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Ernst Benz
Título original:
Beschreibung des Christentums, Klett-Cotta, J. G. Cotta’sche Buchhandlung Nachfolger
GmbH, Stuttgart 1993 (Durchgesehene und erweiterte Auflage)
Las citas bíblicas y las siglas de los libros bíblicos han sido tomadas de la Biblia de
Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1976.
(Se colocan entre paréntesis designaciones especiales, que aparecen en otros idiomas en el
original alemán: latín, inglés, griego, etc.)
ÍNDICE
Prólogo
1. Introducción 6
2. La pregunta acerca de la “esencia” del cristianismo 10
3. La expansión del cristianismo 16
PRIMERA PARTE
La autocomprensión del cristianismo
4. La unidad de la Iglesia 19
5. El concepto de la historia: las ideas de continuidad y decadencia 27
6. La relación con el judaísmo y el Antiguo Testamento 29
7. La relación con la cultura helenística 36
8. La relación con el imperio romano 39
9. La actitud para con el “mundo” 43
10. La actividad misionera y sus métodos 48
11. Polémicas internas. Cisma y herejía 51
12. El cristianismo como forma de vida 55
13. Problemas de la autocomprensión cristiana a partir de la ilustración 61
SEGUNDA PARTE
Ideas fundamentales de la fe cristiana
14. El dogma 63
15. La idea cristiana de Dios 67
16. El Hijo: Jesucristo 75
17. El Espíritu Santo y los dones del Espíritu 80
18. La divina Trinidad 84
19. La imagen cristiana del ser humano 89
TERCERA PARTE
La Iglesia
20. Organización, constitución eclesiástica y derecho canónico 99
21. Intolerancia y tolerancia 103
22. Confesiones de fe 106
23. Culto y liturgia 109
24. La tradición eclesiástica. La Sagrada Escritura e su interpretación. 115
El Año eclesiástico
25. El monasticismo 123
26. Arte e iconografía cristianos 125
27. Misión y difusión del cristianismo. 131
Principales formas de conversión
28. Esperanza escatológica cristiana. 139
El juicio final. La vida después de la muerte
CUARTA PARTE
Las Iglesias cristianas y su entorno
29. Cristianismo y política 147
30. Cristianismo y sociedad 156
31. Relaciones con la ciencia. Educación cristiana 160
32. Diaconía y cura de almas 166
33. Cristianismo y cultura 172
34. Cristianismo y naturaleza 176
35. Matrimonio, familia y sexualidad 180
36. Disciplina eclesiástica 185
37. Cristianismo esotérico 189
38. El cristianismo y las religiones no cristianas 192
39. El futuro del cristianismo 197
Bibliografía 208
Prólogo
Ernst Benz
1. Introducción
PRIMERA PARTE
4. La unidad de la Iglesia
La discusión con los carismáticos libres. A los profetas ambulantes, que todavía ejercían en
las congregaciones como los apóstoles una actividad no ligada a un determinado lugar, se
les oponía más y más la autoridad de los presbíteros y epíscopos locales y elegidos, cuya
legitimidad se basaba en la continuidad de la tradición apostólica, sostenida por estas
personas. Ya muy temprano el episcopado monárquico se destaca como cargo de liderazgo,
basándose en el hecho de que los apóstoles mismos habían instituido obispos como sus
sucesores en las comunidades que fundaban. De hecho, las congregaciones grandes de la
Iglesia antigua tienen listas de sucesión de obispos, que comienzan con el apóstol fundador.
Incluso si este desarrollo no se habrá realizado de la misma manera en todas partes, fue
beneficiado por el hecho de que los obispos no sólo ejercían la supervisión sobre la
actividad caritativa de la comunidad y administraban los bienes de la Iglesia, sino que
asumían también la dirección de los cultos, sobre todo del culto eucarístico principal. A
ellos les competía también el oficio de enseñar. El ejercicio del “poder de atar y de desatar”
ha contribuido con el gran crecimiento del prestigio episcopal, pues quedaban en manos del
obispo las decisiones sobre la aplicación de la disciplina comunitaria, la admisión de fieles,
su eventual exclusión y “entrega a Satanás” o su readmisión, la evaluación de sus pecados y
la aplicación de penas para su expiación. De esta manera, en el correr del siglo II se impuso
en la Iglesia de manera bastante uniforme la constitución episcopal, desplazando poco a
poco la dirección de las congregaciones por parte de carismáticos libres.
Con certeza, nunca existió una comunidad carismática totalmente libre sin ninguna
estructura sólida de orden. Las epístolas del Apóstol San Pablo a los Corintios permiten
reconocer que las manifestaciones exteriores espontáneas de los dones del Espíritu Santo
traían consigo una cierta tendencia a la anarquía. Pero esto sólo podía constituir un peligro
en las comunidades paganocristianas; mientras que las congregaciones judeocristianas
poseían en su organización presbiteral, tomada de la constitución sinagogal, un fuerte
principio de orden, que fue transmitido a las comunidades paganocristianas. Pablo mismo,
que enfrentó decididamente las tendencias anarquistas de las manifestaciones espontáneas
de los carismáticos, apeló en parte simplemente a los principios del orden de las
comunidades sinagogales, cuando ordenó por ejemplo que las mujeres se callaran en la
Iglesia.
La discusión con las herejías. La defensa común contra las interpretaciones divergentes del
mensaje cristiano exigió una unificación de la doctrina, la liturgia y la organización.
Asimismo llevó también tempranamente a la realización de sínodos provinciales, como los
primeros organismos de una dirección unificada de la Iglesia, ejercida principalmente por
los obispos.
La esperanza del fin de los tiempos. El clima del fin del mundo, agudizado siempre de
nuevo en los períodos de persecución, también favoreció intensamente la conciencia de la
unidad de la Iglesia. La expectativa común del pronto regreso del Señor en gloria creó una
sincronía entre todas las congregaciones de la cristiandad. Es a partir de aquí que se han de
comprender las discusiones sobre la fecha de la Pascua: las comunidades unidas en el
cuerpo del Señor resucitado deben prepararse al mismo tiempo para el regreso del Señor.
También en siglos posteriores, las disputas sobre la uniformidad del calendario cristiano
tuvieron una importancia que hoy ya resulta muy difícil de entender, porque las tablas
unificadas de la Pascua eran consideradas como la garantía escatológica de la unidad de la
Iglesia.
Factores políticos. Es comprensible que un emperador con una visión política tan amplia
como Constantino (306-337), impresionado por el fracaso de la represión oficial de los
cristianos, finalmente pensara aprovechar en beneficio propio su poderoso principio de
unidad, abandonando radicalmente la política de persecución aplicada hasta ese momento.
Vio en la unidad de la Iglesia cristiana, que se revelara de manera tan extraordinaria y
victoriosa en los tiempos de persecución, un factor político, convirtiéndola en la base
espiritual de la unidad política amenaza del imperio.
Esto sólo fue posible a costa de una profunda transformación de la idea cristiana misma de
Iglesia. En primer lugar, la Iglesia cristiana fue empotrada dentro de los límites políticos del
imperio romano. Segundo, esta politización de la Iglesia exigió un abandono radical de la
espera escatológica cristiana. El lugar de la espera de la venida del reino de Dios fue
ocupado por el triunfalismo de una iglesia, que ante todo se comprendía como una
institución terrenal; pues ahora también ella recibía en los sínodos imperiales una
constitución terrenal, que le garantizaba su unidad dentro del sistema jurídico imperial. El
estado ponía ahora a su disposición su maquinaria oficial y administrativa para la
mantención de su orden interno.
De esta manera, el ascenso de la Iglesia cristiana a la condición de Iglesia imperial
contribuyó decisivamente para llevar a cabo la unificación final de la Iglesia. Por su
dinámica propia, la Iglesia imperial misma estimulaba la eliminación del pluralismo
tradicional de la vida eclesial. La multiplicidad de las constituciones eclesiásticas fue
sustituida por la constitución episcopal unificada basada en las leyes del imperio. El lugar
de las numerosas confesiones de fe de las grandes congregaciones es ocupado por un credo
unificado, válido para todas las comunidades; la variedad de las liturgias de las
comunidades grandes da lugar a una liturgia imperial unificada; se unifica el monasticismo;
se instituyen sínodos imperiales “ecuménicos” como instituciones jurídicas que crean la
unidad de la iglesia imperial y la controlan. Estos sínodos eran convocados por el
emperador; sus decisiones requerían la confirmación por el emperador.
Esta uniformidad, que introdujo un principio de organización política en la unidad del
cuerpo místico de Cristo, en la práctica produjo sin embargo una destrucción de la unidad
de la Iglesia. La Iglesia, unificada de tal manera, quedó amarrada a los límites territoriales
del imperio romano. Su actividad misionera fuera del ámbito del imperio estaba marcada,
pues, por la soberanía política de esta Iglesia imperial; empujando con ello a los cristianos
de los países asiáticos que estaban fuera del ámbito del imperio romano, a una oposición
nacional y política contra la Iglesia imperial romana. Además de ello, después que
Constantino convirtiera la unidad de fe de la Iglesia cristiana en el principio de unidad del
imperio, todo desvío de la “ortodoxia” fijada por los sínodos imperiales se transformaba en
una divergencia del orden público. La consecuencia directa del privilegio de la Iglesia
imperial fue la legislación imperial contra los herejes, que castigaba como enemigos del
estado a los que profesaban otras creencias. Con ello, todas las controversias teológicas
dentro de la Iglesia imperial se realizaban a la sombra de las leyes imperiales contra la
herejía. A partir de ese momento, las minorías estaban bajo la amenaza del peligro de la
difamación política y del exterminio por parte del estado. Los partidos teológicos
comenzaron a solicitar los favores del emperador y de los dueños del poder político, a fin
de reprimir con su ayuda a los adversarios teológicos. Así se produjo la unificación de la
Iglesia meramente dentro de los límites de la soberanía del imperio romano, que por su
parte era una estructura política que dependía de los éxitos o fracasos militares en la lucha
contra los persas y otros enemigos del imperio en los territorios de Asia Menor y del norte
de África. En las fronteras siempre cambiantes del imperio, surgían numerosas Iglesias
cismáticas en Germania y sobre todo en Asia Menor y en el norte de África – Iglesias
arrianas en los reinos germánicos, Iglesias monofisitas y nestorianas en Asia Menor, Egipto,
etc. – que se sustraían a la influencia de la Iglesia imperial. Pero también la unidad interna
del imperio fue perturbada durante la época de las pugnas dogmáticas entre los siglos IV y
VII por obispos y monjes, que buscaban ganar al emperador para sus propias opiniones
doctrinales y para condenar, excomulgar y proscribir a sus adversarios.
Una unificación política forzada similar se produjo en el siglo IX en el imperio carolingio,
cuando volvió a resurgir la idea del imperio romano en territorio romano-germano.
También allí, cuando el dominio franco se unió al papado romano, el pluralismo
eclesiástico original fue eliminado rigurosamente por la Iglesia del imperio carolingio, que
había asumido ante el papa el compromiso de introducir el modelo romano. De esta
manera, la multiformidad del monasticismo, en parte de origen celta e iroescocés, en parte
originario del Asia Menor, fue eliminado por el monopolio del monacato benedictino. El
lugar de las liturgias galicanas, mozárabes y ambrosianas fue ocupado por la liturgia
romana como liturgia imperial única. Los concilios imperiales se preocupaban por la
ejecución y el control permanente de las metas.
Ni siquiera esta unificación de la iglesia imperial carolingia con todos los recursos políticos
masivos pudo mantener por mucho tiempo la unidad de la Iglesia – los movimientos, que
posteriormente se dirigían contra la unidad de la Iglesia romana en el “Sacro Imperio
Romano-Germano”, nacieron precisamente en aquellas regiones, donde habían sido
reprimidas modalidades autóctonas más antiguas de vida eclesiástica, como en Bohemia, en
Inglaterra y finalmente en Alemania.
El intento más llamativo de garantizar políticamente la unidad de la Iglesia cristiana lo
constituye luego la misión católica romana en la conquista del continente americano en el
siglo XVI. Desde los comienzos, los dos sostenedores políticos de la conquista, los reyes de
Portugal y España, a los que el papa había encomendado la tarea misionera, impidieron por
medio de leyes rigurosas la participación de protestantes en la conquista de las nuevas
tierras – el nuevo mundo debía ser y permanecer católico. Sin embargo, con los diversos
tipos de Iglesias de la Reforma, en esa época ya había surgido en Europa nuevamente una
variedad eclesiástica, y la cristianización de América se realizó bajo el signo del pluralismo
confesional.
En la traducción de las Sagradas Escrituras a las lenguas del pueblo, comúnmente se toma
como base la modalidad en la que la lengua es hablada en el momento de la traducción, de
modo que lengua sagrada y lengua del pueblo inicialmente se corresponden, y la traducción
de la Biblia lleva a un enriquecimiento de la lengua viva hablada por el pueblo. Pero en
general, el empleo de los textos sagrados en el culto lleva a que la lengua eclesiástica se
transforme en una lengua sagrada propia, que ya no participa en la evolución lingüística,
sino que se estanca sobre la base arcaica de la época de la traducción de la Sagrada
Escritura. De la traducción de la Biblia al búlgaro antiguo surgió por ejemplo el eslavo
eclesiástico, que se distanció cada vez más del desarrollo de las lenguas vivas de los
pueblos eslavos. De manera similar, la lengua de la traducción de la Biblia de Lutero, la que
en su momento constituyó una enorme creación lingüística, se transformó en una lengua
sagrada de la Iglesia luterana, que quedó detrás de la evolución de la lengua alemana. Un
destino similar tuvo la traducción de la Biblia bajo Jacobo I.
Las divisiones políticas a menudo no coinciden con las fronteras de los grupos lingüísticos;
frecuentemente el ámbito de dominio de una lengua no se identifica con la antigua división
política de las tribus. Precisamente en Europa Oriental, en Siberia, India, Asia Oriental y
África, la misión asumió la multiplicidad lingüística de los pueblos y elevó una tras otra la
mayoría de las lenguas tribales, a través de la traducción de la Sagrada Escritura, la liturgia
y el catecismo, a la condición de lenguas literarias.
Sólo a partir de esta variedad y diferenciación espiritual de la vida de la Iglesia es que se
puede comprender la diferenciación política de las Iglesias cristianas. La misma fue
facilitada en todas partes donde se formaron estados nacionales sobre la base de una
nacionalidad coherente y esencialmente unificada desde el punto de vista lingüístico; o allí
donde el principio de la Iglesia oficial, desarrollado por Constantino en el territorio del
imperio romano, fue transferido a los diversos estados nacionales europeos o territorios
soberanos de Europa. La Reforma del siglo XVI se desarrollo en Inglaterra, Escocia, Suecia
y Dinamarca bajo la modalidad de Iglesia nacional; mientras que en Alemania, el
territorialismo de los estados impidió políticamente la formación de una Iglesia nacional
alemana. En numerosos territorios del imperio, la Reforma llevó a la formación de otras
tantas Iglesias confesionales territoriales, dejándolas en una dependencia total de los
príncipes que, como “summi episcopi”, ejercían un dominio eclesiástico legal sobre su
respectiva Iglesia territorial. Esto tuvo como consecuencia que en Alemania las Iglesias
territoriales continuaran siendo un paraíso del particularismo territorial, aun después de la
fundación del imperio alemán en 1871.
Desde el inicio, la relación del cristianismo con el judaísmo fue sumamente tensa, pues era
marcada simultáneamente por la continuidad y la discontinuidad. La continuidad era dada
por el hecho de que Jesús era judío, que él mismo se consideraba como el cumplidor de las
promesas salvíficas veterotestamentarias sobre la venida del Mesías Hijo del Hombre, y
que tal anuncio había sido aceptado por una parte de los judíos palestinenses, sobre todo,
entre los adeptos de una expectativa de la venida inminente del fin de los tiempos, como lo
fueron los discípulos de Juan el Bautista. Los milagros que él realizó y que vinculaban el
perdón de los pecados a la curación de enfermedades de todo tipo y con expulsiones de los
demonios, contribuyeron en reforzar la fe en Jesús como el cumplidor de las promesas del
Antiguo Testamento. No sólo la figura de Jesucristo, sino también la comunidad que se
formó en torno a él fue considerada de manera creciente como la realización de las
promesas salvíficas del Antiguo Testamento. Mediante la exégesis tipológica “pneumática”
se constató una rea cada vez más densa de relaciones entre estas promesas y su realización
en la figura de Jesucristo y en la historia de la Iglesia. De esta manera, el libro sagrado del
judaísmo – “la Escritura” – se convirtió en el libro sagrado de la Iglesia cristiana, que
consideraba a su Señor y se consideraba a sí misma como el cumplimiento de sus promesas
de salvación. Sólo poco a poco fue surgiendo al lado del canon de las escrituras judías, una
colección cuidadosamente seleccionada de escritos cristianos, cuya autoridad se basaba en
su origen apostólico: el “Nuevo Testamento”. Éste, por su parte, asignaba el máximo valor
al hecho de dar testimonio de su conexión interior con la “Escritura”, la cual, llamada ahora
“Antiguo Testamento”, pasó a ser la primera parte de la colección eclesial de escrituras
reveladas.
Este desarrollo fue reforzado por el hecho de que la misión cristiana se difundía sobre todo
en el ámbito de las comunidades sinagogales de la diáspora judía. La dispersión de estas
comunidades por todo el mundo, sobre todo en las ciudades del imperio romano en Siria,
Egipto y las ciudades de Asia menor hasta África del Norte, Sicilia, Italia, Galia y España,
fue la matriz de la difusión de las comunidades cristianas. Fue decisivo que desde el primer
siglo precristiano las comunidades sinagonales de la diáspora judía también ya habían
comenzado a desarrollar una misión entre los no judíos, admitiendo en número cada vez
mayor y en diferentes grados a paganos a las reuniones cúlticas, ya sea como miembros del
grupo algo más externo de los llamados “temerosos de Dios” (sebómenoi), o como
prosélitos, los que por la circuncisión se convertían en miembros plenos de las
comunidades sinagogales. La conexión con el judaísmo fue reforzada aun por el hecho de
que las comunidades judeocristianas habían adoptado el sistema judío de la organización de
las comunidades, a saber, el presbiterio. Asimismo adoptaron juntamente con las Sagradas
Escrituras también gran parte de las formas cúlticas de la sinagoga, como la lectura de las
Escrituras, la predicación y la oración. El canto sinagogal de los salmos se convirtió en un
elemento importante de la liturgia de las comunidades cristianas. La organización
suprarregional de las comunidades judeocristianas también adoptó la práctica de la
asociación de las sinagogas judías. Esta vinculación halló su expresión visible en un tributo
que las diversas comunidades de la diáspora pagaban a la comunidad de Jerusalén.
En el transcurso de este desarrollo, la Iglesia cristiana parecía estar en el mejor camino de
convertirse en una secta judeocristiana. De hecho, la evolución de las cosas en Jerusalén
tomó esta dirección, tanto más, porque allí el judaísmo tenía en el culto del templo el centro
de las prácticas diarias de su piedad. Los miembros de la comunidad judeocristiana en
Jerusalén no sólo observaban las leyes rituales y las costumbres judías, sino que también
participaban en el culto del templo, exigiendo también de los paganocristianos la
observancia de la ley, inclusive la circuncisión. Este desarrollo fue reforzado todavía por el
hecho de que Santiago, el hermano carnal del Señor, conocido por una observancia
particularmente rigurosa de la ley y las prescripciones cúlticas del templo, ocupaba una
posición de liderazgo en la comunidad de Jerusalén.
La discontinuidad recién se produjo por el hecho de que la mayoría de los portadores de las
promesas del Antiguo Testamento no aceptaban la fe en el cumplimiento de estas promesas
en la persona de Jesucristo. Ésta ya había sido la experiencia decisiva de la predicación de
Jesús: él se sabía enviado en primer lugar “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt
10,6). También Pedro y Pablo se dirigían primeramente a los judíos. Juntamente con la
experiencia de la actitud de rechazo por parte de los judíos, fue sorprendente para el propio
Jesús el hecho de que personas no judías, samaritanos y paganos se abrían a su mensaje de
salvación, causando particular impresión el hecho de que entre estos interesados también
había miembros de las fuerzas de ocupación romana de Palestina, odiada por motivos
políticos y religiosos por los judíos. También en las comunidades sinagogales, en las que
los discípulos de Jesús difundían su mensaje, un número particularmente grande de
miembros del círculo de los Sebómenoi y de prosélitos, es decir, antiguos paganos, se abría
a la nueva doctrina. En Jerusalén mismo, la doctrina cristiana halló especial resonancia
entre los judíos de la diáspora, que venían a Jerusalén desde las diversas provincias del
imperio romano. En sus respectivas patrias, vivían en un judaísmo sinagogal puramente
espiritual, sin templo ni sacrificios, y se mostraban críticos con relación al judaísmo
conservador relacionado con el templo. Además, en sus comunidades de origen ya estaban
acostumbrados a convivir con simpatizantes paganos.
La discontinuidad se volvió claramente visible en la cuestión de la observancia de la ley,
cuestión ésta de fundamental importancia para el judaísmo. En la comunidad judeocristiana
primitiva, coexistían lado a lado dos líneas. Una exigía la inclusión de los paganos
convertidos a la comunidad de la religión judía, con plena observancia de la ley incluyendo
la circuncisión. Por su parte, las “columnas” (Santiago, Pedro y Juan) estaban dispuestas a
conceder que Pablo y Bernabé realizaran la misión de los paganos sin sumisión a la ley. A
pesar de este acuerdo, decidido en el llamado Concilio de los Apóstoles en Jerusalén, Pablo
tuvo que enfrentar la oposición de una misión judaizante en Galacia y en Corinto.
En Pablo mismo se percibe claramente la tensión entre continuidad y discontinuidad. De
acuerdo a su concepción, la elección del “Israel según la carne” (1 Co 10,18) sigue en
vigencia; pero la pertinencia al pueblo de Dios no depende de la herencia carnal, sino de la
espiritual (Rm 9,6-7; 4,13; 2,28). Por eso tampoco es necesario que el pagano creyente
tenga que convertirse en judío para pertenecer al pueblo de Dios. Por consiguiente, los
paganos no deben ser obligados a circuncidarse. La verdadera circuncisión no es la del
cuerpo, sino la del corazón (Rm 2,29). La salvación depende únicamente de la gracia de
Dios. El acceso salvífico al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como Dios y Padre de
Jesucristo, quedó libre del muro (Ef 2,14) del ritualismo y del nacionalismo que bloqueaba
el camino a los paganos. Al lado del antiguo Israel está ahora el nuevo Israel espiritual.
Ahora bien, ¿puede haber dos Israel? Pablo intentó solucionar el problema, que le
preocupaba profundamente, con la parábola de los dos olivos (Rm 11,17-24), absurdo desde
el punto de vista de la agricultura. Esta parábola permite reconocer claramente el origen de
todos los conflictos posteriores: del verdadero olivo (Israel) son cortadas algunas ramas
(judíos, por causa de su incredulidad), y en su lugar son injertadas ramas de olivo silvestre
(paganos, por su fe). Pero Pablo no queda tranquilo con esta solución propuesta con esta
alegoría. Él deja entrever que al final de los tiempos, volverán a ser reinjertadas también las
ramas cortadas del verdadero olivo.
De hecho, la Iglesia del siglo II pasó por una fase clara de separación del judaísmo y de
liberación de su tradición judía. El hecho político de que Jerusalén fuera derrotada
finalmente en su lucha de liberación del dominio romano y que la conquista de Jerusalén en
el año 70 por el ejército romano al mando de Tito llevó a la destrucción del templo y de la
ciudad y al exterminio y la expulsión de sus habitantes, no es la causa principal de la
desaparición del judeocristianismo. En obediencia a ciertas profecías, numerosos miembros
de la comunidad judeocristiana se habían salvado refugiándose en la Transjordania (Pella).
Es posible que incluso después del año 70 se formaran nuevamente algunas comunidades
judeocristianas en Palestina. Nada impedía que de estas comunidades “residuales” surgiera
una regeneración del judeocristianismo clásico.
Ya en el Evangelio según San Juan se proyecta una pesada sombra sobre “los judíos”, que
exigen la crucifixión de Jesús, a pesar de que Pilato “no encuentra ningún delito en él” y
“trataba de librarle” (Jn 18,38; 19,12). Los otros Evangelio también evidencian la tendencia
de disculpar a los romanos y de atribuir la culpa por la muerte de Jesús a “los judíos”. Ante
la aseveración de Pilato: “Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis”, el
pueblo de los judíos responde: “Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos” – un grito,
que en la exégesis de la Iglesia de los siglos posteriores fue entendido como una confesión
espontánea de culpa colectiva de los judíos por la muerte de Jesús (Mt 27,24-25).
Ambas partes se desarrollaron por caminos separados, y las dos se modifican en este
distanciamiento. En la proclamación paganocristiana se impone cada vez más fuerte la idea
de la novedad del mensaje cristiano de salvación: el “Nuevo Testamento”, el “nuevo
mandamiento”, la “vida nueva”, la “nueva existencia del espíritu”, la “nueva criatura”, el
“hombre nuevo”, el “nuevo camino”, la “nueva canción”, el “hablar en lenguas nuevas”, la
“nueva Jerusalén”, el “nuevo cielo y la nueva tierra”, “he aquí, yo hago nuevas todas las
cosas; ustedes son un nuevo fermento”. En Marción (a mediados del siglo II), la conciencia
de la novedad del mensaje cristiano se convierte en el motivo de una completa separación
del Dios y del libro del Antiguo Testamento. Este Dios no es el padre de Jesucristo, sino el
señor de este mundo; Jesucristo no es el enviado del Dios veterotestamentario, sino de un
Dios hasta entonces “desconocido” y “extraño”, cuyo mensaje constituye la “antítesis” del
mensaje del Dios del Antiguo Testamento – el mensaje del amor revelado, que supera la ley
cruel de la justicia. Con Marción, el distanciamiento del judaísmo llega a tal punto que él
rechaza el Antiguo Testamento como documento cristiano de revelación. Marción ve
incluso en los libros que tiene a su disposición y que más tarde fueron incluidos en el canon
neotestamentario, una falsificación perversa de la tradición cristiana por interpolaciones
judaizantes. El primer esbozo de un canon neotestamentario se remonta a los esfuerzos de
Marción de oponer a la “Escritura” de los judíos un “Evangelio” cristiano, constituido por
diez epístolas paulinas (sin las epístolas pastorales) y el Evangelio según San Lucas,
supuestamente paulino, depurado de deformaciones judaizantes. Este intento de Marción
fue rechazado por la Iglesia cristiana como herético. A pesar de ello, la imagen del
judaísmo se fue oscureciendo cada vez más en la conciencia de la Iglesia proveniente del
paganismo.
Por otro lado, parece que con el surgimiento del cristianismo se extinguió el impulso
misionero del judaísmo helenístico. El judaísmo, que desde el segundo siglo precristiano
había dado el paso para convertirse en religión universal, vuelve a ser un “pueblo” y regresa
a la conciencia exclusiva de su elección. Ve como una arrogancia y como enajenación ilícita
la aplicación cristiana de la “Escritura” a Cristo y a la Iglesia.
Por de pronto, los destinos del judaísmo y del cristianos todavía permanecen ligados entre
sí por el hecho de que las autoridades romanas no hacían ningún esfuerzo de diferenciar
entre las dos religiones. Los cristianos eran considerados una secta judía; la ira del
emperador romano contra la insubordinación de los judíos, que se enfrentaban al dominio
romano con constantes rebeliones, recaía también sobre los cristianos. Con todo, en la
diáspora del imperio romano la religión judía era considerada como una “religio licita”, con
llamativos privilegios como por ejemplo el derecho de practicar libremente sus costumbres
religiosas y de estar exenta del culto al emperador, mientras que el cristianismo era una
“religio illicita”. La persecución de los cristianos se originó por la negación de los
cristianos de ofrecer el sacrificio al emperador, tal como la ley se lo imponía. Las tensiones
entre ambos crecieron cuando bajo el emperador Constantino el propio cristiano asumió el
lugar del antiguo culto al emperador y fue elevado a la categoría de religión del imperio. Si
bien la religión judía continuó siendo aún “religio licita”, el judaísmo de Palestina, Siria y
en el occidente cayó bajo el dominio del estado cristiano, y la legislación sobre los judíos
quedó bajo la influencia directa de la iglesia imperial. Al mismo tiempo el judaísmo se
convirtió en objeto de la misión cristiana. La legislación especial sobre los “herejes”, que se
oponían a la ortodoxia dominante de la iglesia imperial, llevó a que las medidas contra las
herejías también fueran extendidas a los judíos. Juntamente con las disposiciones contra
herejes cristianos y samaritanos, las leyes del emperador Justiniano (527-565) incluyen
también severas determinaciones contra los judíos. Su “Corpus iuris civilis” so convirtió en
el patrón para la legislación sobre los judíos en la Edad Media. Desde entonces, sobre el
judaísmo en Europa pesó el nefasto destino de verse incluido en las diversas medidas
administrativas, policiales o militares contra los herejes e infieles, durante todo el tiempo
del imperio cristiano y del dominio de la Iglesia católica. En el reino merovingio, se le
imputaba a los judíos la culpa por las victorias de los ejércitos islámicos sobre los
cristianos, ya que los judíos, tal como los musulmanes, negaban la divinidad de Cristo. En
España, los judíos se entendían bien con los visigodos, mientras estos eran arrianos.
Después de la conversión de los visigodos al catolicismo bajo el Rey Recaredo I (586-601),
fueron restringidos fuertemente los derechos de los judíos y se planificó su total expulsión
del reino visigodo, de modo que la conquista árabe de la península de los Pirineos fue
considerada por los judíos finalmente como una liberación.
El hecho de que los cristianos colocaban a los judíos y a los musulmanes en un mismo
plano produjo efectos catastróficos en las cruzadas. En las tres primeras cruzadas (1009,
1147, 1189/90), cruzados organizados y no organizados, juntamente con hordas incitadas,
comenzaron su lucha contra los “infieles” con el saqueo de numerosos guetos en los
obispados de occidente y a lo largo del Río Rin, pero también en Bohemia, impulsando con
ello las grandes migraciones hacia el oriente de los judíos alemanes en dirección a Polonia
y Rusia. La lucha de la Iglesia contra los herejes, como los valdenses y albigenses, también
fue fatal para el judaísmo. El Sínodo de Letrán de 1215 bajo Inocencio III prescribió trajes
especiales para los judíos y los excluyó de los cargos públicos. La institución de la
inquisición y el hecho de que fuera confiada a la orden de los dominicanos produjo una
nueva ola de persecuciones, ya que esta orden también se había puesto como meta la
conversión de los judíos. Las guerras husitas y de los turcos produjeron también
persecuciones: el franciscano Juan de Capistrano predicó en el sur y en el este de Europa
contra los turcos y contra los judíos.
Desde sus comienzos, la Iglesia cristiana consideró la misión de los judíos como su deber.
En la Edad Media, ello produjo frecuentemente conversiones forzadas; la inquisición, a la
que se le había encomendada la misión de los judíos, disponía para ello de todos los medios
estatales y policiales. Al lado de ello, ocasionalmente también se promovían discusiones
públicas entre teólogos judíos y cristianos. Si bien estas discusiones eran ordenadas por las
autoridades cristianas del estado o de la Iglesia en el marco de su tarea misional, de todos
modos contribuían a un mejor conocimiento mutuo. En España, la propia Iglesia llegó a
cuestionar las conversiones masivas y forzadas de judíos, poniendo a los cristianos
“forzados”, los marranos (en hebreo, anusim = los forzados u obligados), bajo el control de
la inquisición. Después de la unificación de los reinos de Aragón y Castilla bajo los “reyes
católicos” Fernando e Isabel en el año 1469 y luego de la victoria sobre los últimos
dominios moros en Granada, los judíos fueron expulsados definitivamente de España
(1492) y de Portugal (1497). Pero también muchos marranos dejaron España en esa época,
refugiándose en Navarra, en el norte de Francia, en las ciudades hanseáticas, en Italia,
Grecia (Salónica) y en Turquía.
Al lado de las conversiones forzadas – casi siempre combinada con una persecución –
siempre hubo conversiones aisladas de judíos al cristianismo por razones de convicción
interior. En todos los siglos, la historia de la Iglesia católica cuenta entre sus teólogos y
obispos un cierto número de judíos convertidos. En algunos casos, precisamente estos
judíos convertidos se destacaron de manera especial por la persecución de sus antiguos
correligionarios. Un ejemplo importante para la historia eclesiástica, de la época de la
reconquista española, es el arzobispo Pablo de Burgos, un judío con formación rabínica
(Salomón ben Leví), que en 1412 siendo obispo de Cartagena, redactó una ley en la corte
de Castilla, que debía llevar a los judíos a la conversión mediante la privación de sus
derechos sociales. Poco antes de la aparición de Lutero, se constata la actuación del
dominicano de Colonia, Juan Pfefferkorn (1469-1523/23), un convertido que exigía la
destrucción de los escritos judíos. Juan Reuchlin lo enfrentó valientemente en 1511 con su
obra “Augenspiegel”.
En su forma más radical, la discontinuidad lleva a una actitud radicalmente antijudía, que
preparó el terreno para el antisemitismo moderno. Éste, por su parte, no tiene raíces
teológicas, sino ideológicas, principalmente una doctrina racista de motivación ideológica
basada en una aplicación pseudocientífica al ser humano de conocimientos biológicos
obtenidos del mundo animal. El antisemitismo moderno, que bajo el régimen del
nacionalsocialismo llevó en época reciente a un exterminio sistemático de los judíos, a
pesar de tener en el fondo una orientación anticristiana, se apropió en parte de temas
tradicionales de la polémica de la Iglesia contra el judaísmo para fundamentar su
propaganda antisemítica.
Cuando se descubrieron las dimensiones de los crímenes perpetrados en nombre del
antisemitismo, surgió en las iglesias cristianas una reflexión más intensa sobre la
vinculación íntima entre el judaísmo y el cristianismo, lo que en todos los países llevó a la
creación de numerosas instituciones dedicadas a la “colaboración judeo-cristiana” en el
campo científico y práctico. En esta materia, le cabe una tarea especial a las instituciones
ecuménicas en Jerusalén.
Al lado de las sombrías y fatales consecuencias de la discontinuidad, existe una página más
luminosa en la historia de las relaciones mutuas, que se manifestó en todas partes donde
logró imponerse la conciencia de la continuidad. A lo largo de toda la historia de la Iglesia,
la teología cristiana constantemente recurrió a la ciencia bíblica judía, sobre todo en el
terreno de los comentarios bíblicos y de las traducciones de la Biblia. El extraordinario
trabajo de Orígenes (185-254), una edición paralela con los textos hebreos del Antiguo
Testamento – en escritura hebrea y en trascripción griega – y con las traducciones griegas
de Aquila, de Símmaco, de la Septuaginta y de Teodoción, era inconcebible sin los
conocimientos de la ciencia veterotestamentaria del judaísmo alejandrino. El principal
objetivo de Orígenes fue crear una base de texto segura para las discusiones teológicas con
el judaísmo. Jerónimo, el autor (a partir de 383) de la traducción de la Biblia al latín, la
Vulgata, posteriormente elevada a la categoría de texto canónico, aprendió hebreo con un
judío bautizado. Lutero, en su traducción del Antiguo Testamento al alemán, también se
dejó asesorar por rabinos. Igualmente, la exégesis cristiana del Antiguo Testamento siempre
volvió a recurrir a la literatura exegética rabínica, aunque frecuentemente se camuflaron las
indicaciones de las fuentes. Judíos convertidos aportaron los resultados de sus estudios
veterotestamentarios a la teología cristiana. La glosa más importante a la Sagrada Escritura,
la “Glossa Ordinaria”, proviene de un rabino bautizado, Nicolás de Lira (fallecido en
1349); ella permite reconocer la fuerte influencia de la tradición rabínica. La investigación
del Antiguo Testamento en el ámbito de la teología cristiana muestra a lo largo de los siglos
una colaboración siempre renovada entre investigadores judíos y cristianos, adaptada a los
nuevos métodos y preguntas. Esta influencia mutua se extiende también al Nuevo
Testamento. Si hasta su emancipación a principios del siglo XIX el judaísmo sólo se ocupó
de manera polémica de Jesús y del cristianismo primitivo, durante el siglo XIX varios
sabios judíos comenzaron a investigar científicamente el origen del cristianismo. Hacia
finales de ese siglo, eruditos judíos como Josef Klausner, Leo Baeck y Rudolf Eisler
presentaron la figura de Jesús en concordancia con la tradición judía y también en
oposición a ella. Sabios judíos estimularon sobre todo la investigación, con la manifiesta
tendencia a disminuir a Pablo con relación a Jesús (A. Marmorstein, Josef Klausner, Hans
Joachim Schoeps y Martín Buber, que enfatizó la oposición de Jesús y del fariseísmo contra
Pablo y el judaísmo helenístico).
No menos intensa que la contribución exegética, intelectual y de la crítica textual del
judaísmo a la investigación vetero- y neotestamentaria, fue su participación filosófica y
teológica en el desarrollo de la teología y la mística cristianas. La escolástica medieval de
todas las tendencias teológicas es impensable sin la gran contribución que suministró el
renacimiento judío-árabe mediante la transmisión de la filosofía aristotélica y neoplatónica.
Luego de la clausura de las universidades paganas en el ámbito del imperio bizantino, las
fuentes de esta filosofía permanecieron cerradas para el occidente; pero fueron transmitidas
a los eruditos árabes y judíos por los profesores paganos que emigraron a Siria y Persia, y
retornaron desde allí a Europa a través de Sicilia y España. Este renacimiento judío-árabe,
que surgió en España cuatrocientos años antes que el Renacimiento en Italia, se presenta así
como continuación directa del helenismo, que se fusionó con la cultura árabe y persa en
Bagdad. Los sabios judíos de España transmitieron al occidente cristiano no sólo textos
olvidados de Aristóteles en traducción latina, sino que ejercieron influencia directa sobre
los líderes de la escolástica cristiana con sus propios trabajos teológicos, como sucedió por
ejemplo con Salomón ibn Gabirol (Avencebrol, 1021-1070) a través de su “Fons vitae”.
También se encuentran fuertes influencias de la teología y la mística judías en Maestro
Eckhart, que actuó en París y en Colonia como profesor de teología, y cuya segunda
versión del comentario al Génesis se basa en el comentario correspondiente de
Maimónides. La crítica de Maimónides a la idea aristotélica de la eternidad del mundo y de
la doctrina neoplatónica de las emanaciones ejerció influencia directa sobre las doctrinas
sobre Dios y la creación de Alberto Magno, Tomás de Aquino y su discípulo Maestro
Eckhart.
La mística judía ejerció una continua influencia sobre la mística cristiana también en los
siglos posteriores. Leone Ebreo (Juda Abrabanel, 1437-1509) unió en sus “Dialoghi di
amore” la mística de amor del neoplatonismo italiano con la mística de la cábala judía,
influenciando fuertemente la mística barroca.
La cábala cristiana constituye una forma particularmente llamativa de la influencia de la
mística judía. Ella se remonta a judíos españoles convertidos del siglo XIII, que buscaban
referencias a doctrinas de la fe cristiana en las doctrinas secretas de la tradición esotérica
del judaísmo. Juan Reuchlin (1455-1522) es luego el portavoz más importante de la cábala
cristiana. Para el pietismo radical, especialmente para sus grupos místicos separatistas, la
obra “Cabbala Denudata” del caballero Knorr von Rosenroth (1636-1689) llegó a constituir
el impulso más importante. Pasando por la teosofía de Friedrich Christoph Oetinger, la
influencia de esta obra se extiende hasta Friedrich Schelling (1775-1854). Esta influencia
directa de la mística judía sobre la piedad cristiana prosigue hasta Leo Baeck y Martín
Buber.
La emancipación del judaísmo modificó radicalmente la actitud del cristianismo para con el
judaísmo. Después del hecho pionero de la concesión de los derechos civiles a los
ciudadanos judíos en Francia por la Asamblea Nacional del 27 de septiembre de 1791 y
luego de los pasos legislativos correspondientes en otros países europeos, se le quitó en
principio el carácter de “nación” al judaísmo y se le reconoció el rol de una confesión. Este
cambio llevó a muchos judíos a una conversión espontánea a alguna Iglesia cristiana,
siendo las preferidas las Iglesias protestantes, consideradas más liberales. Es típica la
evolución religiosa del padre de Karl Marx, que a través de la filosofía de Kant, llegó a la
adhesión interior a la Iglesia Evangélica de Renania. Por otro lado, convertido en una
confesión, recién ahora el judaísmo comenzó a desarrollar nuevamente una conciencia
misionera, a la cual servían los numerosos institutos científicos del judaísmo fundados a
partir de ese momento.
El encuentro del cristianismo con el helenismo es el modelo de una interacción que habría
de repetirse a lo largo de la historia en el encuentro con otras culturas, como las culturas
asiáticas de la India y de China, y como actualmente se repite a escala global en la misión
cristiana mundial. La penetración del espíritu griego y la alianza entre el mismo y el
Evangelio es el acontecimiento más importante de la historia de la Iglesia del siglo II y se
prolonga a lo largo de los siglos siguientes. Harnack designó el dogma como “el producto
de la helenización del cristianismo” y ve en la gnosis el proceso de la “helenización aguda”
y en la formación de la teología griega la modalidad eclesiástica de la paulatina
helenización. Pero el proceso de helenización no se limitó al dogma, sino que ocurrió en
todos los ámbitos de la vida de la Iglesia – en la liturgia como en su constitución, en su
ética y en su mística como en el arte eclesiástico. Frecuentemente este proceso se ha
interpretado como una respuesta a la creciente penetración de elementos judíos a la Iglesia
antigua. Pero eso no es correcto, porque el judaísmo tardío mismo había pasado por un
intenso proceso de helenización, como lo evidencia sobre todo la obra teológica del judío
Filón de Alejandría (alrededor del año 40 d. C. en Roma), tanto en la modalidad de su
exégesis del Antiguo Testamento como también en la sistematización conceptual de su
contenido religioso. Ya Filón introdujo el concepto griego del Logos en la teología del
Antiguo Testamento, al identificar el Kyrios veretotestamentario con la razón cósmica, la
idea cósmica, el principio de ordenación del cosmos. La novedad de la teología de los
llamados “Apologistas”, los defensores del cristianismo contra su contexto pagano en los
siglos II y III, no es, pues, la introducción del concepto del Logos en la teología, sino su
identificación con el Mesías Hijo del Hombre, que se hizo hombre en Jesucristo. Sólo a
través de esta identificación proporcionó al hecho histórico de la aparición de Jesús un
significado metafísico, ligando la cosmología y la filosofía de la religión a una persona que
se manifestó en el tiempo y en el espacio. Esta identificación del Logos con la figura
histórica de Jesucristo fue el punto de partida decisivo para la fusión de la filosofía griega
con la herencia apostólica, atrayendo la clase griega instruida al cristianismo.
Esto de ninguna manera fue un proceso natural. Pablo había subrayado enfáticamente la
oposición entre la “necedad” del Evangelio y la “sabiduría de este mundo”, subrayando de
manera especial que el Evangelio era una “necedad para los gentiles” (1 Co 1,23). No
obstante eso, también Pablo ya evidencia todas las marcas del pensamiento helenístico,
como correspondía a la tradición rabínica de su maestro Gamaliel; sobre todo, permite
percibir la influencia de la terminología estoica. Pero el cambio decisivo ocurrió claramente
en la persona de Justino Mártir (fallecido alrededor del año 163), el cual, como filósofo de
profesión, expone de manera impresionante en el relato de su conversión cómo en su
búsqueda de la sabiduría encontró “la verdadera filosofía” en el mensaje cristiano.
El descubrimiento que el Logos, la razón cósmica misma, apareció entre nosotros en la
figura de Jesucristo, ejerció una enorme fascinación sobre el mundo culto de la era
helenística. El caso ejemplar para ello es Agustín, el cual, luego de leer las obras de la
filosofía neoplatónica, identifica en el libro VII de sus “Confesiones” con palabras llenas de
entusiasmo el contenido de estos escritos con las palabras del prólogo del Evangelio según
San Juan. Pero al mismo tiempo subraya como única diferencia característica entre el
Logos cristiano y el neoplatónico que el Logos “se despojó de sí mismo tomando condición
de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre”
(Flp 2,7): “Sobre esto nada dicen aquellos libros”.
Esta helenización tuvo una consecuencia significativa: el cristianismo ya no ve su
prehistoria limitada a la historia veterotestamentaria de la salvación, sino ampliada a una
dimensión universal; la historia del cristianismo aparece identificada con la historia de la
propia humanidad y con la historia universal de la religión y del espíritu. El cristianismo
mismo es la religión universal, tan antigua como el mundo; es “la religión de Adán”. El
Logos se manifestó a lo largo de toda la historia mundial en medio de todos los pueblos en
formas siempre nuevas. Siempre se manifestó como “semilla del verbo” (“logos
spermatikós”) en todas las religiones y sistemas filosóficos, pero sólo en Cristo tomó forma
en toda su plenitud y apareció entre los hombres como maestro de la verdadera filosofía.
Este pensamiento fue ampliado cada vez más por los apologistas y sobre todo por las
cabezas de la escuela catequética de Alejandría, que cultivaban el diálogo con la tradición
griega en este gran centro de formación helenística. Se halla formulado en Clemente de
Alejandría bajo de forma que no sólo Sócrates y Platón pertenecen a los testigos del Logos
– posteriormente, estos filósofos paganos aparecen en los iconos de la Iglesia antigua entre
los justos redimidos que Cristo, después de conquistar el Hades, saca de las regiones de los
muertos –, sino que determinadas “chispas” o “partículas” de este Logos divino también se
reconocen en la filosofía de los persas, hindúes y egipcios. En Agustín, la idea de este
nuevo universalismo basado en la cristología del Logos se halla expresada en la afirmación
que el cristianismo es tan antiguo como la creación. Eusebio de Cesarea, el primer gran
historiador del cristianismo (260-339), declaró: “La religión perfecta, que llegó a nosotros
por la predicación de Cristo, no es nueva o extraña, sino en verdad la primera, única y
verdadera”.
Esta asimilación del espíritu griego prosigue entre los Padres griegos posteriores, llevando
incluso a una interpretación cristiana de mitos de la antigüedad, como por ejemplo del mito
de Narciso o de Hércules, cuyo sentido cristológico oculto es presentado en una
interpretación “mística”.
Con este proceso de helenización, toda la amplitud de la tradición griega penetró en el
pensamiento cristiano – no sólo el platonismo con su interpretación idealista de la realidad,
sino también la doctrina realista del ser y del conocimiento de Aristóteles, y no por último
el estoicismo con su ética y su cosmología. Pero juntamente con ello, la religión y la
filosofía helenísticas de los misterios – p. e., Hermes Trismegistós, los escritos sibilinos –
han ejercido una fuerte influencia sobre la estructuración de la liturgia y la himnología
cristianas. En la discusión entre las escuelas teológicas alejandrina y antioqueña, se
descarga la tensión entre la tradición neoplatónica de Alejandría y la aristotélica de
Antioquía.
El proceso de helenización se realizó dentro de una dialéctica dramática. Una y otra vez se
levantó el llamado de advertencia de Tertuliano contra la adaptación al mundo helénico:
“¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén, la Academia con el Gólgota?” Luego de la
victoria del cristianismo estatal en el imperio romano, juntamente con el cierre de los
lugares de culto paganos y la destrucción tumultuosa de los templos paganos, fueron
cerradas también las academias y universidades paganas. Los docentes de las escuelas de
Atenas, Alejandría y Antioquía se vieron obligados a emigrar a Siria y a Persia. De manera
similar, los ataques de las tribus germánicas en ocasión de la invasión de los bárbaros, que
se prolongaron hasta el siglo V, implicaron en occidente una considerable reducción del
sistema educativo pagano de la antigüedad clásica.
La historia posterior del cristianismo se caracteriza por fases siempre nuevas de
“helenización”, en las cuales la transmisión de la cultura griega seguía frecuentemente
caminos curiosos. En el imperio carolingio, esto ocurrió tanto a través de la Iglesia
iroescocesa, que había mantenido las tradiciones del helenismo de manera mucho más
intensiva que la Iglesia latina, sobre todo en la mística griega neoplatónica (Pseudodionisio
Areopagita); como por intermedio de Bizancio, ciudad con la cual existían relaciones
estrechas, que se manifestaron también en la arquitectura carolingia (Catedral de
Aquisgrán). En el Renacimiento del siglo XIII, que preparó la alta escolástica, fue
descubierta por intermedio de los árabes y judíos una literatura aristotélica, platónica y
neoplatónica en gran parte perdida; y en cuya transmisión desempeñaron un importante rol
Sicilia y los numerosos centros de estudios árabes de la Península Ibérica (Toledo,
Salamanca).
El encuentro del cristianismo con la cultura griega sirvió de modelo para los encuentros
análogos del cristianismo con otras grandes culturas en los siglos subsiguientes, como por
ejemplo con la cultura china en ocasión de la llegada de misioneros jesuitas a la China, o
con el descubrimiento de la filosofía de la religión brahmánica de la India y del budismo
japonés por los misioneros católicos de los siglos XVI y XVII. Sobre todo la traducción de
las obras de Confucio por el jesuita francés Philippe Couplé (1587) impulsó una nueva
reflexión sobre la teología del Logos de los apologistas de la Iglesia antigua. El
descubrimiento que en la China existía un imperio que durante más de dos mil años se
había basado en una ética que era tan cercana a la “ética natural” del cristianismo, parecía
ser una confirmación nueva y sorprendente de la idea del Logos divino que se manifiesta en
todos los pueblos, incluso fuera de la línea veterotestamentaria de la revelación. La doctrina
de la “revelación natural”, de la “religión natural”, tal como se encuentra en los comienzos
de la filosofía iluminista en Leibniz, Christian Wolff, Locke, Tindal, Toland y otros más,
recibe una fuerte influencia de esta renovación de la antigua doctrina de las “semillas del
Logos”, estimulada por el descubrimiento de las grandes religiones asiáticas.
El Renacimiento del siglo XVI trajo consigo una nueva difusión de la tradición griega. De
manera más intensa que en las fases anteriores, la armonización de las tradiciones
precristianas y del cristianismo antiguo llevó a una nueva conciencia religiosa, en la cual el
sistema demasiado extenso de la teología escolástica fue reducido a un cristianismo
racional, una ética natural y una teología natural. La apropiación de la herencia griega
ocurre esta vez bajo la influencia directa de Bizancio; primero en relación con las
negociaciones con la Iglesia bizantina en ocasión del Concilio de Unión de Ferrara y
Florencia (1438-1445), luego con la migración de numerosos sabios bizantinos al occidente
después de la conquista de Constantinopla por los turcos en el año 1453. También esta vez
la filosofía griega fue acogida en toda su multiplicidad: mientras que los humanistas
italianos como Pico de la Mirándola (1463-1494) se volvían con mayor intensidad a la
filosofía platónica y sobre todo la neoplatónica, que ellos también mezclaban con
tradiciones cabalísticas, en el humanismo alemán se impuso la tradición aristotélica. El
humanismo de los Países Bajos evidencia una fuerte influencia del estoicismo. Pero
paralelamente se redescubría la herencia de la antigüedad cristiana – el mismo Melanchton,
que por su preferencia por el texto griego original de Aristóteles colocara las bases para una
neoescolástica protestante en el ámbito de la ortodoxia luterana, también reeditó numerosos
Padres de la Iglesia. Erasmo, con su edición del Nuevo Testamento griego, abrió el camino
para una exégesis neotestamentaria basada en la crítica textual. Un hecho que caracterizó la
época de la división de la Iglesia iniciada con la Reforma fue que el humanismo se difundió
tanto en el ámbito católico romano como en el protestante. En ambas Iglesias se exigía el
estudio de la literatura griega de la antigüedad tanto precristiana como cristiana. En este
humanismo cristiano también se basaban los intentos de superación de las contiendas
confesionales, promovidas por el irenista de Helmstedt, Georg Calixt (1586-1656), que
elaboró el programa para un acuerdo sobre la base del “consensus quinquesaecularis”, la
tradición común de los cinco primeros siglos de la historia de la Iglesia.
La fusión del helenismo con el cristianismo se impuso hasta en los últimos siglos. Esto lo
evidencia la dosis de platonismo cristiano en la historia intelectual inglesa y francesa y
también una figura destacada como Friedrich Schleiermacher (1768-1834), cuya traducción
de Platón al alemán figura al lado de sus discursos “Sobre la religión”.
En tiempos recientes, las reacciones contra el humanismo cristiano siempre han provenido
de aquellos grupos que temen que en esta estrecha alianza entre el cristianismo y el
helenismo, los valores espirituales de la antigüedad precristiana invadan o eliminen las
concepciones de fe, las doctrinas éticas y las formas de vida específicamente cristianas. Se
hallan tanto en el pietismo alemán con sus ataques al “cristianismo platónico”, o sea,
desvirtuado por el platonismo; como en los programas de formación de algunas Iglesias
independientes radicales encuadradas en el movimiento de avivamiento y de su lucha
contra el racionalismo, juntamente con el cual se rechazó también un cristianismo
humanista reducido a las normas de una religión natural. También la teología dialéctica,
siguiendo a Kierkegaard, se esforzó por subrayar la discontinuidad entre el mensaje
evangélico y la tradición cultural helenística, haciéndolo sin embargo con métodos críticos
que nacieron de esta misma tradición cultural.
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10. La actividad misionera y sus métodos
Para entender el efecto misionero del cristianismo, debemos plantear las siguientes
preguntas para cada una de las diversas fases de la historia de la misión:
1. ¿De qué tipo fue en cada caso el cristianismo difundido? El cristianismo está sujeto a una
constante transformación histórica y a una autocomprensión en permanente cambio, y en
los diversos períodos de su actividad misionera fueron colocadas prioridades diferentes. El
cristianismo protestante que llegó a las colonias inglesas de América del Norte en los siglos
XVII y XVIII, proveniente de Inglaterra, es muy diferente del catolicismo de las colonias
francesas del Canadá. Y ninguno de los dos ya fue igual al cristianismo de la Iglesia del
siglo IV y mucho menos del siglo I. Incluso la Iglesia romana, a pesar de todas sus
aseveraciones de inmutabilidad dogmática, pasó por una gran transformación histórica. El
catolicismo de los misioneros de Irlanda y Escocia de los siglos V y VI era muy diferente
del catolicismo de los misioneros italianos que a partir de 596 partían de Roma en dirección
a los anglosajones y del catolicismo que los conquistadores españoles llevaron al nuevo
mundo.
2. ¿Por qué el cristianismo se difundió en las diferentes regiones? ¿Qué fue lo que posibilitó
al grano de mostaza crecer y transformarse en una planta que llega a ser “mayor que las
hortalizas”, convirtiéndose en un “árbol” (Mt 13,31-32)? ¿De qué especie fue el terreno en
que el cristianismo echó raíces en las diferentes épocas y regiones? Surge aquí la cuestión
tan debatida acerca de los llamados “puntos de contacto” de la misión y de los motivos que
llevaron a los diferentes pueblos y tribus a aceptar el cristianismo. ¿Cuáles eran las
circunstancias en los pueblos misionados que facilitaron y favorecieron la misión y son
corresponsables por el éxito obtenido? ¿Cuáles eran los factores que dificultaban la misión
o la impedían? ¿Hasta dónde la difusión del cristianismo debe ser atribuida a factores
puramente religiosos, y hasta dónde actuaron otros factores no directamente vinculados a la
religión, tales como los sociales (el ingreso a la cultura y la civilización occidentales), los
políticos (la obtención de privilegios jurídicos bajo el amparo del poder colonial) y
económicos (mejores relaciones comerciales)?
3. ¿Por qué el cristianismo también sufrió derrotas y muchas veces sólo obtuvo un éxito
parcial? ¿Por qué el cristianismo se derrumbó tan rápidamente en tierras asiáticas ante el
avance del Islam? ¿Por qué el cristianismo nestoriano encontró tan pocos adeptos en la
China? ¿Por qué la misión cristiana en la India y la China avanzó tan poco desde el punto
de vista cuantitativo, aun después del nuevo inicio de la misión católica a comienzos del
siglo XVI y la protestante a comienzos del siglo XVIII?
4. ¿Cómo se difundió el cristianismo? La respuesta sólo puede ser dada mediante una
exposición de los diferentes métodos de la práctica misionera, por ejemplo, en una
presentación biográfica de diversos líderes misioneros.
5. ¿Qué efecto tuvo el cristianismo sobre su entorno? Por de pronto, esta pregunta puede ser
respondida mediante la información estadística sobre la extensión y la organización de las
diversas Iglesias que resultaron de los esfuerzos misioneros, así como también sobre sus
efectos en la vida del mundo no cristiano en el que viven. Hay preguntas más profundas de
significado social, político y cultural, como por ejemplo: ¿Hasta qué punto la desaparición
de la esclavitud se relaciona con la difusión del cristianismo? ¿Hasta dónde los
descubrimientos geográficos de los siglos XV a XX fueron ocasionados por el impulso
misionero del cristianismo? ¿Hay una relación interna entre el cristianismo europeo y el
desarrollo de las ciencias naturales y la técnica en suelo europeo? ¿Es el capitalismo fruto
del calvinismo? ¿Se remonta el desarrollo del derecho internacional y de las organizaciones
internacionales a la influencia cristiana? ¿En qué medida el cristianismo contribuyó con la
difusión de la cultura y la civilización occidental entre los pueblos misionados del África y
Asia?
6. ¿Cuál fue la influencia del entorno sobre el cristianismo? En cada época histórica, en
cada cultura y en cada pueblo, esta pregunta tiene un significado diferente. Así no cabe
duda que la Iglesia romana fue marcada por el espíritu y la tradición del imperio romano,
de la misma manera que la Iglesia ortodoxa oriental fue moldeada intensamente por la
cultura helenística. No sólo existen una romanización y una helenización, sino también una
celtización, una eslavización, una germanización y una africanización del cristianismo.
¿Hasta qué punto la Iglesia rusa posee rasgos específicamente rusos que la distinguen de la
herencia bizantina? ¿Existen efectos e influencias del Egipto precristiano sobre el
cristianismo de la Iglesia copta? ¿Será que el protestantismo es un producto de la
germanización del cristianismo, como suele afirmarse frecuentemente? ¿En qué medida las
antiguas culturas negras actúan sobre el joven cristianismo de las Iglesias negras del
África? ¿Cuál es la negritud del cristianismo negro? (Deotis Roberts: “How black is black
Christianity?”) ¿Hasta qué punto pueden percibirse en las diversas denominaciones
norteamericanas los usos, costumbres y prejuicios de los diversos grupos sociales,
económicos o nacionales?
7. ¿Cómo actuaron los métodos misioneros del cristianismo sobre su entorno, y cuál fue la
repercusión de éste sobre el cristianismo? ¿Existe una relación entre los métodos empleados
en la conversión de los pueblos de Europa occidental y la cultura cristiana del medioevo
europeo? ¿Hasta qué punto el carácter del catolicismo romano en la América Latina actual
es el resultado de los métodos misioneros, con los cuales se divulgó el cristianismo en este
continente entre los siglos XV y XVIII? ¿En qué medida el crecimiento relativamente
pequeño de las comunidades cristianas en la India, China y Japón fue condicionado por los
métodos misioneros aplicados en estos países?
14. El dogma
Basados en su experiencia religiosa, los místicos cristianos de todos los tiempos coinciden
en que no se pueden hacer afirmaciones sobre Dios, porque él se encuentra más allá de
todos los conceptos e imágenes (y por eso tampoco puede ser objeto de un libro como éste).
Pero siendo el hombre un ser dotado de razón, la experiencia religiosa de la trascendencia
por sí misma desea manifestarse históricamente. Por ello, continuamente están en tensión
mutua dos tendencias en la teología cristiana. Por una parte, está la tendencia a sistematizar
al máximo la idea de Dios y de convertirla en parte integrante y común de nuestra
concepción del mundo y de nuestro dominio de la vida; y por otra, la tendencia a dejar de
lado todas las ideas comunes que se fueron acumulando en torno a Dios, y de volver al
reconocimiento de la trascendencia absoluta de Dios. En la moderna “teología después de la
muerte de Dios”, esta tensión se manifiesta de una manera extrema. En el intento de
descartar toda afirmación teológica sobre Dios, esta teología, místicamente disfrazada bajo
la imagen de la “muerte de Dios” creada por Nietzsche, se opone a una concepción popular
del “buen Dios”, que desde entonces perdió credibilidad.
Todas las épocas de la historia de la cristiandad son determinadas por nuevas formas de la
experiencia de Dios y de experiencias de Cristo. Los grandes carismáticos, los profetas,
reformadores y místicos, escribían las partituras que ejecutaban los epígonos teológicos de
cada época. Rudolf Otto intentó describir de alguna forma los tipos fundamentales de la
experiencia de lo trascendente, de lo “sagrado”. La denomina la experiencia de lo
“numinoso”, de lo que simplemente no puede ser expresado, lo santo, lo avasallador, que se
manifiesta de dos formas: como el “misterio tremendo”, en el que se revela el lado terrible,
temible, poderoso de lo numinoso (Ex 33,20: “No puede verme el hombre y seguir
viviendo”); y el “misterio fascinante”, que atrae al hombre de una manera irresistible, la
gloria, la belleza y la adorabilidad; el poder benéfico de la trascendencia que trae vida y
salvación. Todas estas características existen en la experiencia cristiana de Dios por las que
pasan los líderes carismáticos, en experiencias siempre renovadas. De esta manera se
explica también la convergencia entre la experiencia de Dios de los carismáticos cristianos
y lo de las demás religiones, como el hinduismo, el budismo y el taoísmo. Ahora bien,
desde el inicio se destacan algunas características bien determinadas en la experiencia y la
contemplación cristianas de Dios:
1. Dios es el “Yo soy, el que soy” (Ex 3,14). La conciencia de persona del hombre despierta
en el encuentro con Dios entendido como persona: “Yahveh hablaba con Moisés cara a
cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11).
2. Dios es el Creador del cielo y la tierra. Por un lado, esto significa reconocer la
omnipotencia divina, el poder creador de Dios, que se revela también en la conservación
del mundo creado por Él; por otro lado, significa confiar en el mundo, que a pesar de todas
las contradicciones es comprendido como un mundo que fue creado por Dios según
determinadas leyes y reglas y de acuerdo a un plan propio, luego de cuya realización Dios
dice: “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,31). Lo decisivo es que
en su creación, este Dios creó al ser humano a su imagen, y que le sometió la creación. Esta
posición peculiar del ser humano en la creación, que lo convierte en colaborador de Dios en
la conservación y el perfeccionamiento del mundo, introduce un elemento nuevo en la
comprensión de Dios.
3. Dios es el señor de la historia. Ésta es la característica básica de la comprensión
veterotestamentaria de Dios. Dios elige para sí un pueblo especial, con el que establece un
pacto especial. Mediante su ley, vincula a este pueblo de Dios consigo mismo; le fija una
determinada meta de salvación, que consiste en el establecimiento de su soberanía; y
cuando el pueblo se vuelve infiel a su pacto y su promesa, lo exhorta a través de sus
profetas, anunciándoles salvación y castigo.
4. Este Dios de la historia es el Dios del juicio. Los profetas ya ven este juicio en conexión
con los grandes acontecimientos de la historia del mundo de su tiempo. La fe genuinamente
israelita en que Dios se revela en al historia de su pueblo, lleva por lógica interna a la
proclamación de Dios como el señor de la historia universal y como el juez universal.
El elemento decididamente nuevo de la fe cristiana, neotestamentaria, en Dios, es ahora su
íntima vinculación con la persona, la doctrina y la obra de Jesucristo, de tal manera que
resulta difícil establecer la línea divisoria entre la doctrina sobre Dios y la cristología. Jesús
mismo confesó la fe en el Dios de los padres, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob (Mc
12,26); pero él mismo se comprende como el que cumple la promesa del Mesías Hijo del
Hombre, que se identifica con el Hijo de Dios, aquel que trae el reino de Dios. Para la
experiencia religiosa que está detrás de la autocomprensión mesiánica de Jesús, desempeña
un rol decisivo la conciencia que el Mesías Hijo del Hombre es el Hijo de Dios. La relación
particular de Jesús con Dios se expresa por el hecho de que Jesús lo llama Padre. En sus
oraciones, Jesús emplea la palabra “Abba” para Dios (Mc 14,36); un término por cierto
insólito en el lenguaje religioso común del judaísmo, y que sólo es empleado por las
criaturas en referencia a su padre terrenal (papá). Esta relación padre-hijo se convierte en
modelo para la relación del cristiano con su Dios. El llamado a la filiación divina
desempeñó un rol decisivo en el desarrollo de la autocomprensión mesiánica de Jesús.
Según el relato del bautismo, este llamado se realizó a través de la voz que decía desde el
cielo: “este es mi hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17; Mc 1,11; Lc 3,22). Según
el Evangelio según San Juan, esta filiación es el fundamento de la autoconciencia de Jesús:
“Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30). La fe en el Hijo produce también la unidad con el
Padre. El hijo se convierte en mediador de la gloria del Padre para los que creen en él. En la
oración sacerdotal, Jesús dice: “yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno,
como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno” (Jn
17,22-23). En la oración que Jesús enseña a sus discípulos a pedido de los mismos, Dios es
invocado como “Padre nuestro”. Dios aparece también como padre en las imágenes y
parábolas de Jesús. Para los discípulos de Jesús, Dios llegó a ser así el Dios cercano, que se
comunica con los hombres no a través de potencias angelicales ni de seres intermediarios,
sino que cuan padre busca conquistar el amor de sus hijos “perdidos”.
La muerte y la crucifixión de Jesús no destruyeron esta fe suya en el Padre. Jesús,
muriendo en la cruz, entrega su espíritu en las manos de su Padre (Lc 23,46). Para los
discípulos, la resurrección es la confirmación de la autocomprensión de Jesús y de su
convicción que Dios “no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12,27). Bajo el
impacto de la resurrección, el Dios Padre de Jesús pasa a ser para los discípulos el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo (1 Co 1,3; Ef 1,3; 1 P 1,3), que reveló su amor por el
sacrificio de su Hijo enviado al mundo (Jn 3,16). Ahora el cristiano creyente se convierte en
hijo de Dios. “Yo seré Dios para él, y él será hijo para mí” (Ap 21,7). De esta manera,
confesar a este Dios es confesar que la resurrección de Jesús de los muertos es un acto
salvífico de este Dios (Rm 10,9): “Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees que
en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo”.
Para el cristiano, la fe en Dios no es, por consiguiente, una doctrina que pueda ser separada
de la persona de Jesucristo. Pero también es parte de las concepciones básicas de la
esperanza escatológica cristiana que después de “haber puesto todos sus enemigos bajo sus
pies” (1 Co 15,25), el Hijo entregue a Dios Padre el reino (v. 24); “entonces también el Hijo
se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo”
(v. 28). Por esta misma razón, para los grandes teólogos de la Edad Media, en la medida en
que hablaban a partir de su propia experiencia mística, la visión de Dios – “visio beata” –
constituye el cumplimiento de la salvación en el reino de Dios.
La íntima conexión entre la comprensión de Dios y la cristología no impide que se
experimente siempre de nuevo el fundamento transpersonal de la divinidad dentro de la
experiencia cristiana de Dios, Sobre todo en la mística cristiana, irrumpe una y otra vez esta
experiencia de la “divinidad” que se encuentra detrás del “Dios” personal (Maestro
Eckhart), la “supradivinidad”, el “fundamento divino”, el “abismo”, la “nada” divina”; una
experiencia que se cristalizó en la llamada “teología negativa” ([Pseudo] Dionisio
Areopagita). Ocasionalmente, esta experiencia de la trascendencia divina suprapersonal se
opone contra una evolución de la piedad que llevó a un minimizar y a banalizar la idea del
Dios personal, y con ello, a una desvalorización del concepto de la gloria y la santidad de
Dios. Así por ejemplo, tras de la llamada polémica del ateísmo en torno a Johann Gottlieb
Fichte, se halla el deseo de superar una imagen personalista de Dios por demás familiar y
esquematizada, y de llegar a un conocimiento de las profundidades de lo trascendente que
anteceden a la persona. En la misma línea se ubica el intento de Paul Tillich de reducir la
idea cristiana de Dios a un “algo” impersonal, “que me toca de manera directa”.
Pero en la comprensión de Cristo, tal como fue descrita arriba, se ocultaba también el
peligro que la fe en Dios se diluya, por así decirlo, en un “monocristismo”; que en la vida
de fe, la figura del Hijo eclipse y haga desaparecer la figura del Padre; que la figura del
Creador y Conservador del mundo ceda su lugar a la figura del Redentor. De hecho, la
historia de la piedad cristiana, y con ello, la historia de la teología cristiana, se movió
dentro de este campo de tensión. En la teología de la Reforma, el primado de la cristología
y la doctrina de la justificación llevó a que la doctrina de la creación y la cosmología
cristiana quedaran más y más en segundo plano. Ello a su vez aceleró el distanciamiento
entre la teología y las ciencias naturales, que caracteriza la época de la ilustración y del
materialismo que le siguió. La tendencia más reciente a un monocristismo extremo se dio
en la llamada teología dialéctica de Karl Barth, que se opuso al cristianismo cultural del
siglo XIX y de comienzos del siglo XX.
El Dios de la Biblia es el Dios de la revelación. Por propio impulso quiere revelarse; Él es
un “ens manifestativum sui” (Oetinger). La creación misma del mundo ya es una
manifestación de esta voluntad de autorrevelarse. Esto ya percibieron los paganos. “Lo que
de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto; Dios se lo manifestó. Porque lo invisible
de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver en la inteligencia a través de sus obras: su
poder eterno y su divinidad” (Rm 1,19-20). También los paganos “sabían que Dios existe”.
Pablo escribe a los Romanos (11,36) con respecto a Dios: “Porque de él, por él y para él
son todas las cosas”. En el discurso en el Areópago, Pablo dice sobre Dios: “No se
encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos”,
aludiendo a la palabra del poeta pagano Arato: “Somos también de su linaje” (Hch 17,27-
28). Aquí encontramos el punto de partida de un conocimiento de Dios que, a lo largo de
toda la historia de la cristiandad, se manifestó bajo el lema de la revelación “natural” de
Dios, de su revelación a través del “libro de la naturaleza”. En Jakob Böhme y Robert
Fludd, y más tarde en Swedenborg y Friedrich Christoph Oetinger, este conocimiento llevó
a una teología mística de la naturaleza que, a través de Newton y Leibniz, ejerció una
influencia directa sobre las bases de las ciencias naturales modernas, marcó la teología
física del siglo XVIII y aún tiene sus repercusiones en la Historia natural del cielo de Kant
(1755).
Sin embargo, el hecho de la autorrevelación de Dios presupone la comprensión bíblica
fundamental de la relación que existe entre Dios y el ser humano. La autorrevelación no
puede ser desvinculada de la idea de que Dios creó al ser humano a su imagen y que en
Jesucristo, resplandor de su gloria e impronta de su sustancia (Hb 1,3), se manifestó entre
nosotros el hombre celeste, el “Adán celeste” (1 Co 15,49-51). Lo que une intrínsecamente
la revelación “natural” y la revelación bíblica es la idea de Cristo como el Logos divino
hecho hombre. Aquí inicia la “helenización” no sólo de la comprensión de Cristo, sino
también de Dios en la cristiandad antigua. Ya el judaísmo tardío había encontrado una
tendencia al monoteísmo y a la trascendencia en ciertos pensadores helenísticos. Esta
tendencia ya comienza a esbozarse en Platón y en los estoicos tardíos y llega a su pleno
desarrollo en el neoplatonismo. Ya en el último siglo precristiano, Filón de Alejandría había
interpretado el concepto veterotestamentario de Dios en la línea del concepto del Logos de
la filosofía helenística. Pero esta “helenización” provocó una tensión que habría de dominar
todo el desarrollo posterior de la piedad cristiana y toda la historia intelectual del occidente.
En efecto, la idea griega de Dios se edificaba sobre la deducción de la presuposición de un
origen para el mundo, y estaba dominada por el principio de la causalidad: Dios era la
“causa primera”. La comprensión bíblica de Dios, por su parte, se basaba en la idea de la
libertad del Creador, Conservador y Juez del universo, lo que también incluía la supresión
de la cadena de causa y efecto a través del milagro. Este punto de partida llevó a dos
problemas específicos planteados por la teología de inspiración filosófica griega: el intento
de la prueba de la existencia de Dios y el intento de la justificación de Dios frente a las
imperfecciones o insuficiencias de la creación y del mal que está presente en la historia
(teodicea).
Estos dos problemas ocuparon intensamente la teología occidental y la inspiraron para las
más elevadas realizaciones. Pero la prueba de la existencia de Dios ya presupone la
racionalización de lo trascendente; parte del presupuesto que una fe religiosa puede ser
transmitida por argumentos racionales. No es nada raro que en la historia de la piedad
cristiana, este intento haya sido neutralizado una y otra vez con la referencia al carácter
paradójico de la revelación histórica de Dios en Jesucristo. Últimamente lo hizo Sören
Kierkegaard (1813-1855), respondiendo a la tentativa de Hegel de “elevar a la esfera
conceptual” la doctrina de la encarnación bajo la forma de una filosofía de la
“autorrealización del espíritu absoluto”. De manera similar, los intentos de una teodicea o
justificación de Dios tampoco llevaron a un final satisfactorio. Ya levantado por Agustín y
tratado exhaustivamente por Tomás de Aquino, este problema adquirió actualidad después
de la Guerra de los Treinta Años, cuando Leibniz, que fue quien creó el concepto de la
teodicea, intentó defender a Dios contra las acusaciones y deducciones ateístas rápidas que
provocaba en los pensadores críticos de su tiempo la conducta de las Iglesias cristianas
empeñadas en exterminarse mutuamente. Como resultado de los esfuerzos teológicos, o se
declaraba que Dios mismo era el creador del mal, o se disculpaba el mal como siendo
“permitido” por Dios; o entonces se entendía con Hegel la historia universal como
justificación de Dios (“la verdadera teodicea, la justificación de Dios en la historia”). Pero
estas respuestas no satisfacen ni la experiencia cristiana de fe, ni la reflexión (Dostoievski,
recordando el sufrimiento de las criaturas). La crítica kantiana de las pruebas de la
existencia de Dios, basada en la imposibilidad básica y radical del intelecto humano de
penetrar en el terreno de lo trascendente, y el hecho de que las ciencias, con su nueva
autocomprensión autónoma basada en la experiencia y la investigación puramente
experimentales, se habían desvinculado de su antigua fundamentación teológica, llevaron a
que el abandono de la idea de Dios fuera una meta deseable en el siglo XIX, tan apasionado
por la ciencia. La filosofía de la religión de Feuerbach trató de desenmascarar el contenido
de la religión como una autointerpretación ideológica del hombre. Para la filosofía del
materialismo dialéctico, la religión era el “opio del pueblo”; el intento del hombre de
encontrar la solución para las dificultades de su vida en la quimera de un Dios y un más
allá, en lugar de tomar en sus propia manos la responsabilidad de solucionarlos aquí en la
tierra. La concepción científica del mundo, basada en el materialismo, se opuso como la
única alternativa moderna posible a la idea bíblica de Dios y la creación. Sobre todo, el
darvinismo, con su doctrina de la evolución, fue levantado contra la idea bíblica de la
creación, siendo empleado por el materialismo dialéctico como su aliado más poderoso en
su lucha contra la cosmovisión del cristianismo. Sin embargo, este cambio no percibió que
la idea de la evolución tenía sus raíces en las ideas genuinamente cristianas de la creación y
de la historia de la salvación. Sobre todo las teologías inglesa y norteamericana del siglo
XIX demostraron que la idea de la evolución de ninguna manera contradice la idea bíblica
de la creación: “La evolución es la manera en que Dios hace las cosas” (“Evolution is
God’s way to do things” (M. J. Savage 1841-1918). J. McCosh (1811-1894), Henry
Drummond (1851-1897), Lyman Abbot (1855-1922), John Fisk (1842-1901) y otros
introdujeron la idea del “Dios mayor” en la concepción cristiana moderna del universo. La
situación actual se caracteriza por una tensión de dimensiones mundiales entre la “segunda
ilustración” – en la cual las consecuencias de la primera ilustración, aquellas posturas
racionalistas científicas y pseudocientíficas y las corrientes antirreligiosas del siglo XVIII,
se extendieron a sectores más amplios de la población – y la actitud de científicos tan
sobresalientes como Albert Einstein, Max Planck y Max Born, con suficiente apertura y
visión amplia como para enfatizar el fundamento religioso de sus concepciones de la vida,
el universo y el ser humano.
A esto corresponde una nueva onda de experiencia de Dios, que se puede percibir en medio
de las masas descristianizadas o volcadas a un cristianismo convencional, en los diversos
movimientos de avivamiento en las Iglesias jóvenes de Asia y África, así como en las
Iglesias más antiguas de América del Norte y de Europa. El ruidoso mensaje de Nietzsche:
“Dios está muerto”, parece ser cierto sólo en el sentido de que agoniza una determinada y
tradicional imagen intelectual y dogmática de Dios, para dar lugar al descubrimiento del
“Dios mayor”. Las propuestas fuertemente impugnadas de Pierre Teilhard de Chardin
(fallecido en 1955) para una “teología de la evolución” son un intento típico en esta línea.
Por su parte, los avances de los astronautas en el espacio contribuyeron a superar los restos
del antiguo esquema geocéntrico, que todavía seguía sirviendo de base al pensamiento
religioso ingenuo y en gran parte también a la teología cristiana; y prepararon el camino
para una nueva actitud ante el mundo y la vida y para una nueva idea de Dios. Por otra
parte, al destacar la posición única y peculiar del ser humano y de nuestra tierra en el
universo, los mismos viajes espaciales sirvieron para tomar nuevamente conciencia del
rasgo fundamentalmente personal de la idea cristiana de Dios y de la imagen del ser
humano.
La progresiva intelectualización del pensamiento cristiano de Dios, iniciada con la
Escolástica, llevó, desde el Deísmo del siglo XVIII, a enviar a Dios al exilio de la soledad
de su trascendencia, a la que Él se habría retraído luego de la creación y puesta en marcha
de la máquina del mundo, para observar su funcionamiento desde lejos. Según la
comprensión de Dios de la Iglesia antigua, del medioevo y de los reformadores, Dios no es
un solitario, ni desea estar solo. Se ha rodeado de inmensas multitudes de ángeles, creados
a su imagen, que le rodean en amor y libertad en un reino de grados y jerarquías
individualizadas, alabándolo y actuando en el universo como sus mensajeros y ejecutores
de su voluntad. Desde el inicio, Dios es el centro y el soberano del reino por él creado, y los
ángeles son los primogénitos de este reino. La Iglesia de los ángeles es la Iglesia superior;
con ellos, la Iglesia terrenal entona en la eucaristía la “alabanza de los querubines”, el
“Trishagion”, en la epifanía del Señor y de los coros angelicales que lo acompañan. La
comunidad terrenal participa activamente en la liturgia angelical.
Habiendo sido creados los ángeles a imagen de Dios como espíritus libres, es en medio de
ellos que se realiza la primera caída, el primer abuso de la libertad, cuando su príncipe
superior, el Lucifer (el “Portaluz”), se rebela contra Dios. Según la concepción de los
Padres de la Iglesia primitiva, de la Edad Media y de los reformadores, el ser humano fue
creado en segundo lugar. La creación de los seres humanos se hace necesaria después de la
caída de los ángeles, que fueron expulsados del reino de Dios y echados al abismo. Ella
sirve para llenar el reino de Dios con nuevas criaturas espirituales, capaces de ofrecer a
Dios en libertad el amor que le negaron los ángeles rebeldes. El problema del mal ya surge
entre los primeros seres creados, los ángeles. Ya en este nivel superior y anterior al humano,
el mal aparece como un problema de la libertad o del abuso de la libertad. En el Antiguo y
el Nuevo Testamento, Satanás (el diablo) aparece como el representante del mal. La
filosofía y la teología del iluminismo se esforzaron por eliminar la figura del demonio de la
conciencia cristiana, considerándola un producto de la fantasía mitológica de la Edad
Media; pero precisamente con esta figura se vuelve particularmente clara y concreta la idea
cristiana de Dios y el concepto del mal. Satanás llegó a surgir como figura autónoma al
lado de Dios recién en el transcurso de la historia religiosa veterotestamentaria. En el
Antiguo Testamento, el mal aún es visto en relación directa con Dios mismo; en la medida
en que posee fuerza y vida, también el mal es creado por Dios – “yo modelo la luz y creo la
tiniebla, yo hago la dicha y creo la desgracia, yo soy Yahveh, el que hago todo esto” (Is
45,7). Satanás representa el lado demoníaco de la ira divina. En el libro de Job, él aparece
como colaborador o socio de Dios, encargado de poner a prueba al justo. Tan sólo en el
judaísmo posbíblico, él pasa a ser el adversario de Dios, el príncipe de los ángeles, que
creado por Dios y puesto al frente de los ejércitos de ángeles, seduce una parte de los
ángeles a sublevarse contra Dios. Como castigo por su rebelión, es echado del cielo
juntamente con sus rebeldes seguidores, transformados en demonios; y como soberano de
los ángeles caídos lucha ahora contra el reino de Dios de tres maneras: tratar de seducir a
los hombres al pecado, intenta perturbar el plan de salvación de Dios, y actúa como
calumniador y acusador de los santos ante Dios, a fin de reducir el número de los elegidos
para el reino de Dios.
Satanás tiene, pues, una función triple: es criatura de Dios, de quien recibió el ser y el
existir; es colaborador de Dios en el drama de la historia de la salvación; y es el rival de
Dios que lucha contra el plan de salvación de Dios. Bajo la influencia del pensamiento
dualista de la religión zoroástrica durante el exilio persa, Satanás adquirió los rasgos de un
antidios en el judaísmo tardío. También en los escritos de la secta de Qumrán, Belial, el
“ángel de las tinieblas” y “espíritu del pecado”, aparece como adversario del “príncipe de
las luces” y del “espíritu de la verdad”. El final de la historia de la salvación es la lucha
escatológica del príncipe de las luces contra Belial. Este combate concluye con el juicio
sobre Belial, sus ángeles y los hombres que le obedecen. Entonces se producirá el fin de la
“aflicción, suspiros y crímenes”, y comenzará el reinado de la “verdad”.
En el Nuevo Testamento, surgen claramente los rasgos de un poder contrario a Dios en la
figura del Diablo-Satanás-Belial-Belcebú, el “enemigo”. Él es el acusador, el maligno, el
tentador, la serpiente antigua, el gran dragón, el príncipe de este mundo, el dios de este
mundo. Él procura impedir que sea establecido el reinado de Dios por la vida y pasión de
Cristo. Ofrece a Cristo los reinos de este mundo, si lo reconoce como soberano (Mt 4,8-9);
él es el verdadero antagonista del Mesías Hijo del Hombre, del Cristo, que Dios envió a
este mundo “para deshacer las obras del diablo” (1 Jn 3,8). Pero le falta la posibilidad de la
encarnación: tiene que limitarse a despojar a otros para asumir la apariencia de la
personalidad y la corporalidad. Frente a la “filantropía” de Cristo, su amor a las personas,
que lo lleva a entregarse como sacrificio por los pecados de la humanidad, Satanás aparece
(en los Padres de la Iglesia antigua, p. e., en Basilio) como el “misántropos”, el que odia al
hombre. Frente a aquel, que trae la belleza celestial, el diablo es el que la odia, el
“misókalos”. Con la gnosis, se introducen rasgos dualistas también en la conceptología
cristiana. Ya en la Carta de Bernabé, del siglo II, Satanás aparece como “el negro” (Bernabé
4,9). En Atenágoras, es “el que sabe administrar la materia y sus apariencias”, “el espíritu
que envuelve la materia”. Por influencia de la gnosis y el maniqueísmo, este aspecto
dualista lleva también a la demonización de la sexualidad, que es vista como la esfera
peculiar de la actividad tentadora del diablo, y donde le cabe a la mujer el rol de
instrumento de la seducción diabólica.
Más tarde, la combinación de estos tres aspectos – Satanás como criatura, como
colaborador y como adversario de Dios – cede una y otra vez su lugar a una interpretación
puramente dualista. Así ocurrió entre los cátaros; pero también se pueden percibir
tendencias maniqueístas cuan corriente subterránea permanente en la Iglesia, determinando
la comprensión del pecado y de la redención. Como rebelde, que no se conforma con vivir
su semejanza a Dios en el amor a su modelo y Creador, sino que quiere ser igual a Dios y
coloca el amor a sí mismo por encima del amor a Dios, Satanás sigue siendo el modelo
básico del pecado.
La idea de Satanás como antagonista de Cristo llevó ya a los Padres de la Iglesia antigua a
una interpretación mística de la encarnación y del ocultamiento bajo la “condición de
esclavo”. “Revistiéndose” o “disfrazándose”, el Hijo de Dios hace que su origen sea
irreconocible para Satanás. Cristo se convierte en “carnada” tirada a Satanás, que la traga
(según Lutero), porque lo toma por un hombre común, sometido a su poder. Esta carnada lo
lleva a la muerte. A esto se agrega en la Edad Media la comprensión del diablo como
“mono de Dios”, que trata de remedar a Dios mediante creaciones falsas y malignas, que
imputa u opone a las creaciones divinas.
En la historia de la Iglesia, las fases del surgimiento de una nueva conciencia del pecado
coinciden con las de una nueva sensibilidad para la presencia del “maligno”, como en
Agustín, Bernardo de Claraval, Lutero, Calvino y Wesley. En la conciencia histórica
cristiana, la figura de Satanás desempeña un rol importante, no por último, por influencia
del Apocalipsis de San Juan. La historia de la salvación es entendida como la historia de
una lucha permanente entre Dios y su adversario, que procura contrariar el plan de
salvación con recursos siempre nuevos. Jacobo Acontius (fallecido en 1567), un ingeniero
de fortificaciones, hablaba de los “ardides bélicos o estratagemas de Satanás”. Este combate
constituye el trasfondo religioso del drama de la historia universal. Su característica es la
creciente rapidez o aceleración, ya esbozada en el Apocalipsis: en esta lucha, golpe y
contragolpe se producen a intervalos cada vez más cortos, pues “el diablo sabe que le queda
poco tiempo” (Ap 12,12). Su poder en el cielo ya fue derribado: “Yo veía a Satanás caer del
cielo como un rayo” (Lc 10,18). En la tierra, su poder de acción también es limitado por el
regreso del Señor. Por ello, sus ataques a los elegidos del reino aumentan de tal manera en
los últimos tiempos, que Dios mismo se ve obligado a acortar los días de la última
tribulación, pues “si aquellos días no se abreviasen, no se salvaría nadie” (Mt 24,22). En la
filosofía de la religión del idealismo alemán y la rusa, se conservaron muchos de estos
rasgos. Nikolai Berdjajew, así como Schelling y Franz von Baader antes de él, subrayan
que el demonio no posee verdadera personalidad ni realidad auténtica; sino que está lleno
de “hambre insaciable por realidad”, que sólo puede saciar robándosela a los hombres de
los cuales se apodera. Desde el iluminismo, la teología se preocupa por desmitologizar al
diablo y por probar su no-existencia. Pero según Vladimir Soloviev, éste es el intento más
astuto del diablo de disfrazarse y, por consiguiente, la prueba más segura de su existencia.
TERCERA PARTE
La Iglesia
22. Confesiones de fe
En sus inicios, la Iglesia antigua poseía una extraordinaria riqueza de confesiones de fe, en
las cuales las grandes congregaciones resumían sus tradiciones de fe. Recién en la Iglesia
imperial bizantina se impuso, por decisión del Concilio de Nicea en 325, un credo
unificado, el Credo Niceno. Éste fue ligeramente modificado por el Sínodo de
Constantinopla en 381, cuando quedaron concluidas las disputas en torno a su
interpretación eclesial válida. Este Credo se emplea actualmente en todos los cultos
eucarísticos de la Iglesia Católica Romana y de la Iglesia ortodoxa oriental, como también
en la liturgia del bautismo y en muchos otros cultos y ceremonias.
La fe de la cristiandad se halla expresada en profesiones de fe y en escritos confesionales de
las diferentes Iglesias. Tres de esas confesiones gozan de un reconocimiento ecuménico
general: el Símbolo o Credo Apostólico, el Credo Niceno-constantinopolitano (también
llamado Niceno) y el Credo Atanasiano. El Símbolo Apostólico es la profesión de fe
bautismal de la comunidad romana, y en su forma original es un himno griego que se
remonta a la tradición apostólica. El Niceno-constantinopolitano es la confesión de fe de los
sínodos ecuménicos de Nicea y Constantinopla (381). El Credo Atanasiano es un símbolo
latino atribuido al obispo Atanasio de Alejandría, pero que seguramente se originó recién en
el siglo V en España o en el sur de Galia. Contiene principalmente una formulación
detallada de la doctrina trinitaria, de influencia agustiniana, y de la cristología (doctrina de
las dos naturalezas). Estos tres credos fueron adoptados por las Iglesias de la Reforma. En
la Iglesia Católica Romana y en la Ortodoxa Oriental, el Credo Niceno es la profesión de fe
empleada en la eucaristía; mientras que en las Iglesias provenientes de la Reforma, el Credo
Apostólico ocupa un lugar preferencial en el culto de predicación y de Santa Cena. El
Símbolo Apostólico fue incluido por Lutero en el Catecismo como resumen adecuado de la
predicación apostólica. La penetración de la crítica bíblica moderna en la conciencia de las
congregaciones suscitó dudas en cuanto a la justificación del empleo del Credo Apostólico
en el culto de nuestros días. Estas dudas fueron dirimidas en la llamada Disputa del
Apostólico entre grupos eclesiásticos liberales y “positivos” en diversas olas antes y
después de la Primera Guerra Mundial.
Las confesiones de fe se formaron con seguridad a partir de breves aclamaciones
carismáticas de los fieles en el culto eucarístico, por ejemplo: “Jesús es el Señor” (Rm 19,9;
1 Co 8,6; Flp 2,11; Ap 22,20; 1 Co 12,3: “Nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’, sino con el
Espíritu Santo”); además: “Jesús es el Cristo” (p. ej., Mt 16,16; 1 Jn 2,22), o: “Jesús es el
Hijo de Dios”. El modelo de estas aclamaciones es la confesión de Pedro: “Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Con tales confesiones (que seguramente eran
empleadas en el bautismo), el cristiano llega a ser miembro de la comunidad. La confesión
manifiesta la cohesión interna del grupo y lo delimita con relación a todos los de afuera. El
carácter exclusivo de la profesión se manifiesta también en el hecho de que desde el
comienzo se contrapone una negación a la confesión: “A quien me niegue ante los hombres,
le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10,33); “Todo el que niega
al Hijo tampoco posee al Padre. Quien confiesa al Padre posee también al Hijo” (1 Jn 2,23).
A partir de aquí podemos comprender también el carácter esotérico de las fórmulas de fe
posteriores, concebidas primeramente como iniciación de los catecúmenos en los misterios
de la Iglesia cristiana; y que por ello eran consideradas como fórmulas secretas – como
“sacramentum” o juramento a la bandera del nuevo Señor Jesucristo, fórmulas que no
podían ser “traicionadas” ante “los de afuera”.
En torno a estas afirmaciones centrales sobre Jesús como el Cristo se condensan muchas
otras declaraciones que exaltan su significado salvífico y que se refieren su pasión, su
muerte en la cruz, su resurrección y su exaltación junto a Dios. El nombre más usado por
Marcos, Lucas y Pablo para esta tradición es “Evangelio” o, en vista a su empleo en la
predicación, “querigma”. Esta tradición sirve también de base a la construcción de los
evangelios del Nuevo Testamento, que no contienen una “vida de Jesús”, sino que sólo
destacan los hechos significativos para la historia de la salvación. La forma original de la
confesión no tiene carácter doctrinario, sino hímnico; y tenía su lugar en el culto, como es
el caso de los himnos cristológicos (Flp 2,6-11; 1 Tm 3,16; 1 P 2,21-24 y 3,18). La
formulación fija de la confesión de fe se hacía necesaria por causa de su empleo regular
como confesión bautismal y consecuentemente en la preparación de los bautizandos en la
catequesis, como también en el culto eucarístico como expresión de la unidad de fe de la
congregación antes de recibir la comunión, y también como testimonio ante el mundo en
tiempos de persecución y como norma de fe (regula fidei) en la discusión con los herejes.
En las discusiones trinitarias y cristológicas, la confesión adquiría más y más el carácter de
norma doctrinaria, que contiene la doctrina pura de la verdadera Iglesia. En los sínodos
ecuménicos de la Iglesia antigua, las discusiones teológicas concluían bajo la modalidad de
un acuerdo de los obispos en torno a una confesión de fe común, cuyo empleo en el culto
demostraba la unidad de la Iglesia. El uso de una confesión diferente equivalía a herejía.
Con las numerosas modificaciones redaccionales introducidas en las confesiones de fe por
comisiones episcopales bajo determinados puntos de vista teológicos y eclesiásticos, los
credos iban perdiendo su carácter uniforme de himno.
La evolución de la profesión en dirección a una confesión teológica doctrinaria prosiguió
en la Reforma. La fórmula de fe, relativamente corta, fue aumentando hasta transformarse
en un voluminoso escrito confesional. La razón de esto radicaba en que los reformadores
realizaban su lucha con la Iglesia romana como una lucha por la “doctrina pura”, y que la
unidad de la doctrina detalladamente definida era considerada como la base para la unidad
de la Iglesia. En la Dieta de Augsburgo, en 1530, se solicitó que las Iglesias en disputa
expusieran una presentación de su fe. Mientras que los católicos no acataron esta solicitud,
los protestantes presentaron la Confesión de Augsburgo (Confessio Augustana);
inicialmente proyectada por Melanchton como confesión unificadora, pero que luego llegó
a ser escrito confesional de la nueva Iglesia luterana que se iba constituyendo.
El rol sobresaliente atribuido a las confesiones de fe luteranas como base para la unidad de
la Iglesia se expresa en el hecho de que la política de alianzas de los príncipes protestantes
se basaba en la elaboración de confesiones de fe comunes. La adhesión de Inglaterra a la
Reforma continental fracasó porque Enrique VIII se negó a aceptar la Confesión de
Augsburgo para la Iglesia inglesa. Otra consecuencia fue que la formación de confesiones
de fe protestantes se llevó a cabo de maneras diferentes en las diversas Iglesias territoriales,
llevando a la formación de diferentes “cuerpos de doctrina”. En las diversas Iglesias, se
agregaron regímenes eclesiásticos a los escritos confesionales. La posibilidad de trabajar en
el servicio de la Iglesia y en el servicio público quedó sujeta a la aceptación de un
compromiso doctrinario, introducido ya en 1533 en Wittemberg. A partir de la época del
iluminismo, el compromiso doctrinario fue ablandado poco a poco; pero las diferencias
entre las confesiones de fe tradicionales y su mantención todavía pueden ser percibidas con
claridad en el movimiento ecuménico actual.
Un desarrollo similar de confesiones doctrinarias de fe ocurrió también en el calvinismo.
Sin embargo, en éste falta la idea de que los escritos confesionales fueran algo concluido.
Se admite y en parte se prevé en las constituciones eclesiásticas la revisión de los escritos
confesionales antiguos y la elaboración de nuevos. De esta manera, precisamente fueron
círculos reformados los que produjeron en tiempos más recientes la Confesión de Barmen
de 1934, un distanciamiento de los “cristianos alemanes” y la ideología nacionalsocialista.
La Iglesia anglicana incluyó los 39 artículos de fe y un breve catecismo en al Libro de
Oración Común de 1559/1662 (revisado en 1928), subrayando de esta manera la relación
entre la doctrina y el culto. La mayoría de las denominaciones nacidas de las Iglesias
provenientes de la Reforma han creado documentos doctrinarios, comparables a los escritos
confesionales de la Reforma; principalmente los metodistas, bautistas, congregacionalistas.
Por otra parte, ciertas denominaciones rechazan por principio toda y cualquier fórmula de
fe, por ver en éstas un impedimento de la fe cristiana, que contradice la libertad del Espíritu
Santo. El desplazamiento del énfasis de la vida cristiana a la “doctrina pura” obligó también
a las Iglesias más antiguas a formular su doctrina en escritos confesionales propios. Así la
Iglesia ortodoxa oriental, elaboró escritos confesionales por influencia de los escritos
confesionales de la Reforma, como la “Confesión Ortodoxa” del metropolita Pedro Mogila
de Kiev contra el patriarca de Constantinopla Cirilo Lukaris, simpatizante de los
calvinistas. Esta Confesión fue aprobada en 1642 por los patriarcas griegos y rusos. En el
Concilio de Trento (1545-1563), también la Iglesia Católica Romana se decidió a oponer a
las confesiones doctrinarias protestantes una “Profesión de fe tridentina”, en la que cada
artículo de fe concluye con un anatema de los artículos de fe protestantes contrarios.
La formación de confesiones de fe prosigue en la cristiandad actual en dos ámbitos. En el
movimiento ecuménico, se hizo el intento de crear una confesión unificada como base
común de la fe de las Iglesias cristianas reunidas en el Consejo Mundial de Iglesias. Estos
esfuerzos aún no llegaron a su conclusión. En la Conferencia Mundial de las Iglesias en
Ámsterdam, en 1948, fue elaborada una fórmula general provisoria. Según su constitución,
el Consejo Mundial de Iglesias es una “comunidad de Iglesias, que confiesan a nuestro
Señor Jesucristo como Dios y Salvador”. Esta formulación fue tomada de la constitución
del movimiento “Fe y Constitución” (Faith and Order) en 1938 (Utrecht). En St. Andrews
(1960), el Comité Central aceptó por unanimidad la redacción ampliada de la “Base”: “El
Consejo Mundial de Iglesias es una comunidad de Iglesias, que confiesan al Señor
Jesucristo, como Dios y Salvador, según las Escrituras, y se esfuerzan en responder juntas a
su común vocación, para gloria del único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Esta nueva
redacción fue elaborada sobre todo a solicitud de las Iglesias ortodoxas, a las cuales la
forma anterior de la “Base” les resultó insuficiente.
Las Iglesias jóvenes sentían que era inaceptable que se les envolviera, a través de la
práctica misionera de las Iglesias europeas y norteamericanas, en las disputas doctrinarias y
luchas confesionales “importadas” de la cristiandad occidental, disputas que provienen
esencialmente del siglo XVI y que para ellas no son importantes y que frecuentemente les
resultan incomprensibles. La unificación de las Iglesias en la India meridional en la “Iglesia
de la India del Sur” en 1947 sólo pudo concretarse porque las Iglesias estaban firmemente
decididas a desmantelar sus tradicionales diferencias confesionales. En lugar de una
formulación doctrinal, el “Esquema de unión” de la Iglesia de la India del Sur (CSI) adoptó
la apertura “bíblica”. La Iglesia Unida de Cristo, en Japón (Kyodan), también renunció a la
creación de una nueva confesión, limitándose a una introducción al Credo Apostólico.
También en las Iglesias del África se percibe fuertemente la insuficiencia de las confesiones
del siglo XVI, ya que por un lado estas Iglesias provienen de otras formas de experiencia
religiosa, de otras maneras de pensar y de otras condiciones culturales; y por el otro están
expuestas a la permanente discusión con sus conciudadanos del entorno no cristiano, con
los cuales tienen que resolver los desafíos políticos, económicos y culturales en los nuevos
estados independientes.
25. El monasticismo
Hasta el siglo XVII, la historia del arte europeo se identifica en gran medida con la historia
del arte cristiano. Esto no vale para los comienzos de la Iglesia cristiana. En los tres
primeros siglos, la Iglesia no sólo no conocía un arte cristiano, sino que también se oponía
con todas sus fuerzas contra un arte tal. Pasaron más de dos siglos y medio hasta que
surgieran los primeros comienzos de un arte plástico en la Iglesia cristiana; pero éstos
encontraban siempre de nuevo una fuerte resistencia en las congregaciones. Recién cuando
la Iglesia cristiana fue elevada a la condición de Iglesia imperial romana por el emperador
Constantino, se impusieron las imágenes en los recintos de las iglesias y echaron raíces en
la piedad popular cristiana. Pero también más tarde, cuando las artes plásticas fueron
puestas públicamente al servicio de la Iglesia, justamente los teólogos más importantes
levantaron advertencias contra este desarrollo. Para el historiador de la Iglesia Eusebio, el
más diligente glorificador de Constantino, el empleo de imágenes de los Apóstoles Pablo y
Pedro, como también del propio Salvador, es una costumbre pagana. De manera similar, el
obispo Asterio de Amasea dice en un sermón: “No representes a Cristo con una pintura;
alcanza con la humillación de la encarnación a la que él se sometió voluntariamente por
nosotros. Lleva más bien espiritualmente en tu alma la palabra incorpórea”. También el
obispo Epifanio de Salamina (fallecido en 403) se opuso enérgicamente, con palabras y
actitudes, al empleo de imágenes que se extendía en la Iglesia imperial. “Tengan siempre a
Dios en sus corazones, pero no en la casa de la congregación; pues no conviene a un
cristiano esperar la elevación de su alma del auxilio de sus ojos y de la distracción de sus
sentidos”.
¿Por qué demoró tanto la imposición del arte cristiano en la Iglesia? Primeramente, porque
la Iglesia cristiana nació del judaísmo, o sea, de la doctrina y del culto de la sinagoga.
Juntamente con la fe en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra, y también con la fe en
la unicidad y la santidad de Dios, ella adoptó también la prohibición judía de las imágenes.
Además de ello, la lucha de la joven Iglesia cristiana se oponía al paganismo; y a los ojos
de los cristianos, las múltiples manifestaciones del culto pagano aparecían como un culto a
las imágenes, comprendiéndose allí la imagen como la personificación o incorporación del
dios representado por ella. En la predicación misionera cristiana de los primeros siglos, los
ataques del Antiguo Testamento a la veneración pagana de las imágenes se transferían
directamente a la veneración de las imágenes paganas de la época. La lucha contra las
imágenes se llevaba como una lucha contra los “ídolos”, con todo el entusiasmo de la fe en
el Dios único y exclusivo de la Biblia, que no era representado por imágenes.
La repulsión ante las imágenes aumentaba aún más por el hecho de que el culto al
emperador, precisamente tan mal visto por los cristianos y al cual ellos debían ser forzados
mediante la legislación anticristiana, se realizaba como una adoración de la imagen del
emperador bajo la modalidad de un sacrificio ofrecido delante de su imagen. Negarse a este
sacrificio era la principal causa para el martirio. Significativamente, la reacción de la
Iglesia cristiana, luego de su reconocimiento público, fue la destrucción tumultuosa de las
imágenes de los ídolos paganos.
¿Cómo pudo desarrollarse, entonces, un arte cristiano, a pesar de estas fuertes inhibiciones
religiosas y afectivas?
A esta pregunta se ha respondido, principalmente por el lado protestante, que el desarrollo
del arte eclesiástico es parte del proceso global de transformación interior de la Iglesia
cristiana, iniciado por la elevación del cristianismo a la condición de religión imperial
romana, y que era un proceso de paganización interior. Sin embargo, en las propias ideas
básicas de la revelación cristiana existe un punto de partida nuevo y original para el
desarrollo de un arte plástico cristiano, exactamente allí donde la proclamación cristiana se
diferencia de la judía: en la idea de la encarnación. Las grandes luchas teológicas en torno a
la justificación de las imágenes en la Iglesia durante la llamada lucha iconoclasta en los
siglos VIII y IX muestran cómo surge a partir de la doctrina de la fe cristiana una nueva
comprensión de la imagen, que se despliega en una verdadera teología del icono, y que aún
hoy predomina en la Iglesia ortodoxa oriental.
La gran importancia de las imágenes de los santos para el fiel se manifiesta en la
veneración cúltica de las imágenes en el culto; como también en la fijación dogmática de
figuras, gestos y colores del arte de los iconos en la Iglesia oriental. Nosotros estamos
acostumbrados a admirar en primer lugar, también en el arte eclesiástico, la creatividad del
artista. La pintura ortodoxa no incluye justamente aquello que para nosotros es tan
evidente, a saber, la libre fantasía creadora del artista individual. A lo largo de los siglos,
ella se dio por satisfecha con reproducir determinados tipos de imágenes sagradas. En la
pintura eclesiástica ortodoxa, en realidad el artista individual desempeñaba sólo raramente
un rol destacado; la mayoría de los artistas permanecieron anónimos. La pintura de iconos
es un oficio sagrado, ejercido en monasterios que desarrollaron determinadas escuelas de
pintores. En ellas predomina el elemento tradicional y artesanal de tal forma que casi
siempre varios monjes pintores se distribuyen las diversas partes de la producción de un
icono. Los elementos estilísticos – la composición, el colorido, el cabello, la barba y los
gestos de las figuras – están establecidos de libros de pintura, que contienen el canon de las
diversas escuelas de pintores de los monasterios.
La importancia de la imagen del santo en la Iglesia ortodoxa oriental puede ser medida
históricamente por el hecho de que la lucha por las imágenes sagradas en la Iglesia
ortodoxa provocó un movimiento, cuya extensión e importancia sólo puede ser comparada
con la Reforma de Lutero y Calvino. En el siglo VII se difundió en la Iglesia bizantina una
tendencia contraria a las imágenes, favorecida por algunos emperadores de ideas
reformistas. La disputa surgida de allí convulsionó profundamente toda la cristiandad
ortodoxa. A pesar de que los enemigos de las imágenes contaban con todos los recursos del
poder político, no pudieron imponerse. Aún hoy, la victoria de los defensores de las
imágenes es conmemorada en toda la Iglesia ortodoxa el 13 de octubre como la “fiesta de la
ortodoxia”.
La pintura icónica ortodoxa es un arte de la Iglesia, y no es posible separarla de su función
eclesiástica y litúrgica. El icono es una pintura sagrada que posee primordialmente un
destino cúltico. Esto ya se expresa en la producción de los iconos. El acto mismo de pintar
el cuadro ya es un acto litúrgico. Los monjes pintores se preparan para su obra mediante
ayuno y penitencia. Se consagran los pinceles, la madera, las pinturas y todos los demás
materiales necesarios para la cuadro; luego, se consagra el icono terminado antes de ser
usado en la iglesia. La literatura teológica redactada por los grandes Padres de la Iglesia
bizantina en los siglos VII y VIII en defensa de las imágenes, muestra que el icono sagrado
ni siquiera era concebido como una obra humana, sino como una manifestación del propio
modelo celestial. En cierto modo, el icono es una ventana colocada entre nuestro mundo
terrenal y el mundo celestial, a través del cual los habitantes del cielo miren nuestro mundo.
Sobre esta ventana quedan impresos, bidimensionalmente, los rasgos de los modelos
celestiales. Una representación tridimensional ya significaría renunciar al carácter propio
del icono. De allí se explica por un lado la prohibición de la plástica tridimensional en el
arte sacro; y por el otro, el empleo del fondo dorado como la visión del aura celestial del
reino de Dios, que envuelve a los santos. La mirada a través de la ventana del icono es una
visión del aura del mundo celestial.
Con consonancia con ello, los iconos de la Iglesia antigua son atribuidos a modelos “no
hechos por manos humanas”, manifestados por una aparición milagrosa. La mejor
explicación sobre lo que es un icono nos da la liturgia de la consagración del icono, que
recuerda aún claramente los conflictos surgidos en la Iglesia en la época del iconoclasmo.
Durante los siglos VII y VIII, los enemigos de las imágenes apelaban sobre todo al primero
de los Diez Mandamientos: “No te harás imagen ni semejanza”. En la veneración de las
imágenes, sus enemigos veían una blasfemia, ya que con ella se privaba o reducía la
veneración debida únicamente a Dios. Ahora bien, las oraciones e himnos de la
consagración del icono se basan en el pensamiento que Dios, al prohibir las imágenes, se
estaba refiriendo únicamente a la fabricación de imágenes de ídolos. “Por un mandamiento,
has prohibido confeccionar imágenes y figuras contrarias a ti, o Dios verdadero, para
adorarlas y servirles como al Señor”. Una vez descartada la falsa veneración de las
imágenes y los ídolos, Dios mismo habría comenzado a presentar los misterios de su reino a
través de imágenes. La más sublime representación de sí mismo fue realizada por Dios en
su encarnación, en su Hijo, que es la verdadera imagen del Padre y el “resplandor de su
gloria” (Hb 1,3). Así Dios mismo es el primer productor de imágenes, y Cristo es el primer
icono. Y de Cristo mismo, prosigue diciendo el texto de la consagración, tenemos una
imagen fiel, “no hecha por manos humanas”, que retiene sus rasgos divinos y humanos.
Aquí la liturgia alude a la historia de la carta del rey Abgar de Edesa, que ruega que Cristo
lo venga a visitar para curarlo de una enfermedad. Cristo no viene personalmente, sino que
imprime su imagen sobre una tela, se la envía al rey y lo cura por este medio de su
enfermedad. De esta manera, él mismo produjo el primer icono de Cristo de manera
milagrosa. La objeción de los enemigos de las imágenes, que la veneración de las imágenes
sagradas le privaba a Dios de la honra que le pertenece únicamente a él, es refutada
mediante un argumento desarrollado a partir de la especulación neoplatónica sobre las
imágenes: “No divinizamos los iconos, sino que sabemos que la honra rendida a la imagen
se eleva a su modelo”.
Estas ideas de la liturgia icónica dominan también los manuales de pintura de los pintores
ortodoxos. Un determinado tipo, cada vez más común en las representaciones del santo
sudario en los siglos IV y V, llevó a la fijación dogmática de un determinado icono de
Cristo. Su modelo se encuentra en un escrito apócrifo de la Iglesia antigua, la carta
legendaria de Léntulo. Este Léntulo es presentado como cónsul, funcionario al cual Pilato
estaba subordinado, en la época de la actuación pública de Jesús, en el año 12 de Tiberio.
Por casualidad, se encontraba en Palestina cuando tuvo lugar el juicio contra Jesús; y envió
un informe sobre este juicio al emperador, con una descripción de Jesús, que suministró el
modelo básico para el tipo del Cristo bizantino.
La Trinidad tampoco puede ser representada de cualquier modo, sino únicamente según la
manera en que ella misma se representó de acuerdo con la doctrina de la Iglesia en la
palabra divina del Antiguo y el Nuevo Testamento. Se trata, en primer lugar, de un pasaje
del Antiguo Testamento que ya había sido interpretado en la teología de la Iglesia antigua
como una aparición de la Trinidad divina, a saber, la visita de los tres hombres a Abraham
en Mambré (Gn 18); luego, la aparición de las tres personas divinas en el bautismo de Jesús
(Mt 3,16); la escena de Pentecostés, en la que el Señor ascendido al cielo está sentado a la
diestra de Dios, y el Consolador, el Espíritu Santo, es enviado a los apóstoles bajo la forma
de lenguas de fuego (Hch 2); y finalmente la escena de la transfiguración en el Monte Tabor
(Mt 17,2).
Para los iconos marianos no existe un punto de partida dogmático similar en el Nuevo
Testamento. Recién la mariología de los siglos III y IV creó las condiciones
correspondientes. La ausencia de afirmaciones neotestamentarias sobre la imagen de María
fue compensada por numerosas leyendas marianas, que se ocupan sobre todo con la
aparición maravillosa de imágenes milagrosas de la Madre de Dios. En Rusia y en muchas
otras Iglesias ortodoxas, inclusive en el Monte Athos, tales iconos milagrosos, “no hechos
por manos humanas”, se relacionan con apariciones milagrosas de la Madre de Dios, de las
que quedó su icono.
La liturgia de consagración de los iconos de los santos expresa que los santos mismos son
concebidos como imágenes de Cristo. En ellos fue renovada la imagen de Dios por la
acción salvífica del Hijo de Dios hecho hombre.
Los adversarios de las imágenes niegan expresamente que en el Nuevo Testamento se
encuentre una postura nueva con relación a la imagen. Para ellos, lo divino, por su
trascendencia y su carácter espiritual, está situado más allá de toda forma terrenal; y su
representación por medio de materias y formas terrenales ya significa una profanación. La
relación con Dios, que es Espíritu, sólo puede ser puramente espiritual; el culto, tanto
individual como de la comunidad, sólo puede realizarse “en espíritu y en verdad” (Jn 4,24).
Del mismo modo, el modelo divino sólo puede ser realizado en la vida de una manera
espiritual y moral. El camino religioso de la actuación de Dios sobre el ser humano no es el
camino de la actuación externa sobre los sentidos, sino el de la actuación espiritual sobre la
inteligencia y la voluntad. Este tipo de influencia no se puede producir a través del arte
pictórico. La única manera de conocer la verdad es ocuparse con los escritos del Antiguo y
el Nuevo Testamento, que están llenos del Espíritu de Dios.
El sínodo de los iconoclastas del año 754 decidió por unanimidad “que toda imagen, sea de
la materia que fuere y cualquiera que sea el arte pictórico con el que haya sido
confeccionada, de aquí en adelante debe ser retirada de las iglesias cristianas y abominada
como cosa extraña; y que en el futuro nadie se atreva a practicar la ocupación impía de
fabricar imágenes. Quien a pesar de ello se atreva a hacer o adorar imágenes o a colocarlas
en una iglesia o a guardarlas en su casa, deberá, en el caso de ser obispo o clérigo, ser
castigado con la separación de su cargo; y en el caso de ser laico o monje, con la
excomunión; además de ser castigado con las leyes imperiales.”
Los iconoclastas de la época de la Reforma utilizaron mayormente los mismos argumentos.
Para el protestante radical sólo existe la presencia de Dios en la palabra y en el sacramento:
“En la casa de Dios, sólo Dios debe ser adorado y invocado sólo el nombre de Dios”
(Karlstadt).
Incluso después que la teología icónica se impusiera en la Iglesia imperial bizantina, hubo
numerosos grupos cristianos, sobre todo en Asia Menor, en parte ya marginados como
heréticos, en los cuales se mantuvo la antigua enemistad de la Iglesia contra las imágenes,
como p. ej., los montanistas y paulicianos. Las diversas explosiones del iconoclasmo no son
corrientes revolucionarias aisladas y esporádicas. Su tradición interna se extiende a través
de toda la historia de la Iglesia, comenzando con el mayor de todos los movimientos
iconoclastas en la historia universal de los que se tenga conocimiento: la destrucción de
todo el arte sagrado de las religiones paganas del imperio romano.
En el occidente también puede constatarse una continuidad de esta hostilidad latente hacia
las imágenes, que en tierras alemanas se remonta a la época de la misión germánica de
Bonifacio. Vuelve a resurgir con fuerza bajo Carlo Magno, y se manifiesta con la reforma
cluniacense. Puede ser encontrada en diversos movimientos laicos y sectas medievales,
tanto entre los cátaros como los valdenses; y pasa luego a una explosión revolucionaria
relacionada con la Reforma en Alemania, Francia e Inglaterra. En su estructura afectiva y
su argumentación teológica, los diversos tipos históricos del iconoclasmo son de una
sorprendente uniformidad. Significativamente, el rechazo de las imágenes no se detiene
ante la imagen de Cristo; por el contrario, la iconoclasia del año 726 comienza
precisamente con la eliminación demostrativa de una célebre imagen de Cristo en
Constantinopla. La destrucción de imágenes de la época de la Reforma también se dirige
exactamente contra las imágenes de Cristo, que eran destrozadas y quemadas.
¿Cómo fue que en el occidente católico llegó a desarrollarse un arte eclesiástico? La
polémica iconoclasta de los siglos VII y VIII fue un punto de discordia también en al
Iglesia occidental. Pero en el occidente la situación era totalmente diferente. La Iglesia
franco-germana era una Iglesia joven, en la que las imágenes eran mucho más raras que en
la antigua Iglesia bizantina, donde se habían acumulado los iconos santos durante varios
siglos. En el occidente aún no existía un arte plástico cristiano tan desarrollado como en el
oriente. Aquí el cristianismo tampoco tuvo que luchar contra un arte pagano altamente
desarrollado. Donar murmuraba en el roble sagrado, y Bonifacio primero tuvo que
derribarlo para demostrar la superioridad de Cristo sobre el Dios pagano. Entre las tribus
germánicas del occidente no había, como en Éfeso (Hch 19,24), una corporación de
escultores u orfebres, que habrían podido protestar en nombre de sus dioses contra los
iconoclastas cristianos.
El punto de vista occidental se manifiesta con la mayor claridad en las formulaciones de las
decisiones sinodales sobre la cuestión de las imágenes, tales como fueron publicadas en
Francia en los “Libri Carolini”, las colecciones de las leyes del emperador Carlos. Aquí se
subraya que las imágenes sólo tienen un carácter supletorio. No son, pues, entendidas como
manifestación del santo; sino sólo como un hacer presente a la persona santa en el recuerdo,
como un apoyo de la memoria para la verdadera recepción espiritual de las cosas
espirituales a través de la predicación. Esto lleva, por lo tanto, a una comprensión
esencialmente pedagógica y estética de las imágenes. En esta misma línea se sitúa el
pensamiento que las imágenes serian la sustitución de la Sagrada Escritura para los
analfabetas, por consiguiente, para la inmensa mayoría del pueblo de los fieles de aquella
época. Las imágenes son la Biblia de los laicos. El papa Adriano I, que impuso el
reconocimiento del sínodo de Nicea, favorable a las imágenes, señaló también que las
imágenes tenían un carácter concreto y comprensible. Esta idea del aspecto comprensible y
de la invitación a imaginarse corporalmente a las personas santas le posibilitó reconocer en
principio el punto de vista griego del aprecio de la imagen, sin tener que envolverse con la
complicada fundamentación teológica de la veneración de las imágenes. Las ideas
expresadas en los “Libri Carolini” fueron decisivas para la tradición occidental. Según
Tomás de Aquino, las imágenes poseen una triple finalidad en la Iglesia: sustituir los libros
en la instrucción de los incultos; recordar e ilustrar el misterio de la encarnación; y
despertar el afecto de la devoción que, basado en una ilustración, despierta con más eficacia
que cuando sólo escucha. Recién esta actitud básica posibilitó el desarrollo autónomo del
arte eclesiástico occidental. En el occidente cristiano, la imagen recibe su función
específica en el marco de la educación del pueblo. Con esto fue estimulada la creación
artística, desafiándose la fantasía artística del pintor.
Renunciando a la teología del icono, se abandona también el monopolio de la
bidimensionalidad en el arte eclesiástico. Al lado de la pintura aparece la escultura; la
propia pintura, con la introducción de la perspectiva, conquista la tridimensionalidad.
Luego, el arte queda incorporado en toda la vida de la piedad personal. La imagen sagrada
se convierte en objeto de devoción; la persona se coloca delante de una imagen y, al
contemplarla, profundiza los misterios de la revelación cristiana. Como objetos de
devoción, las imágenes son el punto de partida para la contemplación y el recuerdo místico.
Y, a la inversa, la visión mística misma actúa a su vez sobre el arte plástico, en la medida en
que éste representa lo contemplado en la visión. La presión de la tradición que pesa sobre el
arte bizantino poco a poco va desapareciendo en la Iglesia occidental. En la Iglesia oriental,
la forma del arte está tan rígidamente establecida como el dogma de la Iglesia; nada puede
ser modificado en los modelos celestiales. Este pensamiento no desempeña ningún rol en el
occidente. Aquí el arte religioso se adapta en cada caso al clima religioso general de la
Iglesia, a la actitud espiritual y también a las necesidades religiosas. Además puede ser
moldeado por la fantasía imaginativa de cada artista. De este modo, pudo desarrollarse en el
occidente desde el inicio un arte eclesiástico mucho más individual. Igualmente sólo de esta
manera se hace posible desvincular la historia sagrada de su contexto dogmático y
transferirla del pasado al presente de cada época. Con esto se abre el camino para un
desarrollo más amplio y más elástico del arte eclesiástico.
La misión y difusión del cristianismo constituyen uno de los más sorprendentes procesos
históricos. Otras grandes religiones, como el budismo y el islamismo, también levantaron
reclamos de validez universal; pero ninguna otra de las grandes religiones pudo lograr la
realización de esta pretensión a través de una expansión misionera por todo el globo
terrestre. Sólo el cristianismo se extendió realmente por toda la tierra y llegó a ser la
religión universal de la humanidad. Pero la realización de esta difusión global es de data
más reciente, pues durante siglos la existencia del cristianismo fue fuertemente amenazada
por la expansión militante del islamismo. El gran salto misionero del cristianismo al nuevo
mundo está directamente relacionado con la eliminación del último baluarte del dominio
islámico en suelo español con la conquista de Granada en 1492 y con la finalización de la
reconquista. Ésta liberó las fuerzas de los reinos católicos de España y Portugal de la lucha
contra el Islam, dejándolas disponibles para la conquista y las misiones del nuevo mundo.
La peculiar difusión del cristianismo por todo el globo se relaciona de manera directa con la
expectativa escatológica cristiana de que el fin estaba próximo. Todos los períodos
particularmente activos de la difusión misionera del cristianismo experimentaron la
influencia de un renacer de la esperanza del fin inminente. La expectativa cristiana del fin
de los tiempos nunca consistió sólo en un deseo pasivo de la venida del reino de Dios. Por
el contrario, el estar comprometido con la fe en el retorno inminente siempre se manifestó a
través de una increíble activación y aceleración de los esfuerzos por preparar el mundo para
el regreso de Cristo y la venida del reino. Este compromiso, transformado en el deber
urgente de “preparar el camino del Señor” (Mt 3,3) y de eliminar todas las resistencias que
se oponen al establecimiento de su reino en la tierra, permite comprender las máximas
realizaciones de la historia de la misión, no sólo las de naturaleza espiritual, sino también
de naturaleza física. Ya el Apóstol Pablo está bajo la presión de la venida del reino de Dios.
Él recorre las tierras de Asia y de Europa para encender en todas partes el fuego del
Evangelio y crear congregaciones con “primicias”, que deberán transmitir el mensaje del
reino. Esta presión escatológica está también detrás de los esfuerzos posteriores por la
expansión cada vez más amplia del cristianismo. Incluso Colón, en esa empresa insólita
para su época de atravesar el océano rumbo al oeste, fue animado por la idea de que Satanás
se había instalado en la India, impidiendo hasta el momento exitosamente la difusión del
Evangelio y retardando con ello el retorno de Cristo. Como de acuerdo a sus cálculos
escatológicos, estaba cerca el momento del regreso de Cristo, era urgente alcanzar la India
por el camino más corto, a los efectos de eliminar el último baluarte de Satanás. Esta misma
expectativa ardiente del fin de los tiempos empujó a Francisco Javier a la India y al Japón.
La misión mundial protestante, iniciada un siglo más tarde, se ubica en la línea de esta
expectativa escatológica del fin de los tiempos. Esto no sólo se aplica a los misioneros
luteranos alemanes Ziegenbalg y Plütschow que, enviados por la corona danesa, fueron en
1706 a la costa de Malabar en la India; sino también a las misiones entre los indígenas
realizadas por los puritanos de Boston bajo la dirección de John Eliot (1604 hasta 1690). El
primer sello de Massachussets mostraba a un indio haciendo seña con la mano, y llevaba la
inscripción: “Ven y ayúdanos”, las mismas palabras con las que en su momento el
macedonio, que se le había aparecido a Pablo en una visión cuando se encontraba en la
ciudad asiática de Tróada, llamara al Apóstol a Macedonia (Hch 16,9). Esta inquietud
escatológica impulsó a los innumerables colaboradores grandes y pequeños de la difusión y
edificación del Reforma a los rincones más alejados del planeta y a los mayores sacrificios,
incluso al martirio; y a las más elevadas realizaciones del servicio y la solidaridad, no sólo
en el terreno del anuncio y la educación religiosos, sino también de las actividades
culturales, agrícolas y médicas. Ya meramente desde el punto de vista de los esfuerzos
físicos, los grandes misioneros de todos los tiempos han rendido al máximo en sus viajes.
Con sus numerosos viajes misioneros, el Apóstol Pablo exhibe un número mayor de millas
recorridas que cualquier general del ejército romano, cualquier funcionario del imperio o de
cualquier comerciante de su tiempo. Francisco Javier también bate todos los récords
mundiales de viajes de su tiempo, soportando las fatigas físicas más colosales en tierra y
mar. John R. Mott (1865-1955), el fundador de la Asociación Cristiana de Jóvenes (YMCA)
y del Movimiento Estudiantil Cristiano de Misión Mundial, “embajador de Cristo” hasta
alta edad, fue el hombre que más viajó en el pasado reciente. En comparación con todos los
diplomáticos y representantes comerciales de su época, Mott presentaba un número récord
de cruces del Atlántico y el Pacífico, e igualmente un número récord no superado de
kilómetros hechos en tren y en automóvil. El lema por él acuñado “Jesucristo a las naciones
en esta generación” (Jesus Christ to the Nations in this Generation) ha sido, en el fondo, el
lema de todos los impulsos misioneros grandes y pequeños, que contribuyeron para
difundir el cristianismo sobre toda la superficie de la tierra.
Este signo escatológico de la misión cristiana continúa sin alteración hasta el día de hoy.
Dos de las actuales instituciones misioneras mundiales, la del movimiento pentecostal y la
de los adventistas, o sea, de las Iglesias cristianas independientes más fuertemente
sostenidas por la expectativa de la pronta venida, son las que presentan los mayores éxitos
en cuanto a su difusión global y a la disposición de los miembros de sus congregaciones al
sacrificio.
Emparentado con la motivación escatológica existe aún otro impulso misionero, ligado al
ideal ascético de no tener patria. A imitación de Cristo, que no tenía patria, y que “no tiene
donde reclinar la cabeza” (Mt 8,20), los monjes iroescoceses exigieron, como forma radical
del ascetismo cristiano, la renuncia a aquello que es lo más querido del ser humano, la
propia patria; y “por amor Cristo” asumieron la condición ascética de no tener patria. En
grupos, frecuentemente de a doce y bajo la dirección de un decimotercero, abandonaban sus
monasterios y se dirigían a tierras extrañas. Estos viajes, que sobre todo en las regiones
celtas del suelo europeo continental los llevaron hasta Suiza y más allá de los Alpes, pero
también a Islandia y Terranova, produjeron en todas partes una intensa actividad misionera.
En parte, esta misión llevó a la fundación de conventos como bases para la misión, como en
Reichenau, en S. Gallen y en Bobbio, Italia. De manera similar, los ermitaños y monjes
ortodoxos rusos, que tuvieron que huir una y otra vez de la intervención del estado y de la
Iglesia oficial, misionaron las vastas regiones del nordeste de Rusia, desde Siberia hasta
Alaska y a la costa del Pacífico. Al lado de los cazadores de pieles, estos monjes eremitas
constituían los puestos de avanzada de la colonización de Siberia. También en tiempos más
recientes, esta modalidad de misión relacionada con el ideal ascético de no poseer una
patria contribuyó siempre de nuevo a reactivar la misión cristiana; llegando hasta el Padre
Charles de Foucauld (fallecido en 1916), que concluyó su vida como misionero ermitaño
entre los beduinos del Sahara con el martirio.
A esta participación decisiva de la expectativa escatológica de la proximidad del fin en la
actividad misionera corresponde el hecho de que a lo largo de la historia de las misiones, la
paralización de la empresa misionera siempre está ligada con un decaimiento de la
expectativa escatológica. Lutero, p. ej., manifestó su desinterés por la misión entre los
paganos con el argumento que el mandato bautismal de Jesús (Mt 28,19): “Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes”, ya había sido cumplido por los apóstoles, y que no valía más
para el presente. Aún en el año 1651, la Universidad de Wittemberg rechazó el deber
misionero con esta misma argumentación teológica. Es sintomático que en las Iglesias
territoriales de la Reforma, los impulsos para la misión entre los paganos no hayan partido
de las autoridades eclesiásticas, sino del pietismo y de los movimientos de avivamiento.
Éstos redescubrieron el deber misionero de todo cristiano individual, especialmente del
laico cristiano, y lo activaron mediante la fundación de sociedades misioneras.
Según un prejuicio ampliamente divulgado, la dinámica de la difusión misionera no parece
valer para la Iglesia ortodoxa oriental. Pero este prejuicio desconoce la verdadera fuerza
misionera de la Iglesia ortodoxa oriental. Si en las Iglesias ortodoxas modernas que aún
sobreviven en Siria, Líbano, Palestina, Egipto y Etiopía, como también en la Iglesia Mar
Toma en la India y entre los escombros de la Iglesia nestoriana en Persia, se puede percibir
hoy muy poco de una actividad misionera, ello se debe al hecho que estas Iglesias una y
otra vez estuvieron expuestas a persecuciones o a una carga tributaria particularmente
pesada; desde la primera época de la expansión del islamismo; luego, desde el tiempo de las
invasiones de los tártaros en los siglos XIII y XIV; y sobre todo desde el establecimiento
del dominio turco. Algunas de las Iglesias orientales, hasta entonces florecientes,
disminuyeron fuertemente en membresía; a las que quedaban, les fue prohibida
severamente toda actividad misionera entre los musulmanes por parte de las autoridades
mahometanas; de la misma manera que a la inversa la legislación islámica prescribía las
más rigurosas penas para la conversión de musulmanes a la Iglesia cristiana. Bajo la
influencia del sistema hinduista de castas, los cristianos de la Iglesia Mar Toma de la India
se transformaron en una casta cerrada, perdiendo con ello su posibilidad misionera. La
paralización del impulso misionero es, por consiguiente, sólo el resultado de una opresión
estatal de varios siglos y que, bajo la amenaza de los más severos castigos, prohibió el
ejercicio de toda actividad misionera a los restos de las Iglesias ortodoxas y cismáticas del
Medio Oriente y del Extremo Oriente.
Estas Iglesias tampoco pudieron recuperarse de estas restricciones jurídicas cuando en el
contexto de la expansión colonial de los pueblos europeos, a su vez ligada sobre todo a la
política imperial británica y a la política de protectorados franceses en el Cercano Oriente,
las misiones católicas romanas y protestantes obtuvieron la posibilidad de conseguir
condiciones sustancialmente más favorables para su trabajo por medio de acuerdos
internacionales. La coexistencia de misiones católicas romanas y protestantes muy activas,
al lado de las antiguas Iglesias residuales ortodoxas, misionalmente paralizadas desde hace
siglos, contribuyó a profundizar este malentendido sobre la incapacidad misionera de la
Iglesia ortodoxa.
Sin embargo, en realidad partió la más intensa actividad misionera de la ortodoxia cuando
ésta estaba en sus tiempos de apogeo. Y no sólo hacia el este, donde ya en los siglos III y
IV el cristianismo ortodoxo, en su modalidad nestoriana especial, avanzó hasta la China,
Asia Centra y Mongolia; sino también en dirección oeste, donde las tribus germánicas
recibieron su primera cristianización desde Asia Menor y Bizancio, en la época de la
invasión de los bárbaros; y aún hacia el norte, noreste y noroeste, donde los pueblos
eslavos, tanto los del oeste y del sur como sobre todo los del este, fueron misionados desde
Bizancio. Más tarde, esta misión de los germanos, como también la de los eslavos del oeste,
sobre todo en el ámbito del reino de Moravia, fue sustituida por una misión católica
romana, que incorporó las tribus alemanas y eslavas del oeste al cuerpo de la Iglesia
católica. Este hecho hizo que la actividad misionera occidental de la Iglesia ortodoxa cayera
en el olvido.
En la época de su apogeo, la Iglesia ortodoxa no sólo estaba orientada en su dinámica
espiritual con todas sus fuerzas hacia la difusión del Evangelio entre los pueblos no
cristianos, sino que también defendió teológicamente un principio misionero, que
fomentaba enfáticamente esta actividad, a saber, el de predicar el Evangelio a los diferentes
pueblos en sus propias lenguas y realizar el culto según una liturgia celebrada en esta
misma lengua. En la Iglesia siria se hablaba, se predicaba, se cantaba, se enseñaba y se
celebraba la liturgia en sirio; en la Iglesia armenia, en armenio; en la Iglesia copta, en
copto; en la Iglesia georgiana, en georgiano. Detrás de esta práctica se encuentra una
comprensión teológica muy especial de la lengua del pueblo. La teología de la Iglesia
antigua ya había tomado de la tradición bíblica sus conceptos de las grandes fases del
desarrollo de las lenguas de la humanidad, oponiendo los relatos de la confusión babilónica
de las lenguas y el relato del milagro de las lenguas en la efusión del Espíritu en la primera
fiesta de Pentecostés, como los dos grandes momentos de inflexión en la evolución
histórico-salvífica de las lenguas. La confusión de las lenguas en la construcción de la torre
de Babel (Gn 11) fue considerada como un castigo por la sublevación contra Dios, rebelión
ésta que destruyó la unidad del verdadero conocimiento de Dios y promovió la difusión de
religiones falsas. Por su parte, se consideraba que esta evolución de las lenguas, hasta
entonces bajo la ira de Dios, había sido transformada en la efusión del Espíritu en
Pentecostés (Hch 2,6 y ss.) en gracia para la salvación de los pueblos. La efusión del
Espíritu en el día de Pentecostés fue comprendida como el bautismo de las lenguas de los
pueblos y como su elevación a la condición de instrumentos para la proclamación del
mensaje divino de la salvación al mundo entero y a todos los pueblos. Partiendo de esta
postura teológica básica, los misioneros ortodoxos de todos los países y todas las épocas se
esforzaron por llevar a los pueblos misionados el Evangelio y la liturgia en sus respectivas
lenguas. Con ello, el impulso más fuerte para la creación lingüística salió precisamente de
la misión ortodoxa en occidente y oriente, en suelo germánico, eslavo, del Asia Menor y
Central. Muchas de las lenguas de los pueblos y tribus de Europa, Asia menor, Siberia y
Asia Central, misionados por la Iglesia ortodoxa, sólo fueron elevadas a la categoría de
idiomas literarios por el hecho de que los misioneros ortodoxos tradujeron la Biblia y los
escritos litúrgicos.
Traducir la Biblia a la lengua de un pueblo significa habilitar esta lengua para la
colaboración en la edificación del reino de Dios, y delimitar lingüísticamente el ámbito
sagrado en el que podrá realizarse luego el posterior desarrollo literario de ese idioma. Esto
coloca al traductor de la Biblia ante la tarea creativa de recrear todo el universo del mundo
intelectual y terrenal, de la naturaleza y la sociedad, de lo sagrado y lo profano, que se
encuentra en los escritos del Antiguo y el Nuevo Testamento, a partir del material muchas
veces aún no preparado de una lengua que hasta entonces aún no era una lengua literaria.
En verdad, un trabajo de traducción como éste significa para el idioma en cuestión y con
ello, para el pensamiento del respectivo pueblo, la primera conquista del universo espiritual
y terrenal. De esta manera, la traducción de la Biblia es el renacimiento y el bautismo de
cada lengua.
Desde el inicio, la misión, la civilización y la colonización estuvieron directamente ligadas
entre sí, porque en todos los casos la misión partió de grupos líderes, que en comparación
con los pueblos misionados, al mismo también representaban un nivel de civilización más
avanzado, y cuyo progreso estaba relacionado con la actitud específicamente cristiana
frente a Dios, el prójimo y la naturaleza. En sus territorios de misión entre las tribus
alemanas y eslavas, los cistercienses, por ejemplo, no sólo introdujeron formas más
elevadas de los oficios y la arquitectura – desde la construcción de casas hasta
construcciones técnicas y la edificación de iglesias –; sino que difundieron también formas
más avanzadas de agricultura, fruticultura, viticultura y ganadería. Pero sobre todo fueron
los portadores de un progreso técnico considerable por la construcción de canales,
estanques para la cría de peces, molinos de agua y de viento.
La vinculación entre la misión, la civilización y la colonización prosiguió luego de una
manera más amplia e intensiva en la conquista del nuevo mundo por los españoles y
portugueses y en la misión católica vinculada a la misma. Esta conquista del nuevo mundo
ha llevado de facto al exterminio de las antiguas culturas indígenas y a la transferencia del
catolicismo europeo, español y portugués, a las nuevas colonias conquistadas. Esto no sólo
se manifiesta en la organización eclesiástica, la fundación de universidades y centros de
formación, la arquitectura y el arte eclesiásticas; sino también en la manera en que toda la
vida cultural, intelectual, económica e industrial del nuevo mundo fue marcada por el
modelo de las potencias coloniales europeas. Esta impronta se conservó incluso después de
la separación política de las colonias de la corona española o portuguesa en el siglo XIX.
Aún hoy, aquella marca sigue actuando, a pesar de las amplias y profundas
transformaciones producidas por el nacionalismo indígena, el iluminismo europeo, la
influencia norteamericana y el socialismo moderno.
Lo mismo vale también para otros continentes. En el ámbito de las colonias francesas del
África, al norte y al sur del Sahara, se difundió el catolicismo bajo la dirección de órdenes
misioneras francesas. De la misma manera, el catolicismo francés logró una gran influencia
en el Cercano Oriente, donde Francia ejerció el protectorado oficial sobre la misión
católica. Las fuertes repercusiones de la misión francesa en Vietnam se manifestaron
claramente como factor político y cultural durante la Guerra de Vietnam. El catolicismo
belga se difundió por medio de sus órdenes misioneras en el Congo Belga; el catolicismo
portugués, en las colonias portuguesas en África, en América del Sur (Brasil), en la India
(Goa); y bajo el dominio del “patronato” de la colonia portuguesa, hasta en el Japón y la
China. La influencia de la Iglesia española, por su parte, se extendía más allá de América
del Sur hasta las Filipinas, pasando por el Pacífico Austral.
Algunas colonias, con el cambio de sus amos coloniales, fueron arrastradas a los conflictos
internos de las Iglesias confesionales europeas. Un ejemplo típico para ello es la historia de
la misión en Ceilán. Este país, en el cual el budismo fue religión oficial, primero llegó a ser
católico bajo el dominio portugués, luego pasó a ser reformado bajo el dominio colonial
holandés, y terminó siendo anglicano bajo los ingleses. Después de lograr la independencia
política, se hizo sentir en Ceilán una fuerte reacción budista, y muchos cristianos cingaleses
volvieron al budismo.
Desde el inicio, la misión protestante fue fuertemente marcada por móvil pietista de
iluminar las “tinieblas” del mundo pagano por la “luz” del mensaje cristiano. La teología de
la ilustración adoptó una actitud positiva ante el reconocimiento de los valores morales y
espirituales de las grandes religiones asiáticas, sobre todo del confucianismo. Leibniz
bosquejó un programa de una misión bilateral: a través de sus misioneros, los chinos
deberían divulgar en Europa las ideas del derecho y la ética naturales, mientras que los
misioneros cristianos difundirían en la China las doctrinas de las verdades sobrenaturales
reveladas del cristianismo, sirviendo al mismo tiempo de transmisores de las ciencias
occidentales. Por razones de organización, esta propuesta no pudo realizarse en aquel
momento; pero inauguró una penetración de las ideas de las grandes religiones asiáticas en
Europa, fomentada por los europeos instruidos. En los siglos XIX y XX, la iniciativa
misionera estaba nuevamente en las manos de las Iglesias independientes y sectas
fundamentalistas norteamericanas, que habían sido tocadas por el movimiento de
avivamiento. Estas Iglesias enfatizaban la tarea misionera individual de cada cristiano y
cubrieron el mundo con una red de puestos misioneros, en los que frecuentemente
trabajaban misioneros laicos. En el ámbito de las Iglesias territoriales nacidas de la
Reforma, la iniciativa misionera partía sobre todo de los grupos pietistas (August Hermann
Francke, Zinzendorf). Mientras que en las Iglesias independientes el mandato misionero fue
reconocido y puesto en práctica desde el principio como una tarea de la Iglesia, las Iglesias
territoriales provenientes de la Reforma dejaban la misión externa en manos de
asociaciones privadas de cuño pietista o del movimiento de avivamiento. Estas asociaciones
formaban misioneros y los enviaban a los respectivos terrenos de misión. De esta manera,
la misión produjo un transplante del pluralismo eclesiástico de los países madre a los
campos de misión. Con ello también transfirió la competencia confesional a los territorios
misioneros de África, América y Asia, frecuentemente para perjuicio del propio
cristianismo.
Por el otro lado, la multiplicidad confesional y la competencia de las Iglesias misioneras,
llevada a expensas de los aborígenes, se convirtieron en el impulso más fuerte para que las
Iglesias misioneras comenzaran a pensar en un trabajo ecuménico conjunto. La misión
externa acercó y reunió a las confesiones cristianas y puso en marcha el movimiento
ecuménico. De esta manera, ya a fines del siglo XVIII surgió en el campo misionero una
colaboración entre la Iglesia Presbiteriana Escocesa y la iglesia Episcopal inglesa, dos
Iglesias que en su patria estaban separadas por una profunda y tradicional disputa religiosa.
En 1795, en una época en la que en Inglaterra los disidentes eran apenas tolerados y no
tenían ningún derecho político, fue creada la Sociedad Misionera de Londres, que tenía por
objetivo realizar misión entre los paganos, sin estar ligada a ninguna Iglesia determinada.
En la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, fundada en 1804, miembros de la Iglesia
institucional cooperaban con las numerosas Iglesias independientes. La Conferencia
Misionera Mundial de Edimburgo, en 1910, marcó el nacimiento del movimiento
ecuménico. Hoy las llamadas “Iglesias jóvenes”, nacidas de las misiones europeas y
norteamericanas, son las que más fuertemente abogan por la reunificación de las Iglesias
cristianas. La fuerza de su participación en el Consejo Mundial de Iglesias se manifiesta en
el hecho de que varias de las últimas grandes asambleas de este Consejo y las conferencias
misioneras mundiales se realizaron en tierras asiáticas o africanas, en el ámbito de los
antiguos terrenos de misión (p. ej., Nueva Delhi en 1961, Addis Abeba en 1970); y que las
Iglesias surgidas de las misiones pasaron a considerar la misión como tarea suya,
asumiéndola también parcialmente en la práctica.
Bajo la influencia del desarrollo ecuménico, las antiguas Iglesias misioneras europeas y
norteamericanas modificaron mucho su manera tradicional de misionar. Consintieron que
las Iglesias hasta entonces “hijas” se transformaran en Iglesias autónomas, y se limitan a
una tarea consultiva en el terreno de la formación teológica y pedagógica. En atención a la
situación modificada de las misiones, han sido desarrollados parcialmente tanto del lado
católico romano como del protestante programas de “indigenización” de la misión cristiana
y de una mayor adaptación de la proclamación y de la liturgia al estilo de vida y a las
tradiciones culturales de las comunidades africanas y asiáticas. Pero hasta cierto punto se
trata aquí de una reacción romántica contra una identificación unilateral, practicada hasta
ese momento, de la misión cristiana con una europeización o norteamericanización. A la
larga no se puede negar que el moderno desarrollo técnico, científico y social es un
producto del mundo cristiano occidental; y que por otro lado ya no existen más culturas y
civilizaciones asiáticas o africanas no cristianas y no occidentalizadas, sino que todas ellas,
en mayor o menor grado, ya han sido envueltas en el proceso de occidentalización. Incluso
la “indigenización” del cristianismo no les ahorrará a las Iglesias jóvenes la discusión
decisiva con las exigencias del mundo moderno globalizado, marcado por la ciencia, la
tecnología y la economía occidentales.
La familiaridad de las Iglesias misioneras con la población nativa de Asia, África e
Indonesia con sus condiciones lingüísticas, religiosas, culturales y sociales peculiares y el
hecho de que la creación de las instituciones religiosas, médicas, agrícolas y pedagógicas
fue sostenida hasta el momento sobre todo por las Iglesias misioneras, implica que estas
Iglesias posean hoy una participación importante en la llamada ayuda para el desarrollo.
Esto es legitimado por el hecho de que el sistema económico y social occidental surgió del
pensamiento cristiano, por más numerosos que hayan sido los grados de secularización y
pseudomorfosis que atravesara. Evidentemente el pensamiento cristiano es el que está en
mejores condiciones de crear las bases intelectuales en los pueblos hasta ese momento no
cristianos y que fueron invadidos por la civilización occidental, para que estos pueblos
también puedan asumir mentalmente esta civilización técnica. Piénsese tan sólo en el
concepto del tiempo, un concepto marcado por el cristianismo, que sirve de base a nuestra
civilización y organización técnica; o en las categorías del pensamiento histórico en que se
base nuestro pensamiento occidental, y que tienen una raíz específicamente cristiana.
También es muy significativo el hecho de que el calendario cristiano, con la semana de
siete días con el domingo como día de descanso – ahora el fin de semana –, se haya
impuesto en todo el mundo; y que el ritmo de trabajo occidental, con sus horas de trabajo
regulares y su tiempo libre y las vacaciones regulares, fuera introducido por todas partes.
Este desarrollo puso fuera de vigencia los numerosos calendarios festivos no cristianos del
hinduismo, budismo, taoísmo; con sus fiestas religiosas extendidas frecuentemente por
muchas noches, o – como en el budismo – con su ciclo festivo basado en el calendario
lunar. En Ceilán, por causa de la resistencia de los propios cingaleses, que no querían
quedar excluidos del ritmo global de trabajo y tiempo libre de los siete días de la Iglesia
cristiana, fracasó la tentativa hecha en nombre de la reacción nacional budista de sustituir el
calendario cristiano festivo, introducido por los portugueses, holandeses e ingleses,
nuevamente por el calendario lunar budista. En el Japón, por su parte, las sectas budistas
comenzaron a las predicaciones y escuelas dominicales, a pesar de que el domingo no tenga
absolutamente nada que ver con el orden del calendario budista. Sólo los judíos y los
musulmanes mantuvieron su propio ritmo septenario.
A lo largo de los siglos, la meta fundamental de la misión cristiana fue “la conversión”. Con
ello, la proclamación cristiana asumió la exigencia central que ya el Antiguo Testamento
dirige a los hombres, de “volverse a Yahveh con todo el corazón” (1 S 7,3). Esto ha de
realizarse en tres sentidos: 1) Abandonar la impiedad y volverse al Señor (Is 55,7); 2)
Abandonar los falsos dioses y volverse al Dios verdadero y único; y 3) Abandonar la propia
maldad (Ez 33,11). En el mensaje cristiano, la conversión significa abandonar los lazos con
el antiguo eón y su señor Satanás, y volverse al nuevo eón venidero y su Señor, Cristo. Esta
conversión encuentra su expresión dramática y simbólico-sacramental en la liturgia del
bautismo. Su primera parte de esta liturgia consiste en que el fiel, mediante una fórmula
correspondiente pronunciada en dirección hacia el oeste delante de la puerta de la iglesia,
renuncia solemnemente a obedecer a Satanás, el señor de este mundo; volviéndose luego al
este para entregarse a su nuevo Señor Cristo mediante el Credo. De este modo, la
conversión aún queda expresada de manera simbólica y dramática por una media vuelta
litúrgica de oeste a este. Para la predicación cristiana misionera, la conversión del Apóstol
Pablo, descrita en todos sus detalles dramáticos en los Hechos de los Apóstoles, llegó a ser
el modelo clásico, del que se ocuparon exhaustivamente tanto la predicación como la
catequesis, y que también fue representado repetidamente en la iconografía de la Iglesia.
Saulo, que “respiraba amenazas y muerte contra los discípulos del Señor” (Hch 9,1), y que
se dejó autorizar por la jerarquía del templo como plenipotenciario para detener a los
discípulos del Señor en Damasco y “llevarlos atados a Jerusalén” (Hch 9,2), es tirado a
tierra por una visión del Señor cerca de Damasco, y es transformado de perseguidor de la
Iglesia de Cristo en su apóstol. Este modelo de conversión como una irrupción súbita de
Cristo en una vida que estaba volcada enteramente en su contra y la transformación total de
un hombre que resiste a Dios en un instrumento del Señor, esta metamorfosis de un
destructor del reino de Dios en un colaborador de Dios en la edificación de su reino, ha
llegado a ser el modelo de la conversión cristiana. Esto fue impuesto como norma, sobre
todo en la predicación conversionista de las diversas formas del movimiento de
avivamiento, fuertemente volcada a la conversión individualista – desde el pietismo y el
metodismo hasta los gigantescos movimientos de avivamiento del siglo XIX que, partiendo
desde el medio oeste de los Estados Unidos y pasando por Inglaterra, se extendían hasta
Alemania y Rusia. John Wesley (1703-1791), por ejemplo, tenía por objetivo despertar con
su predicación una actitud de penitencia que transformase radicalmente la vida.
Frecuentemente el resultado de su predicación consistió en que aquellos, que eran tocados
por el llamado a la penitencia, caían al suelo, cuan Pablo; un proceso que muchas veces se
repitió en las predicaciones penitenciales de los predicadores de los movimientos de
avivamiento del siglo XIX. La fórmula de Wesley para este estado: “derribado por el
Señor” (“slain by the Lord”), se impuso como designación típica para todo el movimiento
de avivamiento. Generalmente, el cambio súbito provocado por la predicación de
penitencia, la “decisión por Cristo”, está asociado a una confesión de los pecados de la vida
pasada, de cuya gravedad repentinamente toma conciencia el convertido. Así, en muchos
casos la práctica del movimiento de avivamiento incluye el “banco de penitencia”, donde el
convertido, luego de ser transformado por el llamado a la penitencia, hace la confesión de
sus pecados. Esta antigua práctica llevó después a diversas formas de modernización de la
confesión. En el pietismo alemán se impuso otro tipo de conversión, por influencia de
August Hermann Francke (1663-1727); a saber, la conversión como epílogo de una “lucha
de penitencia”, en la que la persona pasa por todos los abismos de la duda sobre la propia
salvación e incluso sobre la existencia de Dios y la realidad de la historia de la salvación.
August Hermann Francke quería que este camino, que fuera el camino recorrido por él
mismo, fuera considerado como la norma universalmente válida de conversión,
exigiéndolo, p. ej., de los candidatos al pastorado como condición para la aprobación
exitosa de sus estudios. En muchos casos, esto llevó a actitudes hipócritas y fingidas. Frente
a ello, Zinzendorf (1700-1760) ya recordó que la “conversión” no se deja reducir a un
patrón estándar único, sino que Dios tiene “muchas maneras de atraer hacia sí a los suyos”.
Zinzendorf tuvo el gran mérito de mostrar la validez de un pluralismo de tipos de
conversión, que hace justicia a la variedad que de hecho existe tanto en la individualidad de
las personas como también en la multiformidad de las experiencias y concepciones
religiosas. Al lado del tipo de la conversión repentina, ya existe desde los comienzos
también el tipo del acercamiento lento, gradual y progresivo al mensaje cristiano de
salvación. También aquí pueden constatarse diferencias de carácter, conforme predomine
un impulso a conocer la verdad, de características más fuertemente intelectuales (como ya
ocurrió con el mártir y filósofo Justino); o una necesidad de salvación más fuertemente
emocional; o una mezcla de motivos intelectuales y emocionales (como en las
“Confesiones” de Agustín). La primera presentación biográfica detallada de una historia de
conversión, a saber, las “Confesiones” de Agustín, contienen toda una gama de
motivaciones emocionales, intelectuales y espirituales de la conversión. De esta manera,
evitan el peligro que surge siempre de nuevo: el de monopolizar un modelo unilateral de
conversión en la Iglesia.
Para los fieles de la Iglesia antigua, las “últimas cosas” eran, en vista de su urgencia, las
primeras cosas. El contenido central de su fe y de su esperanza era el reino de Dios que
viene, y de cuya llegada inminente estaban firmemente convencidos. La idea del reino de
Dios que viene estaba estrechamente ligada a la fe en Jesucristo, el inaugurador del reino de
Dios. Las antiguas promesas del Salvador y del tiempo de salvación venidero habían
llegado a ser realidad en Jesucristo: el tiempo se había cumplido. Pero por otro lado, este
cumplimiento aún no está completo. Recién había comenzado con Jesucristo, el
primogénito de entre los muertos. La plenitud de la salvación sólo se producirá con la
segunda venida del Señor en gloria; entonces él celebrará el gran banquete nupcial con los
suyos y se sentará con ellos a la mesa (Lc 13,29).
En la esperanza del reino de Dios viven lado a lado, en la cristiandad primitiva, las dos
formas recibidas de la promesa del judaísmo tardío: la esperanza en un reino mesiánico en
esta tierra, con centro en Jerusalén, que sería fundado por un Mesías terrenal de la tribu de
David; y la esperanza en un reino celestial, que traería el Mesías Hijo del Hombre venido
del cielo, en el que habrán de participar los ciudadanos elegidos del reino de todos los
tiempos, ya resucitados. Pero estas formas de la esperanza de salvación no fueron separadas
nítidamente en la Iglesia antigua, sino que se entrecruzan desde los inicios de muchas
maneras. Por influencia de las persecuciones que se surgieron después de la muerte de
Jesús, se impone una duplicidad peculiar de la esperanza escatológica. En Pablo y en el
Apocalipsis de San Juan se encuentra la esperanza que los fieles cristianos, juntamente con
su Señor que retorna, primeramente habrán de gobernar la tierra por algún tiempo; más
precisamente, aquellos cristianos, que aún estuvieran vivos en el momento del retorno, así
como el Señor los encuentre, ellos no morirán (1 Ts 4,17); mientras que los cristianos ya
fallecidos resucitarán, y participarán como resucitados en su reino en la tierra. Sólo después
de la conclusión de este primer acto de los acontecimientos escatológicos, tendrán lugar,
entonces, la resurrección universal de todos los muertos y el juicio, en el cual participarán
los elegidos como jueces (1 Co 6,2).
En el apocalipsis de San Juan, esta esperanza se condensa en la idea de un reino de mil
años. El dragón será encadenado por mil años y lanzado al abismo. Los cristianos que
resucitan primero “revivieron y reinaron con Cristo mil años” (Ap 20,4). Recién después
tienen lugar la resurrección de todos los muertos, el juicio universal, la creación del nuevo
cielo y la nueva tierra, y el descenso de la Jerusalén celestial. Según el Apocalipsis de San
Juan, este reino de mil años es un reino al cual pertenecen los ciudadanos elegidos, sobre
todo los mártires y todos los que perseveraron en el tiempo de la persecución. Es un reino
de los elegidos privilegiados.
A lo largo de la historia, esta promesa tuvo un efecto revolucionario. No sólo en el sentido
de su duración, sino también según su naturaleza el reino de mil años es un estado
intermedio entre la situación actual en la tierra y la situación que será traída por el juicio
final. Ya en la Iglesia antigua, la esperanza de este estado adquirió los colores de una utopía
social y política. Se esperaba un tiempo en que los cristianos elegidos habrían de reinar
sobre la tierra, y juzgarla juntamente con su Señor. Fueron precisamente estas esperanzas
quiliastas las que a lo largo de la historia suministraron una y otra vez los impulsos para
reformas y revoluciones eclesiásticas, políticas y sociales; ellas fascinaron la fantasía
mucho más intensamente que la segunda parte de la esperanza escatológica, el “juicio
final”. Ya en la Iglesia antigua, la esperanza de un paraíso futuro, de una “edad de oro”, se
asocia a la esperanza del reino de mil años. Ocasionalmente, los temas de la utopía religiosa
y social ya llegan a fundirse en la imagen del país de Jauja, que representa uno de los
modelos de la utopía social: el sueño de la completa satisfacción de todos los deseos,
alcanzada sin trabajo y sin esfuerzo. Ya en la Jerusalén del Apocalipsis que desciende del
cielo, el agua de la vida es “gratis” (Ap 21,6; 22,17).
El hecho de que se demoró el regreso de Cristo (la demora de la parusía) tuvo como
consecuencia un debilitamiento de la esperanza en la proximidad del fin. En el proceso de
“desescatologización” (Martin Werner), la institución de la Iglesia organizada toma cada
vez más el lugar del reino de Dios esperado. Esta evolución termina en el occidente con
Agustín, que deja de lado la esperanza primitiva en la proximidad del fin, declarando que el
reino de Dios ya comenzó en la tierra con la institución de la Iglesia, que ésta es el
representante histórico del reino de Dios en la tierra, y que la primera resurrección no es un
acontecimiento del futuro próximo o distante, sino que ya ocurrió y continúa ocurriendo
permanentemente dentro de la Iglesia en el sacramento del bautismo, por el cual los fieles
son introducidos al reino de Dios. Esta “desescatologización” constituye la base del
desarrollo de la Iglesia romana. La esperanza del reino de Dios, de la resurrección de los
fieles y del juicio final se convierte ahora efectivamente en una doctrina de las “últimas
cosas”, que pierden su actualidad inmediata para la fe como esperanza tensa en la
proximidad del fin, pues los dones salvíficos del reino de Dios venidero ya están presentes
en los sacramentos de la Iglesia.
A pesar de ello, la esperanza original en la proximidad del fin volvía a manifestarse
espontáneamente una y otra vez en la historia del cristianismo. Importantes impulsos
revolucionarios y creativos para la Iglesia partían precisamente de aquellos grupos, en los
que volvía a prender esta expectativa. Antes de la Reforma del siglo XVI, surgieron grupos
heréticos al lado de la Iglesia católica, que acusaban a Roma de haber traicionado la
esperanza escatológica original en la proximidad del fin, y que trataban de renovarla, como
por ejemplo el montanismo; pero también algunas sectas medievales como los cátaros y
albigenses; Arnoldo de Brescia, la orden de los humildes, los valdenses, o incluso los
joaquimitas y espirituales franciscanos. Ahora bien, en el seno de la Iglesia católica misma
surgieron una y otra vez movimientos cuyos esfuerzos reformadores se inspiraban de una
esperanza en la proximidad del fin. De esta manera, siempre hubo nuevas irrupciones de
esta esperanza en la Iglesia medieval, en conexión con las grandes catástrofes internas y
externas: las epidemias de la peste, la invasión del Islam, el cisma y la guerra fratricida
entre las dos cabezas del “corpus christianum”, el emperador y el papa.
La Reforma luterana también fue sustentada por una esperanza de la proximidad del fin.
Para todos los reformadores, el punto de partida de su interpretación escatológica de la
historia fue que el “anticristo interno”, el papa, se había establecido en el templo del lugar
santo; y que la Iglesia, perseguida por el “anticristo externo”, los turcos, habría entrado en
los dolores de parto del final de los tiempos. Pero las Iglesias nacidas de la Reforma se
transformaron pronto en Iglesias territoriales establecidas, que por su parte reprimieron la
expectativa del final de los tiempos. También en ellas, la doctrina de las “últimas cosas” se
convierte en un apéndice de la dogmática. En el período posterior a la Reforma, la
expectativa de la proximidad del fin queda relegada a grupos aislados que surgen al margen
de las Iglesias institucionales y que hacen de la forma especial de su esperanza en el fin
próximo el objeto de su constitución sectaria. Esto tiene como consecuencia que desde la
Reforma, la Iglesia romana prácticamente es inmune contra los movimientos escatológicos.
Menos inmune parece ser la Iglesia luterana, en la cual surgieron algunos grupos con el
pietismo y el movimiento de avivamiento, cuya actividad dentro de la Iglesia era
determinada por la expectativa de la proximidad del regreso de Cristo. En el ámbito de las
Iglesias independientes y sectas anglosajonas, primero durante la época de la Revolución
inglesa y más tarde en conexión con el movimiento de avivamiento en los Estados Unidos,
tuvo lugar la formación de numerosos grupos escatológicos, en progresión impresionante.
Estos grupos tuvieron una importante participación en la renovación y la difusión del
cristianismo en el sentido de las misiones internas y externas. Actualmente, son
representados por el movimiento pentecostal y por los adventistas. En parte se establecieron
como denominaciones adventistas propias; en parte también transmiten un carácter
adventista a Iglesias ya existentes, sobre todo en el ámbito de los bautistas y el metodismo,
pero también del congregacionalismo.
En la mayoría de los casos, las grandes acciones misioneras de la Iglesia cristiana se basan
en un despertar de la expectativa en la proximidad del fin, que crea una singular tensión:
por un lado, está la conciencia de que el fin del mundo está cerca y que hasta el regreso de
Cristo el Evangelio debe ser proclamado a todos los pueblos; por el otro, la constatación de
que la Iglesia hasta ahora descuidó este deber, y que por ello aún queda por hacer todo
hasta el regreso de Cristo. Sólo esta tensión gigantesca entre la tarea universal y la
negligencia en cumplirla, y la idea de que la enorme tarea debe ser cumplida en tiempo
extremadamente breve, nos permiten comprender las impresionantes realizaciones físicas y
espirituales de os grandes misioneros cristianos. Esto se verifica, p. ej., ya en la misión
católica de los franciscanos de los siglos XIII y XIV, que después de la invasión de las
antiguas regiones cristianas del África y de Asia por el Islam, por primera vez volvían a
dirigirse por tierra y por mar, bajo las condiciones más adversas que se puedan imaginar, a
la India, China y Mongolia, para proclamar allí el Evangelio. De manera similar, el
movimiento misionero de los siglos XVIII y XIX partió también de grupos escatológicos.
La difusión global de la misión cristiana en el siglo XIX, que llevó a la formación de
comunidades cristianas en todos los continentes y al surgimiento de las llamadas “Iglesias
jóvenes” autónomas por todas partes en suelo africano y asiático, es la consecuencia directa
de una nueva irrupción de la expectativa profética de la proximidad del fin – “Jesucristo a
las naciones en esta generación” – en el protestantismo continental y anglosajón.
Significativamente, las misiones pentecostales y adventistas encontraron resonancia
particular en tierras africanas y sudamericanas, llevando a la fundación de nuevas Iglesias
mesiánicas. De la misma manera, sólo el gran movimiento de avivamiento surgido a fines
del siglo XVIII en América del Norte, sobre todo en territorio pionero en el medio oeste, y
que más tarde, en la primera mitad del siglo XIX, se transformó en un verdadero
movimiento popular, consiguió superar el distanciamiento existente con relación a la
Iglesia.
La esperanza profética en el fin próximo ejerció una gran influencia sobre el movimiento
migratorio. A lo largo de la historia de la Iglesia, ella movió una y otra vez a grandes masas
humanas. En cierto sentido ya pueden ser incluidas aquí las cruzadas, cuando grandes
masas de cristianos europeos cada tanto volvían a dirigirse a Palestina, con la idea de
encontrar allá la tierra de su salvación y de estar presentes en persona cuando Cristo retorne
para establecer allí su reino. El toque escatológico de las cruzadas puede ser percibido en
las predicaciones de Bernardo de Claraval (1147), que despertó el entusiasmo por la
expedición para liberar a Jerusalén apelando a la urgencia del final de los tiempos. De la
misma manera, el movimiento migratorio en dirección a América también fue influenciado
por los plazos escatológicos. El propio Colón ya fue motivado a emprender en 1492 su
viaje hacia el oeste por cálculos escatológicos del pronto retorno de Cristo. No sólo los
puritanos, que se dirigían a América del Norte en el siglo XVII, sino también los cuáqueros,
bautistas y metodistas del siglo XVIII, veían en América el desierto prometido por el
Apocalipsis según San Juan, al cual huye la mujer vestida de sol, la verdadera Iglesia,
perseguida por el dragón de las Iglesias europeas estatales, para dar a luz allí a su hijo, la
comunidad de los últimos tiempos (Ap 12,6). Cuando en 1681 William Penn pone el
nombre de Filadelfia a la capital de las regiones boscosas de Nueva Inglaterra que le fueran
entregadas para la realización de sus planes de renovación cristiana, él retoma la idea de la
fundación de la verdadera Iglesia de los últimos tiempos, representada por al Iglesia de
Filadelfia del Apocalipsis de San Juan. Un buen número de los intentos emprendido en
suelo norteamericano de fundar comunidades cristianas radicales deben ser entendidos
como anticipación de la Jerusalén futura. Lo mismo vale para la emigración a Rusia y a
Palestina de los convertidos alemanes del siglo XVIII y de comienzos del siglo XIX. Los
templarios de Suabia, que se dirigían a Palestina con Christoph Hoffmann (1815-1885), los
suabios, francos, hesienses y bávaros, que después de las Guerras Napoleónicas
obedecieron al llamado del emperador Alejandro I y fueron a Besarabia, todos ellos estaban
dominados por la idea de estar viviendo en los últimos tiempos y de prepararse para el reino
de Dios inminente. En el emperador Alejandro I, ellos veían al ángel “que volaba por lo alto
del cielo” (Ap 8,13) y que les preparaba en el oriente el “lugar de refugio”, donde
descendería Cristo.
La historia de la expectativa escatológica cristiana se desarrollo como una continua
secularización, en la que la esperanza en el reino de Dios desembocó en la utopía social y
desde allí, en la futurología. Esta transformación es comprensible si se considera que la
expectativa en la proximidad del fin obliga a la respectiva generación, que se prepara para
la llega del reino de Dios, a plantearse la pregunta acerca de cuáles son las condiciones para
las que debe prepararse y qué debe hacer para proyectarlas. En este particular, no existe
ninguna diferencia fundamental entre el milenarismo, que espera un período de mil años de
reinado de Cristo y de sus santos en la tierra como período final de la historia de la
salvación antes del gran juicio universal; y la expectativa escatológica, que espera el reino
recién después del juicio final, ya cercano. La preparación para el tiempo de salvación es un
elemento importante de la expectativa escatológica misma. Esta preparación no sólo abarca
la transformación personal interior – “Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado”
(Mt 4,17) – sino también la penitencia social.
Ya en los Evangelio queda claro que la preparación para el reino de Dios que viene, además
de la esperanza de la eliminación del pecado y la muerte, lleva a determinadas exigencias
de organización terrenal. Los discípulos de Jesús saben que habrá “primeros” en el reino de
los Cielos, y tratan de alcanzar estos primeros puestos en el reino futuro de Dios. La
promesa de que habrán de participar en el juicio final como jueces (Lc 22,30), hace surgir
ciertas ideas de rangos e importancia. Mc 9,33 presenta a los discípulos discutiendo sobre
“quién seria el mayor”. Jesús les contesta con esta palabra: “Si uno quiere ser el primero,
sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35).
A pesar de esta advertencia, la expectativa de la proximidad del reino de Dios despertó
ideas y contenidos concretos que se acercaban cada vez más a la utopía social. En Friedrich
Christoph Oetinger (1702-1782), la esperanza escatológica ya se transforma en
determinadas exigencias sociales y políticas; en la “suspensión” del estado, la supresión de
la propiedad, la eliminación de las diferencias de clase. Dos décadas antes de la Revolución
francesa, ya se deducen aquí de las expectativas escatológicas del pietismo una serie de sus
puntos políticos y sociales programáticos. La transición de la expectativa escatológica a la
utopía social ya fue realizada en el siglo XVI; como en la “Utopía” de Tomás Moro (“De
optimo rei publicae statu deque nova insula Utopia”, 1516); Johann Valentin Andreae (“Rei
publicae Christianopolitanae descriptio”, 1619), la “Ciudad del Sol” de Tomás Campanella
(“Civitas Solis”, 1623), la “Nueva Atlántida” de Francis Bacon (“Nova Atlantis”, 1627), W.
Godwin (“The Man in the Moon”, 1638); pero también se encuentra en el socialismo
temprano, en “El nuevo cristianismo” de Claude Henri de Saint-Simon (“Le nouveau
Christianisme”, 1825), “Viaje a Icaria” de Étienne Cabet (“Voyage en Icarie”, 1840) y
Wilhelm Weitling (“Garantien der Harmonie und Freiheit”, 1843). (Se indica el respectivo
título en castellano de las obras de las que existe traducción castellana; N. del T.).
Lo que distingue la utopía social cristiana de la escatología de corte más antiguo es el
mayor énfasis en la responsabilidad social del hombre por la preparación del reino de Dios,
y la gran contribución de la técnica en la edificación de la sociedad utópica. En general,
puede constatarse que la expectativa escatológica funcionó también como inspiración para
la fantasía técnica como asimismo para la ciencia ficción. Lo significativo es la actitud
básica de que el hombre mismo debe preparar la sociedad perfecta del futuro, formándola y
organizándola, y que el “esperar” y el “aguardar” quedan reemplazados por la iniciativa
humana. En Charles Fourier, Saint-Simon, Robert Owen, Pierre Joseph Proudhon y
Weitling – este último desarrolló aún en tiempos de Marx un programa utópico comunista
cristiano – se puede constatar una transición gradual de una utopía social de características
aún conscientemente cristianas a otra de características socialistas. Incluso en el terreno de
la utopía social marxista y del idealismo pedagógico y ético, que en parte puede ser
encontrado en su realización revolucionaria, aún pueden hallarse residuos secularizados de
la esperanza escatológica cristiana.
La completa secularización de la esperanza escatológica fue alcanzada luego con la
moderna futurología, que sustituye el “esperar” y el “aguardar” del cumplimiento por el
futuro manipulado a través de la planificación, o sea, por la “escatología horizontal”. Con
ello, la escatología es sacada de la esfera de lo inesperado y de lo numinoso; y se convierte
en objeto no sólo de un pronóstico detallado y basado en estadísticas, sino también en
objeto de una programación minuciosa basada a su vez en ese pronóstico. Un resto
escatológico se conserva meramente en la imagen ideológica del ser humano, que sirve de
base para tal programación o planificación.
La esperanza escatológica cristiana no se ocupa únicamente del futuro de la Iglesia, sino
también del futuro de cada fiel; e incluye ideas precisas sobre la vida personal después de la
muerte. También aquí se nota que las concepciones primitivas aún son dominadas por la
expectativa de la proximidad del fin. Muchos bautizados estaban convencidos de que ni
siquiera morirían, sino que aun en vida presenciarían la venida de Cristo y que entrarían
directamente al reino de Dios, sin pasar por la muerte. Otros estaban convencidos de que
subirían por el aire al encuentro de Cristo que volvería sobre las nubes del cielo: “Después
nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con
ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor” (1 T 4,17).
En los primeros tiempos de la espera escatológica, el período entre la muerte y la venida del
reino aún no era motivo de preocupación. Aisladamente encontramos también la
expectativa de que inmediatamente después de la muerte se entrará de entrar a la salvación
o condenación (“Hoy estarás conmigo en el Paraíso”, Lc 23,43).
En el credo de Nicea, la vida del cristiano es denominada “vida eterna”. En los Evangelios
y en las epístolas de los apóstoles, la palabra “eterno” tiene en primer lugar el sentido de
una determinación temporal. A diferencia de la vida terrenal, la vida eterna posee una
duración sin fin y no conoce la muerte. Según su esencia, ella es una vida a la manera de la
eternidad de Dios, una vida perfecta, que participa en su gloria y su felicidad (Rm 5,10). En
el sentido cristiano, sin embargo, la “vida eterna” no se identifica con la “inmortalidad del
alma”, sino que sólo puede ser entendida en relación con la esperanza de la resurrección. La
“duración” es un concepto neutral con relación a la oposición entre salvación y
condenación. La resurrección de la muerte lleva al juicio, cuyo resultado también puede ser
castigo eterno (Mt 25,46). Lo que se opone a la vida eterna no es la vida terrenal, sino la
muerte eterna. La vida eterna es la vida con Cristo; es la participación en la vida de gloria y
felicidad que Cristo recibió por su resurrección. Es la transformación de la “fe”, del “creer”,
en un ver “cara a cara” (1 Co 13,12). Es la libertad de la ley del pecado y la muerte, el fin
de todo ocultarse de Dios, el fin de todas las tentaciones y luchas. Es el dominio del amor
de Dios en los salvados. El cumplimiento de la comunión de amor con Dios lleva también a
la comunión mutua de los salvados. Esto no sólo significa un “volver a verse” en el reino de
Dios y un “recuperarse” (Flm 15), sino también un nuevo y perfecto estar juntos en la
comunidad perfecta. Esto significa que en la vida eterna la personalidad no es suprimida,
sino conservada y plenificada. La vida eterna es vida personal, y precisamente en ello se
realiza la esencia del ser humano, creado a imagen de Dios. Dentro de la vida eterna existen
diferencias. Así como en la vida actual existen dones, tareas, responsabilidades mayores o
menores, mayor y menor amplitud y profundidad de la ida, y también diferencias de
“salario” de acuerdo con la medida de la profesión, el sacrificio, el sufrimiento, la
aprobación (1 Co 3,8), así también los resucitados se distinguirán según su “brillo”: “Uno
es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas. Y una estrella difiere de
otra en resplandor. Así también en la resurrección de los muertos” (1 Co 15,41-42). Esta
expectativa tuvo una gran influencia sobre el concepto del matrimonio y la amistad. La idea
de una continuación del matrimonio y la amistad después de la muerte contribuyó mucho
para la profundización del concepto del matrimonio, como lo muestra la fuerte influencia
de las ideas de Emmanuel Swedenborg (1688-1722) sobre la filosofía romántica de la
religión y su concepción del matrimonio y la amistad en Schelling y Schleiermacher. El
concepto occidental de personalidad experimentó una profundización extraordinaria a
través de la idea cristiana del valor eterno de la persona.
La demora de la llegada del fin hizo surgir la cuestión del destino del fallecido en el
período entre la muerte de cada cristiano y la resurrección. En este terreno se desarrollaron
dos concepciones básicas, que en parte se combaten violentamente. Por una parte está la
idea de un juicio individual por el cual pasa el fallecido inmediatamente después de su
muerte y que lo lleva a un estado intermedio, del cual habrá de pasar o al reino de la
bienaventuranza o a la condenación. Pero esta concepción no puede ser armonizada
fácilmente con la idea del juicio universal en el día de la resurrección general de todos los
muertos, pues en efecto anticipa la decisión del juicio universal, quitándole su verdadero
significado. Por eso, al lado de esta idea surgió una segunda concepción: el alma del
fallecido entra en un estado de sueño del alma que dura hasta el fin de los tiempos.
Entonces tendrá lugar la resurrección universal y el juicio final, que encaminará a cada uno
a la vida eterna o a la condenación eterna. Esta idea se impuso en muchas Iglesias, pero
tiene muchas incoherencias. Sobre todo, abandona la idea fundamental de la continuidad de
la vida personal. Ambos conceptos implican una consecuencia inhumana. La primera no le
deja ninguna posibilidad al hombre de corregir las faltas de su vida y de expiar sus culpas.
La segunda congela, por así decir, la personalidad por un tiempo indeterminado; para
después castigarla por pecados o para recompensarla por buenas obras, que tienen que ser
verificados a partir de actas prescritas hace mucho tiempo y provenientes del tiempo
anterior a la entrada del alma en su estado de sueño. La Iglesia católica, con su fe en un
purgatorio, orientó en este punto las expectativas a un estado intermedio, en el que la mala
situación del fallecido, causada por el pecado, aún puede ser mejorada. A los fallecidos es
ofrecida una posibilidad para el arrepentimiento y la penitencia para mejorar su situación.
La condición para al doctrina del purgatorio es que haya un juicio particular para cada uno
inmediatamente después de la muerte. De ello resulta que el purgatorio deja de existir con
el juicio final. La permanencia en el purgatorio puede ser acortada por oraciones y
limosnas, por las indulgencias y los frutos del sacrifico de la misa. Pero la doctrina del
purgatorio fue utilizada para extender también a este ámbito el poder de desatar y de atar de
la Iglesia y para explotarlo económicamente a través de las misas por las almas y las
indulgencias. La Reforma estalló exactamente con la oposición contra esta extensión del
poder de desatar y de atar y contra la práctica de las indulgencias, que eran usadas para
sustentar la financiación de los costosos emprendimientos y las pretensiones de los papas
(la construcción de la basílica de San Pedro). La Iglesia ortodoxa oriental no conoce
ninguna doctrina del purgatorio; pero ella practica una intercesión por los fallecidos,
presuponiendo que, dada la conexión existente entre la Iglesia de los vivos y la de los
fallecidos, es posible influir antes del día del juicio final sobre el destino de los fallecidos a
través de la intercesión.
Para el hombre moderno
La idea del juicio final frecuentemente ha llegado a ser incomprensible para el hombre
moderno. A lo sumo todavía consigue aceptar la idea de un juicio individual sobre la culpa
o la inocencia del individuo. Lo decisivo para la expectativa del juicio en la Iglesia antigua
es la idea de que el juicio final será un juicio público. Esto corresponde a la idea cristiana
básica de que los seres humanos, tanto los vivos como los difuntos, están en una comunidad
indisoluble; y presupone como base la idea de la Iglesia como el cuerpo de Cristo. Los
seres humanos están ligados entre sí por una vida común; la humanidad entera es como un
ser humano. Nosotros pecamos juntos; y lo que existe de malo en cada uno de nosotros está
entrelazado de múltiples maneras, no identificables en detalle, en un “reino del pecado”.
Cada uno es responsable por el otro, cada uno es culpable juntamente con el otro. Por eso,
el juicio sobre cada uno importa a todos, y todos juntos llegaremos a ser manifiestos ante
Dios y con ello, también ante los demás (1 Co 4,5: “El Señor iluminará los secretos de las
tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual
del Señor la alabanza que le corresponda”). El juicio sobre cada uno es siempre también un
juicio sobre la totalidad, y viceversa. El juicio también es público por su aspecto positivo:
la alabanza y la recompensa de Dios por lo que fue hecho correctamente y lo que favoreció
la vida común, muchas veces sin tener conciencia de ello.
En muchos casos, las Iglesias no tienen más el coraje de mantener la doctrina cristiana de la
vida después de la muerte. Es un hecho que las doctrinas eclesiásticas desde hace tiempo
descuidan todo el terreno de las “últimas cosas”. Las respuestas neotestamentarias
presuponen aún en realidad la expectativa de la proximidad del fin, y dejan sin respuesta
muchas preguntas que surgieron con la demora de la parusía. Por su parte, la doctrina del
sueño del alma contiene muchas consecuencias absurdas, que cuestionan la concepción
cristiana de la personalidad como imagen de Dios. La Iglesia nunca trató de desarrollar los
puntos de partida para un desarrollo de la concepción cristiana de la vida después de la
muerte, como los encontramos en Swedenborg. Por este motivo, desde los tiempos del
romanticismo y el idealismo, se introdujeron en la esperanza escatológica cristiana las ideas
de la trasmigración del alma y de la reencarnación, provenientes del hinduismo y del
budismo. En algunas sectas cristianas, adquirieron parcialmente el carácter de dogmas.
Algunos importantes estímulos para una nueva comprensión del concepto de la vida
después de la muerte se encuentran en la teosofía cristiana (Friedrich Christoph Oetinger),
que adoptó también la idea, expresada por primera vez por Swedenborg, de un desarrollo
posterior de la personalidad después de la muerte, en otros cuerpos celestes.
CUARTA PARTE
La transformación del cristianismo en una mera religión del más allá por parte del
movimiento de avivamiento suscitó como contragolpe una fuerte énfasis en el aspecto
social del cristianismo. En el mensaje cristiano del reino de Dios se vio fundamentalmente
un impulso para reorganizar las relaciones existentes en la sociedad terrenal, en el sentido
de la ética del reino de Dios. Bajo el liderazgo del teólogo bautista norteamericano Walter
Rauschenbusch (1869-1918), se difundió en los países anglosajones el movimiento del
“evangelio social” (“Social Gospel”), que halló su correspondencia en los congresos
sociales cristianos convocados por teólogos protestantes alemanes, como Martin Rade
(1857-1940), de Marburgo. La idea básica del “evangelio social”, la primacía de las tareas
éticas sociales de la Iglesia, se impuso entretanto en buena parte del movimiento
ecuménico, influenciando especialmente la misión cristiana universal. En muchos aspectos,
la actual ayuda para el desarrollo asumió la herencia del “evangelio social”.
Ahora bien, esta evolución encierra el peligro que el mensaje cristiano finalmente quede
reducido a un programa ético social exclusivamente inmanente, y que este programa sería
arrastrado en mayor o menor grado por los programas sociales y políticos temporales; lo
que por un lado llevaría a una nueva politización de la Iglesia; y por el otro, a declarar la
insignificancia de las raíces religiosas trascendentes de la revelación cristiana, acelerando
de esta manera el abandono y la renuncia del cristianismo a su propia esencia.
La dedicación de la Iglesia a las grandes tareas sociales desde los comienzos de la
revolución industrial llevó a que las Iglesias crearan nuevos órganos para realizar sus
aspiraciones con relación a la transformación de la sociedad. A ello también pertenece la
formación de partidos cristianos, como consecuencia de la separación entre Iglesia y estado,
ya que ahora las Iglesia, privadas de su tradicional influencia directa sobre el gobierno y la
administración, tenían que crearse instituciones políticas para concretar sus intenciones. En
este terreno, en países confesionalmente mixtos como en Alemania, la creación de un
partido político cristiano llevó finalmente a una cooperación política entre los miembros de
las diversas confesiones. En Alemania, la Unión Democrática Cristiana, de carácter
interconfesional, tomó el lugar del antiguo Centro, un partido exclusivamente católico,
mientras que en Italia y Francia, países mayoritariamente católicos, los partidos cristianos
poseen características predominantemente católicas romanas. Además de los partidos
cristianos, también se formaron sindicatos cristianos.
La última fase del desarrollo de la autoconciencia de la Iglesia fue provocada por el hecho
de que la crítica racionalista de lo transmitido por la Iglesia, la llamada
“desmitologización”, realizada por la teología protestante académica, llevó a la Iglesia al
borde del abandono de sí misma. La desmitologización parte de la suposición de que el
hombre moderno sólo piensa en categorías científicas, es decir, en conceptos puramente
racionales; y que no está más en condiciones de comprender el pensamiento mitológico en
imágenes de las fases anteriores, precientíficas, de la humanidad. Por consiguiente, la tarea
de la teología sería traducir los contenidos del pensamiento mitológico de la tradición
bíblica y eclesiástica a una moderna terminología científica y conceptual. Hoy se le objeta a
esta concepción que ella misma es un “mito” racionalista, que presupone un concepto de
ciencia del siglo XIX, refutado desde hace mucho tiempo. El intento de practicar la
desmitologización sólo hasta un cierto punto, excluyendo el “querigma” de Dios Padre y de
Cristo, se evidenció como irrealizable. La desmitologización del dogma avanzó también
hacia la desmitologización del Padre y del Hijo, llevando rápidamente a la “teología
después de la muerte de Dios”, que redujo el Evangelio a la idea de la relación con el
prójimo y excluyó totalmente a Dios y el más allá. Con ello, alcanzó un grado de dilución
racionalista del Evangelio como sólo se había manifestado en algunos casos extremos y
raros en los comienzos del iluminismo.
En la época posterior a la Reforma, el cristianismo se desarrolló en dos direcciones con
respecto a su influencia sobre la sociedad. En el ámbito de las Iglesias estatales y
regionales, la Iglesia actuó como un elemento de mantención de las condiciones sociales
existentes. La Iglesia anglicana siguió siendo un apoyo de la corona en Inglaterra; de la
misma manera que fueron el apoyo de la sociedad de clases basada en la monarquía la
Iglesia regional protestante en Alemania y la Iglesia estatal ortodoxa en Rusia; tanto más
cuanto el propio monarca ejercía una función de dirección de la Iglesia como protector de
la misma o como “summus episcopus”.
Los impulsos para una transformación del orden social en el espíritu de la ética cristiana
partieron con más intensidad de las Iglesias independientes y sectas radicales. Pero no sería
correcto no reconocerles un aporte positivo en el mejoramiento de las condiciones sociales
a las Iglesias pertenecientes al sistema de Iglesias nacionales y territoriales. En Inglaterra,
clérigos de la Iglesia anglicana tales como Frederic Denison Maurice (1805-1872) y
Charles Kingsley (1819-1875) crearon un movimiento social cristiano después de la
revolución industrial, que hizo valer su influencia sobre las condiciones de vida y de trabajo
en la industria. En Alemania, en 1848, algo después de la publicación del “Manifiesto
comunista”, Johann Hinrich Wichern (1808-1881) proclamó su frase: “Existe un socialismo
cristiano” en el congreso eclesiástico de Wittemberg; y creó la “misión interna” para
impedir la subversión de la membresía de la Iglesia por parte del comunismo ateo. En la
misma época, se destacaron en la Iglesia católica Adolf Kolping y el obispo de Maguncia,
Wilhelm Emmanuel von Ketteler.
Pero las que más fuertemente se esforzaron por el mejoramiento de las condiciones sociales
según el modelo de una visión cristiana del ser humano, fueron las Iglesias independientes
anglosajonas. Desde sus comienzos, los metodistas y bautistas se dirigían con su mensaje
precisamente a las clases más bajas de la población, descuidadas por la Iglesia establecida.
Más rápido que por ejemplo en Alemania, estas Iglesias comprendieron que la miseria de la
nueva clase trabajadora surgida con la industrialización ya no podía solucionarse con los
tradicionales medios caritativos de los que se servían las Iglesias estatales; sino que antes
bien se trataba de ayudar a la nueva clase, que no estaba prevista en la estructura social
existente del estado, a hacer valer sus derechos. El hecho de que en Alemania precisamente
los líderes espirituales del llamado movimiento de avivamiento, como, p. e., Friedrich
Wilhelm Krummacher (1796-1868), negaran a los obreros el derecho a organizarse,
alegando que en el cielo serían compensadas todas las injusticias sociales, hizo que Marx y
Engels se separaran totalmente de la Iglesia y de sus intentos meramente caritativos de
resolver las necesidades sociales, y que declararan que la religión, con su promesa de un
futuro mejor en el más allá, era el “opio del pueblo”. Esta acusación, sin embargo, no se
aplicaba a la actividad ética social de los metodistas y bautistas; ni al coraje y la abnegación
con que los cuáqueros asumían su lucha contra el abandono social, contra las condiciones
catastróficas en las cárceles y principalmente contra la esclavitud.
En la historia del cristianismo, la lucha contra la esclavitud pasó por muchas fases. Pablo
recomendó a Filemón recibir de vuelta a su esclavo fugitivo Onésimo. En vista de la
proximidad del reino de Dios que estaba por llegar, no valía más la pena emprender una
transformación de la estructura social de este mundo, a la cual, quiérase o no, pertenece la
esclavitud, pero que ya quedó abolida en la fraternidad de los miembros del cuerpo de
Cristo. La sociedad medieval hizo tan sólo lentos progresos en la abolición de la esclavitud.
Es más: la clase libre de los agricultores fue despojada de sus antiguos derechos de libertad
recién en la época del dominio feudal de la Iglesia, y fue colocada en un estado de
servidumbre que poco se diferenciaba de la esclavitud. Al menos, la liberación de los
esclavos cristianos, que habían caído prisionero de los musulmanes – lo que acontecía muy
frecuentemente con las constantes invasiones de los piratas moros a lo largo de toda la
costa del Mediterráneo –, era una de las tareas especiales de las órdenes de caballeros.
Incluso se formaron órdenes especiales para rescatar a esclavos cristianos. Los miembros
de estas órdenes se comprometían a venderse a sí mismo como esclavos, caso que fuera
necesario, para rescatar a un esclavo cristiano en peligro.
Recién cuando después del descubrimiento y la conquista de América, la esclavitud como
institución había llegado a un nivel inimaginable hasta ese momento, se produjo una
auténtica superación espiritual de la esclavitud. En esto contribuyó la concepción, muy
difundida entre los conquistadores españoles del nuevo mundo, de que los habitantes del
nuevo mundo no eran seres humanos en el pleno sentido de la palabra, sino seres
intermedios entre el hombre y el animal; que no tenían capacidad jurídica y que, por su bajo
nivel de humanidad, podían ser esclavizados sin problema. El intento de misioneros como
Bartolomé de Las Casas (1474-1566) de atacar el sistema inhumano de la esclavitud
practicado en las “encomiendas” coloniales abrió, entonces, la gran discusión fundamental
sobre la cuestión de los derechos humanos. En esta discusión, participaron de manera
decisiva precisamente los teólogos españoles y portugueses de los siglos XVI y XVII,
principalmente Francisco de Victoria (1492-1546), elaborando los principios generales de
los derechos humanos. Pero también el derecho natural moderno aún podía ser interpretado
en un sentido conservador, en el sentido de que la esclavitud no contradecía el derecho
natural. El primero en combatir exitosamente la esclavitud como institución, fue el
puritanismo. En el ámbito del pietismo alemán, el Conde Ludwig von Zinzendorf (1700-
1760), que había entrado en contacto con la esclavitud en Santa Cruz, defendió los derechos
humanos de los esclavos ante el rey de Dinamarca. A lo que la historia conoce sobre la
participación de las Iglesias metodista y bautista en la liberación de los esclavos en los
Estados Unidos, debería agregarse que en los años decisivos de la fundación de la Sociedad
Antiesclavista por William L. Garrison en Boston, en 1831, un alumno de Fichte, Charles
Follen, también defendió de forma decisiva la liberación de los esclavos, en nombre de las
ideas de Kant y de Fichte sobre la libertad, durante su actividad en la Universidad de
Harvard como miembro del círculo de amigos de Emerson y después como pastor de la
Iglesia unitaria en Nueva York. Follen partía del hecho fundamental de que también el
esclavo era un ser humano creado a imagen de Dios, y que por consiguiente, era libre según
el derecho divino. No debe subestimarse tampoco la participación de las Iglesias
independientes en la lucha contra la esclavitud emprendida en Inglaterra y los Países Bajos,
y que aquí se dirigía sobre todo contra la participación de las empresas comerciales y de
navegación cristianas en el lucrativo comercio de esclavos.
Los actuales esfuerzos de la cristiandad por realizar la imagen cristiana del ser humano en
el estado, la sociedad y la familia, se caracterizan por el hecho de que los argumentos
específicamente cristianos y teológicos frecuentemente ceden lugar a las razones
humanitarias de índole general. Ocasionalmente también se producen conflictos, a partir de
los conceptos “humanísticos” aparentemente comunes, entre una imagen del ser humano
basada en el ateísmo y una imagen cristiana del ser humano, como por ejemplo en las
discusiones sobre la eutanasia, la pena de muerte, el control de la natalidad y la vivisección.
Hoy, las fronteras frecuentemente son poco definidas, porque algunas Iglesia, para no
parecer anticuadas, han adoptado puntos de vista meramente humanitarios; mientras que
otras subrayan expresamente la profunda oposición que existe en la postura frente a estos
problemas sociales tan importantes entre la visión del ser humano en el sentido cristiano y
la visión de un humanismo secular. Por otro lado, Albert Schweitzer (1875-1965), el
campeón de una imagen del ser humano claramente cristiana, fue acusado por los teólogos
profesionales de haberse colocado fuera de la doctrina cristiana por su “liberalismo”
humanista, a pesar de su abnegada actividad médica a favor de sus pacientes africanos.
Podemos observar que los impulsos decisivos para la transformación de las condiciones
sociales en el sentido de la ética cristiana partieron y siguen partiendo aún hoy de hombres
y mujeres, que tuvieron una experiencia personal de fe, y cuya idea de la responsabilidad
social en este mundo es sustentada por la fe en el reino de Dios trascendente que ha de
venir. La tendencia, que se manifiesta en tiempos más recientes, como en Ernst Bloch, de
reducir el mensaje cristiano del reino de Dios que viene sólo a sus contenidos sociales
inmanentes, y de deducir de la “utopía” del reino de Dios los impulsos para una
transformación de la sociedad (“escatología horizontal”), tiene como consecuencia que el
elemento específicamente cristiano termina siendo absorbido por la teoría y la práctica
puramente seculares de la revolución.
31. Relaciones con la ciencia
Educación cristiana
La Iglesia cristiana se encargó de los enfermos de dos maneras: mediante la curación del
enfermo y mediante la asistencia y el cuidado del enfermo. El hecho de que en los tiempos
modernos el ejercicio práctico de la curación retrocediera más y más, no debe llevarnos a
olvidar que en los comienzos la curación y la referencia a sus éxitos maravillosos
desempeñaron un importante papel en la apologética misionera de la Iglesia. Jesús, tal
como lo pintan los Evangelios, se presenta como alguien que cura el alma y el cuerpo; en la
predicación misionera de los primeros siglos, el título más popular era “Cristo médico”.
También los apóstoles son presentados como sanadores – hasta los pañuelos y prendas del
Apóstol Pablo son utilizados para curaciones milagrosas (Hch 19,12). Los apologistas de
los siglos II al IV usan la frecuencia de curaciones milagrosas como argumento para la
presencia visible del Espíritu Santo en la Iglesia. La curación se basaba generalmente en
una interpretación demonológica de la enfermedad. Con frecuencia, ella se llevaba a cabo
bajo la modalidad de un exorcismo, o sea, de un solemne conjuro litúrgico del demonio que
causaba la enfermedad y de su expulsión del enfermo. Toda la esfera de la vida carismática
en la Iglesia es interpretada por los Padres de los primeros siglos a partir de la idea básica
del “Cristo médico”: la iglesia como sanatorio, los sacramentos como medicina, la teología
ortodoxa como “botiquín” contra la herejía. Ya en Ignacio de Antioquía (alrededor de 110),
la eucaristía aparece como “medicamento contra la muerte”, “medicina de inmortalidad”.
La historia de la curación carismática todavía casi no fue investigada. Los milagros de
curación siguen siendo un atributo característico de los grandes carismáticos cristianos, de
los santos tanto de la Iglesia Católica Romana como de la Iglesia ortodoxa oriental. Recién
cuando la Iglesia cristiana llegó a ser Iglesia estatal bajo Constantino y los carismáticos
libres fueron desplazados por quienes ocupaban cargos eclesiásticos oficiales, la curación
pasó a segundo plano en la Iglesia. Característico para esto es el desarrollo del exorcismo.
El exorcista terminó siendo uno de los grados inferiores de la escala que lleva al sacerdocio.
Tradicionalmente, el exorcismo está ligado no sólo al rito bautismal. El Ritual Romano
contiene más bien numerosas fórmulas litúrgicas para los diferentes casos de posesión.
Recién la ilustración del siglo XVIII hizo retroceder el empleo del exorcismo dentro de la
Iglesia Católica Romana. Pero es significativo que justamente en esa época se difundía un
movimiento exorcista por el sur de Alemania, Austria y Suiza, encabezado por Johannes
Gassner, un párroco del Tirol, que entre 1760 y 1775 realizó decenas de millares de
exorcismos en enfermos en Voralberg, el Lago de Constanza y la Alta Suabia. La
intervención de la Academia de Ciencias de Baviera, que hizo refutar la doctrina
demonológica de Gassner sobre la enfermedad por Franz Mesmer (1734-1815), el descubrir
del magnetismo animal, hizo que el arzobispo de Salzburgo prohibiera que se siguiera
practicando el exorcismo en la Iglesia. Esto culminó con la prohibición papal de la
cuestión, pero sin que fueran retiradas las fórmulas litúrgicas del exorcismo del Ritual
Romano ni que su aplicación cesara por completo.
El exorcismo tampoco murió del todo en los últimos siglos el ámbito de las Iglesias nacidas
de la Reforma. En los círculos pietistas, aparecieron diversos exorcistas, entre ellos Johann
Christoph Blumhardt Padre (1805-1880). La práctica de la curación carismática con auxilio
de rituales exorcistas ha sido retomara desde fines del siglo XIX por los diversos grupos del
llamado movimiento pentecostal. Apelando al poder del Espíritu Santo, emplean el carisma
de la sanidad como un don salvífico concedido al cristiano creyente. Después de que se
reconocieran nuevamente la relación interna entre la curación del cuerpo y la del alma y el
origen psicogenético de muchas enfermedades, y animadas por el movimiento pentecostal,
diversas Iglesias más antiguas, como la Iglesia episcopal e incluso la Iglesia Católica
Romana en los Estados Unidos, volvieron a permitir cultos de sanidad.
El descuido de la curación por parte de la mayoría de las Iglesias ha llevado en América del
Norte en la segunda mitad del siglo XIX a la constitución de una Iglesia, cuya fundadora,
Mary Baker-Eddy (1821-1910), pela exactamente a la curación por medio del Espíritu
como su misión especial. Habiendo pasado por la experiencia de la curación de su propia
enfermedad grave por un discípulo de Mesmer, convirtió su obra “Science and Health with
Key to the Scriptures” en la base de la formación de una Iglesia propia, la “Iglesia de la
Ciencia Cristiana” (“Church of Christian Science”). Siguiendo las orientaciones de la
fundadora, la “Ciencia Cristiana” ejerce hoy en el mundo entero una práctica de “cura
espiritual” (“spiritual healing”) a través de personas especialmente entrenadas.
Al lado de la curación del enfermo, surgen desde el inicio la asistencia y el cuidado del
enfermo. La asistencia pertenece a los más antiguos mandamientos de la ética cristiana. En
las promesas del Señor a sus discípulos en el día de la Ascensión se encuentran estas
palabras: “En mi nombre expulsarán demonios... impondrán las manos sobre los enfermos
y se pondrán bien” (Mc 16,17-18). En el juicio final, el juez Cristo dice a los elegidos a su
derecha: “Estaba enfermo, y me visitasteis”, y a los condenados a su izquierda: “Estaba
enfermo, y no me visitasteis”. A la pregunta asombrada cuándo lo vieron al Señor enfermo
y no lo visitaron, reciben como respuesta: “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos
más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,36). El primer cargo diacónico creado por la
comunidad en Jerusalén estaba destinado al cuidado de los enfermos. Rápidamente se
difundió por toda la Iglesia. Según Hipólito (can. 24 y s.), el cuidado de los enfermos es
ejercido por los diáconos y las viudas bajo la dirección del obispo. Este servicio a los
enfermos no quedó limitado a los miembros de la comunidad cristiana, sino que se brindaba
también al público más amplio, sobre todo en épocas de pestes y epidemias. Luego se
fundaron “nosocomios” cristianos, mencionados por primera vez en el siglo IV. En
Capadocia, p. ej., fueron fomentados especialmente por Basilio el Grande. En la Edad
Media, los conventos asumieron el cuidado de los enfermos, creando para ello la nueva
forma jurídica del hospital. El creciente flujo de peregrinos a Tierra Santa y la necesidad de
atender a los numerosos enfermos entre ellos, víctimas de las condiciones climáticas y las
condiciones generales de vida a las que no estaban acostumbrados, llevaron a la fundación
de órdenes hospitalarias de caballería, sobre todo la orden de San Juan de Jerusalén
(posteriormente, la Orden de Malta). El servicio a los enfermos, ejercido por estas órdenes
juntamente con el servicio militar para proteger a los grupos de peregrinos contra
asaltantes, no tenía nada de decoración medieval. La Orden de la Espada, p. ej., había
asumido como su tarea especial el cuidado de los enfermos atacados de la peste; como
maestro de la orden sólo era elegido aquel que exhibía en su cuerpo los bubones de la peste
como estigmas de su servicio.
En el contexto de la lucha contra el feudalismo de la Iglesia, que partía de las órdenes
mendicantes, sobre todos los Franciscanos, se formaron órdenes hospitalarias civiles. Pero
también el hospital creado por Santa Elizabeth (1207-1231) en Marburgo en el territorio de
los caballeros de la Orden Teutónica era marcado por el espíritu de San Francisco.
Paralelamente a ello, se crearon hospitales como fundaciones autónomas, que fueron
sometidos a la dirección o al control del obispo competente. Con el crecimiento de las
ciudades, se hizo necesario agrupar de manera inteligente las diferentes instituciones, lo que
generalmente fue hecho bajo la dirección del consejo de la ciudad. Con ello, comenzó una
laicización del sistema hospitalario, pero sin perder de vista el acompañamiento espiritual y
pastoral de los internos.
En el ámbito de la Reforma luterana, las instituciones medievales de asistencia fueron
continuadas de una manera adecuada a las nuevas condiciones. Los reglamentos
eclesiásticos de los diversos territorios de la Reforma no sólo insisten regularmente en la
obligación de cuidar de los enfermos, sino que dan también instrucciones para su adecuada
realización. En las Iglesias reformadas, el oficio del diácono fue completado con el de la
diaconisa. Estos oficios de servicio eran considerados como parte esencial de la
organización de la Iglesia basada en el Nuevo Testamento mismo. En el ámbito de la Iglesia
católica, la Contrarreforma produjo también un nuevo impulso para el cuidado de los
enfermos mediante la fundación de órdenes especiales para el servicio a los enfermos,
como los Hermanos de la Caridad (1572) y las Hermanas de la Caridad (1668), fundadas
por Vicente de Paulo, un gran sanador carismático. Siguiendo el modelo de estas dos
órdenes, surgieron posteriormente numerosas otras órdenes semejantes, que difundieron
sobre todo en el contexto de las misiones católicas en todo el mundo el espíritu y las
instituciones del cuidado de los enfermos por parte de la Iglesia, y que conquistaron
grandes méritos en los terrenos de misión (ayuda para el desarrollo).
En el protestantismo, las Iglesias independientes fueron líderes del cuidado de los
enfermos. Los metodistas, bautistas y cuáqueros tuvieron una gran participación en este
desarrollo, fundando numerosos hospitales en todos los continentes y equipándolos con
auxiliares masculinos y femeninos con gran disposición para el servicio. Algo más tarde, el
luteranismo alemán recuperó este atraso, cuando Teodoro Fliedner fundó en 1836 en
Kaiserswerth el primer hospital evangélico, creando al mismo tiempo con la diaconía
femenina un cuerpo de enfermeras que pronto encontró reconocimiento y difusión
universales.
A pesar de que por influencia del desarrollo político y social general, surgió en el siglo XIX
el hospital de la ciudad o la comuna al lado del hospital de la Iglesia, superándolo poco a
poco, la asistencia a los enfermos realizada por las Iglesias aún posee una importancia
ejemplar. El desarrollo del cuidado cristiano de los enfermos se caracteriza por el hecho de
que comienza invariablemente con instituciones eclesiásticas en el ámbito interno de la
Iglesia, pero que desde allí se produce siempre la transición a la esfera de la vida pública,
que tiene como consecuencia una ampliación universal del trabajo caritativo cristiano, pero
también su laicización y secularización. Así, ya en las ciudades del siglo de la Reforma en
proceso de crecimiento, el municipio asumió la dirección del sistema hospitalario de la
Iglesia. Después de la separación entre Iglesia y estado, proclamada por la Revolución
francesa, y después de que el estado asumiera de manera creciente las tareas de asistencia
hasta entonces a cargo de las Iglesias, se estableció un sistema hospitalario estatal al lado
del eclesiástico; sistema éste que, sin embargo, de buenas ganas recurre a las hermanas de
las órdenes católicas o de las casas de diaconisas. El ejemplo más impresionante de una
ampliación universal de la idea cristiana del cuidado de los enfermos es la fundación de la
Cruz Roja por Henri Dunant. Éste, fuertemente marcado por la influencia religiosa de su
hogar piadoso en Ginebra, y conmovido por las impresiones que recibió en Junio de 1859
en el campo de batalla de Solferino, elaboró propuestas que después de arduas
negociaciones con los representantes de numerosos estados, llevaron en 1863 a la firma de
la “Convención de Ginebra referida al alivio del destino de los militares heridos en campo
de batalla”. En nuestros días, la actividad de la Cruz Roja abarca no sólo a las víctimas de
acciones bélicas, sino también un trabajo de paz, al cual pertenece la obra de ayuda a
enfermos, impedidos, ancianos, criaturas y víctimas de catástrofes en el propio país y en el
exterior. La actividad de la Cruz Roja sigue siendo sustentada por el espíritu del amor
cristiano al prójimo no sólo según sus raíces históricas, sino también en su realización
actual. No hay duda que el peligro de la secularización se manifiesta precisamente también
en el cuidado de los enfermos. La más alta perfección técnica en el cuidado de los enfermos
no puede sustituir la abnegación espontánea y la entrega desinteresada del servicio
voluntario, de las cuales nacieron las obras de caridad cristiana a favor de los enfermos. Es
verdad que las instituciones de salud de las Iglesias confiaron en exceso y durante
demasiado tiempo en este espíritu de sacrifico, aprovechándolo de manera desmesurada. De
esta manera, por ejemplo, el horario regulado de trabajo, el alojamiento adecuado, los
salarios y la asistencia social de los encargados de los enfermos quedaron muy por detrás
del desarrollo social general.
Desde los inicios, el cuidado especial de la comunidad cristiana se orientaba también a las
viudas y los huérfanos, al lado de los pobres y enfermos. Se trataba de las personas que
habían quedado privadas de su protección masculina; mientras que los viudos, aun después
de la victoria de la emancipación femenina, jamás fueron considerados como un grupo que
necesitara del cuidado de la Iglesia. La atención de viudas y huérfanos por parte de la
Iglesia retoma las ideas del Antiguo Testamento, para el cual Yahveh es “padre de los
huérfanos y tutor de las viudas” (Sal 68,6). Según la Epístola de Santiago (1,27), el
contenido de “la religión pura e intachable ante Dios” consiste en “visitar a los huérfanos y
a las viudas en su tribulación”. Las viudas formaban un grupo o estado especial en las
congregaciones y eran convocadas para el cuidado de los enfermos y otras tareas de
diaconía en la comunidad, mientras que ellas mismas no necesitaban de asistencia y ayuda.
En todas las épocas decisivas de la historia de la Iglesia, las viudas desempeñaban un gran
papel. Por ejemplo, en la lucha de la Iglesia católica contra el donatismo en el norte de
África, la resistencia donatista fue liderada por las viudas. Numerosas santas, como Santa
Dorotea de Montow, alcanzaron el pleno desarrollo de su vida de santidad recién después
de enviudar. En las Iglesias territoriales protestantes, las viudas de los pastores
desempeñaban un papel importante para la continuidad de la vida de la congregación, ya
que en parte hasta comienzos del siglo XIX, para poder asumir el cargo en una parroquia, el
joven candidato al ministerio pastoral tenía la obligación de casarse con la viuda del
antecesor. La viuda más renombrada de la época de la Reforma fue la Sra. Wibrandis, que
estuvo casada sucesivamente con los reformadores Ecolampadio, Capito y Bucero; y que en
su cuarta viudez después de la muerte de Bucero educó en Estrasburgo fielmente a los hijos
que tuvo en sus matrimonios con tres reformadores, saliendo de ellos pastores creyentes.
Después de que la Iglesia fundara orfanatos (orfanotrofia) ya en el siglo IV, éstos fueron
asumidos en la Edad Media por de pronto por los conventos. Mediante la creación de asilos
para criaturas abandonadas, los monasterios combatían también el abuso de los niños
expósitos. Por influencia de la administración autónoma de las ciudades, que se difundió en
la alta Edad Media, tuvo lugar también aquí una laicización y secularización de las
instituciones de la Iglesia, que pasaron a ser asumidas por las corporaciones o las comunas
de las ciudades. Las Iglesias reformadas fomentaban sistemáticamente la creación de
orfanatos. Sobre todo en Holanda, casi todas las congregaciones tenían un orfanato propio,
sostenido por donaciones de la comunidad. Luego de las grandes guerras del siglo XVII, se
produjo una reforma pedagógica de los orfanatos, sobre todo a través de August Hermann
Francke (1663-1727), que agregó al orfanato fundado por él en Glauca, un suburbio de
Halle, un moderno sistema escolar, del tipo liceo. El orfanato de Francke se convirtió en
modelo frecuentemente imitado no sólo en Inglaterra, sino también en las colonias de
Nueva Inglaterra en América del Norte. Durante la época de la ilustración y del movimiento
de avivamiento, los orfanatos estuvieron expuestos a fuertes críticas. Se exigía que en lugar
de internar a los huérfanos en instituciones, fuesen ubicados en familias que cuidasen de
ellos. Pero como frecuentemente el sistema de las familias receptoras llevaba a la
explotación de los huérfanos como mano de obra barata, con una asistencia y un
alojamiento que dejaban mucho que desear, Johann Heinrich Pestalozzi (1746-1827)
introdujo un proyecto para una adecuada educación en los hogares. La discusión de estos
problemas aportó mucho al desarrollo de la asistencia moderna a la juventud, colocada
ahora en gran parte en las manos de organizaciones estatales, comunales o humanitarias,
pero que aún hoy continúa marcada por sus raíces cristianas.
La asistencia a viudas y huérfanos también desempeña un papel importante en la misión
cristiana en todos los continentes, sobre todo ligada a la asistencia a los campos de
refugiados y a víctimas de contiendas bélicas y revoluciones políticas, como en Hong
Kong, Vietnam, Biafra, Bangla Desh. Incentivos cristianos desempeñaron también un papel
importante en la resistencia que hubo en la India contra la institución de la cremación de
viudas. Esta institución fue prohibida por el gobierno colonial inglés en 1829 bajo la
presión de las sociedades misioneras cristianas. Después de la conquista de la
independencia política, la constitución de la República de la India hizo suya esta
prohibición, a pesar de la resistencia de los partidarios de grupos religiosos conservadores.
La cura de almas pertenece a los dones carismáticos del cristianismo primitivo. Ella
consiste en el don de comprender el corazón y el espíritu del prójimo y de reconocer si está
dominado por un buen o un mal espíritu, y en el don de ayudarlo a liberarse de su demonio.
Las vidas de los grandes consejeros espirituales carismáticos, comenzando por los monjes
de la Iglesia antigua del oriente y del occidente, pasando por los estarostes rusos y por
Felipe Neri hasta Juan Bautista Vianney (1786-1859), el sacerdote santo de Ars, dan
testimonio de este carisma en variaciones siempre nuevas y sorprendentes. Este don ha sido
institucionalizado en la Iglesia en el sacramento de la penitencia, en la confesión. Esto
ocurrió primeramente en el monaquismo, que impuso la obligación del examen de
conciencia diario y sistemático y la confesión privada ante el confesor. A partir del
monasticismo, la confesión privada se introdujo luego también a la práctica eclesiástica
general de los laicos. Este desarrollo parece haberse producido sobre todo en la Iglesia
monacal iroescocesa. La historia posterior de la cura de almas está estrechamente ligada
con la evolución del sacramento de la penitencia en la Iglesia oriental y occidental, siendo
de importancia decisiva el hecho de que la cura de almas queda reservada exclusivamente
al sacerdote, que en virtud de su ordenación posee el poder “de desatar y de atar” (Mt
16,19). Fue desvalorizada la cura de almas mutua de los laicos cristianos. Los sacerdotes,
que ya en la Iglesia antigua pasaron a ocupar el lugar del filósofo de la familia en los
hogares de las personas cultas, muchas veces tuvieron una gran influencia como directores
espirituales de personalidades eminentes, de los emperadores, reyes, príncipes, papas y las
familias más importantes de la nobleza. En el transcurso de su institucionalización, la cura
de almas ha llevado cada vez más a la formación de una casuística formal de pecados,
basada en el derecho eclesiástico. La práctica medieval de las indulgencias, que consistía en
la sustitución de las obras de satisfacción impuestas al penitente, como oraciones, limosnas
y peregrinaciones, por contribuciones en dinero, destruyó el sentido espiritual originario de
la cura de almas. Precisamente en la lucha contra los abusos del sacramento de la
penitencia, el cristianismo nacido de la Reforma intentó inicialmente una renovación
espiritual de la confesión. Sin embargo, al negar el carácter sacramental de la penitencia,
los reformadores infligieron un duro golpe a la cura de almas, porque la confesión personal
estaba íntimamente ligada con el sacramento de la penitencia. Según la concepción de
Lutero del sacerdocio universal de los creyentes, a todo fiel le corresponde el deber y el
poder de la cura de almas de su prójimo. De esta manera, la confesión, como institución
eclesiástica, pronto decayó en el luteranismo. La cura de almas adquirió un nuevo lugar en
la Iglesia en el ámbito del ejercicio de la disciplina eclesiástica. Allí desplegó un fuerte
dinamismo, sobre todo en el calvinismo, que introdujo las visitas regulares a los hogares
como medio para controlar la moral y las costumbres y para formar las conciencias.
Muchas Iglesias anglosajonas conservaron este ejercicio de la cura de almas en conexión
con la práctica de la disciplina eclesiástica. Pero existía el peligro que la cura de almas se
transformara en un instrumento de control permanente de los fieles por parte de sus
autoridades espirituales. Esto provocó una resistencia tanto mayor entre los fieles en la
medida en que las autoridades espirituales frecuentemente se valían de las autoridades
estatales para imponer eficazmente sus medidas disciplinarias. De este modo, la cura de
almas languidecía en el protestantismo; y sólo era practicada cuando la asumía algún
clérigo dotado de carisma, que gozaba de la confianza de los miembros de su congregación.
De esta manera, precisamente en los países protestantes la cura de almas huía cada vez más
de la Iglesia, pasando a las manos de psiquiatras y psicoanalistas. Éstos, por un lado,
insisten en el “carácter científico” de sus métodos, que parece más adecuado a la conciencia
moderna; y por el otro están obligados legalmente a mantener el secreto profesional. Las
Iglesias de hoy no lograron reconquistar de los psiquiatras y psicoanalistas el terreno de la
cura de almas, perdido por propia negligencia.
La abolición de la confesión y de la cura de almas oficial en el protestantismo llevó a una
realización nueva y sobresaliente en el terreno de la literatura espiritual, a saber, la
literatura de los libros edificantes de formación espiritual, que desde los tiempos de la
Reforma tuvieron un enorme crecimiento, y cuyos autores son precisamente los grandes
líderes espirituales de los diferentes movimientos de la Reforma y de avivamiento. Existe
una abundancia impresionante de literatura edificante cristiana del tiempo de la Reforma,
pasando por el pietismo y llegando al movimiento de avivamiento; una literatura, que
cuando el terreno aún no era dominado por los medios de comunicación, era en gran
medida la única literatura común leída en voz alta para la familia que se reunía de noche.
También han nacido libros edificantes de importancia ecuménica del movimiento de
avivamiento de Inglaterra, como “El Peregrino” (1678) de John Bunyan; una obra que en
numerosas traducciones ejerció una gran influencia sobre toda la cristiandad de los siglos
XVIII y XIX. El fundador de esta modalidad de cura de almas personal a través de la
literatura edificante fue John Wesley con su “Librería Cristiana”, la primera colección de
libros de bolsillo de los tiempos modernos, que contenía escritos edificantes clásicos de la
Iglesia antigua y de la Edad Media y obras de la mística española, francesa, alemana y de
su propia época.
Esta forma de cura de almas fue desplazada recién por los modernos medios de
comunicación de masa, que orientaban la atención hacia intereses mundanos, el
entretenimiento, la distracción, la formación y la información.
El fracaso y la extinción de la cura de almas por parte de la Iglesia dejaron un vacío que no
fue llenado por la psicoterapia y la psiquiatría modernas. Más bien, muchos métodos
orientales de meditación y de prácticas de yoga entran en ancha corriente a este vacío. En
muchos casos, el director espiritual cristiano o pastor de la familia cedió lugar a un gurú
“familiar”.
El encuentro ecuménico de las Iglesias cristianas colaboró con el redescubrimiento de la
cura de almas. La liberalización de los matrimonios mixtos liberó también la cura de almas
de las demandas confesionales totalitarias, que con frecuencia resultaban fatales
precisamente en el acompañamiento pastoral de los integrantes de un matrimonio mixto,
pues contribuían a renunciar totalmente a la cura de almas de la Iglesia.
La idea básica del cristianismo de que la fe cristiana se realiza en una nueva vida, llevó a
que el cristianismo se destacara una y otra como creador y generador de cultura en el
transcurso de su historia; y que en su intento de transformar todos los ámbitos de la vida,
imprimiera siempre de nuevo su sello a culturas nuevas. En el análisis de este efecto
generador de cultura debe hacerse una distinción básica entre dos situaciones: aquella, en la
que el cristianismo se impuso como la mayoría de un estado o un pueblo; y la situación, en
la que una minoría cristiana debe afirmarse dentro de un contexto no cristiano.
El cristianismo aspira a desarrollar una cultura cristiana en todos los ámbitos de la vida en
los que penetra. Así, la Iglesia antigua, partiendo de Constantinopla, creó la cultura del
imperio romano cristiano; y el cristianismo medieval creó desde Roma la cultura del
occidente cristiano. De la misma manera, se formó también a partir del siglo XVI un
círculo propio de cultura protestante que, partiendo desde Europa central, Inglaterra y
América del Norte, llegó a abarcar todo el mundo. Como ejemplo de una cultura cristiana
no queremos describir aquí la cultura católica del medioevo occidental, mundialmente
conocida, sino la cultura menos conocida de la Iglesia ortodoxa oriental.
Las formas específicas de la cultura ortodoxa saltan mucho más la vista que, por ejemplo,
las formas de la cultura protestante, que muy frecuentemente toman la forma de
pseudomorfosis “inmanentes”, difícilmente identificables. Es llamativo que en el ámbito de
la cultura ortodoxa, ya en el imperio bizantino, pero también en las antiguas Iglesias
cismáticas de Asia y África, de entrada quedan excluidos tres campos del arte: la escultura,
el teatro y la música religiosa instrumental. Pero esto queda compensado con el desarrollo
mayor de otras ramas del arte.
La ausencia de la escultura se relaciona con su prohibición dentro del arte eclesiástico, que
a su vez tiene que ver con la concepción teológica de la naturaleza de los iconos,
anteriormente mencionada. Por influencia de la tendencia contraria a la tridimensionalidad
de la pintura religiosa bizantina y por las consecuencias de la polémica iconoclasta,
tampoco llegó a desarrollarse una escultura profana en el ámbito de la cultura bizantina. La
escultura sólo pudo desarrollarse en el ámbito del arte en miniatura (talla en marfil,
orfebrería, arte de herrería y esmaltado).
La restricción del arte religioso a la pintura bidimensional llevó también al desarrollo del
muralismo del más alto estilo, y sobre todo al arte sumamente desarrollado de los mosaicos.
Si bien éste se relaciona con el sentido de la forma y de la naturaleza de la antigüedad
clásica, creó también un estilo artístico enteramente nuevo a través de una estilización
religiosa y espiritual abstracta, que disuelve toda ilusión del espacio y toda impresión de
naturaleza viva. En el transcurso de la evolución, va predominando una perspectiva
invertida que junta las líneas del espacio no en el ojo del observador humano, sino en un
foco trascendente situado detrás del cuadro, en el ojo de Dios. Así, las personas humanas
que están en primer plano se diseñan en tamaño menor que las figuras de los santos, más
cercanos a Dios, que ocupan el espacio principal del icono. Por cierto, los testimonios del
arte bizantino de los mosaicos, así como de la pintura mural, se encuentran hoy
principalmente todavía en el occidente, especialmente en Ravena y en las iglesias
bizantinas de Sicilia. En oriente, en gran parte fueron víctimas de los iconoclastas;
asimismo una gran parte de los mosaicos y frescos fueron recubiertos o destruidos después
de la conquista de los países ortodoxos por los árabes y turcos.
Sobrevivieron a la época iconoclasta las pinturas murales de las iglesias instaladas en
cavernas en Capadocia, cercanas a Göreme y Ürgüp (siglos IX a XI), de difícil acceso. Sólo
el trabajo cuidadoso de restauración de los arqueólogos logró descubrir y restaurar en las
últimas décadas una parte de los antiguos mosaicos y murales, que habían sido recubiertos
en el período turco. Esto vale sobre todo para los mosaicos de la Hagia Sofía, el centro de la
Iglesia imperial bizantina, que después de la conquista de Constantinopla en 1453 fue
transformada en mezquita, pero que bajo Kemal Pacha fue declarada museo. Los mosaicos
de su cúpula, creados en el período de paz después del iconoclasmo, resplandecen ahora
nuevamente en su antigua belleza.
Juntamente con la pintura icónica y mural y el arte de los mosaicos, también hubo un gran
florecimiento del arte de la iluminación de libros. Este arte no sólo servía a los teólogos y
monjes eruditos, que leían los manuscritos de pergamino ricamente ilustrados y
ornamentado de los Padres de la Iglesia, sino también a la liturgia y sobre todo al coro.
Gracias a los generosos encargos del emperador y de numerosos donantes, la iluminación
de libros alcanzó su máximo esplendor en todo el ámbito de la ortodoxia en tierras griegas,
asiáticas y africanas. Las bibliotecas de los monasterios del Monte Athos y del Sinaí,
accesibles desde hace poco tiempo, guardan los más impresionantes testimonios de esta
iluminación de libros.
El teatro no aparece en el ámbito de la cultura ortodoxa, porque en los primeros siglos de la
Iglesia cristiana, el teatro dramático de la antigüedad clásica tenía como tema los antiguos
mitos de los dioses, y porque la comedia representaba todas las formas de lujuria e
impudicia. Por ello, los cristianos de la Iglesia antigua percibían el teatro como antro del
paganismo, y lo evitaban en consecuencia. Según los más antiguos reglamentos
eclesiásticos, la profesión de actor era una de las que debían ser abandonadas por quien
deseaba recibir el bautismo. Por esta razón jamás pudo desarrollarse el teatro en el ámbito
de la cultura bizantina. Pero esta desaparición del teatro antiguo es compensada por la
extraordinaria riqueza de la liturgia eclesiástica, que de hecho es un drama mistérico muy
dinámico, con diferentes entradas y procesiones, y con coros que dialogan. Un arte
dramático profano propio sólo pudo desarrollarse en los países ortodoxos occidentales, en
Rusia recién a partir del siglo XIX. El carácter básicamente dramático de la liturgia llevó a
la creación de formas constantemente nuevas. En diversas Iglesias, se desarrolla una
homilía dramatizada a partir de la predicación, en la que la prédica sobre una determinada
perícopa evangélica adquiere vida por la introducción de diálogos, escenas, monólogos y
coros. Además, se introducen diversas escenas bíblicas en el drama general de los misterios
de la liturgia. En Bizancio, sin embargo, estos embriones de un espectáculo religioso nunca
de desvincularon de su marco religioso.
La ausencia de la música religiosa instrumental en la Iglesia ortodoxa también obedece a
una razón dogmática: el hombre no debe usar metales inertes o una madera muerta para
alabar a Dios; antes bien, el hombre mismo debe ser un instrumento vivo para la alabanza
de Dios, glorificando a Dios con su propia boca así como con toda su vida. En los cultos
paganos, sobre todo los cultos de misterios, la música instrumental – principalmente de
flautas, tambores y timbales – era usada para aumentar el clima orgiástico. Por eso, con la
misma vehemencia con que se distanció del teatro, la Iglesia también se distanció
enfáticamente de este tipo de música, vista como una forma específica de idolatría pagana.
De esta manera, la música instrumental quedó reservada únicamente a fiestas profanas en el
imperio bizantino. Pequeños órganos portátiles eran usados principalmente en las fiestas de
la corte y en el circo, pero no en la Iglesia.
Ahora bien, justamente esta ausencia de la música instrumental llevó a un extraordinario
desarrollo de la música coral en la Iglesia y a la himnografía. El culto ortodoxo exhibe una
extraordinaria variedad musical, que ya desde el punto de vista técnico sólo puede
dominada por coros que posean una elevada competencia musical y un amplio repertorio
litúrgico de himnos de todo tipo (irmoi, stijirá, kontakia, etc.). También los sacerdotes y
diáconos deben satisfacer elevadas exigencias en el terreno del canto y la música.
Hasta la segunda mitad del siglo IX, los creadores de los himnos eran compositores poetas,
que componían tanto los himnos como las respectivas melodías. Después comenzó el
período de los himnógrafos, en el que se escribían nuevos versos para melodías ya
existentes. Luego, se desarrolla en el siglo XI un nuevo apogeo de la música bizantina, que
se caracteriza por extensos trinos y que lleva directamente a la composición hímnica
neogriega. En la Iglesia rusa y en Grecia, y principalmente en las islas ocupadas por los
italianos, la música bizantina unísona fue reemplazada luego del todo o parcialmente por la
música europea occidental moderna, con su armonía y su canto coral polifónico; mientras
que los monasterios, sobre todo en el Athos, mantienen hasta hoy el canto coral bizantino
unísono. En Rusia, el antiguo canto llano de origen bizantino aún se conserva entre los
antiguos ortodoxos. Paralelamente, se mantuvieron también en la Iglesia ortodoxa himnos a
una sola voz de origen más antiguo, de las escuelas de Kiev, Novgorod o Moscú. Los
grandes compositores rusos de los últimos siglos contribuyeron con el desarrollo del canto
coral eclesiástico a través de composiciones modernas, como a la inversa la música
litúrgica de la Iglesia también ejerció influencia sobre obras profanas de los compositores
rusos (p. ej., Tchaikovsky).
La tendencia al desarrollo de una cultura cristiana propia se manifiesta también allí donde
viven minorías cristianas en un ambiente no cristiano, es decir, en un contexto cuyas formas
de vida son moldeadas por una religión no cristiana, como es el caso de la mayoría de las
Iglesias cristianas en África, Asia e Indonesia. Esto no se aplicaba a los países comunistas,
en los que el estado se valía de la libertad para la propaganda antirreligiosa garantizada por
la constitución, pero no permitía que las Iglesias cristianas ejercieran influencia alguna
sobre la opinión pública fuera de sus cultos en los templos.
Con respecto a la situación de las minorías cristianas en un contexto de religiones no
cristianas, ha de notarse que hoy ya no existen más regiones intactas de culturas de
religiones no cristianas; quizá con la única excepción de aquellos estados musulmanes que
se definen constitucionalmente como estados islámicos (p. e., Paquistán). Hoy, todas las
antiguas culturas religiosas no cristianas, como las culturas hinduistas y las budistas del
sudeste y el este asiático, están fuertemente influenciadas y modificadas por la civilización
occidental; la cual, a su vez, lleva las marcas del cristianismo occidental en su técnica, su
sistema económico, su noción del tiempo, su concepto de posesión y propiedad – aún allí,
donde estas marcas ya no se trasluzcan con claridad. Con la difusión global de la cultura y
la civilización occidentales, marcadas por el cristianismo, ocurrida durante el período
colonial y la expansión económica mundial del occidente, incluyendo a los Estados Unidos,
se produjo en todas partes una aproximación al modo técnico de trabajar, a la producción
agrícola, al sistema bancario y monetario, al sistema de transporte, al sistema militar. En
Asia y África, el encuentro entre el cristianismo y las antiguas religiones se realiza dentro
de este nuevo marco, ya fuertemente unificado por la irrupción de la cultura y la
civilización occidentales, siendo facilitado por el mismo. Esto es favorecido también por el
hecho de que en la mayoría de los países, inclusive los estados jóvenes de África y Asia, la
constitución establece el principio de la separación entre Iglesia y estado; y que ninguna
religión dominante puede ejercer – por lo menos legalmente – terror religioso directo
alguno, aunque los principios de un empleo más liberal de la libertad religiosa se impongan
tan sólo lentamente. En muchos de los estados jóvenes de Asia y África existe una
sensibilidad particular de los círculos no cristianos contra a las Iglesias cristianas, porque
durante la era colonial las antiguas religiones estatales no cristianas fueron oprimidas,
perjudicadas o privadas de sus derechos, mientras que las Iglesias cristianas fueron
favorecidas unilateralmente. Hay países, en los que las minorías cristianas tienen que luchar
duramente por su existencia y reconocimiento; y también existen casos de persecución
aguda de los cristianos, como, p. ej., la persecución de los ibos cristianos en Nigeria, que
llevó al intento de una separación política de Biafra. Por otra parte, precisamente la
situación de una minoría cristiana en un contexto no cristiano es particularmente apropiada
para hacer destacar con claridad también para los de afuera el estilo de vida propio de una
cultura cristiana. Esto ocurre especialmente allí donde en un estado con castas, una
determinada Iglesia llega a transformarse en una casta propia, con rasgos externos
característicos y claros, tales como vestimentas, costumbres, fiestas, etc., como ocurrió con
la Iglesia Mar Toma en el sur de la India. También ocurre allí donde minorías cristianas,
como las Iglesias mesiánicas de los bantúes en Sudáfrica, crean colonias con un propio
estilo de vida cristiano expresado en la vida cúltica, privada y comunitaria.
Un problema especial consiste en la coexistencia de culturas cristianas de razas diferentes
en países con población racialmente mixta. La cultura de los negros de América del Norte
es fuertemente marcada por las Iglesias negras, sobre todo las bautistas, que a su vez
tuvieron origen en la misión de Iglesias bautistas blancas; pero ellas se desvincularon de sus
Iglesias madres blancas, o se establecieron dentro de aquellas como Iglesias negras
autónomas. Una situación similar existe en Sudáfrica, donde en el interior de las Iglesias
blancas establecidas coexisten lado a lado congregaciones blancas y congregaciones negras
especiales, o donde fuera de las Iglesias misioneras más antiguas surgieron Iglesias negras
mesiánicas autónomas. En este terreno, se dan hoy numerosas tensiones. Por una parte,
desde el inicio la Iglesia cristiana insistió en la superación de las barreras raciales. En la
Iglesia antigua no se conocían barreras raciales; la sinagoga ya admitía prosélitos negros. El
primer prosélito judío, mencionado en los Hechos de los Apóstoles, que fue bautizado por
el Apóstol Felipe, es un etíope, un “alto funcionario de Etiopía” (Hch 8,27). La comunidad
de Alejandría contaba con muchos etíopes y negros. Entre las Iglesias que salían a misionar,
la misión católica portuguesa no reconocía en principio ninguna diferencia racial – quien se
dejaba bautizar, llegaba a ser “hombre” (“hombre es cristiano”; pasaba a ser miembro no
sólo de la comunidad cristiana, sino también de la sociedad cristiana, pudiendo casarse con
otro cristiano de cualquier raza. En contraposición a ello, la misión católica de los
españoles introdujo la separación de razas en el terreno misionero americano bajo el
concepto de “casticismo”, prohibiendo el matrimonio entre inmigrantes españoles y
cristianos aborígenes. De manera similar al proceder de los portugueses en África y el
Brasil, en los siglos XVII y XVIII la misión católica francesa en Canadá y en la región de
los Grandes Lagos no sólo no prohibió los matrimonios entre blancos con indias, sino que
los toleró e incluso los favoreció. Coherentes con estos principios, las Iglesias cristianas
también tuvieron un rol de liderazgo en los esfuerzos por la integración de las razas; a
excepción de aquellas Iglesias que desde el comienzo trataban de justificar la separación de
las razas con argumentos teológicos basados en el “orden de la creación” y la
predestinación, tal como es el caso de algunas Iglesias reformadas de los Estados Unidos y
Sudáfrica. En los Estados Unidos, durante mucho tiempo la constitución de comunidades e
Iglesias negras era la única posibilidad que tenían los negros para acceder a una formación
superior, desarrollar una administración autónoma de las comunidades, formar un
patrimonio, ser reconocidos como corporaciones de derecho público y ejercer los derechos
correspondientes. Por otro lado, en los últimos tiempos se introdujo también en las Iglesias
negras la teoría racista de base ideológica y política, a través de la exigencia de una
“teología negra” (“Black Theology”), en cuyo centro se encuentra un “Cristo negro”
(“Black Christ”). Se trata de una polarización, que dificulta la tarea específicamente
cristiana de integración de las razas en la cristiandad por lo menos en la misma medida que
una teoría racista de base teológica o ideológica procedente del lado blanco.
Un encuentro espiritual y una discusión del cristianismo con las demás religiones
universales se produjeron recién en las últimas décadas, a consecuencia de la
transformación general de la situación religiosa, política y económica del mundo. Hasta el
comienzo del siglo XIX, aún había regiones del globo donde las religiones no cristianas se
mantenían distantes de todo contacto con el cristianismo. La difusión global del
cristianismo a través de la actividad de las Iglesias de Europa y América del Norte durante
los siglos XVIII y XIX ha llevado a que el cristianismo entrase ahora en contacto directo
con todas las religiones existentes en al tierra. Al mismo tiempo se disolvió la estrecha
conexión entre la misión cristiana universal y la expansión política, económica, técnica y
civilizadora de los estados occidentales. En los países asiáticos y africanos que lograron su
independencia después de la Segunda Guerra Mundial, las antiguas Iglesias surgidas de la
misión se transformaron en Iglesias autónomas. La colaboración y la corresponsabilidad
entre los miembros de las Iglesias cristianas minoritarias y sus conciudadanos no cristianos
se hizo cada vez más urgente en la medida en que después de la guerra se produjo en
numerosos estados asiáticos un sorprendente renacimiento de las grandes religiones
asiáticas antiguas. El hinduismo, el budismo y el Islam no sólo trataron de reconquistar en
los estados asiáticos y – en el caso del islamismo – en algunos estados africanos su antigua
posición de liderazgo en la vida espiritual de sus países, sobre todo en el sistema
educacional; sino que todas las grandes religiones asiáticas pasaron a desplegar una
actividad misionera mundial en las antiguas patrias de las Iglesias cristianas en Europa,
América y Australia. El hinduismo, por ejemplo, creó numerosos centros védicos en
América del Norte y Europa en el marco de la misión Ramakrisha y Vivekananda. De la
misma manera, tanto el budismo Theravada del sur de Asia como el budismo Mahayana del
Japón (sobre todo, el budismo Zen) realizaron una misión universal, llevados por un
renacimiento budista. Esta influencia se hace sentir en Europa y América del Norte no tanto
bajo la forma de una misión organizada y directa, sino como un aflujo de aceptación
inmediata de ideas y formas de meditación religiosas, a través de la literatura, la filosofía, la
psicología y la psicoterapia. Con ello, el cristianismo se ve en la necesidad de entrar en una
discusión objetiva con las religiones no cristianas; más aún, porque en la constitución de la
mayoría de los estados fue abolida la situación de privilegio jurídico oficial de una
determinada religión.
A partir de mediados del siglo pasado, las ciencias modernas de la religión han provocado
por su parte una modificación general de la conciencia religiosa de la humanidad. Hasta
comienzos de este siglo, el conocimiento de las grandes religiones no cristianas aún era un
privilegio de unos pocos especialistas de las ciencias de la religión. Mientras tanto, un
amplio sector de la opinión pública, en una segunda ola de la ilustración, se apropió de los
resultados de las investigaciones científicas de las religiones, sobre todo a través de las
traducciones de las fuentes de las religiones no cristianas. La difusión del arte religioso del
Tíbet, la India y el Lejano Oriente a través de exposiciones itinerantes, y la posibilidad de
participar en ceremonias religiosas de religiones no cristianas a través de la radio y la
televisión, crearon en el público en general de Europa y América del Norte una nueva
actitud hacia las demás religiones. El descubrimiento de la pluralidad de las grandes
religiones determinó, de una manera desconocida en siglos anteriores, la conciencia
religiosa de nuestro tiempo. En vista de ello, en los últimos años fueron fundados
numerosos institutos cristianos para el estudio de las religiones no cristianas, como en
Bangalore, Rangún, Bangkok, Kyoto, Hong Kong y Ceilán.
La disposición al encuentro o incluso la colaboración del cristianismo con las religiones no
cristianas es un fenómeno moderno, que puede exhibir tan sólo unos pocos antecedentes en
la historia de las relaciones del cristianismo con las religiones no cristianas. Hasta bien
entrado en el siglo XVIII, el cristianismo no mostró mucha inclinación a ocuparse
seriamente con las religiones no cristianas. En 1141, cuatrocientos años después del
comienzo de las luchas con el Islam en territorio español, casi medio siglo después de la
proclamación de la primera cruzada contra el Islam, Pedro el Venerable, abad de Cluny,
publicó en Toledo la primera traducción del Corán, pero se confrontó con la incomprensión
de sus contemporáneos. Bernardo de Claraval, el propagandista de la segunda cruzada, se
negó a leer esta traducción. Cuatrocientos años más tarde, en 1542-43, el teólogo reformado
y sucesor de Zwinglio, Theodor Bibliander, volvió a publicar esta traducción del Corán en
Zurich, pero fue detenido a causa de ello. Su editor sólo lo pudo sacar de la prisión
apelando a la autoridad de Lutero. El conocimiento del hinduismo fue aplazado en parte
intencionalmente por los misioneros. August Hermann Francke (fallecido en 1726), el
promotor de la misión luterana de Tranquébar en la India, impidió la publicación de las
obras de Bartolomé Ziegenbalg (fallecido en 1719) sobre la religión de los malabares.
Friedrich Schlegel publicó recién en 1808 su librito “Sobre la lengua y la sabiduría de los
hindúes”. El nombre de Buda es mencionado por primera vez en la literatura cristiana a
fines del siglo II y comienzos del III – y allí también una única vez – en Clemente de
Alejandría; y luego desaparece nuevamente de la literatura cristiana por nada menos que
1300 años. El pali, la lengua del canon budista, permaneció desconocido hasta comienzos
del siglo XIX, hasta Eugène Burnouf, el fundador de la moderna budología. El
descubrimiento de la fuente más importante del budismo, el “Tripitaka” (Triple cesto), fue
hecho por un estudiante húngaro romántico, Csoma de Köros, en el Tíbet en 1823. Las
razones para esta reserva frente a las religiones foráneas fueron:
1. La Iglesia antigua fue fuertemente marcada por la actitud judía frente a las religiones
paganas de su ambiente. Tal como el judaísmo, la Iglesia veía en los dioses paganos tan
sólo “nadas” al lado del verdadero Dios, el Creador del mundo y Padre de Jesucristo; o sea,
meros productor del error humano, identificados con las imágenes de madera, piedra y
bronce hechas por el hombre.
2. Al lado de ello, se encuentra la tendencia a rebajar los dioses paganos a demonios; o sea,
de ver en ello poderes y espíritus malignos en lucha contra el Dios verdadero. Según la
concepción cristiana, el final de la historia de la salvación será una lucha decisiva entre
Cristo y su Iglesia por una parte y los poderes, dominios y tronos contrarios a Dios, lucha
ésta que terminará con la victoria de Cristo.
El intento de los apologistas cristianos de conquistar los círculos instruidos del paganismo
para el cristianismo llevó a que se le reconociera un cierto contenido de verdad no sólo a la
filosofía griega de la religión, sino incluso a una que otra tradición de la mitología pagana.
Los apologistas fundamentaban esto con su doctrina del Cristo Logos. Trataron de colocar
la historia general de las religiones, el desarrollo religioso general de la humanidad, en una
relación positiva con la historia de la salvación cristiana. Pero esta comprensión
universalista de la historia de la religión sólo era sostenible mientras que la situación
histórica parecía confirmar, por lo menos de una forma rudimentaria, la exactitud de la
doctrina del Logos. Empero, la historia de las religiones continuó también después de
Jesucristo. Con el maniqueísmo surgió en los siglos III y IV una nueva religión universal no
cristiana, que enfrentó a la Iglesia cristiana con nuevos libros sagrados, una nueva
institución y una pretensión de validez universal. Sin embargo, la Iglesia cristiana jamás vio
en el maniqueísmo una nueva religión, sino que lo consideró como una herejía cristiana,
combatiéndolo como tal. Cuando más tarde, en el siglo VII, entró en escena una nueva gran
religión con el Islam, que veía en la revelación hecha al profeta Mahoma la culminación de
todos los grados previos de la revelación del Antiguo y el Nuevo Testamento, el islamismo
también fue combatido por la cristiandad como una herejía cristiana. Se venía en él el
cumplimiento de las profecías del tiempo final del Apocalipsis de San Juan sobre la venida
del “falso profeta” (19,20). Cuando el islamismo pasó a extender su dominio mediante la
guerra santa a las regiones misioneras cristianas más antiguas en territorio árabe, sirio,
egipcio y más tarde en África del Norte, y más aún cuando llegó a conquistar la Península
Ibérica, los cristianos vieron en las diversas fases de su avance el cumplimiento de todas
aquellas “plagas” anunciadas en el Apocalipsis para el último tiempo de la “criba” de la
Iglesia (Lc 22,31). Las relaciones del cristianismo con el Islam, que tenía agarrada la
cristiandad por todos los lados, impidiéndole el libre acceso a los continentes de Asia y
África, llegó a ser el modelo para la actitud teórica y práctica del cristianismo para con las
religiones no cristianas en general. Después de la caída del dominio moro en suelo español
(Granada, 1492), los reinos no cristianos de América Central y del Sur fueron tratados
según este modelo durante el proceso de la conquista del nuevo mundo.
La interpretación escatológica del Islam como la religión del “falso profeta” marcó también
la forma básica del enfrentamiento de la Iglesia cristiana de la Edad Media con las
religiones foráneas, a saber, la cruzada. También en los siglos subsiguientes, la ideología de
la cruzada influenció profundamente la autoconciencia de la Iglesia en la cristiandad
occidental. La idea política de la cruzada no dejó de encontrar oposición en aquella época.
Una serie de personalidades cristianas, entre ellas, sobre todo Francisco de Asís, estaban
convencidas que el empleo de la fuerza militar para exterminar la herejía era, para los
cristianos, un recurso condenable. Ahora bien, el rechazo del método de la cruzada recién
penetró cuando la espada, que la cristiandad occidental empuñaba contra el Islam, se volvió
contra la cristiandad misma, y cuando Constantinopla cayó en manos de los turcos
mahometanos en el año 1453. El diálogo de Nicolás de Cusa “De pace fidei” (1453) es el
primer documento cristiano que exige una paz religiosa eterna entre las religiones
universales en pugna. No obstante, la ideología de la cruzada siguió siendo el modelo para
el cumplimiento de las nuevas tareas misioneras que se le presentaban a la Iglesia romana
con el descubrimiento de los continentes de América por España y Portugal. Recién la
rotura del muro islámico, que aislaba a Europa espiritual y económicamente de los reinos
de las grandes religiones asiáticas, y el encuentro con las grandes religiones en aquellos
países de Asia que no pudieron ser sometidos al dominio de reyes católicos, llevaron poco a
poco a la superación de la ideología de la cruzada. En China y Japón, los misioneros se
vieron obligados a entrar en diálogo con las grandes religiones autóctonas, y esta discusión
sólo podía ser llevada a cabo con armas espirituales. Sobre todo entre los teólogos jesuitas
que actuaban en la corte imperial china en Pekín, se impuso de una manera nueva la antigua
teología del Logos, fundamentada en el derecho natural y sobre la base de la idea de que
existe una revelación natural también en las religiones no cristianas. Sin embargo, estos
jesuitas no pudieron afirmarse dentro de la política misionera católica romana (“Querella de
los ritos”).
Recién la filosofía de la ilustración – remitiéndose en parte, como Leibniz, a las teorías del
derecho natural de los misioneros jesuíticos que trabajaron en la China – difundió entre la
clase instruida de Europa el conocimiento de que existe un pluralismo de grandes
religiones. Ella señaló la llamativa convergencia de las grandes religiones no cristianas con
el cristianismo, preparando con ello el surgimiento de una ciencia comparada de las
religiones. Hasta ese momento, la exigencia de la tolerancia había sido levantada en la
Europa cristiana a lo sumo como un postulado para la actitud frente a los adeptos de otras
confesiones cristianas. Tan sólo la filosofía de la ilustración extendió la tolerancia también
a la relación con los adeptos de otras religiones. A partir de ahí, el tema tratado por Lessing
en “Nathan el sabio” (1779) referente a las relaciones del cristianismo con el judaísmo y el
islamismo fue abordado exhaustivamente en todas las variantes posibles con relación al
hinduismo, el budismo y el taoísmo.
Posteriormente, las misiones de fines del siglo XVIII y del siglo XIX, promovidas por las
Iglesias de orientación pietista o fundamentalista, volvieron a ignorar o a combatir
conscientemente estos conocimientos. El simple cristianismo laical de las congregaciones
que pasaron por el avivamiento exigía del misionero la renuncia a toda “idolatría” pagana.
Para esta teología fundamentalista simplificada ni siquiera existía el problema de una
discusión intelectual con las grandes religiones no cristianas. Fue así que precisamente en la
época de la expansión global del cristianismo en los siglos XVIII y XIX, en general no se
llegó a generar un verdadero encuentro del cristianismo con las grandes religiones no
cristianas. Tan sólo la filosofía de la religión del idealismo alemán llegó a producir un
cambio. En Hegel, la historia de la religión queda incluida en la historia de la salvación,
que se manifiesta como la historia de la autorrealización de la religión absoluta. Se
mantiene explícitamente la idea de la validez absoluta del cristianismo; pero no en el
sentido de una antítesis a las demás religiones, sino entendida en el sentido de una
evolución de la conciencia religiosa, en la que la religión absoluta encuentra finalmente en
el cristianismo la plena realización de su idea. La teología dialéctica (Karl Barth) opuso a
ello su tesis de la diferencia radical y de la “discontinuidad” de la revelación cristiana frente
a todas las “religiones”. Para ella, el cristiano no constituye una religión, sino la “crisis de
todas las religiones”. Sin embargo, esta teoría teológica, alineada en la filosofía de la
religión de Feuerbach, no encuentra adeptos precisamente entre los cristianos de las
“Iglesias jóvenes” de Asia y África, que viven como minorías en el seno de una población
islámica o budista y que deben trabajar en conjunto con sus conciudadanos de otras
religiones.
Mientras tanto, la ciencia de la religión, por influencia de Rudolf Otto, y la sociología de la
religión, bajo la influencia de Ernst Troeltsch, llevaron a conocimientos que abrieron el
camino para una nueva relación entre las diversas religiones. Según Rudolf Otto, existe en
las diversas religiones, en efecto, una base común de la experiencia religiosa; un “sensus
numinis”, que posibilita una comprensión mutua, independientemente de los grados de
sistematización conceptual por la que pasó esta experiencia religiosa en las diferentes
religiones. Según Ernst Troeltsch, también el cristianismo “es, en todos los momentos de su
historia, un fenómeno puramente histórico, como las demás grandes religiones”. Por
consiguiente, la discusión de las grandes religiones sólo puede darse bajo la modalidad de
una libre competencia en la realización de sus más altos valores, los cuales, sin embargo,
admiten tan sólo pocas otras posibilidades en su grado más elevado. En la discusión
histórica de las religiones, la decisión se mueve en el fondo sólo entre dos posibilidades: la
redención a través del pensamiento para superarse o aniquilarse (desembocando en la
nada), tal como la entienden las religiones orientales; o la redención a través de la confianza
de la fe para participar en la persona de Dios, tal como la entiende el cristianismo. Ahora
bien, en última instancia esta decisión no es una decisión de argumentación científica, sino
de la autoconciencia y la autodeterminación religiosas. Ya Troeltsch consideró la idea
defendida posteriormente con ahínco por Arnold J. Toynbee de que posiblemente “toda
nuestra civilización europea anticristiana pudiera volver a caer nuevamente en la barbarie”.
Esto significaría el fin del cristianismo en su forma actual; pero con ello no quedarían
liquidadas la verdad y la validez de su idea personalista de la redención. La consideración
científica del cristianismo supera las barreras ingenuas de la exigencia tradicional de su
validez absoluta, en cuanto enseña a los cristianos a percibir la unicidad de su religión
frente a las otras religiones no como una oposición excluyente, sino como una especie
particular y como oposición de graduación dentro del contexto mayor de la historia de las
religiones y de la historia de la humanidad. En la línea de esta idea y de otras similares,
tales como las que fueron profundizadas por la sociología de la religión de Joachim Wach
(fallecido en 1962), se mueven muchas organizaciones e instituciones internaciones que se
esfuerzan por lograr un encuentro y una colaboración entre las grandes religiones; como
por ejemplo la World Brotherhood of Faiths, la Community of Faiths, el Temple of
Understanding en Washington, y diversas instituciones hinduistas y budistas, que desean
crear un ecumenismo de las religiones universales. Recientemente, también el Consejo
Mundial de Iglesias en Ginebra se adhirió a estos esfuerzos, realizando congresos
ecuménicos interreligiosos.
Epílogo
1. Aproximaciones de un historiador
2
Véase 1. Introducción, p. xxx (6) en esta edición.
3
BENZ, remitiéndose a Adolf von Harnack, p. xxx (14). Sobre la crítica de la opción teológica y religiosa por
la ciencia de la religión, cf. GLADIGOW, Burkhard, en: Handbuch religionswissenschaftlicher
Grundbegriffe, ed. CANCIK, Hubert, GLADIGOW, Burkhard, LAUBSCHER, Matthias, vol. I, Stuttgart,
Berlín, Colonia, Maguncia, 1988, p. 26 y s.
4
Véase p. xxx (14) en esta edición.
5
v. HARNACK, Adolf, Das Wesen des Christentums. Sechzehn Vorlesungen vor Studierenden aller
Fakultäten im Wintersemester 1899/1900 an der Universität Berlin, Leipzig, 1927 (71. Tausend), p. 7.
TROELTSCH, Ernst: “Was heisst ‘Wesen des Christentums’?”, en IDEM, Gesammelte Schriften, vol. II, Zur
religiösen Lage, Religionsphilosophie und Ethik, Tubinga, 1913, p. 431.
Benz contrapone aun un segundo argumento a la tesis de la secularización irreversible: que
es parte de la naturaleza humana el sentido para lo divino, la posibilidad de llegar a la
experiencia de lo trascendente a través de un sensus numinis7. Con ello se refiere a la obra
del investigador y filósofo de la religión Rudolf Otto, de Marburgo, que en su libro muy
discutido sobre Lo santo (Das Heilige, 1917) trató de identificar el fenómeno primordial
común a toda religiosidad. Una y otra vez se observa en Benz que él reconoce en este
abordaje la verdadera antítesis a la postura de Ludwig Feuerbach, cuya obra La esencia del
cristianismo, basada en Hegel y publicada en 1841, había diluido toda religión en
antropología. Feuerbach pasa a ser visto entonces tan sólo como el último eslabón en la
cadena de la teología de la ilustración8. La argumentación de Rudolf Otto fue atacada por la
crítica, siendo la más sólida hasta el momento la de Karl Friedrich Feigel, que lo acusa de
saltar de la psicología a la metafísica, del sentimiento numinoso al objeto numinoso 9. Kurt
Rudolf también consideró la obra de Otto como una especie de prueba ontológica de la
existencia de Dios. Según Rudolf, esta obra expresa de manera válida el axioma, difundido
en la ciencia de la religión en la época de la República de Weimar, que la religión sería una
forma apriorística e intuitiva de conocimiento, adecuada a la esencia más profunda del ser
humano10.
Todos estos conceptos siguen estando presentes en Ernst Benz. Pero en vez de
considerarlos tan sólo como impedimentos desagradables o residuos de un “paradigma”
6
Véanse las p. xxx (16) y xxx (218 y ss) en esta edición. Con respecto a la relación con Troeltsch y a la vez al
distanciamiento de éste, cf. BENZ, Ernst, “Ideen zu einer Theologie der Religionsgeschichte”, en Akademie
der Wissenschaften und der Literatur in Mainz, Abh. Der geistes- und sozialwissenschaftlichen Klasse, Año
1960, Nº 5, Wiesbaden, 1961, p. 549 y ss.
7
Véanse p. xxx (74) y xxx (220) en esta edición.
8
Feuerbach explicó la religión como autointerpretación mítica del hombre. “Esta concepción olvida que el
sentimiento religioso y la actividad formadora de mito del alma no comienzan por acaso, que no se producen
de manera autógena a partir de sí mismos, sino que primero son activados por determinadas experiencias de lo
trascendente, por un encuentro con una realidad que trasciende el ámbito de la vida y la acción de los
hombres. (...) De esta manera, el concepto del “sentimiento” en Schleiermacher y Otto no ha de entenderse de
una manera puramente psicológica, en el sentido de que el alma produciría por sí misma este sentimiento, sino
de una manera metafísica, en el sentido de una reacción al encuentro con lo trascendente”, BENZ, Ernst, “Die
Angst in der Religion”, en Die Angst. Studien aus dem C. G. Jung-Institut Zürich, Tomo X, Zurich y Stuttgart,
1959, p. 192. Sobre la conexión entre Feuerbach y Karl Barth, cf. BENZ, Ernst, Ideen zu einer Theologie der
Religionsgeschichte (cf. nota 6), p. 454 y s; y BENZ, Ernst, “Rudolf Otto als Theologe und Persönlichkeit”,
en BENZ, Ernst (Ed.), Rudolf Otto’s Bedeutung für die Religionswissenschaft und die Theologie heute,
Leiden, 1971, p. 30 y ss. Ernst Benz parece excluir totalmente la posibilidad que este factor de activación de
la producción de un mito no ha de ser necesariamente un encuentro con la “trascendencia”, sino que también
el miedo al caos del mundo o de la historia son parte de ello. Cf. al respecto: HOFSTEE, Wim, “The
Interpretation of Religion. Some Remarks on the Work of Clifford Geertz”, en On Symbolic Representation of
Religion / Zur symbolischen Repräsentation von Religion, ed. HUBBELING, Hubertus G. / KIPPENBERG,
Hans G., Berlín, Nueva York, 1986, p. 70-83.
9
“Una y otra vez el objeto – y, por cierto, un objeto de ninguna manera críticamente asegurado – es
introducido a la dimensión subjetiva, un objeto ‘no natural’, es decir, trascendente, totalmente otro – ¡después
no será difícil sacar este objeto de lo subjetivo y hacer rápidamente de la psicología de la religión una filosofía
de la religión! Si un prestidigitador logró introducir solapadamente una moneda en algún rincón, ya no es
ningún arte sacarla luego de allí”. FEIGEL, Friedrich Karl, “Das Heilige”, en COLPE, Carsten (Ed)., Die
Diskussion um das ‘Heilige’, Darmstadt, 1977, p. 389.
10
RUDOLPH, Kurt, “Die Problematik der Religionswissenschaft als akademisches Lehrfach”, en Kairos.
Zeitschrift für Religionswissenschaft und Theologie, IX, Año H.1 (1967), p. 34. FLASCHE, Rainer,
“Religionsmodelle und Erkenntnisprinzipien der Religionswissenschaft der Weimarer Zeit”, en CANCIC,
Hubert (Ed.), Religions- und Geistesgeschichte der Weimarer Republik, Düsseldorf, 1982, p. 274.
superado de la historia de la ciencia, se debería tratar de descubrir con mayor precisión lo
que estas premisas produjeron en términos de investigación. ¿Qué es lo que se puede
aprender de esta perspectiva teológica interior con relación a la importancia cultural del
cristianismo?
Al volver a su propio terreno, el historiador verifica que ello no fue poco. Después de la
Segunda Guerra Mundial, el desarrollo de la historia de la cultura tuvo en Alemania más
bien una vida de apariencia; el cambio decisivo ocurrió con la sustitución de la historia
política tradicional por la historia “estructural” y social. Tan sólo en la última década, la
historia de la cultura volvió a conquistar algún terreno, pero muchas veces apenas bajo la
forma reducida de la llamada “historia cotidiana”11. Algo distinto fue el desarrollo de la
historiografía francesa. Allí, la intención original de investigar el “equipamiento mental”
(outillage mental) de una época, representada principalmente por Lucien Febvre, también
fue desplazada parcialmente por investigaciones cuantitativas “en serie” apoyadas en los
métodos de la historia social. La historia de las ideas fue excluida de una “historia de las
mentalidades” de este tipo, acusada – no sin razón – de descuidar la dimensión social de las
ideas y los conceptos12. Tan sólo la consideración de las deficiencias de una historia de la
cultura sin la historia de los sistemas y las formas de pensamiento llevó a la comprensión de
que los conflictos entre las clases sociales se realizan en el marco de formas simbólicas, de
“representaciones” del mundo, en los que se expresa tanto una interpretación del sentido de
la vida como una pretensión de poder. Roger Chartier formuló como nueva tarea la de
establecer una conexión entre la estructura cultural y la estructura social, sin reducir
mediante un cortocircuito los dos ámbitos a uno solo. En este contexto, le cabe un peso
especial a las formas de pensamiento que delimitan el horizonte de sentido de cada época.
Quien de esta manera “se ocupa de los conflictos de clasificación y de interpretación, no se
aleja de lo social, como lo consideró por mucho tiempo una historiografía miope; sino que,
muy por el contrario, puede divisar zonas de litigio, tanto más importantes cuanto
materialmente menos aprehensibles”13.
El imaginario mismo es una fuerza social – precisamente porque continúa teniendo validez
la palabra autorizada de Max Weber de que toda acción de motivación religiosa o mágica
tiene una orientación terrenal en su consistencia original. El historiador debe conocer los
sistemas religiosos de significación que legitiman la acción, si los quiere relacionar con los
procesos socioculturales y psicológicos 14. Para una historia de la cultura concebida de esta
manera, la Descripción del cristianismo puede ofrecer una orientación excelente, pues
precisamente con su perspectiva religiosa interior, ella misma identifica un conflicto, que
atraviesa los siglos, como la fuerza central que impulsa la formación de representaciones
siempre renovadas del mundo: “Toda la historia de la cristiandad es permeada por intentos
siempre renovados de transformar mediante reformas o movimientos la asociación de
cristianos nominales en una comunidad de cristianos verdaderos, a los efectos de conferir
11
KOCKA, Jürgen, Sozialgeschichte. Begriff – Entwicklung – Probleme, Gotinga, 1986, 2ª Ed., p. 67 y ss.
Sobre la historia de la cultura, ibid., p. 152 y ss.
12
CHARTIER, Roger, “Geistesgeschichte oder histoire des mentalités?”, en LACAPRA, Rominick,
KAPLAN, Steven L. (Ed.), Geschichte denken. Neubestimmungen und Perspektiven moderner europäischer
Geistesgeschichte, Frankfurt del Main, 1988, p. 11-41.
13
CHARTIER, ibid., p. 41. CHARTIER, Roger, “Kulturgeschichte zwischen Repräsentation und Praktiken”,
en IDEM, Die unvollendete Vergangenheit. Geschichte und die Macht der Weltauslegung, Berlín, 1989, p. 11.
14
WEBER, Max, Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der verstehenden Soziologie, Ed.
WINCKELMANN, Johannes, Colonia, Berlín, 1964, Primera parte del Tomo I, p. 317. – GEERTZ, Clifford,
“Religion als kulturelles System” (cf. nota 1), p. 94.
de esta manera credibilidad a la doctrina de la Iglesia”. Es esta sensibilidad para la tensión
dialéctica entre la “Iglesia de paredes” institucionalizada y la herejía espiritualizada, la que
constituye la intensa fuerza de investigación de la obra de Ernst Benz. Con la debida
cautela – “cum grano salis” – podría decirse que él aún se sitúa dentro de la tradición de la
gran “Historia imparcial de la Iglesia y los herejes” (Unparteiische Kirchen- und
Ketzerhistorie) de Gottfried Arnold, del año 168815. Quien con tanta decisión y claridad
señala los potenciales de conflicto interreligioso, lleva al historiador de la cultura también a
los puntos de fractura en los que se verifica una transformación mental.
2. Un manual y su trasfondo
Existe una gran cantidad de buenos diccionarios teológicos; pero aquí estamos ante una
enciclopedia íntegra de una sola pieza. Le sirven de apoyo no sólo 80 semestres de
actividad docente, sino también una vasta obra literaria. Las dos cosas juntas ofrecen al
usuario la posibilidad de informarse por una parte de manera rápida y sistemática sobre los
panoramas generales y sus interrelaciones – y, en el caso de que quiera saber más, la
bibliografía le brindará indicaciones que le permitirán profundizar la materia. Si en la
primera parte, “La autocomprensión del cristianismo”, consulta, por ejemplo, la sección
“La actitud para con el ‘mundo’”, encontrará un catálogo de normas culturales de
comportamiento y de cosas que se deben evitar, que fueron conservadas sobre todo por las
sectas en obediencia a la palabra bíblica. Entre otras cosas, encontrará la prohibición de
instalar un pararrayos, por ser “una intromisión sacrílega en la providencia divina”. Durante
siglos, la tormenta fue interpretada por los curas como una expresión de la ira divina contra
los pecadores. Si en algún lugar un rayo había ocasionado algún daño, se hacía una
predicación de penitencia y conversión. He aquí, ahora un aparato técnico privaba al Dios
airado de una parte de su poder. “La instalación de un pararrayos en edificios públicos y
privados, o incluso en iglesias, ¿no era acaso una intervención que impedía la realización de
la justicia del castigo divino, y por consiguiente, un pecado de soberbia en el más pleno
sentido, de autoafirmación atrevida del hombre contra Dios? La instalación de un
pararrayos, ¿no era, en última instancia, la expresión de una actitud sacrílega contra Dios,
que se resume aproximadamente en esta fórmula: “¡Toma! ¡No me aciertas!”? 16 Sólo a
través de minucias como ésta es que se puede tener una idea acerca de cómo el
“desencantamiento del mundo” invocado por Max Weber se impuso en la ilustración
europea.
Pero no sólo el estilo dinámico y la abundancia de detalles aconsejan revisar siempre la
bibliografía. En ciertos puntos importantes, la presentación resumida del manual es también
más equilibrada y pulida que la exposición de los problemas en los artículos, más libre y
frecuentemente también de carácter experimental. Vale la pensa ver esto por lo menos en un
caso. En la introducción a las diferencias dogmáticas entre la Iglesia Católica Romana del
occidente y la piedad ortodoxa de la Iglesia bizantina, Benz señala el carácter
marcadamente jurídico de la relación humana con Dios en el ámbito romano, en oposición
15
Véanse las p. xxx (30) y xxx (60) en esta edición.
16
Véase p. xxx (49) en esta edición. – BENZ, Ernst, “Theologie der Elektrizität. Zur Begegnung und
Auseinandersetzung von Theologie und Naturwissenschaften im 17. und 18. Jahrhundert”, Akademie der
Wissenschaften und der Literatur in Mainz, Abh. Der geistes- und sozialwissenschaftlichen Klasse, Año 1970,
Nº 12, Wiesbaden, 1971, p. 38.
a la actitud básica más bien mística en el oriente sobre el trasfondo del primado del amor.
En este contexto, él menciona también la “doctrina de la reconciliación universal” de
Orígenes; pero sólo de paso observa que la misma fue condenada como herética. En otro
pasaje vuelve a hablar nuevamente de la apokatástasis panton, adoptando también aquí el
punto de vista de la Iglesia de que aquella idea podría llevar a un debilitamiento de la
conciencia de responsabilidad ante Dios y los hombres17.
Pero esta misma problemática irrumpe con un ímpetu totalmente diferente en el artículo
sobre la “simpatía de todas las cosas al final de los tiempos”. Aquí, Benz enfoca
crudamente la atrocidad de una separación escatológica de cielo y tierra, de
“bienaventurados” y “condenados”. ¿No habría que admitir que la expectativa escatológica
cristiana consiste en la culminación de la historia de la salvación, o sea, en una restauración
de la creación en su esplendor original? Ocurre exactamente lo contrario. Bajo el influjo del
pensamiento jurídico, se produce una rígida división de la humanidad. Más aún: como
habrá que imaginarse que desde el cielo podrá verse el infierno y viceversa (como se
dedujo de la parábola del hombre rico y Lázaro, el pobre), la contemplación de la ejecución
del castigo divino es parte de las alegrías de los bienaventurados. Los habitantes del cielo lo
harán sin conmoverse, pues les fue extirpado el sentimiento de compasión. Un motivo de
venganza, proyectado al final de los tiempos, se sobrepone al pensamiento jurídico; y Benz
remonta ese motivo a las experiencias traumáticas de las persecuciones de los cristianos en
la antigüedad: el infierno tiene los rasgos de la arena romana, sólo que ahora – como
escribe Tertuliano – los cristianos ocupan las gradas superiores y aplauden contentísimos
cuando ven que los paganos son quemados en el fuego.
Esta mentalidad es subrepticiamente enfrentada por la doctrina de la reconciliación
universal, que en su punto esencial afirma lo siguiente: Cristo murió por todos, incluso
Satanás será redimido, para que Dios sea “todo en todos”. En los siglos XVII y XVIII, esta
idea de Orígenes desarrolla un efecto que, juntamente con la transformación de la imagen
científica del mundo, finalmente lleva a la superación del tradicional infierno. Ernst Benz
rastrea esta línea a través de Jakob Böhme, los filadelfianos alemanes y los teósofos suabios
hasta Schleiermacher. Lo que queda claro en todo esto – y aquí el historiador de la cultura
puede tomar nuevamente la palabra – es que no se trata sólo de cuestiones de
interpretación, sino que en estas exégesis en pugna surge una nueva imagen del hombre.
¿Cómo dice, lleno de ira, un defensor de la ortodoxia protestante a comienzos del siglo
XVIII? Estos productos afeminados de una nueva época, dominados por el ideal de
“tendresse” (ternura, simpatía) simplemente no quieren tener que imaginarse más al Dios
justo como “verdugo”18. En puntos de inflexión como éste se percibe de inmediato cómo en
la lucha de las “representaciones” surgen nuevos horizontes de sentido para la convivencia
entre los seres humanos, y cómo el cambio de la formación de los símbolos religiosos
expresa una transformación mental.
Queda claro que la presentación de la imposición de las normas cristianas a lo largo de la
historia no es el objetivo central de la Descripción del cristianismo. Benz presenta la
“fenomenología histórica” de una religión, y no su historia cultural y social. Dicho de otra
manera: el historiador tendrá que medir el abismo entre “lo que prescribe la religión y lo
17
Véanse las p. xxx (70 y ss), xxx (73) y xxx (109) en esta edición.
18
BENZ, Ernst, “Der Mensch und die Sympathie aller Dinge am Ende der Zeiten (Nach Jakob Böhme und
seiner Schule)”, en IDEM, Urbild und Abbild. Der Mensch und die mythische Welt. Gesammelte Eranos-
Beiträge, Leiden, 1974, p. 133-197. – KITTSTEINER, Heinz Dieter, Die Entstehung des modernen
Gewissens, Frankfurt del Main, 1991, p. 141 y s.
que los hombres realmente hacen”19; pero el teólogo hablará en primer lugar sobre la
historia de su fe. Si el lector abre, por ejemplo, la sección sobre “Disciplina eclesiástica”,
verá que Benz señala con justa razón que desde el siglo XVIII la disciplina se limitó cada
vez más a controlar a los estamentos inferiores, “sin molestar a las clases altas”.
Investigaciones recientes han convertido en imagen de la “Edad Media cristiana” en un
engaño; lo que la Iglesia encontró, fue una ignorancia religiosa combinada con una
mentalidad mágica. El hecho de que además las normas cristianas difundidas fueran
recibidas tan sólo de manera selectiva, tan sólo completa el cuadro 20. El impulso para el
desarrollo histórico del cristianismo, al que Benz asigna una importancia central, a saber, la
lucha entre la Iglesia institucional y la herejía con todas sus divisiones y ramificaciones
histórica y culturalmente importantes, se realizó sobre el trasfondo de una sociedad que en
este proceso fue siendo penetrada sólo poco a poco por las normas cristianas. Los esbozos
siempre renovados de autocomprensión cristiana no sólo fueron intentos de volver a lograr
el estado ideal de una comunidad primitiva a través de reformas o de una Reforma; ellos
también fueron arranques siempre renovados para una misión interior eficiente y para un
control social, arranques para conquistar poder social en la competencia de las
“representaciones”.
Ahora bien, tal vez estos desplazamientos del interés cognitivo sean tan sólo la expresión
de un concepto transformado de cultura. No es posible librarse de la impresión de que en
las últimas décadas este concepto se tornó a la vez más defensivo y más agresivo. Más
defensivo, porque en la corriente principal del pensamiento contemporáneo se acentúa la
“diferencia” cultural frente a la tendencia niveladora del proyecto de la modernidad; más
agresivo, porque al mismo tiempo se excluye lo que de acuerdo al discurso de la “dialéctica
de la ilustración” supuestamente contribuye con la nivelación universal de todas las
diferencias. De todo esto se puede percibir sólo poco en Ernst Benz. Cuando trata la
relación del cristianismo con las religiones no cristianas, no excluye por cierto la conexión
entre colonización y misión; pero globalmente piensa más bien en la línea de la “parábola
del anillo” de Lessing. Su concepción de una religiosidad con iguales derechos, que en el
fondo se remonta una vez más a Rudolf Otto, refuerza la idea de la tolerancia frente a toda
ideología de cruzada.
Por otro lado, su procedimiento sistemático de llevar en cuenta en todos los problemas
también la actitud de la Iglesia oriental, lo preserva de una condenación precipitada del
cristianismo ante los efectos culturales por los cuales éste debe responsabilizarse. En
ningún lugar esto es más claro que en la sección sobre “Cristianismo y naturaleza”. Benz no
tiene ilusiones sobre el hecho de que todos los protagonistas de la civilización y la técnica
apelaron a la palabra bíblica de Gn 1,28: “Someted la tierra”. Pero, ¿con qué derecho se
remitieron a esta palabra? ¿No fue dirigida esta palabra a Adán y Eva antes de la caída?
¿No ha alterado acaso la caída al mismo tiempo también la relación del ser humano con el
cosmos? En la Iglesia antigua, en la Iglesia oriental, pero también entre los herejes de la
19
GEERTZ, Clifford, (cf. nota 1), p. 94.
20
Véase p. xxx (208) en esta edición. DELUMEAU, Jean, Le Catholicisme entre Luther et Voltaire, París,
1979, 2ª Ed., p. 237 y ss. IDEM, Un Chemin d’histoire. Chrétienté et dechristianisation, París, 1981, p. 115 y
ss. Sobre el problema de la disciplina eclesiástica, cf. también SCHILLING, Heinz, “’Geschichte der Sünde’
oder ‘Geschichte des Verbrechens’? Überlegungen zur Gesellschaftsgeschichte der freuneuzeitlichen
Kirchenzucht”, en Annali / Jahrbuch des italienisch-deutschen historischen Instituts in Trient, Vol. 12 (1986),
p. 169-192. – Sobre los éxitos y fracasos de la aculturación por la misión interna, cf. KITTSTEINER, Die
Entstehung des modernen Gewissens, p. 293 y s.
Edad Media y los sectarios de la temprana época moderna, se conservó el conocimiento de
que también la naturaleza quedará incluida en la culminación de la historia de la salvación,
pues no es en vano que el Apocalipsis de San Juan promete un nuevo cielo y una nueva
tierra. Sobre este trasfondo, se destaca de manera flagrante la tendenciosa y malograda
“colaboración” del hombre en la creación: “El hecho de que las palabras “Someted la
tierra” hayan sido puestas en práctica meramente en un sentido de explotación, llevó, con el
aumento de las posibilidades técnicas, a la devastación del ambiente, el deterioro de la
tierra por la erosión, la polución del agua – no sólo de los ríos, sino también de los mares –,
la contaminación de la atmósfera, la extinción de las especies animales y la manipulación
genética en la cría de animales practicada únicamente a partir del principio de la
rentabilidad. Por las consecuencias de la explotación, que la amenazan de manera cada vez
más directa, la humanidad se confronta hoy con la culpa que contrajo con el daño infligido
a la tierra, y no puede cerrarse por más tiempo a los ‘gemidos de la creación’” 21. Para Benz,
el hecho de que la idea de la responsabilidad por la creación pudo ir palideciendo se
relaciona con la ampliación del cosmos cerrado al universo infinito, en el cual el hecho
salvador de Cristo en la tierra ya no pudo reclamar un lugar central: “¿No tenía que traer
consigo la desvalorización de la tierra también una desvalorización del ser humano?”
Argumentaciones de este tipo no son concebibles sin aquella “opción religiosa” que poseía
la ciencia de la religión para Ernst Benz. El científico especializado – y con ello habíamos
comenzado nuestras reflexiones introductorias – debe mantener una cierta distancia frente a
ella. Pero esas argumentaciones lo llevan a un terreno que se podría comparar
cuidadosamente con una distinción establecida por Kant para la filosofía, a saber, la
distinción entre su “concepto escolar” y su “concepto universal”. Según el concepto
escolar, ella es formación para cualquier fin; según su concepto universal, ella pregunta por
lo que “necesariamente interesa a cada uno”.
Bibliografía
Completada y actualizada por Christoph Quarch, con la colaboración del Dr. Norbert
Fehringer
Las siguientes indicaciones bibliográficas han de ser tan sólo una primera ayuda para que el
lector pueda orientarse en la literatura especializada. Como la Descripción del Cristianismo
no fue escrita para especialistas, sino para círculos más amplios, se da preferencia a obras
de fácil acceso. Para la edición original alemana fueron registradas sobre todo obras en
idioma alemán, pero incluyendo también literatura extranjera más reciente.
(Cuando existe traducción castellana o portuguesa de una obra con título alemán en el
original, se la indica en esta bibliografía, para facilitar las consultas a los lectores de habla
castellana).
21
Véase p. xxx (197) en esta edición.
Presentaciones de la historia del cristianismo
Presentaciones generales:
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Monografías en general
(Ver también la bibliografía para los diversos capítulos)
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CONTRATAPAS
1.
Ernst Benz
2.
3.
El autor:
Ernst Benz, nacido en 1907, fue desde 1935 hasta su muerte, en 1978, profesor titular de
Historia de la Iglesia y de las Doctrinas en la Universidad de Marburgo. Es considerado uno
de los mayores y más completos teólogos de este siglo.
4.
Ernst Benz