres de una batalla de diez años, a pesar de la gloria que le servía de
aureola. Se encontró pobre, mutilado, explotado en su sangre para la guerra y en
su sudor para la paz; y en medio de las más bellas leyes, los hombres por cuya
libertad se había sacrificado, todavía lo llamaron la plebe, la canalla; y le dieron
un puntapié cuando quiso ser algo, apenas algo más, que lo que había sido bajo
los esbirros de la tiranía ultramarina.
Después de la guerra nacional de la emancipación de estos países, ¿qué ganaron
los pueblos, las masas, qué habían hecho el enorme gasto de esa fiesta terrible?
Donde estaban sentados los españoles de Europa, se sentaron los españoles de
América, con todas sus viejas tradiciones coloniales y con sobrado campo para
remedar a los antiguos opresores. El mundo de Colón era un inmenso osario
mezclado de trofeos de guerra, sobre cuyo conjunto, la espada de Bolívar brillaba
suspendida como el astro de la victoria. Pero esto, ¿qué vale para la
muchedumbre? La gloria de Alejandro no es de sus falanges, ni la de César la de
sus legiones. En Francia, cuando cayó la cabeza de Luis XVI, cayó un mundo con
ella, porque allá la transformación del espíritu humano precedió a la práctica de

20
la peripecia: el orden lógico, el espíritu antes que la materia. Aquí fue todo lo
contrario: se ejecutó un movimiento de remolque, porque nuestra fiebre
revolucionaria no nos vino de nosotros mismos, sino por un gran contagio
atmosférico. En Francia un mundo dio un paso a otro mundo: aquí no hubo sino
un cambio de hombres; dejando el cambio de las ideas, que debía haber
precedido, relegado a un aplazamiento sin término.
Las victorias de la Independencia no constituyeron una Nación de estas viejas
colonias, sino las colonias separadas de la España por una inmensa línea de
cadáveres. ¿Qué otra cosa tuvimos después de los triunfos que no lo tuviéramos
antes del combate? una sola cosa: la Independencia. En cuanto a la libertad, la
libertad no se aprende con el sable en la mano, después de trescientos años de ir
diariamente a la escuela del vasallaje. La venganza no sabe enseñar cosa alguna a
los hombres.
En 1819, el general Santander se descalzó las espuelas de Boyacá en las antesalas
del palacio de gobierno: colgó la espada del soldado y tomó la pluma del
estadista para demostrar sus grandes talentos administrativos. Bolívar era un
poseído, poseído por el genio de los combates, por la ambición de la gloría. ¿Qué
le importaba entonces a él el gobierno? Él no quería sino gobernar a la fortuna, y
remedar los destellos del grande astro de la Francia, de quien apenas fue el más
bello satélite.
Esos dos hombres se encontraron, al fin, frente a frente. Santander con su
clientela de empleados, Bolívar con sus veteranos victoriosos. ¿Qué quería cada
uno de ellos? ¿El gobierno? Pero no podían compartírselo; porque en sus
pretensiones exclusivas, cada cual lo quería todo para sí, con un tipo propio
recíprocamente inadmisible.
Alrededor de Santander se agrupó el antiguo criollaje, vestido de todos colores, y
buscando la antigua preponderancia, al arrimo del orden civil de que Santander
se había hecho el patrono.
Alrededor de Bolívar estaba la democracia del sable, con la victoria por título.
En nada de esto había ideas de verdadera República. Esto no era más que la
antigua colonia española, con otros vestidos que los que le venían antes de la
España.
Los prohombres creyeron que el odio a los españoles era amor a la democracia;
pero una vez que los españoles desaparecieron, los criollos dijeron: ¿quién hay
aquí igual a nosotros fuera de nosotros mismos? ¿Quién nos impide ser ahora

21
más que los españoles que hemos arrojado de aquí? ¡Es preciso tomar la
revancha de tres siglos de humillaciones!...
El gobierno español había creado aquí una larga serie de filiaciones de sangre,
desde el infeliz esclavo africano, hasta el fidalgo de ultramar. Duraba todavía el
combate contra la madre-patria, y ya esas filiaciones habían desaparecido bajo la
igualdad de hierro del cuartel y de la ordenanza; pero allá dentro del cuartel. En
los ejércitos, las balas establecen la igualdad de la muerte, como un título para los
honores comunes: la derrota o la gloria une a los hombres y los pesa en una
misma balanza. La jerarquía militar no es más que una organización
indispensable para el oficio de los combates; pero la punta del sable o de la
bayoneta alcanza a todas las alturas. Bajo este aspecto, la democracia guerrera del
héroe de Colombia, tenía más títulos a la República, que las estudiadas
clasificaciones de lo que entonces se llamaba el partido civil; y sin embargo, este
partido se llamó el partido liberal.
La Colonia vestida con la fornitura ofrecía todos sus rangos a todas las clases del
pueblo, cuando en el gran núcleo de la colonia civil, las ideas del pasado se
oponían con el poder de las tradiciones, a la admisión de todos los hombres en
todas las categorías sociales.
La rudeza del soldado tuvo entonces todo el aspecto de una tiranía verdadera, y
la oculta petulancia del partido civil afectaba, bajo la casaca negra del ciudadano
pacífico, sus viejos resabios de las distinciones coloniales.
El ejército era una democracia de hombres afiliados bajo la dura ley de la
ordenanza militar.
El partido civil, aunque profundamente aristocrático, oponía sus leyes
impotentes y sus tradiciones poderosas, a esa democracia semi-salvaje, sin más
brillo que el lustre de sus armas victoriosas.
Podía decirse que en esos tiempos la República estaba en el cuartel.
En el fondo de las poblaciones, el antiguo colono invocaba la libertad, sin olvidar
las viejas pretensiones del antiguo señor ultramarino; que deseaba emancipar de
la democracia del cuartel, como antes trabajó para emanciparla del exclusivismo
insultante del gobierno español.
Bolívar había tenido la debilidad de preferir en grados y decoraciones a sus
paisanos de Venezuela, y esto perjudicó inmensamente el éxito de sus ideas,
cuando ese grande antagonismo del soldado y del ciudadano vino a combate
sobre un terreno extraño para el soldado venezolano. Ideas mezquinas de
provincialismo, tomaron las proporciones colosales de grandes principios; y los

22
compañeros del Libertador sucumbieron bajo los nombres odiosos de enemigos
del pueblo, en una región en que la parte civil de la sociedad aspiraba a las viejas
jerarquías borradas por el sable y los bigotes.
Muerto el Libertador, sus amigos huyeron o abdicaron. El partido civil quedó
solo en el teatro de sus triunfos, sin enemigos que combatir, pero acostumbrados
a la lucha. Colombia se había desplomado sobre la tumba de su creador, y
algunos pigmeos se ilustraron en la magna obra de escupir sobre los restos del
hombre que había ilustrado la barbarie de un mundo con la gloria de su
nombre... Estos mirmidones se hicieron un teatro proporcionado a sus estaturas
de enanos, y allí aparecieron como gigantes entre las pequeñeces que los
rodeaban. Entonces los corifeos que se habían lanzado contra la democracia del
sable y de la gloria, no pudieron entenderse unos con otros: generación
pendenciera, para quien la paz parece un ideal irrealizable. Ya no se trató más de
gobernar con la espada o con la ley: cada cual, con la ley en la mano, quiso un
sistema más o menos conforme con el pasado o con el porvenir. Los hombres que
apoyados en el ejército habían lanzado a los españoles más allá del océano,
cavaron a Bolívar una sepultura vulgar y no pudieron gozar de la paz de aquel
sepulcro.
En resumen, la escuela conservadora en estos países, no ha sido una teoría de
principios fundamentales, sino la simple liberación de la vieja Colonia entregada
a sus propios instintos de pasadas jerarquías, opresiones y tendencias. Detrás del
conquistador español, está el Libertador de Colombia: detrás del héroe, los hijos
de tres siglos de esclavitud, sin más diferencia que la que imprime el soplo de los
tiempos en todas las cosas del universo.

ESCUELA LIBERAL

¿Hay realmente en este país una teoría social o política que pueda llamarse
liberal, en presencia de los restos de la colonia libre?... Los enemigos de Bolívar
se llamaron liberales, en vez de llamarse legistas. ¿Qué los diferenciaba de
Bolívar y de sus soldados? Algunos cuadernos con leyes de papel sin apoyo en
las costumbres, ni en el carácter de los mismos que las habían dictado. El
liberalismo no es el legismo. Santander, el hombre de las leyes, no puede
aparecer sino como un patricio romano, en los bellos días de aquella República,
cuando los Gracos morían apaleados por los senadores, a causa de sus tendencias
democráticas. El hombre que al morir, cuando las verdaderas grandezas
humanas se evaporan a las puertas de la eternidad, se pone a narrar sus títulos a

23
una oscura hidalguía, seria todo, menos un liberal en sentido democrático.
¿Valían algo esas miserias, esas polvosas vejeces, al lado del título de libertador
de un mundo? La teoría gubernativa del Libertador, era la ordenanza del ejército:
sus títulos al gobierno, las batallas de la Independencia. Él quería un gobierno a
su modo; como Santander quería un gobierno al suyo.
De la lucha de estos dos hombres resultó alguna vislumbre. La teoría de
Santander era cualquier cosa, con tal que eso fuera una ley. Con esto, puede un
hombre quedarse muy inferior a su tiempo. Antes de Justiniano existieron
Nerón, Calígula y Heliogábalo, y nunca hubo más leyes en Roma. En medio de
esas leyes se depravó el pueblo rey y bajó la frente ante los soldados de Alarico.
¿Acaso valen las leyes escritas, donde las leyes de una educación viciada tienen
hondas raíces en las conciencias populares?... Un hombre que no es más que fiel
al cumplimiento de las leyes, no es más tampoco, ni puede llegar a ser más, que
un buen empleado público. Entre esto y una escuela política cabe un mundo.
Lo que se ha llamado liberalismo en Nueva Granada hasta 1849, no va más allá
de la proclamación del gobierno regularizado por la ley; y nada, casi nada más
allá. El general Santander gustaba de la retrógrada contribución de la alcabala, y,
mucho más, de la pena de muerte en los delitos políticos. Con tal que el gobierno
fuera electivo y ajustado a las leyes, dadas por un congreso, se había llegado al
cielo. Esto no era más que una expresión de la práctica, conservadora en el fondo,
de un gobierno regular, pero de carácter estacionario.
Sin embargo, sería injusto el desconocer que durante la administración del
general Mosquera, la sociedad tuvo sus arranques de verdadera reforma en el
orden material, en el orden moral y en el orden inteligente. En ese tiempo se
habló de caminos, de institutos, de monedas, de navegación, de grandes
edificios; durante esa administración se trató de inmigración, de tolerancia de
cultos y de la verdadera libertad de imprenta. Entonces hubo un buen colegio
militar, profesores científicos europeos; en fin, algo que antes no se había visto, y
que si hubiera continuado, habría transformado profundamente la fisonomía de
la sociedad en el sentido de la verdadera civilización. Pero el general Mosquera
tenía que habérselas con hombres de rutina y de laisser aller; tenía que combatir
el espíritu egoísta, engendro de la vida de inseguridad revolucionaria que le
había precedido: tenía el inconveniente de ser corifeo de un partido, que se había
conservado en el poder por encima de montones de muertos, y los muertos
políticos hablan, gritan más que los vivos. Por eso, este hábil gobernante, hombre
de talento y de patriotismo, no pudo encontrar a su derredor el esfuerzo reunido
y compacto de todos los ciudadanos. Mientras que él miraba al porvenir del país,
un partido numeroso que él había contribuido a postrar en la más indebida

24
anulación, en vez de secundario, preparaba su elevación en las fraguas ardientes
de una democracia tumultuosa. Con todo, al general Mosquera se deben en este
país bastantes gérmenes de progreso, que a pesar de mil elementos
perturbadores, han servido y servirán de exordio a los grandes destinos de esta
República. La organización de la contabilidad nacional, el sistema de monedas, la
navegación por vapor, la libertad de la industria y la descentralización municipal
que él inició, le deben a este distinguido general, los beneficios de carácter
permanente, que de tan útiles reformas deriva hoy la nación.
Los matices de partido liberal y partido conservador, que, tan torpemente, han
traído agitada a la Nueva Granada por un período de treinta años, no prueban
otra cosa, sino la falta de criterio y la sobra de pasiones revolucionarias,
engendradas por ambiciones ruines de adquisiciones de sueldos y de empleos.
El liberalismo no puede consistir sino en la inviolabilidad práctica de los
derechos constitutivos del hombre, como axioma fundamental de todo el orden
público de una sociedad: en la estricta igualdad legal y moral en la ley, y más que
en la ley, en la conciencia, como el gran nivel de la justicia y del derecho; y todo
esto, basado en la gran ley del progreso cristiano, derivación de una protección
de la fuerza de todos para la conservación del derecho de cada uno.
¿Pero ha sido este el liberalismo en la Nueva Granada? ¿Puede este liberalismo,
tomando cuanto es y cuanto ha sido, decir éste soy yo? y a su viejo adversario,
¿ese eres tú?… Veámoslo.
El partido conservador reconoció una religión dominante, hasta 1843.
El partido liberal reconoció una religión dominante, hasta 1832.
El partido conservador estampó las facultades extraordinarias del poder
ejecutivo en la Constitución colombiana de 1821; antigualla de los dictadores
transitorios de Roma.
El partido liberal reconoció las facultades extraordinarias del poder ejecutivo en
la Constitución granadina sancionada en 1832, copiando servilmente tan
peligrosa y anti-liberal institución.
El partido conservador hizo una dictadura contra el orden legal en 1828.
El partido liberal, en 1830, oprimió al Congreso de Colombia y lo hizo votar por
magistrados del sabor de una barra tumultuaria.
El partido conservador conspiró en julio de 1833 y en octubre de 1834, contra la
legalidad.

25
El partido liberal se alzó contra esa misma legalidad desde 1839 a 1842, y en 1849
repitió la zambra de la barra del Congreso colombiano de 1830, oprimiendo al
Congreso nacional para arrancarle un presidente de su agrado.
El partido conservador conspiró y se rebeló contra el gobierno legal en 1851.
El partido liberal conspiró y se rebeló contra el gobierno legal en 1854.
Durante estos deplorables escándalos, la tierra ha bebido la sangre del pueblo en
los combates y en los cadalsos... ¿Habrán tenido razón todos estos
revolucionarios? Ellos lo pretenden.
Si estos crímenes, errores o locuras, son comunes a ambas parcialidades, las
buenas instituciones del país tienen el mismo carácter de comunidad.
Ningún partido puede reclamar para sí y ante sí en esta sociedad la apropiación
exclusiva de las reformas liberales que hacen parte de nuestras leyes. Semejante
pretensión no sería sino una jactancia insostenible.
Liberales y conservadores han abogado por la libertad de imprenta, por la
libertad religiosa, por la abolición de la esclavitud, por la abolición del cadalso
político, por instrucción gratuita, por la descentralización municipal, por la
reducción del presupuesto de gastos, por la libertad industrial, etc., etc.
En resumen, estos dos partidos no son sino dos hijos unos mismos padres, con
unas mismas enseñanzas, con unas mismas ideas, que una vez huérfanos, se han
disociado por razón de la herencia, EL PODER, y se han dado puñaladas sobre la
tumba de sus padres. No es más, hasta cierto límite.
Con un nombre o con otro, la misma terquedad, el mismo exclusivismo, el
mismo espíritu parcial de partido, el mismo odio de bandería, el mismo espíritu
mezquino godo e insolente de familia, la misma ambición interesada, las mismas
inconsecuencias de hacer hoy lo que se censuraba ayer; en fin, los mismos
defectos, los mismos hombres. ¡Círculo vicioso trazado con la sangre de los
pueblos por el egoísmo y la mala fe!...
Al oírlos, todos son patriotas, desinteresados, amigos de la justicia y de la moral.
¡Lástima que todo esto no sea más que una falsa moneda con que se pagan las
lágrimas de las generaciones vestidas de luto!...
Lo que se ha llamado partido liberal en este país, no es más que una variación de
la escuela conservadora. Si aquí hubiera habido una verdadera escuela liberal
desde que hay hombres que llevan ese nombre, no se habría ensangrentado la
historia de nuestra vida, ni denigrado con tantos escándalos nuestro nombre ante
el extranjero.

26
Una escuela liberal reposa sobre cuanto tiene de civilizador y de fraternal el
cristianismo; y de cuanto tiene de progresivo el principio de justicia escrita y de
justicia práctica. Una escuela liberal haría esto:
En religión, libertad perfecta.
En Industria, libertad y fomento.
En libertad política, toda la del hombre.
En libertad de imprenta, la garantía moral del honor.
En legislación general, sencillez.
En elecciones, la directa.
En el impuesto, el directo.
En el ejército, el sorteo con el reemplazo voluntario.
En la justicia criminal, el jurado.
En la propiedad raíz, la organización.
En la instrucción, la gratuidad.
No es que varías de estas bases del orden social no existan ni hayan existido en
las leyes. Pero los partidos no están sólo en el gobierno: están en la sociedad;
pues no es sólo gobernando como un partido pone en acción sus ideas: las
profesa en la tribuna y en el periodismo; realizándolas también en la acción
práctica del ejercicio de la autoridad.
Pero si al lado de la libertad de la idea religiosa escrita en la ley, están la
intolerancia y el fanatismo prácticos, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!.
Si al lado de la libertad industrial, escrita en la ley, están los monopolios y las
contribuciones vejatorias, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!.
Si al lado de la libertad política escrita en la ley, está la persecución contra el
sufragio, las exclusiones políticas por causa de la opinión, las contribuciones
exorbitantes por causa de la opinión, el odio y la calumnia por causa de la
opinión, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!
Si al lado de la libertad de imprenta, escrita en la ley, está la completa impunidad
de la calumnia, sin que la sociedad diga únicamente al calumniador ¡has
mentido! ¿qué es lo que realmente hay?: ¡algo peor que la burla!, ¡algo del estado
salvaje, el desenfreno impune de la violencia, y esto es inferior a la nada, porque
es el crimen! ¡el crimen con carta de impunidad!....

27
Si al lado de los jueces y tribunales creados en la ley, están los prevaricatos, las
compadrerías y el espíritu de secta o de favoritismo, las reglas de procedimientos
rancios y embrollados, el cohecho y la iniquidad, ¿qué es lo que realmente hay?
¡la burla!
Si al lado de un sistema regular eleccionario escrito en la ley, están las
exclusiones antojadizas de los ciudadanos, los votos suplantados y los robos de
los dineros de la nación obtenidos en empleos alcanzados por medio de la
violencia y del fraude, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!
Si al lado del impuesto directo, escrito en la ley, se sanciona el comunismo, la
guerra a los ricos con exigencias monstruosas, o la guerra a la opinión con
exacciones que no son sino robos escandalosos, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la
burla!
Si al lado del precepto escrito en la ley, de hacer igual para todos los ciudadanos
el deber de defender a la patria, sólo se exige el servicio militar del infeliz
labriego, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!
Si al lado de la institución del jurado escrita en la ley, se hacen sorteos
fraudulentos para absolver a los criminales, o para condenar a los inocentes, por
intereses de partido, o por compadrerías inicuas, ¿qué es lo que realmente hay?
¡la burla!
Si al lado de la consagración legal de la propiedad raíz, está la tiranía feudal del
propietario sobre hombres libres que tienen los mismos derechos que él, ante
Dios y ante la sociedad, ¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!
Si al lado de la instrucción gratuita escrita en la ley, se eligen preceptores, que en
vez de aptitud pedagógica, no tienen sino la aptitud de agentes eleccionarios,
¿qué es lo que realmente hay? ¡la burla!
Sí; ¡la burla más amarga!... ¿Qué valen las mejores leyes sin la aplicación práctica?
lo que los más pomposos epitafios para el polvo de los sepulcros...
Si la escuela conservadora reposa sobre el sello de una tradición sin vida ni
movimiento, la escuela liberal debe marchar con la palabra y el acto que la
confirma.
¡Vana esperanza la de los hombres que creen que las burlas, que las ficciones
pueden ocupar el rango de la verdad! El labrador que finge sembrar trigo y sólo
echa piedras en la tierra, ¿qué frutos podrá recoger?...
La escuela liberal no es la escuela del desgobierno, ni el sistema de la fuerza
antojadiza de los particulares. La escuela liberal reconoce la autoridad como base

28
de su evolución. Su diferencia en esto de la escuela conservadora, consiste en que
esta última vegeta aferrada al pasado, queriendo resucitar los tiempos que, como
las generaciones, pasando han muerto para el mundo. Consiste en que la escuela
conservadora es la escuela del miedo a una libertad completa pero inocente;
consiste en que la escuela conservadora rechaza de hecho y en virtud de sus
repugnancias heredadas de la Colonia, la igualdad moral de los hombres, crea el
pupilaje gubernativo, niega de hecho la soberanía popular, y se encierra en el
principio del statu quo, confiándose en las tradiciones y en el espíritu de
autoridad llevado hasta la obediencia pasiva. Es una traslación de la autoridad
religiosa a la vida civil, política y social de los pueblos. El espíritu de una
dirección confiada a nombres y apellidos, separa a los conservadores de los
verdaderos liberales. La escuela liberal no es que niegue la autoridad ni el
gobierno, sino que en vez de asentar esas bases del orden público en la dirección
absoluta de círculos de familia semimonárquicos, parte del dogma de la
soberanía del hombre, y coloca la autoridad y la dirección de los negocios
públicos en manos de la sociedad entera, es decir, en manos del pueblo, como
dueño de sus propios destinos. La escuela liberal marcha al progreso; pero
cuando destruye, es porque antes ha creado algo.

LA SECTA RADICAL

En 1849 fue elevado a la Presidencia de la Nueva Granada el general José Hilario


López, antiguo defensor de la independencia hispano-americana.
En la elevación de este sujeto a la magistratura suprema ejecutiva, hubo
ocurrencias que pintan el estado de esa política de palabras articuladas sin ideas
que le correspondan; comedia en un jergón semi-bárbaro, a que conducen a los
pueblos los continuos escándalos revolucionarios.
El general López había obtenido una gran mayoría nacional de sufragios para ser
presidente de la República; y por este aspecto, sus títulos a ese puesto eran
innegables. Pero el Congreso granadino tenía la incalificable facultad de
perfeccionar la elección presidencial en ciertos casos, y la muy absurda
atribución de poder imponer un candidato impopular a la bien expresada
opinión de las mayorías: es decir, el derecho de burlarse del sentimiento nacional
como lo haría un señor feudal con sus siervos.
El Congreso del 49 quiso abusar de sus facultades, desoyendo la expresión
popular manifestada en las urnas electorales a favor del general López; en lo

29
cual, si el Congreso no cometió un delito, sí una inconsecuencia, siendo el
representante del pueblo y burlándose de la mayoría de la opinión de ese pueblo
que afectaba representar. Esta era una zancadilla conservadora de mala ley ante
los dogmas de la soberanía popular. El Congreso debió, a todo trance, y aunque
se desplomara el firmamento, haber confirmado la opinión en mayoría; porque
es la ley de la República y el tipo político de las conciencias populares. Pero quiso
lanzar un reto a la nación, desdeñando el voto del pueblo hasta el extremo de
querer imponerle el candidato presidencial que menos sufragios había obtenido
para tal magistratura. Entonces una parte del pueblo de Bogotá, tan mal
aconsejada, como lo estaba el Congreso, y sin derecho de ninguna clase para
oprimir a la representación nacional, hizo una zambra demagógica y obligó al
Congreso, con mengua de la dignidad del pueblo granadino, a confirmar la
indicación popular del general López para presidente de la República. Los que
hicieron la absurda Constitución de 1843, son los culpables de este atentado.
Por este tiempo la Francia acababa de volcar el trono de Luis Felipe, y sus acentos
poderosos hacían estremecer el mundo. La Francia tiene el gran privilegio de
remolcar las naciones a su destino. Su palabra se escucha en los últimos confines
de la tierra; y cuando sus cañones truenan, todos los pueblos ponen el oído y
esperan el fin de la batalla, para saber qué se hará y cómo deberá pensarse. Más
grande que Roma, la Francia tiene en sus manos por cetro una antorcha, que,
como el sol, arropa el mundo y se refleja en los espacios del porvenir.
El general López debió la mayoría electoral a esa vibración repentina de los
espíritus, ocasionada por el vuelco de la dinastía de Orleáns, que de un momento
a otro, rodó por las gradas del trono, al soplo de una democracia socialista.
Hombres de aliento y de cabeza volcánica, inspirados por el infortunio del
proletario, habían levantado su voz, si no como un argumento, sí como una
inmensa queja contra las desigualdades de la vida humana. Voceros del pobre,
abogados del desamparo y de la inocencia entregada a peores agonías que el
crimen, los socialistas de Europa tienen una excusa en sus vaporosas
lucubraciones: sus teorías no son sino los tremendos alaridos de las
muchedumbres desheredadas; y cuando se habla en nombre de una desgracia
tan gigantesca, lo grande del objeto magnífica al orador. El rumor de estos
gemidos armonizados en sistemas más o menos bellos e inadmisibles, venían
rodando sobre los mares a dejar en nuestras playas ecos ininteligibles; pero ecos
del dolor de la humanidad, que si no llegaban al fondo de las cabezas, sí
penetraban y poseían los corazones. . . En esas teorías, fuera del sentimiento que
las patrocina y del motivo que las provoca, lo demás es el sueño de una alma

30
generosa, la embriaguez de unos corazones dignos de recursos más eficaces, de
medios menos fantásticos.
Ese rumor aquí, era en Francia una tempestad. Esa borrasca proscribió a la
dinastía de Julio, y en sus exigencias exageradas fue hasta acusar de traición a la
República que había engendrado. Cavaignac y Changarnier salvaron a la hija de
la revolución, de los raptos de su propia madre... y el pueblo de París aprendió
esa vez, que la gloria no conoce a las muchedumbres...
La atmósfera del mundo estaba recargada de elementos revolucionarios, y
nosotros, reflejo del vasto incendio revolucionario de la Francia del 89, no
podíamos dejar de vibrar, cuando el vasto arsenal de los combustibles del mundo
tronaba en tan grandes detonaciones.
El partido liberal de la Nueva Granada era por esos tiempos un fantasma
agobiado por el pesar, la impotencia y quizás el remordimiento. Su adversario se
había hecho indigno de sus triunfos por el abuso que había hecho de ellos. Desde
1837 a 1849, los liberales fueron en este país como los parias en la India. Tanto se
les había gritado que eran ladrones, bandidos y salvajes, que es probable que
ellos mismos llegaran a creerlo; cuando no eran ni son más que lo que somos
todos nosotros, hijos de los españoles de otros tiempos, hermanos de los
españoles de hoy.
Con el 7 de marzo del 49 el partido liberal tomó un aspecto de expansión
estupenda. Doce años de represión, acumularon en su seno los gérmenes de una
explosión parecida a la venganza. El partido liberal salió de su tumba como un
fantasma lleno de rabia y cubierto de cicatrices...
El general López, que tenía el poder de crear un ministerio, lo recibió de los
mismos a quienes debía el solio presidencial. Él creyó que sólo se trataba del
liberalismo, única doctrina que él conocía y había servido. Pero los hombres que
lo rodearon habían leído a Luis Blanc, a Fourier, a Cabet, a Proudhon... Una
lucha terrible se empeñó entre las conocidas por ambos partidos, vencido y
vencedor, y de en medio de una borrasca estrepitosa, al través de sus ráfagas y
de sus tinieblas, el socialismo, un socialismo degenerado, levantó su cabeza de
hidra y todos temblaron... El presidente mismo retrocedió espantado...
Entonces el jefe de la idea social, con una risa semejante a la convulsión de la ira,
volvió la espalda al jefe de la nación, y llamando a sus clientes, gritó con el acento
de un inspirado: ¡el porvenir es nuestro! A este grito, el espíritu de novedad halló
un grande eco en la juventud, y sin saberlo, un embrión político apareció en
escena: la secta radical levantó una bandera, en cuyo fondo se leyó esta sola
palabra: ¡Adelante!...

31
¿Pero es esa la voz, el eco propio de la secta radical? ¡No! Ella, para tener un
lábaro más simbólico, debería haber escrito en él este otro mote: ¡sálvese quien
pueda!... Ya justificaremos este concepto a la luz de un examen despreocupado.
En vano se ha pedido a la secta radical el conjunto de sus verdades
fundamentales, el programa de sus axiomas. Estrechado el jefe de esta lucida
falange, al fin, como para ceder a una importuna y apremiante exigencia,
exclamó, acaso sin pensar mucho en lo que decía: Nuestras doctrinas están
consignadas en la historia del partido liberal. ¿Es esto exacto?... ¡No!, no lo es. La
verdad habría sido ésta:
“Abrid las puertas de San Simón, de Fourier, de Luis Blanc, de Cabet, de
Proudhon, y si en esas teorías no encontráis las nuestras, no os fatiguéis en
buscarlas en otra parte”. Esto habría sido más franco, más veraz.
En los días que cruzamos, el mundo tiene una ardiente sed de curiosidad y una
incansable vehemencia de investigación: los hombres de hoy mueren perdidos
sobre los hielos desiertos del polo, buscando el paso al Oriente a la luz de las
auroras boreales; se sepultan en las entrañas de la tierra preguntando a la muerte
por las obras de una creación desconocida; revuelven el polvo de los imperios y
las obras de las generaciones, y no se contentarán jamás con una respuesta
evasiva. Hoy es preciso oír al poeta inglés: to be or not to be; so pena de que el
poeta francés responda desde su tumba:
Rien n’ est beau que le vrai, le vrai seul est aimable...
El viejo veterano que no había temblado al sentarse sobre un patíbulo para dar su
sangre por la patria, se estremeció al borde de un abismo abierto a sus pies, y
protestó contra los que pretendían empujarlo a aquella honda sima. El tribuno
radical sonrió con el aire de una burla amenazante, y esgrimió su bien cortada
pluma contra el hombre a quien él mismo había elevado y que lo había elevado a
él mismo. El general López vio a su antiguo amigo, a su fogoso secretario de
Hacienda, asestar a su autoridad los golpes redoblados de un enemigo en ideas.
El presidente contestó con una Protesta permanente en un periódico redactado
en las altas regiones del gobierno; pero Lutero quemó la bula de su excomunión...
De entonces acá, la secta radical ha ido de exageración en exageración,
arrancándonos día por día una ilusión sobre sus miras, sobre sus armas y sobre
las consecuencias de sus problemas.
Hoy su programa es éste:
Libertad ilimitada de la prensa. Sí un hombre calumnia a otro, que ese
calumniado se defienda como pueda: si no puede o no sabe defenderse, ¡que

32
sucumba! La sociedad no debe darle ninguna protección, ningún amparo contra
un agresor inicuo... ¡Sálvese quien pueda!
Libertad absoluta de la palabra: no hay injuria en hablar; aunque lo que se habla
sea una imputación del mayor crimen, de la peor infamia, y que esa imputación
sea una atroz impostura: uno se defiende como puede, y si no lo puede, ¡que
sucumba! La sociedad no debe mezclarse en esas miserias: ella no debe sino
fallar, y fallará a favor del más diestro o del más poderoso; sin hacer nada para
salvar el derecho del débil, aunque la justicia lo favorezca. ¡Sálvese quien pueda!
Libertad de hacer moneda concedida a todo el mundo. Es verdad que las pobres
masas populares no entienden de metalurgia ni de química; es cierto que serán
robadas sin misericordia; pero que vean bien lo que hacen; y si no saben ver bien
lo que hacen, porque eso no depende de la voluntad humana, ¡que sucumban!...
¡Sálvese quien pueda!
Abolición de las aduanas. Es cierto que los artefactos extranjeros llegando a
extrema baratura, dejaron a nuestros artesanos con los brazos cruzados; pero que
el zapatero aprenda a albañil; el sastre a boga o a pescador, y el herrero a
agrícola; ¿y mientras aprenden? ¿y si no aprenden? ¡qué sucumban! ¡Sálvese
quien pueda!
Abolición de toda fuerza armada permanente. Es cierto que una nación
cualquiera puede declararnos la guerra; pero, ¿quién ha dicho que para hacer la
guerra se necesitan soldados? Se envían unos cincuenta discursos al enemigo
sobre la barbarie de derramar la sangre humana, y el enemigo habrá de
someterse ... ¡Vanidad de vanidades!... Pero si el enemigo se burla de los
discursos y se burla de nuestra vanidad, y nos prueba que una nación sin
verdadera cincunspección es un pueblo sin respetabilidad, incapaz de figurar
dignamente en la familia de las naciones, y sucumben nuestras fronteras, y
nuestras leyes... ¡qué sucumban! ¡Sálvese quien pueda!
Abolición de la pena de muerte. Las más graves naciones del globo, llenas de
ciencias y de grandes moralistas y de grandes filósofos y de grandes estadistas,
han discutido esa gran reforma sin atreverse a plantearla, a la luz de su alta
civilización, y de su gran moralidad; pero nosotros valemos más que esos
grandes pueblos: nosotros, pobres colonos de ayer, sin más títulos que una
vislumbre de civilización prestada, ¡al través de medio siglo de escándalos
afrentosos valemos moralmente más que la Europa! ¡Qué vanidad! ¡Qué
delirante jactancia!... Es cierto que habrá sicarios a bajo precio; que donde no se
han podido hacer verdaderas cárceles, no pueden suponerse buenos panópticos;
pero eso ¿qué importa? “La sociedad no tiene otro derecho, respecto de los

33
delincuentes, que exigirles la confesión de su crimen” 23. “El criminal que se
escapa de sus jueces, confiesa su delito y queda a paz y salvo con La sociedad...” 24
Con estas máximas, bajo tal sistema, ¿quién tendrá seguridad?... El que pueda
dársela por su brazo; la sociedad no debe meterse en más honduras... ¿y el que
no puede precaverse o defenderse, qué hará? ¡Qué sucumba! ¡Sálvese quien
pueda!... Mazzini ha rechazado con indignación, con horror, su alianza con las
cárceles de Génova: en nuestra América, esas delicadezas pasarían por pura
necedad.
Abolición de toda educación social gratuita. ¿Por qué se le ha de pedir a un
hombre con qué educar al hijo ajeno? Aunque el primero sea rico y pobre el
segundo. ¿Acaso esa máxima del vetusto catolicismo: enseñar al que no sabe,
vale algo? ¿Y por qué se le ha de pedir a un rico para pagar un gobierno que él se
puede proporcionar con sus criados bien armados?... ¡Sin duda!... Es verdad que
en este sistema el pueblo queda eternamente sepultado entre las tinieblas de una
barbarie inapelable; pero el pobre no se educa nunca, según el gobernador de
Santander. Se educarán los hijos de los ricos; Porque esos sí tienen cómo pagar
maestros para sus hijos. ¡Los de los pobres sucumbirán! ¡que sucumban! ¡Sálvese
quien pueda! Esto formaría un país como el imperio ruso. Alta clase bien nutrida
de conocimientos: pueblo perdido entre las sombras de la nada: ¡situación
provocante para un despotismo normal!... Esto explica las simpatías ruso-
radicales de la Nueva Granada en los días de la cuestión de Oriente... ¡Oh
malvado! ¡Sálvese quien pueda!
Nada de hospitales, ni de hospicios, ni de cunas de expósitos costeadas por la
sociedad. Por la misma razón porque no hay derecho para pedirle al rico para
educar al hijo del pobre, que acaso ha nacido con talentos que pueden luego
servir al mismo rico y de gloria al país, se dirá por el rico: ¿por qué he de pagar
yo, para curar, para hospedar ni para salvar al hijo de otro? Que cada cual se
cure, se hospede y se críe como pueda; y el que no lo pueda, ¡que sucumba!...
¡Sálvese quien pueda!...
Libertad de pesas y medidas. Las masas no saben qué diferencia hay entre el
metro y la vara, entre el gramo y la onza; serán estafadas sin que lo adviertan;
pero que aprendan a advertirlo, y si no lo advierten, ¡qué sucumban! ¡Sálvese
quien pueda!
En fin, ¡abajo la autoridad social! ¡Abajo el gobierno! Esta es la última palabra del
sacerdocio radical. Pero ¿cómo? ¿Acaso gradualmente, moralizando al hombre

23 El Tiempo, número 162. 1858.


24 Ibídem

34
por la santidad del derecho y la armonía de la justicia universal? ¡No tal! que esa
sería obra de romanos y los romanos no son hoy sino un poco de polvo, mudo
ante el viajero asombrado... La tarea es más fácil: se deroga el Código Penal... ¿Y
qué queda para mantener ileso el derecho ante el egoísmo brutal de los
malvados? ¿qué queda? ¡Pues la opinión!... ¡Los malvados contenidos por la
opinión!... ¡Ellos que son malvados porque desprecian la moral y toda noción de
dignidad personal!... ¡Ya no es la confesión de su crimen lo que los pone a paz y
salvo con una familia cubierta de duelo y de lágrimas por el puñal de un
facineroso!... La risa humana es impotente para celebrar estas luminosas
concepciones... ¡La opinión, sombra sin vida para todos los hombres sin pudor,
para todos los peores enemigos del derecho ajeno, el incendiario, el salteador y el
asesino!; y sin embargo, ¡sirviendo de obstáculo a los desbordes de los más
atroces instintos! El imperio de la opinión supone probidad, delicadeza, posición
social, y deseos de la estimación pública. ¿Tienen todo esto los salteadores, los
calumniadores, y los asesinos?... El hombre que concibe y ejecuta un robo, ¿tiene
honor? ¿conoce la dignidad o el decoro personal? Si la opinión, ese espectro sin
vida ni significación para el crimen, es lo que ha de contenerlo, ¿qué será del
porvenir social?...
He aquí la escuela radical de nuestro país. ¿Hay quién se levante a desmentirnos?
Que lo ose; pero que no retroceda ante las pruebas... Alce la frente y pídalas: ¡se
le darán!...
¿Es eso el cristianismo? ¡No! ¡Blasfemia!...
El cristianismo es la fraternidad. Ante la Cruz, el mundo no es sino una vasta
hermandad, con el Cristo por padre, por maestro y por redentor del género
humano. La fraternidad es la mutua protección entre todos los hombres; y el
sálvese quien pueda, no es sino el eco áspero de un corazón de bronce. Esto
merece la más seria meditación de todo hombre humano y patriota.
¿Es posible que una juventud bella, inteligente y cristiana, una juventud que es la
heredera de nuestras últimas conquistas, que es el eslabón que une nuestras
tumbas a sus glorias, caiga, y caiga a nuestros ojos atónitos en tan deplorables
delirios?
¡Qué! ¿ha muerto para nosotros el amor del prójimo? La sangre de ese inmenso
martirio del Cristo y de sus confesores, muriendo trescientos años en los circos
romanos, ¿no nos dará ni una sola gota de tanta sangre para salvarnos de tanta
ignominia?... No, ¡no hay fatalidad! La fatalidad no es sino un fantasma del caos,
sin poder y sin vida.

35
Siquiera los socialistas europeos son los apóstoles del infortunio, son los santos
del hambre de las muchedumbres. Sus medios pueden ser erróneos, alarmantes,
inadmisibles; pero al menos en esos tremendos alaridos, en el fondo de esas
negras tempestades, brilla algo parecido a la caridad del Evangelio...
Los hombres que queriendo remedar aquí a esos grandes genios de la
desesperación de las masas atormentadas por el desamparo, se han levantado
para sistematizar la filosofía del laissez faire, van por otro camino que sus
modelos; van en pos del reinado del hombre por sí y para sí... Y en esta lucha,
más gloria alcanzarían en la derrota que en los mayores triunfos... Sí, van en pos
de una desheredación de la humanidad desvalida... El pobre para ellos es un
espectro de otro mundo: sus dolores, sus ayes no deben encontrar un solo eco...
Digámoslo de una vez: ¡van en pos de un monstruoso egoísmo! ¡Qué gran
conquista!...
¿Es esto ir adelante? Sí, ir adelante, como las agonías de la muerte van adelante
de las tumbas.
¿Triunfará esta secta? ¡Imposible! Pero podrá hacer algo parecido a una victoria
satánica: barbarizar la sociedad por algunos años, secar todos los corazones y
ahogar millares de hombres entre un océano de sangre y de lágrimas... ¡Este es su
porvenir!... ¿Por qué? Por lo que hemos dicho antes de empezar este trabajo: Tout
mensonge répété, devient une vérité: no para siempre; pero eso sucede por algún
tiempo.
Ahora decidme, vosotros los que detestáis la autoridad y el gobierno, ¿cómo es
que con tales ideas buscáis, empero, por todas partes, el solio del poder? ¿A qué
esas candidaturas para jueces, legisladores y gobernantes? ¿Es que deseáis poseer
la autoridad, para hacer por la fuerza de su poder lo que no alcanzáis a hacer con
vuestras contradictorias pretensiones? Pero entonces, ¿en qué queda vuestra
soberanía individual, si el individuo soberano en vez de un convencimiento
previo, recibe de vuestras manos la eliminación de lo que vuestra palabra no
alcanza siquiera a conmover?... ¡Oh! Esto sería ya algo peor que el simple error:
esto no haría honor a vuestra probidad. El hombre dañino por equivocación,
merece todavía algunas consideraciones. El que daña sin esa disculpa, vosotros
sabéis qué es lo que merece.
Si vosotros no queréis leyes ni gobierno, sed consecuentes; quedáos en vuestra
tribuna y buscad desde allí la desistencia [sic] popular, respecto de orden social y
de funcionarios públicos; porque un hombre de bien, no anhela un puesto que él
mira como una usurpación: si lo acepta, es para honrarlo: la sociedad le exige

36
siempre esta promesa previa; y ningún ser moralizado acepta un compromiso
con la arriére pensée de violarlo indignamente.
To be or not to be. Sed lo que queráis; pero sed siempre dignos de nuestro aprecio,
y hasta de nuestro respeto; porque al fin, sois hombres y sois además nuestros
caros compatriotas.
Si realmente detestáis el gobierno y sus leyes, ¡retiráos de las urnas electorales!
De esta manera, aunque no aceptemos vuestras ideas, no tendremos un derecho
a negaros nuestra estimación.
Esto es justo; y vuestro escepticismo respecto del poder social, no podrá ir jamás
hasta la negación de la justicia; porque entonces negaríais a Dios y dejaríais de
ser hombres... ¡Vana esperanza! Vosotros no entráis en discusiones
fundamentales: calláis y repetís millares de veces lo que no podéis demostrar;
confiados en una verdad de disfraz encerrada en nuestro texto: Tout mensónge
répété, devient une vérité... “Toda mentira repetida viene a ser como una verdad”...

M.M.M.
1858.

37
Los partidos en Colombia25
José María Samper

Por mucho que la genealogía de los partidos que se han disputado el poder entre
nosotros, aparezca a los ojos del observador más o menos alterada por
influencias personales, debidas ya al prestigio de algunos personajes o caudillos,
ya a circunstancias pasajeras; y por mucho que en el discurso del tiempo y de sus
evoluciones, ellos hayan modificado sus programas o cambiado en parte de
rumbo, llegando hasta desorganizarse, minados por el antagonismo de algunas
tendencias que la fuerza de las cosas ha ido suscitando; no puede negarse que
sobre cada uno de esos grandes partidos pesa la responsabilidad general de los
hechos sociales y políticos que componen nuestra historia republicana, así como
les incumbe la gloria de que tales hechos hayan podido hacer merecedora a
nuestra patria.
Suplicamos no se echen a mala parte nuestras observaciones, imaginando que es
nuestro ánimo imputar a los partidos liberal y conservador de la actualidad unos
principios y actos que sólo corresponden a partidos históricos, y que más han
sido inspirados por las necesidades de los tiempos que por una voluntad
deliberada; y deseamos se comprenda bien que, en nuestro sentir, los partidos
políticos, más que parcialidades o colecciones de hombres, son ideas en acción;
necesidades que se hacen sentir en la sociedad; leyes de constante lucha y de
constante equilibrio; esfuerzos de conservación y perfeccionamiento;
aspiraciones en un sentido u otro, que el tiempo suscita, que simbolizan y
expresan la vida de los pueblos, y que toman la forma de cuerpos colectivos, más
o menos organizados y disciplinados en virtud de la necesidad lógica que ha de
crear siempre alguna fuerza para la ejecución de toda aspiración, toda ley y toda
idea.
Es incuestionable que cuando Nariño publicaba Los Derechos del hombre, a
fines del siglo pasado, y conspiraba con otros criollos neo-granadinos, movido
por el anhelo de ver emancipada a su patria, pensaba y obraba como liberal, es
decir como un hombre que ama y quiere la libertad para sí y sus compatriotas y
semejantes; lo que no le impidió ser luego de 1811 a 1816, el jefe del partido
conservador en la provincia de Cundinamarca, manteniéndose en lucha con los
hombres que, como federalistas, dirigían el movimiento nacional de las

25 Bogotá, Imprenta de Echeverría Hermanos, 1873.

38
provincias unidas de Nueva Granada. Asimismo es evidente que en 1781 y 82, el
virrey, los oidores y sus secuaces, al combatir la insurrección político-social de
los Comuneros, defendían positivamente la causa conservadora (en su acepción
sencilla y natural, según las circunstancias), mientras que el inmortal Galán y sus
compañeros de martirio, Molina y Alcantuz, levantaban la bandera del
liberalismo: doctrina o aspiración que en aquellos tiempos sólo podía ponerse de
manifiesto bajo la forma de una enérgica reclamación contra un cúmulo de
pechos excesivos, vejatorios e injustamente repartidos.
Cuando estalló la revolución de 1810, nuestra sociedad se componía de tres
elementos: el español peninsular, que gozaba de todos los privilegios, oprimía,
explotaba y tenía por suya la tierra del Nuevo Reino, y en su composición
entraban los empleados públicos, los encomenderos, los comerciantes
patentados, el alto clero (que casi todo era peninsular) y la milicia o tropa
permanente; el criollo, bajo cuya denominación se comprendían los hijos de
españoles nacidos en el país, y los mestizos, excluidos de aquellas clases
privilegiadas y explotadoras, y a su número pertenecían, en lo general, nuestros
médicos, abogados, artistas y literatos, nuestros clérigos subalternos y frailes, y
nuestros artesanos; y, en fin, el tercer elemento lo formaba la gran masa social,
compuesta de indígenas repartidos en encomiendas, negros y mulatos esclavos, y
todo el conjunto de hombres de pena, sin independencia alguna (inclusive los
indígenas propietarios de resguardos en común) llamados por la clase
dominadora plebe o populacho.
De estos tres elementos componentes de la sociedad del virreinato, el primero
explotaba al tercero, deprimiéndolo completamente, y oprimía y despreciaba
como su inferior al segundo, representando a la Metrópoli. El elemento criollo
representaba la Patria y lo futuro, y aspiraba naturalmente a emanciparse y hacer
exclusivamente nacional el suelo que servía de territorio a la Colonia; y el
elemento plebeyo, privado de todo derecho, y toda dignidad, representaba la
futura masa popular de una nación independiente y libre; masa que un día,
merced a la educación revolucionaria y republicana, debía elevarse al nivel
común de la libertad y la cultura.
El día que los patriotas del Nuevo Reino alzaron el grito de independencia, su
bandera fue necesariamente la del liberalismo: ellos, rebeldes y revolucionarios a
los ojos de los gobernantes de la Colonia, eran los perturbadores del orden
existente, los adversarios de la conservación del despotismo o el régimen
colonial: eran entonces los liberales de esta tierra, y llamándose
“independientes”, formaron pura y simplemente el partido liberal; pero un

39
partido heroico por excelencia, lleno de fe y resolución, candoroso en sus
creencias y aspiraciones, exclusivamente patriota y nacional por su naturaleza.
Al contrario, los virreyes y oidores, los empleados y militares, y todos los
peninsulares que se aterraron con la revolución y la combatieron; todo los
Amares y Sámanos, los Tacones y Enriles, los Morillos y Morales, y cuantos a su
causa sirvieron voluntariamente, compusieron el partido conservador de
entonces. Ellos sostenían el poder absoluto del rey, la omnipotencia de la
Metrópoli, el régimen colonial, en fin, todo el orden de cosas existente; y sí no
defendían el orden natural, el orden justo, el orden que mantiene la armonía y el
equilibrio entre el Derecho y el Deber, a lo menos eran los defensores del orden
que conocían y comprendían, del orden tradicional y existente. Querían
conservar aquello que estaba establecido, que era la obra de su tiempo, de su
raza y su civilización; y así, con toda propiedad, debemos decir que ellos, al hacer
la guerra a la Patria nueva, a la Patria de lo porvenir y del derecho, que nacía en
1810; al combatir tenaz y terriblemente a los revolucionarios, y sacrificar a
Caldas, y Torres, y Camacho, y Acevedo y mil y mil más, eran los verdaderos, los
únicos conservadores y tradicionistas de la época.
Bolívar, Nariño, Santander, Páez, Sucre, etc., cuantos caudillos tuvo la guerra de
la Independencia; cuantos próceres civiles la sostuvieron; cuántos soldados y
ciudadanos, y frailes y clérigos, y negros, indios, mulatos y mestizos la apoyaron,
formaron, desde el punto de vista de la Patria, como enemiga de la Metrópoli, el
gran partido liberal y revolucionario de los primeros tiempos de nuestra historia
republicana.
Pero durante la lucha misma, trabada entré patriotas insurgentes y realistas
dominadores, hubieron de surgir dificultades domésticas y conflictos civiles más
o menos graves, motivados tanto por las condiciones mismas del país y de la
población con los cuales se formaba la nueva República, como por la diversidad
de aspiraciones que, según el vario temperamento moral y político y las
circunstancias sociales de los hombres en acción, debían entrar en juego en el
movimiento general de los hechos. Surgía naturalmente un doble problema que
era preciso resolver: primero, la cantidad o extensión que podían tener las
libertades públicas y los derechos individuales en el nuevo orden de cosas;
segundo, la forma administrativa que debía tener la República, o sea el grado de
descentralización que podía darse a los esfuerzos populares y a la acción de las
leyes y de la política.
Y acerca de estos puntos, las opiniones tenían que dividirse, en virtud de la
eterna ley de dinámica social, que da origen a la existencia de los partidos y a la

40
lucha de sus aspiraciones, más o menos opuestas. Si la sociedad del ex virreinato
tenía muchos elementos de unidad, y su causa en la revolución era común, así
como la unión de todos los esfuerzos era necesaria para asegurar la victoria,
forzoso era hacer de todas las provincias que separadamente habían hecho sus
pronunciamientos, proclamando la independencia, una sola nación, con
instituciones fundamentales comunes. Pero si la naturaleza de nuestro suelo, la
dispersión de nuestras escasas poblaciones y el modo como las provincias habían
efectuado la revolución, se oponían al mantenimiento de la centralización
tradicional de la Colonia, justo, necesario y enteramente lógico era aceptar las
instituciones federativas como base de la organización republicana.
Caldas, glorioso en todo sentido, Camilo Torres, el gran tribuno y jurisconsulto, y
los demás directores de la política del Congreso de las provincias unidas, fueron
entonces, en lo tocante al gobierno nacional, los jefes del liberalismo, que tomaba
las formas del federalismo para completar en lo posible, la obra de la revolución;
así como Nariño, Madrid y los hombres de su causa, bien que eminentes liberales
respecto de la antigua metrópoli y de toda la América, eran, a fuer de centralistas
o unitarios rigurosos, los tradicionistas de la situación, los conservadores,
mutatis mutandis, de las instituciones españolas que habían contribuido a
conculcar como revolucionarios independientes, en cuanto esas instituciones
centralizaban el gobierno en manos de los altos poderes residentes en Bogotá. Así
se complicaban los papeles y la política adquiría una doble faz, según las
circunstancias.
Una vez fundada y consolidada la República, merced a los triunfos definitivos
que sucesivamente salvaron la revolución: en Nueva Granada, el de Boyacá; en
Venezuela los de Carabobo y Puerto Cabello; en el Ecuador, el de Pichincha, y
en el Perú y Bolivia los de Junín, Ayacucho y Callao; una vez que los pueblos,
por medio del sufragio, de sus convenciones y congresos y de sus constituciones
políticas, pusieron en completa armonía el hecho con el derecho, es decir, la
victoria de la fuerza popular con el principio de la natural e imprescriptible
soberanía de toda sociedad civilizada; una vez que hubo gobiernos regulares y
leyes orgánicas de los Estados libres e independientes nacidos de la revolución,
los papeles se trocaron por la fuerza y naturaleza de las cosas; modificándose
sustancialmente la situación de los partidos.
En efecto, lo que había sido Rebelión, se convirtió en Legitimidad: lo que había
sido turbamulta de esclavos, indios y criollos oprimidos, vino a ser Pueblo de
ciudadanos con derechos reconocidos y deberes correlativos: lo que en antes era
Colonia, ahora era una Patria, una nación soberana: lo que en 1810 era una
violenta perturbación del orden, una insurrección contra las leyes, de 1821 a

41
1825, se convertía en el orden mismo y la legalidad de la República. Así la idea
conservadora, confundiéndose en mucha parte con la liberal, pasaba a ser la idea
republicano-democrática, cuya realización se hallaba consagrada por la
Constitución de Cúcuta. Ser liberal entonces, era ser conservador; porque esa
Constitución contenía el programa del liberalismo triunfante con la República, y
el conservarla o mantenerla era una necesidad de la situación, y un imperioso
deber de todo gobernante o colombiano que fuera leal a la causa de su patria y al
derecho reconocido por los pueblos. Consideradas de este modo las cosas, según
la filosofía de los hechos políticos, puede decirse que, cualesquiera que fuesen las
diferencias secundarías de aspiraciones u opiniones de los hombres que de 1821
a 1826 intervenían en la política, no existían partidos políticos en Colombia, por
aquel tiempo, sino únicamente republicanos, generalmente unidos por el interés
común del triunfo y afianzamiento de las instituciones republicanas en todo el
Continente americano.
Pero a la sombra de la bandera republicana y en el seno mismo de aquella
unidad necesaria, comenzaban a germinar dos elementos de división que habían
de ocasionar la repentina formación de opuestos partidos políticos. Esos dos
elementos, nacidos ambos de la revolución, eran: el espíritu de predominio
militar, y el glorioso y casi irresistible prestigio de Bolívar, a quien, como primero
y más ilustre caudillo de la guerra de Independencia, habían los pueblos y
congresos discernido justamente el título de Libertador.
Fácilmente se comprende la tendencia que hacia 1826 se puso de manifiesto, en el
sentido de hacer del ejército y sus jefes una potencia predominante y de
influencia decisiva en la política. La revolución había sido real y patentemente
obra de los hombres civiles, por la muy obvia razón de que en 1810 no había en el
país otras fuerzas militares, sino las del gobierno español, que inflexiblemente, y
apenas con algunas excepciones enteramente individuales (como las de los
ilustres mártires brigadier don José Ramón Leiva y Villavicencio) combatieron la
causa de los patriotas. El elemento militar se fue formando con la lucha misma, y
bien que hasta 1816 había prestado grandes servicios y ganado muy merecidas
glorias, en lo general el gobierno estuvo en manos de los civiles, desde 1810 hasta
el nefasto tiempo en que el ejército de Morillo restableció el poder de España en
nuestra tierra. Veleidades de ensimismamiento llegaron a mostrar a algunos jefes
militares, tales como Bolívar y Nariño, entrando en lucha con las autoridades
establecidas; pero de ordinario predominó, y con razón, el régimen civil, a pesar
de las peripecias de la guerra.
Mas ya en 1826 la situación habla cambiado. Los creadores de la revolución,
sacrificados en los patíbulos o en los campos de batalla, habían desaparecido en

42
gran número, dejando su gloriosa obra confiada al patriotismo de todos los neo-
granadinos. Por otra parte, ocupados como se hallaban todos nuestros guerreros
en el sostenimiento armado de la lucha, los pueblos habían designado casi
exclusivamente a hombres civiles para representarles, en el Congreso de
Angostura primero, y casi dos años después, en la Convención de Cúcuta. De
este doble hecho: los hombres civiles formando congresos y dando constituciones
y leyes, es decir, garantías para el derecho, y los militares combatiendo, bajo la
dirección de Bolívar, Páez, Sucre y demás jefes prominentes, a fin de completar la
independencia de nuestros pueblos y de los vecinos; de esta distribución
necesaria, pero no deliberada de los papeles representados por los hombres que
intervenían en las cosas públicas, fue surgiendo cierto antagonismo sordo y
latente en un principio, y luego muy caracterizado y patente. Los hombres civiles
reputaban como obra suya la Revolución misma, la organización de la República
y la dirección del gobierno; en tanto que los militares se atribuían como
exclusivamente suyo, el mérito de haber asegurado con cien victorias la
independencia y vida de la patria. Y así fueron formándose dos partidos, uno
civil y otro militar, que, sin denominaciones filosóficas ni históricas, derivaban
sus nombres de sus dos jefes principales: Santander y Bolívar.
Puede decirse que el militarismo —espíritu de rebelión y dominación de los
grandes jefes militares, poco dispuestos a sujetarse a obedecer la Constitución y
las leyes, y sobrado confiados en el poder de la fuerza— alcanzó sus más
conspicuos triunfos en cinco memorables evoluciones: la de Páez en Venezuela,
en 1826, quien después de rebelarse contra el gobierno constitucional de
Santander, obtuvo de Bolívar más que la impunidad, el premio y el aplauso; la de
Bolívar y Herrán, en 1828, el primero haciendo disolver la Convención de Ocaña,
o ejerciendo sobre ella una especie de coacción militar desde Bucaramanga, y el
segundo proclamando en Bogotá, oficialmente, la dictadura del Libertador; la de
Flores en el Ecuador, y de Páez en Venezuela, en 1830, cuyos pronunciamientos
fueron la señal de la disolución de Colombia, la Colombia heroica por excelencia
y grandiosa; y la de Urdaneta en Bogotá, en el mismo año, insurrección
absolutamente militar, que derrocó el gobierno constitucional del señor Joaquín
Mosquera.
Pero el resorte popular era sobrado poderoso para no favorecer una gran
reacción en el sentido constitucional o civil. En el Cauca, en Antioquia, en
Panamá, Neiva y Mariquita, en Casanare y el Norte, se movieron los pueblos en
auxilio de Cundinamarca, vencida en el Santuario; y en 1831 la causa de las leyes
recobró su imperio, y Santander vino a ser, en 1832, su personificación más
conspicua.

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Desde aquel tiempo la marcha de la política toma otro giro, principalmente a
virtud de la separación del Ecuador y Venezuela. Ya no es la lucha entre los
poderes civil y militar, lo que caracteriza a los partidos, puesto que el
militarismo, relegado al Ecuador y en parte a Venezuela, y aniquilado por
Santander en Nueva Granada, recibe su último golpe al sofocarse la conspiración
de Sardá, y no tiene razón de ser después de la disolución de la Colombia
batalladora y de la muerte de Bolívar. ¿Cuáles podían ser los nuevos elementos
morales de los partidos que habían de mantener el juego de la política y de las
instituciones republicanas? El estudio de esta reorganización de las ideas y de los
intereses es muy importante.
Si ya la República estaba asegurada en su esencia o espíritu y en su forma, y si el
poder civil quedaba reconocido por todos y consolidado, la controversia para los
partidos que existían latentes, se condensaba en esta cuestión: el grado de
desarrollo que en su práctica hubiera de tener el principio republicano-
democrático, y el cómo o los medios que se debían adoptar para consolidar la
obra de la revolución de Independencia y llenar completamente su objeto.
De esta suerte la cuestión venía a ser de mayor o menor libertad para los
ciudadanos; de mayor o menor amplitud del poder central, o de ensanche de las
entidades municipales; de mayor o menor intervención de las masas populares,
por medio del sufragio, en el gobierno del país; de mayor o menor
desenvolvimiento de las fuerzas sociales; y en fin, de acometer o no la resolución
de los grandes problemas en que estaba comprometido el progreso de nuestra
civilización naciente.
De ahí la lenta pero inevitable gestación de los programas con que los partidos se
fueron organizando y evidenciando, y la índole de su antagonismo por ganar el
poder o conservarse en él.
Mas se incurriría en un error gravísimo si se creyera que los partidos políticos,
tales como aparecieron claramente demarcados durante la administración de
Santander, nacieron en aquella misma época. No; aunque con nombres diferentes
y forzosamente obligados a proclamar diversas pretensiones, según las
circunstancias y los tiempos, su filiación venía desde tiempo atrás; su genealogía
filosófica databa desde la época colonial.

II
El gobierno del virreinato era la representación o encarnación de todo un sistema
político, que podía condensarse en estas ideas cardinales: exclusión absoluta de

44
los criollos, de intervención en el gobierno; concentración completa de la
autoridad pública, conforme a la lógica del despotismo; régimen feudal respecto
de la propiedad raíz y de las muchedumbres, mantenido por medio de los
mayorazgos, los restos de encomiendas, las manos muertas, los conventos, la
esclavitud y los resguardos de indígenas; íntima alianza del Estado y la Iglesia,
con absoluta prohibición de otros cultos distintos del católico; clausura comercial,
respecto de las producciones no españolas, con el consiguiente monopolio del
comercio, y la prohibición de producir en el Virreinato aquellos frutos que
pudieran competir con los españoles; régimen de administración de justicia
basado en el monopolio de las profesiones forenses, en el secreto de los
procedimientos, en el carácter político del poder judicial, y en una excesiva y
formidable severidad de penas; régimen fiscal basado en todo linaje de
monopolios y restricciones, y en innumerables impuestos, tan vejatorios como
mal distribuidos; y, en fin, secuestración intelectual de los pueblos, mediante un
sistema de instrucción monacal, o muy limitada, o calculada de cierto modo, y la
prohibición de libros y periódicos que no tuvieran el pase de la autoridad.
Al estallar la guerra de la Independencia, el elemento criollo se puso, casi en su
totalidad, del lado de la Revolución, que significaba para unos simplemente
Independencia, y para otros mucho más: República; es decir, gobierno del
derecho popular, de libertad y de progreso. El elemento peninsular, llamado
por los patriotas godo, cuyo poder era desconocido y protestado por los
independientes, sostuvo a todo trance, como era natural, la causa de la Metrópoli
de la tradición, del despotismo existente: esos eran los tradicionistas o
feudalistas de aquel tiempo. La masa popular, ignorante y estúpida como era,
sirvió para sostener una y otra causa, con mayor o menor eficacia, según el
empuje de cada partido, el temperamento de las poblaciones y la suerte de las
armas contrarias.
Mientras sólo estuvo en tela de juicio la causa de la Independencia, el partido que
la sostenía obró en masa; pero una vez que se trató de fundar la República, y con
ella el régimen de una amplísima descentralización, la idea española o colonial
reapareció, patentizándose en la lucha de Cundinamarca contra las Provincias
Unidas, representadas por el Congreso de Tunja y Villa de Leiva; lucha
desastrosa para la causa republicana, por lo pronto, pero que a lo menos sirvió de
escuela y crisol a los republicanos.
Triunfante definitivamente la República en 1819, y consagrada en 1821 por la
Constitución de Cúcuta, ya no era posible que el elemento peninsular o
tradicionista mostrara sus primitivas aspiraciones. Tenía que resignarse a sufrir
la Independencia y la República, como hechos consumados e irrevocables; pero

45
no podía conformarse con la democracia, la libertad y la igualdad que surgían
de la revolución como consecuencias necesarias y de rigurosa lógica. Y aunque
ya no podía exhibirse como un cuerpo homogéneo por su personal, quedábale
una comunidad de intereses y de preocupaciones o tradiciones que le servía de
base para reconstituirse.
¿De qué fuerzas parciales se componía aquella masa que hemos llamado el
elemento peninsular o tradicionista? Componíase, en primer lugar, de todos los
hombres que, patriotas o godos, debían su posición a las instituciones y
tradiciones del régimen colonial, políticamente vencido, mas no
sustancialmente desarraigado; y en segundo, de aquellos que, elevados por la
revolución a cierta importancia militar, habían llegado a tal grado de
ensimismamiento de clase, que, apoyándose en el fuero y en el prestigio de la
fuerza, sentíanse con ánimo para aspirar a sustituirse, en la República, a los que
habían ejercido el poder en la Colonia.
Así, el elemento tradicionista se compuso: de aquellos que, jactándose de ser
nobles, o a lo menos hidalgos titulados (ya que no de carácter) no podían tolerar
la idea de la igualdad con la canalla, como llamaban al pueblo, ni conformarse
con unas instituciones radicalmente distintas de las tradicionales;
de los propietarios de esclavos;
de los hombres acaudalados que, acostumbrados al antiguo régimen de
impuestos, no consentían en que se implantara otro, fundado en la justicia, que
les gravara con algunas contribuciones para el sostenimiento del gobierno que
había de darles seguridad y garantías;
de la gran masa del clero, de los curiales y de los profesores titulados,
favorecidos por las manos muertas, la unión de la Iglesia y el Estado, la
intolerancia religiosa, los privilegios profesionales y los embrollos de la
legislación española;
y de todos aquellos que, habituados al predominio ejercido al favor de una
rigurosa centralización, no consentían en que se dividiera la administración
pública entre los diversos y apartados grupos que formaban la sociedad
neogranadina.
A estas fuerzas sociales componentes del elemento tradicionista, tenían que
agregarse más tarde, por la necesidad de las cosas o la lógica de la política, las
demás fuerzas análogas que, andando el tiempo, fueron apareciendo con el
mecanismo de la nueva sociedad. Vióse por eso, una vez fundada la República, a
los hombres que la detestaban, haciendo causa común con el elemento militar,

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buscando su caudillo en el personaje que, engrandecido por la revolución
republicana y cubierto de todo el prestigio de la gloria, pero muy poco adicto por
temperamento y por educación, a las instituciones republicano-democráticas,
podía sentirse más tentado a encabezar una reacción y hacer servir las victorias
de la Independencia, en cuanto esto fuera posible, a las ideas y los intereses de
los tradicionistas o antiguos conservadores.
De ahí que todos los actos del partido militar y boliviano, que llenan la historia
de la época colombiana transcurrida de 1821 a 1830; de ahí la Constitución
boliviana de 1826, y los esfuerzos hechos para popularizarla y hacerla implantar
en Colombia; de ahí el pronunciamiento de Páez en Venezuela, y el de Flores en
el Ecuador; de ahí la disolución de la Convención de Ocaña, compuesta de
hombres civiles, cuyos actos fueron un aborto, por causa de Bolívar y sus
partidarios; de ahí la dictadura de 1828, con todos sus desmanes, y los proyectos
consiguientes de creación del "Imperio de los Andes"; de ahí la insurrección
encabezada por Urdaneta en 1830.
Pero el espíritu republicano y liberal había llegado a tal grado de pujanza en
Colombia, sobre todo en el Centro, que el poder y prestigio de Bolívar y del
partido que le sostenía no fueron parte a detener la marcha de los
acontecimientos, en el sentido de hacer fructificar la Independencia en beneficio
del progreso social y de la libertad democrática. Colombia y Bolívar murieron
simultáneamente, y el liberalismo neogranadino, encabezado por Santander,
recogió en provecho de la República progresista, la herencia de gloria y de
sacrificios que habían legado a la patria los próceres, tribunos, escritores,
combatientes y mártires de la revolución de la Independencia; herencia que los
liberales se propusieron transmitir bajo la forma de instituciones que asegurasen
la prosperidad de los pueblos y los beneficios consiguientes a la igualdad y
libertad de la República.
Nada es más concluyente en favor de la justicia de la democracia republicana y
de las instituciones liberales, que estos dos hechos culminantes: el triunfo dado
por el Congreso constituyente de 1830, elegido bajo la dictadura de Bolívar, a los
principios que formaron el credo de los revolucionarios de 1811 y 12, a pesar del
prestigio del Libertador-dictador, y la suma persistencia con que, al través de
todas las vicisitudes del país, las ideas republicanas se han mantenido entre
nosotros; viéndose patentemente cuán diminuto ha sido y es el círculo de los
aspirantes a un restablecimiento insensato de las instituciones monárquicas.
A juzgar por las apariencias, se podría creer que, una vez constituida la Nueva
Granada en 1832, sólo podían figurar, aunque sin nombre determinado, dos

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partidos políticos: el liberal, que sostenía a Santander, y el conservador, que le
hacía fuerte oposición. Tal creencia sería errónea, pues desde aquella época se
ven aparecer síntomas evidentes de la formación de nuevos partidos, o del
fraccionamiento de los que ostensiblemente existían. Si Santander personificaba
el liberalismo de acción, amoldado a las exigencias del interés político y de
partido y a las necesidades del gobierno, o para hablar más claro, el liberalismo
conservador, Vicente Azuero, gran pensador, gran carácter, grande escritor y
gran tribuno aparecía ya como el creador de un liberalismo esencialmente
doctrinario, de una escuela política más adelantada en ideas y fe en la Libertad,
que la falange de patriotas dirigidos por la influencia del ilustre Santander.
La fracción de Azuero era en cierto modo el preludio o la iniciación del futuro
radicalismo; y bien vistas las cosas, si hubiéramos de personificar con hombres
muy notables las aspiraciones de tres épocas, diríamos con razón que Azuero
fue, desde 1832, el lazo de unión entre Camilo Torres y Murillo; pues si este fue
el jefe del radicalismo de 1852, Torres fue la más prominente personificación de
la escuela de filósofos y tribunos que en 1812 supo comprender las verdaderas
tendencias y el alcance de la revolución republicana, que entonces comenzaba su
carrera; así como en 1852 el doctor Murillo aparecía ante el país, profundamente
agitado, como el más atrevido representante del radicalismo, que por entonces
buscaba su fórmula en las ideas y las instituciones.
Por otra parte, entre los miembros del antiguo partido liberal (liberal por sus
tendencias, pues no comenzó a darse este nombre sino hacia 1841 o 42) figuraban
hombres que, si por su edad o por las circunstancias habían podido formar en las
filas del liberalismo, se sentían ya inclinados (por su temperamento, o por cierto
giro particular de sus ideas, o porque instintivamente sentían la necesidad de que
el elemento conservador de toda sociedad tuviera su personificación colectiva en
un partido) a formar un núcleo que, sirviendo de base a la oposición legal que se
hacía a Santander, había de ser en cierto modo el tronco del futuro partido
conservador.
Si por un lado brillan entonces las figuras prominentes de hombres como
Santander, Azuero, Soto, Gómez, los dos Obandos, Mantilla, Duque Gómez,
Rojas, González, López, Herrera, Camacho, Liévano, Lleras, Barriga (Valerio F.) y
tantos otros que formaban el estado mayor del liberalismo, del lado opuesto se
agrupaban ciudadanos de verdadero mérito, destinados a hacer un gran papel en
el país entre los principales prohombres del partido que, llamándose
simplemente ministerial desde 1838, había de tomar diez años después, por
iniciativa de dos jóvenes periodistas, el de conservador, que ha mantenido hasta
hoy.

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No podemos menos que citar con respeto los nombres de Márquez, Cuervo,
Ordóñez, los Ospinas (Mariano y Pastor), los Pombos (Lino y Zenón), Mallarino,
Mosquera (Joaquín), Acosta, Acevedo (José) y Joaquín Barriga, para no alargar la
lista demasiado; hombres que, habiendo dado pruebas inequívocas de un
republicanismo liberal y de verdadero espíritu civil, vinieron luego a distinguirse
entre los neogranadinos que formaron el partido conservador. Con ellos hicieron
causa común otros hombres muy importantes, notoriamente bolivianos hasta
fines de 1830, tales como Vergara (Estanislao), Osorio, Gori, Restrepo, Canabal,
los generales Herrán, Mosquera y Borrero, y muchos otros cuya enumeración
sería prolija.
El sólo hecho de constituir una misma comunión aquellos personajes, indica cuán
discordantes eran los elementos componentes del partido conservador que se
formaba durante la administración de Santander, y que triunfó con la elección
del doctor Márquez para la Presidencia de la República; prolongando luego su
predominio, contra toda probabilidad, hasta 1849, merced a las faltas políticas de
los liberales y a la necesidad de reposo y estabilidad que la Nueva Granada
sentía, después de la vasta y profunda conmoción ocurrida de 1839 a 41.
En efecto, si hombres como Pombo, Cuervo, Ospina y Márquez llevaban a la
masa conservadora o del nuevo partido un elemento republicano y civil pero
moderado, o que se divorciaba del liberalismo; si militares patriotas, que habían
sido anti-bolivianos y amaban profundamente la República, tales como Acosta,
Acevedo y Joaquín Barriga, aportaban al conservatismo el concurso de sus
inteligencias y sus leales espadas, por otro lado engrosaban las filas
conservadoras unos hombres que representaban el bolivianismo dictatorial,
otros que eran la personificación del militarismo brutal, insolente y pendenciero
que se había exhibido de 1826 a 1830, y no pocos eran la verdadera encarnación
del elemento peninsular, tradicionista o godo, aparentemente arruinado por la
vida de la República.
Este elemento tradicionista o de tradición, subsistía, como todo lo que tiene
antigua vida y se arraiga en las tradiciones y la legislación; subsistía a despecho
de la forma republicana, porque las leyes y las costumbres le daban razón de ser;
pero andaba disperso o dislocado, no siéndole fácil constituirse en un partido,
cuya existencia organizada hubiera sido el escándalo de los republicanos.
Componían aquel elemento tradicionista: los pocos monarquistas que habían
quedado vencidos, arrinconados y desdeñados por la Revolución; los ineptos
que seguían llamándose nobles o de sangre azul, y no se conformaban con la
democracia, porque en el seno de ésta era preciso trabajar y merecer para valer;

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los propietarios de esclavos, fuertes aún, a pesar de la manumisión decretada en
1821; el clero, interesado en mantener a todo trance las instituciones coloniales
que le eran favorables; y todos los hombres adictos, por interés o por hábito, a los
privilegios profesionales, los fueros de clases, las instituciones de manos muertas,
los monopolios fiscales, y otros principios análogos que habían sido el santa
sanctorum del antiguo régimen.
Así, al formarse el partido conservador el tradicionalismo godo se aliaba, a más
no poder, para tener alguna representación y rehacerse, con el dictatorialismo
militar de la Colombia boliviana, y con el conservatismo republicano y civil;
resultando de semejante amalgama lo que era inevitable: que el naciente partido
conservador estaba predestinado a no tener larga vida; a disolverse un día, por
falta de armonía y cohesión, y a causar durante su vida grandes alarmas y
provocar luchas terribles, a causa de las tendencias dictatoriales y tradicionistas
o godas que dominaban a dos de los tres elementos que lo componían.
¿De dónde provino la fuerza irresistible que adquirió en breve el partido
conservador, no obstante la debilidad congénita que su composición misma le
acarreaba? Provino de tres causas: 1ª) la división del partido liberal; 2ª) la enorme
falta en que incurrió este partido, al efectuar la revolución de 1839 a 41; 3ª) la
necesidad que sintió el país de reposarse y afianzar su modo de ser, después de
treinta y dos años de perturbaciones, desde 1810, apenas con el relativo descanso
de las dos administraciones de Santander.
Santander y Azuero, como hemos dicho, personificaban dos tendencias distintas,
aunque ambas liberales: Santander era alta y grandemente liberal, por el
conjunto de sus convicciones, pero tenía mucho de conservador (en la acepción
filosófica del término), tanto por los medios que empleaba, como por su
inflexible espíritu de fidelidad a las leyes y de asentar todo el orden social sobre
la ley escrita y la autoridad que de esta emana; en tanto que Azuero, menos
hombre de acción y de gobierno, pero más pensador, tribuno y escritor, buscaba
la fuerza de la República en la democracia, la mayor autoridad, en la opinión
pública; la verdad del gobierno, en la descentralización o el poder municipal; la
preponderancia del liberalismo, en las doctrinas; la garantía mayor de la libertad
y del derecho, en la iniciativa individual.
Santander era, pues (y damos a los términos su sentido rigurosamente filosófico)
un liberal-conservador, de acción; Azuero, un liberal radical, doctrinario; y estas
dos grandes inteligencias encabezaban en realidad dos fracciones distintas del
partido liberal en 1837. La fracción doctrinaria adoptó al mismo Azuero, su jefe
natural, como candidato para la presidencia de la República; y Santander,

50
creyendo necesaria una política fuerte para consolidar la obra del liberalismo,
incidió en la grave falta de escoger y apoyar decididamente la candidatura del
general José María Obando.
El tiempo ha probado que Obando, sujeto excelente como particular, no tenía,
como hombre político, la talla necesaria para el gran papel que se le quiso hacer
representar, y que nunca mereció, ni el odio feroz y las hostilidades implacables
de que fue objeto de parte de los conservadores, ni la admiración y hasta la
idolatría de que le rodearon en su inmensa mayoría los liberales, desde 1839
hasta el 53.
Mas comoquiera que sea, Santander se empeñó en convertir a Obando en
prohombre, haciéndole apoyar por sus amigos; los liberales más avanzados no
desistieron de la candidatura de Azuero; todas las fuerzas conservadoras, de
diverso linaje, sostuvieron al doctor Márquez; y con la elección de éste cesó el
poder del partido liberal en el gobierno de la República, bien que se mantuvo en
el de muchas provincias, y se creó el germen de la prolongada y funesta
revolución de 1840.
El mismo fenómeno de 1830 se reproducía en 1837. Bolívar había querido
imponer al Congreso "admirable" la elección del doctor Canabal, como su
sucesor; y el sentimiento público, rebelde a esa especie de dinastías
presidenciales, hizo elegir al señor Joaquín Mosquera, dando en tierra con el
bolivianismo. En 1837, el mismo sentimiento, causando la división de los
liberales y fortaleciendo a la oposición, rechazó la candidatura semi-oficial de
Obando, debilitando con el mismo golpe a Azuero, y acarreó la derrota del
liberalismo.

III
La segunda causa de la fuerza adquirida por el conservatismo, que aún no
acertaba a darse un nombre filosófico, en tanto que sus adversarios se llamaban
progresistas, fue la revolución de 1840. Jamás se vio en esta tierra una revolución
tan inmotivada, ni tan popular o general, y dilatada y desastrosa, como la que,
tristemente iniciada en 1839, acabó en 1841, dejando el campo libre a la reacción.
Los elementos de tan cruenta lucha fueron simplemente: el fanatismo de unos
pocos frailes y de algunos pueblos de indios ignorantes y supersticiosos; la
persecución personal, odiosa en todo sentido, declarada contra Obando; y el
despecho que abrigaban los liberales por la pérdida del poder y el cambio de
política del doctor Márquez.

51
Éramos casi unos niños cuando vimos un día, en 1839, la arrogante figura de un
hombre que ha hecho en este país el papel más ruidosamente dramático que
puede darse. Caminaba lentamente, conversando con algún amigo, por una de
las aceras de la primera calle Real o del Comercio, y llamaba tanto la atención
por su porte y su simpática arrogancia, que nos detuvimos a mirarle. Era un
hombre corpulento y bien formado, vigoroso, blanco, de hermosa presencia y
ademanes afectuosos y atractivos. Tenía el bigote rubio, espeso y encorvado
hacia arriba como el de Santander; la frente amplia y bien delineada, pero sin
rasgos prominentes; los ojos de un azul claro y de mirada apagada o poco franca;
la nariz y la boca, de líneas que indicaban conjuntamente astucia, serenidad,
benevolencia y modestia; y un no sé qué de melancólicamente apacible en la
expresión general de la fisonomía. Calzaba botas altas y vestía una esclavina o
capa corta azul con algunos bordados, que le sentaba muy bien, dándole un aire
de elegancia marcial muy distinguida.
Aquel hombre era el general José María Obando, el predilecto de Santander; el
candidato ministerial vencido en las elecciones de 1837; el hombre que iba a
figurar como protagonista en la próxima lucha sangrienta y general de los
partidos; el que, ora combatiendo, ora proscrito y perseguido, ora elevado a la
presidencia de la República, estaba predestinado a ser, durante quince años,
después de muerto Santander, la primera figura del partido liberal, el ídolo de
unos, el horror de otros, la víctima de casi todos, y el más extraño testimonio de
la inconstancia de la fortuna política, de los misterios de la popularidad, de la
ceguedad que suele acompañar a los partidos en sus pasiones de simpatía o de
odio, y de la trágica fatalidad que parece marcar con su sello la existencia de
algunos hombres...
El día que conocimos a Obando, era la víspera de su partida para Popayán. ¿Qué
iba a buscar o hacer en esa capital del sur? Iba a ejecutar un acto de virtud
republicana y de defensa de su propia honra: iba a someterse humildemente a un
juicio que espontáneamente había solicitado.
Durante la lucha electoral de 1837, sus adversarios le habían echado en cara el
asesinato del gran mariscal Sucre; asesinato ejecutado en 1830, indultado por una
ley de 1832 y cuya averiguación a nada conducía en 1839; asesinato
esencialmente político, obra de un concurso trágico de circunstancias en que
aparecían, detrás del velo del misterio, sombras que tenían su puesto tanto en el
Ecuador como en Nueva Granada, tanto en un partido como en otro, y acaso...
acaso también fuera del ardiente campo de los partidos... Obando protestó contra
la acusación, se vio perseguido, pidió que se le siguiese un juicio en regla, y se

52
encaminó hacía Popayán, donde tenía o debía tener su radicación tan ruidoso
proceso.
Entretanto, el Congreso, en cuyo seno se hallaba en mayoría el partido
“ministerial” encabezado por el doctor Márquez, había expedido una ley
mandando suprimir ciertos conventos menores, cuya existencia se consideraba
inútil. Unos cuantos frailes de Pasto, interesados en mantenerse en el goce de sus
pitanzas, protestaron contra la ley, excitaron el fanatismo de los pastusos, y en
breve se pusieron en armas, apelando a la insurrección como un recurso fácil en
aquella provincia. Quiso el gobierno reprimir la insurrección, envió fuerzas
militares, y, ¡cosa extrañamente curiosa! el jefe de esas fuerzas, el general Herrán,
proclamaba en nombre de la Administración diciendo a los pastusos: “¡No más
frailes! ¡No más fanatismo! “.
El juicio de Obando en Popayán, dirigido por el general Mosquera, llevaba trazas
de ser un sacrificio: aquél creyó que no tenía ni podía tener garantías de defensa
legal, se fugó de Popayán, y aprovechándose de una insurrección frailesca que
nada tenía de liberal, la encabezó y buscó en la guerra su salvación. Triunfante en
el combate de los Árboles, donde tuvo a Herrán como prisionero, hizo tratados
bajo condición de indulto general, y se sometió nuevamente a juicio por el
asesinato de Sucre.
Pero esta sumisión duró poco: vio otra vez Obando en mal predicamento su
defensa y su persona insegura; se fugó segunda ocasión, y tornando a encabezar
la insurrección le imprimió un carácter esencialmente político. La lucha dejó de
ser de unos frailes y unas guerrillas de fanáticos contra una ley de poca
importancia, para convertirse en una guerra general y a muerte entre los dos
grandes partidos de la República, claramente demarcados, con ideas propias y
caracterizados con los nombres de ministeriales y progresistas o retrógrados y
facciosos.
¿Qué ocurría entretanto en el resto de la República? El partido liberal se creía (sin
razón en nuestro concepto) víctima de lo que llamaba “la traición del doctor
Márquez”, y despechado con su caída y lleno de rencor, alegaba lo
inconstitucional de la elección del presidente, por cuanto era vicepresidente
cuando fue electo, y buscaba cualesquier pretextos para lanzarse a los azares de
una revolución general. Los pretextos no faltaron, bien que ninguno era
justificativo de un levantamiento a mano armada; pero la opinión progresista
eran tan preponderante en la República, que dondequiera apareció poniendo en
conflictos al gobierno.

53
En 1840 la conflagración fue general. Obando, Sarria y otros en el sur; Salvador
Córdova en Antioquia; Reyes Patria y los coroneles González, Samper, Vanegas,
Gaitán y Farfán en el norte; Carmona, Hernández y Raffeti en las provincias del
bajo Magdalena, y, por último, Vesga y Galindo en Mariquita, se pusieron en
armas contra el gobierno; y hubo días, como los de octubre de aquel año, en que
los gobernantes se vieron reducidos al suelo que pisaban en la capital de la
República y en los pocos puntos ocupados por sus fuerzas militares.
Para no entrar en detenidas reminiscencias respecto de aquella cruenta
revolución, basta a nuestro propósito dejar establecidas estas verdades: primera,
que ninguno de los motivos alegados en 1839 y 40 era suficiente para justificar la
insurrección; segunda, que ésta, por sus ramificaciones casi simultáneas en todo
el país, adquirió las proporciones de una grande y popular revolución, sostenida
por el partido liberal, entonces “progresista”, cuyo programa de guerra se
reducía a estas dos ideas: la caída del gobierno del doctor Márquez, y el
establecimiento de un régimen federal, con una Constitución más liberal aún que
la de 1832; tercera, la victoria completa del gobierno, por causa del desconcierto
de los revolucionarios, y el afianzamiento del partido conservador en el poder,
protegido por el principio de la legitimidad y el anhelo que la nación tenía por
alcanzar reposo y recuperar todo lo perdido durante una lucha tan prolongada
como desastrosa.
El partido conservador, siempre llamándose simplemente “ministerial”, quedó
absolutamente dueño del campo en toda la República. Santander que no quiso
entrar en la revolución, y la desaprobó a Obando muy rotundamente, había
muerto el 6 de mayo de 1840, respetado hasta por sus enemigos, joven todavía,
dejando al partido liberal sin su glorioso jefe, a quien la patria debía los más
grandes servicios durante la guerra de la Independencia, y los fundamentos
echados con la autoridad de la palabra, de la pluma, de la influencia y de la
administración legal, para crear el imperio del poder civil, de la opinión y de las
leyes.
Y al terminar la revolución, Obando, González, Obaldía, Carmona y muchos
otros liberales eminentes estaban proscritos del país o desterrados a diversas
provincias; Córdoba, Vesga, Galindo, Vanegas, Jaramillo y muchos otros jefes
militares habían sido sacrificados en el cadalso (¡había entonces cadalso
político!); otros en gran número habían sucumbido valientemente en los
combates; y los menos desgraciados, merced a tardíos decretos de amnistía o
indulto, quedaban en la mayor impotencia para rehacerse y reconstituir el
partido “progresista”, dándole dirección, nuevo programa y un fin determinado.

54
Los vencedores, como sucede siempre, se excedieron. Cuando un partido
compuesto de elementos más o menos discordantes triunfa a virtud de las
ventajas de una lucha armada, se hace y muestra reaccionario en el sentido de las
ideas más violentas y extremosas que en su composición tienen cabida; y no es
de extrañar que la reacción sea intolerante y excesiva. Los hechos comprueban
nuestra observación.
En 1828, el triunfo de Bolívar sobre la conspiración de septiembre hizo
predominar la política sanguinaria y perseguidora del elemento militar y
dictatorial que entraba en el partido boliviano, y luego la reacción conservadora
fue hasta conspirar contra la República y querer fundar el “Imperio de los
Andes” sobre las ruinas de la libertad vencida.
En 1833, el triunfo del liberalismo obtenido en el 31, se excedió en el modo de
reprimir la conjuración de Sardá, e hizo dar a la aplicación legal de la pena de
muerte un rigor que irritó a las conciencias generosas.
En 1842 y 43, el triunfo del conservatismo da el predominio más deplorable a las
tendencias tradicionistas que entraban en la composición heterogénea del
partido conservador; y no sólo se patentiza una recrudecencia de violencias y
venganzas, y un gran empeño por hacer revivir las instituciones del antiguo
régimen relativas a las relaciones del Estado con la Iglesia, a los monopolios
fiscales, a la instrucción pública, al sistema penal y de policía; y a la
centralización política y administrativa, sino que la reacción entrega nuestra
sociedad a los jesuitas, solicita el protectorado extranjero, se arma de la tiránica
ley de medidas de seguridad y las de policía y juicios ejecutivos, protege la
esclavitud, y con la Constitución del 43 pone la República a discreción del Poder
Ejecutivo y suprime casi todas las libertades públicas e individuales.
En 1852, el triunfo obtenido por el gobierno liberal sobre las facciones armadas
del año anterior, suscita el predominio de las tendencias menos generosas del
liberalismo: da vigor al obandismo militar-democrático; anula en el gobierno
nacional a los radicales, y al quedar en el 53 consagrado el radicalismo en la
Constitución, el otro elemento emprende la política reaccionaria que se completa
con la insurrección militar del 54.
En 1854, el triunfo de los constitucionales (alianza transitoria de radicales y
conservadores y unos pocos liberales juiciosos) da la ventaja a los violentos, a la
política de persecución, felizmente detenida en breve por la imparcial y
conciliadora conducta de la administración Mallarino, y por la acción de los
radicales.

55
En 1860, los pasajeros triunfos de armas del gobierno conservador, dan auge a la
reacción centralista y al espíritu de persecución y venganza propios del elemento
tradicionista que venía haciendo parte de la masa conservadora.
Por último, de 1861 al 63 el elemento draconiano y dictatorial que se había
introducido, por infiltración o por anexión, en el seno del liberalismo, hizo sentir
sus tendencias reaccionarias, imprimiendo cierta violencia a los movimientos del
partido liberal triunfante por medio de las armas, y deprimiendo por algún
tiempo los generosos impulsos del radicalismo o liberalismo doctrinario.
Tal es siempre la inevitable lógica de los hechos, cuando estos se encadenan en
virtud de una sucesión de revoluciones y reacciones: jamás los vencedores en
una lucha armada pueden detenerse a tiempo y moderar su acción o el desarrollo
de sus fuerzas; y en los días de la victoria, los más violentos o extremosos, los
menos doctrinarios y convencidos, pero lógicos en la hostilidad y la fatalidad
agresiva de la lucha, obtienen la ventaja sobre los moderados y dan el tono a la
situación, hasta tanto que los intereses conmovidos recobran su nivel y que la
sociedad vuelve a sentir la necesidad del reposo bajo La autoridad de la ley, de la
libertad regularizada y del progreso sin precipitación o turbulencia.

IV
De los cuatro años que duró la administración del doctor Márquez, puede decirse
que los dos primeros los gastó en temer la agresión del partido liberal y
prepararse como pudo para la lucha, y los dos restantes en sostenerla por medio
de las armas; marcando su existencia con los rasgos patentes de una
contradicción política entre el jefe del gobierno, recién convertido al
conservatismo, poco adicto a la violencia y hombre de tendencias civiles por su
carácter, su educación y sus antecedentes, y los más notables copartidarios que le
rodeaban. Algunos entre estos, dictatoriales o tradicionistas, se sentían inclinados
a hacer prevalecer una política violenta, sanguinaria y perseguidora; pero
todavía el elemento civil y moderado, representado por Pombo, Ordóñez,
Cuervo, Acosta, Acevedo y otros antiguos liberales, tenía bastante ascendiente
para contener el desborde reaccionario de las más intolerantes fracciones
componentes del partido conservador.
No alcanzó el doctor Márquez a reprimir o vencer la revolución, y sólo su
sucesor, el general Herrán, logró afianzar su autoridad, hacia fines de 1841, con
una victoria decisiva. ¿Bajo qué auspicios aseguraba su poder por entonces el
partido conservador? El general Herrán, tan valientemente sereno en los
combates como modesto en el gobierno y en su porte privado, era, no lo

56
dudamos hoy, un hombre de sanas intenciones, y a pesar de algunas faltas y
debilidades, anteriores y posteriores, el curso de su vida pública patentizó
después que era patriota, y que tan sincero había sido en su bolivianismo de
otros tiempos, como había de serlo durante los diez últimos años de su
existencia, en sus convicciones decididamente federalistas y sus propósitos
conciliadores.
Pero al formar su ministerio, si bien tuvo a su lado a un antiguo liberal como
Cuervo, a unos republicanos progresistas como Acosta y Acevedo, y otros
hombres moderados y más o menos accesibles, también puso su administración
bajo la influencia decisiva y perniciosa del doctor Mariano Ospina, hombre de
grandes facultades que, pasando de septembrista que había sido en 1828, a
conservador intransigente en 1841, venía a ser la más notable personificación del
espíritu reaccionario y tradicionista.
Si el doctor Ospina no hubiera figurado en la política; si sólo se hubiera dedicado
a las ciencias, la jurisprudencia, el profesorado y las letras, hoy sería tal vez el
hombre más venerado en Colombia, por su consumado saber, su eminente
capacidad y su juicio penetrante y profundo. Pero estas grandes facultades son
neutralizadas por la pasión política, cuando la mente es obsecada por los
inflexibles propósitos de una actividad sistemática que quiere imponerse a todo
trance y resiste a todas las exigencias del tiempo.
Una vez que el doctor Ospina se penetró de la errónea idea de que el mal de
nuestras sociedades estaba en el desenvolvimiento de la libertad democrática, y
que era preciso combatirla a todo trance, tenía que emprender una lucha sin
tregua contra la corriente de los hechos y la lógica del tiempo y de la vida misma
de la República; lucha en que no pocas veces habría de estrellarse aun contra
hombres notables y masas de su propio partido, hasta caer, arrollado por la
fuerza de los acontecimientos, y arrastrar en su caída al partido conservador
entero.
Ello fue que la reacción tradicionista emprendió su marcha en 1841 a velas
desplegadas, llevando los excesos de su obra hasta donde era humanamente
posible. Apenas si respetó la República, por ser esto de forzosa necesidad; pero la
redujo al nombre y a la forma, dando al poder público una fuerza exuberante y
desmedida que debía causar un manifiesto desequilibrio en el gran juego de que
depende la regularidad en la vida política de los pueblos: el de la libertad y la
autoridad de la acción legal colectiva y de la acción individual espontánea.
La reacción fue como el hombre que la personificaba: muy inteligente, pero sin
fecundidad, porque la inteligencia es estéril sin la generosidad; previsora con

57
exceso, porque la guiaba la previsión sistemática de corta y estrecha vista, no la
gran previsión que se fortalece con la fe en los eternos y universales principios de
justicia, inseparables de la benevolencia y del respeto por la conciencia humana.
Fue una reacción orgullosa, inflexible, intransigente y de una pieza, que aspiraba
a sojuzgarlo todo, y era por lo mismo, incapaz de cejar ante ninguna
circunstancia; reacción que debía sucumbir bajo su propio peso, como toda
fuerza ciega que carece de elasticidad o de resorte.
La ruina le vino de sus propios elementos y sus propios excesos. Tenía que
claudicar el día que le faltara para sostenerse el brazo inflexible de su jefe y
organizador. Bien que el partido liberal acababa de perder en 1844 a su más
eminente prohombre civil, el ilustre Azuero, y que su jefe militar continuaba
proscrito y perseguido aun en tierra extranjera por la diplomacia de la reacción,
hizo un esfuerzo para hacer sentir su fuerza moral y numérica y recuperar su
influencia y buscó en la campaña electoral la posibilidad de triunfo que se le
ofrecía.
Entre los tres candidatos conservadores propuestos para la Presidencia de 1845,
Cuervo era el escogido por el elemento tradicionista que figuraba entre los
ministeriales; el general Mosquera representaba las aspiraciones del elemento
militar; y el general Eusebio Borrero tenía apenas el apoyo de unos pocos
conservadores de oposición, como Arboleda, que trataban de sacudir la
autoridad o la influencia del doctor Ospina. El partido liberal adoptó
resueltamente la candidatura Borrero, y si perdió la batalla electoral, patentizó a
lo menos con su fuerte número, su actividad y energía, que era capaz de
defender sus derechos y tenía motivos legítimos para esperar una victoria no
muy remota.
Electo el general Mosquera, su carácter, sus antecedentes, su intemperancia de
mando y de fusilamientos, su odio inveterado respecto de Obando, y sus
veleidades dictatoriales, hicieron temer que su administración sería perseguidora
y violenta. Y sin embargo, fue todo lo contrario: no sólo fue liberal, generosa y
conciliadora bajo muchos respectos, sino que en lo general se mostró
grandemente reformadora y progresista, tolerante en muchos casos y anhelosa
por regenerar el país.
La administración Mosquera trajo consigo la desorganización del partido
ministerial, bien que, ¡circunstancia curiosa! fue por inspiración de su jefe que un
periódico cuervista, El Progreso, bautizó con el nombre de conservador,
emprestado a un partido francés, al que entre nosotros lo ha llevado desde 1848.

58
No se compone impunemente un partido con elementos discordantes, aunque de
aparente analogía; ni impunemente los partidos políticos ponen su suerte en
manos de caudillos de poderoso ascendiente, haciendo consistir su mayor fuerza
en el prestigio que estos tengan. Bien considerada la naturaleza de las cosas, los
elementos tradicionista y dictatorial o militar, son antagonistas; pues si el
primero se apoya en la autoridad de la tradición y de los viejos hábitos, y de
ordinario busca arrimo a la sombra de la Iglesia o de la influencia clerical, siendo
radicalmente quietista, el segundo, voluntarioso de suyo, dominado por
impulsos súbitos, solícito de popularidad y ambicioso, cuenta demasiado con la
fuerza de las armas, opone al prestigio de la religión y de los hábitos el de las
victorias y el valor, es poco o nada respetuoso por la ley, está siempre dispuesto a
jugar su suerte en un golpe de Estado, a estilo de las sorpresas o golpes de mano
tan comunes en las campañas, y se aviene poco, por educación, con el espíritu
religioso (sincero o supuesto) que da su mayor fuerza a los tradicionistas.
A más de estas circunstancias generales, el carácter y los antecedentes del general
Mosquera le predisponían a la rebelión contra la disciplina del partido
conservador, y particularmente de la fracción tradicionista. Si el doctor Ospina
obraba como una lima sorda, el general Mosquera funcionaba como una espada;
y los dos instrumentos no pueden trabajar juntamente ni armonizar sus efectos.
El general Mosquera, amigo del boato y de los efectos ruidosos, anheloso de
renombre, despreocupado hasta la incredulidad, vanidoso en sus actos de
generosidad, como en los de violencia, incapaz de someterse por su
temperamento esencialmente dictatorial, a ninguna influencia ni autoridad
superior, ni de tolerar que otro poder moral le rivalizara; el general Mosquera,
más propio para gobernar a la Bolívar que a estilo jesuítico, no podía ser el
hombre que los reaccionarios necesitaban para mantenerse en el poder por
mucho tiempo. Inquieto de genio, y tan deseoso de popularidad como de hacerse
perdonar unos desmanes de que habían sido víctimas muchos liberales, su
camino natural era el de las grandes reformas, del movimiento y del progreso; y
con esta política tenía que minar completamente y hacer derrumbar el edificio
levantado por los reaccionarios.
Desde temprano el presidente Mosquera emprendió la reforma de casi todos los
ramos de la administración, en un sentido notoriamente liberal y progresista; y
en breve al sentir las resistencias que los viejos conservadores le oponían, se le
vio sacudir el freno con que probaban a sujetarle sus copartidarios.
No tardó en ir separando de su lado a los más recalcitrantes, dejando consigo a
algunos de los más ilustrados y progresistas, como Pombo y Mallarino, al propio

59
tiempo que solicitaba la cooperación de liberales tan adelantados como el doctor
Florentino González.
Así, cuando en 1848 se abrió la nueva campaña electoral, el liberalismo había
cobrado tanto aliento, que pudo emprender la lucha con un candidato propio,
trazándole su programa, medir sus fuerzas contra tres fracciones adversas, y
ganar la victoria. No sólo el general Mosquera había desorganizado al partido
conservador con su política reformadora, haciendo ver al pueblo que el progreso
tenía el apoyo de la administración, sino que paladinamente hablaba contra los
tradicionistas, a quienes llamaba los beatos camanduleros y rabilargos o cuando
menos pelucones, y se esforzaba por crear un nuevo partido, que denominaba
nacional, compuesto de conservadores progresistas y liberales moderados.
De ahí la división que se introdujo en las filas conservadoras. Los conservadores
más moderados, en lo general pero descontentos con la política del general
Mosquera, escogieron como candidato para la Presidencia a un enemigo personal
de éste, antiguo boliviano y jurisconsulto muy notable: el doctor José Joaquín
Gori. Los tradicionistas o recalcitrantes, intransigentes con la libertad y el
progreso, adoptaron como candidato al doctor Cuervo, esperando recuperar el
terreno perdido durante la administración Mosquera. Por último, los pocos
ministeriales que quedaban (pues aquella administración acabó por
despopularizarse de un modo patente) personificaron en el doctor González su
aspiración a constituir el consabido partido nacional de problemática vida y que
nunca llegó a tener alma ni cuerpo.
A los tres candidatos mencionados, el partido liberal opuso uno solo: el general
José Hilario López; el que en 1828 se había encarado en Popayán contra la
dictadura de Bolívar; el que en 1831 había salvado la República, encabezando la
reacción liberal contra la dictadura de Urdaneta. Y López, que en las elecciones
populares obtuvo por sí solo mayor número de votos que los de Cuervo y Gori
reunidos, faltándole muy pocos para alcanzar la mayoría absoluta, y con ésta la
elección popular, logró el triunfo en la memorable sesión del 7 de marzo de 1849,
debido a la firmeza de los liberales, al entusiasmo popular, a la adhesión de
algunos partidarios de Gori, derrotados en el primer escrutinio del Congreso, y a
la actitud del general Mosquera, como presidente que iba a cesar en sus
funciones.
Mucho clamaron los vencidos contra la elección (y no los goristas ni los
gonzalistas, sino solamente los cuervistas), alegando que había sido el resultado
de una coacción; pero los hechos materiales y morales destruían tal alegación,
inventada sólo para cohonestar una violenta oposición preconstituida y una

60
futura insurrección predicada con ahínco desde que el general López se
posesionó de la Presidencia. Ni el Congreso de 1849 alegó cosa alguna, en las
muchas ocasiones en que pudo hacerlo, contra el carácter constitucional de la
elección; ni el presidente saliente admitió la idea de la coacción, puesto que el
mismo día 7 de marzo reconoció la incuestionable validez de la elección, y poco
después entregó el mando al general López con protestas explícitas de
acatamiento y de respeto.
Así volvía el partido liberal al poder, después de doce años de infortunios,
pruebas y desastres, y de una situación de inferioridad que sólo había sido algo
suavizada durante la progresista administración del general Mosquera, en los
años de 1846 a 49. La marcha de la República iba a variar muy notablemente, y
los papeles de nuestros partidos quedaban cambiados.
V
La posición del partido liberal, al recuperar el poder el 1º de abril de 1849, era
difícil, y sus dificultades provenían de cuatro causas, a saber: primera, la
inexperiencia general de los liberales en las labores de la administración,
privados como habían estado, durante doce años, de intervención directa en el
gobierno; segunda, la oposición violenta de los conservadores, declarada por
medio de la imprenta y en la Cámara de Representantes, en cuyo seno contaban
con una pequeña mayoría; tercera, el estado poco lisonjero en que el general
Mosquera dejaba el Tesoro público, lo que era un grave embarazo para sostener
la política reformista de los liberales; y cuarta, el carácter del general López.
El general López era, ante todo, un soldado valiente, pero humilde como tal; un
hombre profundamente honrado, patriota, abnegado y de sanas intenciones;
pero como no tenía grandes talentos ni una ilustración de primer orden, confiaba
poco en sus propias fuerzas, y con razón, era tímido y vacilante en sus opiniones
respecto de pormenores o desarrollo de las ideas políticas, bien que firme en sus
sentimientos y en los principios cardinales del liberalismo. Y habituado como
estaba a la escuela práctica pero poco amplia en que se había formado, o
fluctuaba entre diversas tendencias liberales, o daba la preferencia a las ideas de
sus antiguos copartidarios, más avezados a la acción de partido o de lucha que a
las concepciones atrevidas y la lógica de un liberalismo juvenil, resuelto y
avanzado.
El general López era un buen liberal de la escuela de Santander: poco entusiasta
por las novedades, poco doctrinario, adicto a la legalidad, temeroso de las
reformas que no habían sido experimentadas, y bastante inclinado al sistema (en
nuestro sentir contradictorio) de apoyar o defender la libertad con medidas

61
fuertes y desarmando a la autoridad lo menos posible. A la misma escuela
pertenecían liberales muy notables, como Rojas, Mantilla, Obaldía, Lleras y
muchos otros; hombres que habiendo sufrido mucho durante los doce años,
después de haber servido con entusiasmo al liberalismo santandereano,
consideraban muy peligrosa toda reforma que, a título de dar sueltas a la libertad
y regenerar nuestras poblaciones, diera también armas al partido conservador
para sostener su oposición, con todos los recursos que la libertad republicana
procura por igual a todos los partidos.
Pero aquellos buenos patriotas, sinceros en sus restricciones, respecto de la
política, no contaban suficientemente con dos nuevos elementos que habían
vigorizado el liberalismo recientemente. Mientras que los conservadores
gobernaban, la juventud liberal estudiaba, descubría nuevos horizontes, se
empapaba en las ideas que germinaban en Francia, se llenaba de fe y esperanza,
y comprendía con mucha latitud los problemas de la libertad y la República; en
tanto que, por otro lado, el elemento obrero, pobre, desvalido, ignorante hasta
entonces y privado de toda influencia en la política, se abría camino por medio
de las sociedades democráticas, se organizaba en éstas como un cuerpo político,
mostraba aspiraciones a la independencia, y pedía, sin comprender
suficientemente las cuestiones sociales, grandes reformas y amplias libertades.
Los viejos liberales, para quienes los doce años transcurridos de 1837 a 1849 eran
sólo un paréntesis puesto a su acción política, no se hicieron cargo
suficientemente de la transformación que debía operarse en el liberalismo
santandereano, a virtud de las nuevas ideas de la juventud, de los hechos que se
habían verificado en el mundo, del impulso progresista dado por la
administración Mosquera, y de la actitud social que tomaba entre nosotros el
elemento democrático. La falta de perspicacia, elasticidad y fe en los viejos, y de
modestia, experiencia y prudencia en los jóvenes, originó en breve fluctuaciones
entre los liberales que, si no se notaron desde un principio, merced a la imperiosa
necesidad que ellos tenían de obrar unidos para resistir a la violencia de la
oposición, y luego a la insurrección tradicionista de 1851, se pusieron de
manifiesto en 1852; produciéndose entonces un escisión patente y profunda en
las filas del partido liberal.
No es nuestro ánimo historiar los hechos que marcaron la política de la
administración López y del liberalismo gobernante. Basta a nuestro propósito,
que es sólo el de seguir el hilo de la formación histórica y filosófica de nuestros
partidos, hacer notar la época en que el radicalismo apareció, no sólo formulando
sus doctrinas y haciendo sentir su influencia en la política, sino preparándose

62
triunfos de mucha significación, que subsisten aún y subsistirán como los
fundamentos del derecho público de Colombia.
Mientras que el elemento obrero tenía su organización en las sociedades
Democráticas (de liberales) y Católico populares (de conservadores), la juventud
tenía su brillante núcleo en la Escuela republicana de Bogotá. Allí dijimos, cual
más cual menos, grandes despropósitos y, sin haber estudiado ni comprendido a
fondo el socialismo, generalmente hicimos, jóvenes, casi, imberbes aún, profesión
de socialistas; pero también mostramos que teníamos corazón y éramos capaces
de emprender todas las reformas sin arredrarnos, sosteniéndolas con la palabra y
con la pluma y en caso necesario, como lo hicimos más tarde, con el fusil del
soldado. Y es lo cierto que la Escuela republicana ejerció con sus ideas, su
entusiasmo y su fe, en 1850 y 1851, una grande influencia sobre la juventud de
toda la República.
De allí nació lo que entonces se llamó el golgotismo, apodo tomado de una
expresión del que esto escribe; y aquello que en un principio fue sólo al parecer
una escuela de soñadores, se hizo en breve fuerte fracción del partido liberal;
midió sus fuerzas como partido radical en las elecciones de 1852; impuso
completamente sus ideas en la Constitución de 1853, así como las iba haciendo
formular en muchas leyes; al verse agredido por la liga de los elementos militar y
democrático, luchó con resolución, en 1854, venció a la dictadura, hizo destituir a
Obando de la Presidencia, y formando luego en la oposición, se constituyó en el
generoso defensor de los vencidos.
¿Qué cosa era el radicalismo, tal como se mostró en sus primeros años? Era una
mezcla extraña de las más adelantadas doctrinas liberales, conformes a la escuela
economista, y de algunas vagas concepciones, o más bien declamaciones, de un
socialismo democrático mal comprendido y digerido, consistente más en el
lenguaje y el estilo que en las ideas y los hechos. Los rasgos dominantes en el
radicalismo eran: una gran sinceridad de convicciones y entusiasmo; una fe
profunda y casi ciega en la justicia y la lógica de la libertad; un espíritu ardiente
de reforma que a todo se atrevía; y un generoso sentimiento de filantropía y de
probidad política, que hacía desear a los radicales la libertad para todos y el goce
del derecho para todos, sin distinción de clase ni partido. Ellos se preocupaban
poco o nada de los intereses de partido, y como doctrinarios ingenuos,
inexperimentados y puros, daban su exclusiva preferencia a la propagación y el
triunfo de sus ideas.
El doctor Murillo, uno de los más jóvenes entre los liberales notables de aquel
tiempo, vino a ser el jefe natural de los radicales. Durante los tres primeros años

63
de la administración López, él había sido el blanco principal de la oposición y el
alma de la política liberal; lanzándose con audacia en la vía de las reformas,
haciendo frente a la influencia de los viejos liberales, obrando como el brazo
derecho del general López, llegando hasta llamarse socialista, dando el tono a la
prensa liberal, apoyándose al propio tiempo en la juventud y en las sociedades
democráticas, y procediendo con la resolución de un revolucionario oficial, sin
cejar ante ningún obstáculo. Nadie tuvo en aquel tiempo tanta popularidad ni
tanto prestigio como el doctor Murillo, excepto Obando; y sí éste subió a la
Presidencia, puede decirse que lo debió a la organización de las sociedades
democráticas y al noble sentimiento que dominaba al partido liberal en favor del
prohombre que tanto había sufrido en el destierro.
La influencia del militarismo y de los hombres de partido predominó en 1852:
cayó el doctor Murillo de la Secretaría de Hacienda, y se pronunció abiertamente
el fraccionamiento de los liberales; pero quedó constituido el partido radical,
dejando aseguradas la completa abolición de la esclavitud y muchas otras
grandes reformas; y si fue derrotado al sostener la candidatura de Herrera contra
la de Obando, ganó las elecciones para el Congreso, de tal suerte, que en la
Constitución y las leyes de 1853 consagró su programa o credo político, echando
las bases fundamentales de las libres instituciones que hoy nos rigen.
Así se venía a producir una división profunda del partido liberal que, si en parte
fue motivada o más bien exacerbada por disentimientos personales, y por la
exaltación de unos y otros, tuvo su verdadero origen en una inconciliable
discordancia de convicciones filosóficosociales, de tendencias y medios de acción
política, y de sentimientos filantrópicos o humanitarios. Los viejos liberales,
como estancados en sus ideas de 1831 al 40 y petrificados casi por el espíritu de
partido, pensaban más en dominar o mantenerse en el poder, que en regenerar el
país haciendo germinar las semillas regadas en nuestro suelo por los grandes
revolucionarios de 1811 y 12; y al proclamar los liberales jóvenes la plenitud de
los principios republicano-democráticos, no pudo menos que romperse la
antigua unidad del liberalismo, naciendo en su seno dos partidos antagonistas.
Las consecuencias del antagonismo fueron demasiado graves. Los conflictos de
1853; la insurrección militar y dictatorial de Melo en 1854; la política reaccionaria
del señor Obaldía después del 4 de diciembre; la vuelta de los conservadores al
poder, desde 1855 a medías, por completo en 1857, y tantos otros hechos que
precedieron al advenimiento constitucional de la federación: tales fueron los más
notables resultados del antagonismo entre liberales y radicales, hábilmente
beneficiado en su provecho por los conservadores.

64
VI
Cuando un partido político se fracciona, el hecho proviene, o de circunstancias
pasajeras, las más veces puramente personales, o de una diferencia sustancial de
convicciones o principios entre las fracciones antagonistas. En el primer caso, la
división cesa de suyo tan luego como desaparecen o pierden su importancia los
personajes cuya competencia de influencias ha ocasionado la perturbación de las
antiguas relaciones, y no es difícil allanar las dificultades de la política. En el
segundo, el germen del antagonismo reside en hechos y tendencias sociales que a
nadie es dado extirpar prontamente, y bajo las apariencias de una lucha de
ambiciones enemigas se disputan el campo principios tan inconciliables por su
naturaleza, como por su modo de obrar.
Acontece entonces que, por una fuerza de reacción inevitable y de pasiones
sobreexcitadas, aquellos que en antes habían formado un solo partido, se miran y
tratan luego, al figurar como adversarios, como los peores enemigos. Cada bando
o fracción hace de su predominio un punto de honor, y busca por todos los
medios posibles, la satisfacción de sus agravios o el triunfo de su causa política;
sin que unos y otros caigan en la cuenta, al hostilizarse, de la victoria que
preparan al común adversario de otro tiempo.
Tal sucedió en 1853 con el partido liberal. Los viejos liberales, los hombres de
partido, se sintieron humillados con los brillantes triunfos que obtuvo el
radicalismo, tan joven como era e inexperimentado en la política; triunfos
patentizados por la Constitución de 1853, la más liberal y descentralizadora que
el país hubiera conocido, y con numerosas leyes que desde 1850 habían venido
produciendo en toda la legislación los más profundos cambiamientos.
A medida que el radicalismo había ido ganando amplía esfera de acción, tanto en
la conciencia popular como en las instituciones, había ido también depurándose
y disciplinándose: lo primero, porque la discusión y la lógica probaban que toda
veleidad o teoría socialista, nacida únicamente de la exageración del sentimiento
filantrópico, era incompatible con el verdadero liberalismo, cuya síntesis
consistía en la noción del derecho individual y de una espontánea y libre
iniciativa de todos los ciudadanos; y lo segundo, porque la intervención en el
manejo de las cosas públicas iba madurando el espíritu juvenil y la ardorosa
confianza de los radicales, y mostrándoles que hay en la política o los hechos
sociales dificultades que sólo el tiempo puede vencer, y que patentizan la
imposibilidad de someter los fenómenos del gobierno al rigor matemático de los
números o a la inflexible rigidez de las teorías científicas.

65
El radicalismo triunfó no sólo en el Congreso de 1853, sino también en el mayor
número de las legislaturas que en aquel año eligieron las provincias, y en las
constituciones municipales que aquellas expidieron; siendo de notarse que las
ideas radicales habían calado principalmente en las provincias del Norte, en las
de la costa del Atlántico y en las riberas del Cauca. Pero también se vio desde
temprano que, sí por una parte el radicalismo triunfaba en las instituciones, se
organizaba en muchas provincias posesionándose del gobierno local, se
depuraba despojándose de ciertas exageraciones y de toda tendencia socialista, y
se preparaba, mediante las elecciones, una posición preponderante en el
Congreso de 1854, por el contrario aglomeraba sobre su cabeza odios ardientes
de uno y otro lado, y tropezaba desde luego con la violenta hostilidad de los
"liberales", llamados entonces "draconianos" por su adhesión a la pena de muerte
y otras antiguas instituciones; hostilidad que, sostenida con todo el poder oficial,
había de conducir no muy tarde a un rompimiento armado y no poco sangriento
y desastroso.
Diversos episodios de 1853 patentizaron en Bogotá que la principal fuerza de los
liberales, encabezados por el presidente Obando, se componía del ejército y de
los artesanos, estos organizados en sociedad democrática, y aquellos resueltos a
sostener las instituciones militares y más o menos apercibidos para la lucha; en
tanto que la fuerza de los radicales se hallaba en la juventud, tan elocuente en la
tribuna como briosa y emprendedora por medio de la prensa.
Extraño, muy extraño nos parece hoy el rudo antagonismo que medió en 1853 y
54 entre los artesanos y la juventud; antagonismo que, por fortuna, cesó
completamente desde 1859 o 60. Su causa era la misma: la libertad democrática,
la regeneración del país en todo sentido; y nadie defendía con más calor que los
radicales el interés político y social de las masas populares. Sin embargo, se
detestaban recíprocamente gólgotas y democráticos, cual si sus principios e
intereses fueran incompatibles o inconciliables.
Al instalarse el Congreso de 1854, se vio patentemente que los dos partidos
originados del viejo liberalismo se preparaban resueltamente para disputarse el
campo de la política: los liberales, dueños del gobierno general, del ejército y de
las "democráticas" de Bogotá, el Cauca y varias ciudades; y los radicales, fuertes
en la prensa, casi en mayoría en el Congreso y dueños del gobierno municipal de
muchas provincias.
Cuestiones relativas al ejército y al Colegio militar, a la interpretación de algunos
artículos constitucionales, y a la política ministerial, exacerbaron en breve el
antagonismo: siendo de notar que los radicales tenían que hacer frente, al propio

66
tiempo, a las maniobras del partido conservador, fruto de una inveterada
incompatibilidad de hombres, tradiciones y principios, y a la guerra
parlamentaria, oficial y tipográfica de los ministeriales.
Preparados Obando, el ejército y los gobiernistas para la lucha, y mostrándose los
radicales resueltos a arrostrar todo peligro, el rompimiento podía producirse el
día menos pensado, bien que todos lo veíamos cada vez más próximo. Un día,
moroso Obando todavía en declararse, porque él era sinceramente republicano y
muy poco adicto a los golpes de Estado, en términos de pensar más en
defenderse que en atacar, una circunstancia personal precipitó los
acontecimientos. El general José María Melo, hombre admirablemente propio
para disciplinar tropas, pero ignorante, sin talentos, inepto del todo para la
política y sin prestigio alguno fuera del círculo gobiernista de Bogotá, había
cometido, ejerciendo la comandancia del ejército, un grave abuso de autoridad,
dando muerte una noche, en estado de embriaguez y sin voluntad alguna ni
premeditación, a un cabo del escuadrón en cuyo cuartel vivía. Levantóse el
sumario por la autoridad civil, y el 15 de abril de 1854, una vez comprobado el
homicidio, estuvo listo en borrador el auto que el juez iba a dictar, declarando
haber lugar a formación de causa.
Súpolo Melo, conferenció con Obando y otros personajes del gobierno y de su
partido, y no hallando gran disposición en aquel para encabezar
inmediatamente una revolución y proclamar su propia dictadura, en reemplazo
de su autoridad constitucional, resolvió efectuar el movimiento por su cuenta y
riesgo. Tal fue la causa inmediata de la rebelión militar del 17 de abril,
consumada por el comandante general y el ejército, con el consejo de muchos
personajes ministeriales y con el apoyo entusiasta y sincero de los artesanos, para
quienes el movimiento era una evolución patriótica y favorable a la libertad.
Con tan extraña insurrección de origen oficial, Obando pasaba, de presidente
constitucional que era, a ser el prisionero aparente del comandante general del
ejército en que se apoyaba. Melo se convertía en un dictador adocenado y
estúpido, evitando el banco de los acusados para ocupar el bufete de un gobierno
desordenado, efímero y de campamentos; y los radicales y los conservadores, de
enemigos mortales que habían sido hasta el 16 de abril, tenían el 17, casi por
igual perseguidos, que hacer causa común y unir sus fuerzas, junto con algunos
liberales incontrastablemente patriotas y leales, como el ilustre López, como el
talentoso y malogrado Plata, como el desgraciado Matéus (Antonio), para
defender la causa constitucional y dar en tierra con el militarismo y la dictadura.

67
El choque fue violento y la lucha se prolongó mucho más de lo que era de
esperar, ya por inexperiencia de los radicales en el norte, sobrado impacientes
por vencer y demasiado confiados en su actividad e intrepidez, ya por las
reciprocas desconfianzas que reinaban en el ejército del sur, mandado por López
y París, ante adversarios, y compuesto de jefes y cuerpos en que figuraban
confundidos a miles los conservadores, los radicales y los liberales fieles a la
Constitución y adversos a las dictaduras.
Pero en tanto que todos combatíamos, los conservadores no perdieron el tiempo
para la política futura: prestaron mucha atención a la elección popular de
vicepresidente de la República, verificada en plena guerra civil, y la ganaron casi
sin disputa, obteniendo la mayoría el doctor Manuel María Mallarino, candidato
conservador; triunfo de mucha importancia para este partido, toda vez que se
consideraba infalible la destitución del presidente Obando, el día que el
Congreso se reuniera para juzgarle.
En efecto, la triple coalición de radicales, conservadores y liberales no melistas,
triunfó definitivamente en Bogotá, el 4 de diciembre de 1854, habiendo figurado
en las campañas, radicales como Herrera, Franco, Matéus (Ramón), Mendoza,
Justo Briceño, Vanegas y Santos Gutiérrez, que después había de hacer un gran
papel; liberales como López y Plata, de primera importancia, y conservadores
como Herrán, Mosquera, París, Arboleda, Briceño (Emigdio), Posada, Henao,
Giraldo y tantos otros notables. El Congreso se reunió en febrero de 1855, declaró
electo vicepresidente a Mallarino, juzgó y destituyó a Obando; y de esta suerte el
partido conservador pudo considerarse restituido a la posesión del poder. Así, la
división del partido liberal, ocasionada tanto por las tendencias reaccionarias de
los antiguos liberales, como por la exageración de espíritu reformista de los
radicales, facilitó la vuelta de los conservadores al gobierno de la República, sin
que estos debieran su triunfo a una verdadera mayoría numérica.
Pero el triunfo del partido conservador con Mallarino, estuvo muy lejos de ser
completo. Mallarino, hombre vehemente y exaltado, cuando se hallaba en la
oposición, era singularmente moderado cuando tenía sobre sí la responsabilidad
del gobierno. ¿Por qué? Su temperamento sicofísico y moral y la índole de su
capacidad y de su educación lo explican. Sumamente nervioso e impresionable,
estudioso por extremo, galante en su decir, en su estilo y sus maneras, y muy
celoso por la corrección en las formas, tenía el espíritu muy noblemente
cultivado, era más literato y sabio que político, más orador que hombre de
partido, y le dominaba un alto sentimiento de justicia y de benevolencia. No era
pues hombre adecuado para prohijar las pasiones violentas que de ordinario
caracterizan a los partidos; no tenía instintos agresivos ni espíritu de dominación,

68
y se complacía mucho más viviendo en las regiones serenas del pensamiento,
cultivando los clásicos latinos, resolviendo problemas de matemáticas y
manteniendo el ameno y grato comercio de las relaciones sociales, que prestando
sería atención a las inquietudes y luchas envenenadas de la política militante.
De ahí el carácter político de Mallarino, tan respetable y simpático aun para sus
mismos adversarios: más que un político de acción, era un conservador
doctrinario, temeroso de la libertad demasiado amplía, pero amigo del progreso
y muy sinceramente republicano: era, en suma, un pensador filósofo, de corazón
benévolo y espíritu lleno de erudición y de cultura. Un hombre de este linaje no
podía ser violento ni extremoso al gobernar; mayormente cuando la situación de
paz que iba a conducir como jefe del gobierno, era obra de una alianza ocasional
entre radicales, conservadores y liberales.
Así la administración Mallarino fue profundamente conciliadora y moderada,
caracterizándose desde un principio con la reunión de hombres que
representaban diversos elementos políticos: Pombo, un hombre profundamente
honrado, sabio y bondadoso, que reunía a una laboriosidad y una tendencia
administrativa muy conservadoras, un espíritu de progreso y una confianza
ingenua enteramente radicales; Plata, hombre de fuerte cabeza, carácter reposado
y gran conocimiento de los negocios y los hombres, que representaba el viejo
liberalismo y la solidez del pueblo o tipo santandereano; Cárdenas (Vicente),
conservador muy decidido y de la escuela intransigente, pero de precedentes
honrosos, afable y moderado en su trato, de muy notable capacidad y entendido
en el manejo de los negocios públicos; y por último, Rafael Núñez, joven de
carácter apacible que reunía en su admirable espíritu, a la exquisita sensibilidad
de una naturaleza suave y amante, la fe y las altas concepciones del poeta, la
mesurada compostura del pensador y escritor estudioso, y la penetración y
solidez de juicio del hombre de Estado.
Bajo la influencia benéfica de la administración Mallarino, se consolidó la paz
general, recuperando el país, en gran parte, las fuerzas perdidas durante la
guerra civil de 1854; se restableció la regularidad en las prácticas de gobierno y
administración; se puso tranquilamente a prueba la Constitución del 53,
patentizándose que nuestra sociedad estaba ya generalmente madura para
aceptar y hacer efectivas las grandes reformas adoptadas; la opinión pública
pudo poner de manifiesto sus tendencias con entera libertad de discusión y
acción; y los partidos políticos tornaron a medir sus fuerzas y desarrollarlas por
completo, definiéndose claramente sus respectivas aspiraciones.

69
VII
La Constitución de 1853, no sólo era radicalmente liberal, pues consagraba los
más adelantados principios que la filosofía política puede proclamar,
armonizando el gobierno de los pueblos por sí mismos, con la plenitud del
derecho individual; sino que contenía en una disposición el germen de una
revolución legal de grandes consecuencias. Si el ilustre Florentino González
había hecho vanos esfuerzos como senador y como publicista, por hacer aceptar
desde 1853 el régimen federal, no era por falta de opinión federalista que
entonces se rechazaba tal reforma. Los liberales del círculo de Obando eran ya
generalmente adversos a la federación, porque temían que con este nuevo
régimen político perdiera el partido liberal las ventajas de la posesión del poder;
pero casi todos los radicales eran federalistas, y tenían fe en los buenos
resultados de tan radical reforma.
Sin embargo, hubo entonces necesidad de transigir, por combinaciones de
mayorías, adoptando un término medio, en cuanto a la forma de gobierno, que
consistía en crear desde luego una amplia descentralización, y permitir la
creación parcial de Estados federales, por medio de simples leyes, en caso de que
luego solicitasen algunas provincias el ser erigidas en Estados y gobernadas
como tales. Tal disposición constitucional fue, como decimos, el germen de la
federación de toda la República.
Se alegó para consignar en la Constitución aquel permiso dado al legislador, que
las provincias del Istmo de Panamá podían necesitar una organización especial,
en forma de Estado federal dependiente del gobierno nacional, a causa del
semiaislamiento geográfico del Istmo, de su gran distancia respecto de la capital
de la República, y de los intereses y las necesidades especiales, que hacía nacer
allí el libre tráfico del mundo; y en efecto, al darse la autorización constitucional,
pareció que sólo se tenía en cuenta el interés de las provincias del Istmo.
Los radicales comprendieron que no se podía pasar repentinamente de una
centralización rigurosa como la que existía (creada desde 1843) a la cuasi
independencia de los Estados en la federación; sino que, por una parte, convenía
crear, con la descentralización, una escuela práctica de gobierno propio, y por
otra, importaba no alarmar a los antifederalistas, con detrimento de las reformas
que tendían a descentralizar el gobierno cuanto fuera posible.
Así, la federación, preparada en la opinión pública desde muchos años atrás, y
oficialmente admitida como posible en 1853, fue una obra de ejecución paulatina,
aparentemente dislocada, pero inevitable. En 1855 se expidió una ley creando el
Estado federal de Panamá, a petición de las cuatro provincias en que estaba

70
dividido al Istmo; y a su vez las tres provincias antioqueñas pidieron y
obtuvieron que las cámaras por ley de 1856, formasen con ellas el Estado de
Antioquia.
Desde aquel momento la situación de la República, compuesta de unas veintiséis
Provincias y dos Estados, fue tan anómala, por la dualidad de régimen en el
gobierno y la desigualdad de condición política de los pueblos, que se reconoció
la imperiosa necesidad de extender la federación a todo el país, dando a la nación
entera la armonía indispensable de instituciones, organización y movimiento
político.
Quiso el Congreso proceder con entero conocimiento de las opiniones populares,
en lo tocante a la forma federativa, con tanta mayor razón cuanto que la idea de
la federación era rechazada como disociadora y propia para reducir el país a la
impotencia, por una fracción considerable del partido liberal y el mayor número
de los conservadores; por lo que se resolvió pedir a las legislaturas de las
provincias un voto explícito respecto de la forma que debiera tener el gobierno
de la República.
De las veintiséis provincias que la componían, aparte de los dos Estados
recientemente creados, unas diecisiete, que contenían una población de más de
1.800.000 almas, pidieron la federación; unas cinco, con una población de 400.000
habitantes, se pronunciaron por la negativa, y cuatro, cuya población total no
excedía de 200.000 habitantes, se abstuvieron de emitir opinión alguna. Con estos
datos, el Congreso de 1857 no vaciló en acometer la federalización definitiva y
completa del país, creando a más de los Estados de Panamá y Antioquia, los de
Bolívar, Boyacá, Cauca, Cundinamarca, Magdalena y Santander; sin que hubiera
serías controversias en las cámaras, sino en lo tocante a la división territorial o la
composición física de los Estados.
Aquella división no pudo ser más inconsulta, ni más contraria al interés
permanente de los pueblos y a una sana previsión de las dificultades que habrían
de sufrir tarde o temprano. Ni se creaba un Distrito federal para la residencia del
gobierno nacional, ni se dejaban aparte para gobernarlos directamente con
provecho, algunos vastos territorios que, por diversos motivos, requerían un
régimen especial, tales como los de las regiones del oriente y el sudeste
(Casanare, San Martín y Caquetá), las del bajo Atrato y el Darién, y la importante
península de la Guajira; y en cuanto a los Estados, se creaba un número
innecesario, y algunos quedaban sin suficientes elementos de desarrollo.
En efecto, el Cauca quedaba monstruosamente grande, abarcando la mitad del
territorio de la República, desde las fronteras de Venezuela, del Brasil, del Perú y

71
del Ecuador, hasta el seno del golfo de Urabá o la desembocadura del Atrato en
el Atlántico, extendiéndose además sobre un inmenso litoral del Pacífico. Los
Estados de Bolívar y el Magdalena, destinados a formar por largo tiempo uno
solo, desde el Peñón y el Banco para abajo, sobre las dos márgenes del río hasta
abarcar todo el litoral del Atlántico entre el golfo de Urabá y la Guajira,
quedaban sin suficientes recursos, condenados a una especie de antagonismo
artificial, y uno de ellos principalmente, el del Magdalena, en patente impotencia
para gobernarse bien y prosperar, por escasez de población, riqueza y rentas. El
de Santander debió quedar redondeado con la parte norte de Boyacá y toda la
provincia de Ocaña; y el de Boyacá, sin salida propia sobre el Magdalena, y en su
mayor parte pobre, debió quedar libre del territorio de Casanare, dueño de los
ricos cantones que forman el norte de Cundinamarca, y con todo el territorio del
cantón de Vélez, sobre la margen derecha del Magdalena.
¿De qué causas provinieron estos y otros graves defectos de que adoleció la
primitiva organización federal de la República? De la composición que tuvo en el
Congreso de 1857 la mayoría federalista. Los radicales y liberales no formaban
mayoría por sí solos, y aun algunos de ellos como Miguel Samper, Ricardo de la
Parra y Vicente Herrera, eran adversos a la idea de la federación. Pero había en el
Congreso un núcleo de conservadores federalistas (todos los de Antioquia y
algunos de la costa del Atlántico), y como su concurso era necesario para formar
mayoría, y ellos hacían de la federación un recurso de partido y de intereses
locales, sin descuidar por esto el interés general del partido conservador, dieron
la ley en todo lo relativo a la división territorial, apoyados en este asunto por el
voto de los conservadores centralistas.
El partido conservador acababa de triunfar en la campaña electoral, merced a la
profunda división que reinaba entre las dos fracciones liberales. Propuesta por
los radicales la candidatura del doctor Murillo para presidente de la República,
en tanto que los conservadores unidos sostenían la del doctor Ospina, los
liberales de mayor influencia (López, Obando, Plata, González y Cuéllar)
hicieron tan cruda guerra al radicalismo, que contribuyeron eficazmente al
triunfo de los conservadores. ¡Quién hubiera pensado entonces que, al obrar de
aquel modo, tales ciudadanos preparaban, sin quererlo, los elementos de una
guerra inevitable, y que luego, teniendo que pelear ellos mismos contra Ospina y
su partido, habrían de sacrificar la vida de tres de ellos, aliados, por una parte, a
su más acérrimo enemigo, el general Mosquera, y por otra, a los mismos
radicales de quienes fueron adversarios de 1852 al 56!
Electo presidente el doctor Ospina, por el sufragio universal introducido por los
radicales, y al favor de la oposición declarada a la candidatura Murillo por

72
muchos liberales, el partido conservador recuperaba el poder por completo. Y
con todo, los conservadores de Antioquia, antes que conservadores y antes que
todo antioqueños, quisieron hacer de su Estado un pueblo aparte, una especie de
Paraguay minero y medio israelita encerrado en el corazón de la República;
poniéndolo a cubierto, en cuanto fuera posible, del contagio del radicalismo y de
la acción de las instituciones liberales. Por eso se tornaron en federalistas, para
asegurar en su propia tierra el ultraconservatismo, e introdujeron en su partido
una división, verdadera dislocación, que le había de ser funesta. Pero también,
por interés de partido, formando mayoría con los demás conservadores, hicieron
de la división territorial un monstruo; creyendo dejar así medio seguros, al
partido conservador, de dominar la generalidad de la República, y al doctor
Ospina, de promover como presidente la reacción contra las instituciones
liberales y los progresos del radicalismo.
De ahí los dos extraños fenómenos de anomalía social y dinámica política de que
fue ejemplo la Nueva Granada en 1857. Por una parte, los conservadores, que
acababan de triunfar con la elección de Ospina y tenían, como partido
conservador, una pequeña mayoría en el Congreso, entregaban el fruto de su
triunfo nacional a los azares de la federación, descentralizando así del todo el
poder que habían ganado, pero queriendo asegurarlo por lo menos en Antioquia,
Cundinamarca y Boyacá, y al propio tiempo desorganizar la obra del liberalismo
realizada de 1849 al 53; y por otra, una República que, partiendo de la
descentralización administrativa y llegando hasta la política y civil, se dividía en
ocho Estados federales, pero se quedaba sin constitución, sin verdadero lazo de
unión, pues el de la Carta fundamental de 1853 quedaba roto.
Sin embargo, la opinión nacional era tan decididamente federalista, y el país
tenía tal necesidad de orden y tan pronunciado instinto de legalidad, que ni los
conservadores pudieron impedir la federación, ni los radicales y liberales
pensaron siquiera en desconocer la autoridad general del gobierno del doctor
Ospina. El país siguió tácitamente sometido a la Constitución del 53, en cuanto
podía ser aplicable al estado de federación, y el Congreso de 1858 reconstituyó
pacíficamente la República, bajo el nombre y la forma de Confederación
Granadina.
Pero si el doctor Ospina quedaba mandando; si su partido seguía en posesión del
gobierno general; si los conservadores, apoyados por los gobernantes, ganaban
luego las elecciones y quedaban dueños del campo en Antioquia, Boyacá,
Cundinamarca, Bolívar y aun Panamá, no por eso habían consolidado su
situación. Todo lo contrario. Al admitir la federación en 1857, y al contribuir a
organizarla con la Constitución federal del 58 y las que hubieron de darse los

73
Estados, consintieron, sin pensarlo ni quererlo, en su propia desorganización
como partido; dieron medios seguros al liberalismo de mantenerse a despecho de
toda reacción; reconocieron casi en su totalidad el programa radical, y firmaron
implícitamente su abdicación, como partido nacional, condenándolo, o a obrar
como rebelde, es decir anti-conservador, o a labrar su propia ruina al conservar
lealmente las libres instituciones de la federación.
En política, es una verdad demostrada que todo partido que abdica, arriando su
bandera y aceptando las armas y el terreno de su adversario, se suicida; porque
pierde su razón de ser y se desorganiza, y para los partidos toda la vida está en
su razón de ser o principio de justicia, y toda la fuerza, en su organización y su
lógica de programa y acción. Si al constituirse el país en Estados federales el
conservatismo podía subsistir o hacerse sentir por medio de la legislación civil y
penal, fiscal y de policía, de las restricciones que se impusieran al sufragio y al
régimen municipal, y de la organización que se diera a los poderes públicos,
también es cierto que la federación era por sí sola el testimonio más patente del
triunfo de la soberanía popular o de la idea democrática; en tanto que en la
Constitución federal quedaban consignados ciertos principios comunes de
derecho público que en lo sucesivo habían de ser el santuario de nuestra vida
republicana.
En cuanto al partido liberal, éste, aún fraccionado todavía, quedaba más fuerte,
moralmente, que el conservador. ¿Por qué? Porque le quedaba su programa, es
decir, su razón de ser, y su bandera. Su bandera natural era el sostenimiento de la
federación o de la autonomía de los Estados; su programa o credo, el desarrollo
indefinido de las libertades y los progresos consiguientes a las garantías
individuales y políticas que la Constitución de 1858 dejaba consagradas.
VIII
Se comprenderá que, al emprender este rápido estudio histórico-político, no
hemos querido, ni escribir una historia propiamente dicha, ni trazar un cuadro
de filosofía social. Lo primero requiere suma imparcialidad, gran serenidad de
espíritu, completo conocimiento de los hombres y de los hechos, y que estos, por
su distancia histórica, puedan ser claramente apreciados y rectamente juzgados;
y lo segundo, entrar en consideraciones científicas que harían necesario un
trabajo tan serio como reposado.
Ni tenemos los elementos de una historia, ni un estudio científico de la filosofía
de nuestra política seria en la actualidad suficientemente apreciado. Tampoco ha
sido nuestro ánimo hacer reminiscencias apasionadas, ni inculpaciones a ningún
partido. Hemos querido bosquejar a grandes trazos la monografía de los partidos

74
nacionales, y consideramos apenas los hechos capitales, como que son los más
adecuados para lograr nuestro objeto. Por tanto, haremos notar la situación de
los partidos de 1858 al 62, indicando las causas determinantes de su conducta, y
prescindiremos de todo lo que pueda parecer vituperio para aquellos mismos
partidos.
Al ponerse en práctica el régimen federal, los partidos se hallaron en breve
distribuidos así: el conservador, dueño del gobierno general y en plena posesión
de los Estados de Antioquia, Bolívar, Boyacá y Cundinamarca; el radical,
gobernando sin mayor oposición en el Magdalena y Santander; en Panamá,
donde las ideas no tenían muy marcado su camino, había una situación ambigua
entre liberales y conservadores; y el Cauca, Estado relativamente formidable por
su estructura, su extensión y el carácter belicoso de sus habitantes, quedaba en
manos del general Mosquera, quien, llamándose jefe del "partido nacional", de
pura fantasía, había logrado reunir en su apoyo a muchos liberales y
conservadores.
Desde luego comenzaron las dificultades. El doctor Ospina, a pesar de su gran
capacidad, su aventajada ilustración y su experiencia de gobierno, era el hombre
menos adecuado para ejecutar la nueva Constitución federal y gobernar con
acierto la República. ¿Por qué? Porque no era ni podía ser federalista; porque su
espíritu, esencialmente reglamentario, inflexible y antiliberal, bien que fuerte y
profundo en su género, no comprendía ni podía comprender la federación,
gobierno de libre iniciativa de los pueblos, de suma variedad en la unidad, y de
un mecanismo totalmente distinto de aquel que formaba el ideal del doctor
Ospina y había sido su instrumento de 1841 al 45.
El doctor Ospina, sinceramente reaccionario, creyó impotente a su partido para
luchar frente a frente con el radicalismo, después de 1853, y consideró que,
existiendo con tanta fuerza lo que él llamaba el mal, no quedaba otro medio de
aniquilarlo, sino exacerbándolo o exagerándolo, hasta lograr que sus excesos y
malos resultados abrieran el camino a una reacción saludable. Por eso, siendo
enemigo de la federación, votó por ella en 1856 y 57, y luego, como presidente de
la Confederación, en vez de aplicar sus talentos y prestigio a la práctica benéfica
de las instituciones federales, o de ceder el puesto a quien tuviera voluntad de
hacerlas fructificar lo mejor posible, lanzó a su partido en la vía de la reacción;
viéndose así en el predicamento de un guardián que entrega las llaves de una
casa a los que quieren asaltarla.
En breve comenzaron las maniobras e insurrecciones contra los gobiernos de que
disponían los radicales y el general Mosquera. En el Magdalena se

75
insurreccionaban los conservadores en Riohacha, desde diciembre de 1858, con el
apoyo moral, oficial y privado, del gobierno de la Confederación. En Santander,
tres insurrecciones sucesivas, encabezadas por jefes y empleados del gobierno
nacional, fueron causa de los mayores desastres, en 1858 y 60. Y en el Cauca,
armado con las armas de los parques nacionales, un jefe también de la
Confederación obrando en nombre del gobierno nacional se rebeló apellidando
la destitución del general Mosquera.
Poco necesitaba este caudillo, hombre de grandes recursos y eminente por
muchos títulos, para ceder a la provocación, dejándose tentar por el doble anhelo
de la ambición y del despecho. Federalista de la víspera, literalmente, pues sus
ideas y antecedentes y su temperamento moral no le llamaban por ese camino,
no podía perdonar a los conservadores que le hubieran rechazado su candidatura
en 1856; y al verse también atacado en su presidencia del Cauca, era natural que
al punto aprovechara la ocasión que locamente le ofrecían para buscar el
desagravio.
Como acontece cuandoquiera que hombres que tienen intereses análogos y
tradiciones comunes se sienten amenazados por un mismo peligro, radicales y
liberales, al verse dondequiera agredidos, olvidaron sus divisiones y
discordancias de los ocho años precedentes, y haciendo causa común se
apercibieron a la lucha. Hostilizados sin tregua en Santander y en el Magdalena,
atacados de frente en el Cauca, mal tratados en todas partes, particularmente en
Antioquia y Cundinamarca, y viendo en inminente peligro de ruina las
instituciones liberales, no vacilaron en unirse estrechamente y aceptar el combate
armado a que se veían provocados.
Pero sí, por su número, su inteligencia, sus principios, su resolución y los
elementos con que contaban, se sentían bastante fuertes, faltábales sin embargo
un jefe militar de considerable prestigio, capaz de hacer frente al partido
conservador y desorganizarlo, sin suscitar celos o rivalidades de influencia entre
los liberales. Ni Santos Gutiérrez tenía entonces la talla necesaria para
representar aquel papel, que por otra parte requería talentos políticos y una
amplia mirada, de que aquel carecía; ni López, ni Mendoza, ni Nieto (jefe
improvisado y mucho más civil que militar), ni ningún otro jefe liberal, tenían las
condiciones necesarias para dirigir la lucha. Mucho menos Obando, cuya caída
de 1854 al 55 le había reducido a la más completa nulidad política.
Los liberales unidos comprendieron, con el seguro instinto de la necesidad del
momento, pero sin prever mucho las consecuencias lejanas, que el único jefe
posible era el general Mosquera No vacilaron pues en ofrecerle la candidatura

76
para la Presidencia de la Confederación en 1861, para lo cual los conservadores,
por su parte, escogieron en un principio al general Herrán, federalista sincero y
hombre moderado, yerno del mismo general Mosquera; y cuando fue preciso
apelar a las armas, le dijeron sin rodeos: "Tumbemos entrambos juntos al partido
conservador y salvemos la libertad y la federación; vos seréis nuestro jefe".
La proposición fue aceptada, olvidando los que la hicieron y el que la aceptó, que
éste, durante casi toda su vida, había sido el más terrible enemigo de aquellos. La
política tiene de estas peripecias: en ocasiones engendra los sucesos menos
previstos o al parecer más imposibles.
Y en realidad, si para tiempos bonancibles y de riguroso reinado de las leyes, el
general Mosquera había de ser el hombre menos adecuado para obrar como jefe
del partido liberal, era el que mejor le convenía al tratarse de una revolución
armada. Mosquera se sentía agraviado por los conservadores, y era indomable en
su ambición; tenía el temperamento dictatorial y un espíritu prodigiosamente
activo y abundante en recursos, como se necesita para la guerra; y contaba con
una formidable base de operaciones, puesto que, gobernando el Cauca, podía
simultáneamente procurarse recursos por el Pacífico y el Atlántico, y al amenazar
a los conservadores por Antioquia y Cundinamarca, pues entonces hacía parte de
este Estado lo que hoy forma el del Tolima.
Sobre todo, Mosquera tenía dos ventajas personales que ningún otro jefe podía
reunir: él sólo equivalía para los conservadores a un gran ejército. Exagerada
parece esta expresión pero es la verdad. Por una parte, casi todos los jefes
militares, desde generales hasta comandantes y aun simples oficiales, con cuyos
servicios podía contar el gobierno de la Confederación (por ejemplo Espina,
Diago, Briceño, Torres Ucrós, Moreno y muchos otros que podíamos citar) había
militado bajo las órdenes del general Mosquera, y eran sus amigos personales y
admiradores; y si bien es cierto que, como hombres leales, no habían de hacer
traición a su causa por fidelidad personal a Mosquera, su ánimo no podía estar
dispuesto a hacerles tomar una actitud vehemente ni ejecutar grandes proezas
contra su antiguo jefe.
Por otra parte, el general Mosquera tenía tal prestigio militar, por sus talentos,
sus numerosas y ruidosas campañas, y su conocimiento del país y de los
hombres, que los gobiernistas le reputaban poco menos que invencible; creyendo
que no había jefe alguno que poderle oponer con probabilidades de triunfar de
él, o de reducirle siquiera a un avenimiento. Así, al quedar proclamado el general
Mosquera como jefe de guerra del partido liberal, la causa del gobierno nacional
y de los conservadores quedó sería y gravemente comprometida.

77
Encabezada la insurrección conservadora en el Cauca por Carrillo, en nombre del
gobierno general, Mosquera llamó en apoyo a sus nuevos aliados, y en breve
desbarató la rebelión, merced al entusiasmo de los liberales y a la abnegación con
que el general Obando, al encabezarlos para la guerra, se puso a las órdenes de
su más acérrimo enemigo. Pero el gobierno del doctor Ospina se apresuró a dar a
la derrota de Carrillo las proporciones de un desastre nacional, y en solicitud del
desquite, envió de Antioquia fuerzas sobre el Cauca, bajo el mando del general
Posada.
Irresoluto y de poco prestigio, pero talentoso y hábil, el general Posada era muy
capaz, si no para vencer a Mosquera por completo, a lo menos para detenerle en
su camino y obligarle a una transacción que pusiera término al conflicto. Así lo
probó en Manizales, donde, sosteniendo rudo combate y logrando casi vencer a
su adversario, obtuvo con singular habilidad la famosa esponsión que dejó en
suspenso las hostilidades. Conforme a los artículos de aquel acto, Mosquera
debía retirarse al Cauca, desarmar sus tropas y mantenerse en paz, reconociendo
la autoridad del gobierno nacional, mediante una completa amnistía. Pero es
fama que en un artículo secreto se estipuló que el general Mosquera dejaría la
presidencia del Cauca y se retiraría a Europa, con una dotación que le
suministraría el gobierno nacional.
Comoquiera que fuese, si la esponsión de Manizales hubiera sido aprobada y
cumplida, la causa de los liberales habría quedado perdida sin remedio, y el
general Mosquera completamente anulado. Pero el doctor Ospina, cuyo
inflexible orgullo y falta de genio político habían de causar la ruina del partido
conservador, no entendía de esponsiones en guerra civil; no comprendía que con
rebeldes, como él llamaba a Mosquera y sus copartidarios, pudiera haber
tratados ni conciliación alguna; y creyendo que la política era una cuestión de
matemáticas, de órdenes dadas y cumplidas, pretendía que le llevaran todos los
rebeldes maniatados para aplicarles el Código Penal, sin tener en cuenta la
opinión, ni los antecedentes, ni la conveniencia pública.
Dejó, pues, como en el aire, la esponsión de Manizales, sin aprobarla ni
desaprobarla; mas se apresuró a organizar una división que, a órdenes del
general París, valiente, honrado y leal, pero conciliador y paralizado por la
desconfianza del gobierno y sus órdenes secretas, debía atacar a Mosquera,
dirigiéndose al corazón mismo del Cauca. Mosquera se volvió a poner en armas,
y en Segovia destruyó completamente la división de París, sin que nadie pudiera
detenerle después en su marcha por el sur y occidente de Cundinamarca,
erigidos poco después, dictatorialmente, en Estado del Tolima.

78
Desde aquel momento el triunfo de los federalistas fue inevitable. Si en el Cauca
Obando había puesto su espada del lado de la revolución, en el Tolima arrojó
López en la balanza su esclarecido nombre, símbolo de modesto patriotismo
desinterés, lealtad y abnegación; y Cuéllar en el bajo Tolima; Plata, Justo Briceño
y muchos otros en Cundinamarca; Nieto, Riascos y otros jefes en el bajo
Magdalena, y Santos Gutiérrez, Salgar, Pradilla, Acosta y tantos otros en
Santander y Boyacá, hicieron ver que el movimiento era general, sumamente
serio y decisivo, y por lo mismo, irresistible.
Mosquera obró con suma actividad, organizando un pacto de alianza entre
Cauca, Tolima, Bolívar y Santander, y la revolución fue obteniendo ventajas
hasta reducir al gobierno de la Confederación a sólo una parte de Cundinamarca;
y el doctor Ospina, obcecado por completo, marchó de desacierto en desacierto.
Ofendió cruelmente a Herrán, haciéndole destituir súbitamente de la candidatura
para la Presidencia, que reemplazó con otra que para los liberales significaba la
guerra a muerte; desconfió de todos sus generales (Herrán, París, Espina, Posada,
Buitrago, Briceño, Riveros, etc.), imponiéndoles operaciones desastrosas y
recelándose de las aptitudes y lealtad de todos, y siempre inflexible en su orgullo
de magistrado, ni supo hacer nada bien y a tiempo, ni mantuvo unidad en su
acción, ni sacó provecho alguno de los grandes elementos con que contaba.
Pero la opinión estaba en contra suya, y su partido, colocado en situación ilógica
y falsa, ni tenía programa confesable, ni sentía el vigor y entusiasmo necesarios
para pelear con fe y alcanzar la victoria. Así, después de tantos desaciertos, el
doctor Ospina caía prisionero tristemente en una escaramuza insignificante, al
huir de Bogotá hacía Antioquia, y el gobierno de hecho que le había
reemplazado, después de sufrir gravísimas derrotas en la altiplanicie del Funza,
claudicaba definitivamente vencido en la capital misma, el 18 de julio de 1861.
La Confederación Granadina concluía en aquella fecha su triste y sangrienta
vida de poco más de tres años, y en su lugar quedaba la revolución triunfante,
que tenía por bandera la autonomía de los Estados; siendo por primera vez
destruido entre nosotros el principio de la legitimidad en el gobierno. ¿Qué iba a
surgir de aquella situación? ¿Qué suerte iban a correr los partidos políticos?
Vamos a verlo.
IX
Cuando tenemos que hablar del general Mosquera, nos sentimos siempre
embarazados. Es él un hombre eminente, dígase lo que se quiera, de grandes
talentos, notablemente ilustrado, grande y generoso en algunos de sus ímpetus, y
a quien profesamos, desde nuestra primera juventud, profunda gratitud personal

79
por distinciones y buenos deseos con que nos ha favorecido. Pero debemos antes
que todo ser honrados y sinceros; debemos decir la verdad, tal como se nos
presenta o la comprendemos, y ella nos obliga a emitir algunos conceptos poco
favorables al general Mosquera, que nos duelen. Acaso sus faltas y desaciertos
habrían sido mucho menores, si sus amigos o copartidarios le hubieran dicho
siempre la verdad con firmeza y sin contemplaciones.
El general Mosquera, digan lo que quieran sus discursos, proclamas y decretos,
no había sido nunca liberal. Su liberalismo era artificial de circunstancias y
acomodaticio; no el fruto de meditaciones serenas y convicciones profundas, ni
de un patriotismo ingenuo y entusiasta. Su temperamento, lo repetimos, es por
esencia dictatorial como el de Bolívar, como el de Castilla, como el de Santa
Anna, y como el de otros que en América han mostrado tener las pasiones y la
organización propias, en diversa escala, para el oficio de dictadores. Y el
temperamento dictatorial es enteramente opuesto al temperamento liberal y al
liberalismo.
Las condiciones esenciales de un buen liberal son: un fuerte y espontáneo
sentimiento de amor a la humanidad; un entusiasmo impresionable por todas las
causas generosas; un espíritu independiente, solícito de la verdad, activo y dado
a la investigación y discusión de todas las cosas; y una fe profunda e instintiva,
pero indomable, en el bien que emana del progreso. De estas cualidades
características provienen, en el buen liberal, un hondo sentimiento de justicia que
le domina en toda circunstancia política y le sirve de regla segura de criterio; una
tendencia constante a buscar su apoyo en las masas populares y emanciparlas del
error y de toda tiranía; y el respeto que tiene, cuando es honrado y sincero, por la
opinión de las mayorías, como la expresión más aproximada de la razón de todos
y del derecho poseído por todos.
No así el hombre de temperamento dictatorial. Este no sabe discutir, sino
imponer su voluntad; no sabe obedecer, sino mandar; da sus órdenes con altivez,
y no se detiene ante ningún obstáculo, ni tolera la opinión, la contradicción, la
sombra o la rivalidad de otros; si acaso encuentra resistencias invencibles, como
no tiene respeto por la conciencia y la dignidad humanas, ni cree en el derecho,
en vez de apelar a la persuasión o la conciliación y de orillar las dificultades,
adopta los medios más violentos o procura corromper de un modo u otro a
quienquiera que le resista o contradiga.
Habituado a contar sólo consigo mismo y atropellarlo todo, el temperamento
dictatorial es por esencia vanidoso; y contando demasiado con sus propias
fuerzas, llega a tal grado de engreimiento, que ni reconoce el mérito ajeno ni le

80
arredra ningún inconveniente o peligro. No teniendo convicciones ni principios
fijos, por el hábito de personificar en sí mismo toda causa que representa, lo
mismo se sirve de unos hombres que de otros, y por cualquier camino busca el
logro de sus aspiraciones.
Inquieto por demás, porque en nadie confía y necesita atender a todo, se hace
suspicaz, al propio tiempo que voluntarioso; y como no da importancia a la
lógica de los hechos ni al sentimiento social, se aventura a las más audaces
empresas, y luego, sorprendido, atribuye a traición de los hombres aquellos
descalabros que le ha preparado la ineludible fatalidad de los acontecimientos,
que se desenvuelven conforme a la naturaleza de las cosas.
La pasión dominante del hombre dictatorial es el mando; pasión ciega,
implacable, insaciable como un instinto brutal; especie de lujuria, de autoridad,
de gula de poder, de concupiscencia en la satisfacción de dominar. El mando es
para el dictatorial una necesidad como la del alimento: necesita mandar para
vivir, y tanto, que a trueque de gobernar siempre algo, baja en la escala del poder
de lo grande a lo pequeño; se alucina creyendo mandar en todas circunstancias;
hace todos los sacrificios imaginables de dignidad, de odios y resentimientos, por
asegurarse alguna ínsula, algo que tener bajo su autoridad, y en sus agonías
rinde el último aliento delirando con alguna adquisición de poder.
Si el artista es reacio por vanidad y por amor al arte, y ya viejo y gastado persiste
en ocupar la escena, a riesgo de que le silben aquellos mismos que le habían
aplaudido y coronado en mejores tiempos, del propio modo el hombre dictatorial
tiene la vanidad de creerse necesario aun en su decrepitud, y se irrita y llama
ingratos a los pueblos, y traidores a sus amigos, porque no le mantienen hasta la
tumba como perpetuo jefe o gobernante.
El general Mosquera, erigido por el pacto de alianza revolucionaria en Supremo
Director de la guerra, no quiso poner término a ésta, cuando pudo hacerlo feliz y
prontamente, aprovechando el triunfo decisivo y completo del 18 de julio.
Prefirió erigirse en dictador, de hecho, y no pudiendo olvidar que el cadalso
había sido uno de sus grandes instrumentos, como medio de intimidación o de
desquite, ya que no había podido sacrificar a los Ospinas, inermes y vencidos,
arrojó en la luctuosa escena de nuestra política los cadáveres de tres prisioneros,
fusilados a mansalva, sin fórmula alguna de juicio, y con sorpresa de sus mismos
compañeros de victoria, atónitos al ver manchada su bandera y deshonrado su
credo político con el cadalso.
Debido a semejante acto, la guerra civil se prolongó por bastante más de un año,
con circunstancias que la hicieron más cruenta; pues si vencido Ospina y volcado

81
el gobierno de la Confederación, no quedaban antiguos generales que pudieran
luchar con Mosquera, y éste tenía por auxiliares a hombres de la talla de Santos
Gutiérrez, y de las excelentes cualidades de Joaquín Reyes, Santos Acosta, Solón
Wilches, Payán y otros, también tenía la dictadura de Mosquera que combatir en
el sur a otro hombre de temperamento no menos dictatorial que el suyo, de gran
talento y audacia y capaz de mucha resistencia; amén de lo que amenazaba
allende la frontera del Carchi.
La dictadura del general Mosquera pesaba ya sobre la fracción radical o
doctrinaria del partido liberal triunfante, como un remordimiento y una
vergüenza; y en breve los radicales comprendieron que el único obstáculo para el
restablecimiento de la paz y la cesación de mil horrores, era la dictadura, que el
general Mosquera quería prolongar, eternizando la necesidad de su mando
militar. Por lo que se hicieron los más enérgicos y multiplicados esfuerzos,
primero para regularizar la situación con el Pacto de Unión y un gobierno
provisional, y luego, exigiendo la convocatoria de una convención constituyente
que consagrase de un modo definitivo la victoria de la federación y del
liberalismo doctrinario, haciendo volver la República a una situación de paz y de
legalidad.
Los males físicos causados por la guerra civil eran inmensos. El país quedaba en
ruina, y el tesoro nacional cargado de deudas, sin crédito, y obligado a cubrir
luego todos los libramientos de las expropiaciones efectuadas por los
beligerantes, así como todos los compromisos que emanaban de la necesidad de
dar recompensas a los sacrificados y a los victoriosos. La industria nacional había
sido casi destruida, y el partido liberal, con todas las ventajas del triunfo, iba sin
embargo a tener que hacer frente a las dificultades de un gobierno nacido de la
fuerza de las armas y establecido sobre ruinas y miserias de todo linaje.
Pero acaso la mayor dificultad iba a encontrarse en los elementos mismos del
partido liberal, o sea en su exuberancia de fuerza. Por una parte, el partido
conservador había quedado tan aniquilado, que no iba a tener ni la mínima
representación en el cuerpo constituyente; de suerte que, no habiendo quien
hiciera oposición legal a los liberales, ya fuera ésta parlamentaria o siquiera en la
prensa, ellos tenían que fraccionarse, por la fuerza de las cosas, para discutir y
controvertir los intereses públicos, haciéndose oposición a sí mismos. Por otra, la
guerra, como sucede siempre, había corrompido o maleado a muchos
doctrinarios, ya empequeñeciendo sus caracteres con las ásperas impresiones del
odio, ya pervirtiendo sus ideas con la fascinación de los triunfos alcanzados por
medio de la fuerza.

82
Así, al reunirse la Convención de Rionegro, muchos hombres civiles se habían
militarizado; otros, con el contacto del general Mosquera, habían adquirido
tendencias dictatoriales y hábitos de obediencia al dictador, que debían ablandar
por extremo su antigua altivez republicana. Y al propio tiempo, si a la sombra de
Mosquera y bajo su protección se habían levantado hasta la notoriedad a
posiciones elevadas muchos liberales que todo se lo debían, también había
ganado enorme importancia el general Santos Gutiérrez, figura descollante por el
carácter, el valor y las actitudes militares; el general López era más venerado que
nunca por sus eminentes servicios, y el radicalismo doctrinario contaba con
muchos nuevos jefes, como Salgar, Reyes, Wilches, Camargo, Payán, etc., y
muchos hombres eminentes en la política, tales como Ancízar, Arosemena,
Zaldúa, Parra, Núñez, Camacho Roldán, Santiago Pérez, Gómez, Zapata,
Cuenca, Januario Salgar y tantos otros.
Los elementos de división eran, pues, tan numerosos como de fuerza irresistible;
por lo que no es de extrañar que el fraccionamiento de los liberales comenzara
desde antes de reunirse la Convención de Rionegro, y que una vez instalada ésta,
estallase en su seno la más viva competencia entre el espíritu dictatorial y el
doctrinario. Asombra, sin embargo, ver la unanimidad casi constante que reinó
en la Convención, al tratarse de consignar en la nueva Constitución los más
elementales principios del derecho público que actualmente nos rige, y todos
aquellos que tendían a consolidar el triunfo definitivo de la federación; y se echa
de ver que en todos los convencionales había un fondo de convicción y de virtud
republicana, a pesar de las tendencias dictatoriales de muchos, puesto que todos
proclamaron aquellos principios que, como protectores del derecho, habían de
favorecer igualmente a liberales y conservadores.
La Constitución de Rionegro tiene sus defectos, unos de falta de previsión, otros
de exceso de absolutismo doctrinario, y no pocos de concordancia; pero
estudiándola con ánimo desprevenido, se encuentran en ella, el sello profundo
de una filantropía sin reserva, y rasgos de una alta sabiduría en lo tocante a la
ponderación de las fuerzas constitutivas de los poderes públicos.
¿Por qué, pues, ha funcionado tan difícilmente la Constitución de 1863, y las
cuestiones de orden público no han podido ser zanjadas con ella de una manera
satisfactoria? El mal no está en la Constitución misma, que ofrece todos los
recursos necesarios para hallar honradamente soluciones pacíficas y benéficas; ni
tampoco en la federación misma, que es una necesidad de nuestro modo de ser,
que tiene en su apoyo la opinión casi unánime del país, y que, bien comprendida
y dirigida, puede ser fecunda en grandes bienes y glorias para Colombia.

83
¿Dónde, pues, ha residido el mal? El mal ha consistido en los actos mismos de
nuestros partidos, o sea en ciertos hechos sociales que han servido de punto de
partida al régimen constitucional inaugurado en 1863, a saber:
Primero, el modo como la federación, combatida oficialmente por aquellos que
desde 1857 tuvieron el deber de practicarla con lealtad, tuvo que pasar su
infancia, afianzarse como principio de gobierno y triunfar de toda resistencia,
aniquilando las formas de la legitimidad, cuando ella misma trataba de
mantenerse como regla constitucional.
Segundo, la desmoralización producida en el partido liberal federalista, ya por
haber triunfado por medio de las armas, dejando así de ser en gran parte
doctrinario, ya por haber recibido en su sangre la inoculación del elemento
dictatorial que le trajo la alianza con el general Mosquera.
Tercero, el completo aniquilamiento en que quedó el partido conservador en
1863, aún más moral e intelectual que físico, que lo hizo desaparecer de la escena
pública en todos los Estados, excepto en el de Antioquia. Allí pudo rehacerse en
su totalidad, en 1864, y esto lo preservó de la política de círculos. En casi todos
los demás Estados, no hallando delante el partido liberal a su competidor y
adversario de siempre, dondequiera se fraccionó en círculos; y esto explica las
luchas intestinas por las que han pasado todos, excepto Santander y Antioquia,
desde 1864, y el desbarajuste de su política, en lo general exenta de virtud, de
respeto por los principios, de honradez respecto del sufragio, de consecuencias
en los actos de los hombres, y de eficacia en la administración para fecundar los
elementos de progreso.
Cuando el partido conservador comenzó a reaparecer, a abrirse nuevo camino y
tratar de pesar en la balanza política, solicitando los medios de recuperar algo de
la posición perdida, ya la política de círculos había calado tan hondamente y
héchose tan habitual entre los liberales de casi todos los Estados, que no ha sido
posible hasta ahora, ni aun delante de los riesgos con que puede amenazar la
actitud de los conservadores, que aquellos reconstituyan, siquiera sea en cada
Estado, y mucho menos en la Unión entera, el gran partido, que tan fuerte y
gloriosamente formaron en otro tiempo.
No: los intereses de círculo, los resentimientos personales, las competencias de
predominio en el gobierno, y de provechos derivados de la política, han
reemplazado el espíritu generoso de otro tiempo; relegando las doctrinas, el
desinterés, la abnegación y las tradiciones de gloria común y de comunes
esfuerzos patrióticos, al triste mundo de las quimeras, o al más triste aún, del
olvido.

84
A presencia de tan deplorable situación creada por el circulismo, sucesor del
doctrinarismo liberal, el partido conservador, que pudo sentirse tentado, en gran
parte, a aceptar resueltamente la federación y asociar su suerte con sinceridad al
elemento progresista, moderado y doctrinario del partido liberal, ha
comprendido que sus adversarios le hacían el juego; y dejando a un lado toda
veleidad de liberarse con la práctica pacífica de la federación, ha visto claro que
su más fácil tarea consistía en explotar la división de los liberales en círculos
hostiles entre sí. En Panamá y Bolívar, en el Tolima y en el Cauca, en Santander y
el Magdalena, en Cundinamarca y Boyacá, toda la obra del partido conservador
militante ha consistido en excitar o exacerbar a aquellas divisiones, en poner su
peso y sus maniobras de un lado u otro, ya uniéndose a los radicales para tumbar
a Mosquera; ya ligándose con los dictatoriales del Tolima, por ver de tumbar a
Murillo primero y más tarde a Acosta; ya halagando a los radicales en
Cundinamarca para llegar al gobierno ejecutivo; ora conspirando en el 68 para
hacer caer a Gutiérrez, y reconstituyendo la Liga, nada menos que con Mosquera
mismo, para ganar el poder nacional en 1870, en caso de impedir la elección de
Salgar; ora, en fin, formando nueva liga en 1873 con los caídos en el 67 y algunos
de aquellos que los tumbaron el 23 de mayo, para echar a tierra a la gran masa
liberal que hoy está en posesión del gobierno nacional; apoderándose de paso, de
los de Boyacá y el Cauca.
Y entretanto, dos hechos patentes se han ido produciendo: por una parte, el
partido conservador se ha ido armando sin cesar en Antioquia y el Tolima, y
preparando sus fuerzas para cualquier eventualidad; por otra, su prensa
tradicionista, la más intransigente, la que no admite conciliación con la república
democrática, ni la libre discusión ni el progreso, ha ido minando la opinión
pública en Bogotá, Medellín y Popayán, en el sentido de la reacción contra las
instituciones que el país consagró en 1863, a costa de tan preciosa sangre y tan
cruentos sacrificios.
X
Es una ley de dinámica que toda fuerza excesiva, si obra sobre una base que no le
ofrezca suficiente punto de apoyo, hace perder el equilibrio y la dirección regular
a los objetos movidos por ella misma, llegando estos de ordinario hasta
desbaratarse o desplomarse. La vida moral o social tiene su dinámica como las
cosas físicas; y las leyes que rigen el mecanismo de las fuerzas se patentizan
particularmente en el juego de los partidos políticos.
La política, como todas las cosas de este mundo y todo lo que compone la
Creación, es en último análisis una cuestión de equilibrio: equilibrio entre el

85
derecho y el deber — Justicia; entre la libertad y la autoridad — Gobierno, entre
el progreso y la conservación — Civilización; entre las ideas y la acción de los
que apoyan, y las ideas y la resistencia de los que se oponen. Esta es la política,
arte esencialmente humanitaria que consiste en la constante conciliación de
intereses legítimos, comprendidos de diversos modos y servidos por fuerzas
antagonistas.
Pero si esta es la esencia de aquella arte, y así es y debe ser la política normal —la
de los pueblos que viven y se desenvuelven pacíficamente y bajo el benéfico
influjo de la legalidad—, muy diferente es la política que se desarrolla bajo el
funesto prestigio de la guerra y la arbitrariedad. Deja entonces de ser un
equilibrio, una obra de conciliación, porque la intolerancia se apodera de todos
los ánimos; los vencedores creen que todo les pertenece, por cuanto la situación
creada es obra de sus esfuerzos; los vencidos detestan todo lo que existe, como
que representa su derrota, y reducen todo su programa, en la impotencia, a la
idea de la conspiración, o cuando menos a la de una hosca prescindencia de los
intereses públicos; y casi todos los que figuran en la escena pública se olvidan de
que la Patria no es patrimonio de nadie, sino la obra de todos, el conjunto de
todas las ideas, todas las tradiciones nacionales, todos los intereses y todas las
libertades y ventajas que aseguran la vida social, favoreciendo simultáneamente
su conservación y su progreso.
Tal es la situación que inevitablemente se produce en todo el país, como la
historia y los hechos contemporáneos lo patentizan, cuandoquiera que un
partido triunfa por completo y va, por lo mismo, demasiado lejos en persecución
de los objetos que le han guiado; aconteciendo a las veces que la victoria da
resultados totalmente imprevistos, pues con ella se consuman hechos que el
vencedor, antes de serlo, no había tenido en mira.
Tal fue la situación a que llegaron los partidos en 1863, al expedirse la
Constitución radicalmente federalista y liberal del 8 de mayo. El partido
conservador estuvo totalmente ausente de la Convención de Rionegro, y quedó
tan aniquilado, moral y materialmente —sin jefes, sin programa, sin prestigio, sin
armas, sin valor, sin porvenir próximo y sin fe en nada—, que no se creyó posible
su resurrección o reorganización en mucho tiempo. Quedaba pues el partido
liberal exclusivamente dueño del campo, árbitro de la política, con todo el
prestigio de una victoria completa, sin asomo de oposición alguna, con plétora de
fuerza, desmoralizado en cierto grado por el triunfo (porque el empleo de la
violencia siempre desmoraliza de un modo u otro, a vencedores y vencidos), y
teniendo en sus manos, despedazado por el mismo, el freno de la legalidad que

86
en antes había servido a todos los partidos para contener más o menos sus
ímpetus revolucionarios.
La obra de la política no podía ser, por mucho que se procurase la restauración
de la riqueza destruida, del crédito comprometido y de la moralidad
desquiciada; no podía ser obra de conciliación o de equilibrio entre partidos
respetables, representantes de intereses legítimos y fuerzas más o menos
necesarias, sino de dominación absoluta de un solo partido, sin contrapeso
alguno, poseído de la idea de que toda su creación era inviolable y todos sus
miembros, principalmente sus jefes, unos salvadores de la patria.
¿Qué iba a suceder? Mejor dicho: ¿qué había de suceder necesariamente? Que el
partido liberal tenía que desmoralizarse y desplomarse moralmente por exceso
de fuerza; que faltándole todo competidor, tenía que dividirse para luchar
consigo mismo, comprometiendo el crédito de su obra, debilitándose, ofreciendo
ventajosas ocasiones de reacción a su antiguo adversario, y creando, por la fuerza
de las cosas, esta política de círculos o bandos en que nos hemos agitado casi
estérilmente; en lugar de la gran política nacional de otros tiempos, que fue casi
siempre gloriosa y fecunda, a pesar de muchos desaciertos y no pocas faltas.
Desde luego, los hábitos belicosos no habían podido contraerse impunemente; y
ya que no había en 1863 con quiénes combatir dentro del país, el general
Mosquera fue a buscar en el Ecuador una guerra, tan inmotivada en el fondo —
pues las razones alegadas pudieron ser sometidas a un arbitramiento o a unas
negociaciones amigables—, como tristemente concluida después de una gran
victoria sin resultado alguno ventajoso ni garantía para Colombia. Y apenas
terminaba aquella guerra de muy corta duración, cuando, habiendo recuperado
los conservadores el poder en el Estado de Antioquia, por medio de las armas, y
aprovechándose de la ausencia del Gobierno General, la fracción dictatorial o
belicosa del partido liberal quería en 1864 llevar a aquel Estado la guerra con
todos sus horrores; poniendo así de nuevo en tela de juicio (el juicio del
combate) todas las victorias que la Revolución había obtenido de 1860 al 63.
Al terminar la lucha con los conservadores, necesariamente habían de verificarse
ciertas consecuencias. Por una parte, los liberales doctrinarios que habían
entrado en la grande alianza de la Revolución, tenían que volver a la defensa
pacífica de sus doctrinas, aspirando a ver la República asentada sobre la sólida
base del derecho. Por otra, el general Mosquera y todo el elemento dictatorial
creado y disciplinado por él, habían de querer que el gobierno continuara siendo
una obra de campamento y una intransigente dominación del partido.

87
Al propio tiempo se ofrecían a la vista dos hechos de mucha gravedad: primero,
el gran número de personajes o jefes militares, unos salidos de la oscuridad y de
muy escaso o ningún mérito, otros realmente distinguidos y capaces, que la
Revolución acababa de levantar a una posición considerable, embarazosa para la
política de la paz; segundo, el enorme cúmulo de dificultades para el gobierno,
que los vencedores mismos se habían creado con una guerra de tres años y una
victoria comprada con inmensos sacrificios de todo linaje.
Si entre los liberales vencedores podían señalarse algunos para quienes la
Revolución no había sido un acto de patriotismo, sino un medio de especulación,
debe reconocerse que, en su gran mayoría, los jefes y personajes formados y
elevados durante la lucha eran hombres de principios, entusiastas servidores de
su causa y capaces de conducirse de una manera digna de la posición a que se
habían elevado. Pero así y todo, eran demasiado numerosos para no estar
predestinados a agitarse en una competencia perniciosa para la paz pública y el
progreso del país.
Por otra parte, unos hombres que habían abandonado, por patriotismo y
convicción, sin duda, sus anteriores ocupaciones en el foro y la medicina, en la
agricultura y el comercio, para combatir durante más de tres años; llegando así a
los grados de comandantes, coroneles y generales, pero sin la instrucción militar
necesaria y los hábitos de disciplina que sólo se adquieren mediante un servicio
regular y de muchos años; unos hombres de tales condiciones, decimos mal,
podían avenirse luego con la quietud del ciudadano civil, y conformarse con
volver a la modesta vida del patriota que se contenta con las ventajas de la
libertad y la legalidad, sin solicitar el mando para sí.
Por mucho que se hiciera, tenía que ser limitado el número de empleos; pero la
Presidencia de la Unión, aún reducida a un triste período de dos años, las
presidencias de los Estados, las altas magistraturas judiciales, las legaciones y los
consulados, las secretarías y subsecretarías de Estado, las comandancias
militares, las curules del Congreso y de las legislaturas, las administraciones de
aduanas y salinas, y tantos otros empleos importantes no podían ser parte a
satisfacer la ambición o las exigencias de innumerables individuos, ya fueran
realmente personajes importantes, ya estuvieran habilitados de tales por su sola
presunción o sus amigos íntimos. Era pues de temer como inevitable que la
competencia personal de tantos individuos, que con razón o sin ella se creían con
merecimientos, degenerase pronto en un antagonismo constante de círculos;
dando por resultados simultáneos, una división profunda del partido liberal, y
una impotencia manifiesta de los gobiernos de círculos para proceder con acierto
en los Estados, aplicar legalmente los principios de la Constitución de Rionegro,

88
hacer efectivo el gobierno representativo, por medio de unas elecciones puras,
sinceras y regulares, y promover el progreso pacífico de los pueblos.
Verdad es que el radicalismo ha obtenido casi constantemente la ventaja en el
gobierno nacional, puesto que desde 1863, con excepción del general Mosquera,
electo presidente en el 66, todos los demás presidentes han pertenecido a la
fracción radical de los liberales. Pero aparte de los graves acontecimientos de
1867, en que las peripecias de la política nacional se caracterizaron
principalmente con el 29 de abril y el 23 de mayo, la situación de los Estados ha
sido generalmente insegura y tempestuosa, distinguiéndose por su instabilidad
los de Cundinamarca, Tolima, Boyacá, Panamá y Bolívar; sin que hayan faltado
conflictos en el Cauca y el Magdalena.
Sólo en Antioquia y Santander no ha predominado la política de círculos, merced
a las condiciones particulares de aquellos pueblos, notoriamente laboriosos y
adictos a la legalidad, y por lo mismo muy poco adecuados para dar pábulo a los
excesos de la ambición y los desórdenes revolucionarios. A lo que se agrega que,
así como en Antioquia predomina patentemente el ultraconservatismo, en
Santander las ideas republicanas y progresistas, de un radicalismo moderado y
tolerante, han calado profundamente en la conciencia popular; por lo que no es
fácil suscitar trastornos ni dificultades para el gobierno en aquellos Estados.
Hay, sin embargo, un hecho patente que neutraliza en parte los graves
inconvenientes del fraccionamiento en que se halla el partido liberal; y es el
inmenso acrecentamiento que el liberalismo ha adquirido, no sólo entre la
juventud, sino entre todas las masas populares. A pesar de las numerosas faltas
en que han incidido las fracciones o los círculos liberales, los pueblos han podido
palpar que el verdadero movimiento progresista del país ha emanado en gran
parte, o en cuanto puede provenir de la política, del impulso de los liberales.
Jamás el país había tenido instituciones tan completamente libres, y por lo mismo
tan favorables para el progreso y bienestar comunes, como en la década
transcurrida de 1863 al 73; jamás se había promovido con tanto ardor como en los
tiempos actuales, la propagación de la instrucción, tanto primaria como
profesional, y el ensanche y mejora de las vías de comunicación; jamás el crédito
de la Nación se había encontrado en mejor situación que en la actualidad; ni las
rentas públicas habían procurado, merced a su incremento, igual cúmulo de
recursos para adelantar las obras públicas, pagar con puntualidad los servicios
administrativos y favorecer indirectamente el aumento y la extensión del
bienestar social.

89
No es, pues, de extrañar, que las masas populares se hayan liberalizado
notoriamente, y que sus simpatías sean favorables al liberalismo, por lo menos en
siete de los Estados de la Unión. Y este hecho es tanto más natural, cuanto que la
masa popular compara cada día la grande abundancia de hombres de talento y
muy capaces para el gobierno, con que cuenta en sus filas el partido liberal, y la
penuria general en que se hallan los conservadores a este respecto. Sus hombres
de Estado de otro tiempo, que fueron por cierto muy numerosos y notables, o
han muerto o casi todos se hallan caducos y sin influencia alguna. Ni puede ser
de otro modo, puesto que aquellos hombres, educados en la escuela de la
centralización y de la política reglamentaria, ni pueden amoldarse a las
exigencias de la federación, ni comprenden que los pueblos se gobiernen a sí
mismos, o que la mayor suma de la autoridad haya sido trasladada de los
gobernantes de otro tiempo a manos de los pueblos y de los ciudadanos, hoy en
posesión de su libre iniciativa y de su propio destino.
En cuanto a los conservadores todavía jóvenes, republicanos y capaces de servir
al progreso, cualesquiera que sean sus ideas, su número es tan reducido que no
alcanzan a formar un personal suficiente para el gobierno nacional y de los
Estados, y que apenas si escasamente sostienen la lucha por medio de la prensa.
Por notables que sean unas pocas figuras, como las de Holguín y Quijano Otero,
su esfuerzo y su talento no alcanzan para constituir todo el personal de un
partido capaz de gobernar; ni menos se ve detrás de ellos y otros pocos
conservadores de acción, una masa popular suficiente, sea para prestar apoyo a
un gobierno conservador, sea para formar siquiera una grande opinión, capaz de
modificar la dirección de la política.
La situación respectiva de los partidos ofrece en la actualidad asunto para
curiosas observaciones y muy importantes enseñanzas. Bien que el partido
conservador está dividido en cuatro fracciones —una que llamaremos
economista o positivista, otra republicana y militante, la tercera que se da a sí
misma el nombre de católica o tradicionista, y la cuarta que podría ser
designada con el título de democrático-socialista—, llegado el caso en que un
interés vital del partido, estuviera de por medio, todas estas fracciones se unirían,
con pocas excepciones personales, formando masa común para procurar la
derrota del liberalismo.
Pero la debilidad de los conservadores no consiste tanto en su fraccionamiento
cuanto en su falta de credo común y de programa posible. Llamamos posible un
programa que, a más de ser francamente confesable, pueda estar de acuerdo con
las necesidades sociales y el curso natural de las cosas, y sea, por tanto, parte a
inspirar confianza a las masas populares y formar una opinión nacional. El

90
único programa lógico de los conservadores sería la centralización, y esta sola
idea como atentatoria contra la soberanía de los Estados, sería un terrible
botafuego revolucionario. Llamarse partido conservador, y en nombre de las
ideas de orden provocar la revolución general, sería la contradicción más
flagrante y la mayor de las locuras. Pero aceptar los hechos consumados y querer
gobernar con la Constitución actual, como conservador, sería lo mismo que arriar
banderas y ponerse al servicio del liberalismo. Por eso decimos que el partido
conservador, si quiere obrar como partido nacional, según sus precedentes, no
tiene programa posible, y por tanto es patentemente débil, sea que permanezca
fraccionado, sea que se compacte por un milagro de química política.
Al contrario, el partido liberal, tan fraccionado como está, no sólo en bandos
políticos, sino en círculos locales y personales, tiene tal exuberancia de fuerza
numérica y de espíritu emprendedor, que si algo necesita es disciplina para obrar
con regularidad y patriotismo. Y sin embargo, su mayor fuerza no está en su
grandeza numérica, sino en la claridad y precisión de su programa, que a los ojos
de las masas populares es de una sencillez elemental. Este programa se condensa
en tres ideas cardinales: mantener la federación a todo trance; sostener también a
todo trance las libertades y garantías consagradas por el artículo 15 de la
Constitución; y promover sin tregua el desenvolvimiento intelectual y material
de los pueblos, por medio de la Universidad Nacional, de los colegios, de las
escuelas normales y primarias y de la prensa, por una parte, y de las vías de
comunicación, por otra.
Este solo programa, tan sencillo como perentorio, da al partido liberal una fuerza
inmensa, irresistible, que le asegura por largo tiempo el apoyo de la opinión
popular y la posesión del poder, tanto en el gobierno nacional como en el de seis
o siete de los Estados de la Unión. Que haya entre los liberales división por
cuestiones subalternas de política, o por cuestiones de legislación, de filosofía o
de moralidad, o por intereses personales o de círculo, el hecho poco importa para
su comunión general, pues todos están de acuerdo en los tres principios
cardinales que componen su programa

XI
Si el partido liberal está dividido en fracciones y círculos, por la fuerza de las
cosas, y por falta de abnegación y patriotismo de parte de muchos de sus
miembros, no está menos fraccionado el partido conservador, a juzgar por su
prensa y sus antecedentes históricos.

91
Cuatro son las fracciones distintas de este partido, de ellas una enteramente
pacífica y sin ambición política, y las tres más o menos militantes y activas.
La primera es la que hemos llamado positivista o economista. Es la más
respetable de todas, tal vez no por su número, pero sí por su importancia social,
y se compone de los capitalistas, los propietarios, los comerciantes y hombres de
negocios que, sea por índole natural, por tradiciones de familia o por los hábitos
de economía y prudencia que impone el cuidado constante de la fortuna, o la
previsión necesaria para adquirirla, se inclinan hacía el conservatismo;
considerando la idea conservadora como la expresión de la necesidad del orden
y la paz, de la legalidad y la moderación, sin cuyo auxilio no hay seguridad para
el trabajo, ni garantía para el capital, ni tranquilidad para la familia.
Esta masa conservadora es moral y materialmente fuerte, y en ella figura en
cierto modo amalgamada, o instintiva y naturalmente aliada, sin convenio
alguno, algo de la masa liberal que tiene análoga composición. Aquellos hombres
son conservadores de buena ley; los verdaderos conservadores, tomando el
término en su acepción filosófica. Son moderados por temperamento, por
necesidad y por hábito; no tratan de profundizar las cuestiones políticas, porque
no tienen tiempo para ello, o por falta de ambición o de entusiasmo filantrópico,
y prefieren vivir tranquilos al arrimo de la ley, que claramente les marca su
camino.
Para ellos, economistas prácticos, todas las cuestiones son económicas: cuestiones
de tiempo, de impuestos y tarifas, de presupuestos bien o mal empleados, de vías
de comunicación, de crédito público, de propiedad, de economías, de
administración de justicia; y por tanto, no hay un problema político que no se les
presente bajo la forma de una ecuación compuesta de estos términos: la paz
pública, que mantiene la legalidad; la legalidad, que trae seguridad; la seguridad,
que da por resultado riqueza y bienestar.
Por eso tales conservadores son esencialmente conciliadores y pacíficos; apoyan a
todo gobierno legal, porque todo gobierno regular es un elemento de
conservación; y sólo se ponen del lado de la oposición, siempre con prudencia y
sin precipitarse hacia la lucha, cuando ven que el gobierno trata manifiestamente
de implantar el abuso como regla y la arbitrariedad como amenaza para todos.
Este elemento conservador economista, sería el más seguro y sólido auxiliar del
partido liberal, si éste supiera en todo caso mantenerse en la vía de la
moderación y la justicia, aplicando todas sus fuerzas al desenvolvimiento del
progreso en Colombia. Aquellos conservadores son todos republicanos, amigos
del derecho y de las mejoras sociales, y ninguno de ellos tiene tendencias

92
contrarias a la democracia, porque todos, cual más cual menos, deben su posición
social al trabajo y a la economía. Entre esos conservadores economistas, no hay ni
fanáticos en religión, ni instintos dominadores ni tendencias al godismo.
Las otras tres fracciones que hemos enumerado, pueden ser designadas así:
La segunda, de los tradicionistas;
La tercera, de los demócratas socialistas;
La cuarta, de los centralistas de acción.
Los tradicionistas (único elemento verdaderamente godo que tiene el partido
conservador) están gráficamente representados por La Caridad y El
Tradicionista, periódicos de muy marcado carácter.
Los socialistas tienen su órgano en La Ilustración, diario escrito con notable
talento por un pensador filósofo, diserto y erudito, que ha logrado imprimir al
círculo de sus lectores las tendencias particulares de su espíritu democrático.
Los centralistas de acción, verdadero núcleo del partido conservador militante, se
sirven de La América, ya empleando por medio de su patriota y republicano
redactor el estilo galante del polemista moderado, conservador por tradición y
educación, pero liberal por el alma y el corazón; ya esgrimiendo, por mano de
sus colaboradores (los verdaderos combatientes) las viejas armas del partido que,
vencido de 1860 al 63, quiere recuperar la posición perdida26 .
Veamos lo que son de cierto estas tres fracciones militantes; démonos cuenta de
su verdadera índole, su razón de ser, sus tendencias y su manera respectiva de
obrar, en el complicado juego de los partidos de Colombia. Pero que no se echen
a mala parte nuestras observaciones. No queremos en manera alguna, lo
declaramos a fe de hombres de bien, ofender a nadie, ni rebajar hasta la triste
esfera de las personalidades unas reflexiones que, nacidas de la más sana
intención, deben mantenerse en la serena región de la filosofía política.
Hemos dado constantes pruebas de sinceridad en todos nuestros escritos, y
tenemos derecho a que, si se nos cree descaminados, a lo menos se respete y
estime el sano propósito que nos anima. Nuestra regla invariable es tener por
sinceros a nuestros contrincantes, en tanto que no hallemos pruebas en contrario;
y así los muy notables escritores cuya política hemos de tachar, no deben
considerar nuestras observaciones sino desde un punto de vista filosófico;
mayormente cuando la cuestión es por todo término delicada.

26 Cuando esto escribíamos, nuestro amigo el señor Quijano Otero era el redactor de La
América, periódico que ha tomado últimamente una actitud sobrado belicosa.

93
Cualquier otro se sentiría embarazado al hablar de los tradicionistas de
Colombia, que se llaman o reputan los depositarios de la idea religiosa. Nosotros
no tenemos empacho en decir lo que pensamos, porque teniendo fe en la armonía
del hombre y de toda la Creación, y siendo tan profundamente republicanos
como católicos, buscamos en todo la conciliación de la verdad con la verdad, y ni
tememos ofender a la religión con la libertad, ni tener que renegar de la libertad
por la religión. Dígase lo que se quiera, la religión cristiana católica y la república
democrática y liberal, no son virtualmente antagonistas o inconciliables; y harto
hemos probado los beneficios de la libertad republicana y del progreso, para no
bendecirlos como dones de Dios, así como harto nos ha probado la desgracia
para no conocer los inagotables tesoros de consuelo y de fuerte y sana filosofía
que la religión encierra.
Uno de nuestros más eminentes poetas, épico en todo, grandilocuente en prosa
como en verso, manifiestamente místico y llevado por la imaginación hasta las
más hondas profundidades del ascetismo; un venerable anciano, singularmente
piadoso, erudito en alto grado, artista religioso, y que ha gastado su vida en los
pacientes estudios de la historia, que inclinan de ordinario el espíritu hacia la
contemplación y admiración de las cosas antiguas o tradicionales; y un joven que
recibió de su padre la grande y preciosa herencia del talento; que ha cultivado
notablemente su espíritu con el comercio de los clásicos latinos (el latín inclina
siempre las almas retraídas hacia lo eclesiástico), y que ha hecho de la
concordancia de la religión con la literatura y la filosofía la materia principal de
sus meditaciones: tales son los hombres que forman en Colombia el núcleo de la
fracción conservadora que llamamos tradicionista.
¿Qué se proponen como pensadores y periodistas los señores Ortiz (Joaquín),
Groot y Miguel Antonio Caro? ¿Cuál es su punto de partida en la política? ¿Qué
razón de ser tiene la doctrina que ellos sostienen y tratan de hacer aceptar, no
sólo a los conservadores, sino a todos los colombianos creyentes? He aquí sus
ideas, formuladas con la mayor fidelidad y sencillez posibles:
El liberalismo es abiertamente contrario al catolicismo.
La idea del progreso indefinido es impía o anticatólica.
El único gobierno verdaderamente legítimo y que tiene títulos para ser universal,
es el de la Iglesia católica, porque sólo este gobierno ha sido instituido y
amparado por Dios mismo.
Toda libertad humana que sea condenada en principio por el Pontificado, es
antirreligiosa, y por tanto criminal o perversa.

94
No hay ni puede haber, en definitiva, para los católicos creyentes y puros, otra
constitución ni otra ley social, sino el Syllabus.
No hay en las sociedades humanas verdaderas cuestiones sociales ni políticas:
todo es cuestión de moral y religión.
Por lo mismo, no hay ni puede haber partido conservador, en la común y antigua
acepción del término; sino únicamente partido católico, que todo lo comprende, y
que ha de tener por único jefe al Papa.
Y por consiguiente, no hay tal partido liberal en el mundo: lo que hay es un
partido anticatólico, enemigo de la religión y la moral, y ateo; de suerte que los
liberales creyentes somos imposibles, absurdos, no tenemos política admisible, y
que los conservadores no ortodoxos ni severamente practicantes, no pertenecen a
la comunión conservadora.
Tal es la teoría de la fracción tradicionista del viejo partido conservador. Para ella
sólo son legítimos los gobiernos que se proclaman católicos romanos y buscan en
la Iglesia, su origen, su título de autoridad y su fuerza.
Para ella, ninguna constitución política es aceptable, ni respetable ni tolerable, si
no es una constitución esencialmente católica.
Para ella, no hay poderes públicos distintos de los de la Iglesia, sino que todos
deben estar íntimamente unidos a la Iglesia para mantenerla, servirla y apoyarla
en su vida moral con la fuerza material de los gobiernos.
Para ella, es un principio incontrovertible la libertad e independencia de la
Iglesia; pero al mismo tiempo condena la libertad e independencia del Estado
mismo y de cualquiera otra Iglesia, por cuanto sólo es verdadera y divina la
católica.
Para ella, la conciencia religiosa no es libre ni sagrada, sino a condición de ser
católica romana.
Para ella, toda la ciencia humana está contenida en la teología; y ninguna obra de
ciencia, de filosofía, de literatura, de arte o de política puede ser sana, verdadera
o exacta, sí no está en absoluta armonía con el Syllabus. ¡El Syillabus es pues la
ciencia universal, la constitución del mundo político y social, la clave y razón de
todo criterio!
Con semejantes doctrinas, fácilmente se explica el absolutismo tradicionista de la
fracción a que aludimos: ella quiere llevarnos tan lejos hacia atrás, que acaso no
hallaría en la historia un siglo en que pudiera situar satisfactoriamente sus
doctrinas; la supresión de toda libertad e independencia, de la república y la

95
democracia, sería insuficiente para aplacar aquel despotismo universal que no
admite ningún progreso ni reconoce la misteriosa marcha de la civilización
humana. Y a tal punto llega ese despotismo, que negando y aspirando a destruir
por completo la libertad del hombre, tiende a minar por sus cimientos todo el
edificio de la religión y de la Iglesia misma, y a conculcar todas las nociones de la
justicia, todos los principios que la razón humana ha deducido y deduce de la
contemplación de lo creado y de las leyes trazadas por el Creador a su divina
obra.
¡No! Es preciso que hablemos con entera franqueza, tanto más merecedora de
estimación cuanto que la inspira el deseo del bien, el amor a Dios y al hombre, y
la acompaña el respetuoso reconocimiento de la sinceridad con que piensan y
proceden los escritores que sirven de núcleo a los tradicionistas. Su intolerancia
es inaudita y medrosa, pero la comprendemos: es la consecuencia lógica de un
absolutismo de convicciones que se afianza en un deplorable olvido o
desconocimiento de las leyes de la Creación y de la naturaleza del hombre; de las
leyes de la historia, de la necesidad del progreso, y de las condiciones racionales
del cristianismo y de la grande Iglesia que mejor lo ha representado.
Nos aterra la idea de que la humanidad retroceda en su fe cristiana, de que el
mundo pueda pervertirse con la incredulidad y apartarse del único sendero
luminoso y que conduce al bien; pero el mismo terror que sentimos nos hace
comprender que donde está el mayor peligro, no es en la libertad que sirve al
hombre para guiar sus pasos hacia aquel sendero, sino en la intolerancia que le
cierra los horizontes del progreso.
Hemos vivido y meditado ya lo suficiente para saber por experiencia propia
dónde reside el mal. Veinte años de incredulidad, a los que han sucedido ya ocho
de tranquila fe, durante los cuales hemos sentido en nosotros mismos la dulce y
profunda armonía de la religión y la ciencia, de la libertad del alma y la
responsabilidad de la conciencia, de la luz de la revelación y la luz del progreso,
del amor creyente que sirve de lazo de asociación en la Iglesia, y del derecho y la
reciprocidad que unen a la sociedad civil y forman la República: esos años de
experiencia, decimos, nos han servido, entre otras cosas, para patentizamos esta
verdad: que los De Maistre y los Veuillot han causado al catolicismo un mal
infinitamente mayor, con el absolutismo de sus ideas, con su rabiosa intolerancia
y con sus escritos llenos de emponzoñadas invectivas, que los Voltaire, los
Rousseau y los Renan, con sus sátiras baladíes, sus elucubraciones llenas de
vaguedad o sus eruditas imposturas; así como el liberalismo de los tiempos
modernos ha causado incomparablemente menos daño al catolicismo que
aquella sociedad de sacerdotes ambiguos que desde siglos atrás ha venido, como

96
un inmenso parásito, incrustándose en el gobierno de la Iglesia y queriendo
supeditar al Pontífice y sustituir la ambición mundanal a la santa misión
evangélica del sucesor de Pedro.
Puesto que no se trata de autoridad ni de dogmas, sino de principios filosóficos;
puesto que la creencia religiosa no está en tela de juicio, sino la regla de conducta
que ha de seguirse en las relaciones que el hombre debe mantener como creyente
y como ciudadano; debemos protestar, como católicos sinceros, profundamente
convencidos y con tanto derecho como cualquiera otro de la comunión, contra
aquel despotismo que algunos espíritus intransigentes nos quieren imponer. La
cuestión no es sólo de católicos y anticatólicos: la cuestión es también interna; es
también entre católicos absolutistas y católicos liberales; y no hay razón para que
los primeros quieran interpretar a su antojo los decretos de la Iglesia, a fin de
imponer a los otros una política que les obligue, a título de creyentes, a abdicar
sus derechos de ciudadanos y su libertad de hombres.
No reconociendo autoridad sino en los Evangelios y la Iglesia, en lo tocante a
religión —autoridad que se modifica en lo puramente temporal o profano—,
entramos en la discusión de igual a igual con los señores tradicionistas de la
comunión católica; y sólo admitimos en ellos, aunque iguales en el derecho, la
superioridad o autoridad moral que puedan darles la ilustración, el talento y la
virtud.
Pero les llamamos al orden por el abuso que cometen, queriendo suprimir todo
partido político para englobarlo en lo que llaman el partido católico; les
llamamos al orden por el irrespeto y la injuria que irrogan al Pontífice,
presentándole —a él, el apacentador evangélico de todas las ovejas de Cristo,
según el Evangelio— como jefe de partido, directamente ingerido en las cosas
temporales; les llamamos al orden, por la infidelidad, involuntaria sin duda, con
que quieren arrastrar la Iglesia a todas las pasiones y miserias de la política, y
con que pretenden injertar en la comunión de la misma Iglesia los intereses de los
gobiernos y las agitaciones y mudanzas del mundo político; les llamamos al
orden por haberse erigido, por sí y ante sí, en intérpretes de la autoridad de la
Iglesia, queriendo aplicar el Syllabus a su acomodo y alegarlo como regla de
criterio para condenar toda tendencia o doctrina liberal, por sana que sea.
No: ni la Caridad, ni el Tradicionista, ni la Autoridad de Medellín, ni Los
Principios de Cali, han recibido encargo o misión de nadie para excomulgar la
libertad en nombre del catolicismo, y la república democrática como supuesta
enemiga de la Iglesia; ni esos periódicos son órganos oficiales, ni aun oficiosos
siquiera, de la verdadera idea católica; ni hay por qué reconocerles autoridad

97
alguna, salvo la puramente moral que puedan darles la razón y el mérito. En la
comunión católica, la única autoridad aparte de los textos evangélicos, es la del
sacerdocio, en sus diversas escalas, y rigurosamente limitada a las cosas relativas
al reino de Dios. No debe pues tenerse por autoritario en religión, sino aquello
que comunicado oficialmente por los ministros, por los medios que tienen a su
disposición, emane de la Iglesia, tal como está organizada por sus constituciones.
Lo demás que digan los libros y periódicos que se llaman órganos y defensores
del catolicismo, lo dicen o dirán por su cuenta; son sus opiniones personales, que
a nadie obligan; y cuando presentan el catolicismo como una doctrina
absolutista, antiliberal, antirrepublicana y antiprogresista, lo que proclaman es su
propio absolutismo, y no el del cristianismo católico.
Hechas estas advertencias, entremos en materia.

XII
La cuestión que aquí vamos a tratar es de filosofía histórica: ella puede ser
estudiada con serenidad, sin apasionarla en ningún sentido, y por tanto,
apelamos a la buena fe de nuestros lectores, cualquiera que sean sus opiniones.
Las ideas que constituyen el credo tradicionista se basan en tres errores
sustanciales: un falso conocimiento de la naturaleza del hombre y de la creación
divina que le rodea; una errónea comprensión del espíritu y la verdadera índole
del cristianismo católico, y una observación incompleta de las fuerzas y los
medios de que se sirve la Providencia para favorecer la obra indefinida de la
civilización. A estos errores se agrega un gravísimo defecto de carácter: la falta de
fe. No hay, como esperamos probarlo, hombres de menos fe, en religión como en
política, que los intolerantes y absolutistas. Su fe no es aquella confianza
profunda en el bien y el triunfo indefectible de las ideas que profesan, sino el
horror a las ideas contrarias: es un fanatismo lleno de pasión, de odio y de temor;
y la fe acompañada del odio y del temor no es ni fe religiosa, ni fe política, ni
filosófica: es un interés o una cólera que se reviste y disimula con el ropaje de un
entusiasmo ficticio.
No comprendemos cómo unos hombres que dicen tener fe en Jesucristo, estar en
posesión de la verdad invencible, y estar seguros de que "las puertas del infierno
no prevalecerán contra la Iglesia de Pedro", se dejan arrastrar por el miedo y la
pasión de tal modo, que no pueden tolerar ni las opiniones de los libres
pensadores, ni las investigaciones de la ciencia, ni las leyes que establecen la
separación de la Iglesia y el Estado y aseguran por igual, a todos los asociados, la
plena libertad religiosa. Por lo mismo que están del lado de Jesucristo, en lo

98
tocante a religión, los católicos nada deben temer del pensamiento libre.
Combatan sin tregua el amor y la inmoralidad, pero toleren la manifestación de
toda las creencias sinceras; defiendan la Iglesia de Cristo, pero según el espíritu
del Crucificado; háganse apóstoles y contendores de la fe, pero den ejemplos de
caridad y de virtud; y sus esfuerzos serán incomparablemente más fructuosos
que los empleados para combatir la libertad y el progreso.
Para saber si un partido tiene o no razón de ser, es necesario determinar sus ideas
y aspiraciones; y para comprender la verdad y justicia de estas ideas y
aspiraciones, es preciso investigar el grado de conformidad que tengan con la
naturaleza humana. Se comprende que en todos los países del mundo exista y
funcione un partido conservador, porque la conservación en el grado necesario
para el orden de la vida social, es una necesidad de la naturaleza humana. Se
comprende también que en el seno de una monarquía existan partidos favorables
a este modo de gobierno, porque tal es la situación creada y arraigada. Lo que no
se comprende es, que en el seno de una república democrática quiera ni pueda
constituirse un partido que tomando por bandera las tradiciones más antiguas,
aspire a imponerlas a título de conservación, cuando ellas ocasionarían
indefectiblemente, al ser convertidas en instituciones o reglas de política y
gobierno, la destrucción del mismo orden republicano a cuya dirección se quiere
aplicar el tradicionismo.
¿Y qué fundamento, qué razón de ser tiene el tradicionismo? Veámoslo,
aplicándolo a la naturaleza humana, a las condiciones de la política y a la
verdadera índole del cristianismo católico.
El hombre no es, como parecen creerlo los tradicionistas colombianos, un ser
exclusivamente religioso; es mucho más que esto: es un ser multíplice o complejo
y aunque fuera únicamente religioso y moral, no podría perfeccionarse en este
sentido, si no fuera progresivo o perfectible en sus demás elementos o facultades.
El hombre no es una creación contradictoria y monstruosa, un absurdo nacido de
las manos de Dios para agitarse perpetuamente en una situación antitética. Ni
Dios ha producido jamás absurdos y contradicciones, ni la creación del hombre y
de las cosas que le rodean tendrían objeto, si no estuvieran destinadas a cumplir
en armonía un orden de evoluciones naturales, y a perfeccionarse conforme al
divino plan de la Providencia creadora, legisladora y previsora, que ha impuesto
un modo de ser a todo lo que existe.
Dios no ha formado los seres y las cosas para la destrucción: suponerlo por un
momento es una impiedad que indica el desconocimiento de su sabiduría, su
bondad, su previsión y su justicia, y la monstruosa creencia de que el Ser

99
Supremo se entretuvo, al formar su imponderable obra, en un juego de
muchachos. Si creemos en Dios seriamente y le amamos en espíritu y verdad,
debemos reconocer que su creación es una cosa seria y esencialmente durable. Él
ha dado al espíritu la inmortalidad, la perpetuidad absoluta, en armonía con la
perfectibilidad, y a la materia una duración indefinida, bajo la condición de
transformarse constantemente, sin aumento ni disminución de sustancia, y sujeta
en todas sus combinaciones y manifestaciones a leyes invariables y
profundamente sabias y perfectas.
El hombre es una bella y prodigiosa armonía: en su ser se combinan
maravillosamente el espíritu y la materia, el elemento angélico y el animal,
sirviéndose y necesitándose recíprocamente; de tal suerte que no hay ni puede
haber contradicción entre el verdadero bien del alma y el del cuerpo, entre el
perfeccionamiento de la vida espiritual y el progreso de todas las cosas que
procuran bienestar material.
El hombre nace para purificarse por medio del esfuerzo, para perfeccionarse
física, moral e intelectualmente, mediante una constante adquisición de luz o
conocimiento de la verdad, y de fuerza para someter a su servicio todas las
potencias con que la Naturaleza le domina y hacer el bien al propio tiempo; y su
marcha ascendente al través de los tiempos, en tal sentido, es precisamente lo
que constituye la civilización y el progreso. Mejorar, mejorar constantemente, por
la claridad de su inteligencia, por la bondad de su corazón y por la noble
comodidad de su modo de vivir, tal es su necesidad perpetua, su destino
evidente, indefinido, hasta el día en que, elevado hasta la belleza y la santidad
del querubín, plegue a la Divina Providencia detenerle en su ascensión y llamarle
a confundirse en lo inefable de su infinita gloria.
El hombre ha nacido libre: libre para escoger entre el bien, que reside en el orden
divino que se patentiza en toda la armonía de la Creación, y el mal, que se pone
de manifiesto en toda perturbación de ese orden; entre la virtud, que es la
conformidad con la ley suprema, y el pecado, que es la rebelión contra esta
misma ley. Y es en virtud de esta libertad, que reside en el espíritu, en la razón,
en la voluntad y la acción del hombre, como él puede ser responsable, y lo es
indefectiblemente ante Dios, la sociedad humana y la Naturaleza.
Suprímase la libertad y toda idea de responsabilidad es absurda y monstruosa;
elimínese la plenitud del derecho, y el deber será una palabra sin sentido;
niéguese la idea del progreso indefinido (no infinito), y la noción de la justicia
será una falsedad, una concepción imaginaria, puesto que faltará la necesidad del

100
esfuerzo, no habrá merecimiento, y la vida del hombre, con todas sus peripecias,
será una fatalidad irremediable.
El hombre es un ser esencialmente religioso, sin duda: todo en su naturaleza le
prueba que su vida es obra de una voluntad superior, que su alma inmortal está
en íntima e indisoluble relación con el Espíritu Supremo que rige el universo;
todo le está mostrando la perfección elemental de las obras del Creador junto con
la perfectibilidad de sus criaturas: todo le mueve a devolver a Dios, en amor,
respeto y adoración respecto de Él, y en bondad, caridad y reciprocidad, respecto
de los demás seres humanos, los beneficios que recibe con la vida, la
conservación y los demás dones que le favorecen.
¿Pero el hombre es acaso un ser únicamente religioso? No. También tiene otras
facultades que le son congénitas: es sociable, por su naturaleza, individual y
políticamente; es imitador en alto grado y esencialmente artista; es un creador a
su modo, y por esto está hecho a imagen y semejanza de Dios; es investigador y
estudioso, porque para vivir, perfeccionarse y ser feliz necesita saber; es
industrioso, porque tiene el instinto de la adquisición, la necesidad de apropiarse
de algo que le afirme su personalidad, y está sujeto a la ineludible ley del trabajo.
El hombre es una conciencia en acción, pero es también una fuerza que funciona
y produce; y tan inepta sería aquella conciencia sin el apoyo de esta fuerza, como
impotente y ciega sería la fuerza creadora sin la conciencia reguladora.
De tales condiciones que componen su naturaleza, que le proveen de facultades,
que le imponen necesidades y le exigen esfuerzos, se origina el derecho del
hombre, que es el título o la razón de su actividad, y por tanto la libertad, sin
cuyo auxilio el derecho y el esfuerzo serían impotentes y estériles, y de
consiguiente absurdos. La libertad como principio, es pues absoluta, sin lo cual
no lo sería la responsabilidad, también, como principio. ¿Pero como acción o
ejecución tiene límites? Sin duda. ¿Cuál es el límite de la acción de la libertad? El
bien, es decir, la justicia o el orden. Desde el momento en que la acción del
hombre ofende a Dios o al hombre, en que vulnera el bien, en que contradice el
derecho de todos, en que se rebela contra la ley de justicia, incide en un abuso, un
exceso, un pecado, un atentado, un crimen, según el grado de la falta; y por lo
mismo, el que ejecuta aquella acción incurre en responsabilidad, sea ante Dios,
sea ante la Naturaleza, o ante la sociedad humana.
Pero imaginémonos por un momento al hombre sin plena libertad religiosa, sin
plena libertad de investigar e instruirse, de imitar y enseñar, de trabajar y crear,
de moverse, de adquirir, de procurarse satisfacciones, de emitir sus
pensamientos y de obrar sobre los demás hombres y las fuerzas naturales: ¿qué

101
cosa sería semejante hombre? Menos que una máquina: un ser inerte,
inconsciente y totalmente infecundo; tan incapaz de virtud como de pecado.
¿En qué consistiría el pecado de quien no creyera en Dios ni amara a Jesucristo, si
no tuviera libertad de creer o no creer? ¿En qué la falta, el abuso o el delito, o la
virtud y el merecimiento, en su caso, de quien al pensar, aprender, enseñar,
trabajar y obrar en todo sentido, no tuviera la libre elección entre el bien y el mal,
entre lo justo y lo injusto, entre lo moral y lo inmoral? Suprímase la libertad, y
por el mismo hecho quedan igualmente suprimidos la virtud y el pecado.
Pero a tal absurdo tiende el tradicionismo colombiano. En nombre del Syllabus
se quieren condenar la libertad humana; se quiere excomulgar la civilización; se
quiere erigir en pecado o inmoralidad el progreso; se quiere poner en
contradicción la conciencia individual del creyente con la del ciudadano; se
quiere hacer a la República enemiga de la Iglesia; se quiere convertir al sucesor
de Pedro en representante de la soberanía popular; se quiere negar la íntima
relación que existe entre la justicia de la Democracia y la caridad del Evangelio;
se quiere dislocar al hombre, haciendo de su vida una contradicción entre la
divina fe que le encamina hacia Dios, y la incontrastable esperanza que le
conduce a buscar los ignotos horizontes del progreso!
¡No! El Pontífice no es ni puede ser, ni tiene por qué ser el director y jefe de la
vida temporal; el dogma religioso no es la única verdad y fuente de salud, sino
una de las verdades, sublime y fecundísima, pero no exclusiva. ¡No! La ciencia
verdadera y la verdadera religión no son enemigas, no son incompatibles,
porque la luz y la verdad no pueden ser contradictorias. ¡No! El Syllabus no es ni
puede ser programa de un partido político, ni regla de criterio filosófico, ni es ni
puede ser la Constitución de ningún pueblo libre o la norma de la política en
ninguna sociedad independiente.
El Syllabus no es siquiera un acto religioso, una fórmula dogmática emitida por
el Pontífice en su calidad de sucesor de San Pedro y en nombre de la santidad de
Jesucristo. Es, por el contrario, un acto político, un acto del antiguo soberano
temporal de Roma, ejecutado como protesta contra las instituciones de muchos
pueblos y contra el espíritu político del siglo XIX; es un acto de hostilidad, o si se
quiere de represalias, contra todos los gobiernos liberales que reconocen o
admiten la libertad religiosa, la libertad de la prensa y la enseñanza y todas las
demás libertades preconizadas por la razón humana y justificadas por el
progreso moderno.
Así, pues, el Syllabus nada tiene de dogmático, ni por su espíritu, ni por su
autoridad, ni por sus tendencias. Si fue expedido en nombre de la Iglesia de

102
Jesucristo, es un abuso de autoridad, un acto extraño de la religión, porque
Jesucristo no fundó sus dogmas y su Iglesia para regir los negocios temporales ni
oponerse al desarrollo benéfico de las escuelas y universidades, de la prensa y los
telégrafos, de los ferrocarriles y la industria, ni para impedir a los gobiernos su
acción independiente en la esfera de las cosas políticas. Y si fue fulminado como
un acto político, ningún valor tiene, ninguna autoridad puede tener, desde el
momento en que el Pontífice dejó de ser soberano temporal o rey de los Estados
romanos, a contentamiento del pueblo que los componía y con el asentimiento de
todos los gobiernos del mundo.
¿Cuál es pues la fuerza moral del tradicionismo, como partido militante, y en el
seno de una república independiente, si su programa que es el Syllabus, carece
tanto de autoridad dogmática como de importancia política? Ninguna. Pero
acaso se dirá que el tradicionismo —cuyos principales corifeos niegan al partido
conservador la existencia y la razón de ser, si no se somete a ser únicamente
partido católico, teniendo por jefe al Papa y por Constitución el Syllabus— es a lo
menos una filosofía política. Pues veamos si tal filosofía es posible, si ella no
conduce a procurar la ruina del catolicismo —no como dogma, pues el
cristianismo católico es imperecedero toda vez que contiene la verdad— sino
como disciplina u organización complicada con tendencias políticas.
La religión como dogma, es inmutable y perfecta: como disciplina o asociación
organizada, es modificable y perceptible, y está sujeta a las vicisitudes o la
influencia del progreso humano. ¿Por qué? Porque la religión como dogma es
obra de Dios, y como creencia se apoya en un sentimiento inherente a la
naturaleza humana; pero como disciplina o asociación es una obra humana, es el
resultado de la acción de los hombres, y de esta suerte está sujeta a todas las
contingencias de la civilización, entre cuyos elementos se cuenta la vida religiosa.
De esta doble naturaleza de la religión se ha originado la diversidad de su modo
de ser. En todo lo tocante al dogma, no ha podido haber variación: el Antiguo
Testamento, con sus Mandamientos, profecías, etc., y el Evangelio con todo su
contenido, y los decretos de los concilios ecuménicos, que han declarado dogmas,
constituyen la parte dogmática y moral del cristianismo católico; y sus verdades
son aplicables a toda la humanidad y a todos los tiempos.
No así la parte disciplinaria o temporal de la Iglesia, que es cosa distinta de la
religión. La religión es la sustancia; la Iglesia es la organización, la comunión de
los creyentes organizada, gobernada y en acción. Esta organización, este
gobierno y esta acción, se han ido modificando según las circunstancias. En otra
época no existía el gobierno temporal o político de los papas; los obispos eran

103
elegidos por el bajo clero, y los papas lo eran por los obispos; los sacerdotes no
tenían prohibición de casarse; el culto era sostenido, así como todo el sacerdocio,
con oblaciones voluntarias; los conventos de monjes prestaban grandes servicios
a la civilización; los papas, en nombre de la caridad de Cristo, protegían a los
pueblos contra sus opresores o tiranos; el progreso social corría parejo con el
desenvolvimiento de la comunión cristiana; la verdad evangélica (amor, caridad,
igualdad de los hombres ante el Padre común, libertad del espíritu, separación
del reino de Dios y el del César, dignificación de la mujer, rehabilitación del
caído, inmortalidad del alma) se sustituía, lenta pero seguramente, a la
putrefacción moral del Imperio romano y la degradación pagana.
La Iglesia tuvo entonces que valerse de los mismos elementos de acción que le
ofrecían las sociedades sujetas a la dominación romana; mal habría podido
organizarse, siendo una comunión humana, aunque de origen divino, si no se
hubiera servido de los mejores recursos que la civilización podía ofrecerle.
Privada entonces de toda autoridad política y viniendo a emancipar y regenerar
a los oprimidos, tuvo que levantar la bandera de la libertad y hacerse fuerte a
mérito de la independencia del espíritu humano. Sus sacerdotes fueron no
solamente apóstoles y mártires: fueron artistas, investigadores, bibliófilos, sabios,
eruditos, inventores de grandes cosas y escritores infatigables; y así lograron
implantar la Iglesia donde antes habían reinado los horrores del paganismo.
Pero las condiciones de la civilización han cambiado. El mundo no es hoy lo que
era antes de Gregorio VII, y es necesario contar con otros elementos. Existen
innumerables sectas cristianas, hijas de la Reforma; la América hace parte del
mundo civilizado; la Australia y algunas regiones de Asia y África, antes
sustraídas del movimiento universal, están en relación con la Europa; el gobierno
representativo ha venido a ser la fórmula de la política en el mundo gobernante;
la Democracia es la idea dominante de los pueblos; la República existe en casi
toda la América y hace grandes progresos en Europa; la imprenta ha
revolucionado la vida de la humanidad; la luz se ha difundido por todas partes;
y el vapor y la electricidad, y todas las maravillas de la mecánica, de la ciencia,
del arte y de la industria, han producido una transformación inmensa y profunda
en las relaciones de los hombres y en la distribución de la fuerza creadora y del
bienestar social.
Si el mundo marcha de muy distinto modo que en otros tiempos, lo que debe
hacer la Iglesia, no es oponerse a la libertad y el progreso, sino servirse de estas
fuerzas, en cuanto no sean desarregladas, para propagar la verdad evangélica. Es
preciso que el sacerdote ande en vapores y ferrocarriles para caminar junto con

104
los fieles y moralizarles, so pena de quedarse atrás predicando en desierto; que el
creyente se sirva de la prensa, del telégrafo, de la escuela, del museo y de todos
los instrumentos del progreso, para servir con eficacia a la fe, para fomentar la
caridad, la moralidad y todo lo que constituye la religión; que la Iglesia, en vez
de ser absolutista, se haga tan republicana y democrática cuanto lo permite y
requiere la índole del cristianismo.
De otro modo, si se persiste en la deplorable política del Syllabus, hay mucho
riesgo de que acontezca a los predicadores católicos una cosa: que situándose
sobre la innoble roca de lo pasado, a la vera del gran camino por donde la
humanidad va pasando conducida por las alas del vapor y la chispa de la
electricidad, se quedan predicando a los pueblos: "¡Deteneos!" mientras estos les
respondan "No lo podemos; Dios nos impulsa; venid con nosotros y os
escucharemos; si no, nos veréis pasar adelante y os quedaréis predicando sin
provecho".
XIII
De las cuatro fracciones en que hemos clasificado al partido conservador, está
visto que la primera, la positivista o economista, no es realmente una entidad
política, sino un elemento sumamente respetable de orden, de libertad
moderada, de progreso mesurado y sólido y de estabilidad, tan pronto a prestar
su apoyo moral a los liberales como a los conservadores, según que estos o
aquellos le ofrezcan garantías de mantener la república legal, la paz, el orden en
la administración pública, y un suficiente grado de progreso y conservación en
todo aquello que pueda depender de la acción de los gobernantes.
En cuanto a la fracción tradicionista, hemos patentizado que no tiene razón de
ser. Un partido exclusivamente eclesiástico, y no por su composición personal,
pues sus principales corifeos son laicos, y el clero colombiano no toma hoy cartas
en la política, no es en realidad un partido político, ni puede ejercer influencia
considerable sobre el movimiento de las ideas y la dirección de los negocios
públicos. Así como en Bélgica los conservadores han incidido en la grave falta de
llamarse partido católico, forzando con tal procedimiento al liberalismo a luchar
sin tregua, aun dejándose llamar anticatólico, de suerte que todos sus triunfos
aparecen como derrotas para el catolicismo; del propio modo los tradicionistas
de Colombia causan y seguirán causando un grave daño al catolicismo y al
conservatismo: al primero, haciéndolo aparecer erróneamente como enemigo de
la libertad, y condenándolo a figurar a los ojos del pueblo como vencido y
desprestigiado, cada vez que el liberalismo alcanza una victoria; y al segundo,
haciéndole trizas su bandera política, en nombre de la religión de Jesucristo.

105
En efecto, ni el Evangelio, ni los santos padres de la Iglesia ofrecen fórmula
ninguna para resolver las cuestiones relativas a los impuestos, a la organización
judicial, a la composición de la fuerza pública, a la amplitud del derecho de
sufragio y su modo de funcionar, al sistema parlamentario, a las negociaciones
diplomáticas, a las reglas que han de regir los contratos, y a todo lo que puede
ser materia de administración. El Evangelio y los escritos de los santos padres
sólo contienen los dogmas de la religión cristiana y las máximas elementales de
la moral religiosa; pero no tratan de cuestiones de gobierno ni de legislación. Sólo
las ciencias morales y políticas, o mejor dicho, la ciencia en general y el arte que
la pone en práctica, ofrecen los medios de resolver los problemas políticos.
Por tanto, si todo el partido conservador siguiera los consejos de sus
tradicionistas, se hallaría condenado a la negación y la impotencia en todo. Al
tratarse en las cámaras de una cuestión de impuestos, por ejemplo, si se
admitiera que no hay más conservatismo que el catolicismo, resultaría que los
conservadores, no hallando en los textos sagrados la clave para resolver el punto
o formar siquiera fuese una opinión, apelarían al Syllabus como regla de
universal criterio. Pero como el Syllabus sólo contiene negaciones —la negación
de todas las libertades posibles, excepto la de la Iglesia católica—, los
conservadores tendrían que reducirse a negar el impuesto en discusión, o a no
opinar en sentido alguno. ¡Famoso partido político formarían así los
conservadores, condenados a una ineptitud incurable y a ser objeto de la risa de
todos los pueblos!
Por eso decimos que el tradicionismo haría trizas la bandera conservadora.
Nuestros tradicionistas no se han explicado con claridad respecto de los
problemas políticos y las cuestiones de legislación; ni podían hacerlo, puesto que
toda su filosofía moral y su ciencia política se reducen a rechazar la libertad y el
progreso en nombre de la religión, y a proclamar el Syllabus como única regla de
criterio y al Papa como jefe de su partido. Pero no es difícil colegir de sus
publicaciones, de la índole de sus polémicas y del título que ellos mismos se han
dado, que los tradicionistas sólo quieren la subsistencia de lo antiguo y hallan su
ideal político, moral y filosófico, en las tradiciones.
¿Y cuáles son las tradiciones de su predilección? ¿Son las de la Edad Media, las
del absolutismo monárquico, o las del régimen colonial; régimen basado en las
dulzuras de la "santa ignorancia", de la esclavitud, del monopolio, del privilegio
y de la explotación del indio, del criollo y del mulato? ¿Son las de la dictadura
boliviana con ropaje de república, o las de la centralización y la estrecha política
de 1843? Comoquiera que sea, la tradición tiene que remontarse a un orden de

106
cosas bien lejano, y es patente que a los tradicionistas colombianos desagrada
profundamente la república democrática. Su manía de resucitar el don, como
tratamiento, aplicándolo sólo a ciertas personas, corrobora nuestro modo de ver
las cosas.
Pero entonces ¿qué significaría el tradicionismo en Colombia? ¡Ah! ¡en nombre
de las viejas tradiciones anularíamos la República, la Democracia, la Revolución
de 1810, y sesenta años de vida política, de independencia, de luz y libertad, de
laboriosísimos esfuerzos, de inmensos sacrificios, de todo linaje de hechos para
fundar y consolidar en esta tierra el imperio de la ley popular, de la igualdad y la
justicia! ¡En nombre de las tradiciones y de un catolicismo arrevesado, mal
comprendido y peor aplicado, suprimiríamos toda la parte gloriosa de la historia
de nuestra patria, y con un solo rasgo borraríamos los nombres de todos nuestros
próceres, y todos los principios de eterna verdad en que se funda la soberanía del
pueblo!
¡No! lo repetimos: el partido tradicionista, si partido puede llamarse la pequeña
fracción que lleva tal nombre, no tiene razón de ser; su programa es absurdo, y si
todos los conservadores lo aceptaran quedarían irremediablemente anulados en
Colombia. Lo que Colombia necesita, no son partidos de cruzada ni de
propagandas religiosas. Así como sería injusta y funesta la existencia de un
partido antirreligioso, que se propusiera por sistema destruir en la conciencia del
pueblo colombiano las creencias que tiene, pues no hay derecho de arrancar a
nadie sus creencias cuando no se le puede ofrecer en compensación algo mejor;
del propio modo es antipatriótico un partido que sólo se propone combatir en la
conciencia política del pueblo, en nombre de la religión, los principios que
constituyen el credo republicano.
Y si los tradicionistas se alarman con los progresos que hace el racionalismo en
materias de ciencia y de gobierno, no es atacando la libertad y la ciencia que
deben defender la religión, en cuanto la crean amenazada. Querer que el
racionalismo enmudezca, y execrar a los racionalistas por mantener la religión, es
probar que se carece de fe y confianza para defender esa misma religión, con sus
medios y fuerza naturales, que son la discusión, la persuasión, la benevolencia y
el ejemplo. A nada bueno puede conducir la intolerancia.
Si el cristianismo católico está en peligro, defendámoslo; mas no haciéndonos
enemigos de la libertad, que es una ley de Dios, y de la República democrática y
progresista, que es la realización en el orden temporal o político, de los diez
mandamientos y de todas las máximas y promesas del Crucificado. Confiemos
en la bondad del progreso, porque esta confianza es la fe política fundada en el

107
derecho y la ciencia: busquemos con ardor el bien social, porque el anhelo por
este bien es la esperanza que ilumina y fortalece; y seamos tolerantes y
respetuosos por la conciencia de los demás, porque esta tolerancia es la grande
expresión de la caridad en la política.
Analicemos ahora la naturaleza de la tercera fracción conservadora, la que hemos
denominado democrático-socialista, y que tiene por órgano al diario intitulado
La Ilustración.
Si hubiéramos de creer que esta tercera fracción tiene las mismas ideas que el
ilustrado y muy talentoso redactor principal de La Ilustración, no podríamos
menos que reconocer en ella un profundo sentimiento de republicanismo
democrático, mezclado con algunas tendencias socialistas, pues tal es el carácter
que tienen, a nuestro ver, los editoriales del señor Madiedo. Este escritor es, sin
disputa, uno de los más considerables de Colombia, y como pensador filósofo,
como hombre de muy variadas dotes intelectuales y como espíritu de educación
y de tendencias enciclopédicas, muy pocos se le pueden parangonar en Sur
América. Su gran laboriosidad y prodigiosa facilidad para escribir, le ofrecen
poderosos elementos para el diarismo; a tal punto, que su pluma ha levantado La
ilustración a un grado de importancia relativamente considerable.
Pero los editoriales del señor Madiedo, a las veces muy incisivos y chispeantes,
adolecen en nuestro sentir, de tres defectos que les quitan mucho de su fuerza o
los hacen impropios para ejercer una influencia bien sensible sobre las opiniones
populares. Por una parte, su estilo no se acomoda a la inteligencia o el modo de
discurrir de nuestra raza; por otra, no entra profundamente la discusión del
señor Madiedo en el meollo de las cuestiones públicas, sino que sus artículos, tan
vigorosos como son por la expresión, carecen no obstante de soluciones prácticas
de apreciación y análisis suficientes de los hechos políticos y económicos y tienen
un tono y un espíritu demasiado filosófico, excelente acaso para obras didácticas,
pero ineficaz para los periódicos, que en rigor son y deben ser conversaciones
familiares o llanas de los escritores con los gobiernos y los pueblos. A que se
agrega que las tendencias socialistas, por muy humanitarias que parezcan ser,
complican por todo término los problemas de la política, están en oposición con
las sencillas enseñanzas de la ciencia económica, y difunden en las masas
populares ideas erróneas, o suscitan sentimientos apasionados, que perjudican al
sano desarrollo de las instituciones y costumbres propias de la república
democrática y del gobierno representativo.
Si la lengua francesa, por su pobreza relativa, por su rigor de sintaxis y la
volubilidad del espíritu francés, admite los períodos cortos, rápidos, sacudidos,

108
sumamente condensados, y el pensamiento chispeante de Víctor Hugo o de
Alejandro Dumas se nos insinúa vigorosamente en aquel estilo, la lengua
castellana no se acomoda al mismo procedimiento, ni la raza española la acepta
con satisfacción. A los que han nacido con sangre española, o se han educado
pensando según las formas del habla de Castilla, es necesario hablarles como
Cervantes y Solís, como Jovellanos y Quintana; es decir, en períodos numerosos,
llenos y mesurados, que tengan todo el desarrollo del pensamiento. Cuando los
hijos de la raza peninsular nos dan las ideas dislocadas o diluidas en diversos
períodos, todos incompletos, comprendemos mal o adquirimos ideas
incompletas; y como tenemos Imaginación viva e inquieta, nos apoderamos
menos de la sustancia del pensamiento que de la forma seductora pero vaga, y
apenas nos quedamos con la frase o la palabrita de efecto.
Así observamos que nuestro periodismo ejerce muy poca o ninguna influencia
sobre las ideas de la gran masa de los lectores, cuando el estilo es avictorugado
(perdónesenos este barbarismo que expresa bien nuestro pensamiento); o si
alguna influencia ejerce es peligrosa, porque entonces el periodismo solamente
despierta inclinaciones fraseológicas, excita las pasiones con imágenes vagas, y
pasa por encima de las cuestiones de interés público sin profundizarlas ni dejar
huella en los espíritus.
Creemos sinceramente que la fracción conservadora representada por La
Ilustración, no sólo es republicana y progresista, sino que, tratada con la
benevolencia y los miramientos a que tiene derecho podría, sin mucha dificultad
y mediante algunas concesiones nada costosas, venir a engrosar las filas del
liberalismo. El espíritu de aquella fracción se ha puesto de manifiesto, no sólo
con las publicaciones del señor Madiedo, sino también con las candidaturas que
ha propuesto; candidaturas que no han tenido séquito alguno, por circunstancias
que sería fácil explicar, pero que son indicativas de buenos propósitos; pues los
señores Torres Caicedo y Quijano Otero, no solamente son verdaderos
republicanos y patriotas, sino también hombres de progreso, miembros de una
generación que no está gastada, y muy capaces de seguir el camino trazado por
el espíritu moderno.
Si la fracción positivista es un elemento de orden que sirve y puede servir de
apoyo al partido liberal, con tal que éste gobierne con pureza, moderación y
cordura; si la fracción tradicionista no tiene razón de ser como forma de partido
político, y lejos de ser una fuerza para el partido conservador, le acarrea toda la
debilidad consiguiente a una bandera imposible y una intolerancia sin medida; y
si la fracción democrático-socialista carece de influencia, y más bien parece estar
destinada a modificar sus tendencias y refundirse en el partido liberal, ¿dónde

109
está, pues, el verdadero núcleo de los conservadores de acción, capaces de
constituir un partido respetable? En nuestra opinión, ese núcleo está en la
fracción oposicionista y militante que tiene por órganos La América, en Bogotá, y
La Sociedad, en Medellín.
Si la fracción tradicionista es esencialmente absolutista, enemiga del progreso y
adversa a las instituciones republicanas, es decir goda por sus ideas, sus
tendencias, hay que hacer justicia a las demás fracciones conservadoras,
reconociendo que todas son republicanas, de lo que han dado testimonios
inequívocos. Acaso no hay en Colombia un republicano más ardiente, un patriota
más profundamente admirador y amante de nuestras glorias nacionales y de los
próceres fundadores de nuestra Independencia, que nuestro amigo el señor
Quijano Otero, el galante redactor que tuvo La América, tan versado en la historia
patria como entusiasta por todo progreso. Si es conservador por tradición de
familia y educación, es republicano y verdaderamente liberal por el corazón y las
ideas.
La moderación e imparcialidad con que La América trataba todas las cuestiones
políticas, antes de terciar en los apasionados debates que ha ocasionado
recientemente la campaña electoral; la acogida que frecuentemente daba en sus
columnas a producciones de plumas liberales; el firme propósito que había
mostrado de evitar toda discusión religiosa y de contribuir al mantenimiento de
la paz pública; el programa político que exhibió con franqueza, aceptando
resueltamente el terreno constitucional, como el único posible para la acción de
un partido honrado y patriota; y las rudas polémicas que ha sostenido con El
tradicionista, son señales muy significativas de la índole general de aquella
fracción que hemos llamado militante.
Esa fracción, y no otra, es el verdadero núcleo del partido conservador; y sí algún
día este partido puede volver a influir eficazmente sobre los destinos de
Colombia; si algún día puede —lo que por ahora es muy poco probable—
obtener triunfos que le den el gobierno en cinco de los Estados de la Unión, o en
la Nación entera, lo deberá, no a las predicaciones intolerantes de El
Tradicionista, ni a las elucubraciones filosófico-socialistas de La Ilustración, ni a
los esfuerzos de la prensa intransigente de Medellín y Cali, sino a una política
leal y sinceramente republicana; a un sistema de discusión práctica de los hechos
y de tolerancia y benevolencia en las polémicas; a una conducta favorable al
progreso y al mantenimiento de la paz, y a un conservatismo patriótico que tome
por base de acción el respeto por las instituciones que irrevocablemente han
venido a constituir el derecho público de Colombia.

110
De otro modo, no habría programa posible para los conservadores. Darse este
dictado, y conspirar o luchar constantemente contra los principios que la
Constitución ha consagrado, y hacer al liberalismo constitucional cruda guerra,
sólo por interés o espíritu de partido, sería patentizar que, lejos de querer la
conservación y de respetar el principio de la legitimidad, apenas buscaban el
trastorno del orden existente para recuperar un poder que no ejercerían con
lógica y firmeza, sino haciendo traición a la República.
La situación actual de los partidos patentiza, pues, que la federación los ha
dividido, descentralizado y desorganizado, obligándoles a cambiar de rumbo y a
modificar su política, según la extensión del teatro en que funcionan y la
naturaleza de las cuestiones que se ventilan. Hoy por hoy, los antiguos partidos
de Colombia no pueden obrar conforme al sistema que seguían respectivamente
hasta 1858, o mejor dicho, hasta 1861, sistema de hostilidad recíproca, sin
conciliación alguna en todos los terrenos posibles de discusión o de combate.
En nuestro sentir, los antiguos partidos deben concentrar su acción de cada
momento y sus programas característicos, en las cuestiones de legislación y
gobierno de los Estados; haciendo esfuerzos simultáneos por inaugurar en los
asuntos de la Unión una política a la usanza inglesa: política de conciliación, de
transacciones patrióticas y honrosas y de un equilibrio calculado para mantener a
todo trance el orden general, el crédito de la Nación y los medios de fomentar
vigorosamente el desenvolvimiento del saber común y de las mejoras materiales.
XIV
Del rápido estudio que acabamos de hacer, muy deficiente sin duda, en su punto
de vista histórico, pero bastante en nuestro sentir para dar una idea exacta de la
naturaleza de nuestros partidos políticos, se desprenden algunas conclusiones
importantes, y acaso también algunas observaciones curiosas, a saber:
Primera, que los dos grandes partidos fundamentales, cuyo juego constante, ora
pacifico o sangriento, ha determinado el giro de la política en Colombia, son y
han sido los dos partidos naturales, inevitables, necesarios para el movimiento de
nuestra sociedad y la gestación y elaboración de las instituciones que
sucesivamente nos han regido.
Segunda, que aquellos partidos traen su origen desde el principio del presente
siglo, de tal suerte que si el uno —el revolucionario o liberal— representaba
desde 1810 la idea de la emancipación y de la regeneración republicana, el otro
—el colonial o conservador— representaba la idea de la represión absoluta y de
la organización monárquica.

111
Tercera, que al desarrollarse la lucha de la independencia, y al quedar vencido el
partido realista o colonial y fundarse la República, del seno mismo del partido
independiente o republicano se desprendió a virtud de una ley de dinámica
social, y por consecuencia de una guerra de quince años, un nuevo partido
conservador —partido entonces boliviano, es decir, militar o dictatorial— en
cuya falange buscó arrimo el elemento colonial o tradicionista que había
quedado políticamente arruinado, pero subsistía socialmente fuerte, apoyado
por las instituciones civiles, eclesiásticas y fiscales.
Cuarta, que al caer aquel partido militar, una vez disuelta la Gran Colombia y
muerto Bolívar, el partido liberal tomó el carácter de esencialmente civil, en tanto
que el conservador siguió el rumbo que le trazaba el elemento tradicionista,
entrando de lleno en la vía reaccionaria, de la centralización de la autoridad en
manos del poder ejecutivo, y del mayor cercenamiento posible de las libertades
públicas e individuales.
Quinta, que el partido liberal, federalista de 1811 al 16, en 1828, en 1840 y 41, en
1853 y mucho más resueltamente de 1857 en adelante, en términos de haber sido
el creador de la federación actual, ha sido fiel a su bandera y a lo esencial de sus
doctrinas características, a pesar de algunos desfallecimientos parciales y de
algunas faltas, fruto de las guerras civiles.
Sexta, que el partido conservador ha sido infiel en muchas ocasiones a uno de
sus principios fundamentales —el de la legitimidad y el orden— puesto que en
1828 conculcó la Constitución de Colombia; en 1830, atacó a la que dio entonces
el Congreso "Admirable"; en 1833 fue conspirador; en 1851 se declaró en rebelión;
y en 1859 conspiró, gobernando, contra la federación constitucional, y después,
poniendo en acción algunas de sus fracciones, ha conspirado o apelado a la
insurrección en casi todos los Estados.
Sétima, que el partido liberal, por su lado, ha faltado también a su programa, en
lo tocante a la naturaleza del gobierno, puesto que en 1854 una gran porción de él
se tornó dictatorial; de 1861 al 63 soportó la dictadura militar del general
Mosquera, bien que al cabo le forzó a entrar por el camino constitucional; y luego
ha subsistido una fracción, patentemente dictatorial, que en nombre del
liberalismo ha contribuido a mantener la República más o menos agitada desde
1863 hasta la época presente.
Octava, que por una extraña peripecia, mientras que el partido conservador ha
ido desprendiéndose de sus antiguas veleidades militaristas, el partido liberal se
inficionó de tal modo de la peste del militarismo, a causa de su largo, valedero y
cruento batallar de 1859 al 63, que todavía se resiente mucho de la enfermedad;

112
siendo patente la facilidad con que el caudillaje ha encontrado prosélitos, dado
golpes de mano y tumbado y rehecho gobiernos en casi todos los Estados, con
olvido de las doctrinas y del interés patriótico que el liberalismo debe mostrar
por el bienestar de los pueblos, y del respeto con que debe acatar a los poderes
nacidos del sufragio.
Nona, que el partido conservador, al aceptar (una gran fracción de su masa) la
federación en 1857 y 58, arrió su bandera, conculcó su programa y perdió su
razón de ser como partido nacional e histórico; sin que le sea dable volver hoy
sobre sus pasos y encaminarlos hacia la centralización y la merma de los
derechos y garantías individuales, so pena de provocar una inmensa y espantosa
revolución política y social que aniquilaría completamente la República.
Décima, que los dos grandes y antiguos partidos, no sólo han quedado
descentralizados y divididos en fracciones discordantes, a virtud de la
Federación, sino totalmente desorganizados. Hoy por hoy, ni tienen concierto en
su modo de obrar, ni entera unidad de programa, ya sea como partidos
nacionales o locales; y ya es fenomenal que se haga ninguna elección espontánea,
fruto de la libre iniciativa de cada partido, sino de maniobras, ligas o
confabulaciones de mal linaje.
No se ven predominar claramente, en la política de nuestros partidos, ni las ideas
o doctrinas que constituían su fuerza moral, ni aquella elevación de sentimientos
y aquel modo de moverse en concierto, que eran el honor de su historia
respectiva. Cada círculo gira de distinto modo; dondequiera se patentizan la
contradicción, el antagonismo y las rivalidades pequeñas; los grandes caracteres
carecen de influencia o autoridad moral; los partidos, en lo general, no procuran
hacerse representar por medio de sus hombres más conspicuos, sino de los más
audaces o intrigantes; las leyes son, en mucha parte, obra de confabulaciones o
pactos íntimos de doy para que dés y hago para que hagas; y en casi todo el
conjunto de la política se nota una deplorable falta de lógica, de criterio y de
método, un desbarajuste general en que todo anda descosido y como a la
ventura.
De esto proviene una impotencia patente de todos los partidos y círculos
políticos para hacer el bien y mantener una estabilidad que sea fecunda en
moralidad, adelantamiento de la instrucción y sólido progreso material. Los
partidos se faltan a la fe recíprocamente, de tal suerte que, tan presto son unas
fracciones "liberales" las que se ligan contra otras con alguna fracción
"conservadora", hostilizando a sus antiguos amigos, como es una fracción
conservadora la que se sirve de algunos liberales para tratar de hacerse al poder.

113
Ello es que nadie tiene fuerza propia y suficiente para nada bueno; y que si
mantenemos la paz y la unidad nacional, por ficción, es con alarmas casi
constantes, conformándonos con graves y frecuentes trastornos locales, y
perdiendo en intrigas y movimientos de balanza un tiempo y unos esfuerzos
preciosos para la elaboración de nuestro progreso.
Para salir de esta lamentable situación, sólo hay dos caminos: o cambiar de
política, dividiendo el modo de acción de ella, según el teatro en que funcione, o
reconstituir resueltamente los antiguos partidos nacionales.
El segundo medio es poco menos que imposible en las actuales circunstancias,
pues la Federación opone dificultades para la concentración de las fuerzas de los
partidos y la unificación de sus programas. Por otra parte, no se comprende
cómo pudieran compactarse los partidos, sin mantener en su seno ciertos
elementos dañinos que les harían perder mucho de su respectiva fuerza moral y
de su honor, y que a vueltas de poco tiempo les pervertirían, como que son
gérmenes corruptores.
En efecto, cada uno de los dos grandes partidos, tiene un parásito, más o menos
adherido, que le sirve como de carcoma. Entre los liberales figuran, dándose este
dictado, unos hombres que se jactan de ser comunistas; de hacer cruda guerra a
toda religión, y particularmente a la que profesa el pueblo colombiano; y de
preferir el gobierno dictatorial y los fraudes electorales a la noble soberanía de
las leyes, ejercida por mandatarios legítimamente electos. La fracción radical,
que en otro tiempo fue tan abnegada, tan noblemente doctrinaria, tan pura en sus
aspiraciones y sus actos, se ha maleado muy notablemente, a tal punto que ya
son pocos los radicales de un carácter elevado y una alta rectitud de
convicciones, tales como Ancízar, Camacho Roldán, Rafael Núñez, Justo
Arosemena, Santiago Pérez y otros pocos que mantienen en su legítima pureza
las doctrinas de nuestro radicalismo, tan moderado como patriótico, que fue en
otro tiempo la gloria de todo un partido de escritores, oradores y legisladores,
soldados de su causa en caso necesario.
Entre los conservadores figura un elemento fundamentalmente godo: el de
ciertos hombres que pretenden sujetar la marcha de la República a las tradiciones
del absolutismo y de la monarquía; que abominan la libre discusión y todas las
instituciones democráticas; que quisieran ver la Constitución reemplazada por el
Syllabus y que sólo admiten al Papa como jefe natural y posible del partido
conservador. Y hay también entre los conservadores hombres intransigentes que
no se resignan a soportar la Federación, y que aprovechan toda ocasión propicia
para tratar de conculcarla, siquiera sea apelando a las armas.

114
¿Qué cosa buena podrán hacer los partidos liberal y conservador con semejantes
colas o parásitos que les hacen todo el daño posible? Mientras uno y otro no se
desprendan de tan perniciosos aditamentos, no podrán figurar con todo el honor
de grandes partidos nacionales, igualmente republicanos y patriotas, aunque
discordes en muchas cuestiones de legislación y de gobierno.
Es pues necesario que nuestros partidos soliciten el medio de obrar activamente,
con provecho y honra para el país y conforme a las exigencias de la Federación,
sistema que ha descentralizado casi todos los intereses, así como las tendencias,
las opiniones y los esfuerzos; y lo natural es tener en cuenta la distinta y diversa
naturaleza de aquellos intereses, y aplicar a su dirección procedimientos
diferentes.
Exceptuando una, todas las cuestiones que pueden apasionar fuertemente a los
partidos, porque les afectan muy de cerca, están hoy radicadas en los Estados,
por no ser del resorte de la soberanía transeúnte o nacional. Cuestiones sobre
impuestos, policía, legislación civil y penal y organización de la fuerza pública, y
luchas electorales y competencias de círculos o influencias, son asuntos que sólo
interesan directamente a los Estados, y a cuya decisión no están llamados, por la
Constitución ni por el buen sentido, los grandes partidos nacionales. En aquel
campo estrecho, el de cada uno de los Estados, los partidos liberal y conservador
tienen su primera esfera de acción, pudiendo y debiendo amoldarse a todas las
exigencias locales que los modifiquen, y pudiendo extender más o menos sus
programas y obrar con ardimiento; bien que respetando siempre la legalidad y la
paz y promoviendo el común progreso.
Pero en la Unión entera, la misma política no tiene igual razón de ser. La
Hacienda Nacional, asentada sobre pocas y muy sencillas rentas; las Relaciones
Exteriores, de poca importancia relativa; el Crédito público, ya definitivamente
organizado; la composición de la Guardia Colombiana, sujeta a los principios de
organización que mantengan los Estados; las elecciones, para cuyo arreglo no
tiene autoridad el gobierno nacional; y los intereses relativos a la navegación, las
mejoras materiales, la instrucción pública y la estadística: son negociados que no
pueden afectar la vida de los partidos políticos ni excitar violentamente sus
pasiones.
¿Qué hay, pues, en el gobierno general, capaz de apasionarlos a todos, de
amenazar la soberanía de los Estados, o de comprometer la relativa situación de
los partidos políticos? Solamente una cuestión: la de orden público general.
Mantener el equilibrio entre los Estados y entre estos y la Unión entera; hacer
cumplir en todo y por todo la Constitución, tanto en las garantías que asegura a

115
los Estados y al gobierno general, como en las que reconoce a los ciudadanos;
impedir todo linaje de agresiones que partan de unos Estados contra otros;
obligarlos a todos a regirse conforme a los principios republicanos a que están
sujetos, sin lo cual no son Estados de gobierno constitucional o legitimo;
oponerse a todo pacto de dos o más Estados, que tienda a supeditar la
independencia de otros de ellos, o a poner en peligro la autoridad legal del
gobierno de la Unión; y abstenerse totalmente de intervenir en los conflictos
locales de los mismos Estados, en tanto que no sean conculcados los intereses
generales y los derechos individuales: tales son las funciones que debe ejercer el
gobierno federal para mantener aquella gran cosa que llamamos el orden
general.
Pero precisamente hay una dificultad enorme, una imposibilidad manifiesta de
llenar aquellas funciones, si para esto se emplea la política de partido. Para
ninguna cosa es tan necesario el espíritu de conciliación o de tolerancia y
transacciones patrióticas, como para mantener el orden público y el equilibrio
entre los Estados, toda vez que estos no se hallan sujetos a la autoridad de un
solo partido; y nos parece evidente que los gobiernos de dichos Estados no se
creerán seguros y exentos de intervenciones o maniobras que les perjudiquen, en
tanto que todos los partidos respetables no tengan alguna representación en el
gobierno general.
Tiénenla todos actualmente en el Congreso, y de esta circunstancia proviene que
este cuerpo es el más respetado, y que en su seno se hacen oír todas las
opiniones, sin riesgo de que las competencias lleguen a un grado de exacerbación
excesiva; pero en los altos poderes ejecutivo y judicial, sólo el partido liberal está
representado.
Muy bien pudiera reformarse la organización de la Corte Suprema Federal, de
manera que se compusiera de nueve magistrados, con mayores facultades y
funciones que las actuales, y que la legislatura de cada Estado eligiera uno de los
magistrados. Este solo hecho ofrecería el medio de zanjar muchas dificultades, y
daría una sólida garantía a la paz pública y a la autonomía de los Estados.
Pero en lo tocante al poder ejecutivo, la garantía sólo puede emanar del espíritu
de conciliación que anime al presidente de la Unión. No dudamos que si nuestros
presidentes liberales dieran una importante participación en el ministerio y
algunos otros puestos públicos al elemento republicano del partido conservador,
el gobierno nacional se vería apoyado por todas las grandes fuerzas de la Nación,
por todos los Estados, y sus actos serían incomparablemente más fructuosos;

116
lográndose al cabo que la paz pública y las instituciones federales quedaran
enteramente consolidadas.
Si en el gobierno de los Estados pueden tener cabida todas las luchas de los
partidos, y aun fraccionados y todo como están estos son capaces de hacer algún
bien, en los negocios nacionales del progreso y la estabilidad sólo pueden ser
obra de la conciliación de los intereses y la ponderación de las fuerzas; porque el
régimen federal se opone a la completa unidad de los partidos políticos, tanto en
sus programas como en su manera de obrar.
Fuerza es que, si queremos consolidar nuestras actuales instituciones, en lo
sustancial y necesario, y asegurar el fruto de sesenta años de esfuerzos, luchas y
sacrificios, reconozcamos que el gobierno no es ni debe ser una obra empírica, de
pasión, de intolerancia, de expedientes y aventuras, sino una grande y gloriosa
obra de ciencia y de paciencia, fruto del concurso de todos los ciudadanos, sea
éste directo o indirecto.
Sí; es el gobierno una obra de ciencia, porque su buen ejercicio requiere el
conocimiento de los hombres y de las cosas, de las leyes morales que sirven de
fundamento al derecho y al deber, y de las diversas leyes naturales —todas
compendiadas en la justicia o las compensaciones— que determinan la
combinación armoniosa de todas las fuerzas y el desenvolvimiento de todos los
fenómenos del progreso. Y es también una obra de paciencia, porque para
gobernar con tino es necesario saber orillar las dificultades, en vez de quererlas
salvar o suprimir violentamente; saber tolerar los errores sinceros y las flaquezas
de los demás, imitando en la vida política las innumerables transacciones de que
se compone la vida privada; y saber aguardar la hora oportuna para cada cosa,
sin querer precipitar los acontecimientos ni perturbar la lógica natural con que
ellos se producen, encadenan y desarrollan.
Colombia tiene un gran porvenir, por las ventajas con que la ha dotado la
Naturaleza; pero este porvenir no puede tener su advenimiento por sí solo, sino
que debe ser preparado por la virtud y la cordura de los partidos políticos, que,
como representantes de las aspiraciones sociales, son los agentes colectivos,
pensadores y militantes del multíplice movimiento de todos los intereses.
Que nuestros partidos den, pues, pruebas de virtud republicana,
desprendiéndose con resolución de los elementos viciosos que les pervierten; que
levanten su espíritu hasta la altura del deber, puesto que son conciencias
colectivas, y podrán regenerar su política: en los Estados, suprimiendo el
antagonismo de los círculos o banderías, y poniendo en acción unos programas
claramente determinados, enlazados por el sentimiento común del

117
republicanismo; y en la Nación entera, dando por base al equilibrio de las fuerzas
o soberanías diversas reconocidas por la Constitución, una política conciliadora
que patentice un constante acatamiento por todos los partidos respetables.
Sólo así podemos dar estabilidad a la forma republicana, seguridad al derecho y
horizontes y campos ilimitados al progreso.
J. M. S.
Bogotá, setiembre 17 de 1873.

LA LIBERTAD Y EL CATOLICISMO

CARTA PRIMERA

Al señor Diógenes A. Arrieta.


Muy distinguido señor y compatriota:
He leído con tan viva atención como sincero interés las dos cartas que usted me
ha hecho el honor de dirigirme por medio de este mismo Diario, insertas en los
números del 5 y 6 del corriente mes; y tanto por no estar de acuerdo con los
conceptos que usted emite, como por patentizar un espíritu de cortesía a que
usted tiene pleno derecho, me apresuro a contestarle.
Y no crea usted, señor mío, que al escribir estas cartas, me halaga la esperanza de
obrar con buen éxito sobre el claro entendimiento de usted, ni de ejercer
influencia alguna sobre la sociedad que nos rodea. He comprendido, desde
muchos años atrás, que siendo como soy, republicano liberal y creyente
católico, mi voz está casi completamente desautorizada; pues si para ciertos
católicos intransigentes mi profundo y honrado liberalismo es execrable, para
muchos liberales soy un hombre que, por el hecho de ser católico de convicción,
no merece consideración ni crédito alguno en lo político, sean cuales fueren los
antecedentes o los servicios prestados a la causa de la libertad democrática.
Créame usted que, sí me ocupo en estas cuestiones, bien que me faltan para
tratarlas el tiempo necesario, cierta serenidad de espíritu y muchísima ciencia, lo
hago con aquella profunda melancolía propia de quien llena su deber sin
esperanza de lograr un feliz resultado; de quien, no pudiendo permanecer
impasible a la orilla de un caudaloso río, en cuyas ondas está naufragando una

118
existencia preciosa, se arroja a exponerlo todo entre dos corrientes que se
rechazan y forman remolino, a sabiendas de que no podrá salvar a nadie...
Pero antes de entrar en discusión, permítame usted que le haga tres
observaciones personales.
Sea la primera, una excusa. Me trata usted en sus cartas con exquisita galantería
y tantos miramientos, que lleva su atención hasta honrarme con el clásico vos.
No puedo resolverme a tratar a usted lo mismo, y no por falta de consideración,
sino porque me gusta entenderme con llaneza cuando hablo con hombres
sinceros. El usted es menos respetuoso que el vos, pero es más cordial y
republicano: tratémonos así, de igual a igual, bien que usted me lleva, entre otras,
la inapreciable ventaja de la juventud, la edad de las impresiones generosas, de
los nobles ensueños, de las crédulas esperanzas y de las aspiraciones atrevidas,
exentas aún de desengaños.
Me ha procurado usted un doble placer; el de conversar con un joven y discutir
con un hombre de talento. Tiene usted una capacidad reconocida como de
primer orden entre los jóvenes inteligentes de Colombia: yo... lo que tengo, sobre
todo, es un alma profundamente religiosa y amante, llena de tristezas y
recuerdos, probada por muy amargas vicisitudes, mal comprendida por algunos
o muchos, pero inagotable de benevolencia, incontrastable, incorruptible en su fe
en el bien, en la verdad, en la justicia, en el progreso en todo sentido. ¡Pluguiera
a Dios que yo pudiera dar a usted algo de mi fe, en cambio da una parte de su
rico talento! Entrambos ganaríamos sin duda.
Me trata usted, estimado compatriota, con una benevolencia a que estoy poco
acostumbrado, no de parte de usted, que por primera vez me hace el honor de
dirigirme la palabra, sino de la juventud a quien usted representa; por lo que
usted comprenderá cuán cordial es el agradecimiento de que estoy poseído.
Acaso nadie fue más popular que yo, en otro tiempo, entre la juventud de mi
patria, a quien dediqué tanto amor y tan abnegadas muestras de interés por su
progreso y gloria: acaso nadie es hoy tan impopular como yo entre la juventud
de estos días. Es posible que yo tenga la culpa; pero conforme como estoy con la
posición que me ha dado la opinión de los demás, y disculpando con igual
benevolencia la mala voluntad de ciertos católicos feroces que me excomulgan
por su cuenta, por ser liberal, y de los jóvenes exaltados que no saben tolerar mi
fe religiosa, me siento gozoso al discutir con un joven. Esto me rejuvenece, pues
los cuarenta y cinco y los pesares me llevan camino de la vejez, no obstante la
eterna primavera que guardo en el alma y en el corazón; y me alucino creyendo
que departo con mis condiscípulos, en los augustos claustros de San Bartolomé,

119
—aquel querido hogar de mis esperanzas y de mí patriotismo— cuando amaba
todo lo grande y bello, rico y feliz con mis dieciocho años y enamorado de la
Libertad y la Justicia.
Perdone usted estas locas digresiones que a otros acaso parecerán palabrería.
Pero no he podido resistir a la tentación de hacer estas reminiscencias que me
hacen evocar muy bellos días. Hoy es usted dichoso con los de su generación,
esperanza de la patria: yo lo soy por un instante, al recordar aquellos años en que
tuve por compañeros a Camacho Roldán, Manuel Pombo, Januario Salgar, los
Pereiras, Gambas, Pradilla, Juan de Dios Restrepo, Gutiérrez González y tantos
otros; ¡generación llena de fe y desinterés, que amaba la poesía como la ciencia,
que tenía entusiasmo, que no sabía calcular sino sentir, y que se iniciaba, con los
libros y el sufrimiento soportado con buen humor, en la gran virtud del
patriotismo y la ciencia de la vida fecunda!
Pero entremos (sobrado he tardado en hacerlo) en la enojosa materia, por mucho
que mi posición en medio de dos opiniones o dos falanges enemigas, sea tan
difícil, como poco envidiable para muchos. Cuando un hombre de bien, a
sabiendas de que se ha de quedar aislado, caído para unos y otros, hace el
sacrificio de su carrera, de sus esperanzas y de sus pocos merecimientos, por
sujetarse a una convicción, levantando tranquila y silenciosamente su alma por
encima de toda ambición; cuando tal hombre no tiene la mente trastornada, y
nada va a ganar en la vida pública con su fe religiosa, y esta fe se ha patentizado
como sentimiento genial en el fondo de todos sus actos y sus inspiraciones; y
cuando su conducta no está en oposición con la vida inofensiva del común de las
gentes; hay motivo para creer en la sinceridad de quien así procede, y para
admitir que existe alguna verdad, alguna fuerza irresistible en la convicción
determinante de aquella misma conducta. Tal es mi situación personal. Creo, y
creo con toda mi alma; amo, y amo con todo el corazón. Como creyente y como
amante, soy tan religioso como liberal; y no puedo comprender, es cosa que no
me entra en el cerebro, que haya incompatibilidad, desarmonía, contradicción
alguna entre una creencia y una opinión que me hacen amar a Dios y al hombre;
reconocer la justicia en la Religión y en la Libertad; solicitar el progreso de mi
alma y de todas las almas en su marcha ascendente hacia Dios en la eternidad, y
el progreso de todas las fuerzas humanas en su tendencia necesaria hacia el
bienestar, que es la justicia de Dios en la tierra.
Pero usted presenta la cuestión así: el liberalismo y el catolicismo son
incompatibles, antagónicos; el catolicismo es radicalmente enemigo de la
libertad; quien sirve a la causa liberal no puede servir a la causa católica. ¿Hay
verdad de exposición, de observación y crítica de los hechos históricos y actuales

120
en las afirmaciones de usted? No es usted, por desgracia, el primero que
proclama en Colombia aquel antagonismo. Un compatriota de gran talento había
dicho ya: "el que es católico no puede ser republicano"; y ciertos católicos
rabiosos, como para acabar de hacer a la creencia católica todo el daño posible, se
han empeñado en sostener que "el liberalismo es enemigo del catolicismo". Me
hallo, pues, en la más extraña situación posible: soy adversario de los católicos
intransigentes, por defender la libertad y el progreso; y lo soy también de
algunos liberales, por defender la religión católica. De ahí proviene la notoria
impopularidad de que disfruto; impopularidad que confieso con tanto mayor
ingenuidad, cuanto que a ella estoy resignado, sin despecho ni enojo.
Pero señor: si usted cree en la incompatibilidad a que aludo, ¿no habrá en su
juicio algún grave error de apreciación, como en el juicio de los católicos que son
enemigos del liberalismo? Probaré a demostrarlo, y para ello, permítame usted
que me tome la libertad de establecer previamente algunas distinciones y
definiciones; porque jamás podríamos entendernos si no comenzáramos por fijar
los términos, definiendo el liberalismo y el catolicismo, o explicando en lo que
consisten.
No aguarde usted, señor mío, que yo entre en profundidades científicas respecto
de la libertad, ni teológicas, acerca del catolicismo. En cuanto a lo primero, no es
usted persona que haya menester explicaciones; y en cuanto a lo segundo, no soy
yo quien pueda darlas. He leído y meditado mucho relativamente a la religión,
pero soy un ignorante en esta materia; tengo una creencia, pero no puedo
explicarla con acierto, y jamás he dado ni pensado en dar siquiera sea un paso en
el escabroso camino de la teología. Cuando un creyente no tiene la ciencia
teológica y unción bastantes para demostrar y comunicar a otros su fe, es inútil
que discuta: la discusión a nada conduce, porque nadie se da por convencido.
Acaso pensará usted que la creencia que profeso reside sólo en mi corazón; que
no está en mi espíritu, por no ser científica; que ha nacido en mí de los dolores
de la vida...
Pero suponiendo que así fuera, ¿no hay también en el dolor una inmensidad de
ciencia o de filosofía? ¿No es el corazón una condensación del ser humano? ¿No
ocupa el dolor, junto con la esperanza, casi la totalidad de la vida?
Dejemos, pues, a un lado la teología y que cada cual crea lo que pueda, y allá se
las avenga con su conciencia; y tratemos solamente la cuestión político-social, o si
se quiere, histórico-filosófica.
Cita usted, en apoyo de su opinión, numerosos hechos históricos, con los que
cree patentizar la flagrante oposición en que se halla el catolicismo con la

121
libertad. Si este método fuera suficiente, con la misma fuerza podría usted
demostrar que la libertad es funesta y el liberalismo absurdo, aduciendo las
innumerables iniquidades que se han consumado, ora en nombre de la libertad
misma, ora pervirtiendo el liberalismo con actos que le han sido totalmente
funestos. Los abusos a que las cosas humanas son ocasionadas, nada prueban
contra los principios, sino contra los sistemas o los hombres; a menos que
provengan de defectos radicales e incurables, encarnados en las instituciones o
las ideas a que los hombres obedecen.
Yo podría seguir a usted paso a paso, aun a riesgo de poner de manifiesto mi
escasez de erudición, en las citas históricas de que se vale, y analizando los
hechos, demostraría tal vez que los malos actos de muchos gobernantes católicos,
perniciosos para la libertad, no han provenido del catolicismo como dogma y
comunión o iglesia, sino de la fatal naturaleza del despotismo, ya lo hayan
ejercido emperadores o reyes, papas u otras entidades; mal que se agrava
inmensamente cuando se alía con la religión, pervirtiéndola, haciendo del dogma
y la política un sacrílego amalgama.
Hay, señor, en el catolicismo, como en casi todas las religiones del mundo, una
doble estructura que ha sido y es una de las mayores flaquezas de la humanidad
y uno de los más graves defectos de la civilización. Hay un elemento que es
creencia, sentimiento, dogma, comunión fraternal, y en él reside toda la fuerza
moral de la religión, así como de su cantidad de amor y verdad depende su
existencia; pero hay también un elemento que llamaré político, causa de ruina o
decadencia de todas las religiones, como cuerpos organizados. La fe engendra el
anhelo por la propagación; los creyentes emprenden propaganda y se organizan
y disciplinan; aspiran luego a imponer su creencia y van creando intereses
temporales; y después, para asegurar estos intereses y afianzar su predominio,
hacen todos los esfuerzos posibles a fin de convertirse, de simple comunión, en
gobierno, de religionarios, en políticos. Cuando tal cosa han logrado, se
consideran triunfantes y fuertes; y sin embargo, entonces comienza su debilidad,
su decadencia inevitable, porque ponen en oposición una gran necesidad y una
gran verdad de la vida —la religión— con otra gran necesidad y verdad que hace
parte de la sublime armonía del hombre: la libertad.
Recorra usted, señor Arrieta, no solamente las páginas de la historia, sino el
cuadro de la vida política de los pueblos contemporáneos, y hallará el mismo
hecho repetido en todas partes. En Turquía, el mahometismo hecho gobierno
tiraniza, empobrece, roba, degrada y envilece a los pueblos, así cristianos como
islamitas, y sean de la raza que fueren. En Rusia, la ortodoxia cristiana, que tiene
por pontífice al Zar, ejerce un despotismo tan salvaje como embrutecedor. En

122
Suecia y Prusia, donde los reyes son pontífices de creación luterana, tiranizan a
católicos e israelitas, y procuran negar la libertad aun a los mismos protestantes.
La historia de Inglaterra está llena de atrocidades, desde Enrique VIII hasta poco
ha, debidas al interés de reyes y nobles que han sido los papas y obispos de la
Iglesia anglicana. ¿Qué mucho, pues, que a la sombra del catolicismo, con el
catolicismo hecho gobierno o incrustado en el gobierno temporal, se hayan
consumado tantas iniquidades en Italia y Francia, en Austria y los Países Bajos,
en España y Portugal y en todos los pueblos hispano-lusitanos de América?
¿Qué conclusión se desprende de la identidad de los hechos? ¿Se deduce que
toda religión es mala, funesta? Esto es absurdo. ¿Se deduce que sólo el
catolicismo es pernicioso, con el Evangelio y todo? Esto es monstruoso. La
conclusión que se desprende rectamente es ésta: que toda comunión religiosa que
se convierte en gobierno político, o se amalgama con algún gobierno, desvirtúa
su objeto; corre el peligro de tornarse en tiranía o despotismo; rompe su propio
título, que es la libertad misma del alma humana, y sujeta su modo de ser, su
influencia y su porvenir a todas las vicisitudes de la política y todos los
contratiempos y luchas de la civilización.
Esto ha sucedido al catolicismo, como a todas las religiones. Se hizo gobierno
temporal, y puso a Jesucristo bajo los fuegos de los enemigos que pudiera tener
tal gobierno. Tengo para mí que el mayor de los enemigos que ha encontrado el
catolicismo, en su marcha al través de veinte siglos, no ha sido ni el vulgar y
fanático Lutero, ni el sombrío e intolerante Calvino, ni el superficial y agudo
Voltaire: lo fue el Papa Hildebrando, en mala hora organizador del poder
temporal de los sucesores del humilde Pedro, pescador de la Judea y mártir de
una religión imperecedera...
He escrito las páginas que preceden como de un solo trazo, a la ligera y sin
levantar la mano; permítame usted, señor Arrieta, descansar un momento.
Mientras continúo, créame usted su muy atento servidor y compatriota.
JOSÉ MARÍA SAMPER.
Noviembre 7 de 1873.
CARTA SEGUNDA

Al señor Diógenes A. Arrieta.


Muy señor mío y compatriota:
Continuemos la discusión.

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¿Qué es la libertad, y qué cosa es el liberalismo, en su verdadera índole y
naturaleza, en su justicia, en su modo de ser histórico y en sus legítimas
tendencias? La libertad es, o un derecho o un hecho. Como derecho, es la razón o
el título natural que tiene el hombre, por el mero hecho de existir, para solicitar, y
en caso de obtenerlo, para conservar y disfrutar, todo aquello que, estando de
acuerdo con el bien, con el orden natural, con la justicia, pueda procurarle la
mayor suma posible de bienestar y perfeccionamiento. Como hecho, es la
constante acción del hombre sobre la Naturaleza, sobre sus semejantes y sobre sí
mismo, que tiende a ensancharle y mejorarle indefinidamente sus facultades y la
justa satisfacción de sus necesidades.
El límite de tal derecho y de tal hecho, está en el bien que la misma libertad
puede producir. En tanto que ella funciona dentro del orden natural, por el bien
y para el bien, no sólo es inocente sino sagrada; no sólo es sagrada, sino ilimitada.
Y como el hombre es el mismo en todas partes y en todo tiempo, porque los
principios o elementos de su ser son invariables en su esencia, la libertad como
derecho, es un principio universal y común a todos los hombres, y como hecho,
es una condición inherente a las necesidades de la naturaleza humana, y por
tanto, ineludible.
Eso, y no otra cosa, es la libertad: la libertad del alma, que produce la religión
como creencia o convicción; la libertad del entendimiento, que da origen a todas
las revelaciones y creaciones de la ciencia; la libertad de asociación, de afectos, de
que provienen la familia y la sociedad civil y política; la libertad de esfuerzos y
trabajo, de cuya acción nacen las artes y la industria; la libertad en todo sentido,
que hace necesaria, inevitable la responsabilidad correlativa.
¿Qué cosa es el liberalismo? También tiene dos aspectos: como aspiración, es una
necesidad como cualquiera otra; como sistema, es un propósito organizado,
hecho fuerza social, hecho partido, que tiende a predominar, a gobernar, a
convertirse permanentemente en un orden de instituciones y una dirección
política. Como aspiración, el liberalismo es común a todos los hombres, siquiera
sean distintos y aun contradictorios sus temperamentos. Cada cual en la tierra
quiere ejercer una actividad proporcional a sus fuerzas, abrirse camino,
expandirse moralmente sobre los demás, y prolongar su ser en un cúmulo más o
menos considerable de intereses. Nadie quiere ser tiranizado; nadie se conforma
con que le confisquen su libertad, le opriman o le contrasten en sus ideas, sus
sentimientos o sus aspiraciones.
Hasta aquí todos andamos de acuerdo, y punto más o punto menos, todos
tenemos alguna aspiración liberal o que tiende hacia la libertad. Pero luego, al

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desarrollarse los hechos y empezar a cumplirse las consecuencias de la libertad,
se pone de manifiesto el desacuerdo. ¿Por qué? Fácil es comprenderlo.
Hay temperamentos humildes hasta la abyección, y temperamentos altivos hasta
la soberbia, o por lo menos la independencia. Hay espíritus indolentes, perezosos
y egoístas, y los hay llenos de actividad, de energía, de confianza y generosidad.
Hay almas repletas de fe, iluminadas por la lógica que es como el relámpago de
la verdad, o como un molde obligado del razonamiento; y almas que no tienen fe
ni en la lógica de sus creencias. Hay corazones que aman con entusiasmo y que
tienen el valor de sus esperanzas y la intuitiva caridad de sus aspiraciones; y
corazones decrépitos desde que nacen, que se acobardan cuando les sorprende
alguna de las consecuencias imprevistas de aquello mismo que deseaban.
De esta diversidad de temperamentos se origina una diversidad de acción. Unos
se acomodan con la libertad, con tal que sea sólo para ellos, y otros la quieren
para todos; unos la comprenden en toda su amplitud y la aceptan con todas sus
consecuencias, y otros la recortan o mutilan, le ponen restricciones empíricas y
abdican su personal independencia; unos la miran sin temor, y otros se asustan
de sus abusos posibles y las sacrifican en las aras del miedo, cuando no de su
egoísmo. Tales caracteres se agrupan y acaban por formar partidos: de este
agrupamiento vario han nacido, en todos los tiempos y los pueblos, con estos o
los otros nombres, el liberalismo y el conservatismo, políticamente organizados.
Yo, por ejemplo, con el temperamento motor que tengo, con la incontrastable fe
que me anima, no podía menos que afiliarme en la tropa del partido liberal; y la
educación de familia y del medio social en que he vivido, tenía que completar y
fortalecer aquella vocación característica. ¿Pero esto podía ser un obstáculo para
que yo llegara un día a la plena posesión razonada y racional, de una creencia
religiosa? No: el sentimiento religioso y la creencia en Dios y todas sus
consecuencias, son tan connaturales en el hombre, que en rigor son la más alta y
profunda expresión de su naturaleza y su destino. ¿Se me podrá negar que
puedo ser al propio tiempo un hombre ardientemente liberal y sinceramente
religioso? Espero que nadie formulara tan monstruosa negación.
Pero entonces me dirán acaso: "Puede usted ser tan religioso como quiera, y hace
bien en mantener su fe, sea de convicción o de sentimiento; pero si usted quiere
ser y mantenerse republicano y liberal, no consentimos en que aquella fe sea la
católica"... ¡Y qué! ¿los liberales se han de habilitar de teólogos para decidir como
filósofos, ni menos como partido político, un problema como el de la religión,
que no es del dominio de la política, ni aun de la ciencia en general; que
pertenece sólo a la conciencia, y que ha sido y será perpetuamente insoluble para

125
el entendimiento humano, en tanto que se le aplique el criterio de la observación
y del análisis? ¿Con qué derecho ni autoridad podrá el liberalismo proclamar que
tal o cual religión es la buena, la verdadera, la que está en conformidad con la
naturaleza del hombre y la inefable grandeza y bondad del Ser Supremo?
Pero si en este punto de vista el liberalismo es incompetente, como toda otra
doctrina filosófica, para condenar ninguna religión y menos siendo cristiana,
calificándola de incompatible con la libertad, no es menos inaceptable la
pretensión, si consideramos los hechos en su punto de vista puramente social y
político. ¿En qué consiste el derecho del liberalismo? Este derecho tiene que estar
en armonía con la naturaleza, el objeto y las necesidades mismas del liberalismo,
considerado como fuerza política o partido militante.
Si su punto de partida es el derecho, su acción no puede ir más allá de lo que el
derecho permite; si su tendencia es a emancipar al hombre de toda violencia, a
crear la efectividad de la soberanía de los pueblos y de la libertad de los
individuos, tampoco le es lícito atacar aquello que la conciencia individual
acepta, cree y profesa, en uso de su libertad, en tanto que la creencia profesada
no sea ofensiva para el derecho de los que crean o piensen de distinto modo.
Y en lo tocante a religión, hay para el liberalismo un dilema que no tiene salida: o
no le incumbe ingerirse en cuestiones religiosas, por cuanto la esfera de la
política no comprende el foro interno de la conciencia, y entonces los liberales no
tienen por qué hostilizar al catolicismo ni a religión alguna; o el campo del
liberalismo abarca hasta la religión, dando a la filosofía una extensión ilimitada,
y entonces cada liberal tendrá que convertirse en taumaturgo y la política entera
será una teología. ¡Medrados quedarían los pueblos, y curiosa sería la obra del
gobierno, si para dirigir todos los movimientos del progreso hubiera que hacer
de la ciencia social y del arte de gobernar una cuestión de teología!
Y luego, yo preguntaría a los liberales anticatólicos: "¿Tenéis seguridad de que el
catolicismo es un cúmulo de imposturas, de errores, o de ficciones? ¿Estáis
seguros de poder civilizar y gobernar a los pueblos, sin religión, o de poder
ofrecerles, en lugar del catolicismo que os parece malo o erróneo, otra religión
que sea buena y verdadera? Si no tenéis tal seguridad ¿con qué derecho, con qué
título pretendéis aniquilar en la sociedad las creencias del catolicismo? Si no sois
ni podéis ser jueces en una cuestión de conciencia; si no podéis probar que el
catolicismo es falso, corruptor, funesto; si al ocuparos en la política y el gobierno,
halláis que sus asuntos son de un orden totalmente distinto del de la religión,
¿por qué condenáis al catolicismo y lo declaráis incompatible con la libertad?...".

126
Pero acaso me dirá usted, señor Arrieta, que lo que usted condena no es una
creencia religiosa, sino los defectos y abusos de la comunión católica, o de la
organización de su Iglesia. Pero si usted no es católico, ¿qué le importan los
errores, las supersticiones o los absurdos en que incidan los católicos, en tanto
que tales hechos no entrañen violencia o daño para el derecho de tercera
persona? ¿Alegará usted que sólo se refiere a los abusos políticos del catolicismo;
a los que de un modo directo o indirecto pueden perjudicar a la sociedad civil?
entonces, entendámonos; y para ello, permítame usted hacerle algunas
observaciones enteramente prácticas.
En Inglaterra, país de instituciones libres, pero que mantiene una iglesia oficial
protestante, el catolicismo es completamente inofensivo; cada día gana prosélitos
entre todas las clases sociales, y sin embargo no inspira recelo ni temor alguno,
porque funciona como una comunión independiente de toda acción política.
En la Unión Americana, donde hay completa libertad de cultos, innumerables
sectas y absoluta separación de la Iglesia y el Estado, todas las comuniones
religiosas rivalizan en celo por la instrucción pública y una beneficencia
munificente. Relativamente a la totalidad de la población, el catolicismo es la
religión que más prospera; sin que sus actos sean en lo mínimo contrarios a la
libertad. Y hay un hecho muy digno de ser notado: los hábitos de libertad han
obrado de tal modo, que sólo los obispos de Norte América y uno o dos de
Alemania, se mostraron independientes, en las discusiones del último Concilio
del Vaticano.
En Colombia, donde existen las mismas instituciones que en la Unión
Americana, el clero, que en otro tiempo fue amenazante y siempre hizo causa
común con el partido conservador, se mantiene hoy completamente extraño de la
política; no presta el menor apoyo a nuestros adversarios; vive de contribuciones
voluntarias de los católicos, y resignado a sufrir las consecuencias de todas
nuestras leyes de crédito público; en una palabra, no causa embarazo alguno a
nuestros gobernantes y está reducido a la Iglesia. Si usted, señor Arrieta, puede
citar algunos exabruptos del obispo de Pasto, yo puedo contraponer la cuerda y
dignísima conducta del señor arzobispo, del señor Toscano y de casi todos los
demás obispos actuales de Colombia.
¿Esto qué prueba? Prueba que no hay en el catolicismo, como religión, ningún
elemento esencial de perturbación, de antagonismo, con la libertad ni con la
soberanía popular. Prueba que allí, donde la libertad resuelve por sí sola el
problema de las relaciones entre el Estado y las iglesias, ninguna de estas es un
obstáculo para el progreso político, toda vez que carecen de ingerencia y

127
autoridad en las cosas temporales; pues cuando algún obispo Canuto (como
usted dice) lanza pastorales excitantes, basta que un presidente de buen sentido
apague la llamarada, como lo hizo el señor Murillo, diciendo al presidente del
Cauca: "Señor, deje usted que todas las opiniones, y aun las cóleras, se
manifiesten con libertad; pues en tanto que no conduzcan a vías de hecho, a
rebelión verdadera, son en realidad inofensivas".
Sí, señor: toda religión (no me refiero a las inmorales o inmundas, como el
mormonismo y el mahometismo) toda religión es virtualmente inofensiva para la
sociedad civil (hablo de las cosas temporales), en tanto que se reduce a ser
religión; y no sólo es inofensiva, sino benéfica en algún grado, por el hecho de
mantener vivo un grande y fecundo sentimiento humano, y de servir como
auxiliar de las leyes, en su calidad de correctivo moral y medio de organización
de la familia y de las costumbres. Lo que es funesto, como causa permanente de
complicaciones, como una cosa que desvirtúa simultáneamente la religión y la
política, es que las iglesias sean gobiernos o tengan íntima alianza con los
gobiernos políticos, ora sean ortodoxas o sectarias. Ahí está todo el nudo del
problema.
Pero, señor: ¿de qué modo puede el catolicismo estorbar a la república liberal y
democrática en Colombia? Tenemos aseguradas por la Constitución, y por veinte
años de práctica, la libertad completa de religiones y cultos, la inmunidad de la
imprenta y de la palabra, la libertad absoluta de aprender y de enseñar, la entera
separación del Estado y la Iglesia, y todas las libertades imaginables. Y hay más:
la desamortización ha dejado a la Iglesia católica sin bienes; el catolicismo sólo
puede sostenerse aquí con contribuciones voluntarias; los jesuitas están
proscritos de Colombia, los sacerdotes están privados de la ciudadanía; la
enseñanza pública es laica y está en manos de los liberales; y para colmo de
precauciones y ventajas, el artículo 23 de la Constitución (a pesar de los derechos
y las garantías del 15) establece el derecho de suprema inspección sobre los
cultos, es decir, en rigor sobre el catolicismo.
¡Y qué, señor Arrieta! ¿no se contenta usted con todo aquello? ¿Todavía cree
usted que el catolicismo es amenazante para la libertad? ¿Pero en dónde está la
amenaza? ¿Qué hacen los católicos? Si los obispos y prelados están políticamente
desarmados y son impotentes para detener la acción del liberalismo, ¿por qué se
alarma usted? ¿Es acaso por la propaganda reaccionaria de La Caridad, El
Tradicionista, La Autoridad y Los Principios? Pero un liberal, y menos del
temple de usted, señor Arrieta, no puede ni debe asustarse por lo que produzca
la libertad de la prensa y de las comuniones religiosas. ¿Conque no me asusto
yo, que soy católico, por lo que dicen aquellos periódicos, dos de los cuales me

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tratan como a enemigo, y habría de tenerles miedo un liberal que no es católico,
ni está, por lo mismo, sujeto a que le denuncien ante el obispo aquellos santos
voceros, en calidad de cismático o de in-ortodoxo?
Y vea usted, señor Arrieta, que no tiene razón: apelo a su justicia en un asunto
personal. Va usted a reírse tal vez; o si usted no lo hace, por cortesía, otras se
reirán; pero presento con ingenuidad el caso. Como católico, no solamente creo
en los dogmas de la religión cristiana católica, sino que procuro obrar conforme a
ella hasta donde me alcanzan las fuerzas: y qué cosa tan risible: ¡oigo misa y
suelo rezar! Y qué tontería: ¡me descubro delante de todo símbolo religioso! Y
qué humillación: ¡una vez al año confieso y comulgo! Y qué resignación: ¡he
perdido mi carrera política de treinta años de servicios a la causa liberal!; ¡me he
dejado desdeñar, vilipendiar, calumniar y señalar por algunos liberales a la
desconfianza y la animadversión de mis copartidarios, por ser creyente
católico!...
Y sin embargo, puedo llamar a cuentas a los que me han querido llenar de
contumelia; puedo con toda seguridad interpelar a cuantos "liberales" me han
echado a la espalda, por ser católico, y decirles: Os desafío a que me citéis una
sola traición hecha por mí a la causa de la libertad democrática; ¡os desafío a que
me enrostréis un solo acto siquiera de improbidad política o privada; os desafío
a que presentéis un poema, un artículo, un discurso, un folleto, un libro,
cualquiera cosa que hayáis producido, que sea más franca y profundamente
liberal que cualquiera de los artículos, poemas, folletos, discursos y libros que he
producido antes y después de ser católico! Quien quiera recoger el guante, que lo
recoja: estoy pronto a sostener la comparación.
Así, pues, señor Arrieta, puede un hombre honrado y convencido, independiente
y libre, ser al propio tiempo sinceramente católico y profundamente liberal;
republicano federalista, demócrata, progresista como el que más, y creyente en
Dios y en su Evangelio.
Para finalizar esta carta me valdré de un incidente que usted mismo ha
recordado, señor Arrieta, con tanta benevolencia respecto de mí. En el gran
banquete con que en 1869 pusimos término al Congreso internacional de
Lausanna, al improvisar yo uno de aquellos cuatro discursos que más de treinta
diarios de Europa elogiaron como muy sensatos y verdaderamente liberales dejé
comprender claramente que era católico. Un intolerante "libre pensador", francés,
me interrumpió diciendo: "¿Pero cómo podéis ser libres en Colombia, si sois
católicos?". Y al punto le repliqué, con aplauso de todos los concurrentes: "Vos,
señor, no comprendéis eso, porque no conocéis la libertad en Francia, ni en

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ningún país de Europa. El catolicismo jamás puede ser temible en el seno de un
pueblo que tiene todas las libertades reconocidas por la Constitución de
Colombia, y en cuya vida social es un hecho la separación absoluta de la Iglesia y
el Estado"...
Después de oír estas altivas palabras, nuevas entre aquellos liberales de Europa,
me estrecharon la mano cordialmente muchos libres pensadores, y entre ellos el
gran Víctor Hugo y filósofos como Lemonnier y Barni.
Ya ve usted, señor Arrieta, que sí puede ser liberal como el que más un hombre
que profesa francamente las creencias del cristianismo católico.
Me repito de usted muy atento servidor y compatriota.
JOSÉ M. SAMPER.

CARTA TERCERA
Al señor Diógenes A. Arrieta.
Muy señor mío:
Concluyamos la discusión a que usted me ha invitado.
Hemos visto lo que es la libertad, en qué consiste el liberalismo, y cuáles son los
recursos de que éste se ha servido en Colombia, en lo tocante a los asuntos
eclesiásticos, para afianzar su causa y sus victorias, y poner la libertad misma a
cubierto de los peligros que pudieran venirle de la Iglesia dominante entre los
colombianos. Antes de examinar lo que es el catolicismo, en cuanto esto puede
importar a la política, veamos cuál es la situación del país.
Hay en Colombia una situación extraña, que irá modificándose con el tiempo,
pero que existe hoy con circunstancias muy singulares: un desacuerdo patente,
en lo relativo a los asuntos religiosos, entre el derecho y los hechos, entre las
instituciones y las costumbres. La Constitución tolera todas las religiones y hace
necesaria una tolerancia absoluta; y sin embargo, en este país, a excepción de
algunos indiferentes, y de unos pocos verdaderos filósofos, casi todos son
intolerantes: ni los racionalistas toleran que los católicos crean, ni los
tradicionistas toleran el entierro libre, por ejemplo, de un filósofo que muere
fuera del seno de la Iglesia. La Constitución establece la libertad completa de los
cultos, y entre los colombianos sólo hay un culto: el católico. La Constitución,
dada por los liberales, ha separado totalmente la Iglesia del Estado; y sin

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embargo hay liberales que quieren concordato, con "suprema inspección", y los
hay que quieren extinguir el catolicismo, como "antagonista de la libertad";
libertad que el partido liberal mismo ha reconocido a todas las religiones.
¿Esto qué prueba? Prueba que los hechos no están en armonía con las
instituciones; que muchos de los liberales no saben ser liberales; que no tenemos
todavía suficiente escuela; que nos falta lógica para someternos a las inevitables
consecuencias de nuestros propios actos; que nos asustamos de nuestra propia
obra; que nuestro liberalismo se ha anticipado a lo que el país necesitaba, o, lo
que es cierto, que no comprendemos bien el liberalismo.
Vea usted, señor Arrieta, la curiosa ilación de las cosas en Colombia: este pueblo
es republicano por su índole, sus instituciones y sus ideas, y se gobierna o debe
gobernar según el voto de las mayorías y por medio de mandatarios fieles a las
mayorías; los colombianos, casi en su totalidad, son católicos; el catolicismo,
como todas las religiones no inmorales, es de libre profesión en Colombia; y sin
embargo, la única religión que algunos liberales desean extirpar es la católica, a
la que hacen cruda guerra, ¡por considerarla enemiga de la libertad!
Por tanto, los constituyentes de 1853, y los de 1858, y los de 1863, que
reconocieron la absoluta libertad religiosa y la completa separación de la Iglesia y
el Estado, eran unos insensatos: ¡dieron libertad a una cosa que no sólo no debía
ser libre, sino que no debía existir! En lugar de decir con una plumada:
"suprímese el catolicismo, por ser incompatible con la libertad", hicieron una
insigne majadería, pues declararon: "permítese vivir al catolicismo y
desarrollarse a su acomodo, y para ello se le reconoce, como a todas las demás
religiones, una libertad completa".
Esto, señor Arrieta, no sólo me hace recordar la célebre expresión de
Beaumarchais, reproducida por el inmortal Fígaro español, sino cierta ocurrencia
de un sujeto muy servicial y filantrópico. Un día, forzado por cortesía a ofrecer
sus servicios a un amigo, el buen sujeto le dijo: "Estoy a las órdenes de usted;
puede usted disponer de mí con toda confianza en cualquier día de la semana
que no sea lunes... ni martes, ni miércoles, ni jueves, ni viernes, ni sábado... ni
domingo". Así hay liberales muy adictos a las libertades reconocidas por la
Constitución, y muy respetuosos por la inmunidad social de la conciencia
humana, que dicen: "Colombianos, os reconocemos la libertad de profesar
pública y privadamente toda religión; sólo os prohibimos profesar el catolicismo
(única religión que tienen los colombianos), por cuanto es contrario a la libertad
o pernicioso para el liberalismo".
¡Medrados estamos entonces con la libertad y el liberalismo!

131
Yo, señor Arrieta, veo las cosas de otro modo. Como creo que todo hombre justo
y bueno y creyente en Dios, que obra según su ley y hace todo el bien posible,
puede salvarse, aunque no sea católico, respeto profundamente todas las
creencias sinceras, estimo a todos los hombres religiosos, y sí bien quisiera que
todos fueran católicos, y deploro que no lo sean, sólo les pido que tengan y
profesen de veras una religión. De ahí proviene mi constante espíritu de
tolerancia. Para mí, el católico, el protestante y el israelita, son iguales ante la
sociedad y la ley, como poseedores del derecho común, y ante Dios, como
conciencias libres y responsables; y teniendo esta convicción, no puedo admitir
que ninguna religión, en no siendo inmoral, sea antagonista de la libertad, ni
deba ser perseguida por nadie. Amo la libertad, la quiero para todos, y la acepto,
sin miedo, con todas sus consecuencias.
Pero ¿qué cosa es el catolicismo? Repito que no quiero ni puedo entrar en el
campo de la teología: no estoy obligado a presentar certamen de religión y
solamente haré notar los hechos culminantes.
Hay en el catolicismo dos elementos y caracteres muy distintos, bien que
íntimamente enlazados, puesto que el segundo sirve para hacer efectivo el
primero: hablo de la Religión y de la Iglesia. Lo primero es puramente
espiritual, mezcla de natural y divino: natural, el sentimiento humano, el
religioso, que induce a creer, adorar, esperar y obrar conforme a lo que se tiene
por Dios y ley de Dios; divino el cúmulo de revelaciones y dogmas, que los
cristianos reputan como procedentes de Dios mismo. Eso es lo que compone la
religión, creencia individual, hecho puramente privativo de la conciencia, que no
tiene formas materiales ni afecta directamente a la sociedad civil.
Lo segundo es la Iglesia, es decir, la comunión de creyentes organizada de cierto
modo. Aquellas conciencias que tienen cierta fe, sienten que la comunidad de su
creencia establece entre ellas un lazo de unión; creen necesario mantener un
culto, unos ministros para servirlo, y alguna forma de autoridad que les
mantenga unidos y les dirija hacia la consecución de sus fines religiosos; y para
adquirir toda la fuerza de vitalidad necesaria, como cuerpo activo y creyente, se
organizan conforme a ciertas reglas y constituyen sus poderes.
Toda Iglesia es pues un cuerpo creyente, una asociación de conciencias, y al
propio tiempo una organización que tiene su disciplina y forma particulares.
Como cuerpo creyente o asociación de conciencias, es espiritual, y es
virtualmente inofensiva, libre sin limitación, inmune, como tiene que serlo toda
conciencia ante la sociedad civil. Como cuerpo organizado, es un hecho humano,
temporal y material; tiene que servirse de medios análogos a los que emplea

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toda sociedad organizada; es susceptible de errores, de abusos, de violencias y
crímenes, como lo son todos los hombres; puede hallarse en antagonismo con el
orden político establecido o con las ideas o aspiraciones de unos u otros partidos,
o de los poderes públicos; y está sujeta a todas las vicisitudes de los tiempos,
según que se adapte más o menos a las tendencias de la civilización y a la índole
de los pueblos y gobiernos con quienes puede tener relaciones o sobre quienes
puede ejercer influencia.
Pues bien, señor Arrieta: como liberal que es usted, tiene que reconocer al
catolicismo el pleno derecho de existir, desarrollarse y perpetuarse; tiene que
reconocerle su libertad e inmunidad absolutas, en tanto cuanto sea simplemente
una religión; so pena, en caso contrario, de negar usted su propia libertad de no
ser católico, su propio derecho a profesar cualquiera creencia, o a no profesar
ninguna. Por tanto, la conclusión es ineludible: el catolicismo, como religión, no
es ni puede ser incompatible con la libertad.
Pero me dirá usted, señor Arrieta: "como cuerpo organizado o gobierno, el
catolicismo es otra cosa; es peligroso y funesto". Allá vamos; a este terreno
quiero, como usted, traer la cuestión. Y no me alegue usted —por mucho que me
colme de honor con la buena opinión que de mí tiene— que no se trata de lo que
debiera ser, sino de lo que es; que yo creo compatible la libertad con el
catolicismo, porque mi generoso corazón y mi poética imaginación me hacen ver
las cosas desde un punto de vista distinto del que tienen, en lugar de verlas como
son.
No alegue usted contra el catolicismo los actos de un rey detestable como Jacobo
II; de ambiciosos como los Napoleones; de fanáticos feroces como un Felipe II; de
furias humanas como Torquemada; de miserables o tigres como el clérigo
Santacruz de España, o de insensatos ineptos como el pretendiente don Carlos.
Estos ejemplos podrían servir de algo para tiempos de antaño o para otros países;
pero en Colombia a nada conducen y nada prueban. ¿Por qué? Porque en
Colombia hay plena libertad de religiones y cultos, no hay religión de Estado, y
el catolicismo, como organización o cuerpo disciplinado, está desarmado,
reducido a la condición de cosa voluntaria y privada. Para la ley, lo mismo vale
en Colombia ser católico que espiritista, homeópata, clásico o romántico,
partidario de la ortografía española o aficionado a la música de Verdi o de
Wagner. Si la Iglesia católica no es aquí gobierno; si conforme a las instituciones
y los hechos ella no ejerce autoridad alguna en la política, ¿en qué puede ser
incompatible con la libertad?

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Pero acaso usted, señor Arrieta, teme la influencia del catolicismo; teme que esta
religión pueda causar daño a la libertad. ¿Y por eso habría que suprimir el
catolicismo? Tanto valiera esto como suprimir todos los homeópatas, por cuanto
pueden hacer mucho daño a las verdades incompletas de la alopatía; como
suprimir a todo adversario, supuesto o verdadero, aunque sea inofensivo y esté
desarmado, ¡por cuanto que algún día puede estar armado y ofendernos!
Pero, señor: si usted abriga serios temores de que el catolicismo cause daños a la
libertad, yo que no los abrigo, por ser al propio tiempo liberal y católico, me
tomo la confianza de mostrar a usted el camino seguro del liberalismo
inofensivo; el medio seguro de hacer que progrese entre nosotros la civilización y
de que el pueblo sea siempre libre y el individuo independiente; sin estorbar en
lo mínimo la acción inofensiva y enteramente libre también de los católicos.
¿Cuáles son aquel camino y aquel medio? Los hechos, que no mi imaginación,
los están mostrando.
Mantengamos a todo trance las libertades y garantías que la Constitución nos ha
reconocido, y la completa separación del Estado y las iglesias.
Evitemos complicar la política con la religión, y no suscitemos cuestiones
religiosas, a fin de no provocar al clero a salir de la iglesia para meterse en las
cosas del gobierno civil.
Acatemos en cuanto sea posible al catolicismo, por ser la religión de los
colombianos, sin darle por eso privilegios de ninguna clase.
Mantengamos inflexiblemente la autoridad del poder civil sobre los cementerios
públicos, por cuanto las inhumaciones y exhumaciones son asuntos de policía;
sin perjuicio de dejar entera libertad a las ceremonias religiosas; a fin de asegurar
hasta en la sepultura la inmunidad de la conciencia.
Mantengamos con la misma firmeza la plenitud de la autoridad civil en lo
tocante a los actos matrimoniales y a todo lo que importa a la constitución de la
familia; sin perjuicio de la entera libertad de los bautismos, los matrimonios y
entierros eclesiásticos y la administración de los demás sacramentos.
Sostengamos la prohibición de que se amortice la propiedad raíz, y de que las
comunidades religiosas tengan personería civil y adquieran bienes raíces; sin
perjuicio de dejar a los creyentes en plena libertad para asociarse como quieran,
adquirir y poseer bienes individualmente, y disponer de ellos como a bien lo
tengan.
Perseveremos con amplia liberalidad y munificencia patriótica, en sostener a
todo trance la enseñanza pública libre, laica y en inmensa escala. Inundemos de

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luz, de ciencia, de vida moral e intelectual al pueblo, en la Universidad, en los
colegios públicos, en las escuelas normales, especiales y primarias, en una
Academia nacional, y en cuanto pueda servir para sacar a los colombianos de las
tinieblas, la degradación y la ineptitud de la ignorancia.
Y al propio tiempo que estemos difundiendo luz, mucha luz y siempre luz para
los entendimientos, trabajemos sin descanso por abrir camino a todos los
esfuerzos industriales y todas las manifestaciones de la actividad social.
Cubramos el país de líneas telegráficas; mejoremos y multipliquemos los correos;
reemplacemos dondequiera la mula con la rueda y el remo y la palanca del boga
con las lenguas de fuego del vapor; facilitemos el desenvolvimiento de todas las
industrias; alumbremos, embellezcamos y demos agua a todas las ciudades;
desequemos los pantanos; multipliquemos las exhibiciones agrícolas e
industriales; y demos al periodismo, a las imprentas, las bibliotecas y los museos
públicos todo el desarrollo posible.
Con la ejecución de este programa haremos al pueblo libre, fuerte y moral,
porque le daremos instrucción, educación, independencia y medios de adquirir
riqueza, cultura y bienestar.
Y entretanto, señor Arrieta, ¿qué será del catolicismo en Colombia y qué harán
los católicos? Permítame usted que se lo diga. Una de dos cosas tiene que
suceder: o los católicos y sus prelados se acomodaran con la libertad y la política
liberal, en cuanto ésta sea verdaderamente liberal, es decir, respetuosa por el
derecho, justa, inofensiva; o no se conformarán, y a título de hacer la guerra al
liberalismo la harán, olvidándose de Jesucristo y del objeto mismo de la religión,
a todos los esfuerzos del progreso y a la justicia de la emancipación social, que es
la caridad de la civilización.
En el primer caso, el catolicismo vivirá, prosperará, será cada día más respetable,
más espiritual y fecundo en bienes, como lo es en Inglaterra y la Unión
Americana, donde existe con independencia y no domina en la política; y no
habrá un verdadero liberal, un buen filósofo que no se felicite de la prosperidad
de una religión inofensiva, poderoso auxiliar de las leyes para morigerar las
costumbres y contribuir a la sana organización de las familias.
En el segundo caso, los católicos de Colombia pondrían de manifiesto suma
incapacidad para adorar a Dios, y ejercer la caridad evangélica y purificar su
alma con la oración y la virtud, sin odiar y atacar la Libertad, que es tan hija de
Dios y tan necesaria como la religión; patentizarían total carencia de lógica y
sentido común, puesto que la democracia, que emancipa en lo político, es una
repetición del Decálogo y el Evangelio, que emancipan y procuran el bien en lo

135
moral y espiritual; y luchando como unos insensatos contra la corriente
inevitable y natural de los hechos humanos, el torrente de la civilización les
envolvería en el torbellino de sus irresistibles ondas, arrojándole sobre las
desiertas playas del olvido, en tanto que los hombres de fe en la armonía del bien
y en la justicia arribarían gozosos, fuertes y regenerados, a los afortunados
puertos del progreso...
¡Pero no! el catolicismo como religión; el cristianismo católico, que tiene su raíz
en el Decálogo y su inefable y perpetua luz en el Evangelio, es imperecedero: él
vivirá y triunfará al través de los siglos y los siglos, porque es la redención del
hombre; sean cuales fueren las vicisitudes por las que puedan pasar las
instituciones y costumbres católicas relativas a la organización y disciplina de la
Iglesia.
Créame usted, señor Arrieta, lo que en este momento le afirmo, con el más
ardiente y afectuoso anhelo de hacerle el bien con mi doble fe de liberal y de
creyente. Mi voz no es la de un aspirante o ambicioso: es la de un hombre que a
los cuarenta y cinco años de edad ha vivido un siglo, porque ha pensado,
sentido, trabajado y sufrido mucho; es la voz de un hombre muerto para la
política, que asiste con serenidad a su propio entierro, y recibe al propio tiempo
las paletadas de piedras que le arrojan con ira los católicos enemigos del
liberalismo, y los liberales enemigos del catolicismo. Hablo a usted con ternura y
melancolía, porque hablo con un joven y un incrédulo; hablo sin pasión y sin
ofuscamiento, porque mi voz, en medio del bullicio de la política colombiana, es
como una voz de ultratumba. He podido ser mucho, si lo hubiera querido de
cualquier modo, y no soy nada, porque, como dicen algunos, "soy demasiado
independiente y honrado". He terminado mi carrera; soy un hombre desahuciado
por todos los médicos de la política, y ya puedo hacer mi testamento. Óigalo
usted, señor Arrieta, en pocas palabras:
El hombre es una bella y sublime armonía, y la vida es un compuesto de
facultades, necesidades y esfuerzos que total y simultáneamente conducen al
bien y el perfeccionamiento.
El hombre no vive solamente de ciencia, trabajo, libertad y adquisición: vive
también de amor y religión, es decir, de sentimiento y fe, de abnegación y
sacrificio, de caridad y poesía.
La juventud es un contraste pasajero. Cuando en ella vivimos, todo lo creemos
fácil para nuestro entendimiento: no conociendo aún las luchas y dificultades de
la vida, creemos que infaliblemente resolveremos todos los problemas con la
razón experimental y analítica, y llenos del candoroso orgullo de la confianza en

136
nosotros mismos, desdeñamos como preocupaciones todo aquello que no nos
parece ser rigurosamente científico. Así es que nos figuramos ser incrédulos, nos
mostramos irreligiosos, casi ateos, no obstante el entusiasmo de una edad en que
la poesía lo embellece todo y en que tenemos fe en lo porvenir...
Pero llega un día en que tenemos un hogar propio, una familia que nos debe la
existencia, y de cuyo destino somos en gran parte responsables; en que la
desgracia nos pone a prueba; en que los amigos no son infieles y el mundo nos es
ingrato; en que conocemos los desengaños y contratiempos, los dolores y
amarguras de la vida, y pedimos a la filosofía el remedio para lo que sufrimos...
Entonces comprendemos que la ciencia no remedia las fatalidades de la vida, ni
resuelve los problemas del dolor: tornamos la mirada al cielo, y allí alcanzamos a
ver, entre inefable luz, las sombras de nuestros mayores; miramos hacia la tierra
en torno nuestro, y vemos a nuestros hijos sonriéndonos con ternura, confiados
enteramente en nuestro amor y nuestro juicio, o hechos... sagrado polvo de
nuestro corazón en el fondo del sepulcro... Entonces... entonces, señor Arrieta,
volvemos a creer; porque, repleto el corazón de lágrimas, y llena el alma de
inmensa caridad para consigo misma y para con sus semejantes, buscamos
refugio para una vida superior al dolor y al desengaño, ¡ y solamente lo
encontramos en la infinita fortaleza y misericordia de Dios!...
Un pueblo sin religión es una masa de insensatos sin freno, que sólo puede
producir monstruosidades. Si no se le instruye y educa, será perverso y
corrompido; si se le ilustra, será doblemente bueno con el auxilio de la religión y
la ciencia. Pero si ya tiene creencias, nadie tiene derecho a tratar de arrancárselas,
si no está seguro de poderle ofrecer algo mejor y verdadero.
El cristianismo católico, como religión, y aun como cuerpo organizado (durante
muchos siglos) ha prestado inmensos servicios a la libertad democrática: tanto le
ha servido, que sin el cristianismo el mundo sería hoy esclavo y miserable. ¿Y
vendría el liberalismo a pagarle su deuda tratando de extirparlo? ¿Y si lo quisiera
lo podría? No: el hombre necesita ser creyente para poder amar la libertad;
porque ¿qué es la libertad, sino la redención en la tierra, imagen y preludio de la
redención del alma en la inmortalidad? ¿Qué es el liberalismo, sino una religión
llena de filantropía, es decir, de fe, esperanza y caridad política?
El partido liberal no debe, no puede ser enemigo del cristianismo católico,
porque los derechos y las garantías individuales que consagra la Constitución de
Rionegro son pura y simplemente una fórmula política del Decálogo y de las
obras de misericordia. Y no hay que alucinarse: si el liberalismo declara la guerra
al catolicismo, delante y a pesar de aquella Constitución que reconoce la libertad

137
y seguridad a todas las manifestaciones legítimas de la vida humana, por el
mismo hecho se confiesa impotente para coexistir con una imperiosa e ineludible
necesidad de los colombianos: la religión; y así rompe su título y se pone en
contradicción con su propio programa.
Y luego vendrá la reacción. Porque no hay que engañarse, cuando la historia de
la civilización está comprobando lo que es el hombre. Los pueblos, forzados a
escoger entre una religión y un gobierno que son antagonistas, han acabado
siempre por sacrificar a ese gobierno y mantener aquella religión; porque la
religión es la fuerza más hondamente arraigada y resistente que existe en el
organismo de la sociedades humanas. ¡Cuán terrible no sería la responsabilidad
de aquellos que, por agredir al catolicismo, hubieran provocado una reacción
funesta para el liberalismo!
Para aniquilar al catolicismo en Colombia, sería preciso aniquilar primero toda la
educación y las tradiciones de esta sociedad; más que esto: sería preciso aniquilar
la República, que nació católica; aniquilar la raza, en cuya sangre está inoculado
ha veinte siglos el cristianismo católico.
No; la libertad nada tiene que destruir; al contrario: ella es conservadora, porque
es redentora y justiciera. Su obra se reduce a cortar ligaduras injustas, impedir
violencias, abrir caminos y horizontes, mantener para todos la igualdad y el
equilibrio del derecho. La libertad es una luz que alumbra el hogar de los
pueblos; un rocío que satisface la sed del que trabaja y se fatiga por el bienestar.
La religión es una luz que inunda las conciencias y llena de resplandores el
camino del cielo; ¡una lluvia que calma también la sed de la esperanza!
La Libertad y la Religión no son antagonistas: ¡son dos hermanas enviadas por
Dios a la tierra para conducir al hombre a las regiones infinitas del bien y de la
gracia!...
He concluido; y al poner punto a esta discusión, me reitero de usted, señor
Arrieta, atento servidor y hermano en Jesucristo y la República.
JOSÉ MARÍA SAMPER.
Noviembre 10 de 1873

138
ORÍGENES DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS EN COLOMBIA
“LOS PARTIDOS EN COLOMBIA ” ESTUDIO HISTORICO-
POLITICO27
TOMAS CIPRIANO DE MOSQUERA

ADVERTENCIA
Cuando me propuse leer el opúsculo del señor Samper, lo hice por
recomendación de un amigo, que me lo dio para que lo examinase y rectificara
muchos hechos que él había encontrado inexactos y apasionados; y que era a los
hombres que habíamos atravesado el largo período de la heroica epopeya de
Colombia, testigos de los hechos históricos de 1810 a la fecha, a quienes
correspondía dar testimonio para corroborar las relaciones verídicas, y corregir
las inexactas.
Después de haber leído rápidamente el escrito del señor Samper, comprendí que
la indicación de mi amigo, no solamente tenía el objeto de que yo rectificara los
hechos históricos, como testigo presencial de los acontecimientos políticos de
1810 a 1873, sino que examinara la inexactitud con que habla de mí, cuando tiene
que nombrarme, haciendo algunas apreciaciones favorables, en cuanto a mis
capacidades, para herirme después, haciéndome aparecer como él quiere
pintarme, en mis hechos e intenciones de hombre público, de un modo muy
inexacto, y me he visto en la necesidad de hablar de mí, para explicar no
solamente los hechos que he presenciado, sino también rechazar las
inculpaciones ofensivas; y por cuya razón escribo esta advertencia, para que los
que lean este escrito conozcan la razón que he tenido para hablar de mí muchas
veces.
T. C. de M.

CAPÍTULO I
Con este título ha publicado el señor José María Samper, un opúsculo, en octavo,
de ciento ochenta y cuatro páginas; y al leerlo, a las pocas páginas, encontramos
que era una logomaquia esa lucubración del señor Samper, llena de
equivocaciones, y ofensiva a diferentes personas, entre las cuales se encuentran
los nombres de los próceres de la Independencia y de diferentes sujetos a quienes

27. Popayán, 1874.

139
califica unas veces en bien, otras en mal, y casi siempre desfigurando los hechos
que no ha presenciado ni sabido apreciar bajo los diferentes puntos de vista, que
un hombre imparcial debe examinar cuando se propone analizar la historia de un
pueblo que por los esfuerzos de sus buenos ciudadanos salió del estado de
Colonia para venir a ser una Nación republicana.
Los acontecimientos que tuvieron lugar en España en 1808, produjeron en 1810
un movimiento revolucionario para formar naciones libres e independientes
como lo previeron políticos profundos cuando Carlos III de España y Luis XVI de
Francia, ayudaron a las trece Colonias americanas dependientes de la Gran
Bretaña para que se constituyeran en una República federal.
En el Virreinato de Nueva Granada, comienza el movimiento en Cartagena en el
mes de mayo de 1810; Pamplona le sigue en el mes de junio; y el 20 de julio del
mismo año estalla un movimiento popular en Santa Fe de Bogotá, y el 6 de
agosto la ciudad de Mompox proclama la independencia de España.
Los próceres de la Independencia comenzaron por crear Juntas de Gobierno en
cada provincia, como lo habían hecho en España por la cautividad de sus
monarcas; estimando los americanos que era el paso previo para proclamar
después la Independencia. Solamente en Mompox los Ribones y Piñeres, con
algunos otros buenos ciudadanos, se lanzaron, como dejamos dicho, en la
proclamación de la Independencia.
El sentimiento general era el de formar Estados Soberanos para confederarse en
una sola República.
Los partidos políticos se constituyeron entonces bajo la denominación de
patriotas y realistas. Los patriotas eran los hombres más acaudalados e
inteligentes del país, y los realistas eran los españoles europeos y generalmente
los negros e indígenas, a quienes se había acostumbrado a respetar los nombres
de Dios y del Rey.
La primera descomposición que tuvo el partido patriota fue entre centralistas y
federalistas. Los que proclamaban el gobierno central eran don Jorge Tadeo
Lozano y don Antonio Nariño con muchos otros naturales de la ciudad de
Bogotá. Los federalistas eran los patriotas de las provincias, y en la capital se
distinguían don Camilo Torres, don Miguel Pombo, don José Acevedo, don José
Gregorio Gutiérrez y muchos otros notables ciudadanos, vecinos de Bogotá.
Esta división insensata produjo la pérdida de la República en 1816. Otro tanto
sucedió en Venezuela; pero un grupo de granadinos y venezolanos refugiados en
las llanuras de Casanare y del Apure sirvió de núcleo para mantener el espíritu

140
republicano, como aconteció también en los llanos de Caracas y en los de Oriente
sobre el Orinoco. Servies, Urdaneta, Santander, Guerrero y Páez eran los
prohombres de esa legión de valientes que combatían en Casanare y Apure.
Monagas, Saraza, Rojas y Piar, regían los campos volantes en las llanuras de
Caracas y Oriente. Los republicanos que pudieron salvarse de Nueva Granada y
Venezuela reunidos en Haití a órdenes de Bolívar, invadieron las costas de
Venezuela. Púsose Bolívar de acuerdo con los caudillos que hemos mencionado,
y concibió el plan de libertar a Venezuela y Nueva Granada, formar la República
de Colombia e ir a libertar al Perú.
No había entonces más partido que el de republicanos, que luchaban por la
Independencia, y el de realistas que apoyaban la reconquista de Venezuela y
Nueva Granada.
No obstante, algunos ambiciosos querían quitarle a Bolívar la unidad de mando.
En el oriente de Venezuela hubo disturbios; y un general distinguido como Piar,
quiso dividir la República naciente entre blancos y negros, sosteniendo a estos
contra aquellos; y todos saben que esta revolución de castas desapareció con la
muerte de Piar, ejecutado a virtud de una sentencia que pronunció un Consejo de
guerra de oficiales generales.
Es una manía de los liberales de hogaño hablar siempre de conservadores y
liberales al tratar de los partidos políticos de diferentes épocas.
Durante la cruel guerra que en Venezuela hacían los jefes españoles Boves,
Morales, Ceballos y Calzada; la que por el sur sostenían Montes, Aymerich,
Sámano y Atero28; y hasta que vino de España el ejército expedicionario, bajo las
órdenes de Morillo, Enrile y Latorre; aún no se había despertado el sentimiento
liberal en las masas, ni existían en realidad más partidos políticos que el realista y
el patriota: si al primero se le quisiera dar el carácter y denominación de
conservador, sólo sería por cuanto lidiaba por conservar el régimen colonial bajo
la monarquía; y al segundo no se le calificaría de liberal en otro sentido, que en el
de amante de la libertad e independencia y de la justicia. A este partido
pertenecían sin excepción todos los que, por tan sagrada causa, trabajaban y
combatían, y entre quienes descollaban los próceres del orden civil y del militar
que iniciaron la revolución en 1810, y que en su mayor parte fueron sacrificados
cruelmente por el reconquistador Morillo y sus tenientes.
Recordamos con placer esa época heroica en que se consolidaban la
independencia y el sentimiento republicanos. Todos los patriotas no pensaban en

28 Miguel Atero, ingeniero.( N. del editor)

141
otra cosa que en fundar la República; y los caudillos militares que luchaban sin
tregua a órdenes de Bolívar, Arismendi, Bermúdez, Monagas y Páez, atribuían la
pérdida de la República al sistema federal; pero Bolívar conocía la necesidad de
establecer un gobierno constitucional que diera estabilidad a la Nación, para que
pudiera ser reconocida su independencia por los gobiernos de Inglaterra y
Estados Unidos de América; y con este motivo convocó un Congreso que debía
reunirse en Guayana para que representara la Nueva Granada y Venezuela, y
fundara la República de Colombia. Unánime fue el sentimiento de establecer un
gobierno popular representativo; pero los jefes militares consideraban que la
obra era suya, y de aquí nació el antagonismo entre militares y hombres civiles
que debía ser más tarde el origen de la disolución de Colombia.
En Guayana comenzó a fundarse un partido monárquico que no tuvo séquito,
porque Bolívar lo rechazaba. Mariño y Arismendi, celosos de la gloria del
Libertador, se decidieron desde entonces a hacerle la oposición.
La rápida campaña de 1819 que terminó en Boyacá, dio firmeza al poder
ejecutivo constitucional que se fundó en Guayana, y comenzó una nueva época
que debía hacer triunfar el sentimiento republicano y la causa de la
independencia de Colombia. Se sofocó al partido disidente que se había formado
en Guayana, y triunfante Bolívar con el apoyo del vicepresidente de
Cundinamarca, general Santander, cambió el aspecto político de toda la Nación.
La España, por medio del general Morillo, reconoció ya como beligerantes a los
ejércitos colombianos y esta fuerza moral acreció por doquiera la opinión
republicana; reunióse el Congreso constituyente de Cúcuta, que sancionó la
Constitución de 1821, una de las mejores que ha habido en Colombia; y que
fundó el gobierno central en la República. Los distinguidos ciudadanos que
fueron miembros de este Congreso, acordaron leyes importantes: la de
manumisión que reclamó Bolívar, como recompensa de sus servicios; la de
supresión de conventos menores y aplicación de sus fondos a la instrucción
pública; el decreto de 31 de agosto, sobre las medidas adoptadas por el gobierno,
con respecto al obispo de Popayán, y la declaración de la sede vacante de aquel
obispado; la ley sobre la libertad de imprenta; la de 2 de octubre, sobre la
organización y régimen político de los departamentos, provincias y cantones, en
que se dividió la República. Todas las leyes de aquel Congreso, como las que
dejamos citadas, fundaban el partido que sostenía el poder civil en oposición al
régimen militar que tenía tendencias al absolutismo.
En Caracas no se recibió bien la Constitución de Cúcuta, y comenzó a formarse la
opinión separatista, no obstante los efectos primorosos que había producido la
batalla de Carabobo. Después de la regularización de la guerra en noviembre de

142
1820, Sucre fue destinado al ejército del sur que debía obrar sobre Quito por
Guayaquil, y los triunfos de Bomboná y Pichincha, completaron la libertad de
Colombia. Entonces apareció en Bogotá la idea del gobierno federal que
proclamaba aquel mismo general Nariño, que habiendo sostenido el centralismo
en 1812, quería levantar la opuesta bandera, a los diez años, en 1822.
Cuando entramos a Quito, en junio de dicho año, quiso el Libertador dar un
decreto para que los pueblos de las provincias de Quito, Cuenca y Guayaquil
expresasen su opinión sobre la Unión Colombiana y la Constitución de Cúcuta;
pero Sucre se opuso a este pensamiento, manifestándole al Libertador que no
convenía hacer otra cosa que sostener la ley fundamental de 18 de julio de 1821, y
que en este sentido había obrado él en Cuenca y Quito. Por esto me mandó el
Libertador en comisión cerca del gobierno independiente de Guayaquil, con el
objeto de que se preparasen transportes para las divisiones colombiana y
peruana, que debían seguir a reforzar al ejército aliado que a órdenes de San
Martín, combatía al virrey del Perú; y llevé instrucciones para entenderme con
los individuos adictos a la Unión con Colombia, a fin de que a la llegada del
Libertador a Guayaquil con la división colombiana auxiliar al Perú, se decidieran
a proclamar la incorporación de Guayaquil a Colombia como sucedió; y en los
días 11 y 12 de agosto, se publicó y juró la Constitución de Cúcuta. En ml calidad
de secretario general del Libertador, lo comuniqué al secretario de Estado de lo
Interior, residente en Bogotá.
No existía, pues, en aquella época, división de partidos, aunque sí había el
sentimiento liberal de perfeccionar la República democrática, y contener la
ambición de algunos militares que querían adueñarse del poder público. Bolívar
y Sucre en el sur, Santander en el centro y Soublette en Venezuela, contrariaban
esta tendencia, y a la verdad no se puede decir que en aquella época había
partidos políticos como en el Perú, en donde existían el partido monárquico y el
republicano.
En 1826, se organizó en Venezuela un partido monárquico que mandó a ofrecer
al Libertador, con el señor Antonio Leocadio Guzmán la proclamación de la
monarquía. Rechazó tal proyecto el Libertador con indignación; pero
aprovechándose de las circunstancias de haberse admitido acusación de Páez por
el Congreso nacional, los mismos monarquistas lanzaron en Venezuela a este
general en la revolución de 1826 proclamando la federación.
Estaba reunido en Panamá el Congreso de Plenipotenciarios de las Repúblicas de
Colombia, Centro América, México y el Perú, convocado por Bolívar, como
presidente de Colombia, cuando se recibió allí en el mes de mayo, la noticia de la

143
revolución de Páez en Caracas. El intendente y comandante general Carreño, y
los plenipotenciarios de Colombia, GuaI y general Briceño, me instruyeron de
que no había tal pensamiento federalista sino el de establecer un gobierno
monárquico en Colombia, cuyo partido se formaba en Caracas por los señores
Rivas, general Carabaño y otros, estando de acuerdo el general Montilla en
Cartagena y el general Juan Paz del Castillo en Guayaquil. Por este motivo, y
estando nombrado yo intendente constitucional de Guayaquil, creyeron esos
señores que debía seguir inmediatamente a hacerme cargo del mando de aquel
departamento, para evitar un pronunciamiento encabezado por dicho general
Paz del Castillo, en igual sentido al de Venezuela.
Emprendí, pues, mi viaje a aquel puerto en una goleta mercante; pero otra que
salió después de ésta, llegó primero a Guayaquil, y anunció mi marcha para
aquel departamento, llevando la noticia de la revolución de Venezuela. El
general Paz del Castillo, como lo creían Gual y Briceño, secundó el movimiento
revolucionario de Venezuela, y dio orden para que no se me permitiese entrar al
puerto, deteniendo al buque que me llevaba en la isla de Puná. Yo desembarqué
en el puerto de Manta y marché rápidamente por tierra a Guayaquil. En el río
Dauble supe la noticia de la revolución de Castillo, y me introduje como
incógnito a la ciudad. Logré declararme en ejercicio de la autoridad
constitucional, obligando a Castillo a que me entregase el mando. El
vicepresidente de Colombia, general Santander y el Libertador, aprobaron mi
conducta.
Estos acontecimientos produjeron la organización del partido liberal en toda
Colombia, lo encabezaban en Venezuela los ciudadanos no militares y la
juventud de Caracas; en el centro de Colombia los hombres civiles como los
Azueros, José Ignacio Márquez, Diego Fernando Gómez, Pereira y muchos otros
con algunos jóvenes, como Vargas Tejada y Florentino González. En el Cauca y
Antioquia, Manuel José Castrillón, José Cornelio Valencia, Joaquín y Rafael
Mosquera, Eusebio y Vicente Borrero, los Cabales de Buga, Aranzazu, Uribe,
Vélez, Mendoza y otros liberales de Antioquia. En el departamento del
Magdalena el doctor Rodríguez, Ildefonso Méndez, los Del Real y otros jóvenes.
Todos estos liberales fundaban ya el partido liberal en todo Colombia. Bolívar
resuelve regresar del Perú para ir a encargarse del poder ejecutivo de Colombia,
y someter a Páez, tocando previamente medidas de lenidad; pero tuvo la
franqueza de decir a Santander, que el joven Sucre estaba llamado a sucederle, y
enajenó de ese modo la voluntad de Santander, quien se unió al partido liberal
que se había organizado en Colombia, y encabezaba de este modo la oposición a
Bolívar, el cual había proclamado la necesidad de establecer una Constitución

144
impracticable con un poder ejecutivo vitalicio y un poder electoral monstruoso:
esto produjo la organización de un partido liberal compacto.
En el mes de agosto de 1826, llegaron a Guayaquil los señores coronel Demarquet
y Antonio Leocadio Guzmán, enviados por el Libertador para indicar en los
departamentos de Colombia, que era indispensable que los pueblos le
autorizasen para obrar con plenitud de facultades, a fin de destruir la revolución
de Páez, lo que dio lugar a una reunión popular, promovida por los generales
Valdez y Castillo. En aquellas circunstancias traté de separarme del mando del
departamento; pero los señores doctor Espantoso, Vicente Ramón Roca, José
Manuel Montoya y otros sujetos pasaron a la casa de gobierno, y me
manifestaron que debía acceder a la celebración de un acta que proclamara al
Libertador como dictador, para evitar mayores males que se seguirían a mi
destitución y la persecución de todos los que sostenían la Constitución. Accedí a
ello hasta que llegara el Libertador: poco después supe el día en que había de
llegar. Me trasladé a la isla de Puná con el capitán de fragata Manuel Antonio
Luzarraga, con el objeto de tratar con el Libertador, antes de que llegase a
Guayaquil.
Luego que se avistó el buque de guerra “Congreso”, en el cual debía venir el
Libertador, nos dispusimos, Luzarraga y yo, a trasladarnos a su bordo, como lo
verificamos. Recibidos que fuimos, informé al Libertador del mal que iba a
causarle la proclamación de la dictadura; que en el artículo 128 de la Constitución
encontraba todo el poder necesario para restablecer el orden; y que el
vicepresidente Santander ya se había declarado en uso de las facultades
extraordinarias. Después de una interesante conferencia que tuvimos, me
previno le presentara el acta, al llegar a la casa de gobierno en la ciudad, y en
presencia de las autoridades, para rechazarla y ordenarme que continuase en el
ejercicio de la autoridad constitucional que ejercía. Así sucedió y marchó el
Libertador para Bogotá, vía de Quito y Popayán, ordenando a las autoridades del
tránsito, que se observase y cumpliese la Constitución 29 [1] .
29 En mis memorias sobre Bolívar trato detenidamente estas cuestiones y me limito en
el presente escrito, a describir únicamente cómo se han formado los partidos políticos en
Colombia. Cuando en el mes de Julio de 1822, se vieron en Guayaquil el Libertador
Bolívar y el protector del Perú San Martín, tuvieron una importantísima conferencia,
sobre el modo de concluir la guerra con España y establecer sólidamente la
independencia de las nuevas Repúblicas. Como ayudante de campo y secretario
privado del Libertador, asistí a la conferencia para tomar nota de ella: en Nueva York
publiqué, hace algunos años, un estracto de tal conferencia, para desmentir a un
defensor de San Martín que falsamente aseguró hechos contrarios a lo que pasó en la
entrevista. [Mosquera públicó, en la Crónica de Nueva York, No 46, 1851 su versión de la

145
En Tocaima se encontraron Bolívar y Santander, y siguieron juntos a la capital de
la República, discurriendo en el trayecto y a presencia de los secretarios de
Estado, sobre la gravedad de la situación. Puestos de acuerdo en todo, continuó
el general Santander en ejercicio del poder ejecutivo, por disposición del
Libertador, quien me lo hizo saber para que tuviera confianza en lo que aquel me
dijese. Y la tuve ciertamente cuando me escribió a Guayaquil, manifestándome
que con la llegada del Libertador a Bogotá, se había impuesto de la difícil
situación en que me había encontrado cuando suscribí en el mismo Guayaquil, el
acta del mes de agosto de 1826. Así se restableció entre los dos la
correspondencia que por motivo de aquel acontecimiento se había interrumpido.
La revolución militar de la tercera División colombiana en el Perú, preocupó a
Santander, y se puso en oposición a Bolívar, negándole los auxilios que
necesitaba para someter a Páez, y de allí vino la indulgencia que tuvo con éste y
que censura el señor Samper, porque no conoce todos los episodios de aquella
época.
Por entonces fue cuando se dividió Colombia en diferentes partidos. Componían
el primero los bolivianos, que eran los que apoyaban el plan de una
Confederación Perú-colombiana, organizada en seis Estados a saber: Venezuela,
Nueva Granada, que se denominaría Colombia, el Ecuador, el Bajo Perú, el Alto
Perú y Bolivia. Otros dos partidos se pronunciaban en contra de aquel,
sosteniendo la unidad y autonomía de la República de Colombia; pero quería el
uno mantenerla bajo el régimen central, y aspiraba el otro a que se reorganizara
bajo el sistema federal. Tanto en Venezuela como en el Ecuador apareció otro

entrevista, que ratificó en su Memoria sobre la vida del general Simón Bolívar, y que fue
contradicha por el edecán de San Martín, Rufino Guido] Posteriormente hice otra
publicación en Bogotá, y en mis memorias sobre la vida de Bolívar se publicará todo
extensamente para que se vea que Bolívar se opuso con energía a la creación de
monarquías en América, en donde no podía haber otra cosa que Repúblicas
democráticas.
Como dejo dicho, la revolución de 1826 en Venezuela, encabezada por Páez, no fue obra
de los militares sino de un plan de monarquía anterior y de sugestiones del doctor
Miguel Peña de Páez, para que no fuese a Bogotá a someterse al juicio de
responsabilidad promovido por la municipalidad y otros vecinos de Caracas.
El Libertador escribió a Santander desde el Perú, manifestándole que debía llenar una
carta en blanco que le presentaría el coronel O’ Leary su ayudante de campo, que
mandó desde Lima, a consecuencia de la revolución de Páez; y esta carta debía ser
escrita teniendo en consideración los últimos acontecimientos de Venezuela, pero que
en ningún caso debía decirse que Bolívar lo sometería por la fuerza.

146
partido, el de los separatistas, que propendía a desmembrar la República, porque
eran opuestos a que estas dos grandes secciones dependiesen de un gobierno
central, establecido en Bogotá. Entre estos diversos partidos se hallaban
igualmente divididos, por sus opiniones y afecciones los generales, jefes y
oficiales del ejército colombiano.
El regreso del Perú de la tercera División del ejército colombiano a los
departamentos de Azuay y Guayaquil, complicó mucho la política colombiana y
fue origen de una guerra con el Perú.
El Congreso constitucional de Colombia reunido en 1827, se propuso conservar
la unidad colombiana dominando la situación. Bolívar y Santander renunciaron
ante el Congreso los destinos de presidente y vicepresidente que respectivamente
ejercían, y había una gran opinión en él para aceptar ambas renuncias y que se
encargase del poder ejecutivo el presidente del Senado.
En abril de 1827, estalló una revolución militar en Guayaquil, pero yo me
apoderé de las fuerzas marítimas como jefe superior de aquel departamento, y
así pude salvar al jefe superior del sur, general Pérez, y al comandante general de
Guayaquil, general Valdez, entregándoles los buques de guerra, porque ellos
eran los jefes propios de la fuerza pública. Se entendieron después con el
mariscal Lamar y entregaron los buques de guerra. Yo pedí comisión al jefe
superior del sur para seguir a Bogotá a instruir al poder ejecutivo de la realidad
de los hechos que habían tenido lugar en los departamentos del sur.
A mi paso por Popayán instruí de todo al comandante, general García, para que
apoyase al jefe superior del sur, y al general Flores que debían oponerse a las
maquinaciones del mariscal Lamar, y desarmar a la tercera División que había
invadido a Colombia.
Impuesto el vicepresidente general Santander de la realidad de los hechos,
aprobó oficialmente mi conducta y varió de opinión con respecto a la que se
había formado de la revolución de la tercera División.
Los miembros del Congreso, igualmente impuestos de lo que pasaba en el sur de
Colombia, resolvieron no aceptar las renuncias de Bolívar y Santander, y dieron
las leyes de 5 de junio de 1827, declarando olvido perpetuo de los
acontecimientos políticos del año anterior, y con fecha 20 del mismo mes se dio la
ley, que restablecía el régimen constitucional y hacía cesar las facultades
extraordinarias que ejercía el poder ejecutivo.
En esta época fue cuando tuvo origen la división de los colombianos, en
centralistas y federalistas. Los primeros para sostener la autoridad de Bolívar,

147
como presidente de Colombia y hacer frente a los acontecimientos que se
preparaban en el sur, y los segundos que se denominaron liberales, para sostener
la federación y debilitar la autoridad de Bolívar.
Crítica fue la situación del país en esa época. El señor Nicolás Tanco,
administrador general de correos, el general Soublette, secretario de Guerra, el
presidente del Senado, Luis A. Baralt y yo, mandamos un correo extraordinario,
por posta, al Libertador, con el teniente Salazar, demostrándole la necesidad de
su regreso a la capital de la República para conservar su unidad. Se consiguió. La
presencia de Bolívar en Bogotá, produjo el afianzamiento del orden público.
Santander dio explicaciones francas a Bolívar sobre su conducta; pero no faltaban
enemigos personales de Santander que se acercaban a Bolívar para indisponerlo
con él. Al general Santander lo rodeaban hombres de un círculo liberal que se
había propuesto que fuera su caudillo para menguar el prestigio de Bolívar.
El Congreso convocó una gran Convención que debía reunirse en Ocaña, para
reformar la Constitución. Se verificó la reunión, y el partido federalista, que se
componía de liberales radicales y moderados, estuvo en mayoría; los centralistas
también estaban divididos, pero al fin iban a convenir, en un proyecto de
Constitución; mas veinticuatro diputados centralistas resolvieron separarse para
que se disolviera la Convención. No es de este escrito entrar en pormenores
porque sería demasiado largo. Bolívar estaba en Bucaramanga y aceptó el hecho
de la disolución, por cuyo motivo se le atribuyó haber aconsejado esta medida a
sus amigos.
El intendente de Cundinamarca, coronel Pedro Alcántara Herrán, de acuerdo con
los secretarios de Estado, proclamó la dictadura de Bolívar, el 13 de junio de
1828, y el 5 de agosto del mismo año aceptó Bolívar por medio de una proclama
la dictadura. Definiéronse entonces perfectamente los partidos en dictatorial y
liberal. A aquel pertenecían la mayor parte de los propietarios, empleados
públicos, alto clero y la mayoría de los militares. El partido liberal se componía
de muchos ciudadanos que querían ver en Bolívar al jefe de la Nación,
salvándola de la anarquía y no a un dictador; de una gran parte de los jóvenes
educados en los colegios y universidades de Colombia y de algunos militares de
poca valía y que querían hacer carrera oponiéndose a Bolívar. Éstos y un
pequeño círculo de demagogos, querían salir de Bolívar y proyectaron el
horrendo crimen de asesinarlo, y se lo propusieron a Santander, quien rechazó
con indignación semejante medida, y mantuvo encerrados en su casa a los que
esto le fueron a proponer hasta que le dieron su palabra de honor de desistir de
tal proyecto. Sin embargo, estando el Libertador en el pueblo de Soacha partió
para allá Santander con ánimo de hablar con el general Urdaneta y con el señor

148
José Ignacio París, para que le aconsejasen a Bolívar que se restituyera al palacio
de gobierno. Encontró a Bolívar y a sus compañeros de regreso a la capital y
creyó innecesaria su advertencia. Tal fue la organización de los partidos políticos
en esa época; pero no llamaremos partido político a los asesinos conspiradores
del 25 de septiembre de 1828, encabezados por dos hombres indignos de la
acogida que se les dio en Colombia.
Hay un hecho muy significativo de aquella época, de grande influencia para la
organización de los partidos políticos.
Creyó el Libertador Bolívar que necesitaba organizar un Consejo de Estado para
gobernar con su acuerdo: éste le propuso que diese una Constitución al país y le
presentó el proyecto: todos los miembros del Consejo estuvieron de acuerdo en
ello, con excepción del señor Joaquín Mosquera. Suspendió el Libertador la
discusión hasta el día siguiente; llamó a Mosquera para que diese razón de su
voto, y éste le manifestó que no tenía facultad para constituir la República por sí,
porque esa facultad no la podía delegar el pueblo, y que debía únicamente dar
un decreto que organizara su administración y se convocara la representación
nacional, haciéndole ver que había en todo Colombia un gran partido de
oposición que podía llamarse constitucional y que vería con disgusto que se
desnaturalizara el gobierno popular representativo. En consecuencia, el
Libertador, al día siguiente excitó en el Consejo a Mosquera para que expusiese
las razones que había tenido para su voto negativo de la víspera; así lo hizo, y
después de una detenida discusión, se nombró una comisión para que presentase
el proyecto de decreto, y ésta se compuso del señor José María Castillo Rada y
del mismo Mosquera, que presentaron el proyecto que se publicó el 27 de agosto
de 1828.
Desde el mes de julio del mismo año se había declarado la guerra al Perú y la
República se hallaba en grande agitación, y aunque la opinión general se
pronunció en todos los partidos en favor del sostenimiento del honor nacional,
existió un pequeño partido que se engalanó con el título de liberal para conspirar
contra la vida del Libertador Bolívar, y fueron los que asaltaron el palacio de
gobierno en la noche del 25 de septiembre, y Bolívar salvó su vida
milagrosamente. Cuando se vio al día siguiente con el señor Mosquera, le dijo
que en el conflicto en que se había encontrado esa noche, había tenido presente el
informe que había recibido de él, de la oposición que se le hacía, y que ni la
promulgación del decreto orgánico, ni la proclama que dio el mismo 27 de
agosto, ni el estado de guerra en que estaba la República, habían sido suficientes,
para que esos falsos liberales hubieran desistido de tan inicuo proyecto. El
mismo día 26 de septiembre comunicó al señor Castillo Rada, que estaba resuelto

149
a dar un decreto completo de amnistía: hacer retirar su guardia de honor del
palacio, y que le llevaran a su presencia a los conspiradores aprehendidos, para
decirles él mismo que jamás había pensado ser tirano, y que desde joven había
jurado en 1805, en el monte sagrado de Roma, libertar a su patria y fundar la
República democrática; y que si no obstante esto, ellos lo creían un tirano,
estaban las puertas del palacio abiertas para que entraran a él y dispusieran de su
vida. Castillo aplaudió el pensamiento; pero Urdaneta, Vergara, Restrepo y
Tanco, secretarios de Estado, como varios generales y jefes le exigieron que se
siguiese el juicio a los conspiradores, y de no hacerlo así ellos dimitían sus
destinos. El mismo Libertador me refirió todo esto cuando estaba yo a su lado, en
la campaña de 1829, como jefe de Estado mayor general. Se lamentaba el
Libertador de no haber persistido en su opinión de indultar a los conspiradores
del 25 de septiembre, pues de ese modo habría desaparecido el partido que
impropiamente se llamaba liberal o constitucional.
Tuve ocasión de manifestarle entonces al Libertador que estaba enteramente de
acuerdo con lo que él había pensado; y que por esta razón en el acta que se
celebró en la ciudad de Popayán, en los primeros días de julio de 1828, no se le
proclamó dictador, sino sólo se le autorizó para salvar la Nación, y que resolviese
convocar la representación nacional, separándonos de lo que se había hecho en
Bogotá y en los demás pueblos de Colombia. Sin duda por esta razón, no hicieron
publicar los secretarios de Estado dicha acta, y se contentaron solamente con
publicar el juramento que prestamos “prometiendo a la República, sostener la
integridad nacional y al presidente de ella (en la crisis de aquel tiempo) como el
punto de contacto nacional para reunir los partidos y evitar la guerra civil”.
Como no he podido aún publicar mis memorias, con documentos
importantísimos, aprovecho la ocasión de tener que rectificar las inexactas
apreciaciones del señor Samper, para rectificar ciertos hechos importantes que
ocurrieron desde la revolución de 1810, y dieron principio a la organización de
partidos políticos que hoy pretenden denominarlos, con los nombres de
conservador y liberal, tanto a los que han existido como a los que existen y
existirán.
El señor Samper como hombre nuevo no conoce los acontecimientos pasados, y
por publicaciones inexactas entra a juzgar impropiamente a algunos próceres de
la Independencia, como cuando dice: “Veleidades de ensimismamiento llegaron
a mostrar algunos jefes militares, tales como Bolívar y Nariño, entrando en lucha
con las autoridades establecidas; pero de ordinario predominó, y con razón, el
régimen civil, a pesar de las peripecias de la guerra”.

150
Ninguno de estos generales entró en lucha con las autoridades establecidas,
porque la guerra que se suscitó entre Cundinamarca y el gobierno de la Unión,
no puede llamarse lucha contra las autoridades, ni la que hizo Bolívar por orden
del Congreso de la Unión Granadina, para poner a la Provincia de
Cundinamarca en libertad de constituirse.
No fueron exclusivamente, como dejamos dicho, los hombres civiles los que
promovieron la instalación de los congresos constituyentes de Guayana y
Cúcuta. Bolívar fue el que principalmente inició la reunión del Congreso de
Guayana, y la convocatoria que se hizo del de Cúcuta; en el primero fueron
miembros de él hombres civiles y militares, y si no hubo un número considerable
de militares en el de Cúcuta, fue porque en aquella época no debían separarse del
ejército republicano, los militares inteligentes que servían en el ejército que
obraba en Venezuela contra Morillo, en la costa del Atlántico para sitiar y rendir
a la plaza de Cartagena, y en el sur para libertar a las provincias que
comprendían el territorio de Popayán a la frontera del Perú, ocupado por un
ejército español a las órdenes de Calzada, Aymerich, Murgeon y otros jefes
españoles.
Invadida Colombia por el ejército peruano desde fines de 1828, después de
vencido el ejército español en Venezuela y Cartagena, independizándose
Panamá, se instalaron los congresos constitucionales de 1823 a 1827, y la
Convención de Ocaña. Habiéndose libertado en este largo período, la República
del Perú, se afianzó la independencia de América, en los gloriosos campos de
Junín y Ayacucho, y no quedaba a Bolívar más que hacer que seguir
personalmente con algunos batallones de la guardia colombiana a reforzar al
ejército del sur, que a órdenes de Sucre estaba encargado de repeler la invasión
peruana. El general José María Córdoba, comandante en jefe de la vanguardia, y
yo como comandante general del Cauca, ocupamos a Popayán. Desde el cuartel
general de Neiva, me ordenó el Libertador como a prefecto y comandante
general del departamento, que publicase un indulto para que se sometiesen los
revolucionarios, “diciéndome que perseguir en revolución no traía sino la
obligación de perseguir siempre”. Así lo hice: En enero llegó el Libertador a
Popayán, mandó en comisión a los canónigos doctor Mariano Urrutia y doctor
José María Grueso, cerca del coronel José María Obando, y del teniente coronel
con grado de coronel, José Hilario López, que eran los caudillos de esa
revolución y para que se sometiesen al gobierno, y con las tropas que habían
formado se reforzasen los cuerpos de la guardia colombiana que iban a sus
órdenes a reunirse al ejército que mandaba Sucre, en el Ecuador. Cuando
llegamos a Berruecos, expidió el Libertador un decreto de amnistía e indulto, y el

151
mismo día que ocupó el Libertador a Pasto, recibió el parte que le daba Sucre del
espléndido triunfo de Tarqui, obtenido sobre el mariscal Lamar. Siguió el
Libertador a Quito; nos llamó al general Córdoba y a mí, y dio orden para que se
pusieran en marcha todos los cuerpos de la guardia colombiana, que habían
llegado a Pasto, porque el mariscal Lamar no había cumplido con el convenio de
Girón, tratado preliminar de paz, negándose a entregar la ciudad de Guayaquil.
Los generales del ejército del sur, Flores, Heres, Cordero, Sanders, Illingrot y
Urdaneta Luis, habían manifestado al Libertador la necesidad de continuar la
guerra, y hacerle pagar al Perú todos los gastos de ella: en este concepto se
pusieron en movimiento todos los cuerpos del ejército del sur.

CAPITULO II

El señor Samper cree que cuando estalló la revolución de 1810, nuestra sociedad
se componía de tres elementos: el español peninsular, el criollo y el tercer
elemento que lo formaba la gran masa social de indígenas, repartidos en
resguardos negros y mulatos esclavos, llamado por la clase dominadora plebe o
populacho, y esta misma idea le sirve de argumento para dar principio en su
capitulo II y describir lo que era el gobierno del Virreinato de Nueva Granada,
cuyo sistema político debía condensarse en estas ideas cardinales: "exclusión
absoluta de los criollos de intervención en el gobierno; concentración completa
de la autoridad pública, conforme a la lógica del despotismo; régimen feudal
respecto de la propiedad raíz y de las muchedumbres, manteniendo por medio
de los mayorazgos, los restos de encomiendas, las manos muertas, los
conventos, la esclavitud y los resguardos de indígenas; íntima alianza del
Estado y la Iglesia, con absoluta prohibición de otros cultos distintos del católico;
clausura comercial, respecto de las producciones no españolas con el
consiguiente monopolio del comercio, y la prohibición de producir en el
Virreinato, aquellos frutos que pudieran competir con los españoles; régimen de
administración de justicia, basado en el monopolio de las profesiones forenses,
en el secreto de los procedimientos, en el carácter político del poder judicial, y en
una excesiva y formidable severidad de penas; régimen fiscal, basado en todo
linaje de monopolios y restricciones, y en innumerables impuestos, tan vejatorios
como mal distribuidos; y en fin, secuestración intelectual de los pueblos,
mediante un sistema de instrucción monacal, o muy limitada, o calculada de
cierto modo, y la prohibición de libros y periódicos que no tuvieran el pase de la
autoridad".

152
Cuando de 1810 a 1820, se escribía para elevar el sentimiento republicano, se
usaba de este lenguaje exagerando la organización del gobierno colonial; ¿pero
qué debía esperarse en América, en materia de organización social y de
educación elemental, cuando en España mismo era tan defectuoso el sistema de
gobierno, como la educación y tan escasas las luces? En materia de
administración, trasplantó el gobierno español la organización municipal,
elemento de gobierno propio en la Península. Se establecieron universidades, a
semejanza de las de España, y algunos colegios en las ciudades más importantes.
Las universidades, que, según el profundo Condillac, tanto han retardado los
progresos de las ciencias, solo servían en España y en América para enseñar
quimeras despreciables. Si consultamos al erudito Feijoo, veremos que aún a
mediados del siglo XVIII, los filósofos españoles hallaron el arte de tener razón
contra lo que dicta el buen juicio, y de dar no sé qué color especioso a lo que más
dista de lo razonable. No era el examen de las cosas mismas, a donde apuraban el
discurso, sino en los conceptos y en los términos. Las materias físicas se trataban
metafísicamente, y sólo metafísicamente. Disputábase mucho del compuesto
natural, de la materia, de la forma, de la unión, del movimiento; pero no se
trataban idealmente estos objetos, ni sensiblemente; se examinaba sólo la
superficie, no el fondo; en nada se corría el velo a la naturaleza; no se hacía sino
palpar la ropa. Ignorábase en España, por lo común, el estado actual de la física
en las demás naciones. La enseñanza de la medicina estaba reducida, en lo
general, a cuestiones de mera especulación, a vanas teorías, a disputa. Las
argumentaciones escolásticas eran muy violentas a veces. En cuanto a las ciencias
naturales, se padecía notable atraso, por el corto alcance de algunos profesores;
por la preocupación que reinaba en el país contra toda novedad; por el erróneo
concepto en que se estaba de que cuanto presentaban los nuevos filósofos se
reducía a curiosidades inútiles; por el celo indiscreto y mal fundado, que hacía
temer que las doctrinas nuevas en materia de filosofía, trajesen algún perjuicio a
la religión. ¿Qué debía esperarse en América, volvemos a preguntar, cuándo en
la metrópoli tal era el estado de la instrucción pública, que excitadas en tiempo
de Carlos III, a reformar sus estudios, contestaron las célebres Universidades de
Alcalá y Salamanca, que no podían apartarse del sistema del peripato; que los de
Newton y Galileo, no estaban de acuerdo con las verdades reveladas, y que el
estudio de la jurisprudencia romana debía ser el primer objeto de los que se
dedicaban al derecho, cuando casi todo era ignorancia en España, aun en una
época en que en otros países habían brillado ya Galileo y Maquiavelo, Bacon y
Newton, Montaigne y Descartes, Montesquieu y Adam Smith?

153
Sin embargo, en las universidades y colegios de la América española, se
educaron y formaron los próceres de la Independencia, y no es exacto que se
compusiese el elemento peninsular o tradicionista de todos los hombres que,
patriotas o realistas, debían su posición a las instituciones del régimen colonial,
políticamente vencido, mas no sustancialmente desarraigado; y de aquellos
militares que envanecidos, querían sustituirse a los que habían ejercido el poder
en la Colonia.
En el capítulo anterior hemos hablado con exactitud del modo como se dividió el
país en diferentes partidos, que no llegó ninguno de ellos a ser representado, sino
a principios de la revolución entre federalistas y centralistas, y posteriormente los
separatistas se apoyaron en militares, para hacer las revoluciones de 1826 y 1829
en Venezuela, y 1830 en el Ecuador; pero desde entonces comprendíamos que el
elemento militar no era sino un instrumento de los ambiciosos, que querían
apoderarse del gobierno de las secciones. No es cierto tampoco que el elemento
tradicionista se compusiera de los que se jactaban de ser nobles; de los
propietarios de esclavos; y de los hombres acaudalados que, acostumbrados al
antiguo régimen de impuestos, no consentían en que se implantara otro.
Tal elemento tradicionista no ha existido en la época a que se refiere el señor
Samper. En Colombia se mandó establecer la contribución directa, y no se realizó
esta gran reforma en el sistema de hacienda, porque los propietarios, desde los
más ricos hasta los menos acomodados, se opusieron a pagar esta contribución; y
porque al mismo tiempo no se conocía la contabilidad administrativa de las
rentas nacionales, y acostumbrados a pagar contribuciones indirectas, han sido
hasta ahora sostenidas, porque en un país en donde la propiedad no está bien
garantizada, aunque se reconozca el principio en las constituciones, nacional y de
los Estados, no se puede formar un buen catastro con arreglo a los principios que
rigen en las naciones civilizadas, como la Gran Bretaña y los Estados Unidos de
América.
Como el señor Samper es hombre nuevo, no conoció que los colombianos que
siguieron la causa de la metrópoli, cuando venció la República, se enrolaron en el
partido de oposición que se hacía al gobierno republicano, hasta que andando los
tiempos, estos realistas desaparecieron, y sus hijos fueron republicanos.
En 1830 se instaló el Congreso de que hemos hablado antes. Bolívar partió con
ánimo firme de salir de Colombia, cuando en Venezuela se sancionó un acto
legislativo, que ponía por condición el entrar de nuevo en la Unión Colombiana,
si se separaba Bolívar del suelo de la Patria. En Venezuela se inició una
revolución encabezada por Monagas y otros jefes del oriente, proclamando la

154
Unión Colombiana, para destruir el gobierno de Páez. Urdaneta en Bogotá,
impulsando al coronel Jiménez, comandante del batallón "Callao", se lanzó en la
revolución de aquel año. Montilla lo secundó en Cartagena, y todos invocaron el
nombre de Bolívar, para que volviese a encargarse del mando de Colombia.
El Libertador estaba enfermo y descorazonado, y se vio de tal modo contrariado,
que con la siguiente anécdota que voy a referir, puede comprenderse bien su
situación moral.
Me fue presentado en Lima el conde de Raigecour, hijo de un Par de Francia, el
marqués del mismo nombre, y me pidió una carta de introducción para el
general Bolívar, a quien quería conocer antes de regresar a Europa; se la di y se la
presentó al Libertador en Turbaco, y le trató con la cortesía y amabilidad con que
lo hacía con todos los hombres de educación. Raigecour le propuso que le
permitiese acompañarlo en el viaje, para prestarle sus servicios al llegar a
Francia. Aceptó el Libertador este ofrecimiento y le dio una carta de
recomendación para el capitán de la fragata inglesa de guerra, llamada "Shanon",
para que le diera pasaje en ella como a individuo de su comitiva, y fue aceptado
por el capitán de la fragata.
Cuando el Libertador pasó a Cartagena para arreglar su viaje y embarcarse, hubo
un movimiento popular para impedirle que saliera de Colombia; fue el conde a
visitar al Libertador, lo encontró sumamente agitado, paseándose en la sala de la
casa en que habitaba, y al verlo le dijo: "Señor conde, no puedo tener el gusto de
hacer el viaje con usted: todo el alboroto que usted ha presenciado, no es un
sentimiento popular, sino obra de Montilla y del prefecto Juan de Francisco
Martín, que conociendo el amor y respeto de este pueblo hacia mi, me han
aprisionado, y enfermo como estoy, me falta la fuerza moral que en ocasiones
solemnes me ha salvado, y en Europa sabrá usted el fin de mi vida y de
Colombia". Esta anécdota me la refirió el conde en París, y me enseñó un número
del periódico L’Avenir, en que había publicado sus conversaciones con Bolívar.
De Panamá seguí a Jamaica, embarcándome en Chagres en un buque de guerra
inglés, y en Kinsgton supe que mi hermano, el presidente de Colombia, había
llegado a Cartagena, en viaje para los Estados Unidos, y resolví ir a unirme a él,
para acompañarlo y despedirme del Libertador. En aquella ciudad me hablaron
el prefecto y el general Luque, para que siguiese inmediatamente a Bogotá a
encargarme de la secretaría de Guerra: me manifestaron que el señor Juan García
del Río, que había seguido para Bogotá, les había dejado recomendación de que
me hiciesen seguir a la capital, para que me encargase del poder ejecutivo,
reemplazara al general Urdaneta, por ser venezolano; y que se conciliaran de ese

155
modo los partidos políticos que dividían la República. Contestéles que yo había
prestado juramento al gobierno constitucional de 1830, y que no quería
permanecer en Colombia, en aquellas circunstancias.
El departamento del Cauca desconoció la autoridad de Urdaneta, y se agregó
provisionalmente al nuevo Estado que se había formado en el Ecuador. Urdaneta
mandó un batallón por Quindío a someterlo, y después de un tiroteo
insignificante, el comandante Bustamante se sometió al general Obando. La
reacción de la opinión pública se hacía sentir por doquiera, y tropas organizadas
en Casanare se movieron contra Urdaneta, al mismo tiempo que el
vicepresidente Caicedo se declaraba en ejercicio del poder ejecutivo, en la
provincia de Neiva, y habiendo muerto el general Bolívar en Santa Marta, se
acabó la bandera que habían izado en alto los revolucionarios de 1830: García del
Río, secretario de Estado de Urdaneta, le aconsejó que capitulase con el general
Caicedo, le entregase el mando para evitar inútil derramamiento de sangre, como
se consiguió. Otro tanto hizo el general Montilla en Cartagena, y desapareció la
guerra civil; pero no el encono de los hombres que encabezaban los partidos.
El general Santander estaba en esa época en Europa: lo encontré en Londres y le
referí la situación en que se encontraba Colombia, y que sin duda alguna
Urdaneta no podría sostenerse: lo dudaba el general Santander, y cuando yo le
decía esto, que fue en los primeros días de mayo, se encargaba del poder
ejecutivo nacional el vicepresidente general Caicedo, después del convenio de las
Juntas de Apulo, y del encargo que le hizo el Consejo de Estado, de la
administración intrusa de Urdaneta, con fecha 30 de abril de 1831. Caicedo
nombró secretarios de Estado, con fecha 4 de mayo, a los señores José María del
Castillo, Pedro Gual, general de brigada José María Obando y señor Alejandro
Vélez, nombramientos que significaban la fusión de los partidos; pero no fue así.
Los vencidos en la revolución de 1830, considerándose vencedores, se
constituyeron en perseguidores bajo la denominación de liberales y comenzó una
época de persecución, no solamente contra los militares enrolados en la
revolución de 1830, sino contra todos aquellos que habían sido amigos de
Bolívar, y violando los convenios de Apulo y Cartagena, persiguieron y borraron
de la lista militar a muchos; pero se convocó una convención que sancionó la
Constitución del Estado de la Nueva Granada, con fecha 29 de febrero de 1832,
por la cual se disponía la celebración de nuevos pactos con las diversas secciones
de Colombia. Desaparecieron los partidos políticos, y no quedaron más
divisiones que vencedores y vencidos.
Entonces fue llamado a la presidencia de la República el general Santander, y a la
vicepresidencia el señor Joaquín Mosquera. Estos nombramientos se hicieron

156
para calmar la agitación que había producido la reacción llamada liberal, y para
que cesaran las persecuciones que se hacían por una ley secreta, ¿y esto es lo que
llama el señor Samper el liberalismo neo-granadino, encabezado por Santander,
que recogió en provecho de la República progresista, la herencia de gloria y de
sacrificios, que habían legado a la Patria los primeros tribunos, combatientes,
escritores y mártires de la revolución de la Independencia? Nada de esto es
concluyente en favor de la justicia, porque la verdad sea dicha, después que
desapareció Colombia, cesaron las discordancias en política en la Nueva
Granada.
Los efectos de la ley secreta, sobre destierros y confinamiento, no habían cesado,
y el decreto sobre el modo de proceder en los delitos de conspiración, de 22 de
marzo de 1832, mantenía no un partido político, sino al partido liberal
perseguidor y retrógrado en materias administrativas.
El general Santander, al hacerse cargo del poder ejecutivo, quiso rodearse de
hombres sensatos del partido liberal. El vicepresidente del Estado, doctor
Márquez, y su secretario doctor Pereira, trabajaron bastante por la reconciliación
de los ciudadanos. No por eso desaparecieron los odios, y un conato de
revolución intentada por el general Sardá, produjo el derramamiento de sangre,
y asesinatos judiciales como el del señor Mariano París, ejecutado de un modo
escandaloso. La opinión pública se pronunció en contra de ese liberalismo
draconiano, y comenzó a fundarse un partido progresista liberal, y moderador,
desde el Congreso de 1833, y basta examinar la lista de los senadores y
representantes que concurrieron a ese Congreso, para conocer que no existía en
la Nueva Granada el partido que llama el señor Samper, "Tradicionista o
conservador", que hiciera oposición a Santander; pero conviene el señor Samper,
que Santander personificaba el liberalismo de acción, y para hablar más claro, el
liberalismo conservador, que Vicente Azuero, de gran carácter gran pensador,
gran escritor y gran tribuno, apareció entonces como el creador de un liberalismo
esencialmente doctrinario. En esto se equivoca el señor Samper. El señor Azuero,
ciertamente, era un liberal de acción, pero no tenía profundos conocimientos en
la ciencia de gobierno, ni conocía la verdadera esencia del gobierno propio, ni la
organización del régimen o poder municipal.
Clasifica el señor Samper como hombres prominentes, a individuos enteramente
distintos en su modo de pensar y de ser; y aun incluye entre ellos algunas
nulidades, y coloca otros nombres, que cita con respeto, que habiendo dado
pruebas de liberalismo se unieron a otros hombres muy importantes
notoriamente bolivianos; en todo lo cual hay una clasificación antojadiza, que por
nuestra parte rechazamos.

157
La disolución de Colombia y la muerte del Libertador, produjeron la
descomposición de los antiguos partidos políticos de que hemos hablado; y hubo
tantas peripecias en 1831, que estimamos inútil recordarlas.
En el Congreso de 1834 se organizó un partido de oposición a Santander, que
puede llamarse liberal progresista, ya los partidarios de Santander liberales
retrógrados o por lo menos estacionarios, pues se oponían a todas las reformas
que presentaba la oposición en las cámaras. Las principales fueron: tolerancia de
cultos para la inmigración que viniera al Istmo de Panamá; abolición de los
estancos de aguardiente y tabaco; eliminación de derechos diferenciales; reforma
de la ley orgánica militar, para impedir el abuso de conceder grados y empleos
militares; se inició el arreglo del crédito público, y se mandó por un decreto que
presentara el poder ejecutivo la cuenta del presupuesto. A todas estas medidas se
oponía la administración Santander: celebró un tratado de límites inconveniente
con Venezuela y el de la división de la deuda colombiana, muy perjudicial a la
Nueva Granada.
Existen los diarios de debates de las cámaras, que ha podido consultar el señor
Samper, y habría encontrado en ellos las opiniones liberales de los diputados
independientes, liberales progresistas, a quienes califica de iniciadores del
partido conservador, formado de elementos discordantes, durante la
administración de Santander.
Quiso el general Santander influir en las elecciones de vicepresidente de la
República, y la oposición venció, eligiendo al doctor José Ignacio de Márquez en
1835; y entonces dijo el general Santander a un representante, en presencia de los
señores Joaquín Escobar, Aranzazu, Vélez y Urquinaona: "Me han ganado
ustedes la elección de vicepresidente, pero no sucederá así con la de presidente";
y el representante le contestó: "General, el candidato de usted no será presidente,
porque no aceptamos que escoja usted su sucesor, y será un hombre civil".
Se intentó hacer una revolución cuando fue elegido el doctor Márquez presidente
de la República, a los dos años de haber sido vicepresidente, y el general
Santander lo impidió: esta revolución era proyectada por la guarnición militar.
La política moderada de Márquez, habiendo nombrado a los mismos secretarios
de Santander, para su administración no le valió su reconciliación con Santander,
porque éste tenía quejas personales de Márquez. Organizó otro ministerio de
liberales caracterizados, Pombo, Aranzazu y López 30, y esta administración

30 Lino de Pombo había sido Secretario del Interior y Relaciones Exteriores en el


gobierno de Santander. Juan de Dios Aranzazu fue gobernador de Antioquia hasta 1836.

158
esencialmente civil, tuvo que luchar con la oposición de Santander, y el llamado
partido liberal que no pudo sufrir la alternabilidad en el mando de la República,
y muy pronto se lanzó en vías de hecho, que llama el señor Samper vasta y
profunda conmoción ocurrida de 1839 a 1841. Esta injustificable revolución
comenzó en Pasto, a consecuencia de la supresión de los conventos menores,
encabezada por un clérigo fanático; tuvo suceso en Vélez, aunque no en el
sentido de fanatismo; en Cartagena y Santa Marta fue encabezada por militares,
que nada tenían de liberales; otro tanto sucedió en el Socorro y al fin en
Mariquita y Antioquia. Entonces los partidos se denominaron ministeriales y
liberales, y a éste pertenecían muchos militares de los que llama Samper brutales,
insolentes y pendencieros.
Se equivoca el señor Samper en creer que en aquella época se componía el
partido ministerial "de los pocos monarquistas vencidos y desdeñados por la
revolución; los ineptos que seguían llamándose nobles, y no se conformaban con
la democracia, porque en el seno de ésta era preciso trabajar y merecer para
valer; los propietarios de esclavos, el clero interesado en mantener a todo trance
las instituciones coloniales que le eran favorables; y todos los hombres adictos,
por intereses o por hábito, a los privilegios profesionales, los fueros de clases, las
instituciones de manos muertas, los monopolios fiscales, y otros principios
análogos que habían sido el sancta sanctorum del antiguo régimen".
En seguida cita el señor Samper los nombres de ciudadanos distinguidos, que
aparecieron como sostenedores de la administración Márquez, y a los que de
ninguna manera se les puede calificar como iniciadores del partido conservador
y tradicionista, que más tarde debía aparecer en la República, a consecuencia del
desarrollo que tienen las ideas en vista de los acontecimientos políticos de cada
época.
Como hemos dicho en el capítulo anterior, Bolívar no quiso imponer al Congreso
de 1830, al señor Canabal como presidente. Y por tanto, la elección del señor
Mosquera fue tan libre como la del doctor Márquez.

CAPÍTULO III
Comienza el señor Samper su capítulo III diciendo que la segunda causa de la
fuerza adquirida por el conservatismo, que aún no acertaba a darse un nombre
filosófico, en tanto que sus adversarios se llamaban progresistas, fue la

José Hilario López, el único que se definió con claridad como liberal, fue Secretario de
Guerra de Márquez hasta mayo de 1838. (N. del editor)

159
revolución de 1840; y agrega que jamás se vio en esta tierra una revolución tan
inmotivada ni tan popular y general.
Es necesario que el señor Samper recuerde las cosas como han pasado.
A consecuencia de la ley del 27 de mayo de 1839, se sublevaron en Pasto el
presbítero doctor Villota, con algunos frailes de los conventos de la Merced,
Santo Domingo, San Francisco y San Agustín, que quedaban suprimidos por la
expresada ley, previo informe del obispo diocesano. Cuando el poder ejecutivo
dispuso la marcha de una columna de tropa para sofocar la revolución a órdenes
del general Herrán, hubo otra asonada en Vélez, de un carácter especial que
luego se complicó en el año de 1840.
Todo el mundo sabe cómo se inició la causa para descubrir los verdaderos
asesinos de Sucre. Yo estaba en Bogotá de secretario de Guerra y no tenía
intervención ninguna en el juicio de Obando en Popayán, y falta a la verdad el
señor Samper, al decir que yo dirigía aquel juicio. Por el contrario, conociendo
yo, como conocía, el origen de este asesinato, creí siempre que iba a revolverse el
país: que tendría fatales consecuencias, porque eran muchos los comprometidos
en este crimen político, y horrendo delito común, que habidas en consideración
muchas circunstancias, debía relegarse al olvido por una amnistía general, como
lo hice el 1º de enero de 1849, dando un decreto en mi calidad de presidente de la
República, con arreglo al artículo 103 de la Constitución. Desde 1848 había
consultado al Consejo de Gobierno, conforme al artículo 117 de la Constitución,
que me diese el dictamen para conceder una amnistía general, y se opuso
unánimemente el Consejo; entre los secretarios había liberales caracterizados,
cuyos votos me dieron por escrito.
El señor Samper habla con acierto cuando dice que ninguno de los motivos
alegados en 1839 y 1840 era suficiente para justificar la revolución; pero no es
exacto que en todo el país adquirió las proporciones de una grande y popular
revolución, sostenida por el partido liberal, entonces "progresista’; cuyo
programa de guerra se reducía a estas dos ideas: la caída del gobierno del doctor
Márquez, y el establecimiento del régimen federal, con una Constitución más
liberal aún que la de 1832.
La revolución del sur comenzó, como hemos dicho, por un movimiento fanático:
en el norte se deseaba establecer la federación, y en las provincias del Atlántico,
el predominio de los militares que hicieron la revolución. Les faltó la unidad de
pensamiento y me fue fácil destruir las diferentes fuerzas revolucionarias desde
Huilquipamba a Tescua y de allí a la Chanca y a Pasto, para hacer desocupar el
territorio, de que se había apoderado el general Flores. Los partidos eran el

160
ministerial que sostenía la Constitución, y el llamado entonces liberal que la
atacaba y no tenía programa sino echar abajo al doctor Márquez para disputarse
el mando posteriormente.
Muchos jóvenes de principios liberales se unieron a los revolucionarios, y
muchos otros me acompañaron en los campos de batalla para sostener la
Constitución. Salvé a los comprometidos en las provincias del norte,
reconociendo la guerra civil, y manifestando a los habitantes de esas provincias
que era otro el modo de iniciar una reforma federal.
Después que estalló la revolución fanática de Pasto, el general Obando se
trasladó a Bogotá, y cuando se supo en esa ciudad que se había iniciado el juicio,
para descubrir el asesinato de Sucre, se dijo que se complicaba a dicho general y
me preguntó si era exacto lo del papel que corría en copia, y le enseñé la
comunicación del coronel Bustamante, que remitía una copia de aquel
documento y resolvió irse a presentar al juicio. El juez de Popayán, a quien se
había reclamado la persona del general Obando, le ordenó su marcha a Pasto y le
dio por compañero al capitán Lemos, con quien siguió hasta Mercaderes; véase,
pues, cómo asevera el señor Samper lo que no es cierto, pues ni se seguía la causa
en Popayán, ni yo podía dirigirla estando en Bogotá.
Tampoco es cierto lo que refiere de haber sido hecho prisionero en los Árboles el
general Herrán, y si se hubiera limitado Samper, como él mismo lo dice, a no
entrar en detenidas reminiscencias, respecto de aquella cruenta revolución, lo
habría hecho mejor; pero quería el señor Samper hacernos aparecer como
conservadores a los defensores de la Constitución, y como federalistas a los
revolucionarios, y tal revolución no tenía otro objeto que apoderarse del
gobierno, y este único objeto el que tuvieron en mira para hacer la revolución.
No le falta razón al señor Samper, al decir que los que triunfan en una
revolución, a virtud de las ventajas de una lucha armada, se hacen reaccionarios
en el sentido de ideas violentas y extremosas, y esto ha sucedido constantemente
en todas las revoluciones políticas, de diferentes países.
No es exacto que en 1828 triunfara Bolívar sobre la conspiración de setiembre,
porque no es triunfar cuando una conspiración encalla, porque se ha formado
por pasiones innobles y es mal ejecutada; no hubo reacción conservadora para
pretender fundar el Imperio de los Andes, especie ridícula inventada en aquella
época.
Cuando se sofocó la revolución de 1840, no triunfó el conservatismo, con
tendencias tradicionistas, porque entonces no se habían trasladado estas ideas de
los partidos europeos a América; pero sí es cierto que al inaugurarse la

161
administración de 1841 se pretendió apoyar al gobierno en instituciones
inadecuadas a una República naciente, como fueron la de reglamentar la
instrucción pública, trayendo al efecto a los jesuitas, medida que condené cuando
lo supe en Cartagena, y manifesté al general Herrán que debía regresar
rápidamente a Bogotá antes de que el vicepresidente encargado del poder
ejecutivo fuera a designar para los colegios de misiones a los jesuitas, a virtud del
artículo 3º del decreto legislativo de abril de aquel año.
Ciertamente, los excesos cometidos en 1832 contra el partido revolucionario de
1830, la injustificable revolución de 1839 y 1840, trajeron la reacción de 41 y 42, en
que se quiso fundar un partido semimonárquico adoptando medidas legislativas
represivas, apoyándose en el sentimiento religioso, para dominar las masas; pero
yo no llamaré a esta evolución política partido conservador, porque los adjetivos
con que se denomina a un partido deben tener significación política, y llamaría
más bien a los ministeriales de esa época partido retrógrado.
La paz se conservó durante el período constitucional de 41 a 45 y a virtud de ella
se hicieron las elecciones de presidente para 1845, estando ya en ejecución la
Constitución de 1843, sancionada para dar mayor vigor al poder ejecutivo y
evitar de este modo revoluciones armadas.
Tuve el honor de ser elegido presidente y creí darle una nueva vida a la
República, reuniendo los partidos políticos, para que no hubiese en la Nueva
Granada sino republicanos progresistas, e inauguré una época de reformas
sociales, especialmente en materias de hacienda, y logré, como presidente, que se
aboliera el sistema de monopolios, los derechos diferenciales, libertad en los
estudios, establecimiento de un colegio militar de ingenieros, la navegación del
Magdalena, la iniciación del camino Interoceánico del Istmo, la tolerancia
religiosa, la mejora de las vías públicas, y todas las demás medidas de progreso
que tuvieron lugar durante mi administración, de que trata el señor Samper al
hablar de ella.
En 1848, en la Cámara de Representantes, el señor Julio Arboleda pronunció un
discurso, manifestando la conveniencia de fundar en la República un partido
denominado conservador, repitiendo casi literalmente un discurso de Mr.
Guizot, pronunciado en la Cámara de diputados de Francia. Después de la sesión
pasó a la casa de gobierno, el doctor Mariano Ospina, que también era
representante, y me hizo un elogio del discurso de Arboleda, manifestándome
que era necesario organizar el partido conservador, para contrariar las ideas
anárquicas, que comenzaban a dominar entre la juventud liberal; y le contesté
que yo era progresista y de ninguna manera debía organizarse entre nosotros lo

162
que se llama en Europa partido conservador, y le proporcioné el diario de
debates de París, para que leyese el discurso de Guizot. Tanto a él como a
Arboleda les hice ver que lo que se denominaba en esa época en Francia e
Inglaterra partido conservador, era el que quería conservar la tradición
monárquica, o sea la legitimidad de los reyes, con instituciones liberales que
garantizaban la representación popular, y los derechos Individuales. Sin
embargo, de estas observaciones, estos señores y algunos de sus amigos,
comenzaron a organizar el partido conservador, desde entonces, no obstante que
durante la administración Herrán habían sido antagonistas.
Como se ve, no fueron dos periodistas jóvenes los que iniciaron el partido
conservador, como lo asegura Samper.
Las apreciaciones del señor Samper, en el capítulo IV de su libro, no solamente
son inexactas, sino ofensivas en el modo de juzgar a los hombres, inventando en
su inquieta imaginación caracteres que no corresponden a los hombres públicos
de que se ocupa, ya sea para exaltarlos, ya para denigrarlos, y entre otras
mentiras, dice que escogieron los conservadores como candidato a un enemigo
personal mío: el doctor José Joaquín Gori: siempre tuve con él una amistad pura,
y no hubo más discordancia entre los dos que en una cuestión abstracta, sobre la
presidencia del Consejo de Gobierno; conocía su mérito y fui yo quien lo
recomendó para vicepresidente de la República, escribiendo a mis amigos que no
aceptaba esa elección en mi favor, y que sufragaran por el doctor Gori.
Elevé una representación al Congreso, desde Santiago de Chile, manifestando
que no aceptaba la vicepresidencia, para que no perfeccionaran la elección en mí.
Dice más Samper: que los tradicionistas o recalcitrantes, intransigentes con la
libertad y el progreso, adoptaron como candidato al doctor Cuervo, esperando
recuperar el terreno perdido, durante la administración Mosquera. Solamente en
la cabeza del señor Samper ha podido caber semejante idea. Era mi deber como
presidente abstenerme de recomendar decididamente a un candidato; pero me
gustaba mucho Cuervo porque estaba identificado con mi política: era un
verdadero liberal, hombre de eminentes conocimientos en política, y que conocía
que el progreso material de la República proporcionando bienestar social, a la
generalidad de los habitantes, modificaría a los dos partidos políticos
exagerados, que comenzaban a formarse en aquella época: el conservador, obra
de Ospina y Arboleda, y el idealista, con mucho de socialista y algo de
comunista, comenzado a fundar por varios jóvenes, que después hicieron parte
de la escuela republicana.

163
Estando ausente el general Obando, el partido liberal trabajó por el general
López, y si es verdad que en 1828 promovió una revolución contra la dictadura
de Bolívar, es verdad igualmente que se sometió a él recibiendo en Pasto el
despacho de coronel efectivo después de la revolución y la colocación de
gobernador de Neiva por la misma administración dictatorial.
En la sesión del 7 de marzo de 1849, el Congreso Constitucional perfeccionó la
elección de presidente en el general López, porque el doctor Mariano Ospina
sufragó por él con la fórmula siguiente: "voto por el general López para que no se
asesine al Congreso" y sufragaron con él el coronel Enao 31, el señor José María
Martínez de Antioquia y el presbítero López Pardo, con lo cual obtuvo López 43
votos contra 39; y si hubieran sufragado como en los primeros escrutinios,
Cuervo habría sido el presidente.
Toda la bulla que se hizo ese día, no pasó de alboroto, y conociendo yo cuán
importante era evitar todo conflicto, acepté la elección hecha en López, y es bien
conocida en la República mi conducta en ese día.
Llegué a persuadirme que la administración de 1849 a 53 continuaría las medidas
de progreso que yo había iniciado, y la reconciliación de los granadinos; pero
comenzó mal, dando lugar a que el partido conservador, que ya tenía caudillos,
proyectase la revolución de 1851. Yo estaba entonces retirado de la vida pública,
ocupado de negocios comerciales en Barranquilla y Panamá: dando seguridades
al tránsito por el Istmo de Panamá, y ayudando la empresa del ferrocarril,
cuando iba a estallar la revolución acordada en Bogotá durante la reunión del
Congreso de 1850. Uno de los hombres distinguidos del partido conservador fue
en comisión cerca de mí a proponerme que encabezara la reacción del partido
popular, como se denominaban entonces los conservadores, y le contesté que yo
no perdía mi alta posición social, presentándome como caudillo de un partido a
que yo nunca había pertenecido. Pocos días después pasé a Nueva York, por
asuntos de mi nueva profesión de comerciante, y me sorprendí al saber, de un
modo confidencial, que el encargado de negocios había recibido órdenes del
presidente, general López, para que invigilase [sic] mi conducta, porque se temía
que yo iba a comprar armamento para la revolución, etc. El señor Victoriano de
Diego Paredes, encargado de negocios, contestó que todo aquello era falso. Hubo
más: la administración López fue informada por el gobernador de Cartagena que
yo me había excusado de asistir a las sesiones del Congreso, remitiendo la
comunicación oficial de mi excusa, en la cual le decía "que él no había cumplido
con su deber, llamándome en mi calidad de suplente, y dirigiéndome la

31 Braulio Henao, representante de Sonsón. (N. del editor)

164
comunicación a Popayán, en donde no tenía mi residencia sino en Panamá, para
que no pudiera recibir oportunamente la convocatoria, sin duda porque no
estaba de acuerdo con sus opiniones políticas, y remitiendo el gobierno esta
comunicación al gobernador de Panamá lo ordenó que me hiciera juzgar por
irrespetuoso"; el fiscal rechazó la orden, y renunció su destino, y se nombró otro
fiscal interino ad hoc; y estando de secretario de la Cámara de Provincia de que
yo era presidente, me enseñó las comunicaciones de su nombramiento, y la que
prevenía que me acusase: le aconsejé que aceptase el nombramiento, porque
podía acumular los sueldos legalmente, y él era un hombre de pocos recursos:
que en cuanto a la acusación, yo gozaba de inmunidad, como presidente de la
Cámara Provincial; que en caso de haber falta o delito cometido por un
representante del pueblo, no podía ser sino acusado por injuria o calumnia y
tales delitos, no daban acción popular, y en caso de haber delito se había
prescrito por la ley, por no haberse intentado la acusación en tiempo oportuno.
¿Y estos hombres se llaman liberales?
Al empezar Samper su capítulo V empieza por manifestar que la posición del
partido liberal, al recuperar el poder el 1º de abril de 1849, era difícil, y sus
dificultades provenían de la inexperiencia general de los liberales; de la
oposición violenta de los conservadores; del carácter del general López; y del
estado poco lisonjero en que mí administración dejó al tesoro público.
Si el señor Samper hubiera querido leer mi mensaje de 1º de marzo de 1849, 40 de
la Independencia, sería más justo al hablar de mi administración. En este
documento manifiesto claramente que, en 11 años, no tuvo sistema rentoso la
heroica Colombia; que ni en ella, ni en la República de la Nueva Granada, hubo
contabilidad administrativa, y que mejoré cuanto me fue dado la Hacienda
pública. La administración Santander tuvo con qué hacer los gastos ordinarios
porque el sistema de su secretario de Hacienda 32 fue, no pagar deudas ni arreglar
el crédito público, y cuando celebró el convenio de división de la deuda
colombiana sacrificó a la Nueva Granada, haciéndole reconocer la mitad de las
deudas de Colombia. Combatí cuanto me fue posible este absurdo convenio.
Durante la administración Márquez se sancionó la primera ley de crédito
público, pero poco se pudo hacer porque esa administración fue combatida por
las fracciones liberales draconianas, que habían perdido el poder en 1837. La
administración Herrán fue estacionaria pero conservó la paz. Al encargarme del
poder ejecutivo el 1º de abril de 45, me encontré con las manos atadas por el
pésimo contrato celebrado con los acreedores extranjeros; obra de los señores

32 Francisco Soto (N. del editor)

165
Ordóñez y Ospina. Sin este embarazo mucho habría hecho yo, si hubiera podido
encontrar este negocio intacto, pues con los fondos que había existentes en
Europa y en Bogotá pertenecientes al crédito público exterior, se habría podido
hacer una buena operación para consolidar la deuda, como lo propuse a los
agentes del gobierno los señores Baring Brothers, por medio del ministro de
Colombia en Londres, los que creyeron buena la operación y favorable a los
tenedores de vales; pero impracticable después de aquel convenio.
Ciertamente, como dice Samper, en 1850 se fraccionó el partido liberal entre
liberales de la antigua escuela de Santander, liberales moderados que querían la
verdadera República y liberales exaltados imbuidos de las doctrinas exageradas
de los escritores franceses, que tanto daño han hecho con sus doctrinas socialistas
y desorganizadoras. Al mismo tiempo el partido conservador conspiraba y
estalló la revolución de 1851, que fue completamente debelada, más por la
opinión pública que la condenaba, que por los combates que se libraron en
diferentes puntos.
Después de la victoria obtenida sobre las facciones del sur del Cauca, de
Antioquia y Cundinamarca, el partido liberal dominante se organizó en dos
bandos, el radical o gólgota, que se denominó así por las expresiones del señor
Samper en la escuela republicana, como él mismo lo dice, y el draconiano que
quería sostener algunas doctrinas, de la escuela antigua liberal con tendencias
progresistas y humanitarias. Existía también en esa época un gran número de
ciudadanos que trabajaban porque se consolidara la verdadera República, y se
olvidaran las tendencias al gobierno de la fuerza y al socialismo de los gólgotas.
La elección del general Obando para presidente de la República fue bastante
popular. En algunos Estados, como el de Panamá, tuvo séquito la candidatura
del general Tomás Herrera, que en nada tenía de gólgota, y en el Congreso de
1837, una vez que fue excluido el general Obando, prefirió votar por Márquez, y
no por Azuero.
En el año de 1852, después de haber sido derrotados, los conservadores, a los 4
años de organización de este partido, fue completamente postrado en las
elecciones; Obando obtuvo la de presidente, y de los 95 miembros de que se
compuso el Congreso, se pueden calificar así: diez conservadores, trece gólgotas,
veintinueve liberales draconianos y 33 progresistas y radicales. Con tales
elementos se sancionó la Constitución de 1853, reconociendo en ella la libertad de
cultos, la independencia de la Iglesia católica y el sufragio general de todos los
ciudadanos en las elecciones de presidente y vicepresidente de la República,
ministros de la Corte Suprema y gobernadores de las provincias.

166
Dividido el partido liberal, preparaba una reacción que daría por resultado llevar
al poder al partido conservador que se organizaba con inteligencia.
Expulsados de la República los prelados eclesiásticos de la Iglesia católica por
haber desobedecido una ley inconveniente y que variaba la disciplina de la
Iglesia, se remedió el mal que estaba causando en la opinión pública tal
persecución con la separación de la Iglesia del Estado, y los obispos pudieron
regresar; pero este hecho, laudable en principios, preparaba la organización de
un nuevo partido político, para darle fuerza moral a los ministros del culto, como
se verá después.
En 1854 estalló la revolución acaudillada por el general Melo, y dirigida por
algunos hombres civiles del partido liberal draconiano.
En el resumen histórico de los acontecimientos que tuvieron lugar en 1854,
escrito por mí, de orden del gobierno, expuse la verdad de cuanto había sucedido
en aquella época y el empeño que tomaron los liberales draconianos de regir la
República a usanza de la administración Santander.
El partido conservador se unió en aquella ocasión a los radicales, pero nada
habrían hecho para sostener la Constitución de 1853; si yo no me presento en la
costa del Atlántico, y convenzo a los militares que su deber estaba en sostener la
Constitución y al gobierno, y por una alocución excité el patriotismo de los
granadinos, para que rodeasen a las autoridades constitucionales.
El general Herrera pudo escaparse de la capital, y dirigirse así a Tunja, con
muchos liberales radicales y algunos gólgotas. Formóse una falange respetable
que resolvió ir a combatir con Melo, y cuando supe que tal resolución se había
tomado, anuncié a los militares que estaban a mi lado, que la primera noticia que
recibiríamos sería la derrota del general Herrera, y la muerte del general Franco,
y cuando se realizó lo uno y lo otro me preguntaban cómo había podido prever
yo lo que había dicho, y les manifesté que conocía la presunción de la juventud, y
que arrastrarían con su ardoroso patriotismo al general Herrera; y que el general
Franco, valiente y sin talentos, libraría un combate sin reglas de táctica ni de
estrategia, como sucedió. Cuando el general Herrera vio mi alocución en San
Juan de Rioseco, estando en marcha para Honda, exclamó: ¡el general Mosquera
está en la República; se salvará la causa constitucional! y dispuso que marchasen
cerca de mí el señor Justo Briceño, el comandante Ucrós y el señor José Triana,
llevándome el despacho de general en jefe del ejército, y delegándome como a tal
todas las facultades del poder ejecutivo, en las provincias del Atlántico, del Itsmo
de Panamá y del norte. Pidióme al mismo tiempo que facilitara armamento y

167
municiones, pero no me proporcionaba recursos pecuniarios. A esta prueba de
confianza debía corresponder con abnegación y patriotismo.
Desde que me separé del gobierno en abril de 1849, me había consagrado a
especulaciones mercantiles: en cinco años de trabajo había repuesto un poco mi
fortuna y pude girar, sobre mi casa de comercio, una letra de $ 20.000, con que se
compró el armamento que debía servir para los ejércitos del norte y del sur, como
sucedió.
Pude salvar los caudales que tenía el gobierno en la aduana de Sabanilla, y en
vez de pagar con ellos los $ 20.000 destinados para el armamento, los llevé a
Honda en un vapor, habiendo auxiliado oportunamente a los patriotas del norte
con armas, y un cuadro de oficiales inteligentes que sirvieron con lealtad y
patriotismo, y de ellos murió en Pamplona el coronel Rojas.
Ciertamente, como dice el señor Samper, extraño fue el antagonismo que medió
entre 1853 y 54 entre los artesanos y la juventud; pero no es cierto que
desapareciera completamente desde 1859 o 60, porque todavía se siente que se
detestan recíprocamente los gólgotas y los democráticos.
Hace el señor Samper una relación apasionada al describir la unión de los
gólgotas y liberales, y atribuye a los conservadores la elección de vicepresidente
de la República en el doctor Manuel María Mallarino. Ciertamente, fue el
candidato del Cauca de liberales y conservadores, y yo trabajé por él en las
provincias del Atlántico y del norte, desanimando al propio tiempo a muchos
que querían sufragar por mí, porque conocía perfectamente que no convenía a la
República mi elección; para no aumentar las susceptibilidades de los partidos
conservador y radical, y por esta razón nos decidimos muchos liberales a
sostener la candidatura de Mallarino.
Rechazo con decidida energía la colocación que me da el señor Samper, entre los
hombres notables del partido conservador, y debía recordar la verdad de los
hechos para no describir a su modo los sucesos de esa época.
El ejército del sur, compuesto de una masa heterogénea de liberales y
conservadores, y teniendo a la cabeza en su cuartel general al poder ejecutivo, y
no obstante los combates de Bosa y las Cruces, no pudo tomar la ciudad de
Bogotá hasta que yo llegué el 3 de diciembre y me acampé en San Diego. Los
generales Herrán y Ortega pasaron a mi campamento, y me dijeron que después
de haber marchado triunfante desde las costas del Atlántico basta Bogotá, habían
querido aguardarme para que tomara parte en la ocupación de Bogotá. Les
manifesté que por mi parte no quería disputar al ejército del sur la gloria de
someter a Melo; pero que si no lo hacían ese día y en toda la noche, yo lo haría al

168
día siguiente; así sucedió, y el día 4 de diciembre, después de haber tomado
prisioneros quinientos hombres en San Diego, obligué a Melo a que se rindiera a
discreción, garantizándole la vida a él y a todos sus soldados, ofreciéndoles que
serían bien tratados. El vicepresidente Obaldía y su secretario, el señor Plata, me
improbaron este ofrecimiento porque se les debía tratar como a partida de
malhechores.
Desde que nos acercábamos a Bogotá, conocí perfectamente el brío que había
tomado el partido conservador, con la unión del partido liberal, y se lo manifesté
al general Herrera y a otros jefes del ejército del norte, como a los secretarios de
los generales en jefe del ejército del sur, Justo Arosemena y Camacho Roldán.
Ocupé la plaza de Bolívar, y mientras organicé el modo como debían acuartelarse
los dos ejércitos, no me separé de la plaza mayor ni tuve una casa para
desmontarme, ni a dónde ir a comer, hasta que la viuda del general O’Leary me
mandó invitar para ir a comer a su casa, y de allí salí a una que tomé en
arrendamiento.
Todo esto me hizo comprender perfectamente la difícil situación que atravesaba
la República, porque cada partido quería atribuirse la victoria.
Se reunió el Congreso de 55, y tomé asiento en la Cámara de Representantes
como diputado por la provincia de Zipaquirá, mereciendo ser presidente de ella.
El negocio que absorbía toda la atención del Congreso, del poder ejecutivo, y de
los caudillos de los diferentes partidos, era el juicio del general Obando y sus
secretarios.
El día que debía darse el veredicto por el Senado, quiso llevarse a efecto un
horrible atentado. Eran las seis y media de la noche, cuando se presentó en mi
casa el enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Francia
acompañado de su señora, y me dirigió la palabra en estos términos: "Extraño
será a usted que a esta hora venga a su casa acompañado de mi señora; veníamos
de pasear de la alameda de San Diego, y vimos un grupo de gentes de diversas
clases en la plazuela de la Capuchina, y mandé a mi secretario a investigar el
objeto de esa reunión, y se admirará usted: se trata nada menos que de asesinar
al general Obando, a Melo y demás jefes prisioneros, y proclamar un dictador
que acaso será usted". Le di las gracias, y en el momento mandé a llamar al
general Espina para que pusiese inmediatamente los cuerpos del ejército sobre
las armas, porque él me reemplazaba en el mando durante mi separación por
estar en el Congreso, y al general Briceño, gobernador interino de Bogotá para
que ordenara que el sargento mayor Vélez fuese con medio batallón al colegio
militar que servía de prisión al presidente Obando, para que lo defendiese a todo

169
trance, y me dirigí a la plaza mayor en donde encontré un gran número de gente
en agitación, y en los portales de la casa municipal al general Ortega, al
gobernador propietario de la provincia, Pedro Gutiérrez Lee, rodeados de varios
conservadores y les dirigí la palabra a estos dos caballeros, manifestándoles lo
que me había dicho el ministro francés; y que estaba resuelto a sostener la
dignidad de la Nación, salvando los prisioneros y al presidente. Se
desconcertaron estos caballeros, queriendo disculpar a los que tal proyecto
habían formado. Fui a dar cuenta al vicepresidente y no lo encontré en la casa de
gobierno ni supe en dónde estaba.
El general Obando se sorprendió al ver reforzar su guardia, e impuesto cuál era
el objeto, exclamó: "no podía esperar otra cosa de un enemigo político generoso,
del amigo personal desde mi infancia". Al día siguiente fui a verlo, me dio un
abrazo y me dijo que desde ese día tendría en él el mejor de mis amigos políticos,
restableciendo la amistad que habíamos tenido desde la infancia. Los generales
Melo y Mantilla, como los jefes y oficiales prisioneros, cuando fui a visitarlos al
edificio de San Bartolomé, que les servía de cárcel, me manifestaron igualmente
su gratitud, por lo que había hecho por ellos. Trabajé de un modo decidido en la
Cámara de Representantes para que se sancionase el indulto del 29 de mayo de
1855, que tuve el honor de firmar como presidente de la Cámara.
En el mismo Congreso se tomó en consideración por segunda vez el acto
adicional a la Constitución, creando el Estado de Panamá, y con el señor Justo
Arosemena modificamos el artículo 12, para que se pudieran erigir otros Estados
por una ley, y que tendría la misma fuerza del expresado acto constitucional.
En el Congreso de 1856 se agitó la cuestión de organizar la República bajo el
sistema federal, pero no se pudo lograr porque faltó el quórum constitucional en
sentido federal, conforme al parágrafo primero del artículo 57 de la Constitución,
por no haberse obtenido el voto de las cuatro quintas partes de los miembros de
ambas cámaras; y entonces celebramos un convenio los federalistas liberales con
los federalistas conservadores de Antioquia, para sancionar la ley del 11 de junio
de 1856, que creó el Estado de Antioquia, para que en el año siguiente pudiera
hacerse lo mismo erigiendo en Estados diversos el resto de la República, y así se
efectuó por la ley del 15 de junio de 1857.
No había podido yo asistir al Congreso en los primeros meses de sus sesiones, y
cuando llegué a incorporarme en la Cámara del Senado, encontré desalentados a
todos los federalistas. Me eligieron presidente del Senado en el mes de mayo, y
logré que se sancionara la ley del 8 de mayo de aquel año, erigiendo el Estado de
Santander, y en seguida trabajamos los federalistas para sancionar la ley del 15

170
de junio de aquel año, y se organizaron en Estados federales los de Bolívar,
Boyacá, Cauca, Cundinamarca y Magdalena, conservando a cada uno de ellos el
territorio de las antiguas provincias de que se compuso cada Estado.
El señor Samper, con otros muchos colombianos, consideran anómala la división
de los Estados e inconsulta; pero la verdad sea dicha, fue, y es la única posible, y
ya hemos manifestado cómo se organizó definitivamente la federación y cómo
nos unimos los federalistas liberales a los conservadores, para llevar a efecto la
reforma federal contra la opinión de los liberales y conservadores centralistas.
En 1855 se organizó realmente el partido nacional, y publicamos nuestro
programa después de una reunión popular en el local de la Universidad de
Bogotá, y este proclamó mi candidatura para presidente: los radicales la del
doctor Murillo, y los conservadores la del doctor Ospina. Este fue el elegido,
porque con el sufragio general arrastraron los curas el voto de todos los indios en
el norte, y Cundinamarca, Antioquia y alguno que otro pueblo de los otros
Estados, lo que ha traído la limitación del sufragio en aquellos Estados, en donde
la masa de la población se deja arrastrar por los curas y los hacendados.
De este modo rectificamos todo lo que dice Samper, hasta el fin de su capítulo
sétimo.
El señor Samper da principio al capítulo IV de su libro diciendo que al
emprender ese rápido estudio histórico-político, no ha querido, ni escribir una
historia propiamente dicha, ni trazar un cuadro de filosofía social. Lo primero
requiere suma imparcialidad, gran serenidad de espíritu, completo conocimiento
de los hombres y de los hechos, y que estos, por su distancia histórica, puedan
ser claramente apreciados y rectamente juzgados; y lo segundo, entrar en
consideraciones científicas que harían necesario “un trabajo tan serio como
reposado”.
¿Quién, al leer lo que dejamos copiado, y otras frases igualmente juiciosas, que
estampa en seguida, no leería con gusto su libro creyéndolo desapasionado y
sincero? Pues no sucede así: ya hemos refutado muchas de sus equivocaciones y
rectificado el modo con que deben verse los partidos políticos, que han existido y
existen en nuestra patria.
Durante la administración López, debió hacerse mucho más para consolidar la
paz en la República, siguiendo los trabajos de mejoras internas, que dejó iniciada
la administración anterior, y llevando adelante el progreso en las ciencias exactas
y naturales, para formar en los colegios y universidades profesores hábiles, que
hubieran hecho cambiar las ideas, en la juventud estudiosa.

171
Ciertamente el trabajo emprendido en 1852, al concluir la administración López,
para reformar la Constitución de 1843, fue de magníficos resultados para la causa
liberal, y la inmensa mayoría que tuvo el partido liberal en las cámaras debía
producir tales efectos. Entre los miembros de aquellos congresos de 52 y 53, se
distinguió el senador Florentino González, que fue el principal redactor de la
Constitución de 1853, y su brillante discurso al presentarla al presidente general
Obando, le hará siempre honor; y aprovechamos esta ocasión para decir que es
falso lo que refiere Carlos Martín, en su auto-apología, que mandó publicar a
París en el desacreditado periódico El Americano y firmado por Héctor Varela.
Ya he manifestado cuál fue el curso que tuvo la reforma constitucional, en
sentido federal y la parte que tuve en ella, cuando se sancionó la ley del 15 de
junio de 1857, que completó la erección de los Estados Federales; entonces escribí
un opúsculo con el título de “La federación en la Nueva Granada”, y en él
presenté un proyecto de Constitución para los Estados de Bolívar, Cauca y
Magdalena, porque creí que era necesario hacer conocer con exactitud lo que se
llama el gobierno propio, en los Estados Unidos de América. Sin embargo, el
señor Samper se atreve a decir que yo era federalista de la víspera.
Cuando se discutía el proyecto de ley, que erigió en Estados diversas porciones
del territorio de la República, se presentó la disposición segunda del articulo 11
de los transitorios, de acuerdo con el doctor Ospina, para dividir los Estados por
el poder ejecutivo, en círculos electorales; recuerdo que habiendo ido a visitar al
doctor Ospina, le encontré en unión de Plácido Morales, trabajando un plan de
división territorial de círculos electorales, y logré verlo; comprendí que el plan
era formar grandes círculos de aquellas poblaciones liberales, y pequeños de las
poblaciones conservadoras, para que en las asambleas constituyentes asistiesen
mayor número de diputados conservadores que liberales, para que la
organización de los Estados quedasen en manos de los conservadores. A
consecuencia de esto, tuve una conferencia con el señor Salvador Camacho
Roldán, senador, quien modificó el artículo en los términos siguientes: “El poder
ejecutivo dividirá los Estados en círculos electorales, cuidando de que la
población de cada círculo sea aproximadamente igual al cociente que resulte
dividiendo la población total de cada Estado por el número de diputados que se
le asignan en la disposición transitoria anterior. Las ciudades cuya población
presente inconvenientes para la formación de un círculo de esta clase, podrán
componer, con los distritos contiguos que fueren necesarios, círculos electorales
que den hasta tres diputados, conforme a la base de población establecida”.
El artículo original que se discutía era el siguiente: “Para el efecto de esta elección
el poder ejecutivo dividirá el territorio que ha de formar cada uno de los Estados

172
en tantos círculos electorales cuantos sean los diputados que han de concurrir a
la Asamblea Constituyente. Cada círculo nombrará un diputado, sufragando
cada elector en una sola papeleta y sin distinción por dos individuos. En la
formación de estos círculos el poder ejecutivo cuidará: 1º De que ningún círculo
se componga de distritos que correspondan a provincias diversas; 2º de que los
distritos de que se componga cada círculo estén contiguos; 3º de que cada círculo
tenga una población de diez mil habitantes; y cuando esto no sea rigurosamente
posible, que la diferencia en más o menos no pase de mil almas”.
De ese modo se logró que los Estados del Cauca, Panamá, Magdalena y
Santander, y aun en Bolívar, predominara el espíritu liberal sobre el conservador.
El empeño de la administración Ospina era adquirir una mayoría conservadora
en el Congreso, por medio de las elecciones, para afirmar más el poder central de
la República, ya que no había podido impedir que se dividiese el país en diversos
Estados; hizo presentar un proyecto de ley de elecciones, luego que se instaló el
Congreso de 1857, el cual fue suspendido indefinidamente a virtud de una
proposición que hizo el senador Camacho Roldán.
Llegó la época de la reunión del Congreso de 1858, y se presentó en la Cámara de
Representantes un proyecto de Constitución, trabajado de acuerdo con el doctor
Ospina, por el procurador general, señor Florentino González; y el tal proyecto,
bastante bien elaborado, tenía las tendencias de centralizar el gobierno, y anular
la soberanía de los Estados. Luego que tomé asiento en la Cámara del Senado,
presenté el proyecto de acta de Confederación que el Senado mandó publicar, y
tuvo por objeto neutralizar el proyecto de Constitución, que se discutía en la
Cámara de Representantes.
Cuando pasó al Senado el proyecto de Constitución acordado por la Cámara de
Representantes, lo modificamos en su totalidad, y después de habernos
comprometido todos los federalistas del Senado y Cámara de Representantes,
para sostener las variaciones hechas por el Senado en que no había convenido la
Cámara de Representantes. Se reunieron en congreso las dos cámaras, y se
discutieron las discordancias, aprobándose la mayor parte de las modificaciones
del Senado; pero al discutir la discordancia del artículo 61, el senador Murillo
presentó una modificación en estos términos, en la sesión del 21 de mayo: “El
presidente de la Confederación será elegido por el voto directo de los ciudadanos
de ella; los senadores y representantes por el voto directo de los ciudadanos del
Estado respectivo; los magistrados de la Corte Suprema por el Congreso, a
propuesta en terna de las legislaturas de los Estados, y el procurador general por
la Cámara de Representantes”. Recuerdo que cuando se aprobó esa modificación

173
manifesté al doctor Murillo que no estaba de acuerdo el artículo aprobado, con el
21, que trataba de la elección de representantes, que dejaba al arbitrio de los
Estados el modo de elegirlos y que iba a servir de apoyo al doctor Ospina, para
trabajar un proyecto de ley de elecciones, que fuera favorable al pensamiento que
había manifestado ya para centralizar, cuanto fuere posible, el gobierno; y hacer
triunfar de ese modo al partido conservador en los Estados y en la Nación. El
tiempo vino a justificar mi opinión con la sanción de la ley del 8 de abril de 1859,
que fue uno de los motivos de la reclamación de los Estados.
Ciertamente, como dice el señor Samper, el doctor Ospina creía que los
desórdenes que traía la exageración de principios liberales, haría su descrédito y
produciría una reacción saludable para el triunfo de la moral.
Logró Ospina tener mayoría en el Congreso de 1859, porque algunos senadores y
representantes liberales no pudimos asistir a él, y se puso en práctica la
insurrección en los Estados liberales del Cauca, Magdalena y Santander, cuya
historia lamentable produjo una excitación general en otros Estados y
especialmente en el de Bolívar, cuando se supieron los acontecimientos de
Santander y del Magdalena, y en seguida la insurrección de Carrillo en el mes de
enero de 1860.
Yo preveía estos acontecimientos desde que se sancionó la Constitución de 1858,
que tan fríamente recibió el doctor Ospina, cuando le fue presentada por una
respetable comisión del Congreso.
Reunida la legislatura del Estado del Cauca, solicité la ley 45 dando algunas
facultades e imponiendo ciertos deberes al gobernador del Estado, y
posteriormente presenté el proyecto de ley sobre soberanía y jurisdicción del
Estado, para tener la facultad de salir de la capital a los lugares en que tuviera
necesidad de ejercer las funciones de gobernador del Estado y la de nombrar
comisionados cerca de los otros gobiernos, para ponernos de acuerdo en el
mantenimiento de la soberanía y autonomía de cada Estado.
El patriotismo con que yo procedía a llenar mis deberes, es lo que llama el señor
Samper haber cedido a la provocación, dejándome tentar por el doble anhelo de
la ambición y el despecho.
Mi vida pública y mis hechos contestan la pintura calumniosa que hace Samper
de mí en la página 71 de su libro; pero no obstante esto, asegura que aunque el
partido liberal era fuerte por su número, su inteligencia, sus principios, su
resolución y los elementos con que contaba, se sentía bastante fuerte; le faltaba
sin embargo un jefe militar de bastante prestigio, para hacer frente al partido

174
conservador. Pinta a su modo la incompetencia de Santos Gutiérrez, López,
Mendoza y Nieto, para darles la dirección de la guerra.
Agrega que los liberales unidos comprendieron con el seguro instinto de la
necesidad del momento; pero sin prever mucho las consecuencias lejanas, que el
único jefe posible era el general Mosquera. No vacilaron pues en ofrecerle la
candidatura para la presidencia de la Confederación en 1861, para lo cual los
conservadores, por su parte, escogieron en un principio al general Herrán,
federalista sincero y hombre moderado, yerno de mismo general Mosquera; y
cuando fue preciso apelar a las armas, le dijeron sin rodeos: “Tumbemos entre
ambos juntos al partido conservador, y salvemos la libertad y la federación; vos
seréis nuestro jefe”.
Esta falsedad la contradigo con el documento siguiente: “El señor Juan de Dios
Restrepo está suficientemente instruido y autorizado por los infrascritos
miembros del partido liberal federalista, residente en esta ciudad para
desempeñar cerca del ciudadano general Tomás C. de Mosquera, la comisión que
le han cometido. Al efecto, esperan que tanto el ciudadano general Mosquera
como el ciudadano general José María Obando, y demás miembros del partido
liberal a quienes el señor Restrepo tenga que comunicar y tratar, se servirán dar
entero crédito a cuanto les comunique e informe. En fe de lo cual damos al señor
Restrepo la presente carta la que autorizamos con nuestras firmas.
“Bogotá, marzo 3 de 1860.
“El Directorio. Rafael Mendoza, Ramón Mercado, Juan de J. Gutiérrez; el
Secretario, Ricardo Becerra, Eustorgio Salgar, M. Murillo, M. Abello, Felipe
Zapata, R. Núñez, V. Noguera Maza, Pablo Arosemena, Luis Flórez, Aquileo
Parra, Francisco J. Zaldúa, Antonio María Pradilla, S. Gutiérrez, José María
Guerrero, Jil Colunge, Hermógenes Saravia, J. Salgar, M. Ancízar”.
Como se ve por el anterior documento, no se me ofreció que sería jefe del partido
liberal ni la candidatura para la presidencia de la Confederación en 1821, ni
tampoco es cierto que durante casi toda mi vida, había sido el más terrible
enemigo de los que me hacían la proposición, de dirigir las operaciones de la
guerra contra las que había emprendido el doctor Ospina en Santander,
Magdalena y el Cauca. Los señores Mercado, Juan de Jesús Gutiérrez, Manuel
Abello, Rafael Núñez, Francisco Javier Zaldúa, José María Guerrero y Manuel
Ancízar, habían sido siempre mis amigos personales y políticos, porque ellos
conocían mis principios liberales.
El general Mendoza y los señores Murillo y Pradilla, mantenían conmigo buenas
relaciones, y los otros señores que firmaron el anterior documento me eran

175
simpáticos, por sus principios republicanos, y después tuve la satisfacción de
tratarlos, como individuos importantes del partido liberal, y al general Eustorgio
Salgar, como amigo verdadero personal y político.
Jamás me consideraré agraviado por los conservadores, porque no hubieran
sostenido mi candidatura, presentada por el partido nacional que realmente
existió en aquella época eleccionaria, y sabían los conservadores que yo era
liberal progresista.
Ciertamente, servían a la causa del gobierno del doctor Ospina militares como
Espina, Diago, Briceño, Ribero, Ucrós, Moreno y otros jefes y oficiales amigos
personales míos, y que como hombres leales servían al gobierno de la
Confederación, no obstante que no estaban de acuerdo con la política
intransigente del doctor Ospina.
Cuando Carrillo inició la revolución conservadora según las órdenes de Ospina,
no llamé en mi apoyo a mis nuevos aliados sino a los que me habían elegido
gobernador del Cauca, y a mi amigo el general Obando, que desde que lo salvé
de ser asesinado en Bogotá, restablecimos la íntima amistad que tuvimos desde
jóvenes, olvidando para siempre los acontecimientos políticos que nos colocaron
bajo diversas banderas, y nuestro amor propio cedió al bien precomunal y al
triunfo de la libertad.
Quiere Samper desfigurar los hechos cuando en la página 74 de su libelo, refiere
lo que tuvo lugar en mis operaciones sobre Antioquia, que dieron por resultado
la exponsión de Manizales. Si el señor Samper hubiera leído mi discurso a la
Convención nacional que corre impreso en un libro, en octavo de ciento
veintiocho páginas, se habría convencido que la exponsión era obra
exclusivamente mía, y que había iniciado el 26 de agosto en el puente de
Chinchiná; pero el señor Samper, como todos los pseudoliberales, están
empeñados en menguar mi reputación, de haber sido el que dirigió no solamente
el ejército sino también la política para restablecer los verdaderos principios de
un gobierno liberal y la autonomía de los Estados.
Diré algo más de lo que expuse a la Convención nacional.
En el momento del combate en la cuchilla de Manizales recibí un parte del
coronel Patrocinio Cuéllar, en que me avisaba desde un lugar inmediato a
Ibagué, que el general París había marchado para La Plata con orden de atacar al
general Obando, y esto me ratificó en mi resolución de celebrar la exponsión de
Manizales, que yo mismo dicté a los señores Eliseo Arbeláez y Marceliano Vélez
de parte de Antioquia y al sargento mayor Simón Arboleda, mi ayudante de
campo. Conocía perfectamente el carácter del doctor Ospina, y que no aprobaría

176
la exponsión de Manizales, pues él como sus secretarios Gutiérrez Vergara y
Pardo, estaban persuadidos de que el principio de legitimidad estaba de tal
modo afianzado en la Nueva Granada, que siempre vencería sobre cualquier
revolución, reacción o evolución política, desconociendo que yo había sido el que
afianzó el triunfo de las instituciones en 1840 a 42 y en 1854, porque supe hacer
uso de la fuerza pública con arreglo a los principios del arte, y aprovecharme del
entusiasmo y servicios de los buenos patriotas y hacer converger la opinión
pública al triunfo de la libertad; y si esto es lo que llama Samper que yo era un
jefe propio para obrar a la Bolívar, acepto el elogio; pero quien tal dice no debía
inventar “que era fama, que en un artículo secreto se estipuló que el general
Mosquera dejaría la presidencia del Cauca, se retiraría a Europa, con una
dotación que le suministraría el gobierno nacional”. Nadie se había atrevido
hasta ahora a hacerme semejante inculpación. ¿Por qué no se le ha preguntado al
general Posada para saber lo cierto? Porque él, no obstante ser mi enemigo
gratuito, y que según me han dicho, en un libro que ha escrito me trae por los
cabellos para hablar mal de mí, no habría aseverado tal infamia. Al fin de este
capítulo se publican dos trozos de mí discurso a la Convención nacional en la
parte que le di cuenta sobre la exponsión de Manizales 33.
Todo cuanto refiere Samper al final de su capítulo VIII en lo que dice relación a
los acontecimientos que tuvieron lugar hasta 18 de julio de 1861, es inexacto y se
conoce bien que no presenció los hechos. Ojalá se hubiera aconsejado de sus
estimables hermanos, los señores Miguel, Manuel y Antonio Samper, excelentes
liberales, y los dos últimos le habrían manifestado los hechos importantes que
presenciaron y su cooperación en mis operaciones militares, del Magdalena a la
altiplanicie del Bogotá.

CAPÍTULO V
Al comenzar el señor Samper su capítulo IX se siente embarazado para hablar de
mí, y después de hacerme algunos elogios me pinta como un tiranuelo,
aseverando que mis discursos, proclamas y decretos nada significan porque mi
liberalismo era artificial, y no de un patriotismo ingenuo. No es la primera vez
que los calumniantes se quieren vestir con el ropaje de la imparcialidad.
No entraré a refutar al señor Samper en la pintura que hace de mí, porque mis
hechos truenan mientras las palabras de algunos hombres solamente suenan, y
me he permitido tomar este pensamiento del ilustre obispo de Hipona.

33 Puede verse la parte del discurso citada por Mosquera al final de su texto. (N. del E.)

177
El señor Samper, que sin duda ha estudiado la ideología, no es lógico cuando
hablan sus pasiones y pretende menguar mi reputación, ensalzando algunas
nulidades políticas que coloca al lado de distinguidos ciudadanos que me
acompañaron a restablecer el genuino gobierno liberal y la soberanía de los
Estados.
Llama pacto de alianza revolucionaria el del 10 de setiembre de 1860, celebrado
entre los gobiernos de Bolívar, Cauca, Magdalena y Santander. Este pacto lo
promoví con autorización expresa del poder legislativo del Cauca.
A cada victoria que obtenía sobre las fuerzas del gobierno del doctor Ospina le
ofrecía una transacción y obstinado se negaba a todo.
Cuando celebré un convenio de suspensión de hostilidades con el gobernador de
Cundinamarca, Gutiérrez Lee en Chaguaní, se hizo de parte de éste solamente
para salvarse, y el general Urdaneta le manifestó a mi ayudante de campo
sargento mayor Simón Arboleda, que no dependía del gobernador de
Cundinamarca. Otro tanto contestó Ospina al teniente coronel Estrada; y para
restablecer la moral que perdían en su retirada con una medida cruel, inventaron
que yo estaba cerca de Bogotá para hacer una sublevación indiscreta de los
prisioneros y asesinados en las calles de Bogotá el 7 de marzo. Reclamé este
hecho escandaloso, para que fuesen juzgados el intendente y jefe político de
Bogotá, protestando que si no se mandaba juzgar a tales empleados, el día que
fueran aprehendidos sufrirían conforme al derecho de la guerra, la pena del
Talión. Igual reclamación hice contra los asesinos del general Obando y coronel
Cuéllar: prisioneros el 18 de julio tres de estos asesinos, se me exigía en la plaza
de Bogotá por algunos jefes y oficiales, que se ejecutara a estos individuos
inmediatamente, y no quise hacerlo, suspendiendo la ejecución hasta el día
siguiente, para quitarle el carácter de precipitación a la medida y manifestar que
obraba con arreglo a las leyes de la guerra. Este es el hecho que censura Samper,
desfigurándolo y suponiendo sorpresa en los mismos compañeros de victoria,
atónitos al ver manchada su bandera y deshonrado su credo político.
Inconsecuente Samper, dice que no quedaban antiguos generales que pudieran
luchar conmigo; y que tenía que combatir en el sur a otro hombre de
temperamento no menos dictatorial que el mío; amén de lo que amenazaba
allende la frontera del Carchi; pero olvida que el señor Canal mandaba una
división fuerte en el Norte de Santander; y que por medio del señor Camacho
Roldán, mandé órdenes al general Gutiérrez para que entrase en relaciones con
este jefe, para restablecer la paz, lo que no tuvo lugar, y Canal no fue vencido, y
por el contrario tuve yo que moverme para salvar la columna del general Acosta

178
que se retiraba desde Pamplona sin saber nada del general Gutiérrez. No es
cierto que se hicieran esfuerzos de parte de algunos liberales para que yo
convocara el Congreso de Plenipotenciarios. Lo hice espontáneamente en
Guaduas el 22 de marzo de 1861, como presidente de los Estados Unidos de
Nueva Granada y Supremo Director de la Guerra, y en cumplimiento del
Tratado de Cartagena de 10 de setiembre de 1860, y como no tuvo efecto, di el
decreto de 20 de julio creando un Congreso de Plenipotenciarios; y el 23 de julio
di otro decreto organizando el Distrito Federal, y el 9 de setiembre el decreto
para instalar dicho Congreso.
El señor Samper quiere atribuir a un ente abstracto que él llama partido radical
que me obligó a hacer las Convocatorias del Consejo y Congreso de
Plenipotenciarios y la Convención nacional, que lo hice de acuerdo con mis
secretarios de Estado Rojas Garrido, Cerón y Trujillo; pero el señor Samper, que
no ha tenido parte activa en los acontecimientos de aquella época, quiere ahora
menguar mis hechos y los de mis ilustres compañeros que me ayudaron a fundar
la República federal.
El señor Samper debió consultar en la colección de los actos oficiales los varios
decretos sobre la convocatoria de la Convención, y los que señalaron los lugares
en que debía reunirse.
Estudie el señor Samper los Anales de la Convención, y verá en ellos la parte
principal que tuve en la sanción de la Constitución de Rionegro, incluyendo en
ella las bases del pacto de Unión, cuyo proyecto trabajamos el plenipotenciario
por el Estado Soberano del Cauca, Manuel de Jesús Quijano, y yo, para
presentarlo al Congreso de Plenipotenciarios, que lo acordó en detenidas
discusiones; y estos hechos desmienten la relación inexacta que hace de la
historia de los acontecimientos que tuvieron lugar en la época de la organización
perfecta del sistema federal.
Ciertamente hubo en Rionegro un principio de escisión entre los diputados que
llegaron para instalar la Convención, porque pretendieron que dicho cuerpo
como constituyente podía hacer lo que quisiera; pero el buen sentido triunfó.
La Constitución de Rionegro se sancionó el 8 de mayo, escogiendo esta fecha los
diputados para conmemorar mi decreto de 8 de mayo de 1860, con que di
principio a la reacción federalista.
Samper, haciendo eco a un círculo liberal exagerado que no es ciertamente el
liberal radical, asegura que no ha funcionado fácilmente la Constitución de
Rionegro, porque fue combatida oficialmente la federación desde que se
estableció en 1857 por la desmoralización del partido liberal que venció por las

179
armas y la inoculación del elemento dictatorial que le trajo la alianza conmigo
por aniquilamiento del partido conservador que comenzó a rehacerse en
Antioquia en 1864.
Ciertamente, la Constitución de Rionegro tiene sus defectos y el más grave es
haberse suprimido en el artículo 2º el final del artículo del Pacto de Unión al
hablar de las libertades y derechos que corresponden a los ciudadanos de la
Unión, y sin embargo de todo el orden público general, quedó atribuido al poder
ejecutivo por la atribución XIX de las funciones del presidente, y por lo dispuesto
en el artículo 91 que reconoce, haciendo parte de nuestra legislación, el derecho
de gentes.
La Convención comprendió que era indispensable arreglar las relaciones de
amistad con la República del Ecuador, y aún promover, conforme al artículo 90
de la Constitución, la unión voluntaria de las tres secciones de la antigua
Colombia en nacionalidad común, bajo una forma republicana, democrática y
federal, análoga a la establecida en la misma Constitución, y ratificarla, llegado el
caso, por una Convención general constituyente.
Todo el mundo conoce en Colombia, que no pude lograr que García Moreno
viniese a la frontera para arreglar las relaciones de las dos naciones; tuve que
regresar a Pasto para seguir a Bogotá, y supe en aquella ciudad que Flores había
invadido el territorio. Regresé rápidamente a Túquerres; emprendí operaciones
sobre el enemigo, y el 6 de diciembre derroté completamente al ejército
ecuatoriano mandado por el ilustre y denodado general Flores; ocupé el territorio
ecuatoriano hasta la ciudad de Ibarra y celebré el tratado de paz de Pinsaquí.
Samper, o conoce mal los hechos, o lo anima un espíritu de malignidad cuando
dice que el partido liberal tenía que desmoralizarse y desplomarse moralmente
por el peso de fuerza, y en seguida afirma: que los hábitos belicosos no habían
podido contraerse impunemente; y ya que no había en 1863 con quiénes combatir
dentro del país, el general Mosquera fue a buscar en el Ecuador una guerra, tan
inmotivada en el fondo, pues las razones alegadas pudieron ser sometidas a un
arbitramento o a unas negociaciones amigables, como tristemente concluida
después de una gran victoria, sin resultado alguno ventajoso ni garantía para
Colombia.
Yo debía entregar el mando de la República el 1º de abril de 1864; y tenía
presente la ley de 11 de mayo, dada en desarrollo del artículo 90 de la
Constitución, para trabajar por la unión del Ecuador y Venezuela a Colombia,
cuyas secciones están llamadas a formar una gran Nación. El pueblo ecuatoriano
no era responsable de los excesos de García Moreno, ni de la vanidad del general

180
Flores, que se olvidó que iba a combatir con soldados amaestrados en la Escuela
de Bolívar.
En la Convención de Rionegro hubo un pequeño círculo, que no era ciertamente
de gólgotas o, como los llama Samper, liberales doctrinarios. A ese pertenecían
López y Gutiérrez, que se propusieron ponerme embarazos en mi marcha al sur,
y quisieron formar un ejército de oposición porque les disgustaba tanto que yo
concluyera felizmente el corto período de la Presidencia, y que entrara a
gobernar el doctor Murillo, cuya candidatura había iniciado yo en la Convención.
Dirigióse el general Gutiérrez al general Gabriel Reyes, ordenándole que
arreglara los restos del tercer ejército y lo hiciera seguir a Bogotá; pero Reyes
improbó tal acto revolucionario, como se ve en la siguiente carta que mantengo
autógrafa en mi poder con otros documentos interesantes, que algún día verán la
luz. Esta es la carta:
"Pasto, 25 de mayo de 1863.
"Mi muy querido Santos.
"Como es seguro que sabrás que mi solicitud pidiendo mi separación del ejército
fue resuelta favorablemente admitiéndome al propio tiempo la renuncia formal
que hice del grado de general, debes también suponer que sabré aprovechar el
tiempo y que me pondré en camino para el norte muy en breve.
"Me iré solo, dejando a nuestros amigos y compañeros todavía obligados en las
filas del ejército colombiano. Tú me dices que se me dará autorización por el
general Mosquera para expedir sus licencias absolutas a todos los jefes y oficiales
del norte; pero yo sólo he recibido la autorización para expedir pasaportes a sus
respectivos domicilios a los jefes y oficiales excedentes. Esta operación la hice,
desde que se refundieron los cuerpos, con todos los que quedaron excedentes;
pero hoy no los hay, pues todos tienen colocación. Yo no me creo autorizado
para hacer lo que tú me dices, y dices también a Solón, a saber: que forme un
cuerpo con los restos del tercer ejército, y con todos los auxilios del caso lo haga
marchar al norte: si tal hiciese me rebelaría contra el actual orden de cosas
establecido por la Convención. Una ley me previene obedecer las órdenes del
ministro de Guerra elegido por la Convención, no puedo dejar de hacerlo sin
cometer un crimen. El señor ministro me ha impuesto el deber de conservar el
ejército y aun de aumentarlo, y por último, al concederme mi licencia, ha
nombrado en mi lugar al general Payán, a quien ha prevenido hacerse cargo del
ejército inmediatamente. Este jefe ha comunicado oficialmente a los señores
comandantes generales de división y jefes de brigada su nombramiento, y les ha
ordenado no hacer variación alguna en el ejército entre tanto él pueda venir.

181
"Todas estas cosas están arregladas a las leyes que ustedes mismos acaban de
confeccionar en la Convención, y no seré yo el primero en dar un ejemplo de
desobediencia y rebeldía. Así, pues, ningún cargo podrás hacerme por no poder
hacer lo que tú deseas; tampoco podrán hacérmelo mis compañeros que dejo en
ésta. Tú, el general López, el general Salgar, son hoy los hombres más influyentes
y que más poder tienen con el país: en sus manos está arreglar las cosas como les
parezca y ordenar lo que quieran a los que tenemos el deber de obedecer. Si no lo
hacen, la culpa no está de parte de los últimos.
"Al hacerte la explicación de los anteriores hechos, sólo me propongo darte la
razón de mi conducta, porque tú opinión, como mí amigo íntimo, y como uno de
los hombres por quienes tengo mayor estimación en el mundo, siempre es para
mí de la mayor importancia.
"Acaso podrás decirme que mi separación del ejército es inoportuna e
intempestiva; pero tú sabías desde hace cuatro meses que mi resolución era
irrevocable y que solamente por darles gusto a los amigos que contigo se
empeñaron en que continuase por algún tiempo, mientras las grandes cuestiones
que se agitaban entonces tenían una solución, hice el sacrificio de unos meses
más. Hoy esas cuestiones están resueltas felizmente. La República entra en las
vías legales; mis servicios son inútiles para el país, y completamente ruinosos
para mí: es claro que debo ir a donde deberes de otro género me llaman
imperiosamente.
"Termino ya pidiéndote órdenes para Sogamoso a donde dirijo mi rumbo vía
recta. Creo que seré bastante feliz para ser ocupado por ti el día que se te ocurra
alguna cosa por esos lados. Te recomiendo que des mi despedida a los varios
amigos que tengo en esa.
"Nada nuevo te digo al asegurarte que deseo del modo más ardoroso seas tan
feliz en todo como lo mereces; pero tengo gusto en repetirte estas frases de
cariño, ya que no puedo estrecharte contra mi corazón de amigo que te ama.
GABRIEL REYES".
Como se ve, antes de cerrarse las sesiones de la Convención se dirigía el general
Santos Gutiérrez, ministro de lo Interior, dando órdenes contrarias
confidencialmente a lo que había ordenado el ministro de Guerra, para
apoderarse de un cuerpo de tropas. Cuando pedí a Bogotá recursos pecuniarios
para el sostenimiento del ejército, porque se temía ya una conducta agresiva de
parte de García Moreno, que después de haber sido vencido en Tulcán, por Julio
Arboleda, hizo alianza con él; se trabajó para que el procurador general no me los
mandase; y fue cuando se supo la invasión del territorio colombiano, que el

182
general Santos Gutiérrez conoció su error de pensar en un trastorno, influyó en la
recaudación de fondos para mandarlos al ejército que nunca recibí porque
terminé la campaña con el glorioso triunfo de Cuaspud y el honroso tratado de
Pinsaquí.
El recibimiento que se me hizo en Bogotá fue espléndido y el señor Samper en el
Congreso varió de opinión con respecto a mí; cuando poco antes me vi atacado
con virulencia, y me defendió como buen amigo político y personal el doctor
César Conto.
Mucho tendría que extenderme si tuviera que entrar a rectificarle los conceptos
que emite, sobre el curso de los acontecimientos que tuvieron lugar en el período
de 1863 a 1866.
Después de la Convención de Rionegro y el episodio de la campaña de Cuaspud,
no hubo otra cosa importante que la revolución conservadora de Antioquia que
derrocó al gobernador Bravo, joven patriota y liberal que no supo conciliar a los
liberales con los conservadores como pudo hacerlo.
Entonces los liberales vencidos en Antioquia querían que el gobierno nacional
abriera operaciones sobre Antioquia y me negué a ello porque no estaba en el
caso previsto por la Constitución para que interviniera el gobierno nacional:
había tenido conferencias con los señores Julián Vásquez y Juan Antonio Pardo, y
ofrecídoles el modo de arreglar la cuestión; pero que no lo hacía yo para no dejar
embarazos al doctor Murillo, si acaso disentía de mis opiniones; pero no fue así:
le pareció bien cuanto yo había hecho, y le ordenó a su secretario, el señor
Antonio María Pradilla, para que se pusiese de acuerdo conmigo, y redactase el
decreto que debía darse.
Entregué la República en paz al doctor Murillo.
¿Cómo quedaban organizados los partidos políticos entonces? El partido liberal
dividióse con el triunfo, en tres círculos: liberales federalistas radicales, liberales
doctrinarios y liberales socialistas; y vencido el partido conservador también
comenzó a dividirse, entre conservadores republicanos y conservadores
tradicionistas, que buscaban su apoyo en el clero católico, para apoderarse de las
masas; entonces fue cuando exaltaron a dos jóvenes conservadores para que me
asesinaran, el 20 de abril, pero mis ayudantes de campo, teniente coronel Simón
Arboleda y sargento mayor Jeremías Cárdenas me salvaron, desviando el
segundo el tiro de pistola que me hacía el asesino, interponiéndose el primero
para que el otro asesino no me pudiese herir. Recibí demostraciones de
felicitación de parte de todos los liberales por haberme salvado y de improbación
del hecho de muchos conservadores. El Congreso me felicitó por haber salvado la

183
vida; y el poder ejecutivo, con consentimiento del Senado, ascendió a coronel al
teniente coronel Arboleda y a teniente coronel al sargento mayor Cárdenas.
Fui nombrado enviado extraordinario y ministro plenipotenciario cerca del
gobierno de la Gran Bretaña, y de otras Cortes de Europa.
El partido conservador domina desde 1864, en el Estado de Antioquia y tiene
mayoría en el Tolima; en los Estados de Boyacá y Cundinamarca, está la
población dividida entre conservadores y liberales; los Estados del Cauca y
Santander, son los en que predomina el partido liberal, y en Bolívar y Magdalena
es poca la mayoría del partido liberal; en el Estado de Panamá el liberalismo es
predominante en la ciudad de Panamá y demás poblaciones centrales; en la parte
occidental, hasta los límites con Centro América, hay mayoría conservadora.
Para juzgar con acierto cómo está dividida la población de la República entre los
partidos políticos enunciados, sería necesario que el sufragio popular fuera
completamente libre en todos los Estados; pero no consideramos que hay
completa libertad en el sufragio, sino en Antioquia, Cauca y Santander. En
Cundinamarca y Boyacá regularmente ha inclinado la balanza en las elecciones el
gobierno general; en Bolívar y Magdalena los presidentes de esos Estados,
apoyados por el gobierno de la Unión, han decidido constantemente las
cuestiones eleccionarias. En el Istmo de Panamá la Guardia Colombiana hace y
deshace presidentes y no deja libertad a los ciudadanos para organizar su
gobierno y dar el voto para presidente de la Unión.
En 1865 el partido conservador promovió una revolución en Cundinamarca, y
otra en el norte del Cauca; fue sofocada en una y otra parte. El combate de la
Polonia, obtenido por el general Trujillo, sobre los conservadores, afianzó
completamente el orden en la República. En aquel año, las elecciones generales
para presidente de la Unión se hicieron con libertad y estando ausente en Europa
fui llamado por cuarta vez, a ejercer el poder ejecutivo nacional.
Dos ciudadanos liberales partieron de Cundinamarca y el Magdalena cerca de mí
a informarme de los peligros que corría la República por la reacción
conservadora; en el mismo sentido me escribieron muchos de mis amigos
políticos, por lo cual compré elementos y buques de guerra, y celebré un contrato
de empréstito para mejoras internas, y de este modo afianzar la paz pública y
adelantar el progreso material de la Unión.
Al hacerme cargo del poder ejecutivo en mayo de 1866, comprendí perfectamente
que en el partido liberal había una división completa, y en las cámaras se
organizó una oposición entre gólgotas y conservadores contra mi administración.

184
En 1867 esta oposición subió de punto, hasta obligarme a cortar mis relaciones
con el Congreso, y el 29 de abril declaré cerradas las sesiones de las cámaras que
cumplían en el día siguiente el período constitucional de sus sesiones. Recibí el
30 de abril un mensaje del Congreso con un proyecto de ley que mandé ejecutar,
y no se publicó en el Diario Oficial, porque el secretario de Hacienda creyó
conveniente no hacerlo hasta el 25 de mayo, mientras se concluían ciertas
operaciones de crédito público por la Tesorería General.
Dirigí una circular a los presidentes de los Estados, explicando mi conducta,
manifestándoles que continuaba el régimen constitucional, y que de los
acontecimientos que habían tenido lugar se daría cuenta al Congreso inmediato.
La gran cuestión de Estado era la del tratado secreto con el gobierno del Perú, en
ejecución del de alianza de 2 de julio de 1822.
Los mismos individuos que estuvieron de acuerdo conmigo, el 29 y 30 de abril,
como los generales Acosta y Mendoza, que fueron nombrados general en jefe el
primero y jefe de estado mayor el segundo, entraron después en la conjuración,
que estalló el 23 de mayo

Tomás Cipriano de Mosquera


Popayán, 1874.

Texto del discurso en la Convención de Rionegro: apartes.


El Cauca estaba próximo a ser invadido por fuerzas de Antioquia, y en la Provincia de
Popayán se preparaba una revolución, y otra en las de Palmira y Quindío. Fuéme
necesario ponerme al frente de la reacción contrarrevolucionaria, y di el decreto de 8 de
mayo de 1860 separando al Estado del Cauca provisionalmente de la Confederación
Granadina.
En los primeros días de junio fue necesario poner en movimiento alguna fuerza, a
órdenes del general Obando, para que debelara la facción de Jacinto Córdova y otros
cabecillas que se habían puesto en armas en las aldeas de Dolores y Patía, al sur de
Popayán: las medidas de lenidad que adoptó dicho general no produjeron efecto
ninguno, y cuando ya obró decididamente, huyeron sin poder ser destruidos.
Los liberales federalistas de la Provincia de Neiva hicieron un pronunciamiento en la
ciudad de La Plata, y mandaron comisionados a Popayán pidiéndome auxilio. El 2 de
julio, a consecuencia de los informes que recibí del general Martínez, que estaba situado
en Cartago, de que se organizaban fuerzas en Manizales para invadir al Cauca, resolví
mi marcha a Cali para organizar el ejército con que debía resistir, y el 8 de julio en
aquella ciudad recibí la noticia de haber llegado a Juntas parte del armamento que traía

185
el coronel Megía, y que el resto subía el río Dagua. Dispuse que el coronel Zúñiga
marchara con los batallones 5º y 10º de la 2ª División a reforzar al general Martínez; y
que el batallón Nº 13 fuera a la Plata a auxiliar a los patriotas de Neiva; llamé al servicio
a los demás cuerpos de la milicia del Estado de las provincias de Caloto, Buga, Cali,
Tuluá y Palmira, y ordené que marchasen a Juntas a sacar el armamento, operación que
se ejecutó con admirable actividad; mientras estos cuerpos marchaban a Juntas se
construía en Cali el vestuario. En todo el mes de julio se introdujo el armamento, se
armaron y equiparon los cuerpos, remití al general Obando quinientos fusiles y rifles,
doscientas carabinas y suficientes municiones para los cuerpos de la 1ª División, y
marché a Cartago con las fuerzas nuevamente organizadas, la artillería y parque
general: la asamblea del ejército tuvo lugar en los primeros días de agosto. El coronel
Zúñiga, jefe de la 2ª División, había hecho un reconocimiento sobre Manizales y me
pidió permiso para atacar rápidamente al general Enao, antes de que concluyera su
organización en Manizales; se lo negué, aunque había mucha probabilidad de buen
suceso, porque debíamos esperar que se verificare la invasión para obrar con más
justicia.
Ordené al coronel Santacoloma que organizara el cuarto batallón en Cali; y a los
coroneles Payán, García y Herrera, gobernadores de Buga, Tuluá y Palmira, que
organizasen nuevos cuerpos en sus provincias para contener a los revolucionarios de
Caloto, Candelaria y otras aldeas en que sabíamos se conspiraba.
En tan críticas circunstancias, manifesté al general Obando que no podía emprender
operaciones sobre Ibagué para llamar la atención del gobierno nacional por esa parte, y
salvar al Estado de Santander de la invasión que se ejecutaba con un ejército sobre aquel
Estado; que no era necesario conjurar la tempestad que nos amenazaba por Antioquia,
trayendo a este pueblo laborioso a la neutralidad, de cuya operación yo me encargaba, y
que él destruyera entre tanto la facción de Córdova y protegiera a los patriotas de La
Plata.
Verificada la invasión al Cauca por las tropas de Enao, emprendí la marcha en su
encuentro, y el 11 de agosto un pequeño tiroteo entre las dos vanguardias, en la
quebrada de Italia, cerca de la aldea de Santa Rosa, fue bastante para que los invasores
emprendieran una retirada desordenada y evacuaran el territorio invadido. El 25 de
agosto ocupó el ejército del Cauca la aldea de María con tambor batiente y banderas
desplegadas, e inmediatamente escribí al general Enao invitándolo a una conferencia:
mandé cubrir la línea del río Chinchiná, para recibir el ataque que se me pudiera hacer;
y desde las alturas del Roble reconocí con un anteojo las posiciones enemigas, en que se
construían trincheras a las entradas de la ciudad, y me persuadí de que su plan era estar
a la defensiva. Como era necesario presentar los hechos de la manera que habían
pasado, publiqué una alocución el 8 de setiembre en Cartago, que satisfizo las dudas a
mis conciudadanos del Cauca.
Autoricé al general Obando para que celebrase otra exponsión igual con el general
París, y desde Palmira informé de todo al mismo general París, pidiéndole que por su
parte aceptara la exponsión y regularizara la guerra. Me contestó con urbanidad

186
negándose a lo uno y lo otro; y me dejó en libertad para continuar mis operaciones
sobre él. En el mes de octubre adelantó sus fuerzas hasta cinco leguas de Popayán, y
entonces moví las del Cauca sobre la columna que había ocupado la cordillera de
Guanacas, con lo cual retrocedió sin combatir; en los primeros días de noviembre
trasmonté la cordillera por el páramo de Moras con las divisiones segunda y tercera del
ejército del Cauca, dejando al general Obando con la primera para atender al sur.
Debiendo mantener fuerzas en el Valle del Cauca que sostuvieran la tranquilidad en él,
y franca la vía para que me remitieran ganados por las Moras, dispuse que el coronel
Payán se situara en Pitayó con este objeto y el de cubrir mi retaguardia.
Desde Silvia mandé circulares a mis amigos políticos del norte, anunciándoles el
principio de mis operaciones, para que ellos coadyuvasen, llamando la atención del
presidente Ospina por aquella parte; y tuve la satisfacción de que algunas llegaran como
me lo informó el coronel Acosta, hoy general, en cuya virtud se puso en armas en
Chámeza.

187
ANEXOS

1848:
LA RAZÓN DE MI VOTO
Ezequiel Rojas
¿Quién debe ser el Presidente de la Nueva Granada en el próximo
período? El doctor Florentino González
Tal es la contestación que da el periódico titulado “El Siglo”. 34
Y para demostrar esta tesis sus editores adoptan el medio oratorio de
exhibir los tres partidos políticos en que creen que se halla dividida la
República. Califican al uno de nivelador, al otro de conservador y
reservan para el suyo el título de moderado.
En concepto de los editores de aquel periódico los dos primeros
partidos están en los extremos; estos son los vicios: que no tienen
principios; que no conocen lo bueno ni lo malo: ignoran los medios de
hacer el bien público, aun cuando se les conceda que lo desean. Las
pasiones malévolas son sus móviles: ideas antisociales y
desorganizadores son sus medios.
34 En el número 2 del 22 de junio de 1848 de El Siglo, publicado por Lino de Pombo, apareció el
artículo “Quien debe ser electo presidente de la Nueva Granada” que intenta presentar a
González como el candidato ideal, por no estar en ninguno de los dos partidos extremos, el
conservador de Ospina, Cuervo y Gori, por una parte, fanáticos del orden, la seguridad y la
autoridad, y el liberal rojo de López y Obando, por la otra, fanáticos de la igualdad, promotores
de la “tiranía execrable de la mayoría bárbara sobre la ilustrada minoría”. En este artículo se
define un breve programa del “liberalismo moderado”: el progreso depende del trabajo, la
industria y la paz; hay que eliminar las desigualdades arbitrarias, pero no las que surgen de los
propios méritos y esfuerzos; hay que dar toda la libertad a la iglesia pero sin privilegios a ninguna
religión y sin mezclar religión y política. Y hay que promover la educación y las comunicaciones,
la libertad de comercio y una justicia recta. El 29 de junio, el número 3 publicó “Candidato para
la presidencia de la República, ciudadano Florentino González: Programa del partido “moderado
y progresita”: “Queremos, pues, una democracia ilustrada. Una democracia en la que la
inteligencia y la propiedad dirijan los destinos del pueblo; no queremos una democracia bárbara,
en que el proletarismo y la ignorancia ahoguen los jérmenes de felicidad y traigan la sociedad en
confusión y desorden”. En los números Nos 6 a 10 se desarrolló este programa, con propuestas
como la elección directa en circunscripción unipersonal para congreso (para evitar que las
capitales se apropiaran de todos los representante) y el sufragio universal. Y el número 8 publicó
un proyecto de reforma constitucional completo elaborado por González que, curiosamente,
mantiene el requisito de alfabetismo para tener el derecho al voto, aunque elimina todos los
requisitos de propiedad o ingreso. (N, del E.)

188
En el concepto de los mismos editores el partido moderado está en el
medio; es la virtud misma: es nuestro sol; ocupa el centro, desde donde
todo lo ilumina. Las virtudes son sus móviles, y los medios de hacer la
dicha pública solo a él le son conocidos, y solo entre sus manos se
encuentran,
Estableciendo estas premisas, deduce esta consecuencia: el doctor
González debe ser Presidente de la República.
¿Pero las premisas son ciertas?
¡Triste condición sería la del doctor González si para sostener su
candidatura fuera necesario recurrir a los medios y a la lógica de que han
usado los señores editores de “El siglo”!
Estos señores, para manifestar superioridad sobre el partido que
sostiene la candidatura del Jeneral José Hilario López, ocurrieron a un
medio mui sencillo y especifico; dieron a este partido el calificativo que
fue más de su agrado; supusieron que la envidia es el único móvil de sus
acciones, que la igualdad es el único principio político que profesa; que
esta igualdad la hace consistir en rebajar a los que están arriba para
ponerlos al nivel de los que le son inferiores, porque detesta todo mérito:
que juzga que le perjudican los grandes propietarios, lo que han adquirió
influencia por sus virtudes o sus talentos, etc.
Este partido, pues, a que el doctor González ha pertenecido siempre,
no tiene principios, no tiene probidad, no tiene patriotismo; es un
monstruo: lo son, pues, los individuos que lo componen y lo han
compuesto. Tal es el concepto de los señores editores de “El Siglo”, es
decir, que estos señores para quitar a aquel partido el aprecio de sus
conciudadanos, en que está basado su influjo, lo calumnian por principios
y por conveniencia, porque sus principios y sus intereses todo lo
permiten, en atención a la santidad del fin a que creen encaminarse.
La envidia, se repite muchas veces, es único móvil de las acciones del
partido que sostiene la candidatura del Jeneral López. Si la imputación de
pasiones malévolas fuese buena razón y buena arma en el combate, con el
mismo fundamento podría decirse: la avaricia es el sentimiento que
preside al partido moderado. Esta imputación prueba que nunca debe
hacerse uso de malas armas para defender una causa, porque esto autoriza
al enemigo para valerse de otras semejantes.
De que el partido liberal es enemigo del mérito, que quiere destruir
los grandes propietarios, anular los grandes talentos, es decir, nivelarlo
todo a las inferioridades, se piden las pruebas y los hechos que lo
demuestren, pero como no pueden presentarse, preciso es decir que las
calumnias no son armas de caballeros y que es degradar y envilecer al
hombre a quien se trata de defender por medio de ellas.
Que la causa del partido liberal ha sido siempre la causa de los
principios, es un hecho consignado en la historia de la República; si no se
la quiere creer, invocamos el testimonio del mismo doctor González,
testigo que no tacharán los señores editores de “El Siglo”, testigo
fidedigno, porque ha presenciado los hechos.
¿Pero cuáles son, se preguntará los principios de este partido? Si los
señores editores de “El Siglo” los ignoran, les diremos que su teoría y sus
principales dogmas políticos se encuentran consignados en las
constituciones de 1821 y 1832; obras que el partido quiso perfeccionar en
el sentido de hacer más eficaces las garantías y de afianzar mejor el goce

189
de una libertad racional; pero que desgraciadamente no tuvo oportunidad
de hacerlo.
Provechoso sería para la República y útil para los electores, el que
cada candidato, o al menos cada partido, espusiese con claridad y
detalladamente los principios que profesa, lo que desea que se haga y los
medios que en su concepto convendría emplear para hacer el bien de la
sociedad.
Hasta ahora nada de esto se ha hecho, pues aun cuando los
periódicos que sostienen diferentes candidaturas se han propuesto, de vez
en cuando, presentar su fe política, lo han hecho en frases tan jenerales y
con tanta vaguedad, que parece que a nada quieren comprometerse.
Manifiestan algunos u deseo de que se reforme la Constitución; pero esto
nada significa; es necesario decir en qué sentido y sobre qué bases: de
otra manera la oferta no satisface Lo mismo podemos decir respecto de
otras muchas materias.
Pero se pregunta ¿qué es lo que quiere el partido liberal? Cuál es la
teoría que quiere ver realizada? Fácil es la contestación
REPÚBLICA quiere el partido liberal: quiere sistema
representativo, real y verdadero y no apariencias como las que
existen,
Quiere que las libertades públicas y los atributos de la soberanía
nacional se garanticen suficientemente, y no se les deje espuestos a
ser invadidos y usurpados.
Quiere que los derechos individuales y sus garantías sean
realidades y no engañosas promesas; y quiere esto porque hoi los
que ejercen los poderes públicos pueden hacer impunemente cuanto
quieren, y pueden disponer de la vida de los hombres y de los
intereses de la nación a su arbitrio; porque las instituciones no
contienen freno alguno capaz de prevenir estos atentados.
Quiere que sea la voluntad de la lei sea la que disponga de la suerte
de los hombres, y que los funcionarios, tanto del orden ejecutivo como
del judicial, se contraigan a ser un órgano fiel de ella; y que se quiere
esto porque las instituciones actuales no proporcionan este beneficio; y
porque cuando la voluntad de la lei es sustituida impunemente por la
voluntad de los encargados de su cumplimiento, hai un absolutismo, tanto
más detestable cuanto mayor es el número de los que lo ejercen.
Quiere que la lei sea la expresión de la voluntad del lejislador, y no
la expresión de la voluntad del Poder Ejecutivo; y quiere esto porque no
la tenemos y porque cuando el lejislador no tiene voluntad propia y solo
expresa la del Poder Ejecutivo, el gobierno es absoluto; y para no tener
esta clase de gobierno fue que se hizo la gloriosa revolución de 1810
Quiere que los llamados a exijir la responsabilidad de los
funcionarios públicos nada tengan que temer ni que esperar de ellos.
Nunca serán los hijos jueces imparciales para juzgar a sus padres, ni los
deudores para juzgar a sus acreedores. Poner en manos del acusado penas
y recompensas para que pueda premiar y castigar a los jueces, es una
burla que se hace a la justicia; es un engaño a los hombres; es dar los que
gobiernan un poder sin límites y constituir a los que obedecen en
condición de esclavos.
Quiero que haya recta y pronta administración de justicia y para ello
quiere que los jueces sean completamente independientes del Poder

190
Ejecutivo, que sean verdaderamente responsables; y quiere esto porque
tampoco existe, y porque sin recta y pronta administración de justicia la
sociedad es un tormento: no hai derecho alguno seguro; y más valdría vivir
en los bosques.
Quiere leyes claras, precisas y terminantes para que con facilidad
pueda el común de los hombres conocer sus deberes y sus derechos
Quiere esto porque no existe: la lejislación de la Nueva Granada es un
caos; lo han reconocido y repetido todos, siendo esta una de las causas de
que la responsabilidad de los funcionarios públicos sea ilusoria; de que
todo derecho se haga litijioso; de que no se cumplan las obligaciones que
se contraen; de que no haya seguridad de ningún jénero y de la
desconfianza jeneral.
<Quiere el partido liberal que no se deje al Poder Ejecutivo la
facultad dictatorial s para remover los empleados: esta respetabilísima
parte de la sociedad se compone de ciudadanos; debe tener derechos,
debe tener libertad e independencia para ejercerlos; y debe gozar de las
mismas garantías que el resto de la sociedad; pero nada de este tiene
existiendo la faculta de remover. Esta facultad ha sido concedida para
consultar mejor el servicio; pero raro es el ejemplo de que con tal objeto
se haya hecho uso de ella: motivos de otro órden son los que han
determinado las que han tenido lugar desde que la facultad existe: sus
males son infinitamente mayores que sus bienes: una facultad de que usa
mui rara vez y de que se abusa frecuentemente, no debe existir.
Quiere mui especialmente el partido liberal que al conferir los
destinos públicos solo se tenga en mira el buen servicio de la sociedad,
que se atienda especialmente a las aptitudes, capacidades y probidad que
se tengan para desempeñarlos. Conferir destinos en recompensa de
servicios personales, para premiar un voto en favor de alguna persona o
dado en alguna cuestión, es desmoralizar la sociedad; es un crimen.
Conferirlos para dar renta a las personas pobres, cuando no hai aptitudes
y tal vez falta probidad, es prevaricar, es ejercer actos de beneficencia
con los bienes ajenos La sociedad paga sus servidores; tiene derecho a
que se la sirva bien, porque de ello depende su prosperidad y bienestar;
debe, pues, emplearse a los hombres que puedan prestar buenos servicios
con fidelidad, sea cual fuere el partido político a que hayan pertenecido
o pertenezcan.
Quiere que se adopte una severa y rigurosa economía y que no se
inviertan las rentas públicas sino en las necesidades reales de la sociedad.
Las rentas son el producto del sudor del pueblo: al arrancarle esta parte
de su propiedad se le quita una parte de su bienestar; no deben, pues,
invertirse sino en su propio beneficio. Al decretarse un gasto debiera
verse lo que la sociedad recibe en cambio del sacrificio que hacer, para
poder comparar lo que se da con lo que se recibe3, y poder juzgar con
acierto sobre la conveniencia de hacer el sacrificio.
Quiere el partido liberal que las encinas no se alimenten y crezcan
con la substancia de los pequeños arbustos, cuando su sombra ningún
beneficio les reporta. Que a los que trabajan se les prive del fruto de su
industria para que otros gocen de grandes comodidades, sin provecho
alguno de la sociedad, es el orden de cosas que repugna al partido liberal.
Quiere que se retire al Poder Ejecutivo la facultad dictatorial de
disponer de las rentas públicas por medio de contratos celebrados a su

191
arbitrio. El favoritismo o un error de entendimiento al celebrar un
contrato puede fácilmente poner en bancarrota la República y es prudente
prevenir el mal.
Quieren, con vehemencia que la nación tenga crédito. Este se halla
hoi en uno de los puntos más bajos de la escala, debido a la falta del
puntual cumplimiento de las obligaciones en que el Gobierno se ha
constituido para con diferentes clases de acreedores. El crédito es uno de
los principales elementos de prosperidad de las naciones y debe crearse a
costa de cualesquiera sacrificios.
Quiere que todos lo granadinos sean ricos: en vano puede pretenderse
que las rentas públicas se aumenten, si no se aumentan las fuentes de
donde nacen; reduciendo los gastos públicos pueden disminuirse algunas
contribuciones que obstruyen la producción y puede darse a esta mayor
libertad: esto aumentará notablemente la riqueza de los particulares, y
aumentada esta, crecerá el rendimiento de los impuestos. Que las leyes
den libertad y seguridad y que no pongan obstáculos de ninguna clase a la
producción y a la circulación de las propiedades, y entones los
particulares harán lo demás, porque el deseo de la riqueza no es necesario
inspirarlo.
Quiere el partido liberal que no se adopte la relijión como medio para
gobernar: las dos potestades deben jirar independientemente, cada una
dentro de su órbita, puesto que cada una tiene su objeto y fin distinto.
Emplear la relijión y sus ministros como medios para hacer ejecutar las
voluntad de los que gobiernan los negocios temporales, es envilecerla,
desvirtuarla y separarla del fin con que la instituyó su divino fundador.
La pretensión de presentar al gobierno temporal haciendo causa común
con la relijión, solo tiene por objeto fabricar un escudo al abrigo del cual
puedan obrar discrecionalmente y disponer de la sociedad, de sus
individuos y de sus intereses: nunca el absolutismo es más poderoso que
cuando el gobierno temporal adopte la relijión como instrumento Esta es
la razón por qué el partido liberal ve en inminente peligro las libertades
públicas, las prerogativas de la soberanía y las garantías con la
permanencia en el país del instituto conocido bajo el nombre de
“Compañía de Jesús”. La influencia de esta corporación es irresistible;
nace de fuentes diversas y poderosas; obra solo a beneficio del tiempo
con una fuerza más irresistible que un grande ejército bien disciplinado y
bien dirijido: es como aquellas plantas que tienen la virtud de cubrir y
apoderarse de todo el territorio que está a su alcanza, marchitando y
absorviendo la substancia de cuanto alcanza a cubrir con su sombra sin
necesitar para esto de otro elemento que el del tiempo y que se la deje
obrar tranquilamente La experiencia y el raciocinio demuestran estas
verdades, Permitir la continuación del instituto en la República y estender
su semilla por las provincias es abdicar la soberanía nacional en la
Compañía de Jesús: lo que prueba que razón tuvo un distinguido Jeneral
de la República, defensor del gobierno en 1840, para decir en plena
Cámara, que con aquel hecho se había comido un verdadero delito de
traición. Si tales y tan grandes no fueses los peligros que se corren, el
partido liberal guardaría silencio en esta cuestión.
Quiere que de preferencia se destine una parte considerable de las
rentas públicas a facilitar las vías de comunicación por tierra y por agua:
los gastos hechos con discernimiento en este ramo son sin disputa los más

192
útiles para la nación: no se puede recoger cosecha sin haber sembrado
previamente. La actual administración ha dado a este ramo la preferencia
que demanda: debe impulsarse cuando está emprendido y debe
emprenderse cuanto sea posible.
Quiere que se haga justicia imparcial a todos los granadinos, y que
resentimientos personales no se conserven en forma de leyes. Los que
delinquieron en los años de 1840 y 1841, en uno y otro bando están
perdonados y gozan tranquilamente de los beneficios de la sociedad, por
enormes que hayan sido sus delitos: la justicia demanda igualdad, y no
hai razón alguna que justifique a los ojos de los hombres imparciales, las
odiosas escepciones que se conservan aún. Suponer peligros es un
pretesto que bien pudiera servir para arrojar del país a muchos de
aquellos hombres que delinquieron en aquella época, pero tales pretestos
solo pueden fascinar en tiempo de trastornos.
En resumen quiere el partido liberal que se organice un gobierno en
beneficio de los gobernados; quiere República, sistema verdaderamente
representativo, Congreso independiente, Poder ejecutivo que no pueda
hacer sino lo que la lei le permite, responsabilidad positiva y para ello
tribunales independientes, buenas leyes, una política en el Poder
Ejecutivo eminentemente nacional y americana, justicia imparcial con
todos, que en sus actos no se tenga en cuenta otra consideración que el
bien público. Y quiere todo esto para que los que obedezcan no sean
esclavos de los que gobiernan: para que haya verdadera libertad para
podernos librar del gobierno teocrático; para que los granadinos
realmente tengan aseguradas sus personas y sus propiedades: y para que
las garantías no sean engañosas promesas. Si ellas hubieran sido
realidades, la sangre de los granadinos no se habría derramado en los
años de 40 y 41.
Tales son y tales han sido siempre los principios y los deseos del
partido liberal; y como entre los hombres eminentes de ese partido, el
primero que levantó su voz en las Cámaras lejislativas pidiendo su
restauración lo fue el Jeneral José Hilario López, lójico y justo es que se
le haya tomado por candidato, y esta es una de las razones que han
determinado mi voto.
Si se pretendiera decir que estos mismos son los deseos y esta misma
la teoría del partido contrario, sería necesario contestarle, que según eso,
este partido tiene una teoría de muestra y otra para su uso.
Es incuestionable que las instituciones actuales no proveen a la
jeneralidad de los deseos ántes expresados: ellas organizan el poder
público de manera que los altos funcionarios son verdaderamente
respetables; y con las apariencias de gobierno representativo se ha
constituido un poder absoluto en el encargado del Poder Ejecutivo: esta
es una verdad jeneralmente reconocida y fácil de demostrar.
Por tal motivo, el partido liberal ha empleado todos sus esfuerzos en
la pasadas lejislaturas para que se reforme la Constitución de la
República en algunos de aquellos puntos que desvirtúan el sistema y que
destruyen todas sus garantías. El partido ministerial ha resistido esta
reforma: para al fin la ha combatido por hallarla diminuta, concluyo
hecho se prueba la justifica de las exijencias del partido liberal; quien no
la presentó más extensa por disminuir dificultades. Los hombres de
Estado, y entre ellos los que han pertenecido a la actual administración,

193
no han dejado oír su voz patrocinando esta causa: a todos se les ha visto
bien avenidos con las instituciones que nos rijen, seguramente porque
están persuadidos de que son buenas para gobernar y por consiguiente no
deben reformarse. Por esto que tenemos motivos para juzgar de ellos, por
sus hechos y aun por sus palabras; y si tales son sus doctrinas y sus
principios, el partido liberal no ha debido tomar a ninguno de ellos por
candidato.
Justicia y razón hubo pues, para decir fríamente, cuando un bando
contrariaba la reforma y otro la sostenía, que en la nación había dos
partidos, uno liberal y otro absolutista, y por las ideas emitidas podrá
juzgarse si son exajeradas las pretensiones del primero.
Este partido, aunque entusiasta por su candidato, acepta al que fuere
elevado a la presidencia por el sufrajio de la nación, sea quien fuere: su
divisa actual de República verdadera, conquistada por medios legales: de
este puesto no volverá a ser desalojado
Cuál sea la teoría, que practicada dé por resultado el proveer a los
deseos del partido liberal, lo diré posteriormente; pero desde ahora
declaro no existe la presunción de creer que ella sea la más acertada
Ezequiel Rojas.
“El aviso”, 10 de julio de 1848.

1849:
LOS PARTIDOS POLÍTICOS EN LA NUEVA
GRANADA35

Mariano Ospina Rodríguez


Presentación
¿Hay en la Nueva Granada diversos partidos políticos ?

¿Los partidos que contienden en este país no son más que partidos
personales?

¿Qué principios, qué opiniones, qué intereses son los que traen
divididos a los granadinos?

35 Publicado en La Civilización, (Bogotá), No 3 y 4 (23 de agosto y 9 de septiembre de


1849.

194
No son nuevas estas cuestiones, y más de una vez la prensa nacional
ha procurado resolverlas, ya en un sentido, ya en otro; pero supuesto
que ninguna solución ha sido generalmente acogida, pues la imprenta
continúa viendo las cuestiones resueltas, de opuestos modos, bien
merece la materia que se la examine una vez más. La contienda de los
bandos es la que produce la agitación, la inquietud y la alarma de los
pueblos; nada más digno de una investigación determinada que los
motivos de esa contienda.

Uno de los ilustrados colaboradores de El Día ha intentado probar, en


el número 642 de aquel periódico, que no hay en la república partidos
políticos, que los hombres de todos los bandos están acordes en los
principios que rigen o deben regir el país; que no difieren ni aun en
los medios de practicar los principios adoptados; y que en
consecuencia los partidos que lidian son partidos personales; que la
lucha tiene solo por objeto que estén en los destinos públicos estos
hombres más bien que aquellos, aunque unos y otros hagan lo mismo.

Estas hipótesis pueden expresarse en otros términos, a saber: que la


contienda no tiene más objeto que los sueldos asignados a los destinos
públicos. Según esta versión, el perdurable combate de los bandos en
las elecciones para las Cámaras y en la prensa, no sería más que una
riña de salvajes hambrientos sobre una presa que apenas baste a
saciar el hambre de uno de los contendientes. La hipótesis no es por
cierto lisonjera; pero, será exacta?

Una gran parte de los espectadores, y una no pequeña de los actores,


parece que están acordes en juzgar que las cosas no andan de otra
manera.

Para juzgar lo que son los partidos actuales es indispensable echar


una ojeada sobre lo que hen sido los partidos en la Nueva Granada.

Un examen, aunque rápido, sobre esta materia es notoriamente


interesante, porque todos los días vemos en las publicaciones de la
prensa, que una gran parte de nuestros conciudadanos tienen
opiniones muy erróneas sobre la naturaleza y afinidades de los
partidos presentes y pasados.

Antecedentes coloniales. Criollos y chapetones

Hay quien suponga que la república ha estado constantemente


dividida en dos bandos que combaten hace cerca de 40 años. Hay

195
quien suponiendo que los hombres que han encabezado los partidos
en el país han sostenido siempre los mismos principios, cree que un
partido puede ser conocido por el nombre del jefe que lo encabezó
alguna vez. Hay quien se imagina que en la República todos se han
extraviado de la senda recta de la legalidad, que todos han sido
alguna vez culpables como actores o parciales de los bandos políticos.
Opiniones todas muy erróneas, y que la historia desmiente. Pero
recorramos rápidamente la sucesión de los partidos.

Antes de 1810 había en este país algunos hombres que deseaban la


independencia de la América española; pero eran tan pocos, se veían
obligados a guardar tan secreto su pensamiento, que apenas puede
decirse que formasen un partido propiamente dicho. Lo que entonces
dividía algún tanto los ánimos de una manera ostensible, era la
rivalidad entre europeos y criollos; pero esta ojeriza recíproca no
constituía dos partidos políticos.

Hecha la revolución de 1810, explicado claramente el pensamiento


oculto que los directores de la revolución solo conocían, el país se vio
por la primera vez dividido en dos partidos políticos que merecen con
toda propiedad este nombre. El uno quería la independencia y la
república; el otro la monarquía y la unión con la metrópoli.

Que no haya rey ni dependencia de Europa. Esta cuestión era clara,


precise, al alcance de todos; era además gravísima, y de sumo interés
para cada habitante; por consiguiente, en esta ocasión la población ha
debido estar real y positivamente dividida en dos grandes bandos; no
pudo haber persona indiferente, ni quedar espectador neutral.

Los sinceros y honrados ciudadanos que habían preparado la


revolución, rebosaban en las más grandiosas y halagüeñas ilusiones.
Imaginábanse que apenas se lograse la independencia y la
promulgación de instituciones liberales, todo sería paz y ventura; la
concordia y la unión reinarían entre todos los granadinos; la libertad y
la seguridad harían de este país su mansión favorita; las ciencias y las
artes se extenderían con rapidez por todo el territorio, derramando a
manos llenas sus preciados beneficios; la población industriosa de la
Europa dejaría apresurada una sociedad envejecida y esclava y
vendría a buscar una patria en este nuevo Edén de libertad y de
abundancia; las selvas y zarzales se transformarían en poco tiempo en
ricos bosques de cacao y de café, en inmensos plantíos de caña dulce
y de todo género de mieses; los almacenes de los puertos se verían
llenos de preciosas maderas de resinas exquisitas, de plantas
medicinales valiosas; las naciones extranjeras vendrían solícitas a
comprar; nuevos potosíes descubiertos en cada cordillera harían
nadar nuestro comercio en oro y plata; nuestros buques recorriendo
seguros, bajo la egida de nuestro pabellón, los grandes y pequeños

196
mares llevarían nuestros productos a todas partes del mundo. Libres,
ricos, virtuosos, respetados y felices, los granadinos seríamos la
envidia del mundo.

La fe de los patriotas en estas ilusiones era grande, y en proporción


era su entusiasmo por la independencia y la república; aunque al
principio eran pocos los afiliados en el bando, su exaltación ardiente y
sincera logró bien pronto allegar a su causa numerosos y decididos
partidarios.

El partido opuesto era, sin dude, mucho mayor en número; pero era
un partido puramente negativo, que nada nuevo, nada desconocido
esperaba ni prometía; que reducido a negar la realidad de la nueva y
maravillosa ventura que el contrario anunciaba con resuelta confianza
no podía tener y comunicar entusiasmo; era un partido que limitado a
la defensiva, cada día debía ir a menos, si su contrario no destruía por
sí mismo las esperanzas que hacía concebir.

Uno y otro partían de razones verdaderas o imaginarias de bien


público. uno Y otro eran sinceros: se incurre en un error muy grave
cuando se atribuyen mires perversas, intenciones malévolas al partido
numeroso que repugnaba la independencia. Nada más natural y más
excusable que esa repugnancia, en pueblos habituados a mirar con
respeto religioso al monarca, y como una honrosa dicha el pertenecer
a una gran nación, que en su concepto era la más poderosa, rice y
moral del mundo.

No quiere esto decir que todos los hombres que se opusieron a la


independencia eran buenos; éranlo los más que ignorantes y sencillos,
creían defender la causa de la justicia y del derecho defendiendo las
pretensiones del monarca español. Pero hubo muchos que sin ningún
pensamiento de interés público, y solo por el cálculo de su personal
provecho, abrazaron la causa de la opresión, y cometieron a su
nombre escandalosos excesos; estos, más tarde, cuando vieron que la
fortuna se declaraba por los independientes, abandonaron la causa
que habían deshonrado con su infame conducta, y compraron con una
traición un nuestro entre los vencedores.

Federalistas y centralistas

El partido de la independencia tuvo la desgracia de dividirse cuando


más necesitaba la unión. La forma del gobierno que debía darse al
país fue la causa de la discordia. Quisieron unos la federación, otros el

197
centralismo; y después de tres siglos de paz esta fatal contienda hizo
correr por la primera vez la sangre entre hermanos, y dio un golpe
funesto a la causa de la independencia y de la república. Estos
partidos eran igualmente patriotas y sinceros; y la historia imparcial
vacilará antes de decidir cuál de los dos tenía de su lado la razón.
Presidían al primero hombres doctos, entusiasmados con las teorías; y
encabezaba al segundo un hombre de genio y de mundo, que atendía
más a los hechos que a los libros. Este, menos preocupado que sus
antagonistas, era, por lo mismo, más tolerante, y había logrado que le
mirasen con menos repugnancia los que temían la independencia;
hacíanle de esto un cargo grave sus contrarios, como si la conciliación
de los ánimos no fuera, en circunstancias como aquellas, el mayor de
los bienes.

Empezar por discordias y guerras aquella era de imponderable


ventura que los independientes prometían, era arruinar las
esperanzas que se habían hecho nacer, y los enemigos de la
independencia explotaron esta rica mina de descrédito para la causa
de la república. El ejército español triunfó de un pueblo dividido, y la
cuchilla de los vencedores ahogó en sangre la fatal dispute.

La crueldad de los pacificadores, y más aun la insolente brutalidad


con que trataron a los pueblos, disipó las ideas equivocadas acerca del
gobierno paternal de los reyes, que las gentes sencillas conservaban;
y realizó los anuncios de los patriotas. El partido de la independencia
cobró fuerzas y creció con notable vigor, hasta triunfar
definitivamente de sus adversarios .

El éxito feliz de las armas de la independencia y de la república en


todo el continente hispanoamericano; la muerte o expulsión de los
jefes capaces de encabezar el partido y de hacer frente a los ilustres
guerreros de la independencia; el reconocimiento de ésta por parte de
los Estados Unidos y de la Inglaterra; la impotencia de la España para
recobrar estos países, impotencia que había venido a ser notoria para
todos; y el desengaño que los pacificadores habían procurado hicieron
que el partido adverso a la independencia se reconociese vencido, y se
sometiese con la más completa y patente resignación; conducta que
debió granjear a ese numeroso partido pasivo, más consideración y
miramiento que los que se les dispensaron. Era muy natural que por
mucho tiempo se mantuviese vivo el enojo contra los hombres
sanguinarios y perversos que tántos estragos y desolación causaron
en el país; pero esos ya habían muerto, habían salido de la república,
o por medio de alguna traición habían logrado mezclarse entre sus
vencedores; la parte mansa y sincera del partido solo merecía
compasión por su error.

198
Bolivarianos y antibolivarianos

Apenas concluída la guerra de la independencia, y cuando las


instituciones liberales escritas empezaban a ponerse en práctica,
acaeciole al partido de la libertad lo que en 1812; dividiose de nuevo.
El hombre ilustre que había presidido a la independencia y creación
de tres repúblicas, que llenaba el mundo con la fama de su nombre, y
poseía en el más alto grado el amor, el respeto y la confianza de sus
conciudadanos, juzgó que las instituciones que éstos se habían dado
no eran las que en el país convenían; expuso sus opiniones en un
proyecto de constitución para Bolivia, y las recomendó a la América.

Este malhadado proyecto fue la manzana de la discordia: a su vista los


granadinos, como el resto de los colombianos, quedaron divididos en
dos grandes bandos. Los unos, llenos de confianza en la poderosa
inteligencia y ardiente patriotismo del grande hombre, vieron en
aquel escrito la obra del genio; o más| bien, su fe ciega en el hombre,
les hizo abrazar sine examen la idea que les ofrecía; los otros,
penetrados de la desconfianza natural en los republicanos, vieron en
el proyecto una monarquía mal disimulada, y las bases de una nueva
aristocracia que detestaban. Ese día los amigos de la independencia
se denominaron: bolivianos y liberales. La lucha destruyó la gloriosa
república de Colombia, dio en sierra con el crédito del país, y mató las
esperanzas de rápido progreso que había formado el Patriotismo.

¿La publicación de aquel proyecto fue, pues, un gran delito? ¿Los que
lo aprobaron atentaron contra la patria? No.

Si Bolívar estaba convencido de que las instituciones que los pueblos


habían sancionado eran males, y que su proyecto encerraba las bases
seguras de prosperidad y dicha para sus compatriotas ¿por qué no lo
había de decir? Callarlo habría sido una falta grave. Los que hallaron
bueno el proyecto, hicieron bien en aprobarlo; tenían pleno derecho
para defenderlo y promover su adopción por la imprenta, en las
elecciones y en la tribuna; el mismo derecho que, para combatirlo por
iguales medios, tenían los que lo juzgaban malo. ¡Plugiera a Dios que
la lucha se hubiera sostenido dentro del circo de la legalidad, y
Colombia, acaso próspera y respetada, sería hoy el orgullo de la
América! Pero era otro el curve que estaba señalado a la vida de estos
pueblos. El ilustre caudillo de la independencia y los parciales de su
pensamiento político no confiaron bastante en la razón de causa;
quisieron imponer por la fuerza lo que solo les era permitido hacer
adoptar por la persuación; prefirieron las vías de hecho a las vías

199
regales, y se abrió el abismo de la anarquía, que se tragó la gran
república, y marchitó gloriosas reputaciones hasta allí inmaculadas.

La convicción de su fuerza material perdió al partido boliviano; error


muy frecuente en los partidos, y que la experiencia de todos los días
no basta a corregir. Si las vías de la razón y de la legalidad convienen
a los débiles y a los pocos, convienen mucho más a los fuertes y a los
muchos.

¿Los partidos liberal y boliviano eran la continuación de los de


federalistas y centralistas de la primera época? Evidentemente no. Los
principios de la contienda eran diversos y los hombres que habían
figurado en los bandos de la Nueva Granada se habían alistado
indistintamente en los que dividían a Colombia.

¿Serían la continuación de los godos y patriotas, o de enemigos y


amigos de la independencia? Uno y otro bando pretendía, con notoria
injusticia, que su contrario era un partido de godos. Respecto de los
liberales era evidente el odio implacable que sus más distinguidas
notabilidades conservaron siempre al partido sometido. En cuanto a
los bolivianos, consistiendo la base principal y la fuerza de este
partido en los guerreros de la independencia, que fueron el terror y el
exterminio de los partidarios del rey de España, era ridículo el cargo
de godismo. El partido vencido no tomó parte activa en la contienda;
pero algunos de sus miembros se enrolaron en las filas liberales, y un
número mayor en las opuestas. Era natural, sí, que sus simpatías
estuviesen por los bolivianos algunos de los cuales preferían la
monarquía constitucional a la república, lo que se apartaba menos de
la forma de gobierno que ellos habían defendido.

La muerte de Bolívar debió ser la muerte o la dispersión de su partido.


Porque el pensamiento que dominaba a sus parciales era, que el
hombre que había sido el caudillo de la independencia, y el genio de la
libertad de la América del Sur, fuese el jefe permanente de la
República; que la inteligencia que había dominado a todas las
inteligencias durante la guerra, las dominara también durante la paz.
Querían la constitución boliviana, porque contenía el pensamiento y el
querer de Bolívar, querían el gobierno vitalicio o la monarquía
constitucional para Bolívar. Muerto este, la idea que unía y animaba al
partido quedó destruída; desapareció el objeto de sus esfuerzos y el
vínculo de su unión. Así fue como este partido, que tenía en sus manos
el poder y la fuerza en toda la República, y dominaba sin obstáculo,
apenas pudo mantenerse algunos meses después de la muerte del
Libertador, cayó vencido físicamente, porque había muerto ya
moralmente.

200
Liberales radicales y liberales conservadores

El partido liberal gobernó entones sin oposición, algunos años, porque


los vencidos no se presentaron ni en las elecciones, ni en las Cámaras,
ni en la prensa a defender sus principios; porque hablando con
propiedad, ya no tenían qué defender. El partido vencedor, o más bien,
los hombres de este partido que tenían en sus manos el poder, no
tuvieron la imparcialidad y la tolerancia que eran debidas para un
bando numeroso, que tenía grandes merecimientos en la guerra de la
independencia y que cedía resignado sin oponer resistencia, ni hacer
oposición.

Una fracción muy pequeña de aquel partido intentó un golpe de mano


en Bogotá; que sin dificultad fue prevenido, y duramente castigado
Pero los hombres hábiles del partido, y la gran mesa que lo había
formado, no solo no se complicaron en aquel culpable proyecto, sino
que lo desaprobaron.

El partido liberal, que gobernaba sin oposición, se dividió en dos


grandes bandos que pudieron haberse denominado: tolerantes y
exclusivistas: y que nosotros nos tomamos hoy la libertad de llamar:
liberales conservadores y liberales rojos; porque estas
denominaciones análogas a las que los mismos partidos llevan en
Europa, no deben tener nada de odiosas, y harán conocer la índole de
los dos bandos.

Pero ¿qué diferencia de principios separaba a estas dos grandes


fracciones del partido liberal?

Era que el uno desaprobaba los errores y extravíos del círculo que
gobernaba; y el otro los aceptaba y defendía.

Los que hoy llamamos liberales conservadores querían la


reconciliación de todos los granadinos, querían el gobierno de la
mayoría, querían tolerancia para todo, respeto a los derechos de
todos. Los liberales rojos querían que los granadinos formaran
perpetuamente dos porciones : vencedores y vencidos; que los
hombres que veinte año atrás habían mostrado desafecto o
indiferencia por la causa de la emancipación, o que posteriormente
habían seguido las opiniones del bolivianismo fuesen siempre, a pesar
de sus merecimientos y virtudes, tratados como ilotas, siempre ajados,
siempre excluídos de toda participación en los negocios públicos;
querían que su círculo gobernase solo, y gobernase perpetuamente;
querían que no hubiese más opinión que la suya; y, sobre todo, quiso

201
el Jefe del Gobierno señalarse un sucesor en el mando, y escogió a un
hombre a todas luces inadecuado para él .

La mitad de la República había desaprobado la independencia; más de


la mitad había seguido a Bolívar en su fatal extravío; entre estos
estaban los dos tercios, por lo menos, de los guerreros y próceres de
la independencia que sobrevivían. Pretender que la inmensa mayoría
que en tales predicamentos se hallaba, no fuese nada en la República,
bajo una constitución que establecía la igualdad legal de todos los
granadinos, era la pretensión más inconstitucional, más injusta y más
impolítica que se podía tener. El círculo que con fanatismo sostenía
aquella exclusión, era evidentemente intolerante y absolutista, que
abusaba notoriamente de las palabras al llamarse demócrata y liberal.

El partido tolerante triunfó legal y espléndidamente del círculo que


dominaba . Este ocurrió a la rebelión y anegó en sangre la República
Aquél le venció y le perdonó, y siguiendo los principios de tolerancia e
igualdad para todos, le llamó a la participación en los negocios
públicos. Por un acto ilegal el círculo ha tomado el poder; excluye a
los hombres honrados que no le pertenecen, y llama opresores a los
que le perdonaron sus delitos y le dieron participación en el Gobierno.

He aquí la historia de los partidos; veamos sus principios, sus


relaciones y su porvenir.

¿Los partidos políticos de hoy son los mismos que han existido en
alguna de las épocas pasadas?

Los realistas querían el poder para el rey de España, los bolivianos


para Bolívar, los liberales rojos para ellos solos. Los patriotas de 1810
proclamaron el principio de "el poder para todos, conforme a la ley"
los liberales de Colombia sostuvieron en sus escritos el mismo
principio; los conservadores lo han practicado y fue durante su
administración cuando por primera vez el principio fue una realidad.

Pero los liberales rojos no son los realistas ni los bolivianos y aunque
tienen un punto evidente de coincidencia, difieren en otro esencial.
Los realistas querían el poder para el rey, porque creían que le
pertenecía por derecho divino: los bolivianos para Bolívar; porque
creían que el genio que había sabido, mejor que otro alguno,
organizar las fuerzas y recursos del país, reunir los ánimos, allanar
todas las dificultades, y triunfar de todos los obstáculos, para dar la
independencia a tres repúblicas, sabría también, mejor que otro
alguno, organizar los poderes públicos y administrar el Estado;
porque creían además, que instituciones dadas por el hombre más
querido y respetado, serían las más queridas y respetadas, y que bajo
la administración del hombre que gozaba de más crédito e inspiraba

202
más confianza a la República, tendría más probabilidad de paz interior
y de crédito exterior: los liberales rojos quieren el poder para sí solos;
¿por qué?.. . ellos lo saben.

Realistas, bolivianos y liberales rojos coinciden en un punto, en


rechazar teórica o prácticamente el principio de "el poder para todos,
según la ley", que es la democracia: coinciden en ser absolutistas.

Pero los primeros obraban por un principio de justicia que, aunque


por estar fundado en un hecho falso era un error, no por eso dejaba de
ser un motivo noble. Los segundos obraban por una razón de
conveniencia pública, que aunque equivocada no deshonra a los que la
siguieron; unos y otros anteponían lo que les parecía la justicia o la
conveniencia pública a sus propios derechos, a su vanidad. Los
liberales rojos queriendo el poder para sí solos, sin que puedan decir
nosotros somos los únicos inteligentes Y honrados, los únicos que por
derecho divino o humano tenemos o debemos tener el privilegio de
mandar, obran evidentemente contra los principios de justicia y de
conveniencia pública, y atacan el principio de la igualdad en que se
funda la democracia; obran por un motivo de egoísmo que siempre es
indigno y vergonzoso.

Los liberales rojos se hallan, pues, en peor predicamento que los


realistas y bolivianos en cuanto a los motivos en que fundan su
pretensión al absolutismo.

Los liberales rojos detestan a los reaIistas y bolivianos, como para dar
una prueba de liberalismo, no dando con ello en realidad sino una
prueba de intolerancia y de fanatismo; pero si se examina con
atención la conducta de estos liberales, se echa de ver que este odio
no procede de que aquellos granadinos fuesen veinte o treinta años
atrás bolivianos o realistas, sino de que no son hoy liberales rojos. La
prueba es clara estos señores que tanto blasonan de tener en sus filas
próceres de la independencia, hombres de inteligencia y de mérito,
han elegido por su oráculo Y caudillo al enemigo más acérrimo de la
independencia, al más entusiasta y cruel de los defensores del rey
Fernando VII en la Nueva Granada, al general Obando. y se hallan
entre la flor y nata del liberalismo rojo aquellos bolivianos que no se
limitaban a la presidencia vitalicia, que era el programa del
bolivianismo, sino que se adelantaban hasta la monarquía.

¿Los liberales rojos serán el antiguo partido federal? En nuestro


concepto no tienen con él ninguna analogía.

Los federalistas de la primera época eran hombres imbuídos en la


idea de federación, y dominados por ella, que con el más ardiente y

203
ciego patriotismo luchaban por llevarla a cabo; no por miras de
personal provecho, sino por razones de bien general.

Los liberales rojos habían sido centralistas constantes; ni en el Poder


Ejecutivo, ni en las Cámaras legislativas habían propuesto, defendido
o promovido la federación para la Nueva Granada; es decir, que la
forma central les había parecido excelente, y mala la federal. Pero
habiendo pasado el Poder Ejecutivo a otras manos, por los medios
legítimos y constitucionales, creyendo el círculo dominante de aquel
partido que por las vías regales no podía despojar al magistrado
hecho por el pueblo; y arrastrados siempre por el principio de "el
poder para ellos solos", determinó ocurrir a las vías de hecho; y
entonces instantáneamente, como por encantamiento, de un extremo
a otro de la República aparecieron todos los del círculo rojo
federalistas entusiastas, sin reparar en que la víspera no más todos
habían sido centralistas; y subvirtieron el orden público en todo el
país al grito de federación. La mayoría nacional los sujetó y los
perdonó; pero nada hizo para probarles que la federación era mala y
bueno el centralismo; por lo que debía creerse que hombres tan
penetrados de la necesidad y conveniencia de la federación, seguirían
en su convicción; y que por la imprenta y en la tribuna no dejarían de
trabajar para persuadir a todos de las ventajas de aquel sistema de
gobierno. Todo el mundo debía esperar que apenas les fuese posible
introducir alguna reforma en la Constitución, tratarían
indudablemente de establecer la federación. Pues nada de eso
sucedió; esos federalistas tan ardientes, tan penetrados de la
necesidad de transformar el gobierno de central en federal, que no
podían esperar dos años, ni uno siquiera, porque la urgencia era
irresistible; que no pudieron detenerse delante la ley; que
despreciaron la sangre de tantos granadinos que había de correr, el
inmenso cúmulo de riqueza que era necesario destruir, el enorme
descrédito que sobre el país se atraía; que atropellaron la
Constitución, el honor y la humanidad para implantar la federación
por la fuerza, de repente se olvidaron de esa gravísima necesidad; y
así es que en tantas reformas propuestas a la Constitución por ellos
mismos, nadie ha visto la federación; uno solo de esos apóstoles, a lo
Mahoma, no ha habido que proponga la federación en las Cámaras.
¿Qué quiere decir esto? ¿No será que tal federación era un mero
Pretexto?

Así lo juzgamos nosotros porque jamás se ha visto a un partido que,


procediendo de buena fe, cambie instantáneamente de convicciones
dos veces seguidas, sin que haya razón ninguna que lo mueva. En un
hombre solo la cosa es rara, y siempre supone fingimiento o una
inteligencia enferma; pero en un crecido círculo de personas no es

204
posible el cambio repentino sin motivo. Es necesario que la convicción
no haya existido, que haya sido una pura ficción.

El círculo que se declaró repentinamente entusiasta, ardiente por la


federación, para subvertir el orden público, despedazar la
Constitución y apoderarse del poder por la fuerza, y que olvidó que
era la federación desde el momento en que la palabra no le sirvió para
aquel objeto; no puede sin notoria injusticia asimilarse a los sinceros
federalistas de la primera época.

Mucho menos pueden asimilarse a los centralistas de entonces; pues


aquéllos, a más de ser opuestos a la federación, seguían también
prácticamente el principio de tolerancia a los demás partidos, que los
liberales rojos rechazan constantemente en la práctica.

Antecedentes del conservatismo

¿Los conservadores de hoy son algunos de los partidos anteriores? No.

Si por su sinceridad, por su respeto a la religión, a la moral y a las


costumbres, se asemejan a los patriotas del año de 10; si práctica y
teóricamente Siguen el principio de "el poder para todos", que estos
proclamaron, difieren de ellos por otros puntos de vista. Los
republicanos de 1810 eran hombres de fe y de entusiasmo; creían en
las teorías de sus libros como los primeros discípulos de Mahoma en
el Alcorán, y estaban, como ellos, resueltos a ponerlas en planta sin
reparar en diferencias de costumbres, de climas y de circunstancias; a
cierra-ojos seguían el disparatadísimo proloquio político-vulgar, que
dice: sálvense las teorías aunque perezca la nación; eran hombres
puramente especulativos en política y en administración; pero
ardientes, vigorosos, infatigables.

Los conservadores forman un partido sosegado y reflexivo, que estima


en más los resultados de la experiencia que las conclusiones
especulativas de la teoría; es esencialmente práctico, y por
consiguiente poco o nada dispuesto a los arranques de entusiasmo, si
no es contra los excesos del crimen y de la maldad. No desprecia
ninguna teoría que tenga apariencias de razón, está dispuesto a
ponerlas todas en práctica pero por vía de experiencia, y por
consiguiente con calma y con prudencia. Estimando solo el fondo las
cosas da poca importancia a las palabras; así es que deja a sus
contrarios, que se llaman los liberales, los progresistas, los
demócratas, y los dejará que se llamen en lo sucesivo los fraternales,

205
los populares, los radicales, los socialistas, y que tomen todas las
denominaciones que les parezcan favorables, y que le llamen a él
como les dé la gana. Este partido tiene más ciencia práctica, juicio y
rectitud que actividad, ardimiento y entusiasmo. Difiere de los
patriotas del año de 10 en lo que difiere el mismo hombre examinado
a los 18 y a los 40 años.

¿Qué analogías hay entre los realistas y los conservadores? Como


partidos políticos ninguna. Los primeros querían unión con la
metrópoli y la monarquía éste era todo su programa. Los
conservadores no solo querían la independencia, sino que piensan que
no les es imputable ninguno de los inconvenientes que generalmente
se les atribuyen; y respecto de forma de gobierno, el principio que han
proclamado y practicado es el de "el poder para todos, según la ley",
que es la república y la democracia por excelencia. Nunca han dicho:
"yo mando con mi nobleza o con mi partido", que son dos frases
sinónimas, por el aspecto del absolutismo.

¿Entre bolivianos y conservadores qué relación existe? Como partidos


políticos, ninguna. Aquéllos eran también hombres de fe y de
entusiasmo, pero no de fe y de entusiasmo en un principio sino en el
genio de un hombre extraordinario; como los patriotas de 1810
esperaban prodigios sin cuento de sus teorías, los bolivianos los
esperaban del genio, patriotismo y ascendiente de Bolívar. Como
entusiastas no querían tener discusión, exigían respeto y confianza
ciega en el Libertador. Los conservadores son en este punto el
reverso: no tienen ni quieren jefe: no hay para ellos mayor desbarro
que el ascendiente de un hombre sobre la mayoría ilustrada; jamás se
les ha visto deificar a un hombre por inteligente y benemérito que sea,
y entregarse a humillaciones y bajezas para ensalzarlo; por el
contrario, se muestran desdeñosos y severos con sus hombres más
distinguidos; y nunca ha podido decirse tal hombre encabeza, domina
o dirige el partido conservador. El sentimiento de independencia y
dignidad personal, que constituye el carácter distintivo de los
republicanos sinceros, es llevado por los conservadores tal vez más
allá de lo razonable; y es este el único partido granadino en que tal
cosa se ha observado; todos los demás pueden ser dominados por el
nombre del caudillo que los dirige y gobierna.

Si los conservadores no tienen ninguna relación política con los


realistas y bolivianos, partidos que dejaron de existir hace muchos
años, están muy lejos de odiar y escarnecer a los hombres que han
sobrevivido a sus partidos. En la generalidad, en los realistas de ahora
treinta años ven hombres honrados y sinceros, que obraban
dominados de un principio erróneo; que han respeta do
profundamente el triunfo de la mayoría, y se han sometido a él

206
concienzudamente, sin pretensión de mantener el país dividido y
agitado; y por esto acatan en ellos su probidad política y moral. Así,
estiman como una villanía que se les insulte y escarnezca; sin que por
esto juzguen que a los perversos que con acciones feroces o infames
desolaron el país, a pretexto de defender la causa del rey, se les
exonere de la execración a que se hicieron acreedores.

En los bolivianos sinceros respetan los conservadores los grandes y


notorios servicios prestados por ellos a la causa de la emancipación
americana, pues esos bolivianos eran en general próceres y guerreros
de la independencia, fundadores de la república, a quienes su
admiración y gratitud extravió. Cerca de veinte años hace que ese
extravío pasó, y todos los hombres honrados de aquel partido, que en
1828 era tal vez la mayoría nacional, han mostrado por una conducta
patriótica que quieren, como habían querido antes, la república
democrática, con presidente alternativo. No podía ser de otra manera;
ellos querían la presidencia vitalicia para Bolívar, porque tenían en él
una confianza ilimitada y poco o ninguna en las demás notabilidades
políticas; muerto Bolívar ¿querían presidencia vitalicia para
Santander y para los demás que han gobernado la República?

Hoy no hay en la Nueva Granada bolivianos ni realistas, como no hay


pateadores ni carracos. Hoy no puede haber discusión sobre si la
Nueva Granada debe estar unida o separada de España; si el gobierno
debe ser monárquico o republicano; como no puede haberla sobre si
se separan o no los Estados que formaron a Colombia, si viene o no a
este país el cólera asiático. Estas son cuestiones decididas, y estas
decisiones son hechos consumados, en que no es posible volver atrás.

Tampoco hay cuestión sobre si el Jefe de la República debe ser


vitalicio o periódico; la cuestión es más bien si debe haber tal Jefe.

La división en 1850

Los principios que hoy dividen a los granadinos, las cuestiones que
ocupan los ánimos son muy diversas de todo eso; son cuestiones
sociales, no son cuestiones políticas; si la política está profundamente
afectada por ellas, es porque se quiere el gobierno como un
instrumento de propagación.

Dos partidos se ven empeñados en la lucha, y cada instante repetimos:


la Nación está dividida en dos grandes bandos; sin embargo ¿esta

207
división de la República existe en realidad? ¿ Los granadinos forman
hoy dos partidos políticos con principios distintos ?

Si se quiere decir que en la lucha política solo se ven dos bandos, es


exacto; pero si se pretende afirmar que todos los granadinos capaces
de tomar partido están enrolados en alguno de estos bandos, cuyos
principios conocen y profesan, es notoriamente falsa la división
supuesta.

En la contienda de la independencia la Nación se dividió


efectivamente en dos grandes partidos; porque la cuestión era clara y
al alcance de todos: tener o no tener rey; depender o no de España,
todo el mundo lo comprendía, y nadie podía equivocarse sobre cuál de
los bandos era el que sostenía su opinión. En la lucha entre bolivianos
y liberales hubo, o pudo haber también una división general; porque la
cuestión: manda siempre, o no, Bolívar, era sencilla, y Bolívar
universalmente conocido.

No sucede lo mismo en la cuestión actual. Pregúntese a la mayor


parte de los hombres que no están en medio del torbellino de la
política, y a muchos de los que en él están, sobre qué se versa la
cuestión que agita a los dos bandos, y es seguro que no acertarán a
responder sino que: unos quieren que gobiernen los conservadores y
otros los liberales rojos; es decir, que la cuestión es únicamente sobre
quiénes ocupan los puestos públicos, quiénes perciben los sueldos.
Tan cierto es esto que hombres tan ilustrados como parece el
colaborador de El Día de que hicimos mención en nuestro número 1,
no perciben otra cosa.

Si la cuestión se pone a los mismos que pretender gobernar la opinión


y dirigir la política, no quedará mejor resuelta, porque estos se
atreverán a expresar el punto verdadero de la diferencia. ¿Qué dicen
los escritores ministeriales? Que va a plantearse la democracia, que
van a reformarse las instituciones en sentido liberal: que va a darse
vuelo al progreso. ¿Pero alguna de estas frases expresa algo positivo,
algo verdadero? Veámoslo.

"Se va a plantear la democracia"; es decir que hasta ahora no ha


habido democracia. ¿Los que han gobernado en todo este tiempo son,
pues, duques, condes y marqueses, y los que hoy gobiernan lacayos ?
¿ Es que Mosquera es un caballero y López un plebeyo ? ¿Que aquél
fue elegido por caballeros y éste por plebeyos ?

Si los que gobernaron hasta el 31 de Marzo no ejercieron el poder a


título de nobleza, sino a virtud de elección popular; y los que lo
ejercen hoy no alegan otro título ¿en qué está la aristocracia de
aquéllos y la democracia de éstos?

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¿Es que aquéllos fueron elegidos sin coacción, y éstos bajo la
influencia del puñal? ¿Es pues, el poder del puñal la democracia que
se va a plantear? Y si no es esto ¿en qué consiste la verdadera
democracia? ¿En la exclusión de los hombres ricos, inteligentes y
respetados en el país? ¿La democracia no es entonces el gobierno de
todos, sino el gobierno de los hambrientos, de los estúpidos y de los
despreciables? Y si no es esto ¿en qué consiste esa nueva democracia?
¿No es claro que ese planteamiento de la democracia es una pura
charlatanería?

La democracia existe en la Nueva Granada desde que se sancionó la


primera Constitución; y nunca ha sido más ampliamente ejercida que
durante las pasadas Administraciones, en que se admitía a la
participación del poder a los hombres inteligentes de todos los
partidas; y nunca ha sido más contrariada que cuando ha habido un
presidente que ha dicho: "Yo mando con mi partido", es decir, yo
excluyo del poder a todos los hombres honrados y patriotas que no
tengan mis pasiones; mi gobierno será exclusivista, absolutista. ¿Y
qué presidente es quien tal ha dicho? ¿No es el General López, quien
iba a plantear la democracia? Luego el planteamiento de la
democracia es una ficción, una falsedad inventada para engañar a los
ignorantes, para llenar un hueco que no se tiene valor de llenar con
palabras que expresan la verdad.

"Van a reformarse las instituciones en sentido liberal". ¿Qué reformas


son esas? ¿Quién las ha propuesto? ¿En dónde están indicadas? ¿Es la
reforma de la Constitución?

Los liberales rojos han escrito y hablado contra la Constitución;


propusieron algunas reformas aisladas e incoherentes; y algunos
conservadores formalizaron un proyecto más amplio y lo presentaron
a las Cámaras; y cuando se vio que había en ellas una mayoría
inclinada a la reforma, fueron los conservadores los primeros que
dijeron: "si se toca la Constitución es necesario hacer en ella una
reforma radical; el voto universal, la elección directa, la eliminación
del presidente o monarca periódico, y las demás instituciones que la
opinión liberal consagra hoy. ¿Y qué hicieron los liberales rojos? Se
manifestaron dispuestos a la reforma en aquel sentido, que no se
habían atrevido a concebir.

Reunido el último Congreso, nombróse una comisión para que


propusiese la reforma; y los miembros conservadores dijeron: "para
que la reforma sea posible, pronta y radical, para que sea acorde con
la opinión nacional, debe hacerse por una Convención elegida ad hoc
por el voto universal y elección directa"; los hombres del partido rojo
aceptaron, siguiendo apenas el pensamiento que les ofrecían sus
adversarios.

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"Para que la Convención se reúna pronto, dijeron los conservadores,
conviene que se retarde en el presente año la reunión de las
asambleas electorales, de modo que medie entre la publicación del
proyecto de reforma y la reunión el término de seis meses que exige la
Constitución", convinieron también los rojos, y así lo propusieron a las
Cámaras.

¿Y qué sucedió en el Congreso ? Que una gran parte de los liberales


rojos, que prometían reformas liberales para llegar al poder, se
arrepintieron luego que se vieron en él. Las reformas pasaron a
esfuerzos de los conservadores.

La ley que difería la reunión de las asambleas, y cuyo efecto era hacer
que el próximo Congreso pudiese convocar la Convención, fue
objetada por el Poder Ejecutivo con fútiles razones; por ese Poder
Ejecutivo que iba a promover reformas, por el Secretario que, como
uno de los miembros de la Comisión, había propuesto a las Cámaras la
conveniencia y legalidad de tal medida.

En virtud de todo esto las reformas constitucionales, hechas del modo


más adecuado para que satisfagan al voto popular, han sido
retardadas, eludidas por los liberales rojos. Luego es falso que ellos
hayan tenido en mire semejante objeto. Luego es falso que haya
contienda entre los dos bandos sobre reformas constitucionales, sino
es la que los rojos han movido oponiéndose a las reformas.

"Dar vuelo al progreso". ¿Pero de qué progreso se trata? ¿Es del


progreso en la inmoralidad? Pudiera entonces haber exactitud en la
frase; pero seguramente los que hablan de progreso no se atreverán a
aceptar esta acepción. Si es progreso en la ilustración, nosotros
preguntamos ¿cuál es el acto, el proyecto, el pensamiento de un
liberal rojo sobre adelanto de la ilustración, que se pueda citar? El
impulso dado a la instrucción pública primaria y superior, a la libertad
de la enseñanza en general, al establecimiento de la enseñanza de las
ciencias en el país ¿quién lo ha dado sino los conservadores? Los
liberales rojos nada han hecho.

¿Es del progreso de la industria y de la riqueza pública de lo que se


trata? ¿Qué han hecho los liberales rojos en cinco meses que llevan de
gobierno? ¿Será el contrato chaves ? ¿ Qué han propuesto al
Congreso? ¿Será el proyecto del señor Azuero para que todos los
empleados cesaran el 1° de junio, a fin de que los jueces fuesen
nombrados bajo la influencia del Poder Ejecutivo, y que hubiera
empleos para todos los hombres del 7 de Marzo? Ese proyecto fue
desechado con escarnio, como inconstitucional, y como que era la
expresión ingenua del programa del partido.

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¿Será el proyecto del Secretario de Hacienda para duplicar y triplicar
los derechos de porte de la correspondencia, para imponer derechos a
los impresos que conducen los correos, proyecto desechado como
evidentemente contrario a la ilustración del país?

¿Será el proyecto del señor Liévano para restablecer el ignominioso


tributo de los indios, haciéndolo extensivo a todos los habitantes
mayores de 18 años? Qué adelanto! ¡qué ciencia!

He aquí los grandes pensamientos de progreso que el partido rojo ha


dado a conocer.

En ningún ramo de industria ni de riqueza ha hecho nada el partido


rojo para promover su progreso; lo más de que puede gloriarse es de
haberse asociado algunas veces a los conservadores en las medidas
tomadas o promovidas con tal fin. Por tanto es una pura charla cuanto
sin cesar repiten los escritores ministeriales sobre progreso.

Es, pues, con razón que la mesa de la población no puede ver en el


cambio de administraciones, otra cosa que cambio de personas, y en
este cambio, únicamente alternabilidad en la percepción de los
sueldos.

De aquí ha resultado que la masa de la población no esté hoy dividida


en opiniones propiamente dichas, porque no conoce los principios que
realmente dividen los partidos que luchan.

Esa masa teme, sobre todo, las revueltas y las guerras; su grande
aspiración es a que la dejen trabajar en paz. Así, en la contienda
eleccionaria su examen no va más allá de esta cuestión: ¿eligiendo a
cuál no habrá revolución? Su voto está subordinado a la solución que
le den a tal cuestión. Las circunstancias de los candidatos entran por
muy poco en su determinación ¿"qué importa que sea éste o aquél el
que percibe el sueldo?". Por esto se ve a gran número de electores
votar hoy con los conservadores, y mañana con los rojos, sin que en
ellos haya cambiado de opinión; porque reconociendo los principios
que real y efectivamente dividen a los dos partidos, no atinan a juzgar
entre ellos; no son ni rojos ni conservadores, son únicamente amigos
de la paz.

Pueblos enteros parecen a primera vista liberales rojos, por sus votos
en las elecciones y por su conducta en las revueltas; pero al examinar
de cerca a sus habitantes queda uno plenamente convencido de que
esto es una mera apariencia. Todo está reducido a que en el pueblo
hay una persona influyente por su mayor riqueza o instrucción, que es
pariente de alguno de los prohombres del partido, o que tiene un
pleito que le defienda un abogado rojo, o que la parte contraria es un

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conservador, o cosa semejante, y por ello vote y obra con los rojos;
pero ni él, ni mucho menos sus clientes, conocen los principios del
partido que sostienen, ni los del opuesto; ellos quieren solamente que
triunfe tal partido en que está tal hombre, cuyas opiniones ignoran
completamente; y que son tan opuestas a las suyas, que si las
conocieran se quedarían asombrados de su propio extravío, en apoyar
doctrinas que detestan.

Para que todos los granadinos que puedan juzgar en moral y en


política, y éstos son todos los que tienen buen sentido, tomen
realmente partido por los principios de uno u otro bando, es necesario
que conozcan los principios de esos bandos, hasta hoy apenas conocen
algunos hechos, nosotros vamos a exponer los principios. Si el pueblo
leyera, la cuestión quedaría pronto bien establecida en todos los
ánimos, pero son pocos los que leen; y por esto se pasará mucho
tiempo antes de que la Nación pueda juzgar.

Mariano Ospina Rodríguez


Agosto y septiembre de 1849.

Otros documentos relevantes de la época:


14 de abril de 1849: Manuel Ancízar, El Neogranadino, “Los partidos
políticos-su carácter y su naturaleza en Nueva Granada”, No 37.
15 de agosto de 1849: El Día (Conservador) Articulo sobre partidos políticos:
“No hai, poes, partidos políticos en la Nueva Granada, i los que existen son puramente personales: uno, i el 
más numerosos, formado de los conservadores del órden, apreciadores del mérito sin esclusion de personas,
i promovedores de la marcha progresiva del país por la senda de las leyes; i otro que tiene su origen de la 
ambicion, de la sed de mando, de la empleomanía, de la emulación”

12 octubre de 1849: No 69, Los partidos, II; La cuestion personal. El


Neogranadino, 359-60.
“¿Cual será entonces la única cuestion?  La cuestion personal. (...) ¿Qué se encuentra, pues, en el fondo 
cuando se examina com escrupulosidad el carácter de aquellos dos hombres [liberal e conservador]? Donde
está el oríjen de su disidencia? En qué se diferencían? Lo dijimos tiempo há i lo repetirémos aun. La única 
diderencia que hai entre ellos, nace de la distinta resolución que han dado a la cuestion Candidatura i de sus
obligaciones i odios por las personas... de la cuestion personal, en fin”.26

El Siglo 1848/06/03: “Libertad y democracia”. ArtÍculo sobre competencias del


gobierno; Contra reglamentación de la vida religiosa, que sigue en numero 4. No 6
indica reformas electorales: elección directa de congreso y .distritos unipersonales

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