Vous êtes sur la page 1sur 245

DESCRIPCIÓN DEL CRISTIANISMO

Ernst Benz
Título original:
Beschreibung des Christentums, Klett-Cotta, J. G. Cotta’sche Buchhandlung Nachfolger
GmbH, Stuttgart 1993 (Durchgesehene und erweiterte Auflage)

Traducción: René Krüger

Las citas bíblicas y las siglas de los libros bíblicos han sido tomadas de la Biblia de
Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1976.

(Se colocan entre paréntesis designaciones especiales, que aparecen en otros idiomas en el
original alemán: latín, inglés, griego, etc.)
ÍNDICE

Prólogo
1. Introducción 6
2. La pregunta acerca de la “esencia” del cristianismo 10
3. La expansión del cristianismo 16

PRIMERA PARTE
La autocomprensión del cristianismo
4. La unidad de la Iglesia 19
5. El concepto de la historia: las ideas de continuidad y decadencia 27
6. La relación con el judaísmo y el Antiguo Testamento 29
7. La relación con la cultura helenística 36
8. La relación con el imperio romano 39
9. La actitud para con el “mundo” 43
10. La actividad misionera y sus métodos 48
11. Polémicas internas. Cisma y herejía 51
12. El cristianismo como forma de vida 55
13. Problemas de la autocomprensión cristiana a partir de la ilustración 61

SEGUNDA PARTE
Ideas fundamentales de la fe cristiana
14. El dogma 63
15. La idea cristiana de Dios 67
16. El Hijo: Jesucristo 75
17. El Espíritu Santo y los dones del Espíritu 80
18. La divina Trinidad 84
19. La imagen cristiana del ser humano 89

TERCERA PARTE
La Iglesia
20. Organización, constitución eclesiástica y derecho canónico 99
21. Intolerancia y tolerancia 103
22. Confesiones de fe 106
23. Culto y liturgia 109
24. La tradición eclesiástica. La Sagrada Escritura e su interpretación. 115
El Año eclesiástico
25. El monasticismo 123
26. Arte e iconografía cristianos 125
27. Misión y difusión del cristianismo. 131
Principales formas de conversión
28. Esperanza escatológica cristiana. 139
El juicio final. La vida después de la muerte

CUARTA PARTE
Las Iglesias cristianas y su entorno
29. Cristianismo y política 147
30. Cristianismo y sociedad 156
31. Relaciones con la ciencia. Educación cristiana 160
32. Diaconía y cura de almas 166
33. Cristianismo y cultura 172
34. Cristianismo y naturaleza 176
35. Matrimonio, familia y sexualidad 180
36. Disciplina eclesiástica 185
37. Cristianismo esotérico 189
38. El cristianismo y las religiones no cristianas 192
39. El futuro del cristianismo 197

Epilogo: Entre la descripción y la esencia del cristianismo 201


Por Heinz Dieter Kittsteiner

Bibliografía 208
Prólogo

Ante la especialización actual de la investigación, que se manifiesta en el ámbito de la


historia del cristianismo no menos que en otras ciencias humanas – ni qué decir de las
ciencias naturales – le podrá parecer una audacia al lector si hoy un historiador se atreve a
esbozar un panorama global del cristianismo. Tengo plena conciencia de la audacia de mi
emprendimiento. Si a pesar de todo lo intento, lo hago por los siguientes motivos:
1. Porque precisamente en vista de la fragmentación de mi materia en numerosas
disciplinas aisladas, me atrajo la tarea de intentar una exposición global.
2. Porque vi por lo menos un atisbo de justificación para llevar a cabo esta labor en el
hecho de que la tarea docente y de investigación, realizada a lo largo de ochenta semestres
con el dictado de clases y seminarios regulares y especiales, me obligó a trabajar todos los
detalles de la historia completa del cristianismo. En la última semana de la Segunda Guerra
Mundial, un bombardeo aéreo destruyó mi biblioteca y los manuscritos de mis clases en mi
casa en Marburgo. Este hecho fue la ocasión que me llevó a quemar a partir de ese
momento de tanto en tanto los manuscritos de mis clases, a los efectos de mantenerme
constantemente al tanto de las últimas investigaciones, previniendo de esta manera una
recaída a los senderos trillados.
3. Mis viajes de estudio, que me llevaron a todos los países de Europa y a muchos países de
América del Norte y del Sur y al Cercano, Medio y Lejano Oriente, como también mi
trabajo docente como profesor visitante en universidades de los distintos continentes, me
han abierto la posibilidad de conocer personalmente las diferentes formas de vida cristiana
de muchas Iglesias, sectas y movimientos, a través del encuentro con los líderes espirituales
y con las formas de vida y de culto de estos grupos. De esta manera, pude exponer mis
investigaciones científicas a su confirmación o a su corrección a través de experiencias y
contactos directos. Una sensibilidad especial para las diferentes formas de experiencia
cristiana carismática, que pude desarrollar gracias mi maestro Ernesto Buonaiuti durante mi
estudio en la Universidad de Roma, me llevó a prestar atención no sólo a la interpretación
teológica e ideológica teórica que los grupos cristianos hacen de sí mismos, sino también a
toda su vida religiosa y al poder de irradiación de la piedad cristiana sobre la vida cultural,
social, política e individual.
4. La ocasión externa para este esbozo literario de un panorama global surgió con la
invitación, para mí muy honrosa, a escribir el artículo “CHRISTIANITY” para la 15ª
Edición de la “Enciclopaedia Britannica” (1974). Por su parte, la obligación de cumplir con
los plazos previstos de este encargo ha contribuido de manera decisiva a llevar a cabo la
difícil tarea mediante un minucioso programa de trabajo.
Ahora bien, esta obra no es idéntica al artículo mencionado, pues aquel debía integrarse a
una enciclopedia; y numerosos temas, que pertenecen al ámbito del cristianismo, fueron
tratados en la enciclopedia por otros autores en artículos separados. Además, la traducción
del manuscrito alemán original al inglés y la corrección redaccional de la traducción inglesa
por diversos redactores trajeron consigo también otros cambios más de la versión alemana
original, no sólo en cuanto a su extensión, sino también a su estilo.
Agradezco sinceramente al editor de la “Enciclopaedia Britannica”, Sr. Warren E. Preece,
por el permiso de publicar el texto alemán para los lectores de habla alemana. Este texto
constituye una extensa revisión y a la vez una ampliación de la versión original alemana
escrita para la “Enciclopaedia Britannica”. Asimismo ha sido revisada y completada la
bibliografía, bajo la perspectiva de brindar a los lectores alemanes el acceso a la literatura
alemana destacada sobre los temas tratados. Es parte de las limitaciones inevitables de este
intento osado, poder brindar tan sólo una breve selección de toda esa superabundante
literatura actual.
Me consuela el profundo reconocimiento de Leibniz, que Dios, el deus summe historicus,
es el único conocedor perfecto de la historia mundial y también de la historia del
cristianismo. Sólo él sabe cómo fueron realmente las cosas, cómo son realmente; y además,
cómo deberían ser y cómo habrán de ser. Si Jesús dice: “Nadie es bueno sino sólo Dios”
(Mc 10,18), y si esto vale de manera especial para el deus summe historicus, ¿cómo podrá
pretender este pobre profesor de historia de la Iglesia, que vive en una época de
impugnación generalizada del cristianismo y en medio del torbellino de las ideologías, que
gira tan vertiginosamente sobre todo en las universidades, cómo podrá pretender, pues, que
sus contemporáneos consideren que su intento pretensioso es bueno?

Ernst Benz

1. Introducción

El significado especial del cristianismo consiste en el hecho de que ha impregnado todos


los ámbitos de la vida humana y los ha transformado en todos los períodos de su historia en
vista de la meta de la esperanza cristiana, la venida del reino de Dios. Este efecto creador
no sólo concierne al pensamiento religioso y a la praxis religiosa, sino también a la ética de
la vida privada y pública, el pensamiento social y político, el arte, la ciencia y la educación.
La eficacia histórica del cristianismo consiste en haber engendrado constantemente nuevas
formas de cultura cristiana con ideas capaces de crear modelos de estado y de sociedad.
Muchas formas de nuestra cultura actual, que en apariencia son totalmente seculares, tienen
una raíz cristiana; como por ejemplo los conceptos de los derechos humanos, el derecho
internacional y la unidad de la humanidad; la conciencia histórica moderna, nuestro
pensamiento científico, la conciencia de la responsabilidad social, la técnica moderna. El
cristianismo ha creado primero la subcultura de la Iglesia católica antigua, constituida en
gran parte por esclavos y miembros de las clases más humildes de la población. Esta Iglesia
se constituyó a partir de una rígida separación religiosa y moral de la cultura pagana de la
antigüedad tardía. Se concebía a sí misma como un pueblo nuevo y especial, como una
“tercera etnia o raza”; y creó una nueva forma de comunidad religiosa y social, que en un
primer momento fue combatida como ilegal por el imperio romano. Como las fuerzas
espirituales y morales de esta subcultura cristiana, tan duramente atacada, finalmente
resultaron ser más fuertes que la sociedad pagana dominante, el emperador Constantino
convirtió los principios religiosos y éticos de la religión cristiana en los fundamentos de un
imperio cristiano. De esta manera, se extendía la cultura cristiana del imperio romano
cristiano a partir de su nuevo centro, Constantinopla. Al mismo tiempo, el cristianismo
también comenzaba a transformar las tribus germánicas, formando una cultura tribal
cristiana. Luego de la caída del imperio romano y del establecimiento de reinos germánicos
tribales de carácter cristiano en el occidente, la cultura del imperio bizantino sólo continuó
en el oriente. En el occidente, se desarrolló una cultura católica romana bajo el liderazgo
del papado romano, que asumió la herencia de muchas tradiciones culturales del imperio
romano occidental. Conquistando a los francos para la Iglesia católica, el papado logró
implantar en las tribus germánicas la idea del imperio cristiano. A la vez pudo conquistarlos
para la herencia cultural romana ya cristianizada. En la Iglesia católica y en la idea de un
imperio cristiano, las tribus germánicas hallaron un principio comunitario más elevado, a
saber, la idea de un imperio sagrado. De la combinación del papado con el imperio cristiano
brotó en el Sacro Imperio Romano-Germano la cultura católica germano-romana de la Edad
Media. A pesar de todas las tensiones entre ambas cabezas de la cristiandad católica, el
emperador cristiano y el papa, esta cultura fusionó toda la vida pública y privada en un
modelo cristiano unificado.
El desarrollo unilateral de la idea católica romana de la unidad reprimió muchos impulsos
religiosos y morales, que originalmente caracterizaban la Iglesia cristiana. En las sectas
medievales, estos impulsos trataron de realizarse en pequeños círculos culturales como un
nuevo modo de ser, rechazando con énfasis, por de pronto, el orden imperante de la Iglesia
y el Sacro Imperio. La feudalización de la Iglesia durante los siglos XI y XII fue enfrentada
por un cristianismo sustentado por burgueses y artesanos, que recordó nuevamente sus
raíces evangélicas en el movimiento franciscano. Este cristianismo hizo surgir una nueva
forma de cultura cristiana, centralizada en las ciudades, proporcionando una forma cristiana
a la vida ciudadana en pleno desarrollo. Las renovaciones intentadas no pudieron realizarse
de forma duradera dentro del marco del sistema tradicional de la Iglesia católica. Con la
Reforma, el cristianismo entra a la etapa de su apropiación personal interior, de la
diferenciación, de la individuación, del reconocimiento de la experiencia personal de la fe y
de la crítica de la fe, y de la constitución de formas de vida comunitaria autónomas y
radicales. Sobre la base de un pluralismo de Iglesias, se desarrolló paralelamente a la
cultura católica romana una cultura protestante propia, en las que sobresalen de manera
determinante los elementos de un orden social democrático y de la autonomía eclesiástica,
política y social responsable, amén del rechazo de la pretensión de dominio terrenal de la
Iglesia. Con todo, la cultura católica y la protestante de la Reforma permanecen vinculadas
por la tradición occidental común; el humanismo cristiano; la referencia a la herencia de la
antigüedad, interpretada de manera cristiana; y por la idea del estado nacional, que se va
imponiendo también en los ámbitos católicos, en contra de la idea del imperio universalista.
En el protestantismo inglés, se combinan en el siglo XVII de manera exitosa los modelos de
Iglesia puritana independiente con la revolución política, luego de que habían sido
extinguidos por los príncipes protestantes en el continente en la primera mitad del siglo
XVI los comienzos de una modalidad revolucionaria de la protesta surgida con la Reforma,
p. ej., bajo Tomás Müntzer. Más tarde, luego que las corrientes revolucionarias, victoriosas
en un principio, fueron sometidas en Inglaterra por la Iglesia estatal, se produjo el éxodo de
los grupos puritanos independientes hacia las colonias de Nueva Inglaterra, en las que se
desarrolló una cultura cristiana norteamericana, opuesta a la cultura de la Iglesia estatal del
viejo continente. Desde sus comienzos, esta cultura cristiana norteamericana trató de crear
en el “desierto salvaje” americano un semillero de cultura cristiana democrática. En las
Guerras de la Independencia norteamericana, esta cultura finalmente se separó
definitivamente de la madre patria inglesa, convirtiéndose en el refugio de emigrantes
religiosos de otros países europeos en los que regía la unión de trono y altar (Pensilvania).
La actividad misionera de las diversas Iglesias ha llevado a una propagación de sus
respectivas formas culturales a otras partes del mundo. La cultura de la cristiandad ortodoxa
oriental se ha difundido primeramente entre los pueblos eslavos de los Balcanes y de
Europa oriental; más tarde, con la conquista de Siberia, se extendió en suelo asiático hasta
la costa siberiana del Pacífico. De la misma manera, la cultura cristiana del nestorianismo
se difundió desde Siria por extensas regiones de Asia central. Luego del descubrimiento de
América, la cultura católica romana de cuño español incorporó toda América Central y
Sudamérica en su ámbito de influencia. Por su parte, el catolicismo de cuño portugués se
estableció en las zonas costeras de África, India y Asia oriental, bajo el signo del
“Patronato”. Luego que la cultura católica española también parecía establecerse en suelo
norteamericano en Florida y California, lo mismo que el catolicismo de matriz francesa en
el Canadá y la región de los Grandes Lagos, se impuso finalmente en América del Norte
una modalidad cultural específicamente protestante con la inmigración protestante a las
colonias de Nueva Inglaterra y con su rápida extensión hacia el oeste del continente
americano.
La estrecha relación entre la expansión colonial de los países occidentales y la misión
cristiana llevó a que también en suelo africano se establecieran simultáneamente en todos
los ámbitos de la vida la modalidad cultural católica en las regiones francófonas del imperio
colonial francés, y la protestante en las regiones anglófonas del imperio colonial inglés. De
manera similar, la modalidad cultural protestante se ha impuesto en el cristianismo local de
las regiones de Asia oriental que recibieron la influencia misionera protestante americana y
de la expansión comercial, tanto en el Japón como en la China y en Corea. Hasta mediados
del siglo XX, la misión y expansión del cristianismo se han realizado básicamente bajo el
signo del predominio del cristianismo occidental, asociado a la expansión de la civilización
occidental, de la ciencia y la técnica occidentales y de los métodos pedagógicos
occidentales, que a su vez tenían un fuerte cuño cristiano. Vinculado a ello, incluso en
países, en los que los cristianos constituyen una minoría, se han impuesto el sistema
educativo cristiano; y, en el mundo comercial y productivo, el calendario cristiano y la
semana de siete días con el domingo.
Otra peculiaridad del cristianismo consiste en el hecho de que muchos cristianos nominales,
miembros de alguna Iglesia establecida, en realidad no son cristianos en cuanto a su vida y
su forma de pensar; mientras que muchos otros, que no pertenecen a ninguna Iglesia
establecida, son realmente cristianos; y que incluso muchas personas, que pertenecen a otra
religión no cristiana, se sienten profundamente atraídos por los valores religiosos del
cristianismo. Hay una “Iglesia espiritual” formada por aquellos creyentes, que se sienten
frustrados por los defectos del cristianismo institucional, pero que son cristianos
convencidos. Este tipo de cristianismo se ha destacado cada vez más claramente desde la
época de la Reforma (Sebastián Franck, 1499-1542). También existe una proyección del
cristianismo en el ámbito del hinduismo y del budismo, que no lleva a conversiones o a la
formación de comunidades cristianas, pero que colabora con una transformación vigorosa
de la conciencia religiosa y moral de estas personas. Los efectos y alcances directos del
cristianismo también están presentes en aquellos ámbitos, en los cuales hoy, luego de dos
siglos de secularización progresiva, ya no es posible reconocerlos directamente como tales.
El surgimiento de las ciencias naturales modernas también proviene del esfuerzo de la
teología cristiana por descifrar el “libro de la naturaleza” y por reconocer en la naturaleza
las señales de la gloria y sabiduría de Dios (teología de lo físico). El surgimiento de la
técnica es inconcebible sin las dos ideas cristianas fundamentales que el ser humano es
creado a imagen y semejanza de Dios para ser su colaborador y completar la creación, y
que la tierra fue entregada por Dios al ser humano para su dominio. El socialismo moderno
tiene sus raíces en el empuje incansable de cristianos radicales por poner en práctica el
mandamiento cristiano del amor. El cristianismo ha participado de manera fundamental en
el desarrollo del derecho internacional, de los derechos humanos, del derecho privado
moderno y del derecho moderno de la guerra. Asimismo ha participado en la creación de la
Cruz Roja y de la legislación social moderna.
Paralelamente a la expansión de la cultura cristiana, se produjo la promoción de las lenguas
preliterarias de numerosos pueblos y tribus de todos los continentes misionados a la
categoría de lenguas literarias. Esto es un mérito incomparable, que en muchísimos casos
ha abierto por vez primera a estos pueblos el camino para su autoconciencia cultural.
Asimismo ha encaminado la organización de un sistema educativo cristiano que va de la
escuela primaria hasta la universidad. Esto ocurrió en todos los continentes, inclusive en
África.
Los logros mencionados no siempre han de contabilizarse a favor de las Iglesias estatales y
oficiales institucionalizadas. Con frecuencia, fueron precisamente ciertos grupos
independientes, liberales y sectarios, los que han brindado impulsos siempre renovados de
transformación de la sociedad, el derecho, la economía y el estado, sobre la base de la ética
cristiana y de conceptos antropológicos y teológicos cristianos. La proyección del
cristianismo se ha llevado a cabo mediante un proceso de constante autorrenovación, en
parte con graves luchas internas, divisiones y persecuciones; pero siempre condujo a la
manifestación de nuevos desarrollos culturales, que han ejercido su influencia sobre la vida
entera en nuestra tierra bajo el signo de la esperanza en la venida del reino de Dios y de su
preparación.
El cristianismo es numéricamente la comunidad de creyentes más fuerte entre las religiones
actuales de la humanidad. Desde sus comienzos, la misión del cristianismo se ha basado en
la estadística, que fue fundamentalmente una estadística del éxito. Ya en el libro de los
Hechos de los Apóstoles aparece la indicación, vinculada al relato de la predicación del
Apóstol Pedro en ocasión de la venida del Espíritu Santo, que por esta primera predicación
misionera en el día de Pentecostés “unas tres mil almas” (Hch 2,41) ingresaron a la Iglesia.
Poco tiempo después, el número de los hombres “llegó a unos cinco mil” (Hch 4,4). Esta
primera comunidad es descrita como la comunidad ideal de los santos: “Acudían
asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las
oraciones. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus
posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno”
(Hch 2,42 y 44-45).
Sin embargo, el carácter problemático de la estadística cristiana se manifestó en el
momento en que quedó demostrado que al crecer la cantidad, no todos los miembros
nominales de la Iglesia también respondían realmente a las exigencias espirituales y éticas
de los cristianos. Una estadística negativa recién fue hecha al producirse en la época
moderna el movimiento de separación de la Iglesia; pero ya entre los doce apóstoles había
un traidor (8,33 %). Buena parte de las críticas actuales contra las Iglesias cristianas por
parte del llamado mundo y de los adeptos de religiones no cristianas, se basa en este hecho
de la falta de correspondencia entre membresía eclesiástica nominal y verdadera existencia
cristiana. Por lo demás, este reconocimiento es motivo de permanente autocontrol. Toda la
historia de la cristiandad es permeada por intentos siempre renovados de transformar
mediante reformas o movimientos la asociación de cristianos nominales en una comunidad
de cristianos verdaderos, a los efectos de conferir de esta manera credibilidad a la doctrina
de la Iglesia.
2. La pregunta acerca de la “esencia” del cristianismo

Esta pregunta es tan antigua como el cristianismo mismo. Precisamente en vista de la


pronunciada diferenciación del cristianismo, manifestada en las comunidades de la Iglesia
antigua tan diferentes entre sí en cuanto a su composición nacional, social, idiomática y
cultural, pronto se planteó la pregunta acerca de la “esencia” común del cristianismo, que
en medio de toda esa diferenciación histórica contiene una sola verdad y una única
salvación. Es la pregunta acerca del “evangelio eterno”, que el ángel del Apocalipsis, que
vuela por lo alto del cielo, anuncia “a los que están en la tierra, a toda nación, raza, lengua y
pueblo” (Ap 14,6).
La unidad de la Iglesia antigua no consistía ciertamente en una uniformidad constitucional,
dogmática y litúrgica, sino en la “unidad en el Espíritu”; mantenida por “el vínculo de la
paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido
llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que
está sobre todos, por todos y en todos” (Ef 4,3-6).
El concepto de cristianismo – jristianismós – aún no aparece en los escritos
neotestamentarios, pero sí se halla ya en el lenguaje de los Padres Apostólicos; por vez
primera, en la carta del Obispo Ignacio de Antioquía a los Magnesios, construido como
concepto paralelo al de judaísmo – ioudaismós. El concepto de judaísmo ya se empleaba en
el idioma helenístico común desde el segundo siglo precristiano. También es usado por
Pablo y por el autor de los Hechos de los Apóstoles. Designa la manera judía de creer y de
vivir, la “vida” o “conducta en el judaísmo” (Ga 1,13). Pablo presupone que el rey Agripa “
lo conoce: “Conoces todas las costumbres y cuestiones de los judíos” (He 26,3). De manera
similar, Ignacio de Antioquía habla de una “vida que corresponde al judaísmo” (vivir
judaicamente). El término “cristianismo” es, pues, un neologismo cristiano tardío, que
surgió a partir de la oposición de la comunidad cristiana al judaísmo sinanogal como
también a los judeocristianos. Ignacio escribe en la carta a los Magnesios (10,3-4)
“Absurda cosa es llevar a Jesucristo en la boca y vivir judaicamente. Porque no fue el
cristianismo el que creyó en el judaísmo, sino el judaísmo en el cristianismo”. En
consecuencia, el concepto cristianismo no sólo designa la doctrina cristiana, sino la manera
cristiana de creer y de vivir, la vida según las reglas del cristianismo. La noción misma
presupone una determinada concepción de la esencia del cristianismo. Ahora bien, en
cuanto a su origen, ese concepto no se refiere sólo a una formulación teórica del
cristianismo, sino que abarca todos los ámbitos de la vida cristiana, las manifestaciones
carismáticas, la liturgia; como también la moral en la comunidad, la monogamia, la vida
ascética, etc.
Sin embargo, de manera similar al concepto de “judaísmo”, el concepto de “cristianismo”
ya incluía desde el comienzo una cierta tendencia a acentuar la dimensión doctrinal. Ya
Filón de Alejandría (nacido alrededor del año 26 a. C.) había interpretado el contenido de la
religión judía como “la verdadera filosofía”. A la misma dirección apunta el énfasis los
apologistas cristianos de los siglos II y III sobre lo doctrinal y sistemático. Si por otra parte
el filósofo y apologista Justino Mártir alaba el cristianismo como la “verdadera filosofía”,
el concepto “filosofía” aún sigue teniendo un significado más amplio para él. Abarca no
sólo la manera correcta de conocer, sino también la vida correcta y la forma correcta de
moral. El elemento intelectual aún no se ha independizado. La verdadera filosofía es para él
la verdadera religión, a la que pertenecen también el verdadero conocimiento de Dios, el
verdadero culto y la verdadera moral. Este concepto ya asoma en Ignacio de Antioquía, que
con relación al cristianismo dice que en él “se ha congregado toda lengua que cree en
Dios”. Aquí el cristianismo es concebido no sólo como el cumplimiento de la religión
veterotestamentaria, sino también de la historia de las religiones no judías. Esta noción ha
sido decisiva para la apologética de la Iglesia antigua. Aún para Agustín es importante
constatar que la religión cristiana es “tan antigua como el mundo”. También Eusebio,
historiador de la Iglesia, llama la religión cristiana “la primera, única y verdadera” religión.
La combinación de esta concepción con la doctrina del Logos – es decir, con la idea de que
el Logos divino se manifiesta personalmente en la revelación cristiana, ese mismo Logos,
que anteriormente se había manifestado en el ámbito del Antiguo Testamento a través de los
profetas, pero que también se manifestara en las religiones y filosofías fuera del
cristianismo a través de algunas partículas y semillas de la verdad – esa combinación, pues,
ha llevado ya tempranamente a equiparar la “verdadera y primera religión” con la “religión
natural”, es decir, con la religión racional. Esta idea no sólo se encuentra en la teología
católica romana, sino también en el humanismo cristiano, como por ejemplo en Erasmo de
Rotterdam (1469-1536). Pero también los reformadores, influenciados por el humanismo,
han aceptado este pensamiento para justificar la Reforma. Tal es el caso de Heinrich
Bullinger (1504-1575) con su libro: “Der alt gloub, dass der Christen glaube von Anfang
der Welt geführt habe, der rechte wahre, alte und unbezweifelte glaube sei, klarer Beweis”,
Zurich 1539) (La prueba clara de la antigua fe, que la fe, que orientó a los cristianos
desde el comienzo del mundo, es la fe verdadera, antigua e indudable; N. del T.).
La idea básica de que el cristianismo constituye una unidad de culto, conocimiento de Dios
y moral, impidió durante mucho tiempo que se comprendiera conceptualmente esta
misteriosa esencia del cristianismo. La concepción de la Iglesia antigua halla su clara
expresión en la fórmula de Vicente de Lérins (fallecido antes del año 450): “quod ubique,
quod semper, quod ab omnibus creditum est” – “lo que ha sido creído en todas partes,
siempre y por todos”. Es en esta unanimidad en la fe que valía en la antigüedad, que debe
ser medida la catolicidad actual. Esto significa que católico es sólo aquello que fue asumido
por la conciencia común de la fe cristiana y que fue confirmado por la misma. La Iglesia
católica de la Edad Media todavía se mantuvo dentro de este principio de la tradición. Por
ello, cuando en vista de las disputas religiosas desencadenadas por Lutero en Alemania, el
emperador Carlos V exigió en la convocatoria a la Dieta de Augsburgo (1530) a los
diferentes partidos eclesiásticos que hicieran una confesión de fe, esta exigencia fue
rechazada expresamente, ya que era de conocimiento de todos lo que era la fe católica.
Cuando en el Concilio de Trento (1545-1563) la Iglesia católica pasó a definir sus doctrinas
en oposición a las confesiones de la Reforma, ella misma se alejó de este principio,
convirtiéndose en Iglesia confesional.
Sin embargo, la unidad de vida y doctrina, de conocimiento de Dios, culto y moral, que
determinó en la Iglesia antigua la esencia del cristianismo, a la larga no pudo sostenerse. En
el curso de la evolución histórica de los dogmas en la Iglesia antigua y de sus discusiones
con los numerosos grupos heréticos, el énfasis fue colocado cada vez más sobre la
definición teológica de la doctrina ortodoxa de la Iglesia. Esto, en efecto, fue un proceso de
“helenización del cristianismo”, en la medida en que predominó cada vez más la
sistematización e interpretación de la doctrina de la fe de la Iglesia en las categorías de la
filosofía griega, y que la teología se desligó de su relación original con la liturgia y la ética.
Al final de esta evolución, que llevó a la formación de la teología científica de la
escolástica, terminó con la Reforma del siglo XVI, que ve la base de la esencia del
cristianismo en la “doctrina pura”. Con ello, el centro de gravedad quedó transferido a la
definición de su contenido doctrinal, rompiéndose la unidad de vida y doctrina. Ni siquiera
la teología católica pudo sustraerse de este proceso de intelectualización. El mismo
concluyó con la fijación de las diferentes confesiones de fe de las Iglesias protestantes en
los siglos XVI y XVII y en la confesión tridentina de la Iglesia católica.
La pregunta acerca de la esencia del cristianismo fue provocada de manera especial por la
Reforma del siglo XVI, que a diferencia de reformas anteriores, no llevó a una reforma
dentro de la Iglesia católica, sino a la formación de varias Iglesias confesionales. Todas
ellas pretendían ser la Iglesia verdadera y continuar de manera directa la tradición de la
Iglesia antigua. El intento de una reunificación de las Iglesias confesionales rivales obligó a
una reflexión sobre la base común. Al respecto, se ofrecía la idea de que existía una
convicción de fe común de la Iglesia de los primeros quinientos años o cinco siglos, un
“consensus quinquesaecularis”. Esta idea contó con el apoyo de los humanistas como
también de los teólogos de la Reforma influenciados por el humanismo, como Felipe
Melanchton (1497-1560). Esta idea postulaba que la reunificación sería posible si las
Iglesias confesionales enfrentadas pudieran decidirse a reducir todas las innovaciones en
materia de fe, doctrina, constitución y culto a las dimensiones de lo que había sido el
fundamento de la unidad de la Iglesia antigua. Sin embargo, una tal reducción posterior
resultó ser impracticable. El teólogo irenista de la Universidad luterana de Helmstedt,
Georg Calixt (1586-1656), partidario de la reunificación, intentó lograr un acuerdo sobre la
esencia común del cristianismo, basado en la fórmula “en los puntos necesarios, unidad; en
los que no son necesarios, variedad; en todo, caridad” (“in necessariis unitas, in non
necessariis varietas, in omnibus caritas”). Pero no fue posible arribar a un acuerdo sobre lo
que las diferentes confesiones consideraban absolutamente necesario y lo que consideraban
menos necesario. Ya los representantes de la llamada ortodoxia de la Reforma, y más
claramente aún los seguidores del pietismo, reconocían que la reflexión sobre lo que es
común no podía limitarse al campo de la concepción doctrinaria y dogmática. Con Johann
Arndt (1555-1621) surgió un nuevo concepto clave: el “verdadero cristianismo”. Es el
cristianismo espiritual del renacido, que no consiste en el reconocimiento de una doctrina
eclesiástica formal y ortodoxa, sino en el renacimiento de la persona en el espíritu de Cristo
y en el conformarse según la imagen de Cristo. Los “Cuatro libros del verdadero
cristianismo” de Arndt (1610) se convirtieron en el libro ecuménico de edificación de todas
las confesiones cristianas – fenómeno único en la historia de la Iglesia después de la
Reforma – y fueron traducidos a todos los idiomas europeos, incluso al latín y al ruso, pero
también al árabe, al yiddish y al malabar. En la línea abierta por Arndt, apareció finalmente
la “teología mística”, basada en la experiencia personal de Cristo como la verdadera esencia
del cristianismo; como la “teología de Adán”, que une entre sí a todos los verdaderos
cristianos de todas las confesiones y forma la base espiritual de la verdadera Iglesia. El
concepto de la esencia del cristianismo, formulado por Arndt, como una vuelta del
cristianismo degenerado al “verdadero cristianismo”, llegó a ser el eslogan para la reforma
de la Iglesia en Europa y América del Norte, y tuvo sus influencias incluso sobre los
estatutos de fundación de la Universidad de Harvard en 1636 en Cambridge,
Massachussets.
En la historia intelectual de occidente, se tomó plena conciencia del concepto de la esencia
del cristianismo en relación con el surgimiento de la crítica histórica en los primeros
tiempos de la ilustración. Casi al mismo tiempo escribieron John Locke su obra The
Reasonableness of Christianity (1695) y John Toland su libro Christianity not Mysterious
(1696); en 1730, les siguió la obra de Matthew Tindals, Christianity as Old as the World.
Todas estas obras de la teología de la ilustración tratan de comprobar que la religión
racional es la esencia del cristianismo. En todas las épocas de la historia de la Iglesia, esta
esencia siempre habría existido; incluso en los períodos de degeneración; y ahora había
llegado el tiempo de su presentación pura y definitiva. En Alemania, J. Salomo Semler
(1726-1791), el gran precursor de una presentación crítica de la historia de la Iglesia y de
los dogmas, es el primer teólogo que usa el concepto de “esencia del cristianismo”;
concretamente, en su distinción entre la religión privada y la pública. La religión privada es
la vida religiosa, espiritual y moral del individuo ante Dios. Debe diferenciarse de su
definición teológica en el dogma y de su formulación en la confesión de fe con validez
jurídica en la Iglesia. La esencia del cristianismo se ubica en el ámbito de la religión
privada. La obra de Jesús consistió en haber abierto el camino para la libertad interior de la
conciencia ante Dios. En su desarrollo histórico, este camino es un camino de perfección,
razón por la cual Semler puede hablar de una perfectibilidad del cristianismo.
Mientras que la ilustración espera encontrar la esencia del cristianismo en un principio
religioso fundamental, que corresponda a lo que es humano y común, Federico
Schleiermacher (1768-1834) subraya que sólo existe religión en una determinada religión
concreta, pues en ella “una concepción individual del universo se convierte en punto
central”. El universo puede ser contemplado sólo en una tal determinación concreta y
singular. Con esto, Schleiermacher descubrió la importancia de lo histórico. La esencia del
cristianismo no puede ser aprehendida en una abstracción, más allá o fuera de su
concreción histórica. Con ello, quedó superado el intento de la ilustración de hallar un
concepto de la verdadera religión, abstraído de la historia.
En el historicismo se planteó entonces la pregunta acerca de la esencia del cristianismo
como una pregunta puramente histórica.
Partiendo de sus presupuestos críticos, que tomaban total distancia de la experiencia de
“sentirse tocado interiormente”, este camino llevó, sin embargo, a una total relativización
histórica del cristianismo; sobre todo después que fracasó el intento iniciado por David
Friedrich Strauss (1808-1874) de determinar la esencia del cristianismo mediante una
investigación crítica de la “vida de Jesús”. Adolf von Harnack (1851-1930) produjo un
cambio nuevo. También para él la comprensión de la esencia del cristianismo era una tarea
histórica, “ya que en esta religión se trata de una proclamación, que se realizó
históricamente”. Es parte de la comprensión de esta esencia la visión global de las múltiples
formas de realización histórica de esta esencia “sobre la base de una inducción completa
que se extiende sobre toda su historia”. Pero sólo puede hacer justicia a esta esencia del
cristianismo aquel “que es tocado por ella”. Sin embargo, el ser tocado no debe llevar a que
el investigador “coloque sus experiencias en el lugar de la realidad objetiva, ni que
seleccione algunas cosas o que permita que la religión particular se diluya en una mística
general”. Precisamente por ello, en Harnack la pregunta acerca de la esencia es al mismo
tiempo también la pregunta acerca de su validez actual.
El intento de Harnack de determinar la esencia del cristianismo en el terreno de la historia
del dogma fue sustituido luego por los diversos esbozos de la historia de las religiones. La
respuesta de Nathan Söderblom (1866-1931) en The Living God (Gifford Lectures, 1932)
tiene hoy un significado actual en el contexto del encuentro y de la discusión del
cristianismo con otras religiones mundiales. Él enfatiza dos factores, por los cuales el
cristianismo se distingue de todas las demás religiones: por un lado, el hecho de que lo
nuevo del cristianismo “no fue un mensaje ni una doctrina, sino una persona histórica y
real, Jesús”; y en segundo lugar, la “idea bárbara” de concebir “un hecho tan deplorable”
como la cruz del Gólgota como el centro del proyecto salvífico de Dios. Con esta tesis, la
investigación de la historia de las religiones abandonó el escepticismo relativizante. En su
escrito “El carácter absoluto del cristianismo” (1902), Ernesto Troeltsch (1865-1923)
demuestra que el cristianismo no tiene necesidad del absolutismo ideológico. En el fondo,
sólo hay un número limitado de experiencias de lo trascendente, accesibles a la naturaleza
humana y aprehensibles por ella. Con su mensaje de la unicidad histórica de la revelación
de Dios en Jesucristo como condición básica de la salvación humana, el cristianismo puede
darse el lujo de competir con las demás religiones en la determinación y realización de los
valores religiosos más sublimes, en lugar de aplastar de antemano el diálogo y la discusión
espirituales mediante la pretensión del absolutismo.
La transferencia del concepto de la esencia del cristianismo al terreno dogmático y a la
teología sistemática ha llevado a sectores radicales de la Iglesia a ver la esencia del
cristianismo en su ética, es decir, concretamente en su renuncia al “mundo”, al vínculo con
el “antiguo eón”. Desde la aparición de las sectas medievales con su crítica de la
“Babilonia” romana y – en la continuación de este desarrollo – desde las sectas radicales de
la época de la Reforma y de su crítica de las Iglesias nacionales y regionales establecidas,
las “Iglesias de paredes”, el Sermón del Monte de Jesús (Mt 5) es considerado por los fieles
de las Iglesias independientes radicales como la verdadera Carta Magna del cristianismo.
Existe, en efecto, una “Ecumene del Sermón del Monte”, que abarca una gran cantidad de
Iglesias, y que con los seguidores de un cristianismo pietista y regenerado se extiende hasta
las Iglesias confesionales regionales del luteranismo y del calvinismo. Esta ecumene contó
con la oposición vehemente de numerosas Iglesias. Para el cristianismo evangélico de cuño
luterano, y en parte también calvinista, la ética de la perfección de las Iglesias libres o
independientes es un malentendido fundamental de la doctrina de la justificación, que
jamás admite que el ser humano pueda superar en esta vida el estado de pecador y arribar a
la perfección. Es típica la fuerte resistencia experimentada por Juan Wesley (1703-1791)
contra su predicación del ideal de perfección por parte de las Iglesias anglicana, luterana y
presbiteriana. La situación ha sido agravada también por la teología dialéctica, que afirmó
que el Sermón del Monte en realidad no contiene ninguna ética concreta para los seres
humanos de este mundo, sino la ética del reino de Dios que ha de venir; por lo tanto, no es
exigible de una persona de este mundo. Con ello, fue descalificada rotundamente la
relevancia del Sermón del Monte para las personas de este mundo.
Las catástrofes de los siglos XIX y XX, sobre todo, las dos Guerras Mundiales y la nueva
reflexión que provocaron las mismas en las Iglesias cristianas implicadas en las
conflagraciones, a saber, la reflexión sobre su unidad y sobre lo que tenían en común,
dieron una nueva importancia y actualidad a la pregunta acerca de la esencia del
cristianismo. En el movimiento ecuménico, coexisten diferentes intentos de una reflexión
sobre la esencia común del cristianismo. Por una parte, desde los comienzos se intenta ver
la esencia del cristianismo en su ética. Fue sobre esta base que las Iglesias cristianas se
unieron, p. ej., en una organización mundial de Iglesias (Work and Life), primero en
Edimburgo (1910) y luego en Estocolmo (1925). Ahora bien, resultó que la mera referencia
a una sustancia y actividad éticas comunes no es suficiente para fundamentar una
comunidad. De allí resultó la necesidad de resumir la esencia del cristianismo común a
todas también en una fórmula de fe, que pudiera servir como base para la unión de las
Iglesias cristianas en el Consejo Mundial de Iglesias, que se constituyó finalmente en 1948
en Ámsterdam. Este desarrollo fue subrayado por la idea de que la esencia del cristianismo
consiste en la oración común de la cristiandad. A partir de ello, el Padrenuestro, como la
oración que el Señor mismo enseñó a sus discípulos, obtuvo una importancia mayor que
todas las fórmulas éticas y dogmáticas. También se vio que era más fácil editar un himnario
ecuménico a partir de la tradición de los himnos espirituales de las diferentes Iglesias y que
expresaban la esencia de la fe cristiana, que encontrar una definición de la doctrina cristiana
que fuese aceptada por todos.
La reflexión sobre la esencia del cristianismo debe profundizarse hoy en la línea de la
reflexión de Harnack, basada en la historia de la Iglesia, y de la reflexión de Söderblom,
basada en la historia de las religiones. Ahora bien, según Harnack la comprensión histórica
“sólo comienza, cuando se intenta libertar de sus envoltorios temporales e históricos
aquello que es esencial y propio de un gran fenómeno”. Complementando a Harnack, que
rechazaba la investigación de la historia de las religiones y atribuía al cristianismo una
posición de monopolio indiscutible dentro de la misma, es importante sostener con
Söderblom, que la esencia del cristianismo sólo puede ser determinada mediante la
comparación fenomenológica con las demás religiones mundiales. Queda abierta la
pregunta hasta dónde el cristianismo ya realiza en su forma actual su pretensión de ser la
verdadera religión. Esto lleva a preguntar críticamente si el cristianismo no puede aprender
de otras religiones a realizar de manera más perfecta su propia esencia, hasta ahora aún no
realizada.
La pregunta acerca de la esencia del cristianismo debe ser levantada de nuevo en cada
generación. A comienzos del siglo, Harnack resumió su respuesta en esta fórmula: “En la
estructura: Dios el Padre, la providencia, la filiación, el valor infinito del alma humana, se
expresa todo el Evangelio. Sabiéndolo o no, el verdadero respeto ante lo humano es el
reconocimiento práctico de Dios como Padre”. No corresponde rechazar esta definición
como siendo un “cristianismo de cultura”. El mismo Harnack ha dicho en este contexto con
respecto a la religión cristiana: “Ella es algo sublime, simple y referida a un único punto. Es
vida eterna en medio del tiempo, en el poder y en la presencia de Dios. No es un misterio
ético o social destinado a conservar o mejorar cualquier cosa”. A partir de entonces, la
teología ha intentado definir la esencia del cristianismo a partir del carácter escatológico de
la venida de Jesús y de su predicación del reinado de Dios que irrumpe. Siguiendo a Sören
Kierkegaard, la teología ha intentado plantear la pregunta crítica “¿Cómo es posible hoy
una existencia cristiana en este mundo, participando en su cultura, en sus tareas y bienes, en
el trabajo y en el deleite?” (Rodolfo Bultmann). Pero la pregunta acerca de la esperanza
escatológica más bien nos alejó en lugar de acercarnos a un nuevo conocimiento. En una
adaptación a la filosofía marxista, el mensaje cristiano del reino de Dios que ha de venir
quedó reducido más y más a los contenidos éticos sociales y utópicos de la esperanza del
reino de Dios, a un “principio esperanza” (Ernst Bloch). Abandonando la fe en un Dios
personal, también fue abandonada la fe en un más allá. En vista de esta
pseudometamorfosis, continúa siendo válida la palabra de Harnack sobre la religión
cristiana: “Quien en primer lugar pregunta lo que ella realizó a favor de la cultura y el
progreso de la humanidad, y pretende medir su valor a partir de allí, ya la hiere. El sentido
de la vida sólo se comprende a partir de algo que esté por encima del mundo”.

3. La expansión del cristianismo


Según el Evangelio según San Mateo, Jesús se despido de sus discípulos con estas palabras:
“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt
28,18-20). Estas palabras han sido llamadas el mandato misionero de Jesús, y
efectivamente ellas expresan una misión universal, fundamentada en la reivindicación de
Jesús: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.” Aquel, que ha recibido de
Dios la potestad sobre el cielo y la tierra, asigna a sus discípulos la misión de ir a todos los
pueblos, a bautizarlos y enseñarles; es decir, proclamarles el Evangelio. Él vincula esta
comisión con una promesa igualmente universal: “Y he aquí que yo estoy con vosotros
todos los días hasta el fin del mundo.” Con ello, promete a sus discípulos estar presente en
su obra salvífica universal hasta el fin de los tiempos.
No sólo el cristianismo se presentó con una reivindicación universal, con una conciencia
misionera y con una misión para toda la tierra. Todas las demás religiones universales
también lo hicieron. Buda se dirigió con su doctrina no sólo a los habitantes de la India,
sino a todos los hombres de la tierra. Mahoma hizo proclamar su ley no sólo a los de su
raza, sino a la humanidad. Sin embargo, de las religiones mundiales, sólo la cristiana se ha
impuesto también en el sentido geográfico como religión universal – ella se difundió en
todas las regiones habitadas de la tierra. Hoy existen iglesias cristianas en todos los
continentes. Desde el punto de vista meramente histórico, esto es un fenómeno único. Fuera
del cristianismo no hay ningún otro poder religioso que se multiplique con tanta
perseverancia, que haya producido tamaña diversidad de formas institucionales y que haya
alcanzado un grado tal de penetración de todos los sectores de la vida.
El fenómeno se vuelve aún más notable si se toma en cuenta que esta difusión por toda la
faz de la tierra recién se produjo en los últimos tres siglos. En los primeros mil quinientos
años de la historia cristiana varias veces parecía que el cristianismo iba a desaparecer de la
tierra.
La propagación del cristianismo fue expuesta científicamente de manera global sólo en los
tiempos más recientes. Había investigaciones aisladas sobre la historia de la Iglesia en este
o en aquel país, sobre la historia de esta o de aquella confesión, pero ninguna historia global
de la difusión del cristianismo. En 1902 Adolf von Harnack escribió su obra Mission und
Ausbreitung des Christentums in den ersten drei Jahrhunderten (Misión y expansión del
cristianismo en los tres primeros siglos; N. del T.). La continuación de la obra hasta la
actualidad se hizo esperar por mucho tiempo. A las dificultades técnicas para dominar la
inmensa materia se agregó una dificultad de orden intelectual: en las investigaciones sobre
la historia de la Iglesia faltaban los puntos de vista ecuménicos universales. En gran parte,
la historia de la Iglesia estaba dominada por las perspectivas de las Iglesias nacionales y
confesionales; en el mejor de los casos se ampliaba al marco europeo, en el que quedaba
incluida la historia de la Iglesia en América como un apéndice de los movimientos
históricos europeos.
El aspecto universalista sólo se encontraba en aquella institución, que se sabía autorizada
por el mandato misionero universal de Cristo, a saber, en la misión cristiana. La ciencia
misionera cristiana, sobre todo la historia de las misiones, siempre amplió el horizonte más
allá de los límites territoriales, nacionales y europeos, teniendo en vista la expansión total
de la misión.
Ahora la investigación norteamericana dio el primer gran paso en dirección a una
presentación global de la historia de la expansión del cristianismo. Kenneth Scott
Latourette publicó entre 1937 y 1945 los siete volúmenes de su History of the Expansion of
Christianity.
Los primeros cinco siglos del cristianismo, o sea, la época que va desde la aparición del
fundador de la Iglesia hasta la constitución del cristianismo como religión oficial del
imperio romano, se muestran como la primera gran época de la historia de la Iglesia. Este
período, en el que la Iglesia se impone contra la secular oposición inicial del imperio
romano pagano, incluye la primera gran ola misionera, que convierte el cristianismo no
sólo en la religión predominante en el ámbito cultural helenístico del mundo del
Mediterráneo; sino que también lo lleva a Siria, Egipto, África del Norte, los países que
rodeaban el Mar Muerto, Georgia, Armenia, el imperio persa, Arabia, Abisinia y la India.
Es, pues, equivocado retroproyectar a esta primera época las condiciones de la época
postislámica, en la que el cristianismo oriental quedó sacudido o aniquilado por catástrofes
históricas.
La época que va del 500 al 1000 constituye la siguiente gran unidad. Durante este período,
el cristianismo penetra en los pueblos románicos, celtas, germánicos y eslavos, y adquiere
su fisonomía más característica en la cultura católico-romana medieval de occidente. Ahora
bien, al mismo tiempo experimenta en este milenio su mayor limitación. Se pierde la mayor
parte de las antiguas regiones de expansión del cristianismo en oriente. En el oriente, la
Iglesia cristiana queda triturada por el Islam y el budismo la hace retroceder; sólo algunas
pocas Iglesias cismáticas logran mantenerse en el aislamiento en suelo asiático y africano.
Se pierden la Tierra Santa misma, Siria, Asia Menor, África del Norte y el Sur de España; y
son amenazados Sicilia y el sur de Italia. La Iglesia rusa vive bajo el control de los
soberanos tártaros; el islamismo asedia Europa desde el oeste y el sur; y la arremetida
constante de nuevos pueblos paganos – hunos, avaros, mongoles, tártaros y finalmente los
turcos, sacude la cristiandad desde oriente.
En 1453 cae Constantinopla; los turcos ocupan Bulgaria, Moldavia, Valaquia, Hungría,
Serbia, Grecia – las fronteras de la cristiandad se encogen cada vez más; el límite oriental
se ubica entre el Río Elba y los Montes Cárpatos; y la frontera occidental, entre los Pirineos
y la costa atlántica occidental. Fracasan los intentos de los franciscanos de abrir una misión
entre los fieles del Islam en territorios africano, sirio, egipcio y palestinense; después de
poco tiempo, son aniquilados los penosos éxitos de las cruzadas, aquel contraataque
occidental al avance del Islam. La tardía Edad Media constituye el punto más bajo en la
historia de la expansión del cristianismo.
Interiormente, la Iglesia también parece haber llegado a su fin. Ya no tiene fuerzas para una
acción común de política exterior, al estilo de las cruzadas. Los papas derrochan el dinero
que la cristiandad juntaba para las cruzadas, para su estado eclesiástico y el
embellecimiento fastuoso de Roma; el egoísmo de los estados nacionales en formación
impide cualquier acción de solidaridad cristiana.
Había años, en los que los líderes de la Reforma contaban con que el Sacro Imperio
Romano-Germano caía en manos de los turcos. Lutero y Melanchton ya se preocupaban por
la cuestión de cómo habría que salvar el Evangelio cuando los turcos hayan conquistado el
Reino, y miraban ansiosamente hacia Transilvania, donde los reformadores locales habían
logrado desarrollar bajo el dominio de la Luna Creciente una floreciente vida comunitaria
evangélica en las ciudades sajonas. La cristiandad parecía perdida; y, a pesar de ello, fue
precisamente este fuerte estrechamiento el que llevó a retomar inesperadamente la
expansión del cristianismo por toda la tierra.
El gran cambio se produjo en el siglo de la Reforma y a través de ésta. Sólo cuando la
Iglesia reflexionó sobre su tarea evangélica, después de su limitación por el Islam, ella
produjo la segunda gran ola de la expansión del cristianismo, haciendo que los mil años de
inseguridad y de amenazas no terminaran con la desaparición, sino con un nuevo
florecimiento del cristianismo. La Reforma no sólo llevó a la formación de iglesias
territoriales evangélicas y de iglesias independientes, sino que también dio el empujón para
una autorreflexión y un fortalecimiento interno de la Iglesia romana y para la activación de
enormes empresas misioneras, y con ello, para una segunda Reforma en el ámbito católico
romano. La gran expansión de la Iglesia católica se produjo de la mano de la
Contrarreforma y bajo el liderazgo de las órdenes surgidas de la misma, sobre todo, de la
orden de los jesuitas, que, como es sabido, fue ideada por Ignacio de Loyola (1491-1556)
inicialmente como una orden puramente misionera.
Las Iglesias de la Reforma pasaron sólo posteriormente a la misión. Ahora bien, la misión
protestante rápidamente recuperó el atraso de doscientos años con relación a la Iglesia
católica; dando origen por su parte a una época de expansión del cristianismo que eclipsó la
misión de la Iglesia romana, en lo que se refiere a la intensidad, el método y la penetración
en todos los ámbitos de la vida de los pueblos misionados por esta Iglesia. Así sucedió
sobre todo en América del Norte y en los dominios del imperio británico, en África del Sur
y del Este, la India, el Pacífico, Nueva Zelanda y Australia.
Mientras que desde la óptica europea el siglo XVIII se presenta como el siglo del
iluminismo, como la época de la desintegración racionalista del dogma cristiano, como el
comienzo del alejamiento de la Iglesia y del materialismo y del ateísmo modernos, desde el
punto de vista global este siglo se presenta como la época de la expansión intensificada del
cristianismo. Esta difusión se realizó bajo el signo del pietismo, el puritanismo y los
diferentes movimientos renovadores en el terreno del calvinismo; y llevó a la incorporación
de extensos territorios al ámbito de las Iglesias cristianas, desde Groenlandia hasta la costa
de Malabar, territorios que hasta ese momento aún no habían sido tocados por el
cristianismo.
El siglo XIX, que produjo en Europa las más virulentas cosmovisiones anticristianas y que
casi llevó a la extinción del cristianismo en su centro europeo a través de la descomposición
interna y la aniquilación externa, luce, sin embargo, como el “gran siglo” en la historia de
la expansión del cristianismo, en el que la misión cristiana logró penetrar hasta las regiones
más remotas del globo y difundirse por toda la superficie de la tierra. Y ello no sólo en el
sentido geográfico. En este siglo, la misión cristiana pudo constituir Iglesias vivas en los
territorios bajo su cuidado, atendidas por un clero autóctono; Iglesias éstas que se
convirtieron en estructuras eclesiales autónomas y que frecuentemente crearon formas
totalmente nuevas de vida y de comunidad, y que parcialmente ya se independizaron de la
dirección por parte de misioneros extranjeros.

Número de cristianos a mediados del siglo XX (en millones)

Protestantes Ortodoxos Católicos


África 22 18 30
América del Norte 77 52
América Central 11 3 63
América del Sur 144
Asia 19 2,5 54
Europa 180 100 236
Oceanía 10 4
319 123,5 583 = 1025,5

PRIMERA PARTE

La autocomprensión del cristianismo

4. La unidad de la Iglesia

La autocomprensión de la Iglesia cristiana es materia de las más intensas discusiones


interconfesionales, ya que las diversas Iglesias cristianas hacen depender la ortodoxia de su
doctrina, la validez de sus sacramentos y su constitución de su concepción de la esencia de
la Iglesia. El objeto más importante de esta autocomprensión es el concepto de la unidad de
la Iglesia. La eclesiología de la Iglesia romana y de la Iglesia ortodoxa oriental da la
impresión que desde el comienzo la unidad de la Iglesia se manifestó en una uniformidad
constitucional y dogmática. Sin embargo, una mirada al Nuevo Testamento y a las fuentes
de la tradición de la Iglesia antigua muestra que en los comienzos de la historia de la Iglesia
no había una uniformidad, sino una gran polifonía en la autocomprensión de la Iglesia
cristiana, que se refleja en las diferencias de sus formas externas. Ya en la Iglesia primitiva
de Jerusalén coexisten tres elementos diferentes de estructura comunitaria: por un lado, el
liderazgo de Santiago, el hermano del Señor – según el principio de la vinculación de la
dirección de la comunidad a la familia del fundador, semejante al califato islámico, siendo
la hegemonía de Santiago sancionada por una aparición del Resucitado (1 Co 15,8). Este
principio familiar mantuvo su vigencia aun después de la ejecución de Santiago, cuando
algunas comunidades de refugiados judeocristianos en la Transjordania fueron dirigidas por
parientes (primos) – despósynoi – del Señor. Al lado de esto, se encuentran indicios de una
clara primacía de Pedro, basada en el hecho de que el Resucitado se le apareció primero a él
y que él reunió entonces nuevamente la comunidad dispersa. Por otra parte, las tres
“columnas” Santiago, Pedro y Juan ocupan posiciones de liderazgo en la Iglesia, como
también lo hace el grupo de los “apóstoles” llamados por el Señor mismo.
Las congregaciones de la diáspora muestran igualmente una gran variedad de estructuras.
Algunas parecen haber adoptado el esquema proveniente de la sinagoga de la dirección por
los ancianos, los presbíteros; otras son dirigidas por carismáticos libros – profetas –, y otras
por profetas y dirigentes elegidos por la comunidad (presbíteros o epíscopos). Los
apóstoles, que se sabían autorizados por haber sido llamados directamente por el Señor, por
su parte instituyeron obispos en las congregaciones, fomentando con ello aparentemente
una dirección monárquica, sin que se pudiera saber si este temperamento se impuso de
manera generalizado. En las epístolas pastorales, se mencionan congregaciones en los que
los epíscopos y presbíteros participan lado a lado en la dirección de la comunidad. En una
Iglesia grande como la de Roma, había varios epíscopos simultáneamente.

La Iglesia como cuerpo de Cristo. La unidad de la Iglesia no consistió, por consiguiente, en


la unidad de su constitución u organización, sino en su comprensión como cuerpo de Cristo,
cuya cabeza era el Señor vivo y resucitado. Esta comprensión es determinada por el
acontecimiento fundamental que es la base de su fe, la resurrección. Es verdad que la
comparación de un estado, una ciudad o un pueblo con un cuerpo no le es extraña a la
filosofía del estado de la antigüedad; pero esa idea siempre era considerada como una mera
comparación o imagen: la polis, el estado, es como un cuerpo; sus diferentes clases sociales
son como los diferentes miembros de un cuerpo. El elemento decididamente nuevo es que
la pertenencia de los creyentes al cuerpo de Cristo ya no es concebida simplemente como
una imagen, sino de manera real y sacramental; los fieles “fueron bautizados en un solo
Espíritu para formar un solo cuerpo” (1 Co 12,13); son “piedras vivas”, “miembros” del
cuerpo de Cristo; participan en su muerte y en su resurrección; son penetrados pro su
espíritu; forman juntamente con él un organismo único y vivo. En este cuerpo existe una
conexión misteriosa entre los miembros individuales, garantizada precisamente por el
hecho de que el Cristo resucitado es la cabeza de este cuerpo. Entre los miembros de la
Iglesia no sólo existe una conexión exterior a través de los cultos comunitarios y del
cuidado mutuo, sino también una relación interior, formada por el sufrimiento, el sacrificio
y la expiación vicarios. Un elemento decisivo de esta pertenencia de los fieles al único
cuerpo de Cristo lo constituye el hecho de que la muerte física no divide la comunidad – la
comunidad de los vivos y de los muertos está unida en el cuerpo de Cristo; la Iglesia
celestial y la terrenal forman una unidad, representada por el Señor resucitado. En la
eucaristía, ambas Iglesias se unen en la presencia del Señor.
Con esta concepción de la Iglesia entra un elemento enteramente nuevo en la conciencia
comunitaria de la humanidad. A diferencia de todas las formas anteriores tales como estado,
polis, pueblo, tribu, aquí se saben unidas las personas de todas las clases sociales y de las
diferentes etnias en una nueva comunidad espiritual y corporal. Esta comunidad une la vida
en el eón presente con la vida en el eón venidero y vincula la Iglesia de los que aún viven
en este eón con la Iglesia de los elegidos ya fallecidos, los apóstoles, mártires, profetas,
patriarcas. Quien quiere comprender el lugar y los efectos del cristianismo en el mundo
hasta sus últimas formas de secularización, nunca debe perder de vista estos fundamentos.
La autocomprensión unificante llevó también desde adentro a una cierta unidad de
organización y constitución. Sin embargo, desde el principio la tendencia a la diversidad y a
la diferenciación se opone a esta tendencia. Dediquémonos en primer lugar a las tendencias,
que estimulaban la unificación.

La discusión con los carismáticos libres. A los profetas ambulantes, que todavía ejercían en
las congregaciones como los apóstoles una actividad no ligada a un determinado lugar, se
les oponía más y más la autoridad de los presbíteros y epíscopos locales y elegidos, cuya
legitimidad se basaba en la continuidad de la tradición apostólica, sostenida por estas
personas. Ya muy temprano el episcopado monárquico se destaca como cargo de liderazgo,
basándose en el hecho de que los apóstoles mismos habían instituido obispos como sus
sucesores en las comunidades que fundaban. De hecho, las congregaciones grandes de la
Iglesia antigua tienen listas de sucesión de obispos, que comienzan con el apóstol fundador.
Incluso si este desarrollo no se habrá realizado de la misma manera en todas partes, fue
beneficiado por el hecho de que los obispos no sólo ejercían la supervisión sobre la
actividad caritativa de la comunidad y administraban los bienes de la Iglesia, sino que
asumían también la dirección de los cultos, sobre todo del culto eucarístico principal. A
ellos les competía también el oficio de enseñar. El ejercicio del “poder de atar y de desatar”
ha contribuido con el gran crecimiento del prestigio episcopal, pues quedaban en manos del
obispo las decisiones sobre la aplicación de la disciplina comunitaria, la admisión de fieles,
su eventual exclusión y “entrega a Satanás” o su readmisión, la evaluación de sus pecados y
la aplicación de penas para su expiación. De esta manera, en el correr del siglo II se impuso
en la Iglesia de manera bastante uniforme la constitución episcopal, desplazando poco a
poco la dirección de las congregaciones por parte de carismáticos libres.
Con certeza, nunca existió una comunidad carismática totalmente libre sin ninguna
estructura sólida de orden. Las epístolas del Apóstol San Pablo a los Corintios permiten
reconocer que las manifestaciones exteriores espontáneas de los dones del Espíritu Santo
traían consigo una cierta tendencia a la anarquía. Pero esto sólo podía constituir un peligro
en las comunidades paganocristianas; mientras que las congregaciones judeocristianas
poseían en su organización presbiteral, tomada de la constitución sinagogal, un fuerte
principio de orden, que fue transmitido a las comunidades paganocristianas. Pablo mismo,
que enfrentó decididamente las tendencias anarquistas de las manifestaciones espontáneas
de los carismáticos, apeló en parte simplemente a los principios del orden de las
comunidades sinagogales, cuando ordenó por ejemplo que las mujeres se callaran en la
Iglesia.

La discusión con las herejías. La defensa común contra las interpretaciones divergentes del
mensaje cristiano exigió una unificación de la doctrina, la liturgia y la organización.
Asimismo llevó también tempranamente a la realización de sínodos provinciales, como los
primeros organismos de una dirección unificada de la Iglesia, ejercida principalmente por
los obispos.

La persecución. Ella también contribuyó con la unificación de la Iglesia, ya por el hecho de


que las leyes del imperio, promulgados contra los cristianos, presuponían la unidad de la
Iglesia cristiana y de sus adeptos como miembros de una “religio illicita”. Las leyes
trataban la Iglesia de manera jurídicamente unificada y la obligaban en todas partes a
realizar los mismos sacrificios delante de la imagen del emperador como prueba de su
lealtad. Las autoridades imperiales ejecutaban medidas unificadas contra los obispos, los
textos sagrados y los fieles individuales. La persecución reforzó enormemente la conciencia
de unidad de la Iglesia cristiana, sobre todo, por su dureza misma, que desafiaba a los
cristianos a practicar la ayuda mutua y a organizar la asistencia a los presos, encarcelados y
los condenados al trabajo en las minas. La persecución llevó también a numerosas
migraciones de cristianos perseguidos, a la integración de fugitivos en las comunidades
locales ubicadas fuera de las zonas de persecuciones agudas y a la formación de una
estrecha red de noticias entre los cristianos diseminados por las diversas provincias del
imperio.

La esperanza del fin de los tiempos. El clima del fin del mundo, agudizado siempre de
nuevo en los períodos de persecución, también favoreció intensamente la conciencia de la
unidad de la Iglesia. La expectativa común del pronto regreso del Señor en gloria creó una
sincronía entre todas las congregaciones de la cristiandad. Es a partir de aquí que se han de
comprender las discusiones sobre la fecha de la Pascua: las comunidades unidas en el
cuerpo del Señor resucitado deben prepararse al mismo tiempo para el regreso del Señor.
También en siglos posteriores, las disputas sobre la uniformidad del calendario cristiano
tuvieron una importancia que hoy ya resulta muy difícil de entender, porque las tablas
unificadas de la Pascua eran consideradas como la garantía escatológica de la unidad de la
Iglesia.

Factores políticos. Es comprensible que un emperador con una visión política tan amplia
como Constantino (306-337), impresionado por el fracaso de la represión oficial de los
cristianos, finalmente pensara aprovechar en beneficio propio su poderoso principio de
unidad, abandonando radicalmente la política de persecución aplicada hasta ese momento.
Vio en la unidad de la Iglesia cristiana, que se revelara de manera tan extraordinaria y
victoriosa en los tiempos de persecución, un factor político, convirtiéndola en la base
espiritual de la unidad política amenaza del imperio.
Esto sólo fue posible a costa de una profunda transformación de la idea cristiana misma de
Iglesia. En primer lugar, la Iglesia cristiana fue empotrada dentro de los límites políticos del
imperio romano. Segundo, esta politización de la Iglesia exigió un abandono radical de la
espera escatológica cristiana. El lugar de la espera de la venida del reino de Dios fue
ocupado por el triunfalismo de una iglesia, que ante todo se comprendía como una
institución terrenal; pues ahora también ella recibía en los sínodos imperiales una
constitución terrenal, que le garantizaba su unidad dentro del sistema jurídico imperial. El
estado ponía ahora a su disposición su maquinaria oficial y administrativa para la
mantención de su orden interno.
De esta manera, el ascenso de la Iglesia cristiana a la condición de Iglesia imperial
contribuyó decisivamente para llevar a cabo la unificación final de la Iglesia. Por su
dinámica propia, la Iglesia imperial misma estimulaba la eliminación del pluralismo
tradicional de la vida eclesial. La multiplicidad de las constituciones eclesiásticas fue
sustituida por la constitución episcopal unificada basada en las leyes del imperio. El lugar
de las numerosas confesiones de fe de las grandes congregaciones es ocupado por un credo
unificado, válido para todas las comunidades; la variedad de las liturgias de las
comunidades grandes da lugar a una liturgia imperial unificada; se unifica el monasticismo;
se instituyen sínodos imperiales “ecuménicos” como instituciones jurídicas que crean la
unidad de la iglesia imperial y la controlan. Estos sínodos eran convocados por el
emperador; sus decisiones requerían la confirmación por el emperador.
Esta uniformidad, que introdujo un principio de organización política en la unidad del
cuerpo místico de Cristo, en la práctica produjo sin embargo una destrucción de la unidad
de la Iglesia. La Iglesia, unificada de tal manera, quedó amarrada a los límites territoriales
del imperio romano. Su actividad misionera fuera del ámbito del imperio estaba marcada,
pues, por la soberanía política de esta Iglesia imperial; empujando con ello a los cristianos
de los países asiáticos que estaban fuera del ámbito del imperio romano, a una oposición
nacional y política contra la Iglesia imperial romana. Además de ello, después que
Constantino convirtiera la unidad de fe de la Iglesia cristiana en el principio de unidad del
imperio, todo desvío de la “ortodoxia” fijada por los sínodos imperiales se transformaba en
una divergencia del orden público. La consecuencia directa del privilegio de la Iglesia
imperial fue la legislación imperial contra los herejes, que castigaba como enemigos del
estado a los que profesaban otras creencias. Con ello, todas las controversias teológicas
dentro de la Iglesia imperial se realizaban a la sombra de las leyes imperiales contra la
herejía. A partir de ese momento, las minorías estaban bajo la amenaza del peligro de la
difamación política y del exterminio por parte del estado. Los partidos teológicos
comenzaron a solicitar los favores del emperador y de los dueños del poder político, a fin
de reprimir con su ayuda a los adversarios teológicos. Así se produjo la unificación de la
Iglesia meramente dentro de los límites de la soberanía del imperio romano, que por su
parte era una estructura política que dependía de los éxitos o fracasos militares en la lucha
contra los persas y otros enemigos del imperio en los territorios de Asia Menor y del norte
de África. En las fronteras siempre cambiantes del imperio, surgían numerosas Iglesias
cismáticas en Germania y sobre todo en Asia Menor y en el norte de África – Iglesias
arrianas en los reinos germánicos, Iglesias monofisitas y nestorianas en Asia Menor, Egipto,
etc. – que se sustraían a la influencia de la Iglesia imperial. Pero también la unidad interna
del imperio fue perturbada durante la época de las pugnas dogmáticas entre los siglos IV y
VII por obispos y monjes, que buscaban ganar al emperador para sus propias opiniones
doctrinales y para condenar, excomulgar y proscribir a sus adversarios.
Una unificación política forzada similar se produjo en el siglo IX en el imperio carolingio,
cuando volvió a resurgir la idea del imperio romano en territorio romano-germano.
También allí, cuando el dominio franco se unió al papado romano, el pluralismo
eclesiástico original fue eliminado rigurosamente por la Iglesia del imperio carolingio, que
había asumido ante el papa el compromiso de introducir el modelo romano. De esta
manera, la multiformidad del monasticismo, en parte de origen celta e iroescocés, en parte
originario del Asia Menor, fue eliminado por el monopolio del monacato benedictino. El
lugar de las liturgias galicanas, mozárabes y ambrosianas fue ocupado por la liturgia
romana como liturgia imperial única. Los concilios imperiales se preocupaban por la
ejecución y el control permanente de las metas.
Ni siquiera esta unificación de la iglesia imperial carolingia con todos los recursos políticos
masivos pudo mantener por mucho tiempo la unidad de la Iglesia – los movimientos, que
posteriormente se dirigían contra la unidad de la Iglesia romana en el “Sacro Imperio
Romano-Germano”, nacieron precisamente en aquellas regiones, donde habían sido
reprimidas modalidades autóctonas más antiguas de vida eclesiástica, como en Bohemia, en
Inglaterra y finalmente en Alemania.
El intento más llamativo de garantizar políticamente la unidad de la Iglesia cristiana lo
constituye luego la misión católica romana en la conquista del continente americano en el
siglo XVI. Desde los comienzos, los dos sostenedores políticos de la conquista, los reyes de
Portugal y España, a los que el papa había encomendado la tarea misionera, impidieron por
medio de leyes rigurosas la participación de protestantes en la conquista de las nuevas
tierras – el nuevo mundo debía ser y permanecer católico. Sin embargo, con los diversos
tipos de Iglesias de la Reforma, en esa época ya había surgido en Europa nuevamente una
variedad eclesiástica, y la cristianización de América se realizó bajo el signo del pluralismo
confesional.

La lengua eclesiástica. La tendencia a la unificación fue fomentada también por la práctica


de asegurar la unidad de una Iglesia, que abarcaba varios pueblos, regiones lingüísticas y
naciones, a través del empleo de una lengua eclesiástica común. Así, desde el siglo III hasta
el II Concilio Vaticano (1962-64), el latín tuvo en la Iglesia Católica Romana un efecto
unificador muy acentuado, ya que en el mundo entero no sólo se celebraba el culto según el
misal y el ritual romanos, sino que también se realizaba en latín la formación teológica
sobre la base del tomismo y el neotomismo en las escuelas, universidades, seminarios y
escuelas de las órdenes religiosas. A ello se agregaba todavía la unificación producida por
el “Corpus iuris canonici” en el pensamiento jurídico y la jurisprudencia de los pueblos
católicos romanos.
La difusión de la Iglesia imperial constantiniana bajo la supremacía de la lengua
eclesiástica griega se desarrolló de manera similar. Luego de la conquista de Constantinopla
por los turcos, al recibir el patriarca de Constantinopla la función de representante de todos
los cristianos ortodoxos en el imperio turco, el patriarcado, sirviéndose de la lengua griega,
intentó imponer una autonomía cultural griega también en las provincias eclesiásticas
ortodoxas de habla esclava, rumana y árabe. Pero esta tendencia de monopolización
desencadenó un violento conflicto de nacionalidades en la Iglesia ortodoxa, acelerando la
formación de Iglesias nacionales autocéfalas en Servia, Macedonia y Bulgaria.
De manera similar, la Iglesia anglicana, que como Iglesia oficial de Inglaterra también
ocupaba un rango privilegiado en las regiones de ultramar, hizo de la lengua eclesiástica
inglesa, la lengua del Common Prayer Book, una lengua eclesiástica que unificaba el
imperio británico mundial, cabiéndole a las Conferencias de Lambeth un rol decisivo. De
esta manera, el inglés finalmente se impuso como lengua eclesiástica ecuménica incluso en
el Consejo Mundial de Iglesias, quebrando el monopolio del latín y del griego. La
transición del inglés al empleo eclesiástico de las lenguas de sus propios países, pueblos y
tribus por parte de las Iglesias sucesoras en las colonias mientras tanto ya independizadas,
es un proceso que todavía está lejos de estar concluido. Los factores políticos del
movimiento eclesiástico unificador se evidencian aquí en parte más fuerte que los factores
opuestos de diferenciación y de pluralidad orgánica de la Iglesia, de los que nos
ocuparemos a continuación.

La variedad de los carismas. Desde los comienzos, se puede observar en el interior de la


Iglesia una tendencia a realizar la unidad de la Iglesia en una multiformidad de doctrina,
liturgia y organización. También aquí el punto de partida es la idea del cuerpo de Cristo,
que bajo la única cabeza, Cristo, reúne una pluralidad de miembros en la unidad del
organismo: “Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros”
(1 Co 12,12). Nuevamente, lo que aquí es decisivo es que este cuerpo es el cuerpo del
Cristo resucitado. Así, la diversidad de formas se manifiesta en primer lugar en la
diversidad de los carismas. Esta no es idéntica con la diferenciación de los dones naturales,
sino que se refiere a los dones maravillosos del reino de Dios. Significativamente, Pablo
emplea la idea de la Iglesia como cuerpo de Cristo para caracterizar la diversidad de los
dones espirituales, y no la de los cargos. Recién en la primera epístola de Clemente, el
principio de la organización del cuerpo es puesto en relación con el principio jerárquico de
la organización del ejército y aplicado a la estructura jerárquica de los ministerios
eclesiásticos; incluso Dios mismo es comprendido como el creador de los cargos de la
Iglesia.

La diferenciación por medio de las lenguas. Directamente ligado a esto, se encuentra la


multiplicidad de las lenguas, segundo principio diferenciador de la Iglesia. El
derramamiento del Espíritu Santo en el día de Pentecostés comienza con el milagro de las
lenguas – los judíos de la diáspora, reunidos en la calle, oyen a los apóstoles llenos del
Espíritu Santo “hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”. Los Hechos de los
Apóstoles enumeran una extensa lista de los nombres de los numerosos pueblos de la
ecumene para enfatizar que el primer mensaje misionero de Pedro ya había sido captado en
todas las lenguas del mundo. En conformidad con ello, también la expansión misionera del
cristianismo en la Iglesia antigua se caracterizó por la multiplicidad de lenguas. La Iglesia
ortodoxa oriental prosiguió con esta tradición de la Iglesia antigua de llevar el Evangelio a
los diversos pueblos en sus propias lenguas. Las Iglesias de la Reforma han retomado este
principio en su práctica misionera.
La proclamación del Evangelio en las lenguas de los diferentes pueblos no es una mera
acomodación del mensaje cristiano a estos idiomas, sino que esta práctica también tuvo un
efecto generador en lo que se refiere a estas lenguas. Desde los tiempos de la Iglesia
primitiva, numerosas lenguas populares, que hasta ese momento eran lenguas comunes
preliterarias, fueron elevadas a la categoría de lenguas literarias, precisamente por la
traducción de la Biblia y la liturgia. Con ello, estas lenguas por primera vez adquirieron la
condición de expresar con sus propios recursos la visión global de la creación y de la
historia de la salvación, contenida en ambos Testamentos. La acción generadora de lenguas
por parte de la misión cristiana desde sus primeros días constituye una de las mayores
contribuciones del cristianismo a la historia cultural e intelectual de la humanidad.
Con la multiplicidad lingüística, la misión cristiana alcanza los más diversos grupos
sociales: en la antigüedad tardía habían surgido estructuras políticas, en los que al lado de
las numerosas lenguas populares antiguas, se había impuesto la lengua del poder político
como la principal lengua de la administración, el derecho y el comercio. Así, en el ámbito
del imperio romano, se había impuesto la lengua latina (romana) en Galia, en la Península
Ibérica, en las islas del Mediterráneo y en África del Norte, desplazando parcialmente las
lenguas populares más antiguas, como las lenguas celtas, el ibérico y el fenicio. Pero
cuando el imperio se expandió hacia el este, Roma misma cayó bajo la influencia de la
lengua griega (koiné), que ya se había impuesto como lengua común también en las
comunidades de la diáspora judía. En un primer momento, la lengua de las comunidades
cristianas era el griego en la modalidad del koiné helenístico. El hecho de que también los
escritos del canon neotestamentario fueron redactados en el griego helenístico, reforzó y
confirmó la hegemonía de esta lengua también en la Iglesia romana. Sólo poco a poco el
latín superó en el occidente el griego como lengua de la Iglesia romana.
En todas las regiones que habían mantenido una cierta autonomía nacional en lo político y
lo cultural, la lengua del pueblo, como lengua de la misión inicial, se convierte en la lengua
de la Iglesia. Así surgen en primer lugar en la Iglesia siria la Biblia siria, la predicación siria
y la liturgia siria; este proceso de la diferenciación lingüística nacional continúa en las
Iglesias armenia, georgiana, egipcio-copta, copta, etíope e hindú, y más tarde en la misión
de la Iglesia rusa ortodoxa en la Rusia asiática y en Alaska.

En la traducción de las Sagradas Escrituras a las lenguas del pueblo, comúnmente se toma
como base la modalidad en la que la lengua es hablada en el momento de la traducción, de
modo que lengua sagrada y lengua del pueblo inicialmente se corresponden, y la traducción
de la Biblia lleva a un enriquecimiento de la lengua viva hablada por el pueblo. Pero en
general, el empleo de los textos sagrados en el culto lleva a que la lengua eclesiástica se
transforme en una lengua sagrada propia, que ya no participa en la evolución lingüística,
sino que se estanca sobre la base arcaica de la época de la traducción de la Sagrada
Escritura. De la traducción de la Biblia al búlgaro antiguo surgió por ejemplo el eslavo
eclesiástico, que se distanció cada vez más del desarrollo de las lenguas vivas de los
pueblos eslavos. De manera similar, la lengua de la traducción de la Biblia de Lutero, la que
en su momento constituyó una enorme creación lingüística, se transformó en una lengua
sagrada de la Iglesia luterana, que quedó detrás de la evolución de la lengua alemana. Un
destino similar tuvo la traducción de la Biblia bajo Jacobo I.
Las divisiones políticas a menudo no coinciden con las fronteras de los grupos lingüísticos;
frecuentemente el ámbito de dominio de una lengua no se identifica con la antigua división
política de las tribus. Precisamente en Europa Oriental, en Siberia, India, Asia Oriental y
África, la misión asumió la multiplicidad lingüística de los pueblos y elevó una tras otra la
mayoría de las lenguas tribales, a través de la traducción de la Sagrada Escritura, la liturgia
y el catecismo, a la condición de lenguas literarias.
Sólo a partir de esta variedad y diferenciación espiritual de la vida de la Iglesia es que se
puede comprender la diferenciación política de las Iglesias cristianas. La misma fue
facilitada en todas partes donde se formaron estados nacionales sobre la base de una
nacionalidad coherente y esencialmente unificada desde el punto de vista lingüístico; o allí
donde el principio de la Iglesia oficial, desarrollado por Constantino en el territorio del
imperio romano, fue transferido a los diversos estados nacionales europeos o territorios
soberanos de Europa. La Reforma del siglo XVI se desarrollo en Inglaterra, Escocia, Suecia
y Dinamarca bajo la modalidad de Iglesia nacional; mientras que en Alemania, el
territorialismo de los estados impidió políticamente la formación de una Iglesia nacional
alemana. En numerosos territorios del imperio, la Reforma llevó a la formación de otras
tantas Iglesias confesionales territoriales, dejándolas en una dependencia total de los
príncipes que, como “summi episcopi”, ejercían un dominio eclesiástico legal sobre su
respectiva Iglesia territorial. Esto tuvo como consecuencia que en Alemania las Iglesias
territoriales continuaran siendo un paraíso del particularismo territorial, aun después de la
fundación del imperio alemán en 1871.

El principio voluntarista. El elemento más fuerte de la individualización de la Iglesia es el


principio de la libertad de la comunidad cristiana, que sin embargo fue el último en ser
descubierto y que sobre todo en los siglos que siguieron a la Reforma, llevó a la formación
de numerosas Iglesias independientes. El ideal de la conversión personal voluntaria al
cristianismo, que frecuentemente se presupone, sólo raras veces se aplica a la Iglesia
antigua. La integración del individuo en la gran familia llevó a que la conversión a la
Iglesia cristiana frecuentemente se daba como una conversión de la familia entera, donde
los esclavos, como miembros de la familia, tenían que acompañar este paso. Tal como lo
relatan los Hechos de los Apóstoles, los cristianos se reunían “en las casas” (Hch 2,46). De
la misma manera, en la historia de las misiones, en las tribus cuya vida todavía se
desarrollaba enteramente en la gran familia o en el clan, la cristianización se realizaba
como un bautismo en masa de la tribu entera, tal como en el caso de las tribus de los godos,
francos y anglosajones. Y a la inversa, en numerosos casos, en los que el cristianismo era
representado por un poder político extranjero, los pueblos y tribus realizaban su combate
político de libertad como una lucha por su antigua religión pagana. Este fue el caso, por
ejemplo, de la resistencia de los sajones y frisos contra el Reino Franco y de la resistencia
de los pueblos esclavos fronterizos, como los vendos, contra la misión cristiana de los reyes
alemanes.
En la Reforma, la exigencia de los fieles de formar comunidades libres y voluntarias no
pudo imponerse contra el sistema de las Iglesias territoriales. Los intentos de los diferentes
grupos de la llamada “Reforma radical” – los bautistas, menonitas, entusiastas, seguidores
de Schwenckfeld – de organizarse en comunidades libros, en parte fueron reprimidos
sangrientamente. Su realización sólo pudo producirse en los Países Bajos mediante la lucha
de los disidentes contra el poder de ocupación católico de los españoles y en la Revolución
inglesa, con grandes sacrificios y gracias a la disposición de estos grupos independientes a
asumir un martirio heroico.

5. El concepto de la historia: las ideas de continuidad y decadencia

Así como sucede con su concepto de la unidad, la autocomprensión de las Iglesias


cristianas también puede ser considerada desde el punto de vista de sus diferentes
conceptos de la historia de la Iglesia. Desde el comienzo se enfrentan en este terreno dos
concepciones claramente delimitadas: la primera se basa en la continuidad de la Iglesia
cristiana, la segunda se expresa mediante el concepto de la decadencia, combinado con la
exigencia de volver a la situación de una “Iglesia primitiva” idealizada.
La idea de continuidad se vincula directamente con la formación de una Iglesia
institucional y sobre todo con el ministerio episcopal. El pensamiento básico es que la
Iglesia es una institución divina, y que ella recibió su doctrina y su organización
directamente de Jesucristo, el fundador de la Iglesia. La institución de derecho divino le
garantiza, en medio de las vicisitudes de la historia, la mantención perenne de la verdad
divina que le fue encomendada. De acuerdo a esta concepción, el carácter divino de la
fundación de la Iglesia es parte integrante de la fe cristiana. La fórmula “Creo... en la santa
Iglesia cristiana” incluye la fe en la Iglesia como una institución de derecho divino, lo cual
garantiza el carácter intocable o la invulnerabilidad de la doctrina cristiana, substraída de
esta manera a la historia y no sujeta a una “evolución”. La comprensión histórica que la
Iglesia Católica Romana tiene de sí mismo, basada en la institución divina del papado –
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18) – queda determinada
por esta idea de continuidad, que se concibe garantizada por la serie ininterrumpida de los
sucesores de Pedro en la Cátedra de Roma. De manera similar, la autocomprensión
histórica de la Iglesia ortodoxa oriental se basa en la idea de la garantía de la continuidad
perfecta de la doctrina y la constitución de la Iglesia a través de la sucesión apostólica de
los obispos, como también de la continuidad de la conciencia ecuménica de la Iglesia en los
sínodos ecuménicos. También la Iglesia anglicana se apoya – por lo menos según la opinión
de su ala anglocatólico – en la continuidad de la Iglesia garantizada por el ministerio
episcopal; mientras que la Reforma del siglo XVI es vista por los anglocatólicos como una
funesta alteración de la continuidad apostólica de la Iglesia de Inglaterra.
A esto se opone en las Iglesias de la Reforma y en las Iglesias independientes y las sectas
una autocomprensión de la Iglesia marcada por la idea de una profunda decadencia del
cristianismo en la Iglesia institucional. No es raro que la institucionalización misma de la
Iglesia es vista como un síntoma de decadencia. Ahora, la idea de la decadencia también
puede tener sus raíces en una falta de comprensión de los discípulos por las palabras de su
maestro, o en una disminución de la radicalidad moral original de las comunidades en
observar las exigencias evangélicas, sobre todo los preceptos del Sermón del Monte. Ya
Marción (en el siglo II) afirma que los propios discípulos de Jesús no entendieron
correctamente a su maestro y que produjeron la regresión de su doctrina a la religión judía
de la ley, corrompiendo de esta manera su Evangelio. De esta manera surgió el primer
canon neotestamentario – como colección de los pocos escritos paulinos que según la
opinión de Marción, no fueron corrompidos por la decadencia, y del Evangelio según San
Lucas purificado. La conversión de Tertuliano al montanismo se debe también a la idea de
la decadencia; para él, el papa Calixto, al abolir el rigorismo ascético de la ética evangélica
y admitir una segunda penitencia también para los miembros de la comunidad que
cometieron un pecado mortal, se reveló como autor decisivo de la decadencia.
La idea de la decadencia de la Iglesia pertenece también al padrón doctrinario estándar de
la visión de la Iglesia sostenida por los “herejes” medievales, los valdenses y albigenses.
Ellos veían la verdadera caída de la Iglesia en la transformación de la Iglesia sufriente de la
época de las persecuciones en la Iglesia imperial triunfal de la era constantiniana. Lutero
aplicó luego esta idea de la decadencia a la Iglesia romana de su tiempo. Para él, el propio
papa era el anticristo, que se había sentado en el nombre de Cristo en la cátedra de su
representante en Roma y que desde allí había iniciado su dominio sobre la Iglesia. También
las corrientes revolucionarias de la Reforma, como por ejemplo Tomás Müntzer (1468-
1525), basaban su actividad revolucionaria en la idea de la decadencia. En Gottfried Arnold
(1666-1714), esta idea llegó a su grandiosa exaltación y a la categoría de un Leitmotiv para
el estudio científico de la historia de la Iglesia. De manera similar, puede observarse la idea
de la decadencia en los grandes líderes espirituales y políticos de la Revolución inglesa,
desde Oliverio Cromwell (1599-1658) hasta los quintomonarquistas, los cuáqueros y
bautistas.
En realidad, la idea de la decadencia es fundamento de todo concepto de Reforma. Los
sostenedores de este tipo de conciencia eclesiástica están convencidos que por cierto la
forma ideal y perfecta de la Iglesia cristiana había sido realizada en los comienzos de la
historia de la Iglesia en la “comunidad primitiva”, pero que luego se produjo una caída de
esta Iglesia de su “primer amor”, y que la tarea de la reforma consistía precisamente en
devolver a esta Iglesia degenerada aquella forma “primitiva”. Este es el verdadero punto de
partida de toda forma de “primitivismo” (F. H. Littell) en la historia de la Iglesia, que se
repite con modalidades siempre nuevas hasta en los últimos movimientos de reavivamiento.
Se manifiesta de manera particularmente vigorosa en las comunidades pentecostales, que
quieren restaurar las condiciones de la comunidad primitiva basadas en la libre
manifestación de los carismas. Los conceptos básicos de la historia de la Iglesia del
occidente – renovación, reforma, restitución – se basan en esta idea de la decadencia y del
“primitivismo” vinculado a la misma, ocasionalmente acompañado por un fuerte
antihistorismo. Este exige que se renueve en la actualidad una determinada imagen de la
“Iglesia primitiva”, que en realidad es una imagen dogmática, no histórica. Una variante del
primitivismo reformador intenta por el contrario demostrar la continuidad histórica de la
Iglesia precisamente a través de las épocas de decadencia, salvando de esta manera la
continuidad de la Iglesia. Esta tendencia distingue por ejemplo a los reformadores como
Calvino y Lutero del primitivismo de las sectas medievales. Si bien Lutero niega la eficacia
del sacramento de la ordenación sacerdotal y la sucesión apostólica de los obispos como
garantía de la continuidad de la Iglesia, él, en lugar de una continuidad garantizada
institucionalmente, afirma una continuidad espiritual, garantizada por la sucesión de los
“testigos de la verdad”, que también en tiempos de la decadencia han sostenido la verdad
del Evangelio, dando testimonio de la misma con su martirio. Entre ellos también se
encuentran aquellos fieles cristianos que como supuestos “herejes” han sufrido persecución
y el martirio por parte de la Iglesia institucional. Aquí ya comienza la gran revalorización
crítica de la historia de la Iglesia, realizada de manera metódica y magistral por Gottfried
Arnold.
Ocasionalmente, las ideas de continuidad y decadencia también se complementan. En la
Iglesia Presbiteriana de Escocia encontramos la idea de la sucesión apostólica de los
presbíteros; la organización presbiteriana de la comunidad, por su parte, se concibe como el
principio ordenador que le fue dado por Cristo. Según su concepción, la Reforma produjo la
restauración de este principio constitutivo de la Iglesia primitiva, que nunca dejo de existir
totalmente, ni siquiera en los tiempos de la decadencia de la Edad Media.
Las ideas de continuidad y decadencia cumplen también un importante rol en la conciencia
histórica de las Iglesias independientes que se formaron en tierras americanas. Su
autoconciencia de Iglesia es determinada por la oposición a la degeneración de la Iglesia
estatal de Europa, sin hacer diferencia fundamental alguna entre las Iglesias estatales de
tipo católico romano, anglicano o luterano. A los adeptos de la idea de la Iglesia libre e
independiente, América se les presenta como el “nuevo mundo”, el “desierto” al cual huye
la verdadera Iglesia, la “mujer vestida del sol” del Apocalipsis (Ap 12,1), perseguida por el
dragón de la Iglesia estatal, para dar allí a luz a su hijo y renovar la Iglesia primitiva, en la
cual se proclama el “Evangelio eterno”. Las Iglesias americanas libres, que por su parte se
separaron de la corona inglesa y de la Iglesia estatal anglicana sólo después de una larga
lucha, y en la Revolución de 1776 se liberaron de las normas de la Iglesia oficial que
estaban también en vigencia en las colonias inglesas de América del Norte, están
fuertemente marcadas por la idea primitivista de un nuevo comienzo en las tierras del
nuevo mundo, como también por la oposición a la decadencia de la Iglesia de “Babilonia”
de Europa. Sin embargo, esta concepción tiene la desventaja de ver América únicamente
con los ojos de los inmigrantes europeos, que comienzan aquí en el “desierto” un nuevo
capítulo de la historia de la Iglesia, libre del peso de los errores del pasado. En el fondo, se
ignora la historia propia de la América antigua. Recién los Mormones trataron de mostrar la
continuidad de una historia de la salvación propia del continente americano. Esta historia
corre paralelamente a la historia de la Iglesia europea, pero sin presentar los síntomas de la
decadencia de aquella; y ha salvado el “Evangelio eterno” de la historia primitiva de
América a través de todos los siglos, hasta surgir este Evangelio de manera nueva y pura en
la revelación del Libro de Mormón dirigida a Joseph Smith (fallecido en 1844), el fundador
de la “Iglesia de Jesucristo de los Santos de los últimos días”. La continuidad entre la
historia de la salvación del viejo y del nuevo mundo es dada por la idea de que los
habitantes primitivos de América provienen de las diez tribus perdidas de Israel, que
emigraron de Palestina a América. De esta manera, se afirma una raíz genealógica común
del desarrollo de la historia de la salvación en tierras europeas, asiáticas y americanas.

6. La relación con el judaísmo y el Antiguo Testamento

Desde el inicio, la relación del cristianismo con el judaísmo fue sumamente tensa, pues era
marcada simultáneamente por la continuidad y la discontinuidad. La continuidad era dada
por el hecho de que Jesús era judío, que él mismo se consideraba como el cumplidor de las
promesas salvíficas veterotestamentarias sobre la venida del Mesías Hijo del Hombre, y
que tal anuncio había sido aceptado por una parte de los judíos palestinenses, sobre todo,
entre los adeptos de una expectativa de la venida inminente del fin de los tiempos, como lo
fueron los discípulos de Juan el Bautista. Los milagros que él realizó y que vinculaban el
perdón de los pecados a la curación de enfermedades de todo tipo y con expulsiones de los
demonios, contribuyeron en reforzar la fe en Jesús como el cumplidor de las promesas del
Antiguo Testamento. No sólo la figura de Jesucristo, sino también la comunidad que se
formó en torno a él fue considerada de manera creciente como la realización de las
promesas salvíficas del Antiguo Testamento. Mediante la exégesis tipológica “pneumática”
se constató una rea cada vez más densa de relaciones entre estas promesas y su realización
en la figura de Jesucristo y en la historia de la Iglesia. De esta manera, el libro sagrado del
judaísmo – “la Escritura” – se convirtió en el libro sagrado de la Iglesia cristiana, que
consideraba a su Señor y se consideraba a sí misma como el cumplimiento de sus promesas
de salvación. Sólo poco a poco fue surgiendo al lado del canon de las escrituras judías, una
colección cuidadosamente seleccionada de escritos cristianos, cuya autoridad se basaba en
su origen apostólico: el “Nuevo Testamento”. Éste, por su parte, asignaba el máximo valor
al hecho de dar testimonio de su conexión interior con la “Escritura”, la cual, llamada ahora
“Antiguo Testamento”, pasó a ser la primera parte de la colección eclesial de escrituras
reveladas.
Este desarrollo fue reforzado por el hecho de que la misión cristiana se difundía sobre todo
en el ámbito de las comunidades sinagogales de la diáspora judía. La dispersión de estas
comunidades por todo el mundo, sobre todo en las ciudades del imperio romano en Siria,
Egipto y las ciudades de Asia menor hasta África del Norte, Sicilia, Italia, Galia y España,
fue la matriz de la difusión de las comunidades cristianas. Fue decisivo que desde el primer
siglo precristiano las comunidades sinagonales de la diáspora judía también ya habían
comenzado a desarrollar una misión entre los no judíos, admitiendo en número cada vez
mayor y en diferentes grados a paganos a las reuniones cúlticas, ya sea como miembros del
grupo algo más externo de los llamados “temerosos de Dios” (sebómenoi), o como
prosélitos, los que por la circuncisión se convertían en miembros plenos de las
comunidades sinagogales. La conexión con el judaísmo fue reforzada aun por el hecho de
que las comunidades judeocristianas habían adoptado el sistema judío de la organización de
las comunidades, a saber, el presbiterio. Asimismo adoptaron juntamente con las Sagradas
Escrituras también gran parte de las formas cúlticas de la sinagoga, como la lectura de las
Escrituras, la predicación y la oración. El canto sinagogal de los salmos se convirtió en un
elemento importante de la liturgia de las comunidades cristianas. La organización
suprarregional de las comunidades judeocristianas también adoptó la práctica de la
asociación de las sinagogas judías. Esta vinculación halló su expresión visible en un tributo
que las diversas comunidades de la diáspora pagaban a la comunidad de Jerusalén.
En el transcurso de este desarrollo, la Iglesia cristiana parecía estar en el mejor camino de
convertirse en una secta judeocristiana. De hecho, la evolución de las cosas en Jerusalén
tomó esta dirección, tanto más, porque allí el judaísmo tenía en el culto del templo el centro
de las prácticas diarias de su piedad. Los miembros de la comunidad judeocristiana en
Jerusalén no sólo observaban las leyes rituales y las costumbres judías, sino que también
participaban en el culto del templo, exigiendo también de los paganocristianos la
observancia de la ley, inclusive la circuncisión. Este desarrollo fue reforzado todavía por el
hecho de que Santiago, el hermano carnal del Señor, conocido por una observancia
particularmente rigurosa de la ley y las prescripciones cúlticas del templo, ocupaba una
posición de liderazgo en la comunidad de Jerusalén.
La discontinuidad recién se produjo por el hecho de que la mayoría de los portadores de las
promesas del Antiguo Testamento no aceptaban la fe en el cumplimiento de estas promesas
en la persona de Jesucristo. Ésta ya había sido la experiencia decisiva de la predicación de
Jesús: él se sabía enviado en primer lugar “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt
10,6). También Pedro y Pablo se dirigían primeramente a los judíos. Juntamente con la
experiencia de la actitud de rechazo por parte de los judíos, fue sorprendente para el propio
Jesús el hecho de que personas no judías, samaritanos y paganos se abrían a su mensaje de
salvación, causando particular impresión el hecho de que entre estos interesados también
había miembros de las fuerzas de ocupación romana de Palestina, odiada por motivos
políticos y religiosos por los judíos. También en las comunidades sinagogales, en las que
los discípulos de Jesús difundían su mensaje, un número particularmente grande de
miembros del círculo de los Sebómenoi y de prosélitos, es decir, antiguos paganos, se abría
a la nueva doctrina. En Jerusalén mismo, la doctrina cristiana halló especial resonancia
entre los judíos de la diáspora, que venían a Jerusalén desde las diversas provincias del
imperio romano. En sus respectivas patrias, vivían en un judaísmo sinagogal puramente
espiritual, sin templo ni sacrificios, y se mostraban críticos con relación al judaísmo
conservador relacionado con el templo. Además, en sus comunidades de origen ya estaban
acostumbrados a convivir con simpatizantes paganos.
La discontinuidad se volvió claramente visible en la cuestión de la observancia de la ley,
cuestión ésta de fundamental importancia para el judaísmo. En la comunidad judeocristiana
primitiva, coexistían lado a lado dos líneas. Una exigía la inclusión de los paganos
convertidos a la comunidad de la religión judía, con plena observancia de la ley incluyendo
la circuncisión. Por su parte, las “columnas” (Santiago, Pedro y Juan) estaban dispuestas a
conceder que Pablo y Bernabé realizaran la misión de los paganos sin sumisión a la ley. A
pesar de este acuerdo, decidido en el llamado Concilio de los Apóstoles en Jerusalén, Pablo
tuvo que enfrentar la oposición de una misión judaizante en Galacia y en Corinto.
En Pablo mismo se percibe claramente la tensión entre continuidad y discontinuidad. De
acuerdo a su concepción, la elección del “Israel según la carne” (1 Co 10,18) sigue en
vigencia; pero la pertinencia al pueblo de Dios no depende de la herencia carnal, sino de la
espiritual (Rm 9,6-7; 4,13; 2,28). Por eso tampoco es necesario que el pagano creyente
tenga que convertirse en judío para pertenecer al pueblo de Dios. Por consiguiente, los
paganos no deben ser obligados a circuncidarse. La verdadera circuncisión no es la del
cuerpo, sino la del corazón (Rm 2,29). La salvación depende únicamente de la gracia de
Dios. El acceso salvífico al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como Dios y Padre de
Jesucristo, quedó libre del muro (Ef 2,14) del ritualismo y del nacionalismo que bloqueaba
el camino a los paganos. Al lado del antiguo Israel está ahora el nuevo Israel espiritual.
Ahora bien, ¿puede haber dos Israel? Pablo intentó solucionar el problema, que le
preocupaba profundamente, con la parábola de los dos olivos (Rm 11,17-24), absurdo desde
el punto de vista de la agricultura. Esta parábola permite reconocer claramente el origen de
todos los conflictos posteriores: del verdadero olivo (Israel) son cortadas algunas ramas
(judíos, por causa de su incredulidad), y en su lugar son injertadas ramas de olivo silvestre
(paganos, por su fe). Pero Pablo no queda tranquilo con esta solución propuesta con esta
alegoría. Él deja entrever que al final de los tiempos, volverán a ser reinjertadas también las
ramas cortadas del verdadero olivo.
De hecho, la Iglesia del siglo II pasó por una fase clara de separación del judaísmo y de
liberación de su tradición judía. El hecho político de que Jerusalén fuera derrotada
finalmente en su lucha de liberación del dominio romano y que la conquista de Jerusalén en
el año 70 por el ejército romano al mando de Tito llevó a la destrucción del templo y de la
ciudad y al exterminio y la expulsión de sus habitantes, no es la causa principal de la
desaparición del judeocristianismo. En obediencia a ciertas profecías, numerosos miembros
de la comunidad judeocristiana se habían salvado refugiándose en la Transjordania (Pella).
Es posible que incluso después del año 70 se formaran nuevamente algunas comunidades
judeocristianas en Palestina. Nada impedía que de estas comunidades “residuales” surgiera
una regeneración del judeocristianismo clásico.
Ya en el Evangelio según San Juan se proyecta una pesada sombra sobre “los judíos”, que
exigen la crucifixión de Jesús, a pesar de que Pilato “no encuentra ningún delito en él” y
“trataba de librarle” (Jn 18,38; 19,12). Los otros Evangelio también evidencian la tendencia
de disculpar a los romanos y de atribuir la culpa por la muerte de Jesús a “los judíos”. Ante
la aseveración de Pilato: “Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis”, el
pueblo de los judíos responde: “Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos” – un grito,
que en la exégesis de la Iglesia de los siglos posteriores fue entendido como una confesión
espontánea de culpa colectiva de los judíos por la muerte de Jesús (Mt 27,24-25).
Ambas partes se desarrollaron por caminos separados, y las dos se modifican en este
distanciamiento. En la proclamación paganocristiana se impone cada vez más fuerte la idea
de la novedad del mensaje cristiano de salvación: el “Nuevo Testamento”, el “nuevo
mandamiento”, la “vida nueva”, la “nueva existencia del espíritu”, la “nueva criatura”, el
“hombre nuevo”, el “nuevo camino”, la “nueva canción”, el “hablar en lenguas nuevas”, la
“nueva Jerusalén”, el “nuevo cielo y la nueva tierra”, “he aquí, yo hago nuevas todas las
cosas; ustedes son un nuevo fermento”. En Marción (a mediados del siglo II), la conciencia
de la novedad del mensaje cristiano se convierte en el motivo de una completa separación
del Dios y del libro del Antiguo Testamento. Este Dios no es el padre de Jesucristo, sino el
señor de este mundo; Jesucristo no es el enviado del Dios veterotestamentario, sino de un
Dios hasta entonces “desconocido” y “extraño”, cuyo mensaje constituye la “antítesis” del
mensaje del Dios del Antiguo Testamento – el mensaje del amor revelado, que supera la ley
cruel de la justicia. Con Marción, el distanciamiento del judaísmo llega a tal punto que él
rechaza el Antiguo Testamento como documento cristiano de revelación. Marción ve
incluso en los libros que tiene a su disposición y que más tarde fueron incluidos en el canon
neotestamentario, una falsificación perversa de la tradición cristiana por interpolaciones
judaizantes. El primer esbozo de un canon neotestamentario se remonta a los esfuerzos de
Marción de oponer a la “Escritura” de los judíos un “Evangelio” cristiano, constituido por
diez epístolas paulinas (sin las epístolas pastorales) y el Evangelio según San Lucas,
supuestamente paulino, depurado de deformaciones judaizantes. Este intento de Marción
fue rechazado por la Iglesia cristiana como herético. A pesar de ello, la imagen del
judaísmo se fue oscureciendo cada vez más en la conciencia de la Iglesia proveniente del
paganismo.
Por otro lado, parece que con el surgimiento del cristianismo se extinguió el impulso
misionero del judaísmo helenístico. El judaísmo, que desde el segundo siglo precristiano
había dado el paso para convertirse en religión universal, vuelve a ser un “pueblo” y regresa
a la conciencia exclusiva de su elección. Ve como una arrogancia y como enajenación ilícita
la aplicación cristiana de la “Escritura” a Cristo y a la Iglesia.
Por de pronto, los destinos del judaísmo y del cristianos todavía permanecen ligados entre
sí por el hecho de que las autoridades romanas no hacían ningún esfuerzo de diferenciar
entre las dos religiones. Los cristianos eran considerados una secta judía; la ira del
emperador romano contra la insubordinación de los judíos, que se enfrentaban al dominio
romano con constantes rebeliones, recaía también sobre los cristianos. Con todo, en la
diáspora del imperio romano la religión judía era considerada como una “religio licita”, con
llamativos privilegios como por ejemplo el derecho de practicar libremente sus costumbres
religiosas y de estar exenta del culto al emperador, mientras que el cristianismo era una
“religio illicita”. La persecución de los cristianos se originó por la negación de los
cristianos de ofrecer el sacrificio al emperador, tal como la ley se lo imponía. Las tensiones
entre ambos crecieron cuando bajo el emperador Constantino el propio cristiano asumió el
lugar del antiguo culto al emperador y fue elevado a la categoría de religión del imperio. Si
bien la religión judía continuó siendo aún “religio licita”, el judaísmo de Palestina, Siria y
en el occidente cayó bajo el dominio del estado cristiano, y la legislación sobre los judíos
quedó bajo la influencia directa de la iglesia imperial. Al mismo tiempo el judaísmo se
convirtió en objeto de la misión cristiana. La legislación especial sobre los “herejes”, que se
oponían a la ortodoxia dominante de la iglesia imperial, llevó a que las medidas contra las
herejías también fueran extendidas a los judíos. Juntamente con las disposiciones contra
herejes cristianos y samaritanos, las leyes del emperador Justiniano (527-565) incluyen
también severas determinaciones contra los judíos. Su “Corpus iuris civilis” so convirtió en
el patrón para la legislación sobre los judíos en la Edad Media. Desde entonces, sobre el
judaísmo en Europa pesó el nefasto destino de verse incluido en las diversas medidas
administrativas, policiales o militares contra los herejes e infieles, durante todo el tiempo
del imperio cristiano y del dominio de la Iglesia católica. En el reino merovingio, se le
imputaba a los judíos la culpa por las victorias de los ejércitos islámicos sobre los
cristianos, ya que los judíos, tal como los musulmanes, negaban la divinidad de Cristo. En
España, los judíos se entendían bien con los visigodos, mientras estos eran arrianos.
Después de la conversión de los visigodos al catolicismo bajo el Rey Recaredo I (586-601),
fueron restringidos fuertemente los derechos de los judíos y se planificó su total expulsión
del reino visigodo, de modo que la conquista árabe de la península de los Pirineos fue
considerada por los judíos finalmente como una liberación.
El hecho de que los cristianos colocaban a los judíos y a los musulmanes en un mismo
plano produjo efectos catastróficos en las cruzadas. En las tres primeras cruzadas (1009,
1147, 1189/90), cruzados organizados y no organizados, juntamente con hordas incitadas,
comenzaron su lucha contra los “infieles” con el saqueo de numerosos guetos en los
obispados de occidente y a lo largo del Río Rin, pero también en Bohemia, impulsando con
ello las grandes migraciones hacia el oriente de los judíos alemanes en dirección a Polonia
y Rusia. La lucha de la Iglesia contra los herejes, como los valdenses y albigenses, también
fue fatal para el judaísmo. El Sínodo de Letrán de 1215 bajo Inocencio III prescribió trajes
especiales para los judíos y los excluyó de los cargos públicos. La institución de la
inquisición y el hecho de que fuera confiada a la orden de los dominicanos produjo una
nueva ola de persecuciones, ya que esta orden también se había puesto como meta la
conversión de los judíos. Las guerras husitas y de los turcos produjeron también
persecuciones: el franciscano Juan de Capistrano predicó en el sur y en el este de Europa
contra los turcos y contra los judíos.
Desde sus comienzos, la Iglesia cristiana consideró la misión de los judíos como su deber.
En la Edad Media, ello produjo frecuentemente conversiones forzadas; la inquisición, a la
que se le había encomendada la misión de los judíos, disponía para ello de todos los medios
estatales y policiales. Al lado de ello, ocasionalmente también se promovían discusiones
públicas entre teólogos judíos y cristianos. Si bien estas discusiones eran ordenadas por las
autoridades cristianas del estado o de la Iglesia en el marco de su tarea misional, de todos
modos contribuían a un mejor conocimiento mutuo. En España, la propia Iglesia llegó a
cuestionar las conversiones masivas y forzadas de judíos, poniendo a los cristianos
“forzados”, los marranos (en hebreo, anusim = los forzados u obligados), bajo el control de
la inquisición. Después de la unificación de los reinos de Aragón y Castilla bajo los “reyes
católicos” Fernando e Isabel en el año 1469 y luego de la victoria sobre los últimos
dominios moros en Granada, los judíos fueron expulsados definitivamente de España
(1492) y de Portugal (1497). Pero también muchos marranos dejaron España en esa época,
refugiándose en Navarra, en el norte de Francia, en las ciudades hanseáticas, en Italia,
Grecia (Salónica) y en Turquía.
Al lado de las conversiones forzadas – casi siempre combinada con una persecución –
siempre hubo conversiones aisladas de judíos al cristianismo por razones de convicción
interior. En todos los siglos, la historia de la Iglesia católica cuenta entre sus teólogos y
obispos un cierto número de judíos convertidos. En algunos casos, precisamente estos
judíos convertidos se destacaron de manera especial por la persecución de sus antiguos
correligionarios. Un ejemplo importante para la historia eclesiástica, de la época de la
reconquista española, es el arzobispo Pablo de Burgos, un judío con formación rabínica
(Salomón ben Leví), que en 1412 siendo obispo de Cartagena, redactó una ley en la corte
de Castilla, que debía llevar a los judíos a la conversión mediante la privación de sus
derechos sociales. Poco antes de la aparición de Lutero, se constata la actuación del
dominicano de Colonia, Juan Pfefferkorn (1469-1523/23), un convertido que exigía la
destrucción de los escritos judíos. Juan Reuchlin lo enfrentó valientemente en 1511 con su
obra “Augenspiegel”.
En su forma más radical, la discontinuidad lleva a una actitud radicalmente antijudía, que
preparó el terreno para el antisemitismo moderno. Éste, por su parte, no tiene raíces
teológicas, sino ideológicas, principalmente una doctrina racista de motivación ideológica
basada en una aplicación pseudocientífica al ser humano de conocimientos biológicos
obtenidos del mundo animal. El antisemitismo moderno, que bajo el régimen del
nacionalsocialismo llevó en época reciente a un exterminio sistemático de los judíos, a
pesar de tener en el fondo una orientación anticristiana, se apropió en parte de temas
tradicionales de la polémica de la Iglesia contra el judaísmo para fundamentar su
propaganda antisemítica.
Cuando se descubrieron las dimensiones de los crímenes perpetrados en nombre del
antisemitismo, surgió en las iglesias cristianas una reflexión más intensa sobre la
vinculación íntima entre el judaísmo y el cristianismo, lo que en todos los países llevó a la
creación de numerosas instituciones dedicadas a la “colaboración judeo-cristiana” en el
campo científico y práctico. En esta materia, le cabe una tarea especial a las instituciones
ecuménicas en Jerusalén.
Al lado de las sombrías y fatales consecuencias de la discontinuidad, existe una página más
luminosa en la historia de las relaciones mutuas, que se manifestó en todas partes donde
logró imponerse la conciencia de la continuidad. A lo largo de toda la historia de la Iglesia,
la teología cristiana constantemente recurrió a la ciencia bíblica judía, sobre todo en el
terreno de los comentarios bíblicos y de las traducciones de la Biblia. El extraordinario
trabajo de Orígenes (185-254), una edición paralela con los textos hebreos del Antiguo
Testamento – en escritura hebrea y en trascripción griega – y con las traducciones griegas
de Aquila, de Símmaco, de la Septuaginta y de Teodoción, era inconcebible sin los
conocimientos de la ciencia veterotestamentaria del judaísmo alejandrino. El principal
objetivo de Orígenes fue crear una base de texto segura para las discusiones teológicas con
el judaísmo. Jerónimo, el autor (a partir de 383) de la traducción de la Biblia al latín, la
Vulgata, posteriormente elevada a la categoría de texto canónico, aprendió hebreo con un
judío bautizado. Lutero, en su traducción del Antiguo Testamento al alemán, también se
dejó asesorar por rabinos. Igualmente, la exégesis cristiana del Antiguo Testamento siempre
volvió a recurrir a la literatura exegética rabínica, aunque frecuentemente se camuflaron las
indicaciones de las fuentes. Judíos convertidos aportaron los resultados de sus estudios
veterotestamentarios a la teología cristiana. La glosa más importante a la Sagrada Escritura,
la “Glossa Ordinaria”, proviene de un rabino bautizado, Nicolás de Lira (fallecido en
1349); ella permite reconocer la fuerte influencia de la tradición rabínica. La investigación
del Antiguo Testamento en el ámbito de la teología cristiana muestra a lo largo de los siglos
una colaboración siempre renovada entre investigadores judíos y cristianos, adaptada a los
nuevos métodos y preguntas. Esta influencia mutua se extiende también al Nuevo
Testamento. Si hasta su emancipación a principios del siglo XIX el judaísmo sólo se ocupó
de manera polémica de Jesús y del cristianismo primitivo, durante el siglo XIX varios
sabios judíos comenzaron a investigar científicamente el origen del cristianismo. Hacia
finales de ese siglo, eruditos judíos como Josef Klausner, Leo Baeck y Rudolf Eisler
presentaron la figura de Jesús en concordancia con la tradición judía y también en
oposición a ella. Sabios judíos estimularon sobre todo la investigación, con la manifiesta
tendencia a disminuir a Pablo con relación a Jesús (A. Marmorstein, Josef Klausner, Hans
Joachim Schoeps y Martín Buber, que enfatizó la oposición de Jesús y del fariseísmo contra
Pablo y el judaísmo helenístico).
No menos intensa que la contribución exegética, intelectual y de la crítica textual del
judaísmo a la investigación vetero- y neotestamentaria, fue su participación filosófica y
teológica en el desarrollo de la teología y la mística cristianas. La escolástica medieval de
todas las tendencias teológicas es impensable sin la gran contribución que suministró el
renacimiento judío-árabe mediante la transmisión de la filosofía aristotélica y neoplatónica.
Luego de la clausura de las universidades paganas en el ámbito del imperio bizantino, las
fuentes de esta filosofía permanecieron cerradas para el occidente; pero fueron transmitidas
a los eruditos árabes y judíos por los profesores paganos que emigraron a Siria y Persia, y
retornaron desde allí a Europa a través de Sicilia y España. Este renacimiento judío-árabe,
que surgió en España cuatrocientos años antes que el Renacimiento en Italia, se presenta así
como continuación directa del helenismo, que se fusionó con la cultura árabe y persa en
Bagdad. Los sabios judíos de España transmitieron al occidente cristiano no sólo textos
olvidados de Aristóteles en traducción latina, sino que ejercieron influencia directa sobre
los líderes de la escolástica cristiana con sus propios trabajos teológicos, como sucedió por
ejemplo con Salomón ibn Gabirol (Avencebrol, 1021-1070) a través de su “Fons vitae”.
También se encuentran fuertes influencias de la teología y la mística judías en Maestro
Eckhart, que actuó en París y en Colonia como profesor de teología, y cuya segunda
versión del comentario al Génesis se basa en el comentario correspondiente de
Maimónides. La crítica de Maimónides a la idea aristotélica de la eternidad del mundo y de
la doctrina neoplatónica de las emanaciones ejerció influencia directa sobre las doctrinas
sobre Dios y la creación de Alberto Magno, Tomás de Aquino y su discípulo Maestro
Eckhart.
La mística judía ejerció una continua influencia sobre la mística cristiana también en los
siglos posteriores. Leone Ebreo (Juda Abrabanel, 1437-1509) unió en sus “Dialoghi di
amore” la mística de amor del neoplatonismo italiano con la mística de la cábala judía,
influenciando fuertemente la mística barroca.
La cábala cristiana constituye una forma particularmente llamativa de la influencia de la
mística judía. Ella se remonta a judíos españoles convertidos del siglo XIII, que buscaban
referencias a doctrinas de la fe cristiana en las doctrinas secretas de la tradición esotérica
del judaísmo. Juan Reuchlin (1455-1522) es luego el portavoz más importante de la cábala
cristiana. Para el pietismo radical, especialmente para sus grupos místicos separatistas, la
obra “Cabbala Denudata” del caballero Knorr von Rosenroth (1636-1689) llegó a constituir
el impulso más importante. Pasando por la teosofía de Friedrich Christoph Oetinger, la
influencia de esta obra se extiende hasta Friedrich Schelling (1775-1854). Esta influencia
directa de la mística judía sobre la piedad cristiana prosigue hasta Leo Baeck y Martín
Buber.
La emancipación del judaísmo modificó radicalmente la actitud del cristianismo para con el
judaísmo. Después del hecho pionero de la concesión de los derechos civiles a los
ciudadanos judíos en Francia por la Asamblea Nacional del 27 de septiembre de 1791 y
luego de los pasos legislativos correspondientes en otros países europeos, se le quitó en
principio el carácter de “nación” al judaísmo y se le reconoció el rol de una confesión. Este
cambio llevó a muchos judíos a una conversión espontánea a alguna Iglesia cristiana,
siendo las preferidas las Iglesias protestantes, consideradas más liberales. Es típica la
evolución religiosa del padre de Karl Marx, que a través de la filosofía de Kant, llegó a la
adhesión interior a la Iglesia Evangélica de Renania. Por otro lado, convertido en una
confesión, recién ahora el judaísmo comenzó a desarrollar nuevamente una conciencia
misionera, a la cual servían los numerosos institutos científicos del judaísmo fundados a
partir de ese momento.

7. La relación con la cultura helenística

El encuentro del cristianismo con el helenismo es el modelo de una interacción que habría
de repetirse a lo largo de la historia en el encuentro con otras culturas, como las culturas
asiáticas de la India y de China, y como actualmente se repite a escala global en la misión
cristiana mundial. La penetración del espíritu griego y la alianza entre el mismo y el
Evangelio es el acontecimiento más importante de la historia de la Iglesia del siglo II y se
prolonga a lo largo de los siglos siguientes. Harnack designó el dogma como “el producto
de la helenización del cristianismo” y ve en la gnosis el proceso de la “helenización aguda”
y en la formación de la teología griega la modalidad eclesiástica de la paulatina
helenización. Pero el proceso de helenización no se limitó al dogma, sino que ocurrió en
todos los ámbitos de la vida de la Iglesia – en la liturgia como en su constitución, en su
ética y en su mística como en el arte eclesiástico. Frecuentemente este proceso se ha
interpretado como una respuesta a la creciente penetración de elementos judíos a la Iglesia
antigua. Pero eso no es correcto, porque el judaísmo tardío mismo había pasado por un
intenso proceso de helenización, como lo evidencia sobre todo la obra teológica del judío
Filón de Alejandría (alrededor del año 40 d. C. en Roma), tanto en la modalidad de su
exégesis del Antiguo Testamento como también en la sistematización conceptual de su
contenido religioso. Ya Filón introdujo el concepto griego del Logos en la teología del
Antiguo Testamento, al identificar el Kyrios veretotestamentario con la razón cósmica, la
idea cósmica, el principio de ordenación del cosmos. La novedad de la teología de los
llamados “Apologistas”, los defensores del cristianismo contra su contexto pagano en los
siglos II y III, no es, pues, la introducción del concepto del Logos en la teología, sino su
identificación con el Mesías Hijo del Hombre, que se hizo hombre en Jesucristo. Sólo a
través de esta identificación proporcionó al hecho histórico de la aparición de Jesús un
significado metafísico, ligando la cosmología y la filosofía de la religión a una persona que
se manifestó en el tiempo y en el espacio. Esta identificación del Logos con la figura
histórica de Jesucristo fue el punto de partida decisivo para la fusión de la filosofía griega
con la herencia apostólica, atrayendo la clase griega instruida al cristianismo.
Esto de ninguna manera fue un proceso natural. Pablo había subrayado enfáticamente la
oposición entre la “necedad” del Evangelio y la “sabiduría de este mundo”, subrayando de
manera especial que el Evangelio era una “necedad para los gentiles” (1 Co 1,23). No
obstante eso, también Pablo ya evidencia todas las marcas del pensamiento helenístico,
como correspondía a la tradición rabínica de su maestro Gamaliel; sobre todo, permite
percibir la influencia de la terminología estoica. Pero el cambio decisivo ocurrió claramente
en la persona de Justino Mártir (fallecido alrededor del año 163), el cual, como filósofo de
profesión, expone de manera impresionante en el relato de su conversión cómo en su
búsqueda de la sabiduría encontró “la verdadera filosofía” en el mensaje cristiano.
El descubrimiento que el Logos, la razón cósmica misma, apareció entre nosotros en la
figura de Jesucristo, ejerció una enorme fascinación sobre el mundo culto de la era
helenística. El caso ejemplar para ello es Agustín, el cual, luego de leer las obras de la
filosofía neoplatónica, identifica en el libro VII de sus “Confesiones” con palabras llenas de
entusiasmo el contenido de estos escritos con las palabras del prólogo del Evangelio según
San Juan. Pero al mismo tiempo subraya como única diferencia característica entre el
Logos cristiano y el neoplatónico que el Logos “se despojó de sí mismo tomando condición
de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre”
(Flp 2,7): “Sobre esto nada dicen aquellos libros”.
Esta helenización tuvo una consecuencia significativa: el cristianismo ya no ve su
prehistoria limitada a la historia veterotestamentaria de la salvación, sino ampliada a una
dimensión universal; la historia del cristianismo aparece identificada con la historia de la
propia humanidad y con la historia universal de la religión y del espíritu. El cristianismo
mismo es la religión universal, tan antigua como el mundo; es “la religión de Adán”. El
Logos se manifestó a lo largo de toda la historia mundial en medio de todos los pueblos en
formas siempre nuevas. Siempre se manifestó como “semilla del verbo” (“logos
spermatikós”) en todas las religiones y sistemas filosóficos, pero sólo en Cristo tomó forma
en toda su plenitud y apareció entre los hombres como maestro de la verdadera filosofía.
Este pensamiento fue ampliado cada vez más por los apologistas y sobre todo por las
cabezas de la escuela catequética de Alejandría, que cultivaban el diálogo con la tradición
griega en este gran centro de formación helenística. Se halla formulado en Clemente de
Alejandría bajo de forma que no sólo Sócrates y Platón pertenecen a los testigos del Logos
– posteriormente, estos filósofos paganos aparecen en los iconos de la Iglesia antigua entre
los justos redimidos que Cristo, después de conquistar el Hades, saca de las regiones de los
muertos –, sino que determinadas “chispas” o “partículas” de este Logos divino también se
reconocen en la filosofía de los persas, hindúes y egipcios. En Agustín, la idea de este
nuevo universalismo basado en la cristología del Logos se halla expresada en la afirmación
que el cristianismo es tan antiguo como la creación. Eusebio de Cesarea, el primer gran
historiador del cristianismo (260-339), declaró: “La religión perfecta, que llegó a nosotros
por la predicación de Cristo, no es nueva o extraña, sino en verdad la primera, única y
verdadera”.
Esta asimilación del espíritu griego prosigue entre los Padres griegos posteriores, llevando
incluso a una interpretación cristiana de mitos de la antigüedad, como por ejemplo del mito
de Narciso o de Hércules, cuyo sentido cristológico oculto es presentado en una
interpretación “mística”.
Con este proceso de helenización, toda la amplitud de la tradición griega penetró en el
pensamiento cristiano – no sólo el platonismo con su interpretación idealista de la realidad,
sino también la doctrina realista del ser y del conocimiento de Aristóteles, y no por último
el estoicismo con su ética y su cosmología. Pero juntamente con ello, la religión y la
filosofía helenísticas de los misterios – p. e., Hermes Trismegistós, los escritos sibilinos –
han ejercido una fuerte influencia sobre la estructuración de la liturgia y la himnología
cristianas. En la discusión entre las escuelas teológicas alejandrina y antioqueña, se
descarga la tensión entre la tradición neoplatónica de Alejandría y la aristotélica de
Antioquía.
El proceso de helenización se realizó dentro de una dialéctica dramática. Una y otra vez se
levantó el llamado de advertencia de Tertuliano contra la adaptación al mundo helénico:
“¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén, la Academia con el Gólgota?” Luego de la
victoria del cristianismo estatal en el imperio romano, juntamente con el cierre de los
lugares de culto paganos y la destrucción tumultuosa de los templos paganos, fueron
cerradas también las academias y universidades paganas. Los docentes de las escuelas de
Atenas, Alejandría y Antioquía se vieron obligados a emigrar a Siria y a Persia. De manera
similar, los ataques de las tribus germánicas en ocasión de la invasión de los bárbaros, que
se prolongaron hasta el siglo V, implicaron en occidente una considerable reducción del
sistema educativo pagano de la antigüedad clásica.
La historia posterior del cristianismo se caracteriza por fases siempre nuevas de
“helenización”, en las cuales la transmisión de la cultura griega seguía frecuentemente
caminos curiosos. En el imperio carolingio, esto ocurrió tanto a través de la Iglesia
iroescocesa, que había mantenido las tradiciones del helenismo de manera mucho más
intensiva que la Iglesia latina, sobre todo en la mística griega neoplatónica (Pseudodionisio
Areopagita); como por intermedio de Bizancio, ciudad con la cual existían relaciones
estrechas, que se manifestaron también en la arquitectura carolingia (Catedral de
Aquisgrán). En el Renacimiento del siglo XIII, que preparó la alta escolástica, fue
descubierta por intermedio de los árabes y judíos una literatura aristotélica, platónica y
neoplatónica en gran parte perdida; y en cuya transmisión desempeñaron un importante rol
Sicilia y los numerosos centros de estudios árabes de la Península Ibérica (Toledo,
Salamanca).
El encuentro del cristianismo con la cultura griega sirvió de modelo para los encuentros
análogos del cristianismo con otras grandes culturas en los siglos subsiguientes, como por
ejemplo con la cultura china en ocasión de la llegada de misioneros jesuitas a la China, o
con el descubrimiento de la filosofía de la religión brahmánica de la India y del budismo
japonés por los misioneros católicos de los siglos XVI y XVII. Sobre todo la traducción de
las obras de Confucio por el jesuita francés Philippe Couplé (1587) impulsó una nueva
reflexión sobre la teología del Logos de los apologistas de la Iglesia antigua. El
descubrimiento que en la China existía un imperio que durante más de dos mil años se
había basado en una ética que era tan cercana a la “ética natural” del cristianismo, parecía
ser una confirmación nueva y sorprendente de la idea del Logos divino que se manifiesta en
todos los pueblos, incluso fuera de la línea veterotestamentaria de la revelación. La doctrina
de la “revelación natural”, de la “religión natural”, tal como se encuentra en los comienzos
de la filosofía iluminista en Leibniz, Christian Wolff, Locke, Tindal, Toland y otros más,
recibe una fuerte influencia de esta renovación de la antigua doctrina de las “semillas del
Logos”, estimulada por el descubrimiento de las grandes religiones asiáticas.
El Renacimiento del siglo XVI trajo consigo una nueva difusión de la tradición griega. De
manera más intensa que en las fases anteriores, la armonización de las tradiciones
precristianas y del cristianismo antiguo llevó a una nueva conciencia religiosa, en la cual el
sistema demasiado extenso de la teología escolástica fue reducido a un cristianismo
racional, una ética natural y una teología natural. La apropiación de la herencia griega
ocurre esta vez bajo la influencia directa de Bizancio; primero en relación con las
negociaciones con la Iglesia bizantina en ocasión del Concilio de Unión de Ferrara y
Florencia (1438-1445), luego con la migración de numerosos sabios bizantinos al occidente
después de la conquista de Constantinopla por los turcos en el año 1453. También esta vez
la filosofía griega fue acogida en toda su multiplicidad: mientras que los humanistas
italianos como Pico de la Mirándola (1463-1494) se volvían con mayor intensidad a la
filosofía platónica y sobre todo la neoplatónica, que ellos también mezclaban con
tradiciones cabalísticas, en el humanismo alemán se impuso la tradición aristotélica. El
humanismo de los Países Bajos evidencia una fuerte influencia del estoicismo. Pero
paralelamente se redescubría la herencia de la antigüedad cristiana – el mismo Melanchton,
que por su preferencia por el texto griego original de Aristóteles colocara las bases para una
neoescolástica protestante en el ámbito de la ortodoxia luterana, también reeditó numerosos
Padres de la Iglesia. Erasmo, con su edición del Nuevo Testamento griego, abrió el camino
para una exégesis neotestamentaria basada en la crítica textual. Un hecho que caracterizó la
época de la división de la Iglesia iniciada con la Reforma fue que el humanismo se difundió
tanto en el ámbito católico romano como en el protestante. En ambas Iglesias se exigía el
estudio de la literatura griega de la antigüedad tanto precristiana como cristiana. En este
humanismo cristiano también se basaban los intentos de superación de las contiendas
confesionales, promovidas por el irenista de Helmstedt, Georg Calixt (1586-1656), que
elaboró el programa para un acuerdo sobre la base del “consensus quinquesaecularis”, la
tradición común de los cinco primeros siglos de la historia de la Iglesia.
La fusión del helenismo con el cristianismo se impuso hasta en los últimos siglos. Esto lo
evidencia la dosis de platonismo cristiano en la historia intelectual inglesa y francesa y
también una figura destacada como Friedrich Schleiermacher (1768-1834), cuya traducción
de Platón al alemán figura al lado de sus discursos “Sobre la religión”.
En tiempos recientes, las reacciones contra el humanismo cristiano siempre han provenido
de aquellos grupos que temen que en esta estrecha alianza entre el cristianismo y el
helenismo, los valores espirituales de la antigüedad precristiana invadan o eliminen las
concepciones de fe, las doctrinas éticas y las formas de vida específicamente cristianas. Se
hallan tanto en el pietismo alemán con sus ataques al “cristianismo platónico”, o sea,
desvirtuado por el platonismo; como en los programas de formación de algunas Iglesias
independientes radicales encuadradas en el movimiento de avivamiento y de su lucha
contra el racionalismo, juntamente con el cual se rechazó también un cristianismo
humanista reducido a las normas de una religión natural. También la teología dialéctica,
siguiendo a Kierkegaard, se esforzó por subrayar la discontinuidad entre el mensaje
evangélico y la tradición cultural helenística, haciéndolo sin embargo con métodos críticos
que nacieron de esta misma tradición cultural.

8. La relación con el imperio romano


En sus relaciones con el estado romano, la Iglesia cristiana pasó en los primeros siglos por
varios estadios, que de cierta forma pueden ser consideradas como modelos ejemplares para
las relaciones de la Iglesia con el estado en general.
El estado romano pagano. Los cristianos se opusieron decididamente contra la
autofundamentación religiosa del estado romano. La religión de Roma era una religión
estatal y oficial, el culto era ejercido por funcionarios del estado, las funciones sacerdotales
estaban ligadas a determinados cargos públicos. El culto constituía la base religiosa de la
conciencia del estado, del derecho y del ejército. El principal escándalo para los cristianos
era el culto al emperador, que en sus comienzos consistía en una veneración cúltica del
genio de la casa imperial, pero que pronto llevó a una veneración como dios a la persona
del soberano de turno o de su imagen. Por lo demás, para los miembros de la Iglesia
disminuyó en general la importancia del estado, ya que veían en su comunidad eclesial el
anticipo de la comunión con el Mesías Hijo del Hombre en el reino de Dios que se había
acercado, considerándose a sí mismos como ciudadanos de la ciudad celestial inminente y
como peregrinos y extranjeros sobre la tierra, cuya patria está en el cielo (Hb 11,14). Desde
ya se consideraban escogidos para el reino de Dios, como la “tercera raza”, que rompe sus
relaciones con este mundo pasajero y con ello también con su orden político. De esta
manera, queda dividida la actitud para con el estado: por una parte se le reconoce a la
“autoridad” una tarea de ordenamiento fijada por Dios y que también debe respetar el
cristiano – “Toda autoridad proviene de Dios” (Rm 13,1) –; por otra parte el estado
pertenece a este mundo “cuya apariencia desaparece” (1 Co 7,31). La palabra de Jesús: “Lo
del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios” (Mt 22,21) tiene un toque de ironía:
den al emperador el impuesto que él exige, la moneda que lleva su imagen; y den a Dios lo
que es de Dios, ¡esto es, ustedes mismos!
El estado romano y la sociedad romana respondieron a esta actitud con la difamación social
y política. Los cristianos eran considerados ateos, ya que su religión no se encuadraba en el
sistema religioso pagano políticamente sancionado, y con ello era ilegal (religio illicita). Al
mismo tiempo su culto, que se presentaba a la opinión pública como una analogía a otros
cultos de misterio, fue difamado moralmente – la Santa Cena era estigmatizada como
canibalismo.
Cuando en la opinión de las autoridades esta actitud de la comunidad cristiana, que se
expandía rápidamente, asumió formas políticamente amenazadoras, comenzaron las
medidas estatales contra la Iglesia. La ley exigía de todo ciudadano que ofreciese un
sacrificio delante de la imagen del emperador, como señal de la lealtad para con el estado.
La persecución empujó a los cristianos a la oposición abierta, creando por parte de los
representantes una psicosis de persecución, y por parte de los cristianos en muchos casos
una psicosis del martirio, que frecuentemente llevaba a provocaciones del poder estatal. La
época de las persecuciones de los cristianos por los emperadores romanos de los siglos II y
III es la era clásica del heroísmo de los mártires. Frente a la disposición de los miembros de
una comunidad religiosa a enfrentar el martirio – un fenómeno totalmente nuevo – el estado
quedó sin saber qué hacer. Primero trató de emplear medidas radicales de persecución
(ejecución pública, condenación a la muerte en el circo o al trabajo forzado en las minas,
confiscación de los bienes, destierro). Los efectos psicológicos de los numerosos martirios
sobre la opinión pública todavía eran desconocidos para las autoridades y sus
consecuencias políticas aún no eran previsibles. Fue sólo en los siglos subsiguientes que
estados anticristianos aprendieron de las persecuciones de los cristianos por el imperio
romano, tratando en lo posible en sus medidas dirigidas contra la Iglesia de no crear la
posibilidad para el martirio público. Transfirieron la persecución de los cristianos al
silencio de las cárceles y de los campos de concentración.
El choque entre una mentalidad estatal basada en el culto al soberano y una disposición
entusiasta al martirio por parte de los adversarios llevó a una polarización sin precedentes.
En el Apocalipsis de Juan, Roma es presentada como “la Gran Babilonia, la madre de las
rameras y de las abominaciones de la tierra, embriagada con la sangre de los santos y con la
sangre de los mártires de Jesús” (Ap 17,5-6), entronizada sobre las siete colinas de Roma.
El vidente anuncia triunfalmente su caída inminente, ya escucha la voz del ángel: “¡Cayó,
cayó la Gran Babilonia! Se ha convertido en morada de demonios”. Otra voz del cielo
exhorta a los fieles a alejarse inmediatamente de la “Babilonia” (= Roma) (Ap 18,4): “no
sea que... os alcancen sus plagas”. En la práctica, esto significa exigir que los cristianos se
desvinculen del estado romano, que se separen totalmente del él; es decir, se plantea una
separación no sólo interior, moral y espiritual; sino que se evite también toda actividad en
el gobierno o en la administración, en el ejército o en la jurisprudencia. Este es el trasfondo
emocional de la era de las persecuciones, con múltiples variaciones en las diferentes fases y
regiones del imperio.
Constantino fue el primer emperador romano que percibió la oposición eclesiástica contra
el imperio romano pagano como factor político, comprendiendo la fuerza unificadora de la
nueva religión, que en las persecuciones se evidenció como más fuerte que sus
perseguidores. Sacó de ello las consecuencias políticas; terminó con la persecución de la
Iglesia y la convirtió en la base de la unidad espiritual del imperio romano. Con ello, la
Iglesia pasó a ser la socia del estado cristiano, y esta colaboración (armonía, sinfonía) se
convirtió en una de las bases del “imperio cristiano”, primero en el imperio bizantino, luego
en el imperio carolingio, y finalmente en el Sacro Imperio Romano-Germano.
Roma – Bizancio – Moscú. En la perspectiva histórica del occidente, es decir, en la visión
católico-romana, Bizancio se muestra como la metrópolis del imperio romano oriental que
no se sometió al primado de Roma y que también tomó un desarrollo cismático propio en el
campo dogmático y litúrgico. Pero en la autocomprensión histórica de los bizantinos, la
historia de Bizancio es la continuación rectilínea planificada por Dios de la historia romana.
Con la denominación de “Nueva Roma” se indica tanto la continuidad como la diferencia
con respecto a la antigua Roma: la nueva Roma es portadora de la plenitud total del poder
de la antigua Roma, pero es a la vez la Roma cristiana, que vuelve realidad el derecho del
imperio romano según la ley de Cristo.
El emperador Constantino quiso erigir Bizancio como “la segunda Roma”, o sea, como una
segunda ciudad capital del imperio. Sin embargo, de hecho la “segunda Roma” muy pronto
se convirtió en la “nueva Roma”. En ello contribuyó sobre todo el hecho de que la antigua
Roma fue conquistada por los germanos, cayendo a partir de entonces en el torbellino de la
confusión política que reinaba en todo el occidente en la época de las migraciones de los
pueblos. Con ello, la antigua Roma perdió importancia como centro político y
administrativo. La “segunda Roma”, Bizancio, se transformó ahora realmente en la “nueva
Roma”, que asumió de manera plena la herencia de la antigua Roma. El concilio imperial
de Constantinopla del año 381 confirmó oficialmente esta denominación de Bizancio. La
caída de Roma es tomada como la venganza de Dios contra la metrópolis del imperio
pagano, que durante siglos persiguió la Iglesia cristiana. Desde el siglo VI se puede seguir
en ámbitos bizantinos aquella idea de la “Renovatio”, que tiene su punto culminante en el
heroico siglo XII de Bizancio: según esta visión histórica, Bizancio es la nueva Roma,
joven y vital, en contraposición de la Roma del occidente, envejecida, caduca y agonizante.
El muro de separación entre la nueva y la antigua Roma fue reforzado aún por otros dos
hechos. Primero, los papas romanos se aprovecharon en la medida en que podían de la
confusión política durante la época de las migraciones bárbaras en Italia, para ampliar
fuertemente su insaciable pretensión de dominio eclesiástico, ahora ya no limitado por la
presencia de un emperador; y también para construir una pretensión de liderazgo político en
el occidente. Se sustraían más y más del poder del emperador bizantino, impidiéndolo en el
ejercicio de sus derechos en territorio romano. En la visión de Bizancio, este desarrollo fue
visto como una rebelión abierta. En segundo lugar, esta indignación contra la antigua Roma
creció en intensidad cuando el papa por su parte se dejó llevar a una colación política con
los enemigos del imperio, los soberanos del Reino de los francos; arrogándose a conceder
por cuenta propia el título de emperador a un príncipe germano bárbaro, el carolingio
Carlos, a pesar de que el trono del imperio romano en Bizancio estaba ocupado por un
portador legítimo del título imperial romano. Desde el punto de vista romano bizantino, el
desarrollo en el occidente era una rebelión del obispo de Roma y de los reyes bárbaros del
occidente, que se concedían mutuamente cargos y títulos sobre los cuales no podían
presentar ninguna pretensión legítima. Recién ahora la idea de la “Renovatio” se amplía en
Bizancio a la idea de una “translatio imperii”, a la transferencia del imperio de la antigua a
la nueva Roma. Con el senado y la jerarquía de los funcionarios, todo el poder del imperio
se traspasó de Roma a Constantinopla. Hasta el siglo IX la Iglesia bizantina seguía
manteniendo sus derechos de igualdad garantizada con la Sede romana. El patriarca Focio
(858-867 y 877-886) trató de rechazar del todo las pretensiones del primado de Roma,
alegando que el obispo de Roma había renegado de la fe, perdiendo con ello su posición de
primacía con relación a la Sede de Constantinopla; la Iglesia de Constantinopla habría
adquirido los derechos de primacía de Roma sobre la base del Canon del Concilio de
Calcedonia (451). Para legitimar esta pretensión del primado de Constantinopla y para
sobrepasar la fundamentación de la pretensión romana con la actividad del Apóstol Pedro
en Roma, la Iglesia bizantina recurrió a la leyenda de Andrés. Atribuyó la máxima
importancia a la constatación que había sido fundada por el apóstol Andrés, el “primero en
ser llamado”, y que fue convocado al apostolado por el Señor antes que Pedro, y que fue el
que llevó por su parte a su hermano Simón Pedro al Señor (Jn 1,42). De esta manera, la
conciencia histórica de la antigua y la nueva Roma de desarrolló de tal forma que cada una
terminó por negarle a la otra la legitimidad de su primado eclesiástico y político. Cuando en
el marco de la gran acción de política exterior de la cristiandad occidental, que fueron las
cruzadas, se le brindó al occidente la oportunidad de someter políticamente a Bizancio
mediante el empleo de la fuerza militar, esto efectivamente fue realizado en el año 1206
con la conquista de Bizancio por el ejército de la cuarta cruzada, creándose el imperio y el
patriarcado latinos de Constantinopla. Fue precisamente esta conquista de Bizancio por el
occidente latino con la subsiguiente persecución de la Iglesia ortodoxa en el territorio del
imperio latino de Bizancio lo que profundizó inmensamente el cisma y confirió a la
aversión de la ortodoxia bizantina contra Roma un carácter directamente traumático, que
sólo fue superado por los más recientes esfuerzos de reconciliación y la suspensión de los
mutuos anatemas.
En 1453 la nueva Roma del Bósforo cayó en manos de los turcos. Pero esto no extinguió la
idea de una Roma bizantina. Ella continuó viviendo en Rusia. Después que la Hagia Sofía,
el centro espiritual y litúrgico de la Iglesia imperial bizantina, fuera transformada en
mezquita, el último poder ortodoxo políticamente independiente que todavía quedaba fue el
gran principado de Moscú. Moscú asumió tanto la pretensión política de un imperio romano
universal como también la pretensión espiritual de la Iglesia imperial bizantina. La
conciencia histórica y eclesiástica rusa se desarrolló sobre la base de la idea de Moscú
como la “tercera Roma”. Ya Iván III (1462-1505), que por lo demás se casó con una sobrina
del último emperador romano oriental, incluyó el águila imperial bizantina de dos cabezas
en el escudo del estado ruso, adoptó el título de “Zar de toda Rusia” e introdujo el protocolo
de la corte bizantina. Según la concepción del supremo dignatario de la Iglesia rusa le cabe,
pues, al comienzo del último milenio del mundo al gran príncipe de Moscú cuan “nuevo
Constantino” el rol de guarda y protector de la ortodoxia, y a la ciudad de Moscú, el rol de
una nueva Bizancio (cartas del estaroste Filofej de Pskov, fallecido en 1547). Bajo el
impulso de esta idea se realizó entonces la expansión del imperio ruso bajo Iván IV. Bajo
esta misma idea se dio también la elevación de la Iglesia rusa al rango de un patriarcado
propio. El 26 de enero de 1589, el metropolita Job fue instalado solemnemente en el cargo
de “patriarca de Moscú y toda Rusia”. Gracias al vigor de la idea religiosa que le sirvió de
base, el patriarcado ruso también fue capaz de superar la abolición de la constitución
patriarcal por Pedro el Grande y la introducción de una constitución sinodal bajo un
procurador del estado. Cuando el zarismo se derrumbó en las revoluciones del año 1917, la
Iglesia rusa, en medio de toda la confusión y de las graves persecuciones de la Iglesia que
ya comenzaban a producirse, nuevamente adoptó una constitución patriarcal, que logró
imponerse a pesar de la violenta resistencia inicial del gobierno bolchevique contra la
institución y su primer titular, el patriarca Ticón.

9. La actitud para con el “mundo”

En la actitud de los cristianos para con el “mundo” surgieron a lo largo de la historia de la


Iglesia cristiana una serie de comportamientos, que vistos desde afuera, parecen muy
contradictorios. Ahora bien, estos comportamientos expresan la transformación
característica por la cual pasó el cristianismo en sus comienzos y por las que vuelve a pasar
una y otra vez en sus movimientos de reforma. En los comienzos, cuando se esperaba como
inminente la llegada del reino de Dios, la actitud básica de los cristianos con relación al
mundo era la de un distanciamiento radical. El cristiano creyente se sabía trasladado por el
sacramento del bautismo y el perdón de los pecados a una nueva vida de santidad, que se
diferenciaba fundamentalmente de la vida del viejo “mundo”. “Fuimos, pues, con él
sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de
entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida
nueva” (Rm 6,4). Esto significa que en la práctica el cristiano se desliga de muchos hábitos
e instituciones de la vida del antiguo mundo. Esto ocurrió sobre todo con los ámbitos de la
vida y las costumbres que de alguna manera se relacionaban con los cultos paganos. Esto ya
comenzaba por la alimentación, ya que las carnicerías y los mataderos estaban ligados en
buena parte a los templos paganos y los sacrificios de animales que allí se ofrecían. Ya el
simple consumo de carne colocaba al cristiano ante la pregunta si no se trataba de “carne
inmolada a los ídolos” (1 Co 8). De la misma manera, los cristianos se distanciaban del
teatro, que tenía por tema los mitos de los dioses paganos, y de amplios sectores del arte y
la literatura paganos, que glorificaban también el mito pagano. Se distanciaban del servicio
militar, cuyos reglamentos estaban estrechamente ligados al culto al emperador; de los
deportes practicados en los gimnasios, que también de desarrollaban en un marco de culto
pagano; y de los baños públicos. Asimismo, hubo una separación rígida de los ámbitos
donde proliferaban la prostitución y las degeneraciones sexuales del mundo pagano, como
el circo con sus espectáculos pornográficos y sus luchas de gladiadores, en los que eran
matados los vencidos en la arena. También de distanciaban de la explotación sexual de las
esclavas, practicada dentro de los hogares mismos; de las danzas y la música extáticas,
practicadas en los cultos paganos; y del uso de drogas y estupefacientes. En la vida familiar,
rechazaban la poligamia y el divorcio, el aborto, el asesinato y la exposición de las
criaturas. En la vida diaria, se oponían a la glotonería, la gula, las ropas lujosas y otras
cosas más, que no eran compatibles con la reducción ascética de las necesidades de la vida
a un mínimo necesario. A las formas de la vida de su entorno pagano, los cristianos
opusieron un estilo de vida decididamente propio y diferente. No es posible presentar una
norma general para las diversas formas de distanciamiento, ya que éstas mismas se
modifican con la situación histórica, variando de acuerdo con los propios usos y costumbres
del “mundo”, a su vez en cambio constante. A lo largo de toda la historia de la Iglesia, se
observan las siguientes prohibiciones, en variaciones siempre nuevas:
1. Prohibición de determinadas profesiones: soldado (rechazo del servicio militar), juez,
dueño de prostíbulo.
2. Prohibición de determinadas instituciones y formas culturales: teatro, ballet,
recientemente en parte cine y televisión, literatura e imágenes obscenas. Esto se dio desde
la Iglesia primitiva pasando por el puritanismo hasta el pietismo, los movimientos de
avivamiento y las sectas radicales modernas.
3. Prohibición de fumar, en diversas Iglesias independientes y entre los antiguos ortodoxos
rusos, con la fundamentación bíblica: “no es lo que entra en la boca lo que contamina al
hombre, sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre” (Mt 15,11).
4. Prohibición del alcohol: en la Iglesia primitiva, prohibición del culto orgiástico
dionisiaco; en ciertos lugares incluso la sustitución del vino de la Santa Cena por agua;
llegando a la Ley Seca en los Estados Unidos – no del todo exitosa – impulsada e impuesta
por las Iglesias norteamericanas independientes; y a las restricciones al consumo de bebidas
alcohólicas introducidas por los puritanos y en vigencia en Inglaterra hasta el día de hoy:
cierre de los pubs y las tabernas a las 22 horas, expendio de bebidas a puertas cerradas; en
algunos estados de los Estados Unidos, prohibición de la venta de bebidas alcohólicas en
las cercanías de una iglesia.
5. Prohibición de determinadas comidas, sobre todo, entre los menonitas, de la morcilla
(por Hch 15,29).
6. Prohibición de determinadas modas de vestir, consideradas lujosas e inmorales; en
ciertas circunstancias, adopción de una vestimenta propia y simple, como entre los
cuáqueros, los Hermanos Moravos; rechazo del uso de pelucas, trenzas, miriñaque, etc.
7. Rechazo de botón y ojal, por no ser mencionados en la Biblia (los Amish), sustituidos
por corchetes.
8. Rechazo de pasaportes y sellos de reparticiones públicas, inclusive del correo, porque
los sellos son “marcas de la bestia” (Ap 14,9), según los antiguos ortodoxos rusos.
9. Rechazo de modalidades y reverencias de cortesía: los cuáqueros se niegan a sacarse el
sombrero delante de las autoridades, pues “todos los hombres son iguales”.
10. Prohibición de afeitarse: según la concepción de los ortodoxos, la barba es parte de la
“imagen de Dios”. Afeitarse es profanar de la imagen de Dios, por ello, los antiguos
ortodoxos rusos rehúsan afeitarse. El sacerdote ortodoxo tiene la obligación de usar barba y
de no cortarse el cabello.
11. Rechazo de los perros: los antiguos ortodoxos rusos están en contra de los perros,
porque Ap 22,15 dice: “Fuera los perros, los hechiceros, los impuros...”
12. Rechazo de la hechicería, la evocación de los muertos, el espiritismo, por causa de
nigromante de Endor (1 S 28 y Dt 18,9-12).
13. Rechazo de la ciencia médica y el tratamiento médico, sobre todo de la vacuna, por
grupos radicales de sanidad por la fe; rechazo de la transfusión de sangre por los testigos de
Jehová.
14. Rechazo de seguros (seguro contra fuego o granizo, seguro de vida), en algunas sectas
radicales, por considerarlo un voto de desconfianza contra la providencia divina.
15. Rechazo del pararrayos, luego de la invención del mismo por Procopio Divisch y
Benjamín Franklin, por considerarlo una intromisión sacrílega en la providencia divina.
16. Rechazo de la píldora anticonceptiva por sectas radicales y la Iglesia católica.
17. Rechazo de drogas y estimulantes: en la Iglesia antigua, rechazo de las diferentes
drogas de los cultos de misterio; rechazo del café, té y alcohol por los mormones.
18. Rechazo de la técnica moderna: los Amish prefieren el carro buggy al automóvil que no
se encuentra en la Biblia.
19. Prohibición del divorcio en la Iglesia Católica Romana y en sectas radicales.
20. Evitar personas del otro sexo, en el monacato radical y en diversas sectas dualistas
como los ducoborcios, bogomilas, escopcios.
21. Rechazo de la música instrumental en la Iglesia ortodoxa oriental, que considera al ser
humano como el único instrumento adecuado para alabar a Dios, habiendo desarrollado por
ello en altísimo grado el canto coral.
22. Rechazo de la escultura en la Iglesia ortodoxa oriental, que sólo admite iconos en el uso
litúrgico, como proyección bidimensional del modelo celestial.
23. Abstinencia política: rechazo del derecho de voto activo y pasivo por los testigos de
Jehová.

El nuevo estilo de vida de los cristianos podía manifestarse de manera agresiva, en el


alejamiento del mundo o en coexistencia pacífica.
Raramente encontramos un rechazo conscientemente agresivo del “mundo”, que podía
llevar a la provocación, como por ejemplo el rechazo del matrimonio de cristianos y
cristianas – un tema frecuente de la vida de los santos y mártires de la Iglesia primitiva.
Actitudes como ésta ocurrían en casos extremos, sobre todo allí donde los cristianos
provocaban el martirio a través de conductas demostrativas contra formas y reglas de culto
establecidas en el paganismo. Esta actitud fue asumida con mayor frecuencia después de la
victoria oficial del cristianismo y de su reconocimiento por el estado, cuando alguna turba
cristiana destruía en tumultos sin riesgo algunos templos y monumentos de culto pagano o
se dejaba llevar a linchamientos de figuras prominentes del paganismo (Hypathia, 415).
Una escena típica en Roma fue la eliminación de la estatua de la diosa victoria de la curia
romana en el año 357 a iniciativa de Ambrosio.
Esta actitud continúa en grupos cristianos de épocas posteriores, tal como en las sectas
radicales de la Edad Media. En la reforma franciscana iniciada por Francisco de Asís se
manifiestan también tales rasgos provocativos en la crítica a la Iglesia feudal y en el ideal
de la pobreza radical. Con mayor claridad aun aparece esta actitud en las sectas e Iglesias
independientes de la época posterior a la Reforma, con la diferencia de que el
distanciamiento de su estilo de vida se dirige también contra las Iglesias estatales y
regionales, pero para ellas también son del “mundo”. En ellas se perdura en la lucha por
“Filadelfia” contra “Babel” la oposición de la Iglesia primitiva contra el “mundo” pagano.
Un caso clásico de provocación lo constituye también la iconoclastia, manifiesta tanto en la
destrucción tumultuosa de las imágenes y los templos paganos por los cristianos del siglo
III al V, como en la destrucción de las imágenes católicas de Cristo y los santos en las
diversas fases de la iconoclastia de la Reforma en Alemania, Inglaterra y los Países Bajos.
La segunda actitud para con el mundo es la retirada del mundo. Si bien los “pacíficos de la
tierra” (según Sal 35,20) recién aparecen con este nombre en el movimiento alemán de
avivamiento del siglo XVIII junto a Gerhard Tersteegen (1697-1769), el temperamento de
la vida silenciosa y recogida ya puede ser constatado en los adeptos a la mística laica
medieval, y es desarrollado en la institución de las beguinas y los begardos. Esta actitud
también se constata entre los Hermanos Moravos, los anabaptistas de la época de la
Reforma (menonitas), los puritanos ingleses y las comunidades independientes en el
pietismo, y las diversas líneas del movimiento de avivamiento en los Estados Unidos; casi
siempre en relación con corrientes místicas y contemplativas. En la Iglesia católica, esta
tendencia se manifiesta en las órdenes contemplativas y en las órdenes laicas y las
hermandades. La resistencia de estos grupos contra el mundo – también contra tendencias
mundanas en la Iglesia establecida – es tenaz y sistemática, pero no provocativa, siendo
eficaz también allí donde no se mantiene oculta.
La tercera actitud es la de la coexistencia pacífica con el mundo, basada en una amplia
adaptación e inserción en el orden establecido. Esta actitud es característica para las épocas
en las que la Iglesia cristiana se empeña por refutar la acusación de ser enemiga del estado
y la sociedad, a los efectos de lograr tolerancia y aceptación por parte del estado y la
sociedad. De esta manera, durante los tres primeros siglos los cristianos tuvieron que
comprobar que si bien rechazaban el culto al emperador, ellos reconocían el orden estatal y
oraban por el emperador. En la Unión Soviética, los cristianos mostraban que si bien no
estaban a favor del materialismo dialéctico, estaban a favor del estado soviético ruso. Una
acomodación similar (el reconocimiento de los “Three selfs”) les posibilitó sobrevivir a los
cristianos en la Chica comunista. Una tal adaptación implica también el reconocimiento y la
práctica del orden jurídico constituido y las costumbres sociales, mientras éstos no hieran
directamente la moral cristiana.
Esta actitud se impone luego como la postura normal en las Iglesias estatales y regionales
establecidas, y apunta a un “cristianismo cultural”. La actitud cristiana no es inactiva en
esta fase. Se esfuerza por penetrar todo lo posible todos los ámbitos del estado, la sociedad,
el derecho, las costumbres; pero este proceso se realiza lentamente y sin choque ni fragor
revolucionario, y frecuentemente sin ser percibido. En este caso, el cristianismo se
convierte en un elemento “normal” del estado y la sociedad.
La transición de la primera a la tercera fase continúa realizándose aún hoy con cierta
regularidad en el campo misionero. Las primeras generaciones de cristianos de regiones
recién misionadas comúnmente son dominadas por una acentuada actitud de rechazo contra
el “paganismo” de su ambiente, practicado por ellos mismos hasta ese momento, pero ahora
superado. Con frecuencia, se repiten las iconoclastias de la Iglesia primitiva, eliminándose
las imágenes de los ídolos por lo menos de los hogares; son abolidas las costumbres
paganas; se evitan los símbolos, flores, instrumentos y ritos de los cultos paganos en la
liturgia cristiana. Luego – casi siempre a partir de la tercera generación – sigue un período
de acomodación, que por un lado manifiesta una mayor tolerancia, y por el otro ejerce una
influencia más consciente sobre el estado y la sociedad del entorno.
En general, las Iglesias nacionales constituyen un cristianismo cultural que tiende a la
adaptación; las Iglesias independientes y sectas en cambio representan un cristianismo
radical que exige un distanciamiento del mundo de diversos grados, llegando en el caso
más radical al planteo de la no-cooperación con el mundo. Ahora bien, este cuadro cambió
en las últimas décadas, ya que muchas de las antiguas Iglesias independientes – como los
metodistas y bautistas en países como los Estados Unidos – adquirieron el carácter de
Iglesias “populares” en el sentido de ser las Iglesias de amplios sectores de la población,
adaptándose en buena medida; mientras que las Iglesias territoriales, allí donde estuvieron o
continúan siendo expuestas a fuertes persecuciones luego de la victoria de movimientos
políticos anticristianos, comenzaron un desarrollo en dirección al movimiento de Iglesias
independientes, tal como sucedió con la Iglesia Confesante durante el Tercer Reich en
Alemania y la Iglesias ortodoxa en los países comunistas.
Es curiosa la actitud de las Iglesias con relación a la técnica. Mientras que algunas Iglesias
independientes y sectas radicales rechazan el desarrollo de la técnica moderna como
“mundano” y en la medida de lo posible evitan valerse de sus inventos (como es el caso de
los Amish), otras sectas dan mucha importancia a la perfección técnica de sus
organizaciones y sus métodos misioneros y pedagógicos, como en el caso del aparato
técnico perfecto de las grandes campañas de evangelización en las grandes urbes. Aquí la
técnica es considerada como un medio entregado por Dios a los hombres para la edificación
del reino de Dios.
En la adaptación práctica de la Iglesia primitiva a la sociedad de la antigüedad tardía fueron
tomadas en cuenta en gran escala las necesidades de la piedad popular en la Iglesia misma.
Esto no sólo se revela en las formas del culto, sino también en el calendario de las fiestas
eclesiásticas; en la veneración de la Madre de Dios, los santos y mártires; en la introducción
de un arte cristiano en las iglesias, los cementerios (catacumbas) y las casas; y en el
desarrollo de usos y costumbres populares cristianos. La piedad popular cristiana
frecuentemente cristianizó prácticas cúlticas e ideas religiosas precristianas, o por lo menos
les dio un barniz cristiano, y frecuentemente las siguió tolerando en combinación con ideas
y usos cristianos, como por ejemplo el carnaval que antecede el tiempo de ayuno de la
Cuaresma. Muchos héroes y mitos precristianos siguen viviendo en los santos cristianos y
las leyendas de santos. Este proceso de adaptación práctica, que se destaca en el ámbito de
las culturas romana, helenística, celta y eslava antigua, también puede ser observado en las
misiones de la era moderna entre los pueblos, etnias y culturas de América del Sur, Asia y
África.
La adaptación práctica de la ética cristiana a las necesidades del público amplio lleva al
desarrollo de una cultura cristiana, en la que sin embargo son sacrificadas diversas
exigencias radicales originales de la ética cristiana.
La resistencia práctica contra la acomodación se manifiesta regularmente allí donde
grupos reformistas radicales se oponen a una Iglesia o se separan de ella por estimar que la
misma traicionó su sustancia cristiana. Un ejemplo clásico de un movimiento contrario a un
proceso de adaptación que se hallaba en plena marcha fue la política antimodernista de la
Iglesia católica bajo los papas Pío IX (1846-1878) a Pío XII (1939-1958). La Iglesia se
defendía contra las modernas corrientes intelectuales, científicas, sociales y políticas –
contra la ciencia materialista, el liberalismo teológico, la crítica bíblica y dogmática y el
historicismo; contra el socialismo y el comunismo, la teoría de la evolución, la separación
de Iglesia y estado, la cremación de cadáveres, etc. La Iglesia se retiró a una línea interna
de resistencia, delimitada teológicamente por el neotomismo; en el llamado Syllabus de
1905 se indicaron 80 errores del desarrollo moderno, que el católico debía evitar. Tan sólo
bajo el papa Juan XXIII (1958-1963) se distendió algo la actitud antimodernista en el
terreno teológico bajo el eslogan del “aggiornamento”. Más apertura hubo con relación al
socialismo y los países del bloque oriental bajo gobierno comunista.

-
10. La actividad misionera y sus métodos

Para entender el efecto misionero del cristianismo, debemos plantear las siguientes
preguntas para cada una de las diversas fases de la historia de la misión:
1. ¿De qué tipo fue en cada caso el cristianismo difundido? El cristianismo está sujeto a una
constante transformación histórica y a una autocomprensión en permanente cambio, y en
los diversos períodos de su actividad misionera fueron colocadas prioridades diferentes. El
cristianismo protestante que llegó a las colonias inglesas de América del Norte en los siglos
XVII y XVIII, proveniente de Inglaterra, es muy diferente del catolicismo de las colonias
francesas del Canadá. Y ninguno de los dos ya fue igual al cristianismo de la Iglesia del
siglo IV y mucho menos del siglo I. Incluso la Iglesia romana, a pesar de todas sus
aseveraciones de inmutabilidad dogmática, pasó por una gran transformación histórica. El
catolicismo de los misioneros de Irlanda y Escocia de los siglos V y VI era muy diferente
del catolicismo de los misioneros italianos que a partir de 596 partían de Roma en dirección
a los anglosajones y del catolicismo que los conquistadores españoles llevaron al nuevo
mundo.
2. ¿Por qué el cristianismo se difundió en las diferentes regiones? ¿Qué fue lo que posibilitó
al grano de mostaza crecer y transformarse en una planta que llega a ser “mayor que las
hortalizas”, convirtiéndose en un “árbol” (Mt 13,31-32)? ¿De qué especie fue el terreno en
que el cristianismo echó raíces en las diferentes épocas y regiones? Surge aquí la cuestión
tan debatida acerca de los llamados “puntos de contacto” de la misión y de los motivos que
llevaron a los diferentes pueblos y tribus a aceptar el cristianismo. ¿Cuáles eran las
circunstancias en los pueblos misionados que facilitaron y favorecieron la misión y son
corresponsables por el éxito obtenido? ¿Cuáles eran los factores que dificultaban la misión
o la impedían? ¿Hasta dónde la difusión del cristianismo debe ser atribuida a factores
puramente religiosos, y hasta dónde actuaron otros factores no directamente vinculados a la
religión, tales como los sociales (el ingreso a la cultura y la civilización occidentales), los
políticos (la obtención de privilegios jurídicos bajo el amparo del poder colonial) y
económicos (mejores relaciones comerciales)?
3. ¿Por qué el cristianismo también sufrió derrotas y muchas veces sólo obtuvo un éxito
parcial? ¿Por qué el cristianismo se derrumbó tan rápidamente en tierras asiáticas ante el
avance del Islam? ¿Por qué el cristianismo nestoriano encontró tan pocos adeptos en la
China? ¿Por qué la misión cristiana en la India y la China avanzó tan poco desde el punto
de vista cuantitativo, aun después del nuevo inicio de la misión católica a comienzos del
siglo XVI y la protestante a comienzos del siglo XVIII?
4. ¿Cómo se difundió el cristianismo? La respuesta sólo puede ser dada mediante una
exposición de los diferentes métodos de la práctica misionera, por ejemplo, en una
presentación biográfica de diversos líderes misioneros.
5. ¿Qué efecto tuvo el cristianismo sobre su entorno? Por de pronto, esta pregunta puede ser
respondida mediante la información estadística sobre la extensión y la organización de las
diversas Iglesias que resultaron de los esfuerzos misioneros, así como también sobre sus
efectos en la vida del mundo no cristiano en el que viven. Hay preguntas más profundas de
significado social, político y cultural, como por ejemplo: ¿Hasta qué punto la desaparición
de la esclavitud se relaciona con la difusión del cristianismo? ¿Hasta dónde los
descubrimientos geográficos de los siglos XV a XX fueron ocasionados por el impulso
misionero del cristianismo? ¿Hay una relación interna entre el cristianismo europeo y el
desarrollo de las ciencias naturales y la técnica en suelo europeo? ¿Es el capitalismo fruto
del calvinismo? ¿Se remonta el desarrollo del derecho internacional y de las organizaciones
internacionales a la influencia cristiana? ¿En qué medida el cristianismo contribuyó con la
difusión de la cultura y la civilización occidental entre los pueblos misionados del África y
Asia?
6. ¿Cuál fue la influencia del entorno sobre el cristianismo? En cada época histórica, en
cada cultura y en cada pueblo, esta pregunta tiene un significado diferente. Así no cabe
duda que la Iglesia romana fue marcada por el espíritu y la tradición del imperio romano,
de la misma manera que la Iglesia ortodoxa oriental fue moldeada intensamente por la
cultura helenística. No sólo existen una romanización y una helenización, sino también una
celtización, una eslavización, una germanización y una africanización del cristianismo.
¿Hasta qué punto la Iglesia rusa posee rasgos específicamente rusos que la distinguen de la
herencia bizantina? ¿Existen efectos e influencias del Egipto precristiano sobre el
cristianismo de la Iglesia copta? ¿Será que el protestantismo es un producto de la
germanización del cristianismo, como suele afirmarse frecuentemente? ¿En qué medida las
antiguas culturas negras actúan sobre el joven cristianismo de las Iglesias negras del
África? ¿Cuál es la negritud del cristianismo negro? (Deotis Roberts: “How black is black
Christianity?”) ¿Hasta qué punto pueden percibirse en las diversas denominaciones
norteamericanas los usos, costumbres y prejuicios de los diversos grupos sociales,
económicos o nacionales?
7. ¿Cómo actuaron los métodos misioneros del cristianismo sobre su entorno, y cuál fue la
repercusión de éste sobre el cristianismo? ¿Existe una relación entre los métodos empleados
en la conversión de los pueblos de Europa occidental y la cultura cristiana del medioevo
europeo? ¿Hasta qué punto el carácter del catolicismo romano en la América Latina actual
es el resultado de los métodos misioneros, con los cuales se divulgó el cristianismo en este
continente entre los siglos XV y XVIII? ¿En qué medida el crecimiento relativamente
pequeño de las comunidades cristianas en la India, China y Japón fue condicionado por los
métodos misioneros aplicados en estos países?

Los métodos empleados en la misión cristiana son extraordinariamente multiformes y muy


diferenciados en las diferentes Iglesias y sociedades misioneras y en las diferentes épocas.
Además, cambiaron fuertemente en las últimas décadas. Básicamente, pueden distinguirse
algunos pocos tipos principales, pero en la práctica se mezclan y se entrecruzan de varias
maneras.
En primer lugar tenemos la cristianización como consecuencia de conquistas militares o del
sometimiento político voluntario de un territorio no cristiano al poder gubernamental de un
estado cristiano bajo la forma de una colonia, un país “asociado” o una “zona de
influencia”. En estos casos, la cristianización es concebida como una función del gobierno
de la potencia de ocupación, y es realizada oficialmente con ayuda de la legislación estatal
y bajo el control del gobierno. Este método conoce a veces una expropiación, basada en la
legislación, de las comunidades religiosas paganas hasta entonces dominantes.
Frecuentemente, se le retira la influencia sobre las escuelas e instituciones culturales a la
religión nacional no cristiana establecida hasta ese momento como religión del estado. Así
ocurrió por ejemplo en los países budistas Ceilán y Birmania. A la misión cristiana se le
posibilita un trabajo privilegiado en lo jurídico y lo económico; y se incentivan la
organización de un sistema escolar cristiano y la fundación de universidades cristianas. Son
abolidas por la autoridad cristiana aquellas instituciones y costumbres de las demás
religiones que estuvieran en contradicción con las ideas cristianas, como la cremación de
viudas en la India. La poligamia no sólo es denunciada por la predicación de la Iglesia, sino
que también es dificultada o impedida por las medidas legislativas del gobierno colonial.
Las sociedades misioneras disfrutan de la protección policial y en caso de necesidad,
incluso de la protección militar de la potencia colonial. Los cristianos “autóctonos”
bautizados muchas veces reciben un status jurídico especial y privilegiado y mejores
oportunidades de progreso educativo, económico y político.
Estas medidas predominaban en la misión cristiana de la Iglesia Católica Romana en el
imperio colonial español en América y el Pacífico y en las colonias portuguesas africanas,
asiáticas y americanas; y también, de una manera modificada, en las colonias indonesias de
los Países Bajos protestantes y en las colonias y los dominios inglesas, sobre todo en la
India, Ceilán y Burma; y finalmente también en las zonas de influencia de las potencias
occidentales en la China, las que de buenas ganas ponían en movimiento sus cañoneros
cuando eran atacados los puestos misioneros en el interior del país.
Al lado de esta forma de misión existe la modalidad de la misión “heroica”, la del
misionero individual corajudo o de un grupo de misioneros, que sin protección externa,
confiando únicamente en el poder de su proclamación, se introducen en el ambiente pagano
y comienzan allí una obra misionera. El éxito de esta forma de misión se basa sobre todo en
el hecho de que los misioneros realizan su mensaje también con credibilidad en su estilo de
vida.
Las personas o corporaciones misioneras pueden ser muy distintas entre sí. Las misiones
católicas casi siempre son sostenidas por órdenes y congregaciones, cuyos misioneros son
generalmente sacerdotes ordenados, y que por ello están en condiciones de fundar y dirigir
congregaciones propias en las zonas de misión. Existen congregaciones misioneras
especiales, como por ejemplo los Padres Blancos, que trabajan en el África. Las órdenes y
congregaciones que se ocupan de tareas misioneras tienen instituciones de formación
propias para los padres, hermanas y hermanos que quieren dedicarse a la misión.
Los protestantes, además de la misión realizada por misioneros con formación teológica,
conocen también la “misión laica”. Generalmente son mantenidas por grupos de laicos
pietistas o convertidos, que propagan la obligación misionera de todo cristiano y que
estimulan el trabajo misionero de cristianos laicos que están dispuestos a hacer misión.
Las Iglesias protestantes independientes suelen tener sus propios consejos misioneros
(“Boards of Mission”), de los que también dependen los correspondientes centros de
formación para misioneros. En las Iglesias protestantes nacionales o regionales,
generalmente se formaron asociaciones y sociedades misioneras privadas, que asumieron la
tarea de la misión en el extranjero y que para ello crearon seminarios para misioneros.
La base teológica de la misión protestante laica fue generalmente de tipo bíblico
fundamentalista. Los misioneros concebían como su tarea más importante “iluminar” las
“tinieblas” del “paganismo” por la “luz” del Evangelio. Un diálogo intelectual con las
religiones no cristianas recién se producía allí donde actuaban como misioneros pastores
con formación académica, familiarizados con los conocimientos y métodos de la moderna
historia o ciencia de las religiones. Ocasionalmente también se producían conversiones en
el sentido inverso, al surgir del círculo de estos misioneros eminentes científicos de la
religión, que asumían como tarea existencial el estudio y la investigación de las fuentes y la
cultura de las religiones que debían misionar, convirtiéndose de esta manera en
intermediarios e intérpretes de las grandes religiones no cristianas como el hinduismo, el
budismo y el taoísmo (Richard Wilhelm, Hans Haas, Richard Bohner, Wilhelm Hauer,
Hermann Gundert).
La misión laica también podía realizarse mediante la emigración de grupos cristianos
laicos, que fundaban una comunidad de colonos con base agrícola o artesanal en la región
de misión, haciendo su misión a través de la incorporación de sectores no cristianos de la
población en su comunidad de vida, combinando sumisión cristiana con una formación
profesional. Esta modalidad se encuentra, por ejemplo, entre los Hermanos Moravos, pero
también entre los menonitas y otros grupos bautistas en Asia, África, Groenlandia,
Terranova, Canadá, América Central y del Sur.
La misión cristiana asumió de manera especial la tarea de la difusión de la educación y la
asistencia médica de los pueblos y países misionados. La difusión del sistema educativo en
América Central y del Sur, como también la fundación de las universidades más antiguas
(Santo Domingo, 1538; México y Lima, 1551), se deben a la misión católica romana.
En el marco de la misión de las Iglesias cristianas de Inglaterra, tanto de la Iglesia
anglicana como de las Iglesias inglesas independientes, se difundió de manera análoga el
sistema educativo del tipo inglés en el ámbito del imperio británico. De la misma manera,
la educación francesa se extendió en las colonias y los protectorados franceses de Medio
Oriente, el Extremo Oriente (Indochina) y África, llevando a la organización de un sistema
educativo diferenciado. La “misión médica” se difundió ya sea vinculada a
emprendimientos misioneros eclesiásticos, o como creación autónoma de médicos
cristianos, que organizaron centros propios bajo la modalidad de hospitales misioneros
(Albert Schweitzer en Lambarene, 1927). En tiempos recientes, el trabajo misionero de las
Iglesias se extendió también a la creación de centros de formación técnica y de aprendizaje
de oficios, sobre todo en relación con la ayuda de las Iglesias para el desarrollo. En este
caso, por la naturaleza misma de los emprendimientos, la participación de los laicos como
profesionales técnicos y administrativos ha crecido en las misiones católicas en
comparación con la de los sacerdotes, hasta entonces predominantes.
Dentro de la misión cristiana, la formación de sacerdotes, religiosos y misioneros para las
nuevas regiones misionadas fue considerada siempre como una tarea especial. Muchas
misiones, sobre todo en los países sudamericanos, sufrían bajo una permanente falta de
sacerdotes, pues la primera cristianización se realizó bajo la modalidad de una conversión
masiva impuesta desde arriba, sin que haya habido suficientes vocaciones venidas de
Europa para la cristianización completa de las masas conquistadas externamente. Por ello,
la mayoría de las Iglesias, tanto la católica como las protestantes, fundaron seminarios
propios para misioneros, religiosos y sacerdotes en las regiones de misión, con el objetivo
de formar clérigos y dirigentes eclesiásticos nacionales. A medida que las Iglesias de misión
se transformaban en Iglesias autónomas y pasaban de la tutela de sus Iglesias madres a la
autonomía espiritual y la administración propia, los antiguos seminarios de misión se
transformaban también en seminarios autónomos para predicadores.

11. Polémicas internas. Cisma y herejía


Desde el inicio, la idea de su unidad formaba parte de la comprensión que la Iglesia
cristiana tenía de sí misma. Esta idea se basa en el concepto de la Iglesia como el cuerpo
unido de Cristo. Ya en la teología patrística, la túnica sin costura de Cristo (Jn 19,23) era el
símbolo de esta unidad. No obstante, desde los comienzos surgieron desvíos internos que
llevaron a divisiones. Estos desvíos se relacionaban en primer lugar con el culto – por
ejemplo: la “disputa de la Pascua” entre la Iglesia en Roma y las comunidades en Asia
Menor a partir del año 155, con respecto a la fecha de la Pascua, que era de importancia
como fecha del regreso de Cristo –; en segundo lugar, con la disciplina, y tercero, con la
doctrina. Con el progreso de la sistematización de la fe cristiana, el disenso doctrinal pasa a
ocupar cada vez más el primer plano. En la discusión con la filosofía helenística, la gnosis y
el judaísmo, aumentan las disputas, que dan origen a un gran número de comunidades
separadas. El concepto de herejía así como también la formación de procesos penales
contra los herejes, ya eran familiares al judaísmo sinagogal. Según Hch 24,5-6 los judíos
consideraban a los judeocristianos como heréticos. Ya en el siglo II se impone en las
congregaciones cristianas la distinción entre cisma y herejía. Cisma es la negativa de
someterse a la dirección de la gran Iglesia establecida (en la Iglesia ortodoxa, al obispo o al
sínodo; en la Iglesia romana, al papa). Herejía es la oposición contra la doctrina,
determinada por la Iglesia con el criterio de la norma de la fe apostólica transmitida.
Múltiples motivos pueden dar origen al proceso de formación de disenso: grupos pioneros,
como el judeocristianismo, van quedando atrás mientras evoluciona la Iglesia mayoritaria;
clases socialmente bajas ya no se sienten más comprendidas por la Iglesia mayoritaria que
pasa por transformaciones acuciar sociales, y movilizan a elementos religiosos más
primitivos contra la comunidad “más progresista”; se sacralizan determinadas imágenes del
mundo, como en la lucha de los grupos fundamentalistas contra el sistema copernicano o
contra la teoría de la evolución; se dogmatizan determinadas concepciones, como en los
grupos gnósticos y teosóficos; y finalmente, individuos psicópatas congregan a grupos de
personas sugestionables en torno a programas con apariencia o disfraz religioso.
Muchas veces, el disenso contra la opinión predominante de la Iglesia no está
suficientemente claro en la conciencia del disidente ni es intencionado por él. De allí surge
la frase: “La voluntad hace al hereje”; esto es, la intención consciente de imponer la
doctrina, la forma de culto o la organización comunitaria propia contra la opinión y el orden
imperante “ortodoxo” de la Iglesia.
En un primer momento, la Iglesia misma admitió una multiplicidad de formas de
proclamación y de adoración. Así, Pablo permite formas de anuncio muy diferenciadas
para los judíos y los griegos, los débiles y los fuertes, los partidarios de Pedro, la gente de
Santiago o de Apolo, sin presuponer herejías en estos grupos diferentes. Pero por el otro
lado se opone decididamente contra orientaciones en la Iglesia, en las que él percibe
infracciones contra la “fe”, en las que surge “otro Evangelio” (Ga 1,9), “otro Cristo” (2 Co
11,4). En estos casos, el proclamador de una opinión divergente pasa a ser un “falso
profeta”, por el cual habla el “espíritu del anticristo” (1 Jn 4,3). El disenso adquiere los
rasgos escatológicos de la oposición de Satanás contra la difusión del Evangelio. Es a partir
de aquí que debe ser entendida la práctica con la que en los primeros tiempos de la Iglesia
era tratado el disenso intencional contra la comunidad: la excomunión, que en los casos más
graves llega a la expulsión del disidente de la comunidad, con el “anatema” en vista del
retorno inminente de Cristo, que quiere encontrar una Iglesia pura y santa, una novia “sin
mancha ni arruga” (Ef 5,27; cf. el anatema de Ga 1,8, incluyendo el anatema contra sí
mismo en caso de proclamar “otro Evangelio”). En la epístola a los Gálatas, los
“judaizantes”, que defienden la exigencia de la circuncisión y el cumplimiento de la ley
mosaica también para los paganocristianos (Ga 5,2; 6,12), ya aparecen como herejes; así
como los judeocristianos helenísticos en la segunda epístola a los Corintios y los gnósticos
de la primera epístola a los Corintios. En las epístolas pastorales, la “sana doctrina” ya llegó
a ser la norma para juzgar la falsa doctrina o herejía. Para la expulsión del hereje, ya se
conoce la “entrega” formal “a Satanás” (1 Tm 1,20; Tt 1,9-11). Pablo (Tt 3,10) ya conoce la
modalidad de la amonestación repetida del “hombre herético”, el cual, una vez “desviado
totalmente” y sin aceptar la exhortación, “con ello se condena a sí mismo”. Esta práctica
retoma el tratamiento que se daba a los herejes en la sinagoga. El surgimiento masivo de
herejías en los siglos II y III da origen a una literatura apologética propia (p. ej., Ireneo de
Lión, Adversus haereses, alrededor del año 180). La herejía se manifiesta como
“enfermedad”, “peste”; la Iglesia es un “hospital”, la doctrina ortodoxa es una “caja de
medicamentos” (Panarion).
Con el comienzo de la Iglesia estatal, sobre todo a partir del emperador Teodocio, la herejía
se convierte en un delito que debe ser castigado por el estado, ya que el enemigo de la
Iglesia es también enemigo del imperio. De allí el firme intento de los obispos en los
sínodos imperiales de los siglos IV a VIII de declarar como herejes las minorías que
pensaban de manera diferente y de reducirlas al silencio como enemigos del estado. Agustín
creó las condiciones doctrinales para la legislación romana sobre los herejes. Las medidas
canónicas para la protección de la ortodoxia de la Iglesia fueron la inquisición (la creación
de tribunales eclesiásticos para el tratamiento de las transgresiones contra la doctrina y el
orden eclesiásticos) y la introducción del “Index librorum prohibitorum” (una lista de
libros, cuyo contenido se opone a la doctrina católica de fe y moral y cuya lectura era
prohibida a los católicos, siendo sólo permitida con autorización del superior eclesiástico).
En la lucha contra los grupos heréticos de la Edad Media – tales como los valdenses,
albigenses, cátaros, moravos – y en la Contrarreforma contra las diferentes corrientes de la
Reforma, la inquisición constituyó el arma más poderosa y terrible de la Iglesia. El derecho
pontificio contra los herejes fue completado en el ámbito político por el correspondiente
derecho imperial. A instancias del papa, el emperador Federico II vinculó en 1220 la
proscripción a la excomunión (también en el caso de Lutero, la bula de 1520 fue seguida
por la proscripción en 1521). Incluso después de la separación entre Iglesia y estado en el
siglo XIX, cuando los estados ya no se ponían a disposición de la Iglesia para la ejecución
de las penas capitales impuestas por la inquisición y ésta tuvo que cerrar sus propias
cárceles (así ocurrió en España en 1816 bajo Napoleón), la inquisición continuó existiendo
en Roma bajo la forma del Santo Oficio, que fue sumamente eficaz en la lucha contra el
llamado modernismo, excomulgando líderes “modernistas” como Loisy, Tyrell, Murri,
Buonaiuti. A partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia romana es más moderada en el
manejo de la excomunión como también en la colocación de escritos en el Index. Las
antiguas instituciones de la inquisición modificaron sus nombres tradicionales, pero de
ninguna manera fueron derogadas, y siguen conservando su fundamento en el actual
derecho canónico. Siguiendo a Tomás de Aquino, la oposición al dogma de la Iglesia, su
autoridad y la confesión de fe, entendida como norma jurídica, es considerada como
herejía.
Según el derecho canónico de la Iglesia romana, la persona excomulgada queda excluida de
la comunidad de la Iglesia, sin que con ello deje de ser miembro de la Iglesia y deje de estar
ligada a sus obligaciones eclesiásticas. Pierde el derecho a participar en el culto (a
excepción de la predicación), a administrar o recibir los sacramentos, a ejercer el
padrinazgo y el patronato. También pierde el derecho al voto activo en la Iglesia, a la
sepultura eclesiástica y a todos los ingresos eclesiásticos. Al “excommunicatus vitandus” es
negada también la comunión extraeclesial, quedándole prohibido por consiguiente a los
fieles católicos relacionarse con él incluso fuera de la Iglesia (como en el caso de Ernesto
Buonaiuti, 1881-1946). Al hacerse presente en el templo, debe ser suspendido el culto.
Si bien la Reforma consideró teológicamente la herejía como una “cuestión espiritual”, las
Iglesias protestantes regionales exigieron y pusieron en práctica en numerosos casos el
castigo de los herejes por la autoridad civil en las líneas del derecho imperial contra los
herejes, que permaneció en vigencia hasta 1649. Así ocurrió en la persecución de los
anabaptistas, sacramentarios y antitrinitarios. En los países protestantes, el hereje se
muestra también como enemigo de la Sagrada Escritura, como adversario que se opone a la
confesión religiosa de validez pública, y con ello, también como enemigo del orden
público. Los escritos confesionales protestantes mantuvieron la modalidad del anatema de
la herejía (“damnamus”), proveniente de la Iglesia antigua y medieval. De la excomunión,
la Reforma luterana conserva sólo el “pequeño anatema” (exclusión de los sacramentos),
que puede ser aplicado en principio por cualquier pastor. Por la excomunión, el pecador
público es excluido públicamente de la comunidad; la absolución sólo se confiere luego de
una confesión pública de los pecados. En el luteranismo, el proceso jurídico pasa a ser
ejercido por los consistorios a partir de la institución de los mismos en 1560;
posteriormente es ejercido cada vez más por el príncipe regional como “summus
episcopus”. En los territorios reformados, el proceso jurídico es de la competencia del
consistorio local y queda sujeto al control del sínodo. En los estados y países, que no tienen
un gobierno eclesiástico oficial (Países Bajos, Estados Unidos), no existe una legislación
oficial o estatal contra los herejes. Prácticamente a salvo de riesgos, la disidencia
intraeclesial podía desarrollarse bajo la modalidad de fundaciones de nuevas comunidades
o Iglesias. Al conceder a las comunidades individuales una amplia autonomía incluso en el
ámbito del culto y la doctrina, el congregacionalismo brindó una cierta protección
constitucional contra la fragmentación de la comunión eclesial en grupos discordantes; pero
incluso así, siempre hubo grupos que se iban separando de este tronco, principalmente de
colorido unitario.
En la formación de Iglesias nuevas, frecuentemente también desempeñan un papel diversos
factores no teológicos: la estructura social cambiante, la situación económica, el nivel de
educación y la convicción política de los disidentes. Los factores políticos se hicieron
presentes sobre todo en la lucha de los “disidentes” ingleses contra la Iglesia anglicana
estatal, cuando los “no conformistas”, que se oponían a que la Iglesia anglicana se
transformara en Iglesia estatal y oficial así como a su base doctrinaria y su orden de culto
(Libro de la Oración Común con 39 artículos de fe de 1563), fueron forzados a formar
Iglesias independientes propias, a cuyos miembros se les negó el derecho a ocupar cargos
estatales y cátedras públicas. Con el esclarecimiento de estos ingredientes de “factores no
teológicos”, el movimiento ecuménico trata de contribuir con la superación de la división
eclesiástica.
En la Iglesia primitiva, la herejía era entendida como una iniciativa de Satanás contra la
Iglesia y que contribuía a su constante vigilancia y autocontrol (Agustín: “oportet haereses
esse”). En Lutero, ya comienza a surgir la idea de que también entre los herejes se
encuentran “testigos de la verdad”, como en el caso de Wiclif y Hus, que preservaron la luz
del Evangelio en el tiempo del “oscurecimiento” del Evangelio bajo el dominio del
“anticristo” papal. La ruptura decisiva ocurre finalmente en el espiritualismo radical de
Gottfried Arnold: en su “Historia imparcial de la Iglesia y los herejes” (Unpartheyische
Kirchen- und Ketzerhistorie, 1699-1700), él ve precisamente en los herejes los “testigos de
la verdad”; y en su persecución por la “Iglesia de muros”, el destino de la cruz que
distingue a la verdadera Iglesia.

12. El cristianismo como forma de vida

La vida cristiana se manifiesta exteriormente en la observación de la ética cristiana, que


lleva a una determinada forma de disciplina eclesiástica; en la instrucción cristiana; y de la
manera más evidente, en las diversas formas de devoción, la oración y el culto.
Las formas de devoción y de culto son extraordinariamente diversificadas. El rol principal
cabe a la devoción personal y a la oración individual. En segundo lugar, viene el devocional
en el hogar, en el que la familia constituye la forma más íntima de comunidad cristiana. El
devocional en el hogar abarca desde la oración en común para la comida hasta la eucaristía
doméstica (Hch 2,46), pasando por las bendiciones de la mañana y la noche. En las
comunidades hogareñas también se difundió la amplia literatura de los libros de
devocionales, que en los siglos pasados generalmente eran leídos en voz alta para toda la
familia. Esta práctica encuentra en parte una continuidad moderna en los programas
radiales y televisivos cristianos. Al lado de la comunidad hogareña, está la comunidad
parroquial o congregación. En las diferentes Iglesias, los miembros de la congregación
participan con diverso grado de intensidad en la vida comunitaria. En oposición
parcialmente consciente a la libre actividad de los carismáticos en las comunidades de los
primeros tiempos, se desarrolló pronto el monopolio del sacerdote en materia de doctrina,
culto, disciplina y administración de la Iglesia. La Reforma combatió la jerarquía sacerdotal
de la Iglesia Católica Romana con el eslogan del “sacerdocio común de todos los
creyentes” (1 P 2,5 y 9); pero en las Iglesias regionales luteranas se creó un nuevo
monopolio del pastor; mientras que en las Iglesias reformadas, los laicos adquirieron mayor
importancia, por lo menos en el marco de la constitución presbiteriana. Tan sólo las Iglesias
independientes posibilitaron el pleno desarrollo de las múltiples capacidades de los laicos
en sus congregaciones. Por influencia del movimiento ecuménico, la participación más
intensiva de los laicos en el trabajo de la comunidad también va ganando terreno en las
Iglesias establecidas.
Mientras que en las Iglesias territoriales e institucionales del tipo episcopal la predicación
es reservada a los ministros ordenados, las Iglesias independientes permiten también la
predicación laica o permiten sólo ésta; pero las escuelas bíblicas y los institutos teológicos
de todo tipo se preocupan por ofrecer también una preparación adecuada a los predicadores
laicos. Incluso las comunidades pentecostales insisten en una formación teológica de sus
predicadores. Bajo la influencia de la competencia de Iglesias independientes, la Iglesia
anglicana ha abierto el monopolio de la predicación de sus ministros, permitiendo que los
laicos fueran admitidos como lectores, nominalmente sólo autorizados a leer predicaciones
impresas de ministros ordenados, pero que en la práctica hacen predicaciones propias.
Otros laicos también pueden ser invitados a predicar. En muchos países, las clases de
religión en las escuelas primarias y secundarias son impartidas por laicos, que reciben
formación como maestros y profesores de religión en las universidades y que luego de la
conclusión de sus estudios obtienen un permiso de sus Iglesias.
La participación más intensa de la comunidad en la vida cúltica y litúrgica se realiza a
través del canto. En todas las épocas, importantes movimientos espirituales de la historia de
la cristiandad se destacaron por la creación de nuevos cánticos; todo movimiento espiritual
de la cristiandad se manifestó al mismo tiempo como movimiento de canto. En la Iglesia
primitiva, la vida espiritual se expresa en el nuevo cántico, que se manifiesta como un don
del Espíritu Santo (Ef 5,19: “Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados;
cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor.”) La contribución de los carismáticos al
patrimonio musical y de himnos de la Iglesia antigua se produjo cuando la poesía hímnica
de los grandes ayunadores, penitentes, oradores y ascetas fue admitida por la comunidad en
la liturgia. Frecuentemente se combinaban también textos espirituales con las melodías de
canciones populares bien conocidas. En las hermandades masculinas y femeninas de la
Edad Media tardía, ya se usaban himnarios manuscritos, al igual que en los movimientos
heréticos de laicos, como entre los Hermanos Moravos, que evidencian una intensa
producción de cánticos. Desde el inicio, la Reforma de Lutero, Zwinglio y Calvino fue
también un movimiento carismático de canto. Lutero fue el creador de muchos cánticos
nuevos, que se difundían primero como impresos de una única hoja, pero que más tarde
fueron reunidos en el “Himnario de ocho himnos” (“Achtliederbuch”) de Wittemberg
(1524). Un desarrollo semejante se produjo en todas las regiones en las que se impuso la
Reforma. En Escandinavia, Olaus Petri publicó en 1526 la primera colección de cánticos;
en 1528, apareció el himnario danés de Malmoe; en 1539, el “Aulcuns Pseaumes et
Cantiques, mys en chant” de Calvino. Entre las sectas e Iglesias protestantes
independientes, desde los comienzos los anabaptistas fueron particularmente creativos en el
terreno del canto eclesiástico: el “Himnario espiritual” (“Geistliches Liederbuch”) (1529-
1536) de David Joris y la “Selección” (“Ausbund”) de 1564. La cantidad de cánticos
protestantes hizo surgir un movimiento análogo en la Iglesia católica, que incluyó también
melodías protestantes con textos adaptados en sus himnarios. Mientras que la ortodoxia
protestante prefería himnos que tenían por contenido verdades cristianas fundamentales, el
pietismo produjo una gran cantidad de cánticos en los que se expresaba la experiencia
personal de la fe. De esta manera surgieron numerosos himnarios particulares, utilizados
con preferencia en los hogares y en reuniones de carácter privado. Por otra parte, el
pietismo revitalizó con sus cánticos también de manera extraordinaria el canto comunitario.
El primer himnario pietista clásico fue el “Himnario de riqueza espiritual” (“Geistreiches
Gesangbuch”) de Johann Anastasius Freylinghausen de 1704 y 1714. En 1741, este
himnario fue publicado por August Hermann Francke en edición ampliada con 1582
cánticos bajo el título de “Himnario completo de Freylinghausen” (“Vollständiges
Freylinghausensches Gesangbuch”). El amor de los pietistas por el canto ejerció una gran
influencia sobre la Iglesia metodista, que llegó a ser una “Iglesia cantante”, principalmente
por Charles Wesley. Una influencia decisiva tuvo Ludwig von Zinzendorf, autor de
innumerables himnos, que, traducidos al inglés, fueron incluidos en el himnario metodista.
La comunidad de Herrnhut desarrolló un estilo propio de cultos cantados, en los cuales en
una secuencia carismática libre se iban agregando siempre nuevos cánticos entonados por
los coros masculinos y femeninos, pudiendo haber también improvisaciones de nuevos
textos o de nuevas melodías. Una comparación de los himnarios de todas las confesiones e
Iglesias muestra que los mismos son siempre más ecuménicos que las confesiones de fe en
sí; y que es más fácil que las Iglesias se encuentren en el canto común que en la
formulación teológica común de su fe.
El canto comunitario tiene un rol singular en la misión. Las Iglesias misioneras son en gran
parte Iglesias cantantes. En parte, esto se relaciona con el hecho de que por causa de su
forma propia de la experiencia y los conceptos religiosos, sus miembros no tienen mucho
interés en sutilezas teológicas. Las Iglesias jóvenes se destacan por importantes creaciones
de nuevos cánticos eclesiásticos, que expresan las experiencias personales y comunitarias
de sus fieles. La única posibilidad de conocer muchas Iglesias jóvenes, sobre todo en
territorio africano, es a través de sus canciones, pues los himnarios son sus únicos
documentos impresos. En el canto comunitario, también se encuentran vestigios de
improvisación carismática, como en los “Spirituals” de los negros estadounidenses.
La oración es la forma más íntima y personal de la piedad cristiana. Es la “comunicación
del cristiano con Dios” (Wilhelm Hermann). La espiritualización y teologización de la
oración, ocurridas posteriormente, no debe llevar a olvidar que en los comienzos la oración
tuvo también una intención invocatoria. Con la llamada “Maranatha” (¡Ven, Señor!), la
comunidad invocaba la venida de Cristo y el fin del mundo (1 Co 16,22; Ap 22,20); con la
invocación incesantemente repetida “Kyrie eleison”, implora la misericordia de Dios (Mt
20,30). La oración mantuvo su carácter invocatorio en el exorcismo y la jaculatoria. La
Iglesia primitiva conoce la oración carismática provocada por el “espíritu de la oración”
(Za 12,10). En caso de necesidad, la oración ni siquiera necesita expresarse en secuencias
lógicas de palabras y frases – “pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como
conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26).
De acuerdo a la comprensión cristiana de la relación entre Dios y el ser humano, el
encuentro personal de las personas con Dios se realiza en la oración. Por eso, la oración
oculta, personal y silenciosa es la forma básica de todo orar. Jesús enseña a sus discípulos el
“Padrenuestro” como la suma de una oración cristiana, introduciéndolo con estas palabras:
“Tú, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre,
que está allí, en lo secreto” (Mt 6,6). Desde temprano, la Iglesia empleó en su culto
fórmulas fijas de oración, provenientes en parte de la tradición de oraciones de la sinagoga,
sin excluir con ello la oración libre y carismática. Incorporó oraciones de sus grandes
santos, penitentes y ascetas en su liturgia. Las partes cambiables de la liturgia dominical y
de los días festivos como también las horas de los días poseen un rico tesoro de oraciones.
En el correr de los siglos fue surgiendo de esta manera una rica literatura de oraciones,
enriquecida sobre todo por la profundización e interiorización de la piedad a través de la
mística cristiana. Esta literatura sirvió principalmente a la devoción personal. Surgieron
numerosos libros y “escuelas” de oración, principalmente en épocas de movimientos
pietistas como la devoción moderna, el pietismo de los siglos XVII y XVIII y los
movimientos de avivamiento de los siglos XVIII y XIX. La ortodoxia protestante atribuyó
una importancia didáctica a la oración. Los libros de oración creados o recomendados por
ella poseen un fuerte énfasis dogmático y pretenden fomentar un aprendizaje espiritual de
la correcta doctrina. En contraposición a ello, los grupos espiritualistas radicales de la
Reforma exigieron y practicaron la oración libre. En general, la oración litúrgicamente
formulada se impuso en las Iglesias regionales y nacionales establecidas, mientras que en
las Iglesias independientes prevaleció la oración libre. La polémica contra la oración fijada
por la Iglesia se apoyó preferentemente en la palabra de Jesús: “Y al orar, no charléis
mucho como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No
seáis como ellos” (Mt 6,7). Pero incluso la oración libre está expuesta al peligro del
formalismo, ya que frecuentemente se vale de una “lengua de Canaán” estereotipada, que
es conocida por la comunidad y que la comunidad espera de quienes oran.
En todos los siglos, la oración recibió una profundización a través de la meditación
cristiana, por un lado entendida como preparación para la oración, por otro como nacida de
la misma. La Iglesia medieval disponía de una gran cantidad de formas muy diferenciadas
de meditación, relacionada con las diferentes actitudes de piedad de las órdenes religiosas.
Esta multiplicidad se extinguió por influencia de la teologización unilateral del cristianismo
en las luchas confesionales de la Reforma y la Contrarreforma de los siglos XVI y XVII.
Quedaron los “Ejercicios Espirituales” (1522) de Ignacio de Loyola como la forma
predominante de la meditación cristiana. Pero frente a las formas de meditación de la
Iglesia antigua y medieval, estos “Ejercicios” son una fuerte funcionalización de la
meditación por parte de la Iglesia. Sólo en épocas recientes, se han hecho nuevamente
intentos en los ámbitos católico y protestante de renovar la meditación. Al lado de los
ejercicios de oración y meditación relativamente complicadas de las órdenes monásticas y
clericales, se desarrolló una forma más simple de oración y meditación de los laicos, como
por ejemplo la “oración del corazón” en la Iglesia ortodoxa oriental. Ciertas formas
monásticas de oración y meditación se conservaron también en una forma laicalizada en el
puritanismo, el metodismo y el pietismo, como por ejemplo en la observancia de
determinados momentos de oración y meditación diarias. Con la desaparición progresiva de
la capacidad de los hombres de hoy de orar, muchas Iglesias, sobre todo en los Estados
Unidos, organizaron un servicio telefónico de oración (Dial prayer).
La práctica de la oración se desarrolló de las más diversas formas. El Nuevo Testamento ya
conoce la oración solitaria de Jesús en la soledad del monte (Mt 14,23). Jesús mismo exige
que el culto ceremonial y sacrificial sea internalizado por la oración personal; el templo en
Jerusalén, que los judíos convirtieron en “cueva de ladrones”, debe ser una “casa de
oración” (Mt 21,13,citando Is 56,7). A sus discípulos, que le piden: “Señor, enséñanos a
orar”, les enseña el “Padrenuestro”, que desde entonces es la oración básica de la
cristiandad. El libro de los Hechos de los Apóstoles y las epístolas de los apóstoles conocen
la “oración sin cesar” (1 Ts 5,17; Hch 12,5). A partir de allí se desarrolló en el correr de los
siglos la costumbre de la oración “perenne”, o sea, la oración durante las 24 horas del día,
realizada por personas que se van turnando en las hermandades de oración u órdenes
adoratrices y contemplativas. En el monasticismo, la secuencia de las siete oraciones de las
horas a lo largo del día constituye una realización concreta de la oración permanente (“Siete
veces al día de alabo”, Sal 119,164). El carácter agresivo de la oración se expresa en la
designación “lucha de oración”: la oración es un arma en la lucha contra Satanás, los
demonios, el pecado. Pablo suplica a la comunidad en Roma “que luchéis juntamente
conmigo en vuestras oraciones rogando a Dios por mí” (Rm 15,30). La oración de
intercesión tiene el significado de apoyar la lucha del prójimo cristiano contra el
“enemigo”. Por ello, a la oración frecuentemente se agrega el ayuno: oración y ayuno son
medios eficaces para expulsar los demonios (Mc 9,29).
El contenido de la oración es en primer lugar la alabanza de Dios, en la que la Iglesia
terrenal se une a la celestial. Su punto culminante es el Trishagion (Ap 4,8, citando Is 6,3).
En segundo lugar, está la acción de gracias, de la cual proviene la designación de
Eucaristía para el culto principal: agradecimiento por la acción salvífica de Dios desde la
creación hasta la salvación, pasando por la elección del pueblo de Dios; y de modo especial
por la encarnación, el sacrificio, la resurrección y la exaltación de Cristo; y por la venida
del reino de Dios. En tercer lugar, está la oración de intercesión: no sólo la oración de los
unos por los otros (St 5,16: “La oración ferviente del justo tiene mucho poder”; refiriéndose
a la oración exitosa de Elías pidiendo lluvia), sino también y con especial énfasis, la
oración de los cristianos por las autoridades paganas, que los Padres Apostólicos
consideraban un servicio necesario para la salvación del mundo (Justino, Primera carta a
Clemente).
En la vida cristiana, la Biblia desempeña un rol sobresaliente. Entre todos los libros del
mundo, la Biblia continúa siendo el de la mayor cantidad de ediciones y que fue traducido a
casi todas las lenguas del mundo, incluso a los dialectos más remotos. En la piedad
práctica, la Biblia desempeña muchas tareas. Lecturas de la Escritura, adaptadas al curso
del año eclesiástico y que expresan el contenido espiritual de las fiestas, constituyen la base
del culto en la liturgia; y las predicaciones sobre textos bíblicos continúan siendo la forma
básica de las alocuciones dominicales. Incluso la prédica sobre temas concretos, difundida
en los países anglosajones, generalmente parte de una palabra bíblica o lo explica. Ahora
bien, la interpretación de la Biblia no se limita a la predicación. Existe también una
dedicación intensiva de la comunidad a la Biblia, que se esfuerza por una comprensión más
profunda de las Escrituras en los llamados “Estudios bíblicos”. Estos estudios (“Horas
bíblicas”) fueron un logro de los laicos en la época del pietismo, conquistado en duras
luchas contra la conciencia clasista de los pastores. En gran medida, la Biblia es también la
base de la instrucción religiosa, las clases de confirmación y las escuelas dominicales.
Durante mucho tiempo, su lectura fue el centro de los devocionales vespertinos en los
hogares, y aún hoy continúa siendo objeto de la piedad y la concentración personales,
mucho más allá de los límites de los miembros bautizados de las Iglesias cristianas.
Organizaciones como los Gedeones cuidan que en la mesa de luz de todas las habitaciones
hoteleras haya siempre una Biblia; y que cualquier persona, cristiana o no cristiana, pueda
disponer de un ejemplar. Las Sociedades Bíblicas nacionales e internacionales se preocupan
por la difusión de la Biblia en versiones constantemente revisadas y en traducciones nuevas
a más idiomas de todo el mundo.
Con el nacimiento de la crítica racionalista de la Biblia a fines del siglo XVIII, surgió un
fuerte antagonismo entre la medicación bíblica piadosa y edificante y la crítica bíblica
científica, antagonismo éste que llegó a afectar hasta la vida moderna de las comunidades.
La exigencia de una libertad para la crítica de la Biblia y los dogmas llevó a la formación
de Iglesias separadas (Antitrinitarios en el siglo XVI; universalistas y Unitarios en el Siglo
XIX). Sin embargo, la actitud histórico-crítica está ligada a determinadas condiciones
culturales y sociales, que no pueden se pueden presuponer como válidas y determinantes
para todo y todos.
También es parte de la vida cristiana el hecho de que todos los acontecimientos de la vida,
el nacimiento, el casamiento y la muerte, están relacionados con la fe cristiana. La Iglesia
católica posee para ello sacramentos especiales, los sacramentos del bautismo, el
matrimonio y el sacramento de los enfermos. Los reformadores no reconocieron el carácter
sacramental del matrimonio y la extremaunción (hoy llamada sacramento de los enfermos;
N. del T.); sin embargo, mantuvieron la bendición eclesiástica en el casamiento (bendición
nupcial) y en el sepelio.
También la muerte o el morir cristiano es parte de la vida cristiana. La muerte no es vista
por el cristiano simplemente como un fenómeno biológico, sino como el “salario del
pecado” (Rm 6,23). La “meditación de la muerte” es parte del examen de conciencia del
cristiano. Por otro lado, la redención por Cristo es vista como la superación de la muerte
por la resurrección. “La muerte ha sido devorada en la victoria” (1 Co 15,55). Los
cristianos participan en la muerte y la resurrección de Cristo, “fueron bautizados en su
muerte” (Rm 6,3); fueron “liberados por él de la ley de la muerte” (Rm 8,2). La preparación
para la muerte desempeña un rol importante en la vida cristiana. La “última hora” es
preparada y organizada personal y litúrgicamente como la despedida del moribundo de su
familia y sus amigos, acompañado por la bendición y la oración comunitaria. La Iglesia
otorgó carácter sacramental a este momento mediante la “Extremaunción”, la cual, siendo
originalmente un sacramento destinado a la curación de una enfermedad grave (según St
5,14), llegó a ser un sacramento que es administrado a los moribundos. La Extremaunción
está asociada a la confesión y la absolución. Los reformadores no la consideraban como
sacramento, ya que para ellos, la institución por Jesús es parte esencial de un sacramento, lo
cual no puede comprobarse para la Extremaunción. El hecho de que el momento de la
muerte fuera trasladado del hogar a la soledad de un cuarto aislado en las clínicas como
también el empleo de inyecciones tranquilizantes, implicaron una considerable
desacralización del morir.
La forma original de los funerales, durante el tiempo de las persecuciones, fue la
colocación de los cristianos en catacumbas cristianas propias, que eran al mismo tiempo
lugares de reunión para el culto. Más tarde, los sepelios se hacían en las iglesias o el
cementerio, que era un terreno cercado junto al templo. Se apreciaba la sepultura junto al
altar o en una cripta debajo del altar, y también en la cercanía de las tumbas de santos y
mártires. En este particular, son de importancia decisiva las concepciones de la Iglesia
como la comunidad de los vivos y los muertos y de la resurrección en el último día, para el
cual la comunidad cristiana desea estar unida. La sepultura en el templo o en las
inmediaciones (cementerio) es la expresión visible del hecho de que los vivos y los muertos
están unidos en Cristo y que la muerta no los separa, sino que ellos esperan en común su
segunda venida. Por eso, los cementerios recibían también la bendición de la Iglesia. La
negación de la sepultura en tierra consagrada era una de las más graves penas eclesiásticas.
La separación de los cementerios de las iglesias, que tuvo lugar a partir del siglo XVIII en
parte por la ilustración y en parte por la necesidad de trasladar los cementerios fuera de las
ciudades por causa del crecimiento de la población, fue aceptada por las Iglesias sólo de
malas ganas. La costumbre católica de sepultar a los monjes y otros miembros de órdenes
en simples tumbas dispuestas en hileras, con lápidas o cruces todas iguales, tiene su
analogía en el campo protestante en Ludwig von Zinzendorf, el cual, oponiéndose al estilo
lujoso individualista de las tumbas del barroco, que se difundía también en las Iglesias
protestantes, estableció para los Hermanos Moravos cementerios simples con división
uniforme y lajas idénticas sin ornamentación. Esta forma tuvo su continuación en los
modernos cementerios de soldados de las dos grandes Guerras Mundiales.
La idea básica de la resurrección del cuerpo llevó a que en los primeros 1900 años de la
cristiandad se considerase la sepultura en tierra (entierro) como la única forma admisible
para la fe cristiana. La cremación pagana era practicada en el imperio romano en tiempos
de la persecución de los cristianos como una medida punitiva contra los cristianos
(cremación de los mártires de Lión en el año 177, esparciéndose sus cenizas en el Ródano),
con el objetivo de burlarse de la fe en la resurrección. Recién en 1797, algunos adeptos de
la Revolución francesa intentaron introducir nuevamente la cremación. En el siglo XIX,
masones, materialistas y marxistas se adhirieron a este movimiento. La Iglesia católica
declaró que la aceptación de la cremación implicaba el abandono de la Iglesia. Frente a
ello, los “librepensadores proletarios” exigían a comienzos del siglo XX la cremación y la
desvinculación de la Iglesia. En las Iglesias evangélicas, luego de mucha vacilación la
cremación fue declarada como “adiáforon” (permitida, por ser irrelevante). Mientras tanto,
la cremación, se ha difundido por razones higiénicas y por falta de espacio en la mayoría de
las Iglesias al lado del sepelio en tierra, con excepción de la Iglesia Católica Romana.

13. Problemas de la autocomprensión cristiana a partir de la ilustración

Desde la ilustración, surgieron diversos problemas nuevos para la autocomprensión de la


Iglesia. Las antiguas formas confesionales comenzaron a parecer cuestionables. Habían
perdido su credibilidad por las guerras religiosas. Como solución transitoria, surgió una
concepción que veía la verdadera Iglesia en la Iglesia de los que habían nacido de nuevo y
que fueron iluminados por el Espíritu Santo. Ésta era la Iglesia del “verdadero
cristianismo”, que se encuentra diseminada por todas las “sectas”; o que se congrega en
comunidades separatistas, abandonando la “Iglesia de muros”, “Babel”, la Iglesia del “ídolo
de papel” (la Biblia).
Sin embargo, esta visión fue tan sólo una transición a una situación nueva, en la que ya no
se veía el Espíritu Santo sino la razón como el criterio del verdadero cristianismo. Un buen
número de portavoces del racionalismo moderno, como Johann Christian Edelmann (1698-
1767) y Johann Konrad Dippel (1673-1743), provenían de los círculos de los espiritualistas
radicales inspirados. Cierto día, descubrieron que el prólogo del Evangelio según San Juan
no decía otra cosa que “En el principio existía la razón.” Esta parecía ser ahora el único
juez confiable en todas las cuestiones de la fe y la religión. Con ello, inició la época de la
crítica científica del dogma, que comenzó en Inglaterra caracterizada por un neoarrianismo
racionalista (William Whiston) y un racionalismo (John Locke, John Toland y otros).
Rápidamente pasó al continente, encontrando su expresión sobre todo en Alemania en el
campo de la historia crítica del dogma (Johann Salomo Semler), y luego en el terreno de la
crítica textual del Antiguo y el Nuevo Testamento (Gotthold Ephraim Lessing, Hermann
Samuel Reimarus) y en los primeros intentos de investigación de la vida de Jesús (Karl
Heinrich Venturini, Carl Friedrich Bahrdt). Pronto surgió una nítida oposición entre la fe
tradicional de la Iglesia y los resultados de la investigación histórico-crítica del dogma y del
Nuevo Testamento; oposición ésta cuyo desarrollo en el fondo era una cuestión de
temperamento. Personas como Semler exigían para su persona sólo el derecho a poder
conservar su “religión privada” al lado de la “religión pública”, recomendando, sin
embargo, no difundir esta “religión particular” en la medida en que estuviese en oposición a
la “religión pública”. Otros, como Bahrdt, defendieron abiertamente los principios críticos
básicos de su “religión privada”, provocando escándalo público. En la medida en que se
difundían en la opinión pública de las clases instruidas los resultados de la crítica del
dogma, la crítica de la historia de la Iglesia y de la Biblia, comenzó un alejamiento de la
Iglesia. Sobre todo en los círculos de la filosofía racionalista, la Iglesia era vista cada vez
más como “l’infâme” (Voltaire), como el verdadero enemigo de la ilustración y del
conocimiento racional del mundo y de Dios. La crítica de la Iglesia y del cristianismo se
intensificó con el descubrimiento de las grandes religiones asiáticas, que en parte – como
en el caso del confucianismo – aparecían como la confirmación de la doctrina racionalista
de la “religión racional”; y por otra parte servían para cuestionar la pretensión de verdad
absoluta del cristianismo y para considerar las religiones como ropajes mitológicos de una
misma “religión de la razón”, diferentes según los factores nacionales, históricos y
geográficos.
Al mismo tiempo se produjo lenta pero imparablemente un proceso de desprendimiento de
las ciencias naturales de la teología. Ya las contiendas teológicas de la época de la
Reforma, al restringir la cuestión religiosa a la relación entre Dios y el hombre y al
monopolizar la doctrina de la justificación, habían llevado a una desvalorización de la
cosmología cristiana. Es cierto que los teólogos conservaron por algún tiempo el liderazgo
en el campo de las ciencias naturales en los comienzos de la ilustración, dedicándose, en la
línea de la “teología física”, a los diversos campos de la naturaleza, la zoología, la botánica,
la geología, la astronomía y la física. La investigación científica de la creación debía
contribuir para con una mayor alabanza de la gloria divina. Pero luego las ciencias
naturales se liberaron de la condición de instrumentos al servicio de la teología. Por otra
parte, la teología se distanciaba más y más de una cosmología teológica, de modo que los
dos campos terminaron por caer en una polarización abierta.
El iluminismo se impuso también en la Iglesia misma. Luego que un buen número de
obispos católicos de Alemania y Austria se adhirieron a la ilustración, el propio emperador
José II asumió la tarea de realizar la secularización del Sacro Imperio Romano, exigida por
la ilustración. Cerró numerosas órdenes y ejecutó una reducción de los títulos jurídicos y de
propiedad (“ilustración católica”, Josefinismo). El ejemplo de la Revolución francesa, que
en 1789, a propuesta de Talleyrand, expropiara todos los bienes de la Iglesia para el estado,
secularizara los territorios pontificios de Aviñón y Venaisín en 1792 y suprimiera el estado
eclesiástico en 1809, transformándolo en un territorio francés, se convirtió en un modelo
para el modo de proceder de otros estados. Las guerras napoleónicas abrieron luego el
camino para la total secularización en Alemania. Todos los principados eclesiásticos fueron
secularizados por el Decreto Imperial de 1803. Fueron aniquilados el poder político del
clero alemán y la constitución de la Iglesia Católica en Alemania. El sistema educacional
católico fue destruido mediante la supresión de dieciocho universidades católicas y
numerosas otras instituciones de formación.
El distanciamiento entre la teología y las ciencias naturales llegó a su punto culminante en
el siglo XIX, cuando el socialismo anticlerical, basado en un materialismo filosófico,
descubrió el darvinismo como “prueba” de que su concepción del mundo era correcta. La
confrontación entre la Iglesia y las ciencias naturales se polarizó ahora como la oposición
entre la concepción cristiana del mundo y la teoría evolucionista de Darwin. En el
catolicismo, el antagonismo se manifestó en el antidarvinismo como parte del
antimodernismo que estuvo en vigencia desde Pío IX hasta la encíclica “Humani generis”
de Pío XII. En el campo protestante, hubo un juicio antidarvinista en el estado de Tennessee
en los Estados Unidos, en 1928. Esta oposición sólo empezó a reducirse por el hecho de
que desde entonces la concepción de “materia”, sobre la cual se basaba la cosmovisión
materialista de las ciencias naturales del siglo XIX, comenzó a ser cuestionable por los
descubrimientos modernos sobre la estructura del átomo. En numerosos científicos
comienza a esbozarse hoy una nueva postura, que considera perfectamente posible que
coexistan una imagen religiosa y una imagen científica del mundo, y que declara que quedó
superada la polarización artificial del siglo XIX entre la fe y el conocimiento. Sin embargo,
los intentos directos de armonizar la teoría de la evolución y la cristología, como los que
fueron emprendidos por el científico Pierre Teilhard de Chardin, S. J., produjeron fuertes
críticas tanto por parte de la teología como de la ciencia.
SEGUNDA PARTE

Ideas fundamentales de la fe cristiana

14. El dogma

Según la concepción de la Iglesia, el dogma es el conjunto de las doctrinas de fe cristianas


necesarias para la salvación. Sin embargo, el origen y la formación del dogma son muy
discutidos. Para Adolf von Harnack, el dogma es un producto de la “helenización del
cristianismo en gran escala”. Con ello, él aludía a la reinterpretación del mensaje original
de Jesús y los apóstoles en el espíritu de la filosofía helénica. En su conjunto, Harnack
juzgó la formación de los dogmas como un hecho negativo, un fenómeno de decadencia del
cristianismo. Primero, porque según su opinión, la reinterpretación del Evangelio como una
doctrina era una falsificación intelectualista; y segundo, porque por la interpretación del
mensaje cristiano en el espíritu de la filosofía griega, se infiltraron al dogma elementos no
evangélicos, extraños no sólo en cuanto a lo conceptual, sino también en cuanto al
contenido. Sin duda que realmente ocurrió una tal “helenización” en gran escala. Los textos
de las confesiones de los sínodos ecuménicos de la Iglesia antigua muestran que tanto para
la formulación de la doctrina de la Trinidad como para la cristología y la antropología, se
emplearon categorías no bíblicas de la filosofía neoplatónica. Pero, ¿debe ser considerado
este fenómeno como tal ya como apostasía o decadencia? La Iglesia ortodoxa, en la que se
realizó la formación del dogma, destaca que este desarrollo es una de las grandes
realizaciones del espíritu helénico; pero no ve en la formación del dogma un proceso
puramente humano, que tuviera que ser considerado como una falsificación de las verdades
divinas, sino un proceso humano-divino, en el cual participa el Espíritu Santo de parte de
Dios, y el espíritu humano de parte de la historia. Vistas a partir de Dios como autor de la
revelación, las verdades del dogma son divinas, eternas e inmutables. Vistas a partir de la
historia, el espíritu humano aspira llegar a un conocimiento cada vez más profundo y a una
apropiación cada vez mejor de estas verdades. Mientras que de esta manera la revelación
nos da la esencia inmutable del dogma, se realiza una progresión histórica en la apropiación
humana de la verdad. Todos los dogmas cristianos se remontan a experiencias de los hechos
salvíficos de Dios, y apuntan a una aprehensión conceptual e intelectual de la revelación
divina. El dogma de la Iglesia es la expresión de la comprensión no individual, sino
eclesiástica y general de los hechos salvíficos; no de la experiencia de personas y
personalidades particulares, sino de la Iglesia como totalidad de su organismo humano-
divino.
En las diferentes Iglesias, el dogma ocupa posiciones diferentes. Mientras que en las
Iglesias protestantes la doctrina y la confesión se volvieron en gran parte autónomas y
dominan la teología y la predicación, en la Iglesia ortodoxa el dogma está vinculado de
manera directa con la vida litúrgica de la Iglesia. Sus confesiones de fe no deben ser
entendidas como formulaciones abstractas de una “doctrina pura”, sino como himnos de
adoración, cuyo lugar se encuentra en la liturgia. Según la convicción de la Iglesia
ortodoxa, el dogma no encuentra su verdadera expresión en manuales teológicos, sino que
es parte integrante de la adoración.
A diferencia del desarrollo dogmático en la Iglesia romana y en el cristianismo nacido de la
Reforma, la fijación conceptual de las diversas verdades de fe no avanzó en la misma
medida en la Iglesia oriental. Con ello, quedó garantizada una libertad mucho mayor en la
interpretación de los dogmas. Incluso la formulación de un dogma por un concilio
ecuménico aún no tiene carácter jurídico obligatorio, sino que primero debe ser aceptada
por toda la conciencia ecuménica de la Iglesia. Una breve comparación entre las posiciones
de la Iglesia oriental, la católico-romana y la protestante permite percibir lo siguiente:
Desde el principio, el occidente comprendió la relación entre Dios y el hombre
primordialmente como una relación jurídica. Significativamente, el Apóstol Pablo describió
la experiencia de la salvación como justificación en la epístola a los Romanos. En Roma,
Pablo se dirigía a una comunidad de fuertes características judeocristianas, para la cual era
decisiva la cuestión de la justicia de Dios y el cumplimiento de sus exigencias. Esta visión
legalista de los grupos judeocristianos se unía sin dificultad con la concepción romana de la
religión, para la cual la relación entre Dios y el hombre era también primordialmente una
relación jurídica. El carácter jurídico de la religión romana se manifestaba en el hecho de
que la eficacia de las ceremonias del culto oficial dependía de la rigurosa observancia de
todas las prescripciones sobre palabras, gestos, vestimentas, ritos, tiempos y lugares. El
desarrollo posterior del cristianismo católico romano se realizó en gran medida sobre la
base de este pensamiento jurídico. En Roma fue donde se formó el sacramento de la
penitencia, específicamente occidental, totalmente dominado por la idea de la justificación.
La Iglesia se convirtió en un instituto de penitencia. El Obispo es la autoridad jurídica de la
Iglesia. Él determina el carácter del pecado y la gravedad de la culpa, y decide en qué casos
y bajo qué condiciones es posible la penitencia. Como representante del obispo, el
sacerdote establece también la medida de la reparación o satisfacción que debe prestar el
pecador. Tal como se había creado una casuística de las transgresiones y reparaciones en la
jurisprudencia, así también se forma una casuística de los pecados y las obras de
satisfacción en la Iglesia, con una fijación exacta de sus respectivos valores.
En esta fundamentación jurídica del sacramento de la penitencia ya aparecen también sus
futuras posibilidades de degeneración, como por ejemplo las indulgencias. Éstas surgieron
de la fusión de los pensamientos jurídicos romano y germánico. Introducen en el
sacramento de la penitencia la práctica de compensar satisfacciones más graves por medio
de satisfacciones más leves y finalmente por contribuciones en dinero. Para la conversión
de las prestaciones objetivas en prestaciones pecuniarias, las autoridades eclesiásticas
establecen un cuadro de tarifas vigentes.
También la formación de la idea occidental de la Iglesia y de la concepción del sacerdocio
es dominada por esta idea jurídica. La Iglesia se concibe a sí misma como una institución
espiritual jurídica, fundada por Cristo en virtud del derecho divino. El sacerdote es el
representante legítimo de este orden jurídico. Sólo a partir de esta mentalidad jurídica
podían surgir y desarrollarse el papado y la idea del primado del papa. En la idea romana de
la Iglesia, confluyen la mentalidad jurídica del antiguo estado y de la Iglesia católica,
formando una nueva modalidad.
En la formación de la doctrina del papado, precisamente la idea del primado jurisdiccional
desempeña un rol preeminente. La plenitud del poder real se combina con la plenitud del
poder sacerdotal, la tiara episcopal se une con la corona del emperador. En el punto
culminante de este desarrollo, el papa se proclamará soberano supremo del mundo, al cual
Cristo entregó las dos espadas, la del poder espiritual y la del poder material (Bonifacio
XIII en la bula “Unam sanctam” de 1302). Considerará a los reyes y emperadores como sus
vasallos, a quienes como sucesor legal de Pedro entrega la corona y el cetro y les transmite
la tarea de misionar a los pueblos. Esta idea jurídica se refleja también en la conciencia que
cada sacerdote tiene de su cargo. La ordenación por el obispo confiere al sacerdote la
habilitación jurídica de administrar los sacramentos y de ejercer el poder de las llaves.
Consciente de este derecho, el sacerdote absuelve en la confesión al pecador de sus pecados
con las palabras: “Ego te absolvo”.
Sobre la base de esta conciencia jurídica, la Iglesia occidental formuló su derecho
eclesiástico propio, que desde el inicio traía inherente la tendencia de incluir todo el
conjunto de la vida pública y privada en la esfera jurídica de la Iglesia. De esta manera, el
derecho canónico penetró e incluso dominó la vida de la sociedad en occidente con mucho
más fuerza que en el caso de la Iglesia ortodoxa. La formación de un estado eclesiástico
propio sólo pudo desarrollarse sobre la base de la conciencia jurídica autónoma de la Iglesia
romana, siendo imposible en la Iglesia oriental, al menos de esta manera.
El pensamiento jurídico se impuso también desde el principio en la teología del occidente.
Mientras que el oriente nunca atribuyó importancia decisiva a la doctrina de la
justificación del Apóstol Pablo, ya Tertuliano (que vivió más o menos del 155 al 225)
introdujo una serie de conceptos jurídicos fundamentales en la teología. En Agustín (354-
430), la doctrina de la justificación ya es el fundamento para sus conceptos de la relación
del hombre con Dios, el pecado, la culpa y la gracia. La teología occidental conservó
fielmente este fundamento. Para Anselmo de Canterbury (1033-1109), la relación jurídica
vigente entre Dios y el hombre era la condición para toda reflexión teológica. Él se
imaginaba poder deducir de forma convincente y concluyente, incluso para los incrédulos,
la verdad de la fe cristiana y la necesidad de la encarnación de Dios a partir de la idea de la
satisfacción.
Esta mentalidad jurídica marcó también de manera particular el monasticismo occidental.
El camino de la santificación queda atrapado bajo el concepto de las “buenas obras” y las
“obras de supererogación”, practicadas por el santo más allá de la medida necesaria para la
satisfacción por sus propios pecados. De esta manera, el camino de la santificación queda
encuadrado en el esquema jurídico en vigencia. Ya Alejandro de Hales (fallecido en 1245)
pudo establecer la doctrina que la Iglesia había juntado un “tesoro de buenas obras” de las
obras de satisfacción de Cristo, los santos y los mártires; y que el papa podía disponer
legalmente de este “tesoro”.
Esta mentalidad jurídica se extiende incluso a las esperanzas y concepciones escatológicas.
Precisamente aquí, la idea de la justicia triunfa totalmente por sobre la del amor. Al final de
los tiempos, se produce la separación radical de la humanidad en redimidos, que entran a la
eterna bienaventuranza, y condenados, que son entregados al castigo eterno. Según la
concepción católica romana, aumentan las oportunidades del pecador por la introducción de
un estado intermedio, en el que aún puede mejorar su situación ante Dios pagando las penas
derivadas de los pecados, antes del juicio final. Mediante las indulgencias y las misas por
las almas, la Iglesia misma ha extendido su poder jurídico-espiritual también a este ámbito
de las almas de los difuntos en el purgatorio.
Incluso la idea de la predestinación tuvo desde el principio un temperamento fuertemente
jurídico. Ya Agustín defiende la idea de que el reino de Dios consiste en un grupo
determinado de elegidos, numéricamente fijado desde el comienzo por decisión divina. Este
número corresponde al de los ángeles caídos. El sentido de la historia de la salvación
consistiría en separar a estos elegidos de la gran masa de la humanidad. Los elegidos son
los ciudadanos del reino de Dios, los únicos a quienes les corresponde allí el derecho de
patria y de ciudadanía. El establecimiento del reino de Dios se basa en un estado de
derecho, cuyas normas fueron fijadas por la voluntad inescrutable de Dios. La historia de la
salvación se basa en un orden jurídico positivo de Dios, por cuyos principios él juzgará el
mundo en el último día.
En la piedad ortodoxa se manifiesta con mucho mayor fuerza el lado místico del mensaje
neotestamentario, tanto el paulino como el juanino. Los temas más importantes no son la
justificación, sino la divinización, la santificación, el nuevo nacimiento, la nueva creación,
la resurrección y la glorificación del ser humano; y no sólo la del ser humano, sino – y en
esto consiste su característica cósmica – del universo entero. El concepto central no es la
justicia, sino el amor de Dios. Por este motivo, se produjo en oriente un desarrollo global
diferente de las concepciones religiosas.
Esto puede percibirse sobre todo en la posición y la evolución del sacramento de la
penitencia. En la Iglesia oriental, es fundamental la idea de la educación de los cristianos
para una vida de santidad. De esta manera, no fue posible que se difundiera una concepción
jurídica de la penitencia, ni que surgiera la doctrina o la práctica de las indulgencias. La
concepción de la penitencia como un medio de santificación evitó la compensación de los
actos religiosos de penitencia por dinero.
La Iglesia oriental tampoco pretendió intervenir con su poder de ligar y desligar en el reino
de los muertos. Conoce tan sólo la intercesión por los muertos, ya que la solidaridad de los
creyentes no se extingue ni siquiera con la muerte. Por este motivo la institución de la misa
por los difuntos tampoco cayó en los desvíos que ocurrieron en occidente y contra los
cuales se volvió la protesta de la Reforma.
Es cierto que también en la Iglesia oriental está viva la idea jurídica en la concepción del
ministerio de la Iglesia, sobre todo en el ministerio episcopal y la sucesión apostólica; pero
ella queda incluida en la concepción de la Iglesia como el cuerpo místico de Cristo y del
Espíritu Santo como fuente de vida de la Iglesia. En ninguna parte pudo surgir la idea de un
estado eclesiástico, en ninguna parte el ministerio de la Iglesia fue incorporado al desarrollo
general del estado feudal. Los obispos de la Iglesia ortodoxa oriental siguieron siendo
siempre en primer lugar obispos de sus comunidades, y mantuvieron siempre el carácter
espiritual de su función; incluso en aquellos lugares en que, bajo el dominio islámico, les
fue atribuida la función de etnarcas o representantes oficiales de los sectores cristianos de la
población. De la misma manera, la concepción, que el simple sacerdote ortodoxo tiene de la
esencia de su sacerdocio, tampoco es determinada por ideas jurídicas. En el sacramento de
penitencia ortodoxo, la fórmula de absolución no tiene la forma de una declaración, sino la
de una oración por el perdón divino.
En la concepción de la Iglesia oriental de la santificación del hombre y con ello, de la tarea
del monasticismo, también faltan las características jurídicas. Jamás pudo surgir en el
monasticismo una doctrina de las buenas obras o del “tesoro de la Iglesia”. Los santos
fueron venerados como personas llenas del espíritu, que realizaban la vida “angélica” de la
Iglesia celestial ya en esta vida terrenal, pero sus obras nunca fueron contabilizadas en la
cuenta de la Iglesia como “obras de supererogación”.
En la teología de la Iglesia oriental, el esquema de la justificación casi no desempeñó
ningún rol. Su tema central es la encarnación de Dios y la divinización del ser humano. De
esta manera, el énfasis de la proclamación recaía sobre el nuevo nacimiento, la nueva
creación del ser humano, la transformación en nueva criatura, el resucitar con Cristo, la
ascensión del hombre a Dios y la glorificación. En la presentación más conocida de la
doctrina de la fe ortodoxa por Juan Damasceno (aprox. 700-750), ni siquiera aparece el
concepto de la justificación. Por ello, en la Iglesia ortodoxa nunca alguien pudo intentar
demostrar lógicamente la necesidad de la encarnación de Dios con ayuda de la doctrina de
la satisfacción. Recién la introducción de las ideas de la Reforma en los siglos XVI y XVII
obligó a los teólogos ortodoxos a tomar posición frente a la doctrina de la justificación.
Si para el pensamiento romano el pecado es una transgresión de la relación jurídica
establecida por Dios entre Dios y el ser humano, para la Iglesia oriental, por influencia del
pensamiento griego, el pecado es desde el inicio una disminución, una enfermedad o
infección del ser primitivo, de la “imagen de Dios”. Por consiguiente, la redención no es en
primer lugar la restauración de una relación jurídica perturbada por el pecado, sino una
renovación del ser, un completarse, una divinización.
De esta manera, lo que domina en la piedad oriental es la idea del amor. Característico para
esto es el sermón catequético de San Juan Crisóstomo sobre la parábola de los trabajadores
en la viña (Mt 20,10-16), que aún hoy es leída en el culto de Pascua desde todos los
púlpitos de la Iglesia ortodoxa. Es un himno triunfal que canta la victoria del inmenso amor
de Dios. “Ustedes, que ayunaron, y ustedes, que no ayunaron, ¡alégrense en este día! La
mesa está servida, ¡disfruten todos! El ternero está cebado, ¡que nadie salga con hambre!
¡Disfruten todos del banquete de la fe! ¡Gocen todos de la riqueza de la bondad! ¡Que nadie
se lamente de ser pobre, porque llegó el reino que es de todos!”
Por el mismo motivo, la Iglesia oriental tampoco atribuyó una importancia tan grande a la
doctrina de la predestinación como la Iglesia romana. Ella más bien mostró una inclinación
secreta hacia la doctrina de la redención universal. Ya Orígenes (fallecido en 254) relacionó
esta idea con una cierta doctrina de las eras (eones) que se suceden unas a otras. Al final de
los eones, todo el mal quedará eliminado; y entonces incluso los ángeles caídos y por fin
Satanás mismo se volverán nuevamente al Logos divino. Ahora bien, la Iglesia condenó
como herética esta doctrina de la redención universal; pero a pesar de todo, ella siempre
vuelve a ser presentada por sus teólogos.
La idea del juicio final tampoco tuvo en la Iglesia oriental la interpretación jurídica rígida
común del occidente. Predomina más bien la confianza en la gracia y en el “amor al ser
humano” (filantropía) del Logos divino y la súplica por la misericordia divina. Por eso, la
Iglesia ortodoxa tuvo grandes dificultades para poder comprender la intención teológica de
la Reforma occidental, o incluso ni la entendió. Comprendió la Reforma sólo en la medida
en que coincidía con ella en el rechazo de doctrinas y tradiciones católicas particulares y
específicas, y que ella misma siempre ya había rechazado y combatido, como el primado
del papa y el celibato de los sacerdotes. La discusión sobre la justificación sólo fue objeto
de reflexión e introducida a la teología ortodoxa por parte de algunos pocos teólogos
ortodoxos formados en el occidente, como Cirilo Lukaris, pero sólo con éxito efímero.

15. La idea cristiana de Dios

Basados en su experiencia religiosa, los místicos cristianos de todos los tiempos coinciden
en que no se pueden hacer afirmaciones sobre Dios, porque él se encuentra más allá de
todos los conceptos e imágenes (y por eso tampoco puede ser objeto de un libro como éste).
Pero siendo el hombre un ser dotado de razón, la experiencia religiosa de la trascendencia
por sí misma desea manifestarse históricamente. Por ello, continuamente están en tensión
mutua dos tendencias en la teología cristiana. Por una parte, está la tendencia a sistematizar
al máximo la idea de Dios y de convertirla en parte integrante y común de nuestra
concepción del mundo y de nuestro dominio de la vida; y por otra, la tendencia a dejar de
lado todas las ideas comunes que se fueron acumulando en torno a Dios, y de volver al
reconocimiento de la trascendencia absoluta de Dios. En la moderna “teología después de la
muerte de Dios”, esta tensión se manifiesta de una manera extrema. En el intento de
descartar toda afirmación teológica sobre Dios, esta teología, místicamente disfrazada bajo
la imagen de la “muerte de Dios” creada por Nietzsche, se opone a una concepción popular
del “buen Dios”, que desde entonces perdió credibilidad.
Todas las épocas de la historia de la cristiandad son determinadas por nuevas formas de la
experiencia de Dios y de experiencias de Cristo. Los grandes carismáticos, los profetas,
reformadores y místicos, escribían las partituras que ejecutaban los epígonos teológicos de
cada época. Rudolf Otto intentó describir de alguna forma los tipos fundamentales de la
experiencia de lo trascendente, de lo “sagrado”. La denomina la experiencia de lo
“numinoso”, de lo que simplemente no puede ser expresado, lo santo, lo avasallador, que se
manifiesta de dos formas: como el “misterio tremendo”, en el que se revela el lado terrible,
temible, poderoso de lo numinoso (Ex 33,20: “No puede verme el hombre y seguir
viviendo”); y el “misterio fascinante”, que atrae al hombre de una manera irresistible, la
gloria, la belleza y la adorabilidad; el poder benéfico de la trascendencia que trae vida y
salvación. Todas estas características existen en la experiencia cristiana de Dios por las que
pasan los líderes carismáticos, en experiencias siempre renovadas. De esta manera se
explica también la convergencia entre la experiencia de Dios de los carismáticos cristianos
y lo de las demás religiones, como el hinduismo, el budismo y el taoísmo. Ahora bien,
desde el inicio se destacan algunas características bien determinadas en la experiencia y la
contemplación cristianas de Dios:
1. Dios es el “Yo soy, el que soy” (Ex 3,14). La conciencia de persona del hombre despierta
en el encuentro con Dios entendido como persona: “Yahveh hablaba con Moisés cara a
cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11).
2. Dios es el Creador del cielo y la tierra. Por un lado, esto significa reconocer la
omnipotencia divina, el poder creador de Dios, que se revela también en la conservación
del mundo creado por Él; por otro lado, significa confiar en el mundo, que a pesar de todas
las contradicciones es comprendido como un mundo que fue creado por Dios según
determinadas leyes y reglas y de acuerdo a un plan propio, luego de cuya realización Dios
dice: “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,31). Lo decisivo es que
en su creación, este Dios creó al ser humano a su imagen, y que le sometió la creación. Esta
posición peculiar del ser humano en la creación, que lo convierte en colaborador de Dios en
la conservación y el perfeccionamiento del mundo, introduce un elemento nuevo en la
comprensión de Dios.
3. Dios es el señor de la historia. Ésta es la característica básica de la comprensión
veterotestamentaria de Dios. Dios elige para sí un pueblo especial, con el que establece un
pacto especial. Mediante su ley, vincula a este pueblo de Dios consigo mismo; le fija una
determinada meta de salvación, que consiste en el establecimiento de su soberanía; y
cuando el pueblo se vuelve infiel a su pacto y su promesa, lo exhorta a través de sus
profetas, anunciándoles salvación y castigo.
4. Este Dios de la historia es el Dios del juicio. Los profetas ya ven este juicio en conexión
con los grandes acontecimientos de la historia del mundo de su tiempo. La fe genuinamente
israelita en que Dios se revela en al historia de su pueblo, lleva por lógica interna a la
proclamación de Dios como el señor de la historia universal y como el juez universal.
El elemento decididamente nuevo de la fe cristiana, neotestamentaria, en Dios, es ahora su
íntima vinculación con la persona, la doctrina y la obra de Jesucristo, de tal manera que
resulta difícil establecer la línea divisoria entre la doctrina sobre Dios y la cristología. Jesús
mismo confesó la fe en el Dios de los padres, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob (Mc
12,26); pero él mismo se comprende como el que cumple la promesa del Mesías Hijo del
Hombre, que se identifica con el Hijo de Dios, aquel que trae el reino de Dios. Para la
experiencia religiosa que está detrás de la autocomprensión mesiánica de Jesús, desempeña
un rol decisivo la conciencia que el Mesías Hijo del Hombre es el Hijo de Dios. La relación
particular de Jesús con Dios se expresa por el hecho de que Jesús lo llama Padre. En sus
oraciones, Jesús emplea la palabra “Abba” para Dios (Mc 14,36); un término por cierto
insólito en el lenguaje religioso común del judaísmo, y que sólo es empleado por las
criaturas en referencia a su padre terrenal (papá). Esta relación padre-hijo se convierte en
modelo para la relación del cristiano con su Dios. El llamado a la filiación divina
desempeñó un rol decisivo en el desarrollo de la autocomprensión mesiánica de Jesús.
Según el relato del bautismo, este llamado se realizó a través de la voz que decía desde el
cielo: “este es mi hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17; Mc 1,11; Lc 3,22). Según
el Evangelio según San Juan, esta filiación es el fundamento de la autoconciencia de Jesús:
“Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30). La fe en el Hijo produce también la unidad con el
Padre. El hijo se convierte en mediador de la gloria del Padre para los que creen en él. En la
oración sacerdotal, Jesús dice: “yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno,
como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno” (Jn
17,22-23). En la oración que Jesús enseña a sus discípulos a pedido de los mismos, Dios es
invocado como “Padre nuestro”. Dios aparece también como padre en las imágenes y
parábolas de Jesús. Para los discípulos de Jesús, Dios llegó a ser así el Dios cercano, que se
comunica con los hombres no a través de potencias angelicales ni de seres intermediarios,
sino que cuan padre busca conquistar el amor de sus hijos “perdidos”.
La muerte y la crucifixión de Jesús no destruyeron esta fe suya en el Padre. Jesús,
muriendo en la cruz, entrega su espíritu en las manos de su Padre (Lc 23,46). Para los
discípulos, la resurrección es la confirmación de la autocomprensión de Jesús y de su
convicción que Dios “no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12,27). Bajo el
impacto de la resurrección, el Dios Padre de Jesús pasa a ser para los discípulos el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo (1 Co 1,3; Ef 1,3; 1 P 1,3), que reveló su amor por el
sacrificio de su Hijo enviado al mundo (Jn 3,16). Ahora el cristiano creyente se convierte en
hijo de Dios. “Yo seré Dios para él, y él será hijo para mí” (Ap 21,7). De esta manera,
confesar a este Dios es confesar que la resurrección de Jesús de los muertos es un acto
salvífico de este Dios (Rm 10,9): “Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees que
en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo”.
Para el cristiano, la fe en Dios no es, por consiguiente, una doctrina que pueda ser separada
de la persona de Jesucristo. Pero también es parte de las concepciones básicas de la
esperanza escatológica cristiana que después de “haber puesto todos sus enemigos bajo sus
pies” (1 Co 15,25), el Hijo entregue a Dios Padre el reino (v. 24); “entonces también el Hijo
se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo”
(v. 28). Por esta misma razón, para los grandes teólogos de la Edad Media, en la medida en
que hablaban a partir de su propia experiencia mística, la visión de Dios – “visio beata” –
constituye el cumplimiento de la salvación en el reino de Dios.
La íntima conexión entre la comprensión de Dios y la cristología no impide que se
experimente siempre de nuevo el fundamento transpersonal de la divinidad dentro de la
experiencia cristiana de Dios, Sobre todo en la mística cristiana, irrumpe una y otra vez esta
experiencia de la “divinidad” que se encuentra detrás del “Dios” personal (Maestro
Eckhart), la “supradivinidad”, el “fundamento divino”, el “abismo”, la “nada” divina”; una
experiencia que se cristalizó en la llamada “teología negativa” ([Pseudo] Dionisio
Areopagita). Ocasionalmente, esta experiencia de la trascendencia divina suprapersonal se
opone contra una evolución de la piedad que llevó a un minimizar y a banalizar la idea del
Dios personal, y con ello, a una desvalorización del concepto de la gloria y la santidad de
Dios. Así por ejemplo, tras de la llamada polémica del ateísmo en torno a Johann Gottlieb
Fichte, se halla el deseo de superar una imagen personalista de Dios por demás familiar y
esquematizada, y de llegar a un conocimiento de las profundidades de lo trascendente que
anteceden a la persona. En la misma línea se ubica el intento de Paul Tillich de reducir la
idea cristiana de Dios a un “algo” impersonal, “que me toca de manera directa”.
Pero en la comprensión de Cristo, tal como fue descrita arriba, se ocultaba también el
peligro que la fe en Dios se diluya, por así decirlo, en un “monocristismo”; que en la vida
de fe, la figura del Hijo eclipse y haga desaparecer la figura del Padre; que la figura del
Creador y Conservador del mundo ceda su lugar a la figura del Redentor. De hecho, la
historia de la piedad cristiana, y con ello, la historia de la teología cristiana, se movió
dentro de este campo de tensión. En la teología de la Reforma, el primado de la cristología
y la doctrina de la justificación llevó a que la doctrina de la creación y la cosmología
cristiana quedaran más y más en segundo plano. Ello a su vez aceleró el distanciamiento
entre la teología y las ciencias naturales, que caracteriza la época de la ilustración y del
materialismo que le siguió. La tendencia más reciente a un monocristismo extremo se dio
en la llamada teología dialéctica de Karl Barth, que se opuso al cristianismo cultural del
siglo XIX y de comienzos del siglo XX.
El Dios de la Biblia es el Dios de la revelación. Por propio impulso quiere revelarse; Él es
un “ens manifestativum sui” (Oetinger). La creación misma del mundo ya es una
manifestación de esta voluntad de autorrevelarse. Esto ya percibieron los paganos. “Lo que
de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto; Dios se lo manifestó. Porque lo invisible
de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver en la inteligencia a través de sus obras: su
poder eterno y su divinidad” (Rm 1,19-20). También los paganos “sabían que Dios existe”.
Pablo escribe a los Romanos (11,36) con respecto a Dios: “Porque de él, por él y para él
son todas las cosas”. En el discurso en el Areópago, Pablo dice sobre Dios: “No se
encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos”,
aludiendo a la palabra del poeta pagano Arato: “Somos también de su linaje” (Hch 17,27-
28). Aquí encontramos el punto de partida de un conocimiento de Dios que, a lo largo de
toda la historia de la cristiandad, se manifestó bajo el lema de la revelación “natural” de
Dios, de su revelación a través del “libro de la naturaleza”. En Jakob Böhme y Robert
Fludd, y más tarde en Swedenborg y Friedrich Christoph Oetinger, este conocimiento llevó
a una teología mística de la naturaleza que, a través de Newton y Leibniz, ejerció una
influencia directa sobre las bases de las ciencias naturales modernas, marcó la teología
física del siglo XVIII y aún tiene sus repercusiones en la Historia natural del cielo de Kant
(1755).
Sin embargo, el hecho de la autorrevelación de Dios presupone la comprensión bíblica
fundamental de la relación que existe entre Dios y el ser humano. La autorrevelación no
puede ser desvinculada de la idea de que Dios creó al ser humano a su imagen y que en
Jesucristo, resplandor de su gloria e impronta de su sustancia (Hb 1,3), se manifestó entre
nosotros el hombre celeste, el “Adán celeste” (1 Co 15,49-51). Lo que une intrínsecamente
la revelación “natural” y la revelación bíblica es la idea de Cristo como el Logos divino
hecho hombre. Aquí inicia la “helenización” no sólo de la comprensión de Cristo, sino
también de Dios en la cristiandad antigua. Ya el judaísmo tardío había encontrado una
tendencia al monoteísmo y a la trascendencia en ciertos pensadores helenísticos. Esta
tendencia ya comienza a esbozarse en Platón y en los estoicos tardíos y llega a su pleno
desarrollo en el neoplatonismo. Ya en el último siglo precristiano, Filón de Alejandría había
interpretado el concepto veterotestamentario de Dios en la línea del concepto del Logos de
la filosofía helenística. Pero esta “helenización” provocó una tensión que habría de dominar
todo el desarrollo posterior de la piedad cristiana y toda la historia intelectual del occidente.
En efecto, la idea griega de Dios se edificaba sobre la deducción de la presuposición de un
origen para el mundo, y estaba dominada por el principio de la causalidad: Dios era la
“causa primera”. La comprensión bíblica de Dios, por su parte, se basaba en la idea de la
libertad del Creador, Conservador y Juez del universo, lo que también incluía la supresión
de la cadena de causa y efecto a través del milagro. Este punto de partida llevó a dos
problemas específicos planteados por la teología de inspiración filosófica griega: el intento
de la prueba de la existencia de Dios y el intento de la justificación de Dios frente a las
imperfecciones o insuficiencias de la creación y del mal que está presente en la historia
(teodicea).
Estos dos problemas ocuparon intensamente la teología occidental y la inspiraron para las
más elevadas realizaciones. Pero la prueba de la existencia de Dios ya presupone la
racionalización de lo trascendente; parte del presupuesto que una fe religiosa puede ser
transmitida por argumentos racionales. No es nada raro que en la historia de la piedad
cristiana, este intento haya sido neutralizado una y otra vez con la referencia al carácter
paradójico de la revelación histórica de Dios en Jesucristo. Últimamente lo hizo Sören
Kierkegaard (1813-1855), respondiendo a la tentativa de Hegel de “elevar a la esfera
conceptual” la doctrina de la encarnación bajo la forma de una filosofía de la
“autorrealización del espíritu absoluto”. De manera similar, los intentos de una teodicea o
justificación de Dios tampoco llevaron a un final satisfactorio. Ya levantado por Agustín y
tratado exhaustivamente por Tomás de Aquino, este problema adquirió actualidad después
de la Guerra de los Treinta Años, cuando Leibniz, que fue quien creó el concepto de la
teodicea, intentó defender a Dios contra las acusaciones y deducciones ateístas rápidas que
provocaba en los pensadores críticos de su tiempo la conducta de las Iglesias cristianas
empeñadas en exterminarse mutuamente. Como resultado de los esfuerzos teológicos, o se
declaraba que Dios mismo era el creador del mal, o se disculpaba el mal como siendo
“permitido” por Dios; o entonces se entendía con Hegel la historia universal como
justificación de Dios (“la verdadera teodicea, la justificación de Dios en la historia”). Pero
estas respuestas no satisfacen ni la experiencia cristiana de fe, ni la reflexión (Dostoievski,
recordando el sufrimiento de las criaturas). La crítica kantiana de las pruebas de la
existencia de Dios, basada en la imposibilidad básica y radical del intelecto humano de
penetrar en el terreno de lo trascendente, y el hecho de que las ciencias, con su nueva
autocomprensión autónoma basada en la experiencia y la investigación puramente
experimentales, se habían desvinculado de su antigua fundamentación teológica, llevaron a
que el abandono de la idea de Dios fuera una meta deseable en el siglo XIX, tan apasionado
por la ciencia. La filosofía de la religión de Feuerbach trató de desenmascarar el contenido
de la religión como una autointerpretación ideológica del hombre. Para la filosofía del
materialismo dialéctico, la religión era el “opio del pueblo”; el intento del hombre de
encontrar la solución para las dificultades de su vida en la quimera de un Dios y un más
allá, en lugar de tomar en sus propia manos la responsabilidad de solucionarlos aquí en la
tierra. La concepción científica del mundo, basada en el materialismo, se opuso como la
única alternativa moderna posible a la idea bíblica de Dios y la creación. Sobre todo, el
darvinismo, con su doctrina de la evolución, fue levantado contra la idea bíblica de la
creación, siendo empleado por el materialismo dialéctico como su aliado más poderoso en
su lucha contra la cosmovisión del cristianismo. Sin embargo, este cambio no percibió que
la idea de la evolución tenía sus raíces en las ideas genuinamente cristianas de la creación y
de la historia de la salvación. Sobre todo las teologías inglesa y norteamericana del siglo
XIX demostraron que la idea de la evolución de ninguna manera contradice la idea bíblica
de la creación: “La evolución es la manera en que Dios hace las cosas” (“Evolution is
God’s way to do things” (M. J. Savage 1841-1918). J. McCosh (1811-1894), Henry
Drummond (1851-1897), Lyman Abbot (1855-1922), John Fisk (1842-1901) y otros
introdujeron la idea del “Dios mayor” en la concepción cristiana moderna del universo. La
situación actual se caracteriza por una tensión de dimensiones mundiales entre la “segunda
ilustración” – en la cual las consecuencias de la primera ilustración, aquellas posturas
racionalistas científicas y pseudocientíficas y las corrientes antirreligiosas del siglo XVIII,
se extendieron a sectores más amplios de la población – y la actitud de científicos tan
sobresalientes como Albert Einstein, Max Planck y Max Born, con suficiente apertura y
visión amplia como para enfatizar el fundamento religioso de sus concepciones de la vida,
el universo y el ser humano.
A esto corresponde una nueva onda de experiencia de Dios, que se puede percibir en medio
de las masas descristianizadas o volcadas a un cristianismo convencional, en los diversos
movimientos de avivamiento en las Iglesias jóvenes de Asia y África, así como en las
Iglesias más antiguas de América del Norte y de Europa. El ruidoso mensaje de Nietzsche:
“Dios está muerto”, parece ser cierto sólo en el sentido de que agoniza una determinada y
tradicional imagen intelectual y dogmática de Dios, para dar lugar al descubrimiento del
“Dios mayor”. Las propuestas fuertemente impugnadas de Pierre Teilhard de Chardin
(fallecido en 1955) para una “teología de la evolución” son un intento típico en esta línea.
Por su parte, los avances de los astronautas en el espacio contribuyeron a superar los restos
del antiguo esquema geocéntrico, que todavía seguía sirviendo de base al pensamiento
religioso ingenuo y en gran parte también a la teología cristiana; y prepararon el camino
para una nueva actitud ante el mundo y la vida y para una nueva idea de Dios. Por otra
parte, al destacar la posición única y peculiar del ser humano y de nuestra tierra en el
universo, los mismos viajes espaciales sirvieron para tomar nuevamente conciencia del
rasgo fundamentalmente personal de la idea cristiana de Dios y de la imagen del ser
humano.
La progresiva intelectualización del pensamiento cristiano de Dios, iniciada con la
Escolástica, llevó, desde el Deísmo del siglo XVIII, a enviar a Dios al exilio de la soledad
de su trascendencia, a la que Él se habría retraído luego de la creación y puesta en marcha
de la máquina del mundo, para observar su funcionamiento desde lejos. Según la
comprensión de Dios de la Iglesia antigua, del medioevo y de los reformadores, Dios no es
un solitario, ni desea estar solo. Se ha rodeado de inmensas multitudes de ángeles, creados
a su imagen, que le rodean en amor y libertad en un reino de grados y jerarquías
individualizadas, alabándolo y actuando en el universo como sus mensajeros y ejecutores
de su voluntad. Desde el inicio, Dios es el centro y el soberano del reino por él creado, y los
ángeles son los primogénitos de este reino. La Iglesia de los ángeles es la Iglesia superior;
con ellos, la Iglesia terrenal entona en la eucaristía la “alabanza de los querubines”, el
“Trishagion”, en la epifanía del Señor y de los coros angelicales que lo acompañan. La
comunidad terrenal participa activamente en la liturgia angelical.
Habiendo sido creados los ángeles a imagen de Dios como espíritus libres, es en medio de
ellos que se realiza la primera caída, el primer abuso de la libertad, cuando su príncipe
superior, el Lucifer (el “Portaluz”), se rebela contra Dios. Según la concepción de los
Padres de la Iglesia primitiva, de la Edad Media y de los reformadores, el ser humano fue
creado en segundo lugar. La creación de los seres humanos se hace necesaria después de la
caída de los ángeles, que fueron expulsados del reino de Dios y echados al abismo. Ella
sirve para llenar el reino de Dios con nuevas criaturas espirituales, capaces de ofrecer a
Dios en libertad el amor que le negaron los ángeles rebeldes. El problema del mal ya surge
entre los primeros seres creados, los ángeles. Ya en este nivel superior y anterior al humano,
el mal aparece como un problema de la libertad o del abuso de la libertad. En el Antiguo y
el Nuevo Testamento, Satanás (el diablo) aparece como el representante del mal. La
filosofía y la teología del iluminismo se esforzaron por eliminar la figura del demonio de la
conciencia cristiana, considerándola un producto de la fantasía mitológica de la Edad
Media; pero precisamente con esta figura se vuelve particularmente clara y concreta la idea
cristiana de Dios y el concepto del mal. Satanás llegó a surgir como figura autónoma al
lado de Dios recién en el transcurso de la historia religiosa veterotestamentaria. En el
Antiguo Testamento, el mal aún es visto en relación directa con Dios mismo; en la medida
en que posee fuerza y vida, también el mal es creado por Dios – “yo modelo la luz y creo la
tiniebla, yo hago la dicha y creo la desgracia, yo soy Yahveh, el que hago todo esto” (Is
45,7). Satanás representa el lado demoníaco de la ira divina. En el libro de Job, él aparece
como colaborador o socio de Dios, encargado de poner a prueba al justo. Tan sólo en el
judaísmo posbíblico, él pasa a ser el adversario de Dios, el príncipe de los ángeles, que
creado por Dios y puesto al frente de los ejércitos de ángeles, seduce una parte de los
ángeles a sublevarse contra Dios. Como castigo por su rebelión, es echado del cielo
juntamente con sus rebeldes seguidores, transformados en demonios; y como soberano de
los ángeles caídos lucha ahora contra el reino de Dios de tres maneras: tratar de seducir a
los hombres al pecado, intenta perturbar el plan de salvación de Dios, y actúa como
calumniador y acusador de los santos ante Dios, a fin de reducir el número de los elegidos
para el reino de Dios.
Satanás tiene, pues, una función triple: es criatura de Dios, de quien recibió el ser y el
existir; es colaborador de Dios en el drama de la historia de la salvación; y es el rival de
Dios que lucha contra el plan de salvación de Dios. Bajo la influencia del pensamiento
dualista de la religión zoroástrica durante el exilio persa, Satanás adquirió los rasgos de un
antidios en el judaísmo tardío. También en los escritos de la secta de Qumrán, Belial, el
“ángel de las tinieblas” y “espíritu del pecado”, aparece como adversario del “príncipe de
las luces” y del “espíritu de la verdad”. El final de la historia de la salvación es la lucha
escatológica del príncipe de las luces contra Belial. Este combate concluye con el juicio
sobre Belial, sus ángeles y los hombres que le obedecen. Entonces se producirá el fin de la
“aflicción, suspiros y crímenes”, y comenzará el reinado de la “verdad”.
En el Nuevo Testamento, surgen claramente los rasgos de un poder contrario a Dios en la
figura del Diablo-Satanás-Belial-Belcebú, el “enemigo”. Él es el acusador, el maligno, el
tentador, la serpiente antigua, el gran dragón, el príncipe de este mundo, el dios de este
mundo. Él procura impedir que sea establecido el reinado de Dios por la vida y pasión de
Cristo. Ofrece a Cristo los reinos de este mundo, si lo reconoce como soberano (Mt 4,8-9);
él es el verdadero antagonista del Mesías Hijo del Hombre, del Cristo, que Dios envió a
este mundo “para deshacer las obras del diablo” (1 Jn 3,8). Pero le falta la posibilidad de la
encarnación: tiene que limitarse a despojar a otros para asumir la apariencia de la
personalidad y la corporalidad. Frente a la “filantropía” de Cristo, su amor a las personas,
que lo lleva a entregarse como sacrificio por los pecados de la humanidad, Satanás aparece
(en los Padres de la Iglesia antigua, p. e., en Basilio) como el “misántropos”, el que odia al
hombre. Frente a aquel, que trae la belleza celestial, el diablo es el que la odia, el
“misókalos”. Con la gnosis, se introducen rasgos dualistas también en la conceptología
cristiana. Ya en la Carta de Bernabé, del siglo II, Satanás aparece como “el negro” (Bernabé
4,9). En Atenágoras, es “el que sabe administrar la materia y sus apariencias”, “el espíritu
que envuelve la materia”. Por influencia de la gnosis y el maniqueísmo, este aspecto
dualista lleva también a la demonización de la sexualidad, que es vista como la esfera
peculiar de la actividad tentadora del diablo, y donde le cabe a la mujer el rol de
instrumento de la seducción diabólica.
Más tarde, la combinación de estos tres aspectos – Satanás como criatura, como
colaborador y como adversario de Dios – cede una y otra vez su lugar a una interpretación
puramente dualista. Así ocurrió entre los cátaros; pero también se pueden percibir
tendencias maniqueístas cuan corriente subterránea permanente en la Iglesia, determinando
la comprensión del pecado y de la redención. Como rebelde, que no se conforma con vivir
su semejanza a Dios en el amor a su modelo y Creador, sino que quiere ser igual a Dios y
coloca el amor a sí mismo por encima del amor a Dios, Satanás sigue siendo el modelo
básico del pecado.
La idea de Satanás como antagonista de Cristo llevó ya a los Padres de la Iglesia antigua a
una interpretación mística de la encarnación y del ocultamiento bajo la “condición de
esclavo”. “Revistiéndose” o “disfrazándose”, el Hijo de Dios hace que su origen sea
irreconocible para Satanás. Cristo se convierte en “carnada” tirada a Satanás, que la traga
(según Lutero), porque lo toma por un hombre común, sometido a su poder. Esta carnada lo
lleva a la muerte. A esto se agrega en la Edad Media la comprensión del diablo como
“mono de Dios”, que trata de remedar a Dios mediante creaciones falsas y malignas, que
imputa u opone a las creaciones divinas.
En la historia de la Iglesia, las fases del surgimiento de una nueva conciencia del pecado
coinciden con las de una nueva sensibilidad para la presencia del “maligno”, como en
Agustín, Bernardo de Claraval, Lutero, Calvino y Wesley. En la conciencia histórica
cristiana, la figura de Satanás desempeña un rol importante, no por último, por influencia
del Apocalipsis de San Juan. La historia de la salvación es entendida como la historia de
una lucha permanente entre Dios y su adversario, que procura contrariar el plan de
salvación con recursos siempre nuevos. Jacobo Acontius (fallecido en 1567), un ingeniero
de fortificaciones, hablaba de los “ardides bélicos o estratagemas de Satanás”. Este combate
constituye el trasfondo religioso del drama de la historia universal. Su característica es la
creciente rapidez o aceleración, ya esbozada en el Apocalipsis: en esta lucha, golpe y
contragolpe se producen a intervalos cada vez más cortos, pues “el diablo sabe que le queda
poco tiempo” (Ap 12,12). Su poder en el cielo ya fue derribado: “Yo veía a Satanás caer del
cielo como un rayo” (Lc 10,18). En la tierra, su poder de acción también es limitado por el
regreso del Señor. Por ello, sus ataques a los elegidos del reino aumentan de tal manera en
los últimos tiempos, que Dios mismo se ve obligado a acortar los días de la última
tribulación, pues “si aquellos días no se abreviasen, no se salvaría nadie” (Mt 24,22). En la
filosofía de la religión del idealismo alemán y la rusa, se conservaron muchos de estos
rasgos. Nikolai Berdjajew, así como Schelling y Franz von Baader antes de él, subrayan
que el demonio no posee verdadera personalidad ni realidad auténtica; sino que está lleno
de “hambre insaciable por realidad”, que sólo puede saciar robándosela a los hombres de
los cuales se apodera. Desde el iluminismo, la teología se preocupa por desmitologizar al
diablo y por probar su no-existencia. Pero según Vladimir Soloviev, éste es el intento más
astuto del diablo de disfrazarse y, por consiguiente, la prueba más segura de su existencia.

16. El Hijo: Jesucristo

También las doctrinas dogmáticas sobre Jesucristo se remontan directamente a las


experiencias de fe de la Iglesia primitiva. El encuentro grandioso con la persona de
Jesucristo coloca la reflexión delante de un problema difícil. Los creyentes de la Iglesia
primitiva experimentaron y reconocieron en Jesús el Hijo de Dios encarnado y resucitado.
El testimonio de sus discípulos, a quienes apareció el Resucitado, les valió como
confirmación que Jesús realmente es el Señor glorificado y el Hijo de Dios que está sentado
a la diestra del Padre y que regresará para llevar su reino a la perfección.
Desde el inicio, coexisten lado a lado varios tipos de interpretación de la persona de Jesús.
El Evangelio según San Marcos comprende a Jesús como el hombre sobre el cual descendió
el Espíritu Santo en el bautismo en el Jordán, y que fue declarado Hijo de Dios por la voz
de Dios venida de las nubes. En la misma línea de esta concepción se sitúan todos aquellos
intentos cristológicos posteriores, que fueron apoyados sobre todo por la escuela teológica
de Antioquía. Parten del ser hombre de Jesús y ven fundamentada su divinidad en la
conciencia que él tuvo de Dios y en la determinación que le fue impuesta por Dios por el
don del Espíritu Santo.
El Evangelio según San Juan presenta una concepción diferente. Ve en Jesucristo el logos
divino que se hizo carne. La divinidad de la persona de Jesús no es entendida como el
equipamiento del hombre Jesús con un poder divino, sino como la consecuencia de la
venida al mundo del Logos divino, un ser celestial preexistente. El Logos asume un cuerpo
humano para realizarse en la historia. Esta concepción se impuso sobre todo en la teología
alejandrina. De esta manera, la discusión en torno a la cristología se desarrolló en gran
parte como una rivalidad creativa entre las teologías antioqueña y alejandrina. Estas dos
escuelas ejercieron una amplia influencia no sólo sobre todo el clero contemporáneo, sino
también sobre el monasticismo y el mundo laico. Como era de esperarse, el nestorianismo,
con su énfasis más fuerte sobre el lado humano de Jesucristo, surgió de la escuela
antioqueña; mientras que los monofisitas, con su énfasis unilateral de la naturaleza divina
de Cristo, brotó de la escuela alejandrina.
No es posible presentar aquí las numerosas propuestas para el problema cristológico, con
las cuales se ocupa exhaustivamente la historia de los dogmas, sobre todo, porque entre las
dos posiciones extremas surgieron siempre nuevas soluciones intermedias. Tal como en el
terreno de la doctrina trinitaria, el desarrollo general se caracteriza por el florecimiento
inicial simultáneo de una pluralidad asombrosa de conceptos y formulaciones. Esto también
se manifiesta en el hecho de que las confesiones de fe de las grandes comunidades de
ninguna manera coinciden literalmente unas con otras. Recién la transformación de la
Iglesia cristiana en Iglesia imperial bajo Constantino hizo necesaria su unificación y su
síntesis en una fórmula universalmente válida. Los grandes sínodos ecuménicos se
ocuparon en lo esencial con la tarea de crear, en esbozos siempre nuevos, una formulación
vinculante para toda la Iglesia del imperio.
Las fórmulas cristológicas tampoco pretenden ofrecer una clarificación conceptual
racional; sino que quieren subrayar en el misterio de la filiación divina por lo menos
aquellos tres hechos de importancia para la Iglesia: que el Hijo de Dios Jesucristo es
plenamente Dios; que él es plenamente hombre; y que estas dos “naturalezas” no están sin
desvinculadas la una de la otra, sino que están unidas en él en una unidad personal. Una vez
más, la metafísica neoplatónica de la sustancia suministró las categorías para la fijación
conceptual de estas diversas preocupaciones teológicas. Así el concepto de la unidad de
esencia – homousía – del Logos divino con Dios Padre garantizó la plena divinidad de
Jesucristo. El misterio de la persona de Jesucristo pudo ser resumido entonces en esta
fórmula: dos naturalezas en una sola persona. El concepto de persona, tomado del derecho
romano, sirvió para designar la unión de la plena naturaleza divina con la plena naturaleza
humana en una unidad individual.
Para los diferentes esbozos cristológicos vale, en medida aún más intensa, lo que se afirmó
del desarrollo de la doctrina trinitaria: no son el producto de operaciones lógicas abstractas,
sino que provienen del ámbito litúrgico y carismático de la oración, la meditación y el
ascetismo. Este dogma tampoco pretende ser una doctrina abstracta; antes bien, se
manifiesta en la liturgia en formas siempre nuevas, en innumerables himnos de alabanza,
como por ejemplo en la liturgia de la Pascua: “En su amabilidad, el Rey del cielo apareció
en la tierra y convivió con los hombres. Pues de una virgen pura tomó carne y salió de ella,
encarnándose. El Hijo es uno, dos en esencia, pero uno como persona. Por eso, lo
anunciamos en verdad como Dios perfecto y hombre perfecto; y confesamos a Cristo,
nuestro Dios”.
La fe en Jesucristo está íntimamente ligada a la fe en el reino de Dios, cuya venida él
anuncia e inaugura. Por su parte, las expectativas escatológicas cristianas retoman promesas
mesiánicas que en el judaísmo tardío, sobre todo en los dos últimos siglos antes de Cristo,
habían pasado por una transformación Y UNA diferenciación decisivas. Podemos distinguir
aquí dos modelos fundamentales, que influyeron en la autocomprensión mesiánica de Jesús
y en la fe de sus discípulos.
1. La concepción del judaísmo antiguo del cumplimiento de la historia de la salvación parte
de la idea de que al final de la historia del pueblo judío, vendrá el Mesías de la tribu de
David e instaurará el reino de Dios; un reino terrenal, en el que el Ungido del Señor reunirá
a las tribus del pueblo elegido y, partiendo de Jerusalén, establecerá un reino universal de
paz, en el que también se integrarán los demás pueblos, ya sea sometimiento o por adhesión
voluntaria. La esperanza del reino tiene, por consiguiente, un carácter eminentemente
inmanente y político. La expectativa de un Mesías terrenal como el fundador de un reino
judío llegó a ser el impulso más fuerte para revoluciones políticas, sobre todo contra la
dominación helenística y romana. La época que antecede la venida de Jesús está llena de
revueltas mesiánicas, en la que surgen siempre de nuevo figuras que se presentan como
Mesías y que reclaman los poderes milagrosos del reino de Dios para sí y su lucha de
liberación. Fue sobre todo en Galilea donde se formaron grupos de guerrilleros, entre los
cuales la esperanza en un futuro mejor se afirmaba con tanta mayor intensidad cuanto más
desesperante era el presente. El último de estos grupos de combatientes fue masacrado en
Masada en el año 73 d. C.
Jesús decepcionó las expectativas políticas de estos sectores del pueblo; no se dejó
convertir en un Mesías político. A la inversa, fueron justamente sus enemigos quienes se
aprovecharon de la falsa interpretación política de su persona para destruirlo. Pues fue
condenado y ejecutado por la autoridad romana competente como golpista judío, que se
había rebelado contra la soberanía del estado romano. La inscripción de la cruz, “Jesús de
Nazaret, rey de los judíos”, indica la insurrección política de un rey mesiánico judío como
causa de su condenación y ejecución.
2. Al lado de esta expectativa mesiánica política, se encuentra también una segunda
modalidad de esperanza escatológica. Sus portadores son los grupos de los fieles en el país,
los conventículos pietistas del tipo de la comunidad de Henoc, de los esenios y la
comunidad de Qumrán a orillas del Mar Muerto. Sus deseos se proyectan no hacia un
Mesías terrenal, sino a un ungido celestial, que traerá no un reino terrenal, sino un reino
celestial. En estos círculos, domina un clima de fin de mundo. El viejo eón está llegando a
su fin, y surgirá un nuevo eón. El cumplimiento de las promesas no se dará en el mundo
viejo, sino en el mundo futuro que ha de venir, para el cual es necesario prepararse
mediante el arrepentimiento. Estos fieles no quieren saber nada de espada y batalla, de
golpe y rebelión. Sólo el poder milagroso de Dios crea el nuevo tiempo. El nacimiento del
nuevo eón será precedido por grandes dolores de parto y un terrible juicio sobre los impíos,
los pueblos paganos y Satanás con sus fuerzas demoníacas. El Mesías no vendrá como un
rey terrenal de la tribu de David, sino como una figura celestial, como el Hijo de Dios, que
desciende al reino del maligno y reúne allí a los suyos para llevarlos de vuelta al reino de
las luces. Asumirá la soberanía del mundo y, luego de superar todos los poderes
demoníacos terrenales y sobrenaturales, colocará el universo a los pies de Dios.
Con esta superación de la antigua expectativa, se vincula como segundo rasgo nuevo la
esperanza de la resurrección. Según las esperanzas escatológicas antiguas del judaísmo, los
beneficiarios de la transformación del mundo por Dios serán únicamente los miembros de
la última generación de la humanidad, que tendrán la dicha de presenciar aquí en la tierra la
llegada del Mesías. Todas las generaciones anteriores se consumieron en el deseo ardiente
de la realización de las promesas, pero murieron sin llegar a verla. El judaísmo antiguo no
conocía la esperanza en la resurrección. Pero ahora, vinculado a la esperanza trascendente
en el reino de Dios, se impone también la esperanza persa en la resurrección. El reino de
Dios incluirá como resucitados a todos los fieles de todas las generaciones de la
humanidad. Los creyentes de generaciones anteriores de la humanidad también encontrarán
en la resurrección el cumplimiento de su fe. En el nuevo eón, el Mesías Hijo del Hombre
reinará sobre los fieles resucitados de todos los tiempos y de todos los pueblos. Con ello, se
produce una apertura peculiar de los límites de la esperanza escatológica: ésta ya no se
refiere únicamente a los judíos; y al trascender los límites anteriores, se introduce en ella un
carácter universalista.
Jesús mismo actuó en Galilea como predicador ambulante, llamando al arrepentimiento.
Una figura de este tipo no constituía ninguna novedad en el cuadro de la piedad del
judaísmo tardío; poco antes había surgido una figura semejante en muchos aspectos: Juan el
Bautista. Vistos desde afuera, la predicación de ambos se parecía mucho. Ambos
proclamaban que el reino de Dios estaba cerca; ambos asociaban la exigencia del
arrepentimiento con esta proclamación. Ambos se dirigían con su anuncio a aquellos
sectores del pueblo creyente, cuya fe y cuya esperanza se dirigían enteramente a la venida
del reino de Dios; todo ello, en el sentido de la irrupción milagrosa del reino de los cielos,
que habría de transformar la tierra; y en el cual aquel, que traería el reino, habría de
congregar la comunidad de los ciudadanos electos del reino – un reino de milagros y de
manifestación del poder divino; un reino de la verdad y la justicia de Dios. Era necesario
prepararse ya ahora para ese reino, barrer desde ahora la injusticia de la vida, para que el
instaurador del reino encuentre corazones preparados y discípulos santificados.
Con todo, existe una diferencia insalvable entre Jesús y Juan. Juan es el predicador del
arrepentimiento, que señala hacia el Mesías y el reino que ha de venir y que exige
penitencia; pero él mismo no trae el cumplimiento. Jesús, en cambio, se comprende como
aquel que trae el cumplimiento de las promesas, ya que en él actúan las fuerzas milagrosas
del reino de Dios. Él proclama la buena nueva que el reino prometido hace tanto tiempo va
surgiendo y que llegó su cumplimiento. Esta es la novedad: el reino prometido,
trascendente, futuro, el eón nuevo y futuro, ya se manifiesta salvíficamente en esta tierra
desde el más allá como una realidad carismática que congrega a los seres humanos en una
nueva comunidad.
Ahora bien, Jesús no aplicó simplemente a su propia persona la promesa de la venida del
Hijo del Hombre celestial, tal como es enunciada por Henoc. Él proporciona a esta
expectativa del Hijo del Hombre también una interpretación enteramente nueva. Los
círculos judíos piadosos del tipo de la comunidad de Henoc y otros grupos pietistas
esperaban en el Hijo del Hombre que habría de venir, una figura de luz, un triunfador
celestial con todas las señales del poder y la gloria divinos. Jesús, en cambio, asocia la
expectativa del Hijo del Hombre con la figura del siervo de Dios sufriente (Is 53). El Hijo
del Hombre pasa por al tierra como el siervo de Dios sufriente, en la humildad y la pobreza,
se entrega a sí mismo como víctima expiatoria por los pecados de los hombres, sufre la
muerte; y recién entonces es instalado en la gloria, elevado a Dios, transfigurado en la
figura luminosa del Hijo del Hombre; y luego volverá en gloria como el que lleva a su
perfección el reino. La cristología del Logos pudo partir de esta autocomprensión de Jesús.
Con el dogma de la encarnación del Logos divino está íntimamente ligado el dogma de la
Virgen María como “Madre de Dios” y “Progenitora de Dios”. Aquí debe observarse que
no fue la formación teórica de la doctrina la que llevó al culto de la Madre de Dios, sino
que la propia doctrina tan sólo refleja el papel extremadamente importante que la
veneración de la Madre de Dios ya ocupaba en la liturgia y la piedad de las comunidades
antiguas.
La difusión de la veneración de la Virgen María como “Progenitora de Dios” – Theotokos –
y la formación del dogma correspondiente es uno de los acontecimientos más asombrosos
en la historia de la Iglesia antigua. El Nuevo Testamento ofrece tan sólo algunos pocos
puntos de partida para ello. María pasa a ocupar un lugar totalmente insignificante ante la
figura de Jesucristo, que ocupa el lugar central en los cuatro Evangelios. Los Evangelios
mismos dejan percibir con claridad que la evolución de Jesús como proclamador del reino
de Dios se realizó en aguda contradicción con su familia, que estaba tan poco convencida
de su misión a punto de considerarlo loco (Mc 3,21). Así, todos los Evangelios subrayan
que Jesús se separó de su familia. El Evangelio según San Juan conservó también los
rastros de una relación muy tensa de Jesús con su madre. María aparece dos veces como la
madre de Jesús, sin que sea indicado su nombre; pero Jesús mismo no le concede el título
de madre. La severa palabra “¿Qué tengo yo contigo, mujer?” (Jn 2,4) es por cierto la
expresión más fuerte de un distanciamiento consciente.
A pesar de ello, juntamente con la interpretación de Jesucristo como el Hijo de Dios, desde
temprano se desarrolló en la Iglesia la tendencia de atribuir una posición especial también a
la madre del Hijo de Dios. Esta tendencia aún se muestra bastante vacilante en el Nuevo
Testamento. Sólo los relatos de la infancia en Mateo y Lucas mencionan el nacimiento
virginal, que sin embargo no puede ser armonizado con los datos de las genealogías. El
posterior culto a la Madre de Dios se desarrolló a partir de estos escasos elementos. La idea
del nacimiento virginal ingresó a la confesión de fe de toda la cristiandad y pasó a ser uno
de los impulsos religiosos más fuertes en la liturgia y la piedad de la Iglesia primitiva,
como también en el dogma ortodoxo.
La veneración de la Madre de Dios tomó impulso cuando la Iglesia cristiana se transformó
bajo Constantino en la Iglesia del imperio, y cuando las masas paganas fueron traídas a la
Iglesia. Los pueblos del Mediterráneo y del Cercano Oriente, cuya piedad y conciencia
religiosa fueran determinadas durante milenios por el culto a la gran diosa madre y la
virgen divina – esto fue así desde las antiguas religiones populares de Babilonia y Asiria
hasta los cultos de misterios del helenismo tardío –, tuvieron dificultad para familiarizarse
con la monocracia de un Dios Padre y con el severo patriarcalismo de la idea judía de Dios,
adoptado por el mensaje cristiano original. A pesar de las condiciones desfavorables de la
tradición evangélica, la veneración cúltica de la virgen y madre divina encontró dentro de la
Iglesia cristiana una nueva posibilidad de expresarse a través de la veneración de María
como la Madre virginal de Dios, en la cual se realizó la misteriosa unión del Logos divino
con la naturaleza humana. El impulso espontáneo de la piedad popular, que apuntó en esta
dirección, se anticipó a la práctica y la doctrina de la Iglesia. En Egipto, María fue venerada
ya muy temprano como Progenitora de Dios, un título empleado ya por Orígenes en el siglo
III. El Concilio de Éfeso (431) elevó este título a la condición de norma dogmática. El
Segundo Concilio de Constantinopla (680) le agrega el título “Siempre Virgen”. En las
oraciones y los himnos de la Iglesia ortodoxa, el nombre de la Madre de Dios es invocado
con la misma frecuencia que el nombre de Cristo y de la Santísima Trinidad.
La doctrina de la “Sabiduría Celestial” (Sofía) constituye una particularidad de la Iglesia
oriental. Ya en el judaísmo tardío se encuentran especulaciones sobre una figura que está
junto a Dios y que aparece como mediadora de la obra de la creación como también de la
transmisión del conocimiento de Dios a los hombres. En la mariología católico-romana,
Maria, la madre de Dios, fue identificada con esta figura de la Sabiduría Celestial. El
proceso de divinización de la Madre de Dios dio aquí un paso más: María es equiparada a
una hipóstasis divina, la figura de la Sabiduría Celestial. En la Iglesia ortodoxa oriental, no
se produjo este proceso de equiparación. A pesar de toda la veneración de la Madre de Dios,
la Iglesia oriental jamás olvidó que la veneración de la Madre de Dios se debe al hecho
histórico-salvífico que a través de ella se realizó la encarnación del Logos divino. En
consonancia con ello, se encuentra en la tradición de la teología ortodoxa, al lado de la
mariología, una sofiología, una doctrina especial de la Sabiduría Celestial. En la liturgia y
en la conciencia religiosa de la Iglesia, la veneración de la Madre de Dios se distingue
también claramente de la veneración de la Sofía Celestial. La pintura de iconos de la Iglesia
oriental conoce una representación especial de la Sabiduría Celestial, generalmente junto a
sus tres hijas: la Fe, la Esperanza y la Caridad (1 Co 13,13). En la conciencia de la
comunidad, la doctrina de la Sabiduría Celestial se vincula con la doctrina de la Madre de
Dios en la medida en que, en ocasiones, la Sofía Celestial aparece como el aspecto cósmico
de la Madre de Dios, como una especie de entelequia del universo; como el modelo de la
creación, que abarca el universo en su figura y belleza ideales. Esta distinción entre la
Madre de Dios y la Sofía Celestial permite comprender también por qué precisamente en la
filosofía de la religión rusa moderna, en Vladimir Soloviev, Pavel Florenski, W. N. Iljin y
recientemente en Sergei Bulgakov, fue desarrollada una sofiología especial, la cual halló,
sin embargo, la oposición de la teología ortodoxa clásica. Los numerosos templos
consagrados a la Hagia Sofía, por empezar la iglesia monumental construida en
Constantinopla ya en el siglo IV, son testimonios de esta peculiar veneración.
17. El Espíritu Santo y los dones del Espíritu

El Espíritu Santo aparece como el elemento verdaderamente creador en la vida de la


Iglesia, actuando en sentidos aparentemente opuestos: gracias a su autoridad, el Espíritu
Santo dicta el derecho y lo quita, crea el orden y lo derrumba, sustenta la tradición y la
quiebra. Él es el principio conservador y a la vez revolucionario de la historia de la Iglesia.
Garantiza la continuidad – y siempre de nuevo interrumpe esta continuidad con nuevas
creaciones. Ambas fases de su actividad configuran una singular tensión mutua.
La esencia de la manifestación del Espíritu Santo es la libre espontaneidad. El Espíritu
Santo, como el viento, “sopla donde quiere” (Jn 3,8), pero allí, donde sopla, establece una
norma fija gracias a su autoridad. El espíritu de la profecía o el espíritu de la gnosis no está
sujeto a la voluntad del profeta o del gnóstico, respectivamente; la revelación del Espíritu
en la palabra profética o en la palabra de la gnosis se vuelve Escritura Sagrada, que,
“inspirada por Dios”, “no puede fallar” (Jn 10,35), y reclama validez permanente en la
Iglesia. De la misma manera, el Espíritu, que se manifiesta en quienes ocupan los diversos
ministerios de la Iglesia, constituye el fundamento de la autoridad de los cargos
eclesiásticos. La imposición de las manos, símbolo de la transmisión del Espíritu Santo de
una persona a otra, es un rito propio que manifiesta visiblemente y garantiza la continuidad
de la acción del Espíritu en los que son elegidos por los apóstoles para ocupar estos cargos.
La imposición de las manos llega a ser el signo sacramental de la sucesión del poder
espiritual de los obispos y sacerdotes. El Espíritu Santo crea los sacramentos y garantiza la
constancia de su acción en la Iglesia. Él es el garante de la infalibilidad de un determinado
ministerio, como la que caracteriza la concepción romana del papado. Todas las
manifestaciones de la vida de la Iglesia – doctrina, cargos, constitución, sacramentos, poder
de ligar y desligar, oración – se consideran obradas por el Espíritu; y fundamentan su
institución con determinadas formas eclesiásticas, su autoridad y su continuidad con la
autoridad del Espíritu Santo.
Pero el mismo Espíritu Santo se manifiesta también como el elemento revolucionario y
renovador en la historia de la Iglesia. Todos los movimientos decisivos de reforma, que
rompieron con antiguas instituciones, apelaron a la autoridad del Espíritu Santo. Esta es
seguramente la razón principal del hecho de en la historia del dogma de la Iglesia, en
comparación con el artículo cristológico, el artículo sobre el Espíritu Santo fue desarrollado
sólo de manera vacilante e imperfecta. Ya en el Evangelio según San Juan, se esboza una
concepción singular del Espíritu Santo – la efusión del Espíritu se realiza recién después de
la Ascensión de Cristo, como inicio de un nuevo tiempo de salvación, en la que el Espíritu
Santo es enviado como “consolador” (Parácleto) a la comunidad que permanece en la tierra.
Los fenómenos extáticos, que se manifiestan en la comunidad en Pentecostés, son
comprendidos como el cumplimiento de esta promesa. Con este suceso, la Iglesia entró en
la era salvífica del Espíritu Santo. Luego que se impusiera rápidamente un proceso de
institucionalización en la Iglesia, surgió una primera oposición contra el mismo con el
montanismo, que apeló al Espíritu Santo: Montano (a mediados del siglo II) se consideró a
sí mismo y al movimiento sustentado por él como cumplimiento de la promesa de la venida
del Parácleto. En el siglo XIII, otro movimiento espiritualista se opuso a la Iglesia feudal.
Fue el de Joaquín de Fiore (1130-1202), que comprendía la historia de la salvación como la
autorrealización progresiva de la Trinidad divina en las tres eras salvíficas, la del Padre, la
del Hijo y la del Espíritu Santo. Anunciaba el inminente comienzo de la era del Espíritu
Santo, en la que la Iglesia papal con sus sacramentos y su revelación fijada en la letra de la
Escritura sería sustituida por una comunidad de carismáticos llenos del Espíritu y por la era
del “conocimiento divino” (intelligentia spiritualis). Esta promesa llegó a constituir el
impulso espiritual para una serie de movimientos revolucionarios dentro de la Iglesia
medieval, como el movimiento de reforma de los franciscanos espirituales radicales (Pedro
de Oliva, Ubertino de Casale); y más tarde, de la línea revolucionaria del movimiento
husita. Sus efectos llegan hasta Tomás Müntzer (1468-1525), que justificaba su revolución
contra los príncipes y jerarcas espirituales con una nueva efusión del Espíritu. También
encontramos movimientos espiritualistas radicales en el inicio de la Reforma – p. ej.,
Karlstadt (1480-1541). La modalidad más radical de rechazo, realizada en nombre de la
libertad del Espíritu Santo, de todas las formas institucionales, consideradas como cadena y
prisión del Espíritu Santo, lo constituye el movimiento de los cuáqueros. George Fox
(1624-1691) se opuso en nombre del Espíritu Santo a todas las formas de Iglesia oficial y
estatal y a las autoridades basadas en ellas. Él dejó también los cultos de su comunidad al
criterio del libre accionar del Espíritu, que puede manifestarse en los corazones de los fieles
reunidos en devoción silenciosa.
Como elemento básicamente incontrolable de la vida de la Iglesia, el Espíritu Santo
inquietó bastante a las comunidades cristianas desde el inicio. Ya Pablo se esfuerza por
limitar los elementos anárquicos asociados a la manifestación de los carismas libres y de
imponer por el contrario un orden fijo en la comunidad. Lo hace tratando de refrenar los
carismas irracionales y prerracionales, sobre todo, el hablar en lenguas, promoviendo las
manifestaciones racionales del Espíritu, la predicación; e insistiendo en que sean
observados un orden y un control de los carismas en los cultos. Esta tendencia lleva por sí
misma a acentuar los ministerios de la Iglesia, con sus competencias limitadas con relación
a la acción incontrolada de los carismáticos libres.
El conflicto entre la dirección local de las comunidades y los carismáticos libres, que eran
profetas itinerantes, es el tema principal de los esfuerzos más antiguos por elaborar un
reglamento eclesiástico. En la Didajé, la llamada Doctrina de los Doce Apóstoles (de las
primeras décadas del siglo II), se manifiesta con claridad la dificultad de este esfuerzo, ya
que la autoridad del Espíritu Santo, en cuyo nombre hablan los carismáticos libres, no
admite una crítica del contenido de sus disposiciones y profecías. Por ello, su
enjuiciamiento debía ser realizado únicamente a partir de sus calificaciones éticas. En la
práctica, esta tensión termina con la exclusión de los carismáticos libres de la dirección de
la comunidad.
También se impide la continuación carismática de la revelación mediante nuevos escritos
de revelación, después que el Obispo Atanasio en su 39ª Carta de Pascua (367) escoge de
entre los numerosos escritos que existían, un cierto número que, de acuerdo su origen –
según él, apostólico – fijaban la tradición de la Iglesia y eran considerados “canónicos”.
Con ello, la revelación, bajo la forma de escritos sagrados y vinculantes para la fe cristiana,
pasa a ser considerada como definitivamente concluida. El canon ahora establecido ya no
puede ser modificado, abreviado o ampliado por nuevos escritos de revelación.
De manera similar, se institucionalizan los diversos ministerios carismáticos. El exorcista
pasa a ser un orden menor, previo a la ordenación sacerdotal. También se institucionaliza el
maestro (didáskalos). Como maestros o doctores de la Iglesia sólo se admiten ahora
sacerdotes ordenados en la Iglesia romana; a diferencia de la Iglesia ortodoxa oriental, que
hasta hoy no exige la ordenación al profesor de teología. El artículo sobre el Espíritu Santo
en las confesiones de fe de la Iglesia revela poco de estas luchas. Silencia más bien el
elemento revolucionario del Espíritu Santo. El llamado Símbolo Romano (Credo
Apostólico), tal como el Credo Niceno de 325, se limita a la constatación de la fe en el
Espíritu Santo y en su participación en la encarnación. En el Credo Niceno se acentúa,
además, que el Espíritu Santo es el poder vivificante, o sea, el poder tanto de la creación
como del nuevo nacimiento; y que hablaba ya a través de los profetas, o sea, que actúa a
través de toda la historia de la salvación.
El surgimiento de las especulaciones trinitarias en la teología de la Iglesia antigua y la
aplicación del concepto de persona a la doctrina de la Trinidad llevaron a grandes
dificultades en el artículo sobre el Espíritu Santo, ya que el ser persona del Espíritu Santo,
que en el Nuevo Testamento aparece como fuerza divina y que se manifiesta meramente
bajo la figura de una paloma en el bautismo de Jesús, no puede ser comprendido de manera
concreta. En Atanasio (fallecido en 373), no obstante, se impuso la idea de la perfecta
igualdad de esencia del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo, a partir de la consideración
histórico-salvífica de la Trinidad; contra todos los intentos anteriores de subordinar el
Espíritu Santo al Hijo y al Padre y de interpretarlo – a semejanza de la cristología de Arrio
– como un príncipe de los ángeles. Según Atanasio, sólo el Espíritu Santo garantiza la plena
salvación del ser humano – “por la participación en el Espíritu Santo, participamos en la
naturaleza divina”. En su escrito “Acerca de la Trinidad”, Agustín emprendió más tarde el
intento, de importancia decisiva para todo el desarrollo de la teología occidental, de ilustrar
la esencia de la Trinidad a partir de la estructura trinitaria de la persona humana. Ahí el
Espíritu Santo es el Espíritu de amor, que une al Padre y al Hijo y que incluye al ser
humano en esta comunidad de amor. Sobre la base de las ideas neoplatónicas, el
pensamiento teológico de la Iglesia oriental se aferra más al esquema de la hipóstasis: el
Espíritu Santo y el Hijo proceden ambos del Padre. En occidente, en cambio, la Trinidad de
Dios es determinada más por la idea de la vida intertrinitaria en Dios. Por ello, se impuso
allí la idea de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. A pesar de todos los
esfuerzos de la teología especulativa, no llegó a desarrollarse posteriormente en la
conciencia de la Iglesia una representación clara de la persona del Espíritu Santo.
Para la fe cristiana, el Espíritu Santo es claramente reconocible en los carismáticos (los
santos), en quienes toman forma sus dones. La historia de las grandes reformas de la Iglesia
es la historia de sus carismáticos. Los diversos dones del Espíritu (carismas) marcaron
varios tipos de personas carismáticas, que desempeñaron un rol importante en la historia de
la Iglesia y que hallaron un reconocimiento especial en la Iglesia católica y la ortodoxa,
siendo venerados permanentemente como santos. Uno de estos tipos carismáticos es el
profeta. La historia de la Iglesia conoce una serie ininterrumpida de profetas. Se extiende
desde los profetas del Nuevo Testamento como Ágabo (Hch 11,28 y 21,10-11); pasa por
Bernardo de Claraval (1090-1153) y llega a los reformadores Lutero y Calvino, en los
cuales se manifestaron rasgos pronunciadamente proféticos; y desde los profetas de la
época de la Guerra de los Treinta Años, Kotter y Drabicio, alabados por Amós Comenio
(1592-1670), hasta los profetas de las Cévenes en el siglo XVIII y los profetas del pietismo,
el puritanismo y las iglesias anglosajonas independientes. Particularmente numerosas son
las profetisas, cuya línea geológica en la historia de la Iglesia comienza con Ana (Lc 2,36) y
las hijas profetisas de Felipe (Hch 21,9) y que, pasando por Hildegard de Bingen, Santa
Brígida de Suecia y Juana de Arco, llega a las profetisas de la época de la Reforma (Cristina
Poniatovia), del pietismo y la época del avivamiento, encontrando su continuación en las
mujeres carismáticas de las Iglesias independientes y sectas modernas. Otro tipo es aquel
que cura enfermedades, que en la Iglesia primitiva ejercía su actividad como exorcista, pero
que también aparece como carismático en la historia más reciente de la Iglesia (como
Vicente de Pablo, 1581-1660). Igualmente importante es el tipo del cura de almas, que
desarrolla el don del “discernimiento de los espíritus” en la convivencia diaria con la gente
de su entorno. Este don se encuentra en muchos de los grandes santos de todos los tiempos;
y en épocas más recientes, es representado por Johann Christoph Blumhardt Padre (1805-
1880) en el ámbito protestante y por Juan Bautista Vianney (1786-1859), sacerdote de Ars,
en el campo católico. El tipo del peregrino carismático, que lleva una vida errante imitando
a Cristo y que “no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8,20), fue marcado por el ideal
ascético de “no tener una patria”. Este ideal impulsó, p. ej., a los monjes iroescoceses a
peregrinar no sólo por toda Europa, sino también a las islas más distantes de los mares del
norte e incluso a Islandia y Terranova. Este ideal continúa vivo hasta hoy en la Iglesia
ortodoxa oriental en la figura del “strannik”. El “santo loco”, que oculta su cristianismo
radical bajo la máscara de la locura y anuncia la verdad del Evangelio precisamente a las
personas de rango elevado, es un tipo que surgió con frecuencia en la Iglesia bizantina, y
que tiene su representante peculiarmente claro en el cristianismo occidental en Felipe Neri
(1515-1595) – y que parecer haber desaparecido con la extinción de los reyes.
Ahora bien, continúa existiendo el maestro carismático (didáskalos), que, lleno de
“inteligencia espiritual” del Espíritu Santo, ejerce su oficio, que no necesariamente tiene
que estar ligado a un grado académico. Muchas reformas eclesiásticas y movimientos
independientes deben su origen a tales maestros llenos del Espíritu, frecuentemente
tachados de irregulares. El diácono también era originalmente alguien que ejercía el
ministerio carismático de un servicio desinteresado. La historia de la diaconía, que se
prolonga en la actual acción social, hoy sin vinculación con la Iglesia, se inspira siempre de
nuevo en personas que tienen el carisma de la diaconía, el servicio a enfermos y a los
socialmente débiles. En este terreno, al lado de hombres como August Hermann Francke,
John Wesley, Johann Hinrich Wichern y Friedrich von Bodelschwingh, surgieron
importantes mujeres portadoras de este carisma, como p. ej., Florence Nightingale y
Catherine Booth.
El Espíritu Santo, que “sopla donde quiere” (Jn 3,8), concedió especialmente a las mujeres
una particular actuación en la Iglesia. En la sinagoga, la mujer era la participante muda, con
el rostro envuelto por el velo, que asistía al culto detrás de las barreras infranqueables del
lado de las mujeres, situado en la parte izquierda de la sala. En los cultos cristianos de las
comunidades extáticas, también actuaban las mujeres, hablando en lenguas, entonando
himnos, haciendo invocaciones o profetizando. Evidentemente, esta innovación fue
considerada admisible, no obstante la severa costumbre de la sinagoga, sobre la base de la
autoridad del Espíritu Santo: “No extingáis el Espíritu” (1 Ts 5,19). Pero como su
comportamiento perturbaba las ideas tradicionales, Pablo regresó al principio sinagogal:
“Las mujeres cállense en las asambleas” (1 Co 14,34). Entre las grandes figuras proféticas
de la temprana y la alta Edad Media, como también sobre todo en el tiempo de las guerras
religiosas en la época posterior a la Reforma, se encuentran mujeres carismáticas
sobresalientes, desde Hildegard de Bingen hasta Santa Teresa, pasando por Catalina de
Sena y Santa Elizabeth. Por lo demás, estas mujeres frecuentemente estuvieron envueltas en
investigaciones por parte de las autoridades eclesiásticas y de la inquisición. En algunos
casos, como el de Juana de Arco, fueron víctimas de sus perseguidores inquisitoriales. Es
significativo que fue precisamente entre los cuáqueros, que defendían la libertad
incondicional del Espíritu Santo contra toda forma de institucionalización, que mujeres
sobresalientes asumieron roles de liderazgo en la lucha contra la esclavitud, contra los
abusos en las cárceles y, no por último, en la lucha por la liberación de la mujer del
patriarcalismo de los hombres.
El hecho de que las libres manifestaciones del carisma eran más y más reprimidas en las
Iglesias institucionales, fue el motivo para que surgiera un movimiento pentecostal fuera de
las Iglesias institucionales y, en parte, en franca oposición a las mismas. A fines del siglo
XIX y comienzos del siglo XX, este movimiento llevó a la fundación de diversas Iglesias
pentecostales libres, siendo representado hoy por numerosos grupos pentecostales
independientes, como p. ej. La “Iglesia de Dios” y la “Asamblea de Dios”. Despreciado al
comienzo por las Iglesias establecidas y descalificado como “demoníaco”, el movimiento
pentecostal creció tanto que se transformó en un movimiento mundial, que realiza una
intensa actividad misionera no sólo en África y Sudamérica, sino también en los países
europeos. En los Estados Unidos, se percibe en las Iglesias más antiguas, incluso en la
Iglesia Católica, una fuerte influencia del movimiento pentecostal, que volvió precisamente
a los carismas del cristianismo primitivo como el hablar en lenguas, la sanidad y el
exorcismo. Esta influencia se hace notar sobre todo en la liturgia, la música eclesiástica,
pero también en el estilo de la predicación y en la vuelta a la sanidad. Los efectos más
recientes del movimiento pentecostal llegan hasta los últimos movimientos jesuánicos
(Jesus People).

18. La divina Trinidad

La doctrina cristiana sobre la Trinidad tiene su fundamento en la experiencia religiosa


particular de los cristianos de las primeras comunidades. Esta experiencia es más antigua
que la doctrina de la Trinidad.
Consistió en que Dios vino al encuentro de los cristianos de una forma triple: como
Creador, Señor de la historia de la salvación, Padre y Juez, que se reveló en el Antiguo
Testamento; como el Señor, que estaba con ellos en la figura de Jesucristo y se hizo
presente en medio de ellos como el Resucitado; y como el Espíritu Santo, que ellos
experimentaron como la fuerza de la nueva vida, como el poder maravilloso del reino de
Dios. La pregunta acerca de cómo el encuentro con Dios en esta forma triple puede ser
conciliado con la fe en la unidad de Dios, que era la marca característica que distinguía a
los judíos y cristianos frente al paganismo, ha movido profundamente la piedad de la
cristiandad primitiva. Ella dio también el impulso más fuerte para una teología
especulativa; impulso que a través de los siglos continuó influyendo sobre la metafísica
occidental, hasta Schelling y Hegel. En los dos primeros siglos, coexistían lado a lado
diversas respuestas a esta pregunta, de las cuales por de pronto no fue elaborada
especulativamente aún ninguna. Estas respuestas se diferenciaban entre sí según el punto de
dónde partían las reflexiones, si de la idea de la unidad de Dios o de la idea de la revelación
de Dios en sus diferentes formas de manifestación histórico-salvífica.
La diferencia de la interpretación de la Trinidad estaba condicionada sobre todo por la
comprensión de la figura de Jesucristo. Donde se partía – en la línea de la teología del
Evangelio según San Juan – de la divinidad de Jesucristo para comprender su persona y su
actuación, el problema trinitario se presentaba de manera diferente que en el cuadro de una
cristología basada en el Evangelio según San Marcos, que no partía de la encarnación, sino
que entendía el bautismo en el Jordán como la adopción del hombre Jesús como Hijo de
Dios por la venida del Espíritu Santo. Por de pronto, la situación se complicaba aún más
por el hecho de que las ideas sobre el carácter personal y particular de las manifestaciones
de Dios se desarrollaban a partir de la figura histórica de Jesucristo; mientras que el
Espíritu Santo, que en su manifestación histórica no apareció en forma personal, sino como
poder y apenas simbólicamente en la figura de la paloma, pasaba fuertemente a un segundo
plano en la especulación trinitaria. Sólo en la medida en que, por influencia de la filosofía
neoplatónica del logos, la comprensión juanina de Cristo como el Logos vino a ser objeto
de una teología especulativa, se desarrolló también el interés especulativo en la relación de
la unidad de Dios con la trinidad de sus formas de manifestación. Esta pregunta fue
respondida por la metafísica neoplatónica del ser. El Dios trascendente, que está más allá de
todo ser, de toda racionalidad y de toda conceptualidad, se despoja de su trascendencia
divina y, en un primer acto de toma de conciencia de sí mismo, se reconoce como el “nous”
divino, la razón divina universal, que ya en Plotino es designada como “Hijo” que procede
del Padre. El siguiente paso de la toma de conciencia de sí mismo del Dios trascendente
consiste en que en el Nous divino aparece el mundo divino, la idea del mundo en sus
diferentes formas, como contenido de la conciencia divina. En la filosofía neoplatónica,
estas dos figuras del Nous y de la idea del mundo son designadas “hipóstasis” del Dios
trascendente. La teología cristiana tomó como punto de partida la metafísica neoplatónica
de la sustancia y su doctrina de las hipóstasis para interpretar la relación del “Padre” con el
“Hijo” en el sentido de la doctrina neoplatónica de las hipóstasis. Este proceso está en
conexión directa con una interpretación especulativa de la cristología, ligada a la
especulación neoplatónica del Logos.
Ahora bien, la adopción de la doctrina neoplatónica de las hipóstasis implicó de entrada una
determinada valoración de la relación de las tres figuras divinas entre sí, pues para el
neoplatonismo, el proceso hipostático es al mismo tiempo un proceso de disminución del
ser. Al emanar de su fuente trascendente, el ser divino se despotencia en la medida en que
aumenta la distancia de su origen trascendente. La disminución del ser es provocada por la
aproximación a la materia, entendida, por su parte, como el no ser, en cuya conformación
las formas espirituales mismas sufren una pérdida en su ser. Al transferir la doctrina
neoplatónica de las hipóstasis a la interpretación cristiana de la Trinidad, se corría el peligro
que las diferentes formas de la manifestación de Dios, como las conoce la experiencia de fe
cristiana – Padre, Hijo, Espíritu Santo –, se transformaran en una jerarquía de dioses
escalonados entre sí, es decir, en un politeísmo. Donde fue evitado conscientemente este
peligro, y donde, partiendo de la cristología del Logos, fue subrayada la plena igualdad de
esencia de las tres formas de manifestación de Dios, surgía otro peligro: el de una recaída
en una tríada de tres dioses iguales, que suprimía la idea de la unidad después. Ya en el
siglo III se evidenciaba que todos los intentos de sistematizar el misterio de la Trinidad
divina con las teorías de la metafísica neoplatónica de las hipóstasis siempre llevaban a
nuevos conflictos. Su punto culminante fue la llamada controversia arriana. En ella, las
dificultades fundamentales llegaron a su actualización teológica y política más fuerte. Arrio
(fallecido en 336) pertenecía a la escuela teológica antioqueña, cuya teología subrayaba al
máximo el carácter histórico del hombre Jesucristo. En su interpretación teológica de la
idea de Dios, Arrio estaba interesado en mantener una comprensión formal de la unidad de
Dios. Para defenderla, se vio obligado a discutir la igualdad de esencia del Hijo y del
Espíritu Santo, subrayada por los teólogos de la escuela alejandrina, de influencia
neoplatónica. La discusión entre ambas partes se realizó desde el inicio sobre la base
común del concepto neoplatónica de sustancia, en sí extraño al Nuevo Testamento. No
extraña que el avance de la polémica sobre la base de esta metafísica de la sustancia haya
llevado a conceptos que no tiene base alguna en el Nuevo Testamento, a saber, a la pregunta
si entre las personas divinas existe una igualdad de esencia (homoousía) o una semejanza
de esencia (homoiousía).
La coexistencia por una parte del esquema neoplatónico, que exigía un orden hipostático y
jerárquico entre las tres figuras divinas, y por el otro del énfasis en que las tres figuras
divinas distintas pertenecían a la misma y única esencia divina, llevó a contradicciones
internas justamente en los primeros teólogos que se esforzaban por obtener una claridad
sistemática. Esto es lo que se ve claramente en Orígenes (182-251) que, fuertemente
influenciado por el neoplatonismo, desarrolló una doctrina de tres hipóstasis, pero en la que
ya quedó introducido el esquema de la igualdad de esencia, de modo que más tarde los
diferentes representantes de las interpretaciones opuestas pudieron basarse en él.
A los efectos de preservar la unidad de Dios, el deseo básico de Arrio siempre fue negar la
unidad de esencia del Hijo y del Espíritu Santo con Dios Padre. El Hijo es “un segundo
Dios, debajo de Dios Padre”, es decir, él es Dios sólo en un sentido impropio, pues
pertenece a las criaturas, si bien tiene el lugar más elevado. Aquí Arrio parte de una
tradición más antigua de la cristología, que desempeñara ya a comienzos del siglo II un rol
importante en Roma, a saber, la llamada cristología angelical. La venida del Hijo a la tierra
es interpretada como el descenso a la tierra del príncipe superior de los ángeles –
parcialmente identificado con el príncipe de los ángeles Miguel – que se hace hombre en
Jesucristo. Ya en la cristología angelical antigua se expresa el deseo de mantener la unidad
de Dios, esa marca intocable que distingue la fe judía y cristiana de todo paganismo. El
Hijo no es Dios, pero es acercado todo lo posible a Dios, como el más sublime de todos los
espíritus creados. Arrio recurrió a esta tradición con el objetivo de defender el concepto
cristiano de la unidad de Dios contra todas las acusaciones de que el cristianismo estaba
introduciendo una nueva forma más sublime de politeísmo.
Sin embargo, este intento de salvar la unidad de Dios llevó a una consecuencia fatal, pues
con ello Jesucristo, el Logos divino que se hizo hombre, pasa al espacio de las criaturas, del
mundo creado que tiene necesidad de redención. ¿Cómo un Cristo, siendo él mismo parte
de la creación, podría realizar la redención del mundo? La Iglesia cristiana, en su totalidad,
ha rechazado el intento formal de Arrio de salvar la unidad de Dios, considerándolo como
un ataque funesto a la realidad de la salvación. El principal portavoz de la ortodoxia de la
Iglesia fue Atanasio de Alejandría (298-373). Su punto de partida no fue un principio
filosófico especulativo, sino la realidad de la redención, la certeza de la salvación. La
redención del ser humano del pecado y la muerte sólo queda garantizada, si Cristo es
plenamente Dios y plenamente hombre, si la plena esencia de Dios penetra la naturaleza
humana hasta las capas más profundas de su corporalidad carnal. Sólo si Dios se hizo
hombre en Jesucristo en el más pleno sentido de su ser, queda asegurada la divinización del
hombre en el sentido de la superación del pecado y la muerte y en el sentido de la
resurrección de la carne.
En los comienzos de la formación de los dogmas trinitarios, los intentos de emplear
imágenes con fines de esclarecimiento coexisten parcialmente lado a lado con los principios
de una terminología teológica. Así, Ireneo de Lión (obispo de esta ciudad desde 177)
denomina al Hijo y al Espíritu Santo como “las manos de Dios”; en cuanto que Tertuliano
comprende la Trinidad bajo el punto de vista de una economía de la autorrevelación de
Dios; empleando para la relación de Padre, Hijo y Espíritu Santo las imágenes de sol, rayo
y punta, raíz, rama y fruto, fuente, río y canal. De importancia decisiva fue el hecho de que
Tertuliano introdujo los conceptos de sustancia y persona en la especulación trinitaria: “una
sustancia – tres personas”. Sin embargo, el concepto de persona de Tertuliano aún no
incluye los conceptos psicológicos modernos de la autoconciencia, sino que está
determinado por el concepto jurídico de persona del derecho romano. No obstante, él
subraya la peculiaridad característica de las tres figuras de la autorrevelación divina,
destacando al mismo tiempo que los tres pertenecen a una única esencia divina y que se
diferencian fundamentalmente de todos los seres creados.
Agustín tuvo una importancia decisiva para el desarrollo de la doctrina trinitaria en la
teología y la metafísica del occidente. Su idea genial consistió en relacionar la doctrina de
la Trinidad con la antropología. Partiendo de la idea de que el ser humano fue creado por
Dios a imagen suya (de Dios), él trató de esclarecer el misterio de la Trinidad identificando
los vestigios de la Trinidad en la personalidad humana, partiendo del análisis de la
estructura trinitaria del simple acto de conocimiento para llegar al acto de la contemplación
religiosa, en la que el propio ser humano se reconoce como imagen de Dios. Un segundo
esbozo de la doctrina trinitaria, que desde el principio fue sospechoso de herejía y que actuó
no sólo sobre la teología, sino también sobre la metafísica social del occidente, tuvo origen
en Joaquín de Fiore. Éste interpretó la Trinidad divina desde la historia de la salvación, es
decir, comprendió el desarrollo de la historia de la salvación como la realización sucesiva
del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en tres eras salvíficas consecutivas. Esta interpretación
de Joaquín de Fiore. Actuó una y otra vez como “teología de la revolución”, ya que fue
considerada como la justificación teológica del atrevimiento de acelerar mediante la
iniciativa revolucionaria propia la venida del tercer estadio, el del Espíritu Santo.
La formulación dogmática definitiva de la doctrina trinitaria en el Credo Atanasiano
(alrededor de 580) – “una substancia, tres personas” – retomó la formulación de Tertuliano.
En la práctica, implicaba un compromiso, pues mantenía las dos ideas básicas de la
revelación cristiana, la unidad de Dios y su autorrevelación en la figura del Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo, sin racionalizar el misterio en sí. Prevaleció así el punto de vista que
mantener los presupuestos de la realidad de la salvación y la redención, sin sacrificarlos a
las exigencias de un monoteísmo racional. Es significativo que ciertas corrientes
antitrinitarias, algunas de ellas conscientemente ligadas a Arrio, volvían a manifestarse en
todas las épocas de la cristiandad, en las que se imponía alguna filosofía racionalista y
retrocedía el aspecto histórico-salvífico. Esto fue lo que ocurrió en el iluminismo del siglo
XVI, sobre todo entre los llamados antitrinitarios, provenientes en su mayoría de los
círculos instruidos del Renacimiento italiano y del humanismo. Entre ellos, la crítica de la
doctrina trinitaria de la Iglesia se manifestó como el síntoma más llamativo de una crítica
racionalista de los dogmas. Es lo que ocurre, por ejemplo, entre los antitrinitarios polacos y
alemanes del siglo XVI, cuya tradición es retomada y profundizada posteriormente por los
precursores de la crítica neotestamentaria, como Reimarus (1694-1768); y luego
nuevamente en los comienzos de la filosofía iluminista en Inglaterra, como crítica
racionalista de los dogmas (William Whiston, 1667-1752). Hay una relación directa entre el
antitrinitarismo y la investigación de la vida de Jesús en el siglo XVIII. Los primeros
investigadores de la vida de Jesús del siglo XVIII, tales como Venturini, Carl Bahrdt y
Reimarus, que presentaban a Jesús como representante de una sociedad secreta de
esclarecimiento cuyo objetivo consistía en difundir en el mundo la religión de la razón, eran
al mismo tiempo antitrinitarios y precursores de la crítica racionalista radical de los
dogmas. La filosofía iluminista, que contribuyó a que triunfara un concepto racionalista de
Dios, hizo que se retrajera cada vez más la doctrina trinitaria de la Iglesia. La crítica
kantiana de las pruebas de la existencia de Dios también colaboró con la devaluación de la
doctrina trinitaria. En la filosofía del idealismo alemán, Hegel, en su intento de elevar el
dogma cristiano a la esfera del concepto, tomó la doctrina trinitaria cristiana como base
para su sistema filosófico y, sobre todo, para su interpretación de la historia como el
proceso de toma de conciencia del espíritu absoluto. También el sistema de Schelling, en
sus “Clases sobre la filosofía de la mitología y la revelación” (1845), aún es de
determinación trinitaria. En la teología moderna, la doctrina trinitaria prácticamente quedó
desplazada por un monocristismo, que se impuso entre los seguidores de la teología
dialéctica. En la “teología después de la muerte de Dios”, fue rechazada la “fe inaceptable”
en un Dios trascendente, y con ello, también la fe en la Trinidad. El dogma cristiano es
interpretado de manera puramente antropológica, quedando reducido a la idea de la relación
con el prójimo – he aquí, una tardía victoria de Feuerbach sobre la doctrina de la fe
cristiana, que olvidó o abandonó sus propias bases. Hoy, la teología contemporánea se
esfuerza por superar nuevamente la interpretación puramente antropológica de la religión y
por redescubrir nuevamente su base trascendente. Con ello, se confronta de una manera
nueva con el problema de la Trinidad, que no puede ser eliminado ante el hecho de que la
experiencia cristiana de Dios es una experiencia de la presencia del Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo.
Las diferentes concepciones de la Trinidad se reflejaron claramente en el arte cristiano. En
la Iglesia ortodoxa oriental, sólo se permitían aquellas formas de representación de la
Trinidad en las que – según la interpretación de la teología – la Santísima Trinidad se
presentaba a sí misma en el Antiguo y el Nuevo Testamento: en la visita de los tres ángeles
a Abraham en Mambré (Gn 18,1-15); en la aparición de la Trinidad divina en el bautismo
de Jesús, donde el Hijo está en el agua del Jordán, el Padre – representado por la mano que
desciende desde el cielo – habla como una voz venida del cielo: “este es mi Hijo amado, en
quien me complazco “, y el Espíritu Santo posa sobre el Hijo en la figura de una paloma
(Mt 3,17); y en la escena de Pentecostés, en la que el Señor ascendido está sentado a la
diestra de Dios, y el Espíritu Santo, “el Consolador”, es enviado a los discípulos bajo la
forma de lenguas de fuego (Hch 2,3). Sin embargo, la representación artística de la Trinidad
bajo la forma de tres hombres (ángeles) parecidos entre sí fue considerada en el occidente
desde temprano como herética, siendo prohibida por la Iglesia (la última vez en el siglo
XIV por Benito XIV), por ver en ello una infracción contra la particularidad de las personas
trinitarias. De la misma forma, fue prohibida por la Iglesia la representación de la Trinidad
como una figura con tres cabezas. En cambio, frecuentemente se encuentra la imagen que
muestra a Dios Padre y a Dios Hijo sentados en tronos uno al lado del otro, y entre ellos la
paloma, como representación gráfica del pasaje del Salmo 110: “Oráculo de Yahveh a mi
Señor: Siéntate a mi diestra”. Más común aún es la representación del llamado “trono de
gracia” (según Rm 3,28 y Hb 9,12), en el que Dios Padre sostiene a su Hijo crucificado,
mientras que la paloma posa sobre él. De la Edad Media tardía proviene la representación
del trono de gracia como imagen del “pesar de Dios”, donde Dios no sostiene al
Crucificado, sino al hombre de dolores. Lo que caracteriza esta imagen occidental es que
aquí, al representar la Trinidad, se subraya de manera claramente visible la pasión salvífica
de Jesucristo, y con ello, la referencia a la encarnación.

19. La imagen cristiana del ser humano


El punto de partida para la imagen cristiana del ser humano es el reconocimiento que el ser
humano fue creado a imagen de Dios: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a
imagen de Dios lo creó” (Gn 1,27). Este concepto ve a Dios y al hombre misteriosamente
ligados entre sí. El Dios incomprensible y trascendente quiso estar retratado en una de sus
criaturas, eligiendo para ello al ser humano. Esto no sólo significa que Dios grabó su propia
imagen en el ser humano, como se graba un sello en material dúctil; sino que él ha elevado
al ser humano a la condición de aquella criatura en la que él, Dios, quiso reconocerse en su
imagen y llegar con ello a la conciencia de sí mismo. El ser humano es, por consiguiente,
como imagen de Dios parte esencial de la autorrevelación de Dios. Dios lo convierte en
socio de su autorrealización. Tan íntimamente relacionados entre sí están Dios y el hombre,
que se puede afirmar que uno depende del otro. En este contexto, son importantes las
afirmaciones de los grandes místicos: el ser humano encuentra su plenitud en Dios, su
modelo; pero también Dios sólo llega a la plenitud de su ser en el hombre.
Ya en la Iglesia primitiva, la idea del ser humano como la criatura hecha a imagen de Dios
fue interpretada hacia dos lados. En primer lugar, como todas las demás criaturas del
universo, el ser humano es una criatura de Dios. Esto significa que no es divino por
naturaleza, sino que fue creado de la nada. Como criatura, está en relación de absoluta
dependencia para con Dios. No tiene nada de sí mismo; sino que debe todo, incluso su ser,
exclusivamente a la voluntad de su Creador divino. Está ligado a todas las demás criaturas
por una relación de solidaridad fraternal. Esta idea de la solidaridad mutua de las criaturas
sólo llegó a ser formulada y practicada por algunas pocas personalidades carismáticas de la
historia de la piedad occidental, como, p. ej., por Francisco de Asís en su “Cántico del Sol”:
“Alabado seas tú, Señor mío, con todas sus criaturas, especialmente con nuestro hermano
sol”.
Mucho mayor fue la repercusión del segundo aspecto de la idea: la superioridad del ser
humano frente a todas las demás criaturas. Al crear al ser humano a su imagen, Dios lo
colocó en una relación especial consigo mismo, asignándole con ello también una tarea
particular frente a las demás criaturas.
Pro influencia de la filosofía dualista de Platón, durante algún tiempo la teología cristiana
trató de ver la semejanza del ser humano con Dios como restringida únicamente a las
facultades espirituales del ser humano y a su capacidad de conocimiento. En su obra
“Acerca de la Trinidad”, Agustín trató de identificar los “vestigios de la Trinidad en el
intelecto humano. La mística cristiana superó esta visión dualista del ser humano,
comprendiendo al hombre como imagen de Dios en su totalidad corporal y espiritual. La
imagen de Dios se manifiesta también en la esfera de la corporalidad. La idea de la creación
del ser humano a imagen de Dios tiene como base la intención de la encarnación y la
autopresentación de Dios en la corporalidad. En su condición corporal, el hombre es el ser
universal, en el que todas las fuerzas y principios estructurantes del universo entero se
reúnen en una unidad personal de cuerpo, alma y espíritu.
Con la idea del hombre creado a imagen de Dios también se vincula la comprensión
cristiana del mal. El mal no puede ser derivado de la idea dualista de una oposición entre
cuerpo y espíritu, razón y materia. En la visión cristiana, el triunfo del mal no se identifica
con la victoria de la materia, la “carne”, sobre el espíritu; aunque esta interpretación
dualista fue fomentada por el hecho de que durante siglos la comprensión del pecado
recibió la influencia del dualismo neoplatónico, incluso en muchos maestros de la Iglesia.
En Agustín existe, además, aún la influencia del maniqueísmo que, siguiendo las ideas
dualistas de la religión zoroástrica, veía en la “concupiscencia”, el instinto sexual, el
principal motor del pecado.
El único punto de partida auténtico para la concepción cristiana del mal es la idea de la
libertad, basada en la concepción del ser humano como imagen de Dios. Si la fe cristiana se
diferencia de otras religiones por el hecho de que para los cristianos, Dios es persona, se
deduce que también el ser humano es persona. El ser persona del hombre es el verdadero
sello de su carácter como imagen de Dios. En esto consiste la verdadera nobleza del ser
humano, que la distingue de las demás criaturas.
Ahora bien, al crear al ser humano como persona, Dios asumió un grave riesgo. La
verdadera característica del ser persona de Dios es la libertad. Al crear al ser humano a su
imagen, le transmitió también esta marca de nobleza, la libertad. Sólo la libertad es la
condición para el amor. Sólo gracias a esta libertad, el ser humano puede ofrecer libremente
su amor a Dios, como socio de Dios. Sólo en la libertad, él puede responder libremente con
su amor el amor de Dios. Según la comprensión cristiana, el amor, en su plenitud, sólo es
posible entre personas; y viceversa, la persona sólo puede realizarse plenamente en el amor
a otra persona. Pero en el don mismo del amor estaba incluida también la posibilidad que el
ser humano se decidiese contra Dios y se convirtiera a sí mismo en el objeto de su amor. Lo
que el relato mosaico de la creación presenta como la “caída”, es, en esencia, la
experimentación de la libertad, la decisión libre del ser humano contra Dios. Esta rebelión
del ser humano consiste en abusar de su libertad que le fuera regalada por Dios, para
colocarse a sí mismo contra Dios y querer ser él mismo “como Dios” (Gn 3).
Con el abuso de la libertad, entró en desorden también la relación del universo entero con
Dios. La Iglesia antigua aún tenía conciencia del misterio que el cosmos y la jerarquía de
las demás criaturas también habían sido perturbados y arrastrados por la rebelión del ser
humano contra Dios, y que las consecuencias de esta rebelión se habían introducido hasta
en la dimensión física del ser humano, en su corporalidad.
Esta comprensión particular del pecado permite entender también la idea específicamente
cristiana de la redención del ser humano, a saber, la concepción de Jesucristo como la
figura histórica del redentor y de la encarnación de Dios en Jesucristo. A los miembros de
las grandes religiones no cristianas de Asia les resulta particularmente difícil comprender la
idea cristiana de la encarnación. El hombre religioso del oriente tiende a concebir la idea de
la encarnación en analogía a la idea hinduista de Avatar. Esta idea parte de la suposición
que lo divino desciende una y otra vez a la tierra, revistiéndose siempre de nuevo de una
figura humana, para revelar la verdad celestial en cada época y a cada pueblo de una
manera que le sea accesible. De esta manera, no era extraño que la figura de Jesucristo
también fuera entendida como una especie de Avatar, como una forma del descenso de lo
divino a la humanidad. Precisamente en el ámbito del hinduismo surgen siempre de nuevo
los intentos de entender la cristología en este sentido. Pero detrás de la idea cristiana de la
encarnación se encuentra un concepto fundamentalmente diferente, expresado en la simple
palabra del Evangelio según San Juan: “La Palabra se hizo carne” (Jn 1,14). Mientras que
la idea de Avatar presupone que en el decorrer cíclico de las eras, lo divino se manifiesta
una vez en éste, otra vez en aquel encubrimiento terrenal, en la concepción cristiana, en
cambio, la encarnación del Logos es un acontecimiento definitivo y único. Posee un
aspecto extremamente materialista. Aquí no se trata de un ser divino que toma la apariencia
de corporalidad terrenal; sino que Dios mismo ingresa como ser humano, como miembro de
un determinado pueblo, de una determinada familia, en una determinada época – “padeció
bajo Poncio Pilato” – a la corporalidad y materialidad de la historia de la humanidad e
inicia en ella el una transformación radical. Esta encarnación no tiene el carácter de un
ocultamiento de Dios bajo una figura humana, que le posibilite revelar una nueva doctrina
con palabras humanas; sino que allí alguien sufrió, soportó, expió y se sacrificó. Aquí
alguien sufrió no sólo tentación espiritual, dudas, luchas del alma y desaliento; sino
también dolor físico hasta el extremo y dolor espiritual hasta la desesperación – “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). Aquí alguien ofreció un sacrificio
cruento y murió de una muerte terrible. Aquí ocurrió, en la resurrección, la transfiguración
de toda la persona humana. La encarnación es, pues, la intervención única de Dios en la
historia de la humanidad: Dios se entregó en la figura de una persona histórica única, sufrió
en su propia persona estas condiciones históricas y superó la raíz de la corrupción de las
mismas, que no es sino el abuso de la libertad. Con ello, colocó las bases para el comienzo
de una manera transformada, renovada y más sublime de realización humana. Inauguró un
reino, en el que puede volverse realidad sin impedimento el amor a Dios y al prójimo.
Aquí surge la pregunta acerca del lugar del sufrimiento en la antropología cristiana. El
cristianismo fue acusado una y otra vez por sus adversarios y precisamente por los
representantes de las grandes religiones asiáticas, de glorificar el sufrimiento, en vez de
superarlo. Esta acusación no es del todo injustificada. De hecho, hubo épocas en la historia
de la piedad cristiana, en las que el sufrimiento en sí fue glorificado de manera
verdaderamente extática; sobre todo, en ciertos períodos de la Edad Media, en los que la
Iglesia cristiana era sacudida por gravísimas crisis internas y externas, y en los que el arte
representaba a Cristo preferentemente como el hombre de los dolores.
El punto de partida de la comprensión cristiana del sufrimiento es la conciencia mesiánica
de Jesús mismo. En las promesas de la venida del Mesías Hijo del Hombre del judaísmo
tardío, vivía una tentación por el poder y la autoglorificación. El Evangelio según San
Mateo describió la tentación de Jesús por Satanás en el desierto como una tentación por el
poder mundano. Dostoievski comprendió acertadamente el sentido de esta tentación como
el intento de una desfiguración satánica de la misión divina de Jesús, para transformarla en
el rol de dominador político, social y mágico del mundo. Jesús mismo decepcionó
profundamente las ideas de sus discípulos, que aspiraban el poder y la gloria, enseñándoles
(según Is 53) que “el Hijo del Hombre debía sufrir mucho” (Mt 16,21). Ya en los anuncios
de la pasión de Jesús (Mc 8,31) queda expresada con claridad la compresión cristiana del
sufrimiento: el sufrimiento no es la meta final ni la finalidad de la realización del designio
del ser humano; es el pasaje a la resurrección, al nuevo nacimiento, a la nueva creación.
Esta idea adquiere claridad a partir de la comprensión cristiana del pecado. El pecado,
como un abuso de la libertad del ser humano, llevó al hombre a una oposición frontal
contra Dios, que por ello lo entregó a la muerte. Por consiguiente, la vuelta a Dios sólo
puede producirse cuando las consecuencias de esta rebelión quedan superadas en todos los
planos del ser humano, inclusive en su corporalidad física. La iconografía cristiana antigua
expresó este pensamiento mostrando bajo la cruz del Gólgota la calavera y las tibias
cruzadas de Adán. (Según una tradición apócrifa del siglo II, el lugar, donde fue erigida la
cruz de Jesús en el Gólgota, es el lugar en que fue sepultado Adán.) Allí, donde el primer
hombre creado sufrió la muerte como castigo por su rebelión contra Dios, fue crucificado
aquel que tomó sobre sí la culpa de la muerte de Adán y que, como nuevo Adán resucitado,
inauguró como el primogénito entre los muertos la nueva humanidad de los hijos de Dios.
La señal de la cruz constituye por eso en la Iglesia antigua no una glorificación del
sufrimiento, sino la señal de la victoria; en el sentido de la señal que en la antigüedad solía
ser levantada allí donde había ocurrido el cambio decisivo en una batalla victoriosa. La cruz
también es considerada el “pavor de los demonios”, ya que, como símbolo de la victoria,
ella produce pavor a las fuerzas demoníacas que hasta entonces dominaban el mundo. Un
himno de la antigüedad cristiana habla de la “cruz de la belleza del reino de Dios”. En las
imágenes del Crucificado de la antigüedad cristiana, Cristo siempre es representado como
el triunfador coronado, que se manifiesta en el madero de la cruz como el Señor del nuevo
eón. Sólo así puede comprenderse que el emperador Constantino haya hecho colocar la cruz
– esa cruz, en la que los cristianos hasta entonces perseguidos por el imperio romano veían
el símbolo de la victoria – en los estandartes de las legiones imperiales, convirtiéndola en
símbolo del triunfo militar sobre las legiones de sus adversarios paganos, reunidas bajo el
estandarte de los antiguos dioses.
La comprensión cristiana tampoco ve el sufrimiento como un soportar las condiciones
existenciales generales del ser humano en este mundo, como en el budismo. Antes bien, el
sufrimiento se relaciona con la idea específicamente cristiana del seguimiento de Cristo.
Todo cristiano es llamado a convertirse en un seguidor de Cristo. La incorporación al
cuerpo e Cristo es concedida a aquel que está dispuesto a asumir personalmente el destino
de Cristo, su pasión, muerte y resurrección. Una designación del cristiano en la Iglesia
antigua era “Cristóforo” – portador de Cristo. El sufrimiento es un elemento imprescindible
en el gran drama de la libertad, que se identifica con el drama de la redención.
La comprensión cristiana de la resurrección tiene un significado real e incluso materialista.
Una concepción dualista del ser humano, que distingue entre el lado espiritual y el lado
material y corporal de su existencia, necesariamente lleva a la idea de la inmortalidad del
alma, porque el carácter imperecedero le sólo a la naturaleza espiritual del ser humano.
Pero la esperanza cristiana no tiene por objeto la inmortalidad del alma, sino la resurrección
del cuerpo. La corporalidad no es una cualidad extraña o ajena al espíritu. Todo lo espiritual
tiene a incorporarse. Su forma eterna es una forma corpórea. “¿De qué le serviría al hombre
la más elevada y magnífica victoria moral, si no fuese vencido el enemigo, la ‘muerte’, que
acecha en las últimas profundidades de la esfera física, corporal y material del hombre?”
(W. Soloviev). La meta de la redención no es separar el espíritu del cuerpo, sino la nueva
persona en su integridad corporal, psíquica y espiritual. La imagen cristiana del ser humano
posee un aspecto esencialmente corporal, que se basa en el concepto de la encarnación y
que encuentra su expresión más palpable en el concepto de resurrección.
La idea de la encarnación ilumina la dignidad singular que tiene la persona humana en el
cristianismo en comparación con todas las demás religiones. Esta dignidad proporciona
finalmente el marco adecuado para la idea de la creación del ser humano a imagen de Dios.
Si su relación única con Dios y su posición única en el universo se fundamentan en el
hecho de ser creado a imagen de Dios, entonces esta idea adquiere su sentido más profundo
por el hecho de que Dios mismo no rehusó asumir la figura humana, “apareciendo en su
porte como un hombre” (Flp 2,7); y de él se identificó con su imagen incluso en su
corporalidad, para renovar a través de esta identificación la imagen de Dios que el hombre,
por su culpa, había deformado. Sólo a partir de esta interpretación de Cristo como el nuevo,
“último” Adán (1 Co 15,45) en el reino de Dios es que queda nuevamente confirmada y
garantizada por Cristo para siempre la dignidad peculiar que el ser humano ocupa entre las
demás criaturas.
En la teología oficial, durante mucho tiempo la antropología cristiana fue dominada pro un
pensamiento estático. El hombre aparecía como un ser terminado, colocado en un mundo
terminado, como se coloca un inquilino preparado conforme a un plan en una casa nueva,
llave en mano. De la misma manera estática era entendida también la redención. En la
dogmática de la Iglesia, la salvación era considerada como restitución y restauración de la
imagen divina perdida. Con frecuencia, se veía este proceso más como un pegar los
pedazos de un vaso roto, con la ayuda de los medios de salvación de la Iglesia, que una
verdadera creación nueva. El Nuevo Testamento, en cambio, conoce una progresión de la
salvación en la historia, un perfeccionamiento progresivo del ser humano, tanto de la
persona individual como de la humanidad. Este rasgo ya aparece en la proclamación de
Jesús. Él promete a sus discípulos: “Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de
su Padre. El que tenga oídos, que oiga” (Mt 13,43). En el Evangelio según San Juan, él
promete a sus discípulos un aumento de sus fuerzas espirituales, que habrían de ser incluso
mayores que las que actuaban en él (Jn 14,12). Esperanzas similares se expresan también en
la primera epístola de San Juan: “Queridos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha
manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3,2). Pablo también habla de este crecimiento del ser
que trae consigo el nuevo nacimiento (2 Co 3,18).
Como consecuencia de esta concepción, se encuentra la idea del “superhombre” cristiano,
ya expresada por Montano (alrededor de 150). Con la afirmación de la teoría de la
evolución de Darwin en la biología, la zoología y la antropología, surgió también, sobre
todo en la teología norteamericana del siglo XIX, la tendencia a interpretar la historia de la
salvación cristiana en el sentido de una evolución, y de esperar la perfección futura del ser
humano mediante la obtención de grados carismáticos cada vez más elevados y de medios
de conocimiento espiritual y de comunicación cada vez más perfectos. Recientemente, estas
ideas fueron actualizadas por Pierre Teilhard de Chardin, que trató de llegar a una
comprensión nueva de la antropología cristiana a partir del enfoque de la
paleoantropología. Cristo no es sólo la figura en la que la encarnación se vuelve hecho
histórico, sino también la meta escatológica de la humanización. En él “converge” la
humanización del universo. Este “Cristo mayor” es el foco no sólo de la salvación
individual, sino también de la salvación colectiva de las “piedras vivas” de los fieles
reunidas en un solo cuerpo. Ya la epístola a los Efesios describe la meta de la cristiandad
con estas palabras: “hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento
pleno del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de
Cristo” (Ef 4,13).
Sólo a partir de esta comprensión especial de Cristo, que ve en él el segundo Adán y el
inaugurador de la nueva humanidad, es que pueden ser comprendidas las características
esenciales del ser humano, a través de las cuales se revelan la comprensión específicamente
cristiana del hombre, su manera de sentir la vida y su forma de autorrealización.
1. El ser humano justificado. A partir de la Reforma del siglo XVI, la antropología cristiana
se orientó en Lutero, Zwinglio y Calvino sobre todo según el esquema de la justificación: la
persona cristiana es aquella, a la cual es imputada por la fe la justicia de Dios por el mérito
de Jesucristo, mérito que él conquistó por su sacrificio de expiación en la cruz; es aquella,
que es revestida por la fe con la justicia de Cristo. Este esquema de la justificación es
característico del pensamiento jurídico que predominó en el occidente latino. Sólo es
comprensible para aquel que, como los judíos y judeocristianos de los primeros siglos, vive
enteramente en la ley mosaica o en un sistema eclesiástico de penitencia, como el que
predominó en el catolicismo romano por influencia del derecho romano. Pero hoy ya no es
tan fácil entender este esquema como punto de partida para una antropología cristiana, pues
prácticamente ya no se verifican aquellos dos presupuestos en la conciencia religiosa de
nuestra época. Pablo mismo sólo habla de justificación cuando se hace “judío para los
judíos”, es decir, cuando se dirige a comunidades predominantemente judeocristianas que
aún viven bajo la ley mosaica. Sin embargo, cuando habla a los paganocristianos, se hace
“griego para los griegos”; hablándoles en ideas e imágenes más adecuadas a los griegos,
inclinados al pensamiento de los misterios: el nuevo hombre, el hombre libertado y
redimido, la nueva creación, el resucitar con Cristo, el ser transformado, la filiación divina
y la amistad con Dios.
2. El nuevo hombre. En la Iglesia primitiva, por cierto ningún pensamiento dominó de
manera tan amplia y profunda el sentimiento cristiano de la vida, como la conciencia de la
novedad de la vida, en la que es colocado el ser humano por su participación en la vida y en
el cuerpo de Cristo. La novedad del mensaje cristiano de salvación no sólo colmó los
corazones de los fieles, sino que también llamó la atención del entorno no cristiano. Esta
exigencia de total novedad, que llevó a Marción a oponer unilateralmente el “Evangelio” al
Antiguo Testamento, puede oírse como un contrapunto a lo largo de todo el Nuevo
Testamento. La acción salvífica de Dios es entendida como la creación de un “nuevo
hombre” (Ef 2,5 y 4,24; Col 3,10). Juan, el vidente, ve “un nuevo cielo y una nueva tierra”;
ve “la nueva Jerusalén”, la Ciudad Santa, “que bajaba del cielo, engalanada como una novia
ataviada para su esposo”; y la gran voz de aquel que está sentado en el trono: “Mira que
hago un mundo nuevo”. El júbilo de los elegidos para el reino de Dios se une en un
vigoroso “cántico nuevo” que resuena delante del trono del Cordero (Ap 21,1-2 y 5; 5,9;
14,3). La nueva persona experimenta y reconoce la novedad de su vida como la vida de
Cristo que comienza a madurar en ella, como la grandiosa experiencia de una nueva
condición que ya comienza a realizarse ahora. Pablo lo expresa de la siguiente manera:
“Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación” (2 Co 5,17). En estos textos no se
habla de un nuevo estado concluido y terminado, en el que el hombre sería trasladado por la
gracia; sino del comienzo de una nueva condición que está llegando, que se completará
recién en el futuro. El nuevo hombre es un hombre que está en proceso de renovación; la
nueva vida es un elemento del crecimiento del cristiano que va madurando hacia el “estado
del hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo”. Por su parte, este nuevo
hombre actúa como “fermento” dentro de la vieja humanidad, como “nueva masa” (1 Co
5,7); contribuyendo a levar la vieja humanidad mediante su fermentación a la condición del
reino de Dios.
3. El hombre renacido. Frecuentemente, el “nuevo nacimiento” fue identificado con una
determinada forma de “conversión”, que se podía datar cronológicamente. Sobre todo, el
pietismo y los movimientos de avivamiento colaboraron con una determinada uniformidad
del concepto en este sentido. Y de hecho, en la historia de la piedad cristiana hay una serie
de notables personalidades que experimentaron su nuevo nacimiento bajo la forma de una
experiencia de conversión con fecha y lugar precisos. Pero esta limitación a un determinado
tipo de experiencia no posee justificación objetiva. Existen innumerables formas distintas
de ese misterioso proceso, tan diferentes entre sí como las individualidades de las
respectivas personas, sus dones intelectuales o emocionales particulares, y su historia
peculiar. Las maneras de experimentar el nuevo nacimiento no sólo se diferencian por el
hecho de que el acontecimiento se produzca de forma repentina y sorprendente o como
resultado de un proceso lento, de un “crecer”, un “madurar” o una “evolución”; sino
también según las capacidades psíquicas (voluntad, inteligencia), que en cada caso asumen
la dirección; según el talento, las aptitudes y la modalidad de la experiencia religiosa
personal. En el patrón voluntarista, el nuevo nacimiento se manifiesta en una nueva
orientación de la voluntad, en un liberar de nuevas capacidades y energías que hasta
entonces no habían llegado a desarrollarse; en el patrón intelectual, el nuevo nacimiento
lleva a activar las capacidades cognitivas y a la irrupción de una “visión”; en otros, al
descubrimiento de una belleza inesperada en el orden de la naturaleza o en el sentido de la
historia. Frecuentemente, el nuevo nacimiento lleva a una nueva visión de la vida moral y
sus órdenes y a una realización desinteresada del amor al prójimo. Con la experiencia del
nuevo nacimiento, no queda eliminado simplemente el “viejo hombre” anterior con su
antigua estructura de personalidad y sus condicionamientos por la herencia genética, la
educación y las experiencias anteriores; pero la persona en cuestión siente su vida en Cristo
como “nueva vida” (Rm 6,4). De los numerosos relatos autobiográficos sobre la
experiencia del nuevo nacimiento resulta que este proceso de la nueva creación transforma
todas las capas de la personalidad humana.
En el Nuevo Testamento, frecuentemente el perdón de los pecados está asociado a la
curación de una enfermedad. La restauración por la gracia de Dios de la imagen de Dios
destruida o dañada puede llevar también a la restauración de la integridad corporal. Con
igual frecuencia, el perdón de los pecados está ligado a una expulsión de demonios de esa
persona. Cuando la palabra divina misma se instala en una persona, ya no queda más lugar
para los malos espíritus. El poder creador del Espíritu Santo actúa de la misma manera
sobre la dimensión corporal, psíquica, mental y espiritual del ser humano. Cura la
enfermedad en la esfera corporal, purifica de los poderes demoníacos en la esfera psíquica,
y brinda “gnosis” y el conocimiento de Dios en la esfera espiritual.
En los círculos del llamado “movimiento de avivamiento”, que se caracterizan por una
actitud antiintelectual y anticientífica, frecuentemente se entendió el nuevo nacimiento en el
sentido exclusivo de una “conversión del corazón”, que no toca la esfera intelectual. Esta
interpretación limita demasiado la dimensión antropológica profunda del nuevo nacimiento.
No sólo existe una transformación del corazón, que se manifiesta en una nueva actitud
ética; sino también una iluminación de la inteligencia, que lleva a un nuevo conocimiento
espiritual. Aquí se hallan los puntos de partida de la experiencia espiritual que Jakob
Böhme (1575-1624) describe como “mirada a la esencia de todos los seres”, y George Fox
(1624-1691) como la “luz interior”.
4. El hombre liberado. Ningún otro concepto marca tan profundamente la grandeza peculiar
de la imagen cristiana del ser humano como la idea cristiana de la libertad. La comprensión
cristiana del pecado y de la redención está íntimamente ligada con esta idea de la libertad.
El Nuevo Testamento designa preferentemente la condición del hombre “caído” como
“esclavitud” (Jn 8,34; Rm 6,16). Es la esclavitud de la obstinación humana, que quiere
poseer y disfrutar de todas las cosas en beneficio propio; la esclavitud del amor alienado, ya
no más dirigido a Dios, sino al propio yo y a las cosas de este mundo, y que también rebaja
al prójimo a la condición de un medio para satisfacer el egoísmo y lo convierte en objeto de
explotación. La esclavitud del ser humano que se alejó de Dios es mucho más opresiva que
la mera esclavitud de los sentidos y de la avidez de placer. Es la esclavitud no sólo de su
“carne”, sino de todas las dimensiones de su naturaleza humana, incluyendo la “espiritual”.
En una audaz inversión del lenguaje del dualismo platónico, Lutero expresó esto de la
siguiente manera: “El hombre no renacido es enteramente carne, incluso en su espíritu; el
hombre renacido es espíritu, aun cuando come y duerme”. Sólo a partir de aquí, las palabras
de Martín Lutero sobre la “libertad del cristiano” adquieren todo su vigor soberano. La
libertad que recibe el cristiano es la libertad que le conquistó Cristo, el nuevo Adán. Él
superó el pecado y la muerte, realizando el sacrificio de la total entrega de sí mismo a Dios:
“Padre, no sea como yo quiero, sino como quieras tú” (Mt 26,39); “Padre, hágase tu
voluntad” (Lc 22,42). La libertad del cristiano es la libertad reconquistada en Cristo, en la
que quedó superada la posibilidad del abuso de la libertad.
En los primeros siglos, el esquema evangélico de la liberación y el esquema
correspondiente del rescate poseían una importancia especial en aquella sociedad que
estaba construida sobre el sistema esclavista. Por un lado, amplias capas de la población
vivían permanentemente en la condición de esclavos; por el otro, también la población libre
estaba constantemente expuesta al peligro de pasar a ser propiedad del vencedor en el caso
de una conquista, y con ello, de convertirse en esclavos. El esquema de la liberación era,
pues, fácil de comprender. Esto era aún más evidente por el hecho de que según las
prácticas del derecho griego y romano, la liberación de un esclavo sólo podía producirse
entregando el esclavo liberto a un dios. A partir de ese momento, el liberto se consideraba
como liberto de ese dios, adoptando muchas veces también su nombre. El rescate (1 Co
6,20) y la liberación por Cristo (1 Co 7,22) adquirían, pues, sentidos peculiarmente
concretos. Sólo la libertad hace posible una comunidad plena, que abarca a Dios y al
prójimo, en el cual nos encontramos con la imagen de Dios en vivo. La libertad se realiza
en el libre servicio del amor. Fue, sin duda, Lutero quien expresó más acertadamente la
paradoja de la libertad cristiana, que abarca ambas cosas, el amor y el servicio: “El cristiano
es libre señor de todas las cosas y no está sujeto a nadie. El cristiano es servidor de todas las
cosas y está supeditado a todos”. La libertad cristiana no debe entenderse, pues, ni sólo en
el sentido puramente individualista ni en el sentido puramente “colectivo”. Las dimensiones
de lo personal y de lo social están ligadas de manera inseparable por la idea de que todo ser
humano por cierto es en sí mismo imagen de Dios, pero que en Cristo reconoce también la
imagen de Dios en el prójimo, y que juntamente con el prójimo es miembro en el único
cuerpo de Cristo. Nadie es redimido sólo para sí, sino que es llamado como “piedra viva” (1
P 2,4-5) para la construcción del “edificio espiritual”, del templo de Dios, que “sois
vosotros” (1 Co 3,17). No es posible ignorar la fuerza transformadora de esta idea de la
libertad. En ella se encuentra, p. ej., el impulso espiritual para la liberación social y racial
de los esclavos, exigida por los grandes campeones cristianos de los derechos humanos en
los siglos XVIII y XIX, y llevada adelante y conquistada con inmensos esfuerzos.
5. El ser humano alegre. Friedrich Nietzsche resumía su crítica de los cristianos de su
época con estas palabras de Zoroastro (Zaratustra): “Tendrían que cantarme cánticos
mejores, para que yo crea en su redentor; sus discípulos tendrían que parecer más
redimidos”. No hay duda que ésta es una crítica acertada. En los testimonios del Nuevo
Testamento, la alegría aparece como la señal distintiva y característica de los cristianos
(Hch 2,47 y 13,52). Ella es la consecuencia natural del don del Espíritu Santo, y es
considerada como uno de los frutos más importantes del Espíritu Santo (Ga 5,22). Sobre
todo el Evangelio según San Juan sintoniza con esta actitud básica de la alegría (Jn 15,11 y
16,20-22). La alegría era el sentimiento básico de las reuniones de la comunidad,
exteriorizándose frecuentemente en júbilo rebosante (agalliasis). Tiene su origen en el
hecho de saber que el poder del mal ya fue quebrado por el poder de Cristo (Lc 10,18); que
la muerte, el diablo y los demonios ya no tienen más derechos sobre los hombres; que las
fuerzas del perdón, la reconciliación, la resurrección y la gloria ya están actuando en la
humanidad. Más que en cualquier otro lugar, esta dimensión de la alegría sigue siendo
intensamente viva en la liturgia de la Iglesia ortodoxa oriental. Posteriormente, los rasgos
de esta alegría volvieron a irrumpir en el movimiento de avivamiento pietista, y sobre todo,
también en los movimientos pentecostales extáticos radicales de la cristiandad.
En esta “alegría” se encuentran también las raíces del humor específicamente cristiano. Su
peculiaridad consiste en que el cristiano, en medio de los conflictos de la vida, es capaz de
contemplar todos los sufrimientos y aflicciones a partir de su superación futura o de la
superación ya realizada en Cristo.
En el humor cristiano, la alegría se combina con la “libertad del cristiano”, que no se deja
confundir ni impugnar por la cruz o el sufrimiento, sino que ve ya ahora la señal
escatológica del triunfo y la alegría en la cruz y en el sufrimiento. El humor de Sören
Kierkegaard es demasiado dialéctico y agrio como para agotar toda la plenitud de la alegría
cristiana. Ella puede ser encontrada mejor en el “Aleluya” de los genuinos “Negro
Spirituals”.
6. El hombre carismático. El cristiano es descrito en el Nuevo Testamento como una
persona que está llena de la fuerza del Espíritu Santo. El concepto de los dones del Espíritu
está directamente ligado al concepto del hombre como imagen de Dios. Para el fiel
cristiano de los primeros tiempos de la Iglesia, el Espíritu Santo, que se manifestaba de
manera tan maravillosa en los dones espirituales de la comunidad, era el Espíritu del Señor
Jesucristo, que se revelaba ya ahora en su cuerpo, la comunidad de los creyentes, como el
maravilloso elemento de vida del nuevo eón. Pablo realizó esta identificación: “El Señor es
el Espíritu” (2 Co 3,17). A lo largo de todos los siglos, el Espíritu Santo siguió siendo el
fermento de la historia de la Iglesia. Todas las grandes reformas y numerosas fundaciones
de nuevas Iglesias y sectas tienen las características de nuevas manifestaciones
carismáticas. La historia de la Iglesia y de las herejías es en el fondo, como ya lo percibió
acertadamente Gottfried Arnold, una historia de los carismáticos cristianos.
7. El hombre perfecto. El planteo de la perfección se repite frecuentemente en el Nuevo
Testamento y ha desempeñado un rol significativo en la historia de la espiritualidad
cristiana. En el Evangelio según San Mateo, Jesús exige de sus discípulos: “Vosotros, pues,
sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (5,48). A primera vista, esta
exigencia parece sobrepasar lejos la medida de lo razonable y de lo que se puede esperar de
un ser humano. Sin embargo, la exigencia debe ser entendida literalmente, pues vuelve a
ser planteada una y otra vez en los escritos del Nuevo Testamento (2 Tm 3,17; St 1,4). Su
sentido sólo puede ser explicado a partir de la comprensión del ser humano como imagen
de Dios y de Cristo como el “nuevo Adán”. La perfección del hombre es la perfección con
la que él refleja la imagen de Dios. A pesar de haber deshonrado esta imagen por su
alejamiento voluntario de su origen, él recupera en Cristo la perfección de la imagen de
Dios. Empleando una repetición del concepto del hombre, Ezequiel habla del “hombre-
hombre de la casa de Israel” (Ez 14,3-4). La teología de la Iglesia antigua (Orígenes)
interpretó esta duplicación como una referencia a la perfección del hombre renacido. El
“hombre” es el hombre caído, el rebelde, que desvió su pensamiento de Dios, su modelo.
Sólo el “hombre-hombre” es el hombre perfecto, en el que fue restaurada la perfecta
armonía entre el hombre “interior”, renovado en Cristo, esto, es, la imagen de Dios, y el
“hombre exterior”.
En la misma línea se sitúa también la idea de la “divinización” del ser humano. Por miedo a
la “mística”, la teología posterior a la Reforma eliminó casi completamente de su
vocabulario este concepto, que proviene de la práctica de la experiencia mística. Pero en los
primeros quince siglos de la Iglesia, la divinización fue un tema central de la antropología
cristiana. Atanasio (295-373) creó la fórmula que sirvió de base para la teología de la
divinización: “Dios se hizo hombre, para que nosotros nos hagamos Dios”. Esta idea de la
divinización del hombre se desarrolló entre los Padres de la Iglesia sobre la base de una
exégesis del Salmo 82,6: “Yo había dicho: ‘¡Vosotros, dioses sois, todos vosotros, hijos del
Altísimo’!” En la teología de la Iglesia antigua, esta palabra llegó a ser la base de la
antropología teológica. Sólo la idea de la perfección nos permite comprender un último
salto o aumento en la idea cristiana del hombre: el progreso de la condición de “hijos de
Dios” a la de “amigos de Dios” (St 2,23; cf. Jn 15,14). Esta última constituye la forma más
elevada de la comunión que puede ser alcanzada entre Dios y el ser humano. En ella, el
amor es elevado a la forma más alta de comunicación personal entre el modelo y la imagen.
8. El prójimo como el Cristo presente. Partiendo de la fundamentación de la antropología
cristiana en la imagen de Dios, también se llega a comprender aquel pensamiento
revolucionario que constituye la base de la ética cristiana: para la fe cristiana, Cristo está
presente en cada ser humano, también en el más degenerado. Según Mt 25,40, el juez
supremo dice a los salvados: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos
hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”; y a los condenados: “En verdad os
digo que cuanto dejasteis de hacer con unos de estos más pequeños, también conmigo
dejasteis de hacerlo”. Tertuliano cita otra palabra del Señor: “Si viste a tu hermano, viste a
tu Señor” (Vidisti fratrem, vidisti dominum tuum”). Hasta debajo de la capa de la miseria,
la degeneración y el sufrimiento, el cristiano ve en el prójimo la imagen del Señor presente,
que se hizo hombre, que sufrió, murió y resucitó para llevar a los seres humanos al reino de
Dios.
Dos tendencias luchan entre sí desde los comienzos en la autocomprensión de la comunidad
cristiana, y cada una lleva a consecuencias totalmente diferentes en la actitud fundamental
de los cristianos para con sus prójimos.
Una de estas tendencias está dominada por la idea de la elección. Es Dios quien elige a los
suyos de entre los miembros de la humanidad que se encuentra en estado de oposición a él;
y él construye su reino con los elegidos. Este pensamiento realza el carácter aristocrático
del reino de Dios – este reino consiste en una elite de elegidos. En el Apocalipsis de San
Juan, “los 144.000, los que no se mancharon con mujeres”, constituyen el núcleo central de
las tropas del reino de Dios. ¡Tan limitado es el número de los beneficiarios del enorme
esfuerzo de la historia de la salvación! Para Agustín y los teólogos que le siguen, hasta
Calvino, la comunidad de los elegidos es limitada en cuanto a su número. Su número
corresponde al número de los ángeles caídos, que debe ser reemplazado nuevamente por la
cantidad correspondiente de hombres redimidos, para que el reino de Dios pueda ser
restaurado también desde el punto de vista numérico. Aquí la Iglesia es entendida como una
selección de unos pocos de entre la “massa perditionis”, de entre esa inmensa cantidad que
constituyen los despojos del mar de la historia. En esta concepción se oculta una grave
amenaza para la conciencia comunitaria, pues a través de esta conciencia exclusiva de la
elección se introducen fácilmente la autosuficiencia y la vanidad, que son la raíz del
egoísmo y con ello, de la muerte del amor al prójimo.
La otra actitud parte del pensamiento opuesto, de que el objetivo de la salvación inaugurada
por Jesucristo sólo puede ser la redención de toda la humanidad. Según esta concepción, el
amor de Dios a los seres humanos, su filantropía, es – como lo muestra el drama de su
inmolación por la salvación del ser humano – mayor que la justicia que exige la
condenación eterna del culpable. A partir de Orígenes, esta actitud se encuentra siempre de
nuevo entre los grandes místicos de la Iglesia del oriente, pero también en algunos místicos
de la cristiandad occidental y, como doctrina dogmática, en la Iglesia de los Universalistas.
Para ellos, el objeto de la redención es la humanidad como un todo. La historia de la
salvación termina por identificarse con la historia de la humanidad. Que la doctrina de la
reconciliación universal (apokatástasis panton) haya encontrado oposición en todas las
confesiones cristianas, se debe al hecho que una consideración universalista como ésta
fácilmente puede llevar a una mentalidad que considera la redención como una especie de
proceso natural, al cual ningún hombre puede sustraerse a la larga. Tal actitud puede llevar
a un debilitamiento o a una pérdida de la conciencia de la responsabilidad moral del ser
humano ante Dios y su prójimo, y trae consigo la tentación de seguridad espiritual y de
pereza moral.

TERCERA PARTE

La Iglesia

20. Organización, constitución eclesiástica y derecho canónico

La idea cristiana de la Iglesia está bajo la influencia de la idea veterotestamentaria de la


“qahal”, el pueblo de Dios elegido del final de los tiempos, y de la esperanza mesiánica
judía. En griego, la palabra “ekklesía” significa la asamblea del pueblo reunido para una
sesión. El uso profano del término ejerció también influencia sobre el significado religioso
en la comunidad cristiana. Pero en el cristianismo, el concepto adquirió un nuevo sentido
por su relación con la persona de Jesucristo como el inaugurador mesiánico del reino de
Dios:
1. Con Cristo se hizo presente la comunidad elegida del final de los tiempos.
2. El don escatológico del Espíritu Santo inunda ya ahora la vida de la Iglesia (Hch 2,33).
3. La comunidad escatológica es constituida por aquellos que creen en Jesucristo, judíos y
paganos. La idea del pueblo elegido de la Alianza es transferida de los judíos al “nuevo
Israel”.
4. La Iglesia forma el cuerpo del Señor.
5. La Iglesia está formada de “piedras vivas”, con las cuales es “edificada2 su casa (1 P
2,5).
Jesús, personalmente, aún no creó una organización fija para su comunidad; la expectativa
de la inminente llegada del reino de Dios llevó a que esto no fuese considerado como de
absoluta necesidad. Sin embargo, la elección de los apóstoles y la posición particular de
algunos apóstoles dentro de este grupo ya constituyen un indicio de alguna estructuración
de su comunidad. Luego que la comunidad volviera a constituirse bajo el impacto de las
apariciones del Resucitado (1 Co 15,5), los diversos elementos de su autocomprensión
provocaron la creación de una estructura más sólida. Según la confesión de fe más antigua,
transmitida por Pablo, parece que el orden de las apariciones provocó una cierta jerarquía
dentro de la comunidad. Bajo la necesidad de organizarse en el mundo y sobre todo por el
mandato de hacer misión entre “todos los pueblos” (Mt 28,19), que ella consideraba
obligatorio, la Iglesia tendió a una organización firme, que en mayor o menor medida
implicaba una determinada constitución y un orden jurídico interno. Sin embargo, las
cuestiones de la constitución y del derecho nunca surgieron de manera aislada, sino siempre
asociadas con el aspecto cósmico e histórico-salvífico de la Iglesia. La unidad de la Iglesia,
geográficamente dispersa, es comprendida bajo la imagen de la diáspora: las comunidades
dispersas del nuevo Israel representan las “doce tribus de la dispersión” (St 1,1).
La Didajé, la “Doctrina de los Doce Apóstoles”, de la primera mitad del siglo II, ve la
Iglesia prefigurada en el pan de la eucaristía, cuyos granos fueron reunidos “sobre los
montes”. Con la idea de la preexistencia del Logos, surgió también la idea de la
preexistencia de la Iglesia (Ef 1,4-6; 2 Clemente 14), que termina por desembocar en el
pensamiento que el mundo fue creado por causa de la Iglesia (Hermas, visión 1,1, 6). De
acuerdo con esto, la Iglesia terrenal es la representante de la Iglesia celestial. El
investigador del derecho canónico Rudolf Sohm levantó la tesis muy discutida que la
formación de un derecho eclesiástico propio habría sido el pecado original de la Iglesia
antigua. En la comunidad primitiva, los creyentes habrían vivido en una comunidad de
amor, a partir de la experiencia de la presencia directa del Espíritu Santo y sus dones. El
desarrollo de un derecho eclesiástico habría significado la represión del libre accionar del
Espíritu Santo en la comunidad, y estaría relacionado con la marginación de los portadores
del Espíritu por parte de una burocracia funcional elegida por la comunidad. A pesar de ser
fascinante y osada, esta concepción no pudo sostenerse. En primer lugar, ya la comunidad
primitiva consideraba las instrucciones de los apóstoles como normas para el orden de la
vida de la comunidad. Sobre todo las instrucciones contenidas en las epístolas del Apóstol
San Pablo y en las epístolas pastorales adquirieron el carácter de reglas vinculantes para la
vida comunitaria. De la misma manera, las instrucciones de los carismáticos en la
comunidad, sobre todo las de los profetas, de entrada se presentaron con la exigencia de
validez vinculante y duradera para la comunidad. La autoridad del Espíritu Santo
transformó también en reglamentos duraderos las instrucciones espontáneas e inspiradas
que los profetas dirigían a las comunidades. De esta manera, el espíritu y el derecho no son
oposiciones que se excluyen mutuamente. El Espíritu Santo crea derecho sagrado, y la
autoridad del uno es la base de la autoridad del otro. Por razones internas, el desarrollo del
derecho canónico no puede ser considerado en principio, pues, como una caída de la
Iglesia. Una comunidad histórica como la Iglesia cristiana, que con todas sus energías se
aprestaba a conquistar el mundo entero en cumplimiento del mandato misionero, no podía
arreglárselas sin un orden jurídico fijo, tanto por razones internas como también por
razones de orden externo.
El establecimiento de normas fijas también se hizo necesario para la Iglesia porque del
ámbito de las religiones de la antigüedad tardía, sobre todo de la gnosis, surgieron las más
diferentes interpretaciones del mensaje cristiano, en las que se mezclaban ideas cristianas y
paganas, apelando cada una e ellas a la inspiración divina o presentándose como
revelaciones del Resucitado. La Iglesia construyó tres dique para evitar ser inundada por
una actividad profética y visionaria descontrolada de los carismáticas, como también contra
la corriente del sincretismo pagano: el canon neotestamentario, la “regla de la fe” y la
sucesión apostólica de los obispos. El fundamento común de estos tres diques es la idea de
la “apostolicidad”.
El canon neotestamentario, en su extensión actual reconocida por la Iglesia, no se formó
como colección de los testimonios escritos de la tradición eclesiástica existente, sino como
selección de materiales de esta tradición. En los primeros siglos reinaba una asombrosa
productividad de escritos sagrados, tanto de evangelios, apocalipsis y otros escritos
proféticos, como también de epístolas. Muchos de estos escritos provenían de los círculos
gnósticos y del sincretismo paganocristiano. De esta abundancia de escritos, la Iglesia
excluyó entonces todo aquello que no parecía estar en consonancia con lo que ella misma
entendía como tradición apostólica. El principio básico de la selección era la
“apostolicidad” de los escritos, es decir, su redacción por un apóstol.
La Iglesia antigua jamás olvidó que fue la Iglesia la que creó y fijó el Nuevo Testamento.
Esta es una de las diferencias esenciales entre la Iglesia ortodoxa y las Iglesias de la
Reforma, que consideran la Escritura como la norma y regla última de la Iglesia y de su
doctrina. La Iglesia ortodoxa, así como la romana, sabe que la Iglesia cristiana es más
antigua que el Nuevo Testamento, que la tradición es más antigua que la Escritura, e incluso
que la tradición es la fuente y el origen de la Escritura misma. Partiendo de allí, se
comprende por qué en la conciencia de las Iglesias ortodoxa y romana la tradición
apostólica desempeña un papel importante al lado de la Sagrada Escritura. No es vista
como una magnitud independiente al lado de la Escritura; antes bien, la propia Escritura
Sagrada representa sólo una forma particular de la tradición apostólica, a saber, la que fue
fijada por escrito.
De esta tradición apostólica de la Iglesia nació como segunda forma, más breve, la “regla
de fe apostólica” (regula fidei), que primeramente fue fijada oralmente y luego por escrito.
También ella constituyó una defensa contra la interpretación gnóstica y sincretista de las
verdades de la fe cristiana. Su matriz más importante es la liturgia, sobre todo, la liturgia
del bautismo. Ya el Nuevo Testamento muestra en las epístolas paulinas y en las epístolas
pastorales que en las comunidades más antiguas, en conexión con la cena del Señor, pero
también ligada al sacramento del bautismo, la proclamación cristiana se condensó en
determinadas fórmulas doctrinarias. Su resumen lo constituye el credo bautismal, cuyo
contenido se consideraba por de pronto como una fórmula de misterio, que debía ser
mantenida en secreto y que le era comunicada al bautizando recién en el momento del
bautismo.
El tercer dique levantado por la Iglesia contra el libre carisma como también contra las
corrientes gnóstico-sincretistas dentro de la Iglesia, es el ministerio episcopal, que
encuentra su legitimación en la idea de la sucesión apostólica. Las tareas misioneras, la
persecución de la Iglesia, la defensa contra la libre profecía, la lucha contra la gnosis y otras
herejías, todo esto hizo que en los primeros siglos se destacara cada vez más el ministerio
episcopal, el episcopado monárquico. En su carácter de presidente del culto eucarístico, de
maestro y de pastor, el obispo llega a ser el pastor supremo de la congregación y es visto
como su representante. El ministerio del obispo queda relacionado de manera directa con el
ministerio de los apóstoles elegidos por el propio Jesús. La sucesión de los obispos
legítimamente ordenados es vista como garantía de la continuidad ininterrumpida de la
Iglesia de Cristo. La idea fundamental de la sucesión es la siguiente: Cristo instituyó a los
primeros apóstoles y les confió la plenitud del poder espiritual; los primeros apóstoles, a su
vez, instituyeron superintendentes (epíscopos) en las comunidades fundadas por ellos y le
comunicaban su poder mediante la imposición sacramental de las manos. Estos hombres
transmitían el cargo de superintendentes a sus sucesores a través de la misma imposición de
las manos. De esta manera, la sucesión apostólica garantiza no sólo la legitimidad del
gobierno episcopal de la Iglesia, sino también la legitimidad de la doctrina episcopal y la
validez de los sacramentos.
El desarrollo del episcopado tuvo evoluciones diferentes en oriente y en occidente.
La Iglesia ortodoxa reconoce el principio monárquico en lo que se refiere a la Iglesia como
un todo, que abarca tanto la Iglesia visible en la tierra como la Iglesia invisible en el cielo.
Su Señor, jefe y única cabeza es Cristo. Pero el principio monárquico no se aplica a la
organización de la Iglesia visible. Ésta se basa en principios democráticos, fundamentados
en la constitución de la propia Iglesia antigua. Tal como todos los apóstoles, sin excepción,
poseían la misma autoridad, y ninguno de ellos ocupaba una posición sobresaliente frente a
los demás, así también sus sucesores, los obispos, poseen igual autoridad, sin excepción. Es
verdad que dentro de la Iglesia antigua se desarrolló ya muy temprano el principio del
llamado episcopado monárquico, según el cual le compete al obispo el lugar de dirección
dentro de la Iglesia. Pero incluso la posición peculiar del obispo se basa en su función
dirigente dentro de la Iglesia, y no en que estuviera representado todo el poder espiritual de
la Iglesia sólo en él. Ni siquiera el conjunto de los obispos representa la autoridad suprema
de la Iglesia. Es la conciencia ecuménica de la Iglesia, conciencia ésta que es formada
conjuntamente por clérigos y laicos, la que representa la autoridad suprema de la Iglesia.
Si bien el episcopado representa la unidad de la congregación y de su poder espiritual, no
posee carácter autocrático, sino que pertenece juntamente con el clero subordinado y con
todo el pueblo de la Iglesia al organismo vivo de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo.
Las constituciones de las Iglesias ortodoxas orientales actuales poseen por ello un carácter
marcadamente sinodal. En los sínodos ortodoxos no sólo participan los sacerdotes, sino
también – intensamente – el laicado. Las elecciones para los cargos eclesiásticos se dan
también a través de la vía sinodal, con la participación del laicado. Esto vale tanto para la
elección de los párrocos como para la elección de los obispos y patriarcas. Las
constituciones de las Iglesias ortodoxas actuales se distinguen según los diferentes grados
de participación del estado en la reglamentación de las cuestiones eclesiásticas. Así, por
ejemplo, el “Santo Sínodo” de la Iglesia ortodoxa rusa, creado por Pedro el Grande, era más
una repartición estatal dirigida por el monarca absolutista que un sínodo. De la misma
forma, en la constitución de la Iglesia Ortodoxa Griega había ciertos derechos reservados al
rey griego, los cuales mientras tanto fueron reducidos considerablemente.
La suprema instancia de la constitución sinodal ortodoxa es formada por el Concilio
Ecuménico, que consiste en la asamblea de todos los obispos ortodoxos. Los obispos
reunidos en el Concilio Ecuménico deciden mayoritariamente todas las cuestiones de la fe
ortodoxa como también del culto y del derecho eclesiástico. Los siete sínodos ecuménicos
reconocidos son los sínodos de Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431), Calcedonia
(451), Constantinopla II (553), Constantinopla III (680) y Nicea II (787). Desde entonces
no se realizó más ningún Sínodo Ecuménico. Este hecho pesa fuertemente sobre la vida de
la Iglesia ortodoxa, porque desde entonces surgieron muchos problemas y preguntas nuevos
en los terrenos de la fe, de la doctrina y del culto, problemas estos que necesitan
urgentemente de una reglamentación unificada. La división de la ortodoxia en los diferentes
tipos antiguos y recientes de Iglesias patriarcales y en Iglesia autocéfalas, como también la
trágica relación de la ortodoxia con las catástrofes políticas de los siglos pasados y de
nuestra propia época, impidieron hasta el momento la realización del nuevo Concilio
Ecuménico, reclamado por todas las partes desde hace mucho y preparado reiteradamente
en tiempos recientes.
En la Iglesia romana se desarrolló el papado a partir del episcopado monárquico por efecto
de la combinación de circunstancias particulares. Estas circunstancias fueron las siguientes:
1. La posición especial de Roma como capital del imperio romano, en la que ya en el siglo I
se formó una congregación cristiana numéricamente significativa, y que por causa del
martirio de los Apóstoles Pedro y Pablo disfrutaba también de gran prestigio entre las
demás comunidades del imperio.
2. El rol de liderazgo, asumido por el obispo que dirigía la comunidad romana, en
cuestiones de disciplina, de la doctrina y de los órdenes del culto y la Iglesia, sobre todo
para las provincias eclesiásticas latinas, cuya organización se adhirió a la organización
provincial del imperio romano.
3. La posición especial que asumió el obispo de Roma después de la caída del imperio
romano occidental en Italia.
4. La justificación teológica de esta posición particular mediante la teología petrina, que
veía la institución espiritual y jurídica del papado por el propio fundador de la Iglesia,
Jesucristo, en las palabras de Jesús: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”
(Mt 16,18). Estas palabras, que en la Iglesia griega del oriente (Orígenes) y aún en Agustín
eran referidas a la confesión de fe de Pedro, desde los papas Gelasio I (492-496), Símmaco
(498-514) y Gregorio I (590-604), sirven para fundamentar e primado papal sobre toda la
Iglesia cristiana.

21. Intolerancia y tolerancia

Desde el principio, el cristianismo posee una tendencia a la intolerancia, basada en su


autoconciencia religiosa. El mensaje del cristianismo es entendido como la revelación de la
verdad divina, que se hizo hombre en Cristo mismo. “Yo soy el Camino, la Verdad y la
Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Ser cristiano es “vivir según la verdad” (3
Jn 4), la proclamación cristiana es “el Camino de la verdad” (2 P 2,2). Frente a la verdad no
hay indiferencia. Quien no reconoce la verdad es “enemigo de la cruz de Cristo” (Flp 3,18);
“cambia la verdad de Dios por la mentira” (Rm 1,25); se hace abogado y aliado del
“adversario, el diablo, que ronda como león rugiente (1 P 5,8). “El que no está conmigo,
está contra mí” (Mt 12,30). No es posible pactar con el diablo y sus secuaces. Aquí no hay
lugar para la tolerancia. Por otro lado, el cristianismo creció en un ambiente en el que se
practicaba la tolerancia religiosa en el terreno político, social y jurídico. Eran permitidos
todos los cultos que no ofendían el orden estatal. Incluso la religión judía era una religión
lícita. El cristianismo practicó su actitud intolerante de manera coherente para con el
judaísmo y el paganismo, así como para con las herejías que surgían de sus propias filas.
Fue decisivo el hecho de que el cristianismo fuera también intolerante frente al culto
romano al emperador. Con ello, forzó al estado romano a la intolerancia, que no estaba
preparado para el tratamiento de una religión que negaba bases religiosas del imperio. Las
medidas en materia de política religiosa para quebrar el inconformismo de los cristianos,
demostraron ser insuficientes. La misión del cristianismo apuntaba a la eliminación del
paganismo; a la destrucción de sus instituciones, sus templos, sus tradiciones y el orden de
vida que se basaba en él. Luego de su victoria y contando ahora con todos los medios
externos de poder, el cristianismo eliminó por completo las religiones paganas en todo el
ámbito del imperio romano. También las misiones cristianas de los siglos posteriores
siempre procuraron destruir el paganismo, inclusive sus lugares de culto y sus tradiciones.
Fue lo que ocurrió con la misión entre los anglosajones, los germanos y los eslavos. Esta
práctica no pudo realizarse sólo en aquellas regiones de misión que no pudieron ser
conquistadas por parte de los imperios cristianos, como en la China y el Japón; mientras
que por ejemplo en Goa, en la India, los portugueses destruyeron los templos y las prácticas
de todas las religiones nativas. La actitud intolerante aumentó más aún cuando a partir del
siglo VII, el Islam, una religión combativa, se enfrentó al cristianismo. El Islam se
consideraba a sí mismo como la conclusión y el cumplimiento de la revelación vetero- y
neotestamentaria; mientras que los cristianos lo comprendían de manera escatológica como
religión del “falso profeta” y religión del anticristo. La agresión del cristianismo contra el
Islam en la reconquista de la Península Ibérica (del siglo VIII hasta 1492, la caída de
Granada); en Palestina y en toda el área del Mediterráneo oriental, en las islas situadas entre
Malta, Chipre y Rodas y en las costas del norte de África durante las cruzadas, fue marcada
por esta intolerancia básica. Ella se manifestó también en la misión católica en el nuevo
mundo, que transfería los métodos de la lucha contra el Islam a la manera de tratar a los
indios (llamados “moros” por los españoles), y que destruía todos los cultos y lugares de
cultos indígenas. La lucha de la contrarreforma contra los protestantes se realizó bajo el
mismo signo de la intolerancia y fue equiparada en muchos aspectos con la lucha contra los
turcos (como en Ignacio de Loyola y en los comienzos de la orden de los jesuitas).
La cristiandad recién comenzó a tomar conciencia de lo inadecuado que era la práctica de la
intolerancia mediante los medios externos del poder, cuando las consecuencias de la
intolerancia religiosa se volvían contra ella misma. La idea de la tolerancia surgió recién a
partir de una serie de catástrofes históricas, que obligaron a los cristianos a la reflexión: la
impresión fatal que causó en los contemporáneos el proceder militar de los ejércitos de la
inquisición contra los cátaros, albigenses y valdenses; los efectos del terror permanente de
la inquisición; la conquista de Constantinopla por los turcos; las luchas fratricidas entre las
diversas confesiones nacidas de la Reforma; y la lucha de las Iglesias protestantes
territoriales contra los grupos independientes y sectarios en su medio, con los medios de las
leyes imperiales contra la herejía. La conquista de Constantinopla fue la ocasión para que
Nicolás de Cusa exigiera por vez primera la tolerancia mutua entre el cristianismo y el
Islam como condición de una paz religiosa. La cristiandad tomó mayor conciencia del
carácter terrible de la intolerancia cuando surgieron varias Iglesias confesionales cristianas
con la Reforma, que lograron establecerse como Iglesia regionales o nacionales y que
pudieron conquistar el poder estatal para la defensa y la expansión de sus respectivas
modalidades eclesiales. Cada una de estas Iglesias confesionales hacía valer contra las otras
confesiones cristianas su pretensión exclusivista de poseer la verdad, y trataba de imponerla
a través de los recursos del poder político que estaban a su disposición. En las guerras
religiosas de los siglos XVI y XVII, desde la Guerra de Esmalcalda hasta la Guerra de los
Treinta Años, la intolerancia cristiana se convirtió en una lucha fratricida interna, en la que
cada bando calumniaba al adversario en nombre de la verdad y trataba de destruirlo. Sólo
cuando el intento de eliminar al respectivo adversario no produjo ningún éxito brillante –
un éxito de este tipo fue, sin embargo – la eliminación de las clases dirigentes de Francia en
la noche de San Bartolomé (1572) – se comenzó a reflexionar sobre la legitimidad de la
propia pretensión de exclusividad absoluta.
Por de pronto, la Reforma aún no produjo ningún cambio fundamental. Lutero por cierto
exigía tolerancia para los adeptos a su Reforma, pero mantuvo la idea de la peligrosidad
política de los herejes, entre los que incluía también a los partidarios de Zwinglio como
“sacramentarios” durante algún tiempo. En 1531 recomendó al landgrave Felipe la
ejecución de los anabaptistas de Hesse, de acuerdo con las leyes imperiales en vigencia
contra la herejía. Calvino, por su parte, mantuvo la concepción escolástica de la herejía
como homicidio del alma, y defendió expresamente la ejecución de Miguel Servet en 1553,
por él ordenada. La intolerancia de las Iglesias territoriales originadas en la Reforma
encontró su correspondencia en la intolerancia de los grupos revolucionarios de la época de
la Reforma, como el de Tomás Müntzer, que pretendían implantar el reino de Dios a través
del dominio de los “elegidos” sobre los “impíos”. En la intolerancia de la ideología y la
práctica revolucionarias modernas continúa actuando la herencia de la intolerancia cristiana
y de los métodos desarrollados por ella (lavado de cerebro).
Los primeros portavoces de la tolerancia fueron los bautistas y espiritualistas de la época de
la Reforma, que habían sido víctimas de la intolerancia particularmente severa tanto por
parte de católicos como de protestantes. Ellos se opusieron también decididamente a la
intolerancia de los grupos revolucionarios provenientes de sus propias filas. Su
contribución más importante consistió en su incansable defensa de la exigencia de la
tolerancia, no sólo mediante su predicación, sino también con su sufrimiento valiente. En la
victoria de la tolerancia contribuyó sobre todo el conocimiento cada vez más difundido de
la flagrante contradicción entre la autocomprensión del cristianismo como religión del amor
a Dios y al prójimo, y las atrocidades practicadas por las Iglesias en la persecución de
quienes pensaban de forma diferente. La conciencia de esta contradicción provocó también
una crítica de las propias verdades de la fe cristiana. Ahora se invoca la razón como criterio
para juzgar las afirmaciones de fe que se contradicen y se combaten. Ya en el escrito de
Sebastián Castellio “De haereticis an sint persequendi” (1554), que denuncia la ejecución
de Servet por Calvino, se encuentra un llamado a la razón. La actitud racionalista básica del
humanismo, que ya se manifiesta en Erasmo de Rótterdam, constituye luego la condición
para las exigencias de tolerancia por parte de los antitrinitarios (socinianos), que fueron
víctimas de la intolerancia particularmente severa de todas las Iglesias cristianas de su
entorno en todos los países europeos y finalmente también en su último refugio en Polonia
(de donde fueron expulsados en 1658). Solo poco a poco se impuso la necesidad de la
exigencia de tolerancia en la legislación estatal y eclesiástica. La paz religiosa de
Augsburgo de 1555 hizo posible la convivencia entre los católicos y las Iglesias territoriales
de la Reforma en el imperio, pero en territorios separados; de acuerdo al principio “cuius
regio eius religio”, que restringía fuertemente la tolerancia, quedando garantizado el
derecho de emigración para quienes profesaban otro credo. Sin embargo, esta paz continuó
legitimando la condena y la persecución de los herejes (bautistas, espiritualistas,
antitrinitarios). La Paz de Westfalia de 1648 produjo sólo pequeñas mejoras, pero aún no
garantizó la tolerancia de las sectas, sino que persiguió penalmente a sus adeptos.
El siguiente progreso de la tolerancia fue conquistado en los Países Bajo y en Inglaterra. En
los Países Bajos, desde Guillermo de Orange (fallecido en 1584), a pesar de que los
calvinistas exigían el dominio exclusivo, se impuso en la práctica luego de muchas luchas
un pluralismo de Iglesias (arminianos, grupos bautistas y espiritualistas, menonitas, grupos
puritanos emigrados de Inglaterra). En Inglaterra, la realización de la tolerancia religiosa se
convirtió en un punto programático importante de la revolución de los grupos
independentistas que se rebelaban contra la monarquía y la Iglesia estatal. Desde el inicio,
confluyeron aquí la exigencia de la libertad religiosa y la de libertad política. Tolerándolos,
Oliverio Cromwell unió los diversos grupos en la lucha revolucionaria contra el rey y la
Iglesia estatal; sin embargo, fijó aún determinadas restricciones políticas. Su compañero de
lucha John Milton (1608-1674) ya exigió la separación completa entre la Iglesia y el estado.
La libertad de conciencia se presenta como el principio protestante fundamental y como el
fundamento de todas las libertades civiles. Los grupos que emigraron de Inglaterra a
América del Norte conservaron en parte su pretensión absolutista intolerante. Los puritanos
de Boston crearon de esta manera una modalidad extremadamente intolerante de Iglesia
“estatal” en Massachussets. En otras colonias, como por ejemplo en Rhode Island (en 1663,
por Roger Williams) y en Pensilvania (desde 1681, por William Penn), se impuso el
principio básico de la libertad religiosa sobre la base de la separación entre Iglesia y estado.
La Iglesia romana se opuso consecuentemente a este desarrollo. Incluso en los tiempos
modernos, ella rechazó la tolerancia por principio. Así por ejemplo declaró que los
acuerdos de la Paz de Westfalia de 1648 no tenían valor jurídico; y aún bajo Pío IX,
condenó expresamente en la encíclica “Quanta cura” y en el Syllabus (1864) la tolerancia
como herejía, al igual que la “locura de la libertad religiosa”. En algunos países católicos,
como en España y Colombia, hasta hace muy poco tiempo la Iglesia católica practicaba su
pretensión de dominio exclusivo en el país frente a las minorías protestantes. Al mismo
tiempo, la Iglesia católica por su parte exige expresamente tolerancia en los países
protestantes, como cuando combatió la prohibición de los jesuitas en Suiza. Desde el papa
Juan XXIII y el Concilio Vaticano Segundo, aumentaron las exigencias, no sólo por parte
de los lideres teológicos, sino también de amplios círculos del clero (como en España y en
países sudamericanos), que piden una solución del problema que se adecue a la actual
situación ecuménica de la cristiandad y al carácter personal de la fe cristiana.

22. Confesiones de fe

En sus inicios, la Iglesia antigua poseía una extraordinaria riqueza de confesiones de fe, en
las cuales las grandes congregaciones resumían sus tradiciones de fe. Recién en la Iglesia
imperial bizantina se impuso, por decisión del Concilio de Nicea en 325, un credo
unificado, el Credo Niceno. Éste fue ligeramente modificado por el Sínodo de
Constantinopla en 381, cuando quedaron concluidas las disputas en torno a su
interpretación eclesial válida. Este Credo se emplea actualmente en todos los cultos
eucarísticos de la Iglesia Católica Romana y de la Iglesia ortodoxa oriental, como también
en la liturgia del bautismo y en muchos otros cultos y ceremonias.
La fe de la cristiandad se halla expresada en profesiones de fe y en escritos confesionales de
las diferentes Iglesias. Tres de esas confesiones gozan de un reconocimiento ecuménico
general: el Símbolo o Credo Apostólico, el Credo Niceno-constantinopolitano (también
llamado Niceno) y el Credo Atanasiano. El Símbolo Apostólico es la profesión de fe
bautismal de la comunidad romana, y en su forma original es un himno griego que se
remonta a la tradición apostólica. El Niceno-constantinopolitano es la confesión de fe de los
sínodos ecuménicos de Nicea y Constantinopla (381). El Credo Atanasiano es un símbolo
latino atribuido al obispo Atanasio de Alejandría, pero que seguramente se originó recién en
el siglo V en España o en el sur de Galia. Contiene principalmente una formulación
detallada de la doctrina trinitaria, de influencia agustiniana, y de la cristología (doctrina de
las dos naturalezas). Estos tres credos fueron adoptados por las Iglesias de la Reforma. En
la Iglesia Católica Romana y en la Ortodoxa Oriental, el Credo Niceno es la profesión de fe
empleada en la eucaristía; mientras que en las Iglesias provenientes de la Reforma, el Credo
Apostólico ocupa un lugar preferencial en el culto de predicación y de Santa Cena. El
Símbolo Apostólico fue incluido por Lutero en el Catecismo como resumen adecuado de la
predicación apostólica. La penetración de la crítica bíblica moderna en la conciencia de las
congregaciones suscitó dudas en cuanto a la justificación del empleo del Credo Apostólico
en el culto de nuestros días. Estas dudas fueron dirimidas en la llamada Disputa del
Apostólico entre grupos eclesiásticos liberales y “positivos” en diversas olas antes y
después de la Primera Guerra Mundial.
Las confesiones de fe se formaron con seguridad a partir de breves aclamaciones
carismáticas de los fieles en el culto eucarístico, por ejemplo: “Jesús es el Señor” (Rm 19,9;
1 Co 8,6; Flp 2,11; Ap 22,20; 1 Co 12,3: “Nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’, sino con el
Espíritu Santo”); además: “Jesús es el Cristo” (p. ej., Mt 16,16; 1 Jn 2,22), o: “Jesús es el
Hijo de Dios”. El modelo de estas aclamaciones es la confesión de Pedro: “Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Con tales confesiones (que seguramente eran
empleadas en el bautismo), el cristiano llega a ser miembro de la comunidad. La confesión
manifiesta la cohesión interna del grupo y lo delimita con relación a todos los de afuera. El
carácter exclusivo de la profesión se manifiesta también en el hecho de que desde el
comienzo se contrapone una negación a la confesión: “A quien me niegue ante los hombres,
le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10,33); “Todo el que niega
al Hijo tampoco posee al Padre. Quien confiesa al Padre posee también al Hijo” (1 Jn 2,23).
A partir de aquí podemos comprender también el carácter esotérico de las fórmulas de fe
posteriores, concebidas primeramente como iniciación de los catecúmenos en los misterios
de la Iglesia cristiana; y que por ello eran consideradas como fórmulas secretas – como
“sacramentum” o juramento a la bandera del nuevo Señor Jesucristo, fórmulas que no
podían ser “traicionadas” ante “los de afuera”.
En torno a estas afirmaciones centrales sobre Jesús como el Cristo se condensan muchas
otras declaraciones que exaltan su significado salvífico y que se refieren su pasión, su
muerte en la cruz, su resurrección y su exaltación junto a Dios. El nombre más usado por
Marcos, Lucas y Pablo para esta tradición es “Evangelio” o, en vista a su empleo en la
predicación, “querigma”. Esta tradición sirve también de base a la construcción de los
evangelios del Nuevo Testamento, que no contienen una “vida de Jesús”, sino que sólo
destacan los hechos significativos para la historia de la salvación. La forma original de la
confesión no tiene carácter doctrinario, sino hímnico; y tenía su lugar en el culto, como es
el caso de los himnos cristológicos (Flp 2,6-11; 1 Tm 3,16; 1 P 2,21-24 y 3,18). La
formulación fija de la confesión de fe se hacía necesaria por causa de su empleo regular
como confesión bautismal y consecuentemente en la preparación de los bautizandos en la
catequesis, como también en el culto eucarístico como expresión de la unidad de fe de la
congregación antes de recibir la comunión, y también como testimonio ante el mundo en
tiempos de persecución y como norma de fe (regula fidei) en la discusión con los herejes.
En las discusiones trinitarias y cristológicas, la confesión adquiría más y más el carácter de
norma doctrinaria, que contiene la doctrina pura de la verdadera Iglesia. En los sínodos
ecuménicos de la Iglesia antigua, las discusiones teológicas concluían bajo la modalidad de
un acuerdo de los obispos en torno a una confesión de fe común, cuyo empleo en el culto
demostraba la unidad de la Iglesia. El uso de una confesión diferente equivalía a herejía.
Con las numerosas modificaciones redaccionales introducidas en las confesiones de fe por
comisiones episcopales bajo determinados puntos de vista teológicos y eclesiásticos, los
credos iban perdiendo su carácter uniforme de himno.
La evolución de la profesión en dirección a una confesión teológica doctrinaria prosiguió
en la Reforma. La fórmula de fe, relativamente corta, fue aumentando hasta transformarse
en un voluminoso escrito confesional. La razón de esto radicaba en que los reformadores
realizaban su lucha con la Iglesia romana como una lucha por la “doctrina pura”, y que la
unidad de la doctrina detalladamente definida era considerada como la base para la unidad
de la Iglesia. En la Dieta de Augsburgo, en 1530, se solicitó que las Iglesias en disputa
expusieran una presentación de su fe. Mientras que los católicos no acataron esta solicitud,
los protestantes presentaron la Confesión de Augsburgo (Confessio Augustana);
inicialmente proyectada por Melanchton como confesión unificadora, pero que luego llegó
a ser escrito confesional de la nueva Iglesia luterana que se iba constituyendo.
El rol sobresaliente atribuido a las confesiones de fe luteranas como base para la unidad de
la Iglesia se expresa en el hecho de que la política de alianzas de los príncipes protestantes
se basaba en la elaboración de confesiones de fe comunes. La adhesión de Inglaterra a la
Reforma continental fracasó porque Enrique VIII se negó a aceptar la Confesión de
Augsburgo para la Iglesia inglesa. Otra consecuencia fue que la formación de confesiones
de fe protestantes se llevó a cabo de maneras diferentes en las diversas Iglesias territoriales,
llevando a la formación de diferentes “cuerpos de doctrina”. En las diversas Iglesias, se
agregaron regímenes eclesiásticos a los escritos confesionales. La posibilidad de trabajar en
el servicio de la Iglesia y en el servicio público quedó sujeta a la aceptación de un
compromiso doctrinario, introducido ya en 1533 en Wittemberg. A partir de la época del
iluminismo, el compromiso doctrinario fue ablandado poco a poco; pero las diferencias
entre las confesiones de fe tradicionales y su mantención todavía pueden ser percibidas con
claridad en el movimiento ecuménico actual.
Un desarrollo similar de confesiones doctrinarias de fe ocurrió también en el calvinismo.
Sin embargo, en éste falta la idea de que los escritos confesionales fueran algo concluido.
Se admite y en parte se prevé en las constituciones eclesiásticas la revisión de los escritos
confesionales antiguos y la elaboración de nuevos. De esta manera, precisamente fueron
círculos reformados los que produjeron en tiempos más recientes la Confesión de Barmen
de 1934, un distanciamiento de los “cristianos alemanes” y la ideología nacionalsocialista.
La Iglesia anglicana incluyó los 39 artículos de fe y un breve catecismo en al Libro de
Oración Común de 1559/1662 (revisado en 1928), subrayando de esta manera la relación
entre la doctrina y el culto. La mayoría de las denominaciones nacidas de las Iglesias
provenientes de la Reforma han creado documentos doctrinarios, comparables a los escritos
confesionales de la Reforma; principalmente los metodistas, bautistas, congregacionalistas.
Por otra parte, ciertas denominaciones rechazan por principio toda y cualquier fórmula de
fe, por ver en éstas un impedimento de la fe cristiana, que contradice la libertad del Espíritu
Santo. El desplazamiento del énfasis de la vida cristiana a la “doctrina pura” obligó también
a las Iglesias más antiguas a formular su doctrina en escritos confesionales propios. Así la
Iglesia ortodoxa oriental, elaboró escritos confesionales por influencia de los escritos
confesionales de la Reforma, como la “Confesión Ortodoxa” del metropolita Pedro Mogila
de Kiev contra el patriarca de Constantinopla Cirilo Lukaris, simpatizante de los
calvinistas. Esta Confesión fue aprobada en 1642 por los patriarcas griegos y rusos. En el
Concilio de Trento (1545-1563), también la Iglesia Católica Romana se decidió a oponer a
las confesiones doctrinarias protestantes una “Profesión de fe tridentina”, en la que cada
artículo de fe concluye con un anatema de los artículos de fe protestantes contrarios.
La formación de confesiones de fe prosigue en la cristiandad actual en dos ámbitos. En el
movimiento ecuménico, se hizo el intento de crear una confesión unificada como base
común de la fe de las Iglesias cristianas reunidas en el Consejo Mundial de Iglesias. Estos
esfuerzos aún no llegaron a su conclusión. En la Conferencia Mundial de las Iglesias en
Ámsterdam, en 1948, fue elaborada una fórmula general provisoria. Según su constitución,
el Consejo Mundial de Iglesias es una “comunidad de Iglesias, que confiesan a nuestro
Señor Jesucristo como Dios y Salvador”. Esta formulación fue tomada de la constitución
del movimiento “Fe y Constitución” (Faith and Order) en 1938 (Utrecht). En St. Andrews
(1960), el Comité Central aceptó por unanimidad la redacción ampliada de la “Base”: “El
Consejo Mundial de Iglesias es una comunidad de Iglesias, que confiesan al Señor
Jesucristo, como Dios y Salvador, según las Escrituras, y se esfuerzan en responder juntas a
su común vocación, para gloria del único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Esta nueva
redacción fue elaborada sobre todo a solicitud de las Iglesias ortodoxas, a las cuales la
forma anterior de la “Base” les resultó insuficiente.
Las Iglesias jóvenes sentían que era inaceptable que se les envolviera, a través de la
práctica misionera de las Iglesias europeas y norteamericanas, en las disputas doctrinarias y
luchas confesionales “importadas” de la cristiandad occidental, disputas que provienen
esencialmente del siglo XVI y que para ellas no son importantes y que frecuentemente les
resultan incomprensibles. La unificación de las Iglesias en la India meridional en la “Iglesia
de la India del Sur” en 1947 sólo pudo concretarse porque las Iglesias estaban firmemente
decididas a desmantelar sus tradicionales diferencias confesionales. En lugar de una
formulación doctrinal, el “Esquema de unión” de la Iglesia de la India del Sur (CSI) adoptó
la apertura “bíblica”. La Iglesia Unida de Cristo, en Japón (Kyodan), también renunció a la
creación de una nueva confesión, limitándose a una introducción al Credo Apostólico.
También en las Iglesias del África se percibe fuertemente la insuficiencia de las confesiones
del siglo XVI, ya que por un lado estas Iglesias provienen de otras formas de experiencia
religiosa, de otras maneras de pensar y de otras condiciones culturales; y por el otro están
expuestas a la permanente discusión con sus conciudadanos del entorno no cristiano, con
los cuales tienen que resolver los desafíos políticos, económicos y culturales en los nuevos
estados independientes.

23. Culto y liturgia

El objetivo y el contenido de la liturgia de la Iglesia antigua es el encuentro de la


comunidad con el Cristo resucitado en la comunión eucarística. Para comprender el espíritu
de la liturgia de la Iglesia antigua, debemos volver a los primeros comienzos del culto
cristiano. Ya en el judaísmo tardío, la fe era dominada por la ardiente expectativa del reino
de Dios, que debía ser traído e inaugurado por el Mesías Hijo del Hombre. La esperanza en
el reino de Dios estaba llena de expectativas de naturaleza realmente “física” de una
existencia elevada y feliz. La expectativa de la fe giraba sobre todo en torno de la imagen
del banquete mesiánico. La gloria del reino de Dios es un “ponerse a la mesa” (Lc 13,29)
con el Mesías Hijo del Hombre que ha de venir: “Dichoso el que pueda comer en el reino
de Dios” (Lc 14,15). En el centro de la predicación de Jesús sobre el reino de Dios está la
promesa de la bienaventuranza del “ponerse a la mesa” (Lc 13,29). El Señor mismo ha de
servir a la comunidad real de los elegidos en el banquete mesiánico en el reino de Dios (Lc
12,37-38). Este banquete tiene las características de un banquete nupcial. Entre las
parábolas del Reino predominan las parábolas de las bodas, en las que el inaugurador del
reino de Dios es el novio o esposo, mientras que los elegidos son los invitados al banquete
nupcial y la propia comunidad elegida, la novia. Pero para Jesús, todo esto no era sólo una
promesa para el futuro. Él estaba plenamente convencido que en él mismo se cumplía ya
ahora esta promesa aquí en la tierra, que el reino de Dios comenzaba a manifestarse con él
ya aquí en la tierra. Por eso también el clima de la comunidad que se congrega en torno de
él es de alegría nupcial por el comienzo del tiempo escatológico prometido. “¿Pueden acaso
los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos?” (Mt 9,15). La cena
que Jesús celebra con sus discípulos “la noche en que fue entregado” (1 Co 11,23), debe
entenderse enteramente a partir de esta esperanza en el reino de Dios. Sabiendo que él es el
Mesías Hijo del Hombre, que pasando por la persecución y la muerte, será exaltado a la
condición de su gloria, él inaugura ya aquí con sus discípulos el banquete celestial, que
tendrá continuidad en el reino de Dios. La palabra clave para comprender el sentido
original de la cena es: “Desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel
en que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre” (Mt 26,29).
Si primeramente la muerte de Jesús había desconcertado a su comunidad con relación a esta
promesa, las apariciones del Resucitado, que comenzaron en la mañana de la Pascua,
fueron para ella una grandiosa confirmación de la misma. Estas apariciones están
íntimamente ligadas con la expectativa del banquete mesiánico y de la continuación de la
comunión de mesa con el Hijo del Hombre glorificado. La fe en la resurrección y la
esperanza en la continuación de la comunión de mesa con el Hijo del Hombre glorificado –
estas dos dimensiones actúan conjuntamente desde el inicio. En el encuentro con el
Resucitado, la comunidad ve confirmadas todas las ardientes expectativas de salvación. Los
ojos del vidente Juan ya contemplan el pleno cumplimiento al final de este acontecimiento
salvífico, y sus oídos ya oyen la voz de una gran multitud, que dice: “¡Aleluya! Porque ha
establecido su reinado el Señor, nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos
y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado”
(Ap 19,6-7).
Con ello también queda caracterizado el clima básico de la comunidad en el banquete
eucarístico. “Partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de
corazón, y alababan a Dios” (Hch 2,46-47). La liturgia ortodoxa conservó inalterado este
clima de alegría del banquete nupcial. Esto la distingue esencialmente del desarrollo que la
Santa Cena tomó, por ejemplo, en el cristianismo de la Reforma, en el que el clima de
penitencia y el dolor por el pecado frecuentemente oscureció y reprimió la actitud original
de alegría.
Este milagro del encuentro de la comunidad de los bautizados con el Señor resucitado en la
continuidad del banquete nupcial comenzado por él mismo, es el foco creador de la liturgia
de la Iglesia antigua y de su simbolismo. Lo que la comunidad experimenta aquí, es en el
fondo la continuación las apariciones del Resucitado en su medio. De esta manera se
desarrolló un gran número de formas litúrgicas, que servían todas a la glorificación de este
misterio. La formación de la liturgia del siglo I al VI representa una de las creaciones más
grandiosas de la piedad cristiana, que desde el punto de vista meramente formal, estilístico
y artístico, sólo puede ser comparada con la tragedia griega.
En el desarrollo litúrgico tampoco encontramos, pues, la uniformidad en el comienzo de la
historia de la Iglesia, sino la variedad. Alcanza con comparar la forma simple de la cena
eucarística, como la presenta la Doctrina de los Doce Apóstoles (Didajé), de comienzos del
siglo II, con las liturgias plenamente desarrolladas de los siglos V y VI en oriente y en
occidente, para comprender cuánta creatividad litúrgica experimentó el misterio eucarístico.
Las liturgias más antiguas que aún se conservan, sobre todo la Didajé, la liturgia clementina
(Antioquía), la liturgia siríaca, la liturgia de Santiago de la Iglesia de Jerusalén, la liturgia
nestoriana y persa, la liturgia egipcia bajo el nombre de Marcos, el eucologio de Serapio, la
liturgia conservada en la constitución eclesiástica egipcia (que posiblemente se remonte a
Hipólito), la misa romana, la liturgia gala, la ambrosiana, la mozárabe, la iroescocesa, todas
ellas transmiten un cuadro impresionante de esta variedad.
En el oriente, la unificación recién se produjo cuando se estructuró la Iglesia imperial
bizantina, en la cual se impusieron a partir del siglo VI dos tipos normales fijados por el
derecho eclesiástico. En primer lugar, la llamada liturgia de San Juan Crisóstomo, que se
remonta a la liturgia de la ciudad de Constantinopla. Ligada al nombre de uno de los más
célebres patriarcas ecuménicos, esta liturgia se difundió en la Iglesia imperial bizantina de
un modo similar a la manera como más tarde fue introducida en occidente la liturgia de la
misa romana como la liturgia normal en el reino carolingio. La liturgia de Bizancio
desplazó las numerosas otras liturgias en uso en la Iglesia bizantina imperial; de la misma
forma como en el imperio carolingio, la liturgia de la misa romana desplazó a partir del
siglo VIII las liturgias gala, española e iroescocesa, más antiguas.
En segundo lugar, la liturgia de San Basilio, que posiblemente se remonte al célebre padre
de la Iglesia y fundador de la orden monástica que también lleva su nombre, Basilio el
Grande (329-379). Ésta era originalmente la liturgia de los monasterios capadocios; pero
después se impuso como la liturgia usual de los numerosos monasterios de la Iglesia
imperial bizantina, al lado de la liturgia de Crisóstomo. Esta liturgia sólo es celebrada diez
veces por año. A estas dos liturgias se agrega todavía la llamada “liturgia de los dones
presantificados”, atribuida al papa Gregorio Magno (590-604). Contiene el orden del culto
en que no se realiza la consagración de los dones eucarísticos, sino que consiste en una
liturgia de la palabra seguida por la comunión, para la cual se usan los elementos
eucarísticos ya consagrados el domingo anterior. Esta liturgia se celebra en las semanas de
la Cuaresma y en las mañanas de lunes a miércoles de la Semana Santa.
Aun con la fijación de una determinada liturgia normal obligatoria, la liturgia todavía no se
convierte en algo “rígido”. El impulso para una variación del culto puede realizarse aún hoy
de las maneras más diferentes. La liturgia ortodoxa oriental distingue entre partes fijas y
móviles, tal como en la misa romana y el breviario romano. Mientras que las partes fijas del
orden del culto son invariables y constituyen la estructura básica del culto, las partes
móviles expresan el carácter peculiar de cada culto. Además de oraciones e himnos, las
partes móviles consisten por una parte de lecturas del Antiguo y el Nuevo Testamento,
relacionados con el carácter particular de cada fiesta eclesiástica. La Iglesia ortodoxa
oriental adoptó en la devoción litúrgica de la Iglesia y con ello, en el uso permanente de la
comunidad, la expresión más sublime y también estilísticamente más perfecta de la
meditación y la adoración, a saber, los himnos de sus grandes religiosos. De manera similar,
el breviario romano es una colección de las experiencias carismáticas de los grandes
pastores y santos y maestros de la oración.
Los sacramentos son, en su conjunto, un organismo carismático, en cuyo centro se
encuentra la muerte y resurrección de Cristo y la eucaristía, que por ello sólo puede ser
comprendida correctamente dentro del organismo vivo de los demás sacramentos. La
liturgia de la Iglesia ortodoxa es la que nos permite reconocer con mayor claridad la
comprensión de la Iglesia antigua de la eucaristía. En la forma ortodoxa actual, la eucaristía
es un drama mistérico complicado y ampliamente desarrollado, que aún conserva todos los
elementos originales de la celebración eucarística de la Iglesia antigua.
Este carácter de misterio ya determina el desarrollo externo de la liturgia eucarística, que
consiste de dos partes: la liturgia de los catecúmenos y la liturgia de los fieles. La creación
de esta liturgia se remonta a una época en la que la Iglesia aún era una Iglesia misionera
que aumentaba sus filas principalmente por la inclusión de adultos. Estos eran introducidos
primeramente como catecúmenos a los misterios cristianos a través de una instrucción en la
doctrina de la fe, y también recibían el permiso de participar en la primera parte del culto,
pero tenían que salir antes de la celebración del misterio eucarístico. Por eso, la primera
parte termina con un llamado triple, que recuerda las formas de los misterios helenísticos:
“¡Salgan, catecúmenos! ¡Ningún catecúmeno (puede quedar aquí!”
En la liturgia eucarística, se realiza de manera mística la llegada del Señor, y se recapitula
toda la historia de la salvación: encarnación, muerte y resurrección del Logos hasta la
efusión del Espíritu Santo. Es cierto que la Iglesia ortodoxa también atribuye la mayor
importancia al hecho que en el misterio eucarístico se produce una transformación real de
los elementos eucarísticos en el pan y en el vino; y por influencia de la doctrina católico-
romana de la transubstanciación, algunas veces se desarrolló también una especie de
doctrina de la transubstanciación en los escritos confesionales surgidos por las disputas
doctrinarias de la época de la Reforma. El acontecimiento central es, sin embargo, la venida
del propio Señor resucitado, que lega a la comunidad como el “rey del universo,
invisiblemente traído sobre lanzas por las multitudes de ángeles”. La transformación de los
elementos es la irradiación inmediata y directa de esta presencia personal. Por eso, en la
Iglesia ortodoxa no se conoce la conservación o exposición de la hostia consagrada fuera de
la liturgia eucarística ni después de la misma. Los dones consagrados actualizan su
contenido místico sólo en el contexto de la Cena.
Por la misma razón, tampoco se acentúa el carácter sacrificial de la eucaristía tan
fuertemente como en la misa romana. La eucaristía es el sacrificio incruento en el que se
repite místicamente el sacrificio de Cristo en la cruz; además de ello, es una representación
de toda la historia de la salvación, la encarnación del Logos divino así como de su pasión y
muerte, su resurrección y su regreso.
Así como en la Iglesia ortodoxa la veneración de los elementos eucarísticos no puede ser
separada de la liturgia eucarística, tampoco puede ser separada la consagración sacerdotal
de la congregación. En la Iglesia ortodoxa no existe la “misa silenciosa”, el simple
“celebrar misa”. La congregación es parte esencial de la misa. Ella trae los dones
eucarísticos, Cristo viene a ella, ella es invitada a la cena. El sentido del misterio es la unión
de la comunidad terrenal con la celestial en la llegada del Resucitado. Coherentemente, la
Iglesia ortodoxa también conservó la forma primitiva de la comunión bajo las dos especies.
La Iglesia ortodoxa conservó aún la riqueza de gestos litúrgicos de la Iglesia antigua. La
costumbre, usual en muchas Iglesias protestantes, de orar sentado, es desconocida para los
ortodoxos. El fiel ortodoxo participa de pie en el culto y ora con los brazos caídos,
persignándose al comienzo y al final. La necesidad de quedar de pie le es recordada
repetidas veces mediante un llamado litúrgico: “¡Sabiduría! ¡Quedemos parados!” La
modalidad de orar con las manos juntadas proviene de una tradición germánica y significa
la inmovilización de la mano de la espada con la mano izquierda, o sea, el hacerse
indefenso y entregarse a la protección de Dios. El gesto católico romano de orar con las
manos planas pegadas entre sí y con las puntas de los dedos hacia arriba, simbolizando la
llama, ya existe en el brahmanismo de la India y en el budismo. Encontramos también el
persignarse, la inclinación con los brazos caídos, el arrodillarse, el tocar la tierra con las
manos, el postrarse en el suelo con los brazos extendidos y con la frente tocando el suelo.
Como gesto de penitencia, encontramos también la práctica de golpearse el pecho con los
brazos cruzados. Los liturgos oran de pie, a veces con los brazos extendidos o con los
brazos cruzados sobre el pecho. El antiguo gesto de oración, en el que se extienden ambos
brazos hacia arriba con las palmas de las manos igualmente vueltas hacia arriba, también se
encuentra en determinados pasajes de la liturgia ortodoxa, como por ejemplo en el “canto
de alabanza de los querubines” y en la “invocación por el descenso” (epíclesis) del Espíritu
Santo sobre los dones eucarísticos, de igual manera que en la misa romana. Existen aún
muchos otros gestos de devoción y veneración: besar los santos iconos, el altar, el
Evangelio, la cruz, la mano del sacerdote después de la absolución, o el borde de la
vestimenta del sacerdote.
Hay también una gran variedad de vestimentas litúrgicas, cuya ornamentación se
transformó en una rama ricamente desarrollada del arte sacro. Poseen un significado
simbólico que queda expresado en la parte preparatoria de la liturgia eucarística, la
“proscomida”. Los sacerdotes y diáconos se ponen las vestimentas sagradas en el
presbiterio detrás del iconostasio, recitando determinadas oraciones que anuncian el
significado espiritual de las vestimentas. Éstas son un símbolo del “revestimiento” de la
corporalidad celestial. El liturgo es el representante del hombre paradisíaco, tal como habrá
de ser restaurado en el reino de Dios. La vestimenta litúrgica es el vestido nupcial, que
habilita al liturgo a participar en el banquete nupcial celestial (Mt 22,11). En particular, el
llamado “epitrajilion”, que es colocado alrededor del cuello y que corresponde a la estola
romana, representa la efusión del Espíritu Santo. La imposición de la gran vestimenta de la
misa, que está hecha de una sola pieza como la túnica del Señor (Jn 19,23) y cuyo color se
rige por los respectivos períodos del año eclesiástico, remite a la vestimenta de la justicia de
la que son revestidos los santos (Sal 132,9).
Los textos e himnos litúrgicos se basan en un simbolismo particular, que se vale
primordialmente de imágenes y no de conceptos abstractos. La mayoría procede del rico
mundo de imágenes del Antiguo y el Nuevo Testamento; pero no son considerados sólo en
su valor externo como imagen; sino que se vinculan entre sí de una manera “mística” muy
peculiar, a partir de la idea básica de que el Antiguo y el Nuevo Testamento siempre están
en una relación misteriosa de “promesa” y “cumplimiento”. En la escuela catequética de
Alejandría, esta interpretación “anagógica” del Antiguo y el Nuevo Testamento fue elevada
a la categoría de un método teológico científico. Esta conexión de imágenes en la liturgia
ortodoxa es el resultado directo de la interpretación tipológica de la Biblia, tal como fue
enseñada por Clemente de Alejandría y Orígenes.
El misterio de Cristo de manifiesta y se desarrolla en la Iglesia en una multitud de
sacramentos y sacramentales. La Iglesia romana conoce siete sacramentos: bautismo,
confirmación, eucaristía, penitencia, orden, matrimonio y extremaunción. Lo que
caracteriza a la Iglesia antigua es que aún no conoce esta fijación de los sacramentos en
siete. Por influencia de la Iglesia Católica Romana, la Iglesia ortodoxa ciertamente adoptó
más tarde esta cantidad de sacramentos, pero en principio no hace diferencia tajante entre
sacramentos y sacramentales, o sea, actos sagrados de la Iglesia que no son considerados
como sacramentos en el sentido estricto. Ya el Nuevo Testamento conoce una serie de estos
“actos santos”; sin embargo, no todos fueron considerados como sacramentos de la Iglesia.
El bautismo y la cena se impusieron como sacramentos, mientras que por ejemplo el lavado
de los pies, que en el Evangelio según San Juan ocupa el lugar de la cena del Señor, no
consiguió mantenerse como tal. Como toda la esfera de la Iglesia es “misteriógena”, ella
siempre puede crear nuevos misterios. Mientras que en la Iglesia antigua la fijación del
canon del Nuevo Testamento quedó concluida en el siglo IV, la el dogma entre los siglos V
y VII y la unificación de la liturgia en el siglo VII, el número de los sacramentos aún no
había quedado fijado hasta el final del primer milenio.
Por lo demás, también los misterios más importantes de la Iglesia ortodoxa forman siempre
un hato de “actos sagrados”, un organismo, que reúne en sí varios misterios. El bautismo,
por ejemplo, no consiste sólo en la triple inmersión del bautizando, sino que está ligado a
una triple renuncia previa a Satanás. Inmediatamente después del bautismo, se realiza la
unción con óleo consagrado. Así como después del bautismo en el Jordán, el Espíritu Santo
descendió sobre Jesús en forma de paloma, el fiel bautizado recibe después del bautismo el
“sello del don del Espíritu Santo, como reza la liturgia bautismal.
El período de la improvisación litúrgica parece haber concluido en el occidente latino antes
que en el oriente. Los textos litúrgicos de la antigua Iglesia latina pueden ser encontrados
recién a partir del siglo VI. Mientras que las llamadas liturgias galas están
considerablemente más cerca de las liturgias orientales, la liturgia de la ciudad de Roma
siguió ya muy pronto un desarrollo propio. A partir de mediados del siglo IV, la misa en
Roma ya no se celebraba en idioma griego, sino únicamente en latín. La fijación de la misa
corresponde seguramente de manera general a la tendencia romana de introducir el
temperamento jurídico en el ámbito sagrado. Por lo demás, por la autoridad inherente a
todo lo que es sagrado, toda liturgia tiende a asumir una forma fija, de modo que más tarde
una modificación puede adquirir el carácter de un sacrilegio. Pero por el otro lado,
precisamente la fijación de la liturgia lleva a un vaciamiento por la constante repetición y la
habituación, vaciamiento éste que la puede convertir en un conjunto de fórmulas muertas
para el liturgo mismo y la comunidad participantes. Significativamente, las épocas de
reformas en la historia del cristianismo, en las que surgen nuevos impulsos carismáticos en
la piedad y en la teología, son también períodos de nuevas creaciones litúrgicas. Así se
originó precisamente en la Reforma del siglo XVI una gran variedad de formas litúrgicas
nuevas en los diferentes tipos de Iglesias. Lutero se limitó a modificar la liturgia de la misa
católica, mientras que Zwinglio trató de crear una liturgia evangélica enteramente nueva
para la Santa Cena, basada en el Nuevo Testamento. Las Iglesias independientes evidencian
también una intensa productividad litúrgica. Zinzendorf introdujo en la Iglesia Morava los
cultos cantados, que permitían una improvisación litúrgica libre no sólo en la secuencia
espontánea de himnos conocidos, sino también en la introducción de nuevos cánticos y
melodías espirituales. El metodismo creó nuevos impulsos litúrgicos, sobre todo a través de
nuevos himnos y cánticos y por su entusiasmo por el canto. En este terreno, las sectas
radicales fueron particularmente prolíficas. Esto vale también para los mormones, que en su
liturgia (p. ej., en la del “sello”) no sólo desarrollaron un nuevo tipo de canto eclesiástico,
sino también un nuevo estilo de música eclesiástica. El clima de innovaciones litúrgicas
carismáticas se ha conservado también en las comunidades bautistas negras del Sur de los
Estados Unidos, cuyos “Spirituals” son la muestra más impresionante de una productividad
litúrgica espontánea. Hoy, las comunidades pentecostales se esfuerzan por protegerse muy
conscientemente del formalismo litúrgico. La liturgia libre y muchas veces espontánea de
los programas misioneros pentecostales y su música muy rítmica y frecuentemente extática
intentan mantener vivos determinados rasgos de la espontaneidad carismática del culto
cristiano primitivo.
La rigidez de la liturgia tradicional y fija, que produce un formalismo sin vida, llevó en
ciertas ocasiones a que grupos evangélicos, sobre todo en Iglesias independientes y sectas,
asumieran una actitud fundamentalmente antilitúrgica. La Reforma de Zwinglio asumió en
su conjunto una tendencia acentuadamente antilitúrgica, reduciendo el complicado orden de
la misa católico-romana al canto inicial, oración, predicación, oración y canto finales. En la
Iglesia reformada aparecen siempre de nuevo corrientes antilitúrgicas, que en parte se
oponen también a las obras de arte en el recinto de la iglesia o al uso del órgano en el culto.
Los más radicales fueron los cuáqueros, la “sociedad de los amigos”, que eliminaron la
liturgia, sustituyéndola por el silencio común.
La tensión entre el endurecimiento formalista y la libre espontaneidad carismática se
manifiesta con la mayor claridad en la oración. La oración de fórmula fija tiene su modelo
en el texto del Padrenuestro, que Jesús mismo enseñó a sus discípulos (Mt 6). En la Iglesia
antigua, se practicaba desde el comienzo la oración carismática libre, al lado de las
oraciones del Antiguo Testamento, parcialmente tomados de la práctica de oración de la
sinagoga y que, tratándose de los salmos, muchas veces también eran cantados según las
melodías tradicionales. Pablo mismo recuerda que el Espíritu Santo intercede por nosotros,
cuando no sabemos cómo pedir para orar como conviene (Rm 8,26). Esto se manifiesta no
sólo en palabras, sino también por “gemidos inefables”. A lo largo de toda la historia de la
cristiandad, la oración litúrgica ya formulada y la oración carismática libre estuvieron en
una relación de tensión mutua. La Iglesia romana no conoce la oración libre dentro de la
liturgia, sino sólo las oraciones sancionadas por la Iglesia. En antítesis a este formalismo
litúrgico, algunas Iglesias independientes sólo permiten la oración libre. Pero la Iglesia
Católica Romana y la Iglesia ortodoxa oriental conocen también la oración carismática en
la liturgia eclesiástica; ellas incorporaron oraciones e himnos de los grandes santos de los
siglos posteriores en las partes móviles de la liturgia eucarística y en el breviario. Por el
otro lado, también la oración libre necesita de la disciplina espiritual para no caer en la
rutina y en una “lengua de Canaán” pseudoespiritual, que por su parte puede transformarse
en un formalismo vacío.
Un desarrollo semejante ocurrió también con la música eclesiástica, en la que desde el
inicio existió también una tensión entre una forma de música sacra tradicional y santificada
y la creación carismática espontánea. Pablo ya señala que el Espíritu Santo se manifiesta,
entre otras cosas, en el carisma de los himnos, en la irrupción espontánea de nuevos
cánticos y melodías en la comunidad. También aquí se puede verificar que en los períodos
de reforma y en los movimientos carismáticos, juntamente con los nuevos contenidos
espirituales surge también un nuevo estilo. Muchas veces, en un distanciamiento consciente
de la tradición musical de la Iglesia, fueron adoptados motivos, melodías y ritmos de la
música popular y laica. Esto ocurrió en gran escala en la Reforma continental del siglo XVI
y luego nuevamente en las Iglesias independientes de Inglaterra, musicalmente muy
creativas, sobre todo, entre los metodistas, como también en el pietismo alemán. Lo mismo
está ocurriendo también en el movimiento actual de reforma musical en la Iglesia católico-
romana, luego que el Concilio Vaticano II permitiera ciertas modificaciones litúrgicas y que
se comenzara a aceptar incluso algunos impulsos musicales del movimiento pentecostal.

24. La tradición eclesiástica


La Sagrada Escritura y su interpretación
El Año eclesiástico

Desde el principio, se manifestó una tensión en la postura del cristianismo frente a la


tradición: el cristianismo quebró tradiciones y creó tradiciones. Esta tensión, que está
basada en su esencia, se prolongó a lo largo de toda la historia cristiana. El cristianismo
comenzó por quebrar la tradición de la piedad legal veterotestamentaria. En el Sermón del
Monte, Jesús presenta su mensaje como renuncia a la tradición legal veterotestamentaria:
“Habéis oído que se dijo a los antepasados... pues yo os digo” (Mt 5,21-48). Pero con su
venida, su nueva revelación, su vida y muerte y su resurrección, él mismo creó una nueva
tradición, una “nueva ley”, sostenida por la comunidad. Las disputas dogmáticas de la
época de la Reforma hicieron surgir la impresión que la tradición de la Iglesia se refería en
primer lugar o incluso exclusivamente a la tradición eclesiástica doctrinaria. En realidad, la
tradición abarca todos los ámbitos de la comunidad y su piedad: no sólo las doctrinas, sino
también las formas de culto, los gestos corporales de la oración y la liturgia, la tradición
oral y escrita, y el proceso peculiar del traspaso de la tradición oral a la escrita, la tradición
de las reglas para los alimentos y el ayuno, etc. La ruptura con la tradición de la piedad
legal judía no fue total. El cristianismo aceptó el Antiguo Testamento, pero la interpretación
del mismo lo refirió a los hechos salvíficos que se manifestaron en la figura de Jesucristo;
el salterio del Antiguo Testamento, incluyendo sus formas musicales, se introdujo en el
culto cristiano como base de la liturgia. La nueva revelación se convirtió en tradición; en
primer lugar, en la transmisión oral de las palabras del Señor (logia) y de los relatos de los
hechos de su vida que fueron decisivos para la historia de la salvación: bautismo, pasión,
resurrección y ascensión (querigma). También se convirtió en tradición la celebración de la
cena del Señor, la anticipación del banquete celestial en el reino de Dios inminente con el
Mesías Hijo del Hombre; llegándose a conservar incluso la aclamación aramea
“Maranatha” y la petición griega “Erje Kyrie” (¡Ven, Señor!), el ferviente pedido por la
llegada de la parusía.
Además de ciertas tradiciones del culto sinagogal, fueron incorporadas también diversas
tradiciones de los misterios helenísticos, luego de pasar por una reinterpretación cristiana,
como, p. ej., la disciplina arcana; la distinción entre los iniciados propiamente dichos con su
culto esotérico y los “catecúmenos”; la introducción del canto de himnos al estilo de los
himnos de los misterios, juntamente con los salmos judíos; la conservación del gesto de
oración de la antigüedad en la paraclesis, y muchas cosas más.
La transmisión oral de la doctrina y su fijación escrita adquirió una importancia especial.
El judaísmo había desarrollado una forma propia y singular de transmisión oral de la
doctrina. Según la enseñanza rabínica, la tradición oral tiene la misma validez que la ley
escrita; Escritura y tradición fueron confiadas a Moisés en el Sinaí. El contenido doctrinario
de la tradición fue transmitido primeramente por vía oral y memorizado por los discípulos
mediante la repetición; pero en vista de las posibilidades de error de la transmisión
meramente oral, se hizo necesario fijar por escrito el material de la tradición, cada vez más
amplio. La tradición farisaico-rabínica fue fijada por escrito en la Misná y más tarde en el
Talmud palestinense y en el babilónico. Como corresponde a la esencia de la tradición no
quedar jamás concluida, y como ella no se deja fijar enteramente por escrito, la discusión
erudita de la tradición debía continuarse a través de la exégesis permanente y la
fundamentación mediante la Sagrada Escritura. Ahora bien, en el judaísmo la fijación de la
tradición por supuesto nunca reclamaba para sí el mismo rango que la Sagrada Escritura.
Por lo demás, un proceso similar de fijación escrita puede comprobarse también en la
comunidad de Qumrán, que en su “Regla de la Comunidad” y en el “Documento de
Damasco” fijó por escrito su interpretación de la ley, primero desarrollada oralmente.
También en la Iglesia cristiana se formó, partiendo de Jesús mismo, una tradición que, en lo
que se refiere a la transmisión oral de la doctrina, se condensó por escrito entre el final del
siglo I y la primera mitad del siglo II en diversos evangelios y hechos de los apóstoles, la
literatura epistolar, sermones y en los apocalipsis. En los círculos de la gnosis cristiana, esta
tradición se remitía también a revelaciones secretas del Cristo resucitado a sus discípulos.
Sin embargo, la tradición cristiana posee un elemento nuevo en comparación con la judía.
La piedad judía conoce dos formas de revelación divina, la Ley y los Profetas, pero se
considera que la revelación quedó concluida con el último profeta. Su actualización sigue
dándose a través de la interpretación. En cambio, en la Iglesia cristiana la tradición no sólo
recurre a la doctrina que Jesús proclamó durante su vida y a la historia de su vida como
profeta y maestro, concluida con su muerte; sino también al hecho salvífico de su vida y su
pasión, su muerte y su resurrección. La tradición recurre al Cristo resucitado, que ahora está
presente en la comunidad como el Señor viviente y que la dirige y la hace crecer por su
Espíritu Santo. Por un lado, esto lleva a que la versión literaria de la tradición de la Iglesia,
que tiene como tema este “querigma” escatológico, se convierta en Sagrada Escritura. Esta
escritura es colocada como “Nuevo Testamento” al lado de la Sagrada Escritura del
judaísmo, reinterpretada ahora como “Antiguo Testamento”. Con ello, la tradición de la
Iglesia misma se inscribe en esa relación cristiana peculiar de tensión entre el espíritu y la
letra; en la medida en que, debido a su autoridad, el Espíritu crea tradiciones, pero también
las quiebra en el momento en que ellas se solidifican en un formalismo e impiden la vida
carismática.
A lo largo de toda la historia de la Iglesia, lo que ocupa el lugar central es la transmisión del
hecho salvífico mismo de Cristo, el querigma. Por un lado, este hecho es el portador y el
punto de partida de la tradición; por el otro, provoca constantemente nuevos impulsos de
renovación carismática, y muchas veces se convierte en ocasión para superar
conscientemente tradiciones que se fueron acumulando. Lo decisivo en todo ello es la
autocomprensión de la Iglesia. Según la Iglesia Católica Romana y la Iglesia ortodoxa, la
Iglesia, como fundación de Jesucristo, es la portadora de la tradición oral y de la Escritura.
Fue la Iglesia la que creó el canon neotestamentario. La selección de los escritos canónicos,
hecha por ella, ya presupone una distinción dogmática entre doctrinas “eclesiásticas”, por
un lado, que en la comprensión de sus dirigentes y responsables son “apostólicas”, y
doctrinas “heréticas”, por el otro. Con ello, ya se presupone también una amplia
intelectualización de la tradición y su identificación con la “doctrina”. La tradición oral, por
su parte, tiende a una formulación fija en fórmulas de confesión de fe.
En la historia de la Iglesia cristiana se manifiesta una peculiar relación recíproca entre
épocas de proliferación y afirmación formalista de la tradición, al punto de impedir y
sofocar la vida carismática de la Iglesia; y períodos de reducción de la tradición por nuevos
movimientos de reforma. Estos ocurrían en parte dentro de la propia Iglesia, como por
ejemplo en las reformas cluniacense, franciscana y dominicana; o tomaban la forma de
movimientos revolucionarios. En sus diversas corrientes, la Reforma del siglo XVI muestra
diferentes grados en actitud frente a la tradición. Todos los reformadores rompieron con la
institución del monasticismo, con las tradiciones litúrgicas y sacramentales de la Iglesia y
con determinados elementos de la tradición doctrinaria; sin embargo, Lutero fue más
conservador que Zwinglio y Calvino en su postura frente a la Iglesia romana. Esto lo hizo
particularmente odiado por los representantes de la Reforma radical, los bautistas y
entusiastas, que exigían y practicaban una ruptura revolucionara con toda la tradición
católica romana. Sin embargo, en la práctica las nuevas Iglesias nacidas de la Reforma de
inmediato pasaron a crear sus propias tradiciones, exigidas por el predominio del factor
doctrinario y por basarse sus Iglesias en “escritos confesionales” propios.
En el siglo XIX, la era de la revolución progresista de la vida política en Europa y América
del Norte y del Sur, la Iglesia romana trató de defender su tradición en todos los ámbitos de
la vida, amenazada por todas partes. Lo hizo con un enfático “antimodernismo”. A la vez,
intentó asegurarla jurídica y teológicamente, imponiendo un retorno a un rígido y
obligatorio neotomismo. Los representantes de este desarrollo fueron los papas desde Pío
IX (1846-1878) a Pío XII (1939-1958). Con Juan XXIII, comenzaron una reducción del
antimodernismo y una actitud más crítica frente a la “tradición” (aggiornamento), que
abarcaba tanto las concepciones dogmáticas tradicionales como la liturgia y la estructura de
la parroquia. Esta evolución fue asumida por el Concilio Vaticano II, pero aún no ha
llegado a su término.
En la antigua Unión Soviética y en algunos países del antiguo bloque oriental se produjo
una evolución exactamente opuesta. Allí, los restos de la Iglesia ortodoxa, que
sobrevivieron a la persecución religiosa bajo Lenin y Stalin, se mantuvieron en medio de un
ambiente político hostil a las Iglesias justamente gracias al repliegue sobre su tradición
eclesiástica y las funciones religiosas en el terreno de la liturgia, rechazando los intentos
internos de reforma por movimientos como el de la “Iglesia viva”. Confrontada, en el
Consejo Mundial de Iglesias, con las tendencias de ciertas Iglesias protestantes a una
funcionalización exclusivamente orientada hacia la ética social, antitradicionalista y
antihistórica de la Iglesia, la Iglesia ortodoxa consideró que tenía una gran tarea justamente
como portadora de la tradición cristiana – no sólo en el sentido teológico de la preservación
de la herencia patrística.
La creación más importante de la tradición eclesiástica es la Sagrada Escritura misma.
Junto a la Escritura Sagrada está su interpretación, la exégesis. Ésta aparece primero entre
los herejes, generalmente de línea gnóstica, y en la formación de los catequistas, o sea, en el
sistema escolar cristiano. Los herejes, a quienes se les denegaba la conexión con la
tradición apostólica ininterrumpida, tenían un interés vital en emplear precisamente la
tradición para poder justificar su existencia. La exégesis está, pues, en conexión directa con
la formación de un canon escriturístico normativo. Igual necesidad de interpretación de un
canon fijado por la Iglesia se produjo en el sistema escolar cristiano. Interesantemente, los
primeros representantes de la exégesis de la Iglesia antigua no fueron los obispos, sino los
“maestros” (dikáskaloi) de las escuelas catequéticas Su modelo eran las escuelas filosóficas
griegas, que en una relación consciente con la tradición del respectivo fundador de la
escuela, vivían de la interpretación de sus escritos considerados canónicos. Las diferencias
entre las escuelas eran divergencias de interpretación. La filosofía era una filología de los
textos clásicos. Así, la interpretación alegórica de textos clásicos de la filosofía y la poesía,
que predominaba en la escuela pagana de Alejandría, tuvo influencia directa sobre el
método exegético de la escuela catequética cristiana de esa ciudad. El método alegórico ya
había sido aplicado por Filón de Alejandría a la interpretación alegórico-tipológica del
Antiguo Testamento. Su representante cristiano más importante es Orígenes (fallecido en
254), que creó las bases para la exégesis cristiana del período patrístico y de la Edad Media
hasta Lutero. Siguiendo la práctica de la enseñanza helenística, él basaba su exégesis en un
amplio trabajo de crítica textual; en el caso del Antiguo Testamento, p. ej., con una
colección que contenía el texto hebreo y traducciones griegas paralelas. Pero sus mayores
esfuerzos tendían a establecer el sentido espiritual de la Escritura, la verdad divina
suprahistórica, que se oculta en los relatos de la historia de la salvación registrados en la
Escritura. Desarrolló para ello un cierto método exegético del sentido cuádruple de la
Escritura. Lo decisivo es que, a pesar de todos los métodos, el maestro mismo sea un
carismático. Sólo aquel que tiene el Espíritu Santo, puede descubrir el sentido espiritual
oculto de la letra, romper la cáscara de la historia e introducirse hasta el núcleo espiritual de
la nuez. La exégesis tipológica y alegórica de Orígenes siguió siendo de fundamental
importancia para la exégesis de los siglos posteriores. Aún los escritos exegéticos y los
libros de predicaciones de la época carolingia (como los de Pascasio Radberto y Rabano
Mauro) contienen largas citas textuales de Orígenes.
Por mucho tiempo, la idea de considerar a los “maestros” como carismáticos impidió que
los teólogos occidentales produjeran obras exegéticas propias. La literatura exegética se
limitaba a “cadenas”. En éstas, se agregaban extractos y citas de los comentarios o las
homilías de los Padres carismáticos a las diversas frases y palabras de la Sagrada Escritura,
formando una “cadena”. De manera similar, las dogmáticas de la temprana Edad Media
estaban formadas por “sentencias”, definiciones doctrinarias aisladas tomadas de los
escritos de los maestros autorizados de la Iglesia. El trabajo teológico consistía, entonces,
en comentar estas frases. Aún Anselmo de Canterbury (1033-1109) se considera a sí mismo
y a los teólogos de su tiempo como “enanos parados sobre los hombros de gigantes”. La
exégesis tipológica adquirió luego una importancia especial para la mística cristiana de la
Edad Media, que era fuertemente inspirada por la aplicación alegórica del Cantar de los
Cantares a las nupcias de Cristo con el alma, inaugurada por Bernardo de Claraval.
Recién con la Reforma y bajo la dirección de Lutero, se comenzó a tomar distancia de la
exégesis alegórica y a acentuar el sentido literal de la Escritura. Esto ya había sido hecho
también en la Iglesia antigua, a saber, en la escuela teológica de Antioquía, que a diferencia
de la tradición platónica de Alejandría, se orientaba por la filosofía de Aristóteles. En lugar
de la alegoresis, conscientemente rechazada, esta escuela se ocupaba intensamente con la
crítica textual. Se caracterizaba por una interpretación histórico-salvífica de la revelación
bíblica, establecida a partir del sentido literal de la Escritura. En las llamadas “Glosas” de la
Edad Media latina, como desde la “Glosa ordinaria” redactada por Anselmo de Laón
(fallecido en 1117) hasta la “Apostilla” de Nicolás de Lira (fallecido en 1349), muchas
veces confluyen las dos tradiciones. Según declara el propio Lutero, su ruptura decisiva se
realizó como una nueva visión exegética – legendo et docendo –, cuando daba sus clases
bíblicas en la Universidad de Wittemberg. Él usaba los trabajos previos de la filología
humanista para la preparación del texto vetero- y neotestamentario (para las clases sobre la
Epístola a los Romanos, la edición del Nuevo Testamento griego de Erasmo de Rótterdam
de 1516), y sustituía el esquema tradicional del sentido cuádruple de la Escritura por una
interpretación espiritual de la letra, o sea, por una interpretación referida a Cristo. Como la
letra, que habla históricamente de la obra de Cristo, siempre quiere presentar esta obra
también como hecho salvífico “para nosotros”, ella siempre ya contiene en sí el sentido
espiritual. En sus discusiones con los espiritualistas y entusiastas, que se valían del método
alegórico-tropológico, Lutero apelaba cada vez más fuertemente a la “claridad” unívoca de
la letra de la Escritura, con contenía la claridad de la “cosa” por ella expresada. En realidad,
también su exégesis es dogmática. La lucha entre la exégesis histórica y la tropológica
adquirió una actualidad especial en ocasión de la discusión entre Lutero y Zwinglio en la
polémica sobre la comprensión de la Santa Cena. Recién a comienzos del siglo XVIII se
impone en algunos teólogos, que luego fueron anatematizados por los colegas ortodoxos de
su respectiva confesión, una interpretación de la Biblia exenta de todo interés dogmático,
sobre todo entre los arminianos holandeses (p. ej., en Hugo Grotius, Vitringa y J. J.
Wettstein). Comienza a crecer ahora el interés por el conocimiento de la historia vetero- y
neotestamentaria. La historia de la antigüedad occidental y oriental, la geografía y la
arqueología bíblicas, y también la historia de las religiones del antiguo Oriente y del
helenismo se emplean en la interpretación de la Escritura. Con la filosofía del iluminismo,
se impone también (con Johann Salomo Semler) la crítica histórica de la Biblia,
independiente de la apreciación moral o edificante de la Sagrada Escritura. Esta crítica
pronto se amplía también a una crítica del dogma de la Iglesia antigua, y lleva al gran auge
de la crítica bíblica bajo la influencia del historismo del siglo XVI y de las actuales
corrientes que derivan del mismo. El desarrollo de las ciencias humanas, las ciencias de la
antigüedad oriental y clásica, las ciencias históricas y de la religión patrocinan esta
evolución.
Este desarrollo se realiza en una permanente tensión con las corrientes que colocan en
primer plano la tarea práctica de la Iglesia de interpretar la Escritura. Esto fue lo que
ocurrió primeramente en el pietismo, que exigía la interpretación “enfática” de los textos
inspirados por el lector inspirado y de su “adaptación” al texto. Pero al lado de ello,
también en el pietismo se encuentran importantes realizaciones de crítica textual, como, p.
ej., en Johann Albrecht Bengel (“Gnomon Novi Testamenti”, 1742). De la misma manera,
en el siglo XIX, el movimiento de avivamiento en Europa y los Estados Unidos se opuso a
la crítica bíblica histórica, retornando a un fundamentalismo bíblico (“The Bible told me
so”). También la teología especulativa del romanticismo y del idealismo se oponía a la
crítica bíblica racionalista, que experimentó en D. F. Strauss una radicalización agresiva,
dirigida contra el cristianismo mismo. La concentración de la teología en la “Palabra”, en la
línea de Karl Barth, provocó en nuestro tiempo nuevamente un interés por la interpretación
“teológica” de la Escritura, es decir, una interpretación dogmática práctica, muchas veces a
costa de la crítica histórica. La tradición racionalista de la crítica histórica está presente
también en la exigencia de Rudolf Bultmann de una “interpretación existencial”. Su método
de la “desmitologización” se basa en el presupuesto filosófico que el hombre moderno ya
no es capaz de pensar en imágenes y de manera mitológica; por ello, la imagen bíblica
mitológica del mundo le resultaría inaceptable. También esta exégesis existencial sigue
siendo una exégesis dogmática, en la medida en que excluye el “querigma” de la
desmitologización.
Al lado de la tradición del libro sagrado y de su interpretación, está también la tradición de
los tiempos sagrados y los lugares sagrados. Muy temprano, la Iglesia desarrolló un
calendario propio, basado en la comprensión específicamente cristiano del tiempo y la
historia. La Iglesia celebra la repetición de la historia de la salvación y de sus hechos más
importantes, recapitulándolos en ciclos diarios, semanales, mensuales, anuales y milenarios.
El pueblo de la Iglesia percibe con mayor claridad el ciclo anual, en el cual se repite toda la
historia de la salvación en la secuencia de las fiestas cristianas. En el énfasis atribuido a las
diferentes fiestas se manifiestan variaciones características. El primer punto de referencia
de la división cristiana del tiempo es el acontecimiento histórico de la resurrección de
Jesucristo; ella es la que determina tanto la división en semanas como en años. La semana
judía de siete días tenía el sábado como día consagrado a Yahveh, en consideración al
reposo de Dios después de la creación (Gn 2,1-3). La semana cristiana de siete días
adquiere su énfasis decisivo por el domingo como el día de la resurrección de Jesucristo.
Originalmente, la Iglesia celebraba la Pascua todos los domingos, en la esperanza del
regreso del Señor. Posteriormente, la fiesta de la Pascua, ligada a la historia de la pasión y
resurrección, fue fijada en la fiesta de la Pascua judía. La fecha de esta fiesta no se rige por
el calendario solar juliano, sino por el calendario lunar. Luego de largas y violentas
discusiones, el Concilio de Nicea (325) estableció que la fecha de la Pascua es el primer
domingo después de la luna llena que sigue al equinoccio de primavera (en el hemisferio
norte, y de otoño en el hemisferio sur, N. d. T.). El origen del año eclesiástico debe verse en
la fiesta cristiana de la Pascua con la Semana Santa que le antecede. Para la Iglesia, la
Pascua llegó a ser el centro de una estructura litúrgica fija de tiempos y fiestas del año
eclesiástico. La orientación según el calendario lunar implica la variación de las fechas de
Pascua, Ascensión y Pentecostés, frente a las fiestas estables colocadas en fechas del
calendario solar juliano o – más tarde – gregoriano. Hasta el surgimiento del sistema
copernicano, el ciclo de los milenios también desempeñaba un papel importante en la
conciencia histórica cristiana, de acuerdo con la idea de una era de siete milenios entre la
creación del mundo (según el calendario bizantino, ocurrida el primero de septiembre del
año 5509 a. C.; según Lutero, en el año 3960 a. C.; según Joseph Justus Scalinger, en el año
4713 a. C.), y el fin del mundo o, respectivamente, el regreso de Cristo. Estos cálculos
sirvieron de base a diversos movimientos escatológicos de la Edad Media y de los tiempos
modernos (milenaristas, adventistas del séptimo día, testigos de Jehová). Todos ellos
consideran la fiesta de la Pascua como fecha del retorno de Cristo.
Recién cuando en la Iglesia antigua se produjo una disminución de la esperanza en la vuelta
inmediata de Cristo, se impuso la fiesta de la Navidad como fiesta del nacimiento de
Jesucristo. Esto implicó la adaptación del calendario festivo cristiano al calendario solar
juliano. La fiesta cristiana es una adaptación cristiana del día del solsticio romano, la fiesta
del “día del sol invicto” (“Dies invicti solis”), celebrada el 25 de diciembre. Esta fiesta
suplantó muy lentamente la fiesta de la Epifanía, originalmente celebrada en el oriente el 6
de enero como fiesta del nacimiento de Cristo, como la “aparición” del Logos divino en la
carne. Los Padres del siglo III, como Orígenes, Clemente de Alejandría y Epifanio, aún
combatían la fiesta de la Navidad como copia de una fiesta pagana; pero en la lucha contra
el arrianismo, la fiesta de la Navidad se impuso más y más desde Roma bajo la influencia
de la teología y la liturgia, como la fiesta de la encarnación del Logos divino. En Roma se
celebraba la manifestación de Cristo, el “sol de la justicia” (Ml 3,20), el 25 de diciembre
como fiesta de la victoria del cristianismo sobre el paganismo, en lugar de la fiesta del “sol
invictus” introducida por el emperador Aureliano. De esta manera, la liturgia de la Pascua
se desarrolló de manera particularmente intensa en la Iglesia ortodoxa oriental, mientras
que la fiesta de la Navidad recibía su lugar fijo en el año eclesiástico católico romano. Las
Iglesias nacidas de la Reforma conservaron la Navidad como su principal fiesta. El ritmo
diario, que sirve de base a la oración de las horas rezada diariamente por monjes y
sacerdotes, es también un ritmo septenario. En su estructura de oraciones, lecturas bíblicas
e himnos, se refleja y se realiza en una repetición mística el ritmo de la historia de la
salvación, en cuyo centro está la resurrección.
El calendario cristiano es la institución cristiana, que más se difundió por el mundo entero.
La semana de siete días y el ritmo de las fiestas cristianas fueron adoptados también por la
mayoría de los países no cristianos. En los estados comunistas de orientación atea, no pudo
ser eliminada la semana de siete días con el domingo como día de descanso, a pesar de los
intentos enérgicos de introducir una semana de trabajo corrido. Los días festivos cristianos
son muy apreciados en el mundo entero como feriados, incluso en organizaciones y
ambientes ateos. Para ello, pasaron por un proceso visible de desacralización y de
comercialización, lo que vale principalmente para la fiesta de la Navidad. Con ello, la
fundamentación cristológica de la Navidad fue sustituida por el mito trivial del Papá Noel.
La veneración de lugares sagrados es la expresión más antigua de la conciencia histórica
cristiana en la piedad popular. La Iglesia cristiana tomó la idea y la práctica de la
veneración de lugares sagrados del judaísmo. Por el desarrollo del judaísmo postexílico,
Jerusalén llega a ser el santuario y el centro para los judíos que se van estableciendo en
Palestina, y la meta de las peregrinaciones del judaísmo de la diáspora. Después de la
destrucción de Jerusalén en el año 70 después de Cristo, la ciudad continúa siendo también
para los cristianos una ciudad santa y meta de las peregrinaciones, por ser escenario de los
hechos centrales de la historia de la salvación, la pasión y la resurrección de Jesucristo, y el
lugar de su regreso en gloria. Obispos como Melitón de Sardes y Alejandro de Jerusalén, y
teólogos como Orígenes, hicieron peregrinaciones a Jerusalén. Con la elevación de la
Iglesia cristiana a Iglesia del estado, la peregrinación a los lugares sagrados de Palestina se
convirtió en una moda; sobre todo por influencia del viaje piadoso que la emperatriz madre
Helena hizo a Tierra Santa poco antes de 330, cuando con el descubrimiento de la Santa
Cruz fue inaugurado también el culto de las reliquias. Constantino dio a los monumentos
cristianos una forma arquitectónica y litúrgica digna, haciendo construir la Iglesia del Santo
Sepulcro en Jerusalén (335) y la Iglesia de la Natividad en Belén, sobre el lugar del
nacimiento de Jesús. Siguieron numerosos otros lugares bíblicos que recuerdan la historia
de la salvación del Antiguo y el Nuevo Testamento (¡Sinaí!). El culto de los mártires y
santos llevó a la construcción de santuarios también fuera de Palestina, los cuales se
convirtieron en lugares de peregrinación de las diversas Iglesias. La peregrinación a los
lugares sagrados es una realización personal, una recapitulación individual de los hechos de
la historia de la salvación que ocurrieron en esos lugares. En este desarrollo, es de
fundamental importancia la idea de que el Espíritu Santo continúa actuando también
posteriormente en los lugares donde una vez actuó salvíficamente, de manera similar como
en el caso de los pañuelos del Apóstol Pablo (Hch 19,12), que realizaban curaciones.
También la idea de que los mártires continúan presentes en los lugares de su martirio (la
tumba de San Pedro en el Vaticano), otorga una dignidad sobresaliente a los lugares
sagrados relacionados con el culto de los santos y mártires. En occidente, Roma ejercía ya
antes de la época constantiniana una gran fuerza de atracción como la ciudad de las tumbas
de los apóstoles. Después de la victoria de la Iglesia, siguió difundiéndose el culto de los
mártires, que se desarrollaba sobre todo en las catacumbas, pero que también colaboró en la
formación de la doctrina sobre Pedro y sobre el primado del obispo de Roma (Papa =
Petrus ipse). Asimismo, este culto creó un gran número de nuevos lugares sagrados en
occidente; tales como Santiago de Compostela con la supuesta tumba del Apóstol Santiago,
ciudad a la que posteriormente se le confirió la equiparación con Roma y Jerusalén; luego,
Tréveris con la tumba de San Matías, que ejercía particular atracción por la reliquia de la
túnica sagrada; y Marburgo, con el relicario de Santa Elizabeth. En la Edad Media, con el
desarrollo del sacramento católico romano de la penitencia, los lugares sagrados se
convirtieron en lugares de gracia, cuya visita valía como prestación de penitencia y para
conseguir indulgencias. El lugar de preeminencia de Roma entre los nuevos lugares
sagrados surgidos en occidente quedó asegurado por el papa Bonifacio VII mediante la gran
cantidad de indulgencias que concedió a los que visitaban Roma en el jubileo de 1300.
La conciencia histórica primitiva de la Iglesia cristiana continúa viva también en el culto de
las reliquias. En las reliquias del cuerpo, en el cual el santo sufrió su martirio, está presente
el santo mismo, o por lo menos algo del poder del Espíritu Santo que lo llenaba. El culto de
las reliquias tiene su punto de partida en la tumba del mártir, sobre la cual se construye más
tarde el altar de la Iglesia edificada en honor del santo. A partir del siglo IV, en oriente y
más tarde también en occidente, se reparten en fragmentos los restos de los mártires, para
que el mayor número posible de fieles pueda tener parte en su fuerza milagrosa. La
actualidad de este pensamiento para la conciencia de la Iglesia cristiana se expresa por el
hecho de que los fragmentos de reliquias eran cosidos dentro de una tela de seda
(“antiminsion”). La eucaristía sólo podía ser celebrada en un altar que estuviera cubierta
con una tela de este tipo. En tiempos de persecución, la eucaristía podía ser celebrada sobre
cualquier mesa, siempre que estuviese cubierta por la tela que contenía la reliquia, y de esta
manera consagrada por la presencia del mártir. En la Iglesia latina, las reliquias son
depositadas en un hoyo en la loza del altar (“sepulcrum”). En caso de profanación de una
reliquia, la reliquia es retirada nuevamente del “sepulcrum”.
En la tardía Edad Media, degeneraron las peregrinaciones como también la veneración de
las reliquias. Esto está en relación con la decadencia del sacramento de la penitencia por
causa de las indulgencias. La crítica de Lutero a las indulgencias comenzó con una crítica
de la exposición de la impresionante colección de reliquias del príncipe elector Federico el
Sabio en la iglesia del castillo de Wittemberg, en el día de la fiesta de Todos los Santos.
Frente a los ataques de los reformadores, el Concilio de Trento declaró que “los cuerpos
santos de los santos mártires y de otros que vivieron con Cristo, que fueron miembros vivos
de Cristo y templos del Espíritu Santo, y que son resucitados y glorificados por él a la vida
eterna, deben ser venerados por los fieles; y que a través de ellos son concedidos muchos
beneficios por Dios a los hombres”. Calvino, para evitar que su tumba se transformara en
un lugar sagrado y que surgiera un culto de reliquias o a un santo en torno a su persona,
determinó en su testamento que su cuerpo fuera sepultado en un lugar desconocido. La
construcción del gigantesco monumento a los reformadores en el presunto lugar de su
sepultura, muestra la inutilidad de sus esfuerzos, a la vez que la fuerza de la conciencia
cristiana de la tradición. En la política, la construcción de lugares sagrados, la práctica de la
peregrinación y el culto de las reliquias tuvieron continuidad a través de pseudomorfosis,
como la tumba del soldado desconocido y el Mausoleo de Lenin en Moscú.

25. El monasticismo

El monasticismo es una institución que tuvo su origen en el ideal cristiano de la perfección.


Las raíces de este ideal se remontan al siglo I; y el mismo continúa vivo en la Iglesia
antigua, como ya lo muestra la designación de “perfectos” (téleioi), dada a los bautizados.
El monacato de la Iglesia antigua implica la identificación de la “perfección” con el
ascetismo y la huida del mundo. Con ello se asocia la idea de que el cristianismo perfecto
sólo puede lograrse en el más sublime amor a Dios y al prójimo. La disciplina monástica es
un medio externo para alcanzar el amor perfecto a Dios y al prójimo. Sólo algunas pocas
personas, que cuentan con una gracia especial, pueden recorrer este camino a la perfección.
La masa no posee la capacidad interior y exterior para la práctica del ascetismo. Por eso, las
reglas de la vida monástica no fueron consideradas como un “mandamiento” vinculante
para todos, sino sólo como “consejo” dirigidos a los que son llamados. La distinción entre
mandamiento y consejo ya se encuentra en los dichos de Jesús. Él no ordena que todos
practiquen la continencia “por el Reino de los Cielos”, sino que se la recomienda sólo a
aquellos que la puedan “entender” (Mt 19,12). Desde temprano, hombres y mujeres ascetas
y célibes fueron reconocidos por la Iglesia como un estado especial. El ideal del celibato es
altamente enaltecido ya en las cartas paulinas. Los cristianos de orientación ascética
constituían el núcleo de las congregaciones. La Iglesia posterior (Tertuliano), al establecer
la distinción entre consejo (suasus) y mandamiento (iussum), coincide plenamente con esta
concepción cristiana de los tiempos más antiguos. En la teología de la Iglesia antigua, se
esboza ya a fines del siglo II y comienzos del III en Clemente de Alejandría y Orígenes, los
mentores de la escuela catequética de Alejandría, la singular vinculación entre ascetismo y
mística. Posteriormente, esta unión habría de convertirse en la base espiritual del
monasticismo en oriente y parcialmente también en occidente.
Ya muy temprano se encuentra la práctica de los ascetas de vivir fuera de la comunidad,
lejos de las ciudades, en la soledad del campo y en recintos cercados. Sólo por esta
separación, el concepto de monje (mónajos) adquiere también el significado de alguien que
está separado, en el sentido espacial, al lado del significado de perfecto y único. En la
forma de vida de estos monjes, se imponen formas claramente marcadas por modelos más
antiguos de comunidades religiosas del judaísmo tardío y del helenismo, como los grupos
cuasi monásticos de los pitagóricos, como también – en el ámbito del judaísmo tardío – de
los esenios (Qumrán). El monacato se transformó en una institución estable de la Iglesia
cristiana en el siglo IV, cuando la corriente ascética se hizo más fuerte dentro de la Iglesia.
Esta corriente no debe su surgimiento a la decadencia de la población urbana de la
antigüedad tardía, como se afirma frecuentemente; sino que es sustentada por el contrario
por la población rural aún “no gastada” de Egipto y Siria. Su motivación principal debe
buscarse en el propio entusiasmo por el ascetismo. Los ascetas no querían vivir más en las
inmediaciones de los poblados y las ciudades. Queriendo aislarse aún más, se retiraban a
tumbas, a poblaciones abandonadas y en ruinas, a cavernas, y finalmente al “gran desierto”.
La tarea principal de los ascetas, la lucha contra los demonios, pasa con ello por una
enorme intensificación; pues el desierto era considerado como el ámbito donde moraban los
demonios y el lugar donde se habían refugiado los dioses paganos en su repliegue ante el
cristianismo victorioso. De esta manera, la difusión del cristianismo en las ciudades de
Egipto y el florecimiento del monacato egipcio en el desierto en el siglo IV constituyen los
dos lados de un mismo proceso. Como a consecuencia del giro de la política religiosa
imperial las masas afluían a la Iglesia, creció también el número de los luchadores
decididos que buscaban la perfección y se retiraban al desierto.
La propia Iglesia promovía fuertemente este desarrollo. Precisamente el obispo de mayor
envergadura espiritual y de mayor importancia para la política eclesiástica del siglo IV,
Atanasio de Alejandría (295-373), describió en su “Vida de San Antonio” la vida ermitaña
en el desierto y el tremendo combate del asceta con los demonios como modelo de la vida
de perfección cristiana. Esta obra significó la aprobación del monasticismo por la Iglesia e
incluso la propagación de este modelo.
El siguiente paso fue dado por el hecho de que los propios ermitaños en el desierto se
unieron en asociaciones de organización más fija, después de haberse colocado bajo la
dirección de un monje padre que sobresalía en lo espiritual, y de haberse congregado en
comunidades de culto, de orientación pastoral y de instrucción espiritual en la Sagrada
Escritura. Sin embargo, la forma primitiva del convento en el oriente no es un edificio
común que juntaba a todos los monjes bajo un mismo techo, sino un conglomerado de
cabañas aisladas de los eremitas en un terreno cercado, dentro del cual los monjes
realizaban también los trabajos manuales establecidos.
Un ex soldado romano, Pacomio (292-346), creó el primer monasterio en el sentido actual,
reuniendo a los monjes bajo un mismo techo en una comunidad de vida bajo la dirección de
un abad. En el año 323 fundó el primer convento propiamente dicho en Tabennisi, al norte
de Tebas, en Egipto, juntando, en casas, de 30 a 40 monjes con un jefe propio. El mismo
Pacomio creó una regla monástica, la cual, sin embargo, servía más para reglamentar los
aspectos externos de la vida monástica que la dirección espiritual. El sistema monástico de
Pacomio se difundió rápidamente también fuera de su país de origen, Egipto, p. ej., en
Etiopía. Durante su exilio en Tréveris, en 340-346, Atanasio llevó esta regla al occidente;
Mar Avgin, a mediados del siglo IV, la llevó a la Mesopotamia; Jerónimo, en 404, organizó
su convento en Belén según la misma regla. La regla de San Benito de Nursia, que habría
de tener una influencia tan marcada sobre la conformación del monasticismo occidental,
recibió también la influencia de la regla de Pacomio a través de diferentes medios.
El principal mérito en la configuración final de la vida comunitaria monástica en la Iglesia
bizantina pertenece a Basilio el Grande (330-379). Sus escritos ascéticos, originalmente
redactados para los monjes de Capadocia, suministraban la fundamentación pedagógica y
teológica de la “vida común” de los monjes, el cenobitismo. Basilio el Grande es el creador
de la regla monástica que en variantes y modificaciones siempre nuevas llegó a ser la base
para el monasticismo ortodoxo posterior. Hasta el día de hoy, este monasticismo conservó
la combinación del ascetismo con la mística; y sigue siendo monacato en el sentido de la
Iglesia antigua.
El monasticismo occidental tuvo un desarrollo propio frente al monasticismo de la Iglesia
antigua. En primer lugar, por su clericalización. Actualmente, los monjes de los conventos
católicos romanos son sacerdotes ordenados, a excepción de los hermanos servidores
(Fratres). De esta manera, están comprometidos directamente con las tareas eclesiásticas de
la Iglesia romana. Sin embargo, en sus comienzos los monjes eran laicos. Pacomio incluso
prohibió expresamente a los monjes llegar a ser clérigos, alegando que “es bueno no desear
dominio y gloria”. Recién Basilio el Grande introdujo un voto monástico especial y una
ceremonia litúrgica propia para el ingreso en la vida monástica. Con ello, los monjes
dejaron de ser meros laicos y pasaron a ocupar una posición intermedia entre el clero y los
laicos. Aún hoy los monjes de la Iglesia ortodoxa son, en su mayoría, monjes laicos; sólo
unos pocos padres de cada monasterio son sacerdotes ordenados (hieromónajoi), que
pueden administrar los sacramentos. Otra peculiaridad del desarrollo peculiar católico
romano consiste en la división funcional de las órdenes. Las diferentes órdenes llegan a ser
“compañías” o “tropas auxiliares” de la Iglesia en los diferentes terrenos de acción, en el
combate de los herejes, la misión, el sistema escolar y el cuidado de los enfermos. El
monacato católico romano desarrolló una extraordinaria variedad de estructuras
sociológicas, que va desde las órdenes militares hasta las órdenes mendicantes, y que
engloba órdenes de carácter marcadamente feudal y aristocrático junto a órdenes de
carácter puramente burgués. En la medida en que en occidente iban aumentando las tareas
misioneras, pedagógicas, científico-teológicas y de política de la Iglesia de las órdenes, iba
quedando relegado más y más el carácter primitivo del monacato antiguo, orientado
enteramente a la oración, la meditación y la contemplación. Hoy, en la Iglesia romana sólo
los benedictinos y carmelitas se proponen mantener ese carácter original.

26. Arte e iconografía cristianos

Hasta el siglo XVII, la historia del arte europeo se identifica en gran medida con la historia
del arte cristiano. Esto no vale para los comienzos de la Iglesia cristiana. En los tres
primeros siglos, la Iglesia no sólo no conocía un arte cristiano, sino que también se oponía
con todas sus fuerzas contra un arte tal. Pasaron más de dos siglos y medio hasta que
surgieran los primeros comienzos de un arte plástico en la Iglesia cristiana; pero éstos
encontraban siempre de nuevo una fuerte resistencia en las congregaciones. Recién cuando
la Iglesia cristiana fue elevada a la condición de Iglesia imperial romana por el emperador
Constantino, se impusieron las imágenes en los recintos de las iglesias y echaron raíces en
la piedad popular cristiana. Pero también más tarde, cuando las artes plásticas fueron
puestas públicamente al servicio de la Iglesia, justamente los teólogos más importantes
levantaron advertencias contra este desarrollo. Para el historiador de la Iglesia Eusebio, el
más diligente glorificador de Constantino, el empleo de imágenes de los Apóstoles Pablo y
Pedro, como también del propio Salvador, es una costumbre pagana. De manera similar, el
obispo Asterio de Amasea dice en un sermón: “No representes a Cristo con una pintura;
alcanza con la humillación de la encarnación a la que él se sometió voluntariamente por
nosotros. Lleva más bien espiritualmente en tu alma la palabra incorpórea”. También el
obispo Epifanio de Salamina (fallecido en 403) se opuso enérgicamente, con palabras y
actitudes, al empleo de imágenes que se extendía en la Iglesia imperial. “Tengan siempre a
Dios en sus corazones, pero no en la casa de la congregación; pues no conviene a un
cristiano esperar la elevación de su alma del auxilio de sus ojos y de la distracción de sus
sentidos”.
¿Por qué demoró tanto la imposición del arte cristiano en la Iglesia? Primeramente, porque
la Iglesia cristiana nació del judaísmo, o sea, de la doctrina y del culto de la sinagoga.
Juntamente con la fe en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra, y también con la fe en
la unicidad y la santidad de Dios, ella adoptó también la prohibición judía de las imágenes.
Además de ello, la lucha de la joven Iglesia cristiana se oponía al paganismo; y a los ojos
de los cristianos, las múltiples manifestaciones del culto pagano aparecían como un culto a
las imágenes, comprendiéndose allí la imagen como la personificación o incorporación del
dios representado por ella. En la predicación misionera cristiana de los primeros siglos, los
ataques del Antiguo Testamento a la veneración pagana de las imágenes se transferían
directamente a la veneración de las imágenes paganas de la época. La lucha contra las
imágenes se llevaba como una lucha contra los “ídolos”, con todo el entusiasmo de la fe en
el Dios único y exclusivo de la Biblia, que no era representado por imágenes.
La repulsión ante las imágenes aumentaba aún más por el hecho de que el culto al
emperador, precisamente tan mal visto por los cristianos y al cual ellos debían ser forzados
mediante la legislación anticristiana, se realizaba como una adoración de la imagen del
emperador bajo la modalidad de un sacrificio ofrecido delante de su imagen. Negarse a este
sacrificio era la principal causa para el martirio. Significativamente, la reacción de la
Iglesia cristiana, luego de su reconocimiento público, fue la destrucción tumultuosa de las
imágenes de los ídolos paganos.
¿Cómo pudo desarrollarse, entonces, un arte cristiano, a pesar de estas fuertes inhibiciones
religiosas y afectivas?
A esta pregunta se ha respondido, principalmente por el lado protestante, que el desarrollo
del arte eclesiástico es parte del proceso global de transformación interior de la Iglesia
cristiana, iniciado por la elevación del cristianismo a la condición de religión imperial
romana, y que era un proceso de paganización interior. Sin embargo, en las propias ideas
básicas de la revelación cristiana existe un punto de partida nuevo y original para el
desarrollo de un arte plástico cristiano, exactamente allí donde la proclamación cristiana se
diferencia de la judía: en la idea de la encarnación. Las grandes luchas teológicas en torno a
la justificación de las imágenes en la Iglesia durante la llamada lucha iconoclasta en los
siglos VIII y IX muestran cómo surge a partir de la doctrina de la fe cristiana una nueva
comprensión de la imagen, que se despliega en una verdadera teología del icono, y que aún
hoy predomina en la Iglesia ortodoxa oriental.
La gran importancia de las imágenes de los santos para el fiel se manifiesta en la
veneración cúltica de las imágenes en el culto; como también en la fijación dogmática de
figuras, gestos y colores del arte de los iconos en la Iglesia oriental. Nosotros estamos
acostumbrados a admirar en primer lugar, también en el arte eclesiástico, la creatividad del
artista. La pintura ortodoxa no incluye justamente aquello que para nosotros es tan
evidente, a saber, la libre fantasía creadora del artista individual. A lo largo de los siglos,
ella se dio por satisfecha con reproducir determinados tipos de imágenes sagradas. En la
pintura eclesiástica ortodoxa, en realidad el artista individual desempeñaba sólo raramente
un rol destacado; la mayoría de los artistas permanecieron anónimos. La pintura de iconos
es un oficio sagrado, ejercido en monasterios que desarrollaron determinadas escuelas de
pintores. En ellas predomina el elemento tradicional y artesanal de tal forma que casi
siempre varios monjes pintores se distribuyen las diversas partes de la producción de un
icono. Los elementos estilísticos – la composición, el colorido, el cabello, la barba y los
gestos de las figuras – están establecidos de libros de pintura, que contienen el canon de las
diversas escuelas de pintores de los monasterios.
La importancia de la imagen del santo en la Iglesia ortodoxa oriental puede ser medida
históricamente por el hecho de que la lucha por las imágenes sagradas en la Iglesia
ortodoxa provocó un movimiento, cuya extensión e importancia sólo puede ser comparada
con la Reforma de Lutero y Calvino. En el siglo VII se difundió en la Iglesia bizantina una
tendencia contraria a las imágenes, favorecida por algunos emperadores de ideas
reformistas. La disputa surgida de allí convulsionó profundamente toda la cristiandad
ortodoxa. A pesar de que los enemigos de las imágenes contaban con todos los recursos del
poder político, no pudieron imponerse. Aún hoy, la victoria de los defensores de las
imágenes es conmemorada en toda la Iglesia ortodoxa el 13 de octubre como la “fiesta de la
ortodoxia”.
La pintura icónica ortodoxa es un arte de la Iglesia, y no es posible separarla de su función
eclesiástica y litúrgica. El icono es una pintura sagrada que posee primordialmente un
destino cúltico. Esto ya se expresa en la producción de los iconos. El acto mismo de pintar
el cuadro ya es un acto litúrgico. Los monjes pintores se preparan para su obra mediante
ayuno y penitencia. Se consagran los pinceles, la madera, las pinturas y todos los demás
materiales necesarios para la cuadro; luego, se consagra el icono terminado antes de ser
usado en la iglesia. La literatura teológica redactada por los grandes Padres de la Iglesia
bizantina en los siglos VII y VIII en defensa de las imágenes, muestra que el icono sagrado
ni siquiera era concebido como una obra humana, sino como una manifestación del propio
modelo celestial. En cierto modo, el icono es una ventana colocada entre nuestro mundo
terrenal y el mundo celestial, a través del cual los habitantes del cielo miren nuestro mundo.
Sobre esta ventana quedan impresos, bidimensionalmente, los rasgos de los modelos
celestiales. Una representación tridimensional ya significaría renunciar al carácter propio
del icono. De allí se explica por un lado la prohibición de la plástica tridimensional en el
arte sacro; y por el otro, el empleo del fondo dorado como la visión del aura celestial del
reino de Dios, que envuelve a los santos. La mirada a través de la ventana del icono es una
visión del aura del mundo celestial.
Con consonancia con ello, los iconos de la Iglesia antigua son atribuidos a modelos “no
hechos por manos humanas”, manifestados por una aparición milagrosa. La mejor
explicación sobre lo que es un icono nos da la liturgia de la consagración del icono, que
recuerda aún claramente los conflictos surgidos en la Iglesia en la época del iconoclasmo.
Durante los siglos VII y VIII, los enemigos de las imágenes apelaban sobre todo al primero
de los Diez Mandamientos: “No te harás imagen ni semejanza”. En la veneración de las
imágenes, sus enemigos veían una blasfemia, ya que con ella se privaba o reducía la
veneración debida únicamente a Dios. Ahora bien, las oraciones e himnos de la
consagración del icono se basan en el pensamiento que Dios, al prohibir las imágenes, se
estaba refiriendo únicamente a la fabricación de imágenes de ídolos. “Por un mandamiento,
has prohibido confeccionar imágenes y figuras contrarias a ti, o Dios verdadero, para
adorarlas y servirles como al Señor”. Una vez descartada la falsa veneración de las
imágenes y los ídolos, Dios mismo habría comenzado a presentar los misterios de su reino a
través de imágenes. La más sublime representación de sí mismo fue realizada por Dios en
su encarnación, en su Hijo, que es la verdadera imagen del Padre y el “resplandor de su
gloria” (Hb 1,3). Así Dios mismo es el primer productor de imágenes, y Cristo es el primer
icono. Y de Cristo mismo, prosigue diciendo el texto de la consagración, tenemos una
imagen fiel, “no hecha por manos humanas”, que retiene sus rasgos divinos y humanos.
Aquí la liturgia alude a la historia de la carta del rey Abgar de Edesa, que ruega que Cristo
lo venga a visitar para curarlo de una enfermedad. Cristo no viene personalmente, sino que
imprime su imagen sobre una tela, se la envía al rey y lo cura por este medio de su
enfermedad. De esta manera, él mismo produjo el primer icono de Cristo de manera
milagrosa. La objeción de los enemigos de las imágenes, que la veneración de las imágenes
sagradas le privaba a Dios de la honra que le pertenece únicamente a él, es refutada
mediante un argumento desarrollado a partir de la especulación neoplatónica sobre las
imágenes: “No divinizamos los iconos, sino que sabemos que la honra rendida a la imagen
se eleva a su modelo”.
Estas ideas de la liturgia icónica dominan también los manuales de pintura de los pintores
ortodoxos. Un determinado tipo, cada vez más común en las representaciones del santo
sudario en los siglos IV y V, llevó a la fijación dogmática de un determinado icono de
Cristo. Su modelo se encuentra en un escrito apócrifo de la Iglesia antigua, la carta
legendaria de Léntulo. Este Léntulo es presentado como cónsul, funcionario al cual Pilato
estaba subordinado, en la época de la actuación pública de Jesús, en el año 12 de Tiberio.
Por casualidad, se encontraba en Palestina cuando tuvo lugar el juicio contra Jesús; y envió
un informe sobre este juicio al emperador, con una descripción de Jesús, que suministró el
modelo básico para el tipo del Cristo bizantino.
La Trinidad tampoco puede ser representada de cualquier modo, sino únicamente según la
manera en que ella misma se representó de acuerdo con la doctrina de la Iglesia en la
palabra divina del Antiguo y el Nuevo Testamento. Se trata, en primer lugar, de un pasaje
del Antiguo Testamento que ya había sido interpretado en la teología de la Iglesia antigua
como una aparición de la Trinidad divina, a saber, la visita de los tres hombres a Abraham
en Mambré (Gn 18); luego, la aparición de las tres personas divinas en el bautismo de Jesús
(Mt 3,16); la escena de Pentecostés, en la que el Señor ascendido al cielo está sentado a la
diestra de Dios, y el Consolador, el Espíritu Santo, es enviado a los apóstoles bajo la forma
de lenguas de fuego (Hch 2); y finalmente la escena de la transfiguración en el Monte Tabor
(Mt 17,2).
Para los iconos marianos no existe un punto de partida dogmático similar en el Nuevo
Testamento. Recién la mariología de los siglos III y IV creó las condiciones
correspondientes. La ausencia de afirmaciones neotestamentarias sobre la imagen de María
fue compensada por numerosas leyendas marianas, que se ocupan sobre todo con la
aparición maravillosa de imágenes milagrosas de la Madre de Dios. En Rusia y en muchas
otras Iglesias ortodoxas, inclusive en el Monte Athos, tales iconos milagrosos, “no hechos
por manos humanas”, se relacionan con apariciones milagrosas de la Madre de Dios, de las
que quedó su icono.
La liturgia de consagración de los iconos de los santos expresa que los santos mismos son
concebidos como imágenes de Cristo. En ellos fue renovada la imagen de Dios por la
acción salvífica del Hijo de Dios hecho hombre.
Los adversarios de las imágenes niegan expresamente que en el Nuevo Testamento se
encuentre una postura nueva con relación a la imagen. Para ellos, lo divino, por su
trascendencia y su carácter espiritual, está situado más allá de toda forma terrenal; y su
representación por medio de materias y formas terrenales ya significa una profanación. La
relación con Dios, que es Espíritu, sólo puede ser puramente espiritual; el culto, tanto
individual como de la comunidad, sólo puede realizarse “en espíritu y en verdad” (Jn 4,24).
Del mismo modo, el modelo divino sólo puede ser realizado en la vida de una manera
espiritual y moral. El camino religioso de la actuación de Dios sobre el ser humano no es el
camino de la actuación externa sobre los sentidos, sino el de la actuación espiritual sobre la
inteligencia y la voluntad. Este tipo de influencia no se puede producir a través del arte
pictórico. La única manera de conocer la verdad es ocuparse con los escritos del Antiguo y
el Nuevo Testamento, que están llenos del Espíritu de Dios.
El sínodo de los iconoclastas del año 754 decidió por unanimidad “que toda imagen, sea de
la materia que fuere y cualquiera que sea el arte pictórico con el que haya sido
confeccionada, de aquí en adelante debe ser retirada de las iglesias cristianas y abominada
como cosa extraña; y que en el futuro nadie se atreva a practicar la ocupación impía de
fabricar imágenes. Quien a pesar de ello se atreva a hacer o adorar imágenes o a colocarlas
en una iglesia o a guardarlas en su casa, deberá, en el caso de ser obispo o clérigo, ser
castigado con la separación de su cargo; y en el caso de ser laico o monje, con la
excomunión; además de ser castigado con las leyes imperiales.”
Los iconoclastas de la época de la Reforma utilizaron mayormente los mismos argumentos.
Para el protestante radical sólo existe la presencia de Dios en la palabra y en el sacramento:
“En la casa de Dios, sólo Dios debe ser adorado y invocado sólo el nombre de Dios”
(Karlstadt).
Incluso después que la teología icónica se impusiera en la Iglesia imperial bizantina, hubo
numerosos grupos cristianos, sobre todo en Asia Menor, en parte ya marginados como
heréticos, en los cuales se mantuvo la antigua enemistad de la Iglesia contra las imágenes,
como p. ej., los montanistas y paulicianos. Las diversas explosiones del iconoclasmo no son
corrientes revolucionarias aisladas y esporádicas. Su tradición interna se extiende a través
de toda la historia de la Iglesia, comenzando con el mayor de todos los movimientos
iconoclastas en la historia universal de los que se tenga conocimiento: la destrucción de
todo el arte sagrado de las religiones paganas del imperio romano.
En el occidente también puede constatarse una continuidad de esta hostilidad latente hacia
las imágenes, que en tierras alemanas se remonta a la época de la misión germánica de
Bonifacio. Vuelve a resurgir con fuerza bajo Carlo Magno, y se manifiesta con la reforma
cluniacense. Puede ser encontrada en diversos movimientos laicos y sectas medievales,
tanto entre los cátaros como los valdenses; y pasa luego a una explosión revolucionaria
relacionada con la Reforma en Alemania, Francia e Inglaterra. En su estructura afectiva y
su argumentación teológica, los diversos tipos históricos del iconoclasmo son de una
sorprendente uniformidad. Significativamente, el rechazo de las imágenes no se detiene
ante la imagen de Cristo; por el contrario, la iconoclasia del año 726 comienza
precisamente con la eliminación demostrativa de una célebre imagen de Cristo en
Constantinopla. La destrucción de imágenes de la época de la Reforma también se dirige
exactamente contra las imágenes de Cristo, que eran destrozadas y quemadas.
¿Cómo fue que en el occidente católico llegó a desarrollarse un arte eclesiástico? La
polémica iconoclasta de los siglos VII y VIII fue un punto de discordia también en al
Iglesia occidental. Pero en el occidente la situación era totalmente diferente. La Iglesia
franco-germana era una Iglesia joven, en la que las imágenes eran mucho más raras que en
la antigua Iglesia bizantina, donde se habían acumulado los iconos santos durante varios
siglos. En el occidente aún no existía un arte plástico cristiano tan desarrollado como en el
oriente. Aquí el cristianismo tampoco tuvo que luchar contra un arte pagano altamente
desarrollado. Donar murmuraba en el roble sagrado, y Bonifacio primero tuvo que
derribarlo para demostrar la superioridad de Cristo sobre el Dios pagano. Entre las tribus
germánicas del occidente no había, como en Éfeso (Hch 19,24), una corporación de
escultores u orfebres, que habrían podido protestar en nombre de sus dioses contra los
iconoclastas cristianos.
El punto de vista occidental se manifiesta con la mayor claridad en las formulaciones de las
decisiones sinodales sobre la cuestión de las imágenes, tales como fueron publicadas en
Francia en los “Libri Carolini”, las colecciones de las leyes del emperador Carlos. Aquí se
subraya que las imágenes sólo tienen un carácter supletorio. No son, pues, entendidas como
manifestación del santo; sino sólo como un hacer presente a la persona santa en el recuerdo,
como un apoyo de la memoria para la verdadera recepción espiritual de las cosas
espirituales a través de la predicación. Esto lleva, por lo tanto, a una comprensión
esencialmente pedagógica y estética de las imágenes. En esta misma línea se sitúa el
pensamiento que las imágenes serian la sustitución de la Sagrada Escritura para los
analfabetas, por consiguiente, para la inmensa mayoría del pueblo de los fieles de aquella
época. Las imágenes son la Biblia de los laicos. El papa Adriano I, que impuso el
reconocimiento del sínodo de Nicea, favorable a las imágenes, señaló también que las
imágenes tenían un carácter concreto y comprensible. Esta idea del aspecto comprensible y
de la invitación a imaginarse corporalmente a las personas santas le posibilitó reconocer en
principio el punto de vista griego del aprecio de la imagen, sin tener que envolverse con la
complicada fundamentación teológica de la veneración de las imágenes. Las ideas
expresadas en los “Libri Carolini” fueron decisivas para la tradición occidental. Según
Tomás de Aquino, las imágenes poseen una triple finalidad en la Iglesia: sustituir los libros
en la instrucción de los incultos; recordar e ilustrar el misterio de la encarnación; y
despertar el afecto de la devoción que, basado en una ilustración, despierta con más eficacia
que cuando sólo escucha. Recién esta actitud básica posibilitó el desarrollo autónomo del
arte eclesiástico occidental. En el occidente cristiano, la imagen recibe su función
específica en el marco de la educación del pueblo. Con esto fue estimulada la creación
artística, desafiándose la fantasía artística del pintor.
Renunciando a la teología del icono, se abandona también el monopolio de la
bidimensionalidad en el arte eclesiástico. Al lado de la pintura aparece la escultura; la
propia pintura, con la introducción de la perspectiva, conquista la tridimensionalidad.
Luego, el arte queda incorporado en toda la vida de la piedad personal. La imagen sagrada
se convierte en objeto de devoción; la persona se coloca delante de una imagen y, al
contemplarla, profundiza los misterios de la revelación cristiana. Como objetos de
devoción, las imágenes son el punto de partida para la contemplación y el recuerdo místico.
Y, a la inversa, la visión mística misma actúa a su vez sobre el arte plástico, en la medida en
que éste representa lo contemplado en la visión. La presión de la tradición que pesa sobre el
arte bizantino poco a poco va desapareciendo en la Iglesia occidental. En la Iglesia oriental,
la forma del arte está tan rígidamente establecida como el dogma de la Iglesia; nada puede
ser modificado en los modelos celestiales. Este pensamiento no desempeña ningún rol en el
occidente. Aquí el arte religioso se adapta en cada caso al clima religioso general de la
Iglesia, a la actitud espiritual y también a las necesidades religiosas. Además puede ser
moldeado por la fantasía imaginativa de cada artista. De este modo, pudo desarrollarse en el
occidente desde el inicio un arte eclesiástico mucho más individual. Igualmente sólo de esta
manera se hace posible desvincular la historia sagrada de su contexto dogmático y
transferirla del pasado al presente de cada época. Con esto se abre el camino para un
desarrollo más amplio y más elástico del arte eclesiástico.

27. Misión y difusión del cristianismo


Principales formas de conversión

La misión y difusión del cristianismo constituyen uno de los más sorprendentes procesos
históricos. Otras grandes religiones, como el budismo y el islamismo, también levantaron
reclamos de validez universal; pero ninguna otra de las grandes religiones pudo lograr la
realización de esta pretensión a través de una expansión misionera por todo el globo
terrestre. Sólo el cristianismo se extendió realmente por toda la tierra y llegó a ser la
religión universal de la humanidad. Pero la realización de esta difusión global es de data
más reciente, pues durante siglos la existencia del cristianismo fue fuertemente amenazada
por la expansión militante del islamismo. El gran salto misionero del cristianismo al nuevo
mundo está directamente relacionado con la eliminación del último baluarte del dominio
islámico en suelo español con la conquista de Granada en 1492 y con la finalización de la
reconquista. Ésta liberó las fuerzas de los reinos católicos de España y Portugal de la lucha
contra el Islam, dejándolas disponibles para la conquista y las misiones del nuevo mundo.
La peculiar difusión del cristianismo por todo el globo se relaciona de manera directa con la
expectativa escatológica cristiana de que el fin estaba próximo. Todos los períodos
particularmente activos de la difusión misionera del cristianismo experimentaron la
influencia de un renacer de la esperanza del fin inminente. La expectativa cristiana del fin
de los tiempos nunca consistió sólo en un deseo pasivo de la venida del reino de Dios. Por
el contrario, el estar comprometido con la fe en el retorno inminente siempre se manifestó a
través de una increíble activación y aceleración de los esfuerzos por preparar el mundo para
el regreso de Cristo y la venida del reino. Este compromiso, transformado en el deber
urgente de “preparar el camino del Señor” (Mt 3,3) y de eliminar todas las resistencias que
se oponen al establecimiento de su reino en la tierra, permite comprender las máximas
realizaciones de la historia de la misión, no sólo las de naturaleza espiritual, sino también
de naturaleza física. Ya el Apóstol Pablo está bajo la presión de la venida del reino de Dios.
Él recorre las tierras de Asia y de Europa para encender en todas partes el fuego del
Evangelio y crear congregaciones con “primicias”, que deberán transmitir el mensaje del
reino. Esta presión escatológica está también detrás de los esfuerzos posteriores por la
expansión cada vez más amplia del cristianismo. Incluso Colón, en esa empresa insólita
para su época de atravesar el océano rumbo al oeste, fue animado por la idea de que Satanás
se había instalado en la India, impidiendo hasta el momento exitosamente la difusión del
Evangelio y retardando con ello el retorno de Cristo. Como de acuerdo a sus cálculos
escatológicos, estaba cerca el momento del regreso de Cristo, era urgente alcanzar la India
por el camino más corto, a los efectos de eliminar el último baluarte de Satanás. Esta misma
expectativa ardiente del fin de los tiempos empujó a Francisco Javier a la India y al Japón.
La misión mundial protestante, iniciada un siglo más tarde, se ubica en la línea de esta
expectativa escatológica del fin de los tiempos. Esto no sólo se aplica a los misioneros
luteranos alemanes Ziegenbalg y Plütschow que, enviados por la corona danesa, fueron en
1706 a la costa de Malabar en la India; sino también a las misiones entre los indígenas
realizadas por los puritanos de Boston bajo la dirección de John Eliot (1604 hasta 1690). El
primer sello de Massachussets mostraba a un indio haciendo seña con la mano, y llevaba la
inscripción: “Ven y ayúdanos”, las mismas palabras con las que en su momento el
macedonio, que se le había aparecido a Pablo en una visión cuando se encontraba en la
ciudad asiática de Tróada, llamara al Apóstol a Macedonia (Hch 16,9). Esta inquietud
escatológica impulsó a los innumerables colaboradores grandes y pequeños de la difusión y
edificación del Reforma a los rincones más alejados del planeta y a los mayores sacrificios,
incluso al martirio; y a las más elevadas realizaciones del servicio y la solidaridad, no sólo
en el terreno del anuncio y la educación religiosos, sino también de las actividades
culturales, agrícolas y médicas. Ya meramente desde el punto de vista de los esfuerzos
físicos, los grandes misioneros de todos los tiempos han rendido al máximo en sus viajes.
Con sus numerosos viajes misioneros, el Apóstol Pablo exhibe un número mayor de millas
recorridas que cualquier general del ejército romano, cualquier funcionario del imperio o de
cualquier comerciante de su tiempo. Francisco Javier también bate todos los récords
mundiales de viajes de su tiempo, soportando las fatigas físicas más colosales en tierra y
mar. John R. Mott (1865-1955), el fundador de la Asociación Cristiana de Jóvenes (YMCA)
y del Movimiento Estudiantil Cristiano de Misión Mundial, “embajador de Cristo” hasta
alta edad, fue el hombre que más viajó en el pasado reciente. En comparación con todos los
diplomáticos y representantes comerciales de su época, Mott presentaba un número récord
de cruces del Atlántico y el Pacífico, e igualmente un número récord no superado de
kilómetros hechos en tren y en automóvil. El lema por él acuñado “Jesucristo a las naciones
en esta generación” (Jesus Christ to the Nations in this Generation) ha sido, en el fondo, el
lema de todos los impulsos misioneros grandes y pequeños, que contribuyeron para
difundir el cristianismo sobre toda la superficie de la tierra.
Este signo escatológico de la misión cristiana continúa sin alteración hasta el día de hoy.
Dos de las actuales instituciones misioneras mundiales, la del movimiento pentecostal y la
de los adventistas, o sea, de las Iglesias cristianas independientes más fuertemente
sostenidas por la expectativa de la pronta venida, son las que presentan los mayores éxitos
en cuanto a su difusión global y a la disposición de los miembros de sus congregaciones al
sacrificio.
Emparentado con la motivación escatológica existe aún otro impulso misionero, ligado al
ideal ascético de no tener patria. A imitación de Cristo, que no tenía patria, y que “no tiene
donde reclinar la cabeza” (Mt 8,20), los monjes iroescoceses exigieron, como forma radical
del ascetismo cristiano, la renuncia a aquello que es lo más querido del ser humano, la
propia patria; y “por amor Cristo” asumieron la condición ascética de no tener patria. En
grupos, frecuentemente de a doce y bajo la dirección de un decimotercero, abandonaban sus
monasterios y se dirigían a tierras extrañas. Estos viajes, que sobre todo en las regiones
celtas del suelo europeo continental los llevaron hasta Suiza y más allá de los Alpes, pero
también a Islandia y Terranova, produjeron en todas partes una intensa actividad misionera.
En parte, esta misión llevó a la fundación de conventos como bases para la misión, como en
Reichenau, en S. Gallen y en Bobbio, Italia. De manera similar, los ermitaños y monjes
ortodoxos rusos, que tuvieron que huir una y otra vez de la intervención del estado y de la
Iglesia oficial, misionaron las vastas regiones del nordeste de Rusia, desde Siberia hasta
Alaska y a la costa del Pacífico. Al lado de los cazadores de pieles, estos monjes eremitas
constituían los puestos de avanzada de la colonización de Siberia. También en tiempos más
recientes, esta modalidad de misión relacionada con el ideal ascético de no poseer una
patria contribuyó siempre de nuevo a reactivar la misión cristiana; llegando hasta el Padre
Charles de Foucauld (fallecido en 1916), que concluyó su vida como misionero ermitaño
entre los beduinos del Sahara con el martirio.
A esta participación decisiva de la expectativa escatológica de la proximidad del fin en la
actividad misionera corresponde el hecho de que a lo largo de la historia de las misiones, la
paralización de la empresa misionera siempre está ligada con un decaimiento de la
expectativa escatológica. Lutero, p. ej., manifestó su desinterés por la misión entre los
paganos con el argumento que el mandato bautismal de Jesús (Mt 28,19): “Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes”, ya había sido cumplido por los apóstoles, y que no valía más
para el presente. Aún en el año 1651, la Universidad de Wittemberg rechazó el deber
misionero con esta misma argumentación teológica. Es sintomático que en las Iglesias
territoriales de la Reforma, los impulsos para la misión entre los paganos no hayan partido
de las autoridades eclesiásticas, sino del pietismo y de los movimientos de avivamiento.
Éstos redescubrieron el deber misionero de todo cristiano individual, especialmente del
laico cristiano, y lo activaron mediante la fundación de sociedades misioneras.
Según un prejuicio ampliamente divulgado, la dinámica de la difusión misionera no parece
valer para la Iglesia ortodoxa oriental. Pero este prejuicio desconoce la verdadera fuerza
misionera de la Iglesia ortodoxa oriental. Si en las Iglesias ortodoxas modernas que aún
sobreviven en Siria, Líbano, Palestina, Egipto y Etiopía, como también en la Iglesia Mar
Toma en la India y entre los escombros de la Iglesia nestoriana en Persia, se puede percibir
hoy muy poco de una actividad misionera, ello se debe al hecho que estas Iglesias una y
otra vez estuvieron expuestas a persecuciones o a una carga tributaria particularmente
pesada; desde la primera época de la expansión del islamismo; luego, desde el tiempo de las
invasiones de los tártaros en los siglos XIII y XIV; y sobre todo desde el establecimiento
del dominio turco. Algunas de las Iglesias orientales, hasta entonces florecientes,
disminuyeron fuertemente en membresía; a las que quedaban, les fue prohibida
severamente toda actividad misionera entre los musulmanes por parte de las autoridades
mahometanas; de la misma manera que a la inversa la legislación islámica prescribía las
más rigurosas penas para la conversión de musulmanes a la Iglesia cristiana. Bajo la
influencia del sistema hinduista de castas, los cristianos de la Iglesia Mar Toma de la India
se transformaron en una casta cerrada, perdiendo con ello su posibilidad misionera. La
paralización del impulso misionero es, por consiguiente, sólo el resultado de una opresión
estatal de varios siglos y que, bajo la amenaza de los más severos castigos, prohibió el
ejercicio de toda actividad misionera a los restos de las Iglesias ortodoxas y cismáticas del
Medio Oriente y del Extremo Oriente.
Estas Iglesias tampoco pudieron recuperarse de estas restricciones jurídicas cuando en el
contexto de la expansión colonial de los pueblos europeos, a su vez ligada sobre todo a la
política imperial británica y a la política de protectorados franceses en el Cercano Oriente,
las misiones católicas romanas y protestantes obtuvieron la posibilidad de conseguir
condiciones sustancialmente más favorables para su trabajo por medio de acuerdos
internacionales. La coexistencia de misiones católicas romanas y protestantes muy activas,
al lado de las antiguas Iglesias residuales ortodoxas, misionalmente paralizadas desde hace
siglos, contribuyó a profundizar este malentendido sobre la incapacidad misionera de la
Iglesia ortodoxa.
Sin embargo, en realidad partió la más intensa actividad misionera de la ortodoxia cuando
ésta estaba en sus tiempos de apogeo. Y no sólo hacia el este, donde ya en los siglos III y
IV el cristianismo ortodoxo, en su modalidad nestoriana especial, avanzó hasta la China,
Asia Centra y Mongolia; sino también en dirección oeste, donde las tribus germánicas
recibieron su primera cristianización desde Asia Menor y Bizancio, en la época de la
invasión de los bárbaros; y aún hacia el norte, noreste y noroeste, donde los pueblos
eslavos, tanto los del oeste y del sur como sobre todo los del este, fueron misionados desde
Bizancio. Más tarde, esta misión de los germanos, como también la de los eslavos del oeste,
sobre todo en el ámbito del reino de Moravia, fue sustituida por una misión católica
romana, que incorporó las tribus alemanas y eslavas del oeste al cuerpo de la Iglesia
católica. Este hecho hizo que la actividad misionera occidental de la Iglesia ortodoxa cayera
en el olvido.
En la época de su apogeo, la Iglesia ortodoxa no sólo estaba orientada en su dinámica
espiritual con todas sus fuerzas hacia la difusión del Evangelio entre los pueblos no
cristianos, sino que también defendió teológicamente un principio misionero, que
fomentaba enfáticamente esta actividad, a saber, el de predicar el Evangelio a los diferentes
pueblos en sus propias lenguas y realizar el culto según una liturgia celebrada en esta
misma lengua. En la Iglesia siria se hablaba, se predicaba, se cantaba, se enseñaba y se
celebraba la liturgia en sirio; en la Iglesia armenia, en armenio; en la Iglesia copta, en
copto; en la Iglesia georgiana, en georgiano. Detrás de esta práctica se encuentra una
comprensión teológica muy especial de la lengua del pueblo. La teología de la Iglesia
antigua ya había tomado de la tradición bíblica sus conceptos de las grandes fases del
desarrollo de las lenguas de la humanidad, oponiendo los relatos de la confusión babilónica
de las lenguas y el relato del milagro de las lenguas en la efusión del Espíritu en la primera
fiesta de Pentecostés, como los dos grandes momentos de inflexión en la evolución
histórico-salvífica de las lenguas. La confusión de las lenguas en la construcción de la torre
de Babel (Gn 11) fue considerada como un castigo por la sublevación contra Dios, rebelión
ésta que destruyó la unidad del verdadero conocimiento de Dios y promovió la difusión de
religiones falsas. Por su parte, se consideraba que esta evolución de las lenguas, hasta
entonces bajo la ira de Dios, había sido transformada en la efusión del Espíritu en
Pentecostés (Hch 2,6 y ss.) en gracia para la salvación de los pueblos. La efusión del
Espíritu en el día de Pentecostés fue comprendida como el bautismo de las lenguas de los
pueblos y como su elevación a la condición de instrumentos para la proclamación del
mensaje divino de la salvación al mundo entero y a todos los pueblos. Partiendo de esta
postura teológica básica, los misioneros ortodoxos de todos los países y todas las épocas se
esforzaron por llevar a los pueblos misionados el Evangelio y la liturgia en sus respectivas
lenguas. Con ello, el impulso más fuerte para la creación lingüística salió precisamente de
la misión ortodoxa en occidente y oriente, en suelo germánico, eslavo, del Asia Menor y
Central. Muchas de las lenguas de los pueblos y tribus de Europa, Asia menor, Siberia y
Asia Central, misionados por la Iglesia ortodoxa, sólo fueron elevadas a la categoría de
idiomas literarios por el hecho de que los misioneros ortodoxos tradujeron la Biblia y los
escritos litúrgicos.
Traducir la Biblia a la lengua de un pueblo significa habilitar esta lengua para la
colaboración en la edificación del reino de Dios, y delimitar lingüísticamente el ámbito
sagrado en el que podrá realizarse luego el posterior desarrollo literario de ese idioma. Esto
coloca al traductor de la Biblia ante la tarea creativa de recrear todo el universo del mundo
intelectual y terrenal, de la naturaleza y la sociedad, de lo sagrado y lo profano, que se
encuentra en los escritos del Antiguo y el Nuevo Testamento, a partir del material muchas
veces aún no preparado de una lengua que hasta entonces aún no era una lengua literaria.
En verdad, un trabajo de traducción como éste significa para el idioma en cuestión y con
ello, para el pensamiento del respectivo pueblo, la primera conquista del universo espiritual
y terrenal. De esta manera, la traducción de la Biblia es el renacimiento y el bautismo de
cada lengua.
Desde el inicio, la misión, la civilización y la colonización estuvieron directamente ligadas
entre sí, porque en todos los casos la misión partió de grupos líderes, que en comparación
con los pueblos misionados, al mismo también representaban un nivel de civilización más
avanzado, y cuyo progreso estaba relacionado con la actitud específicamente cristiana
frente a Dios, el prójimo y la naturaleza. En sus territorios de misión entre las tribus
alemanas y eslavas, los cistercienses, por ejemplo, no sólo introdujeron formas más
elevadas de los oficios y la arquitectura – desde la construcción de casas hasta
construcciones técnicas y la edificación de iglesias –; sino que difundieron también formas
más avanzadas de agricultura, fruticultura, viticultura y ganadería. Pero sobre todo fueron
los portadores de un progreso técnico considerable por la construcción de canales,
estanques para la cría de peces, molinos de agua y de viento.
La vinculación entre la misión, la civilización y la colonización prosiguió luego de una
manera más amplia e intensiva en la conquista del nuevo mundo por los españoles y
portugueses y en la misión católica vinculada a la misma. Esta conquista del nuevo mundo
ha llevado de facto al exterminio de las antiguas culturas indígenas y a la transferencia del
catolicismo europeo, español y portugués, a las nuevas colonias conquistadas. Esto no sólo
se manifiesta en la organización eclesiástica, la fundación de universidades y centros de
formación, la arquitectura y el arte eclesiásticas; sino también en la manera en que toda la
vida cultural, intelectual, económica e industrial del nuevo mundo fue marcada por el
modelo de las potencias coloniales europeas. Esta impronta se conservó incluso después de
la separación política de las colonias de la corona española o portuguesa en el siglo XIX.
Aún hoy, aquella marca sigue actuando, a pesar de las amplias y profundas
transformaciones producidas por el nacionalismo indígena, el iluminismo europeo, la
influencia norteamericana y el socialismo moderno.
Lo mismo vale también para otros continentes. En el ámbito de las colonias francesas del
África, al norte y al sur del Sahara, se difundió el catolicismo bajo la dirección de órdenes
misioneras francesas. De la misma manera, el catolicismo francés logró una gran influencia
en el Cercano Oriente, donde Francia ejerció el protectorado oficial sobre la misión
católica. Las fuertes repercusiones de la misión francesa en Vietnam se manifestaron
claramente como factor político y cultural durante la Guerra de Vietnam. El catolicismo
belga se difundió por medio de sus órdenes misioneras en el Congo Belga; el catolicismo
portugués, en las colonias portuguesas en África, en América del Sur (Brasil), en la India
(Goa); y bajo el dominio del “patronato” de la colonia portuguesa, hasta en el Japón y la
China. La influencia de la Iglesia española, por su parte, se extendía más allá de América
del Sur hasta las Filipinas, pasando por el Pacífico Austral.
Algunas colonias, con el cambio de sus amos coloniales, fueron arrastradas a los conflictos
internos de las Iglesias confesionales europeas. Un ejemplo típico para ello es la historia de
la misión en Ceilán. Este país, en el cual el budismo fue religión oficial, primero llegó a ser
católico bajo el dominio portugués, luego pasó a ser reformado bajo el dominio colonial
holandés, y terminó siendo anglicano bajo los ingleses. Después de lograr la independencia
política, se hizo sentir en Ceilán una fuerte reacción budista, y muchos cristianos cingaleses
volvieron al budismo.
Desde el inicio, la misión protestante fue fuertemente marcada por móvil pietista de
iluminar las “tinieblas” del mundo pagano por la “luz” del mensaje cristiano. La teología de
la ilustración adoptó una actitud positiva ante el reconocimiento de los valores morales y
espirituales de las grandes religiones asiáticas, sobre todo del confucianismo. Leibniz
bosquejó un programa de una misión bilateral: a través de sus misioneros, los chinos
deberían divulgar en Europa las ideas del derecho y la ética naturales, mientras que los
misioneros cristianos difundirían en la China las doctrinas de las verdades sobrenaturales
reveladas del cristianismo, sirviendo al mismo tiempo de transmisores de las ciencias
occidentales. Por razones de organización, esta propuesta no pudo realizarse en aquel
momento; pero inauguró una penetración de las ideas de las grandes religiones asiáticas en
Europa, fomentada por los europeos instruidos. En los siglos XIX y XX, la iniciativa
misionera estaba nuevamente en las manos de las Iglesias independientes y sectas
fundamentalistas norteamericanas, que habían sido tocadas por el movimiento de
avivamiento. Estas Iglesias enfatizaban la tarea misionera individual de cada cristiano y
cubrieron el mundo con una red de puestos misioneros, en los que frecuentemente
trabajaban misioneros laicos. En el ámbito de las Iglesias territoriales nacidas de la
Reforma, la iniciativa misionera partía sobre todo de los grupos pietistas (August Hermann
Francke, Zinzendorf). Mientras que en las Iglesias independientes el mandato misionero fue
reconocido y puesto en práctica desde el principio como una tarea de la Iglesia, las Iglesias
territoriales provenientes de la Reforma dejaban la misión externa en manos de
asociaciones privadas de cuño pietista o del movimiento de avivamiento. Estas asociaciones
formaban misioneros y los enviaban a los respectivos terrenos de misión. De esta manera,
la misión produjo un transplante del pluralismo eclesiástico de los países madre a los
campos de misión. Con ello también transfirió la competencia confesional a los territorios
misioneros de África, América y Asia, frecuentemente para perjuicio del propio
cristianismo.
Por el otro lado, la multiplicidad confesional y la competencia de las Iglesias misioneras,
llevada a expensas de los aborígenes, se convirtieron en el impulso más fuerte para que las
Iglesias misioneras comenzaran a pensar en un trabajo ecuménico conjunto. La misión
externa acercó y reunió a las confesiones cristianas y puso en marcha el movimiento
ecuménico. De esta manera, ya a fines del siglo XVIII surgió en el campo misionero una
colaboración entre la Iglesia Presbiteriana Escocesa y la iglesia Episcopal inglesa, dos
Iglesias que en su patria estaban separadas por una profunda y tradicional disputa religiosa.
En 1795, en una época en la que en Inglaterra los disidentes eran apenas tolerados y no
tenían ningún derecho político, fue creada la Sociedad Misionera de Londres, que tenía por
objetivo realizar misión entre los paganos, sin estar ligada a ninguna Iglesia determinada.
En la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, fundada en 1804, miembros de la Iglesia
institucional cooperaban con las numerosas Iglesias independientes. La Conferencia
Misionera Mundial de Edimburgo, en 1910, marcó el nacimiento del movimiento
ecuménico. Hoy las llamadas “Iglesias jóvenes”, nacidas de las misiones europeas y
norteamericanas, son las que más fuertemente abogan por la reunificación de las Iglesias
cristianas. La fuerza de su participación en el Consejo Mundial de Iglesias se manifiesta en
el hecho de que varias de las últimas grandes asambleas de este Consejo y las conferencias
misioneras mundiales se realizaron en tierras asiáticas o africanas, en el ámbito de los
antiguos terrenos de misión (p. ej., Nueva Delhi en 1961, Addis Abeba en 1970); y que las
Iglesias surgidas de las misiones pasaron a considerar la misión como tarea suya,
asumiéndola también parcialmente en la práctica.
Bajo la influencia del desarrollo ecuménico, las antiguas Iglesias misioneras europeas y
norteamericanas modificaron mucho su manera tradicional de misionar. Consintieron que
las Iglesias hasta entonces “hijas” se transformaran en Iglesias autónomas, y se limitan a
una tarea consultiva en el terreno de la formación teológica y pedagógica. En atención a la
situación modificada de las misiones, han sido desarrollados parcialmente tanto del lado
católico romano como del protestante programas de “indigenización” de la misión cristiana
y de una mayor adaptación de la proclamación y de la liturgia al estilo de vida y a las
tradiciones culturales de las comunidades africanas y asiáticas. Pero hasta cierto punto se
trata aquí de una reacción romántica contra una identificación unilateral, practicada hasta
ese momento, de la misión cristiana con una europeización o norteamericanización. A la
larga no se puede negar que el moderno desarrollo técnico, científico y social es un
producto del mundo cristiano occidental; y que por otro lado ya no existen más culturas y
civilizaciones asiáticas o africanas no cristianas y no occidentalizadas, sino que todas ellas,
en mayor o menor grado, ya han sido envueltas en el proceso de occidentalización. Incluso
la “indigenización” del cristianismo no les ahorrará a las Iglesias jóvenes la discusión
decisiva con las exigencias del mundo moderno globalizado, marcado por la ciencia, la
tecnología y la economía occidentales.
La familiaridad de las Iglesias misioneras con la población nativa de Asia, África e
Indonesia con sus condiciones lingüísticas, religiosas, culturales y sociales peculiares y el
hecho de que la creación de las instituciones religiosas, médicas, agrícolas y pedagógicas
fue sostenida hasta el momento sobre todo por las Iglesias misioneras, implica que estas
Iglesias posean hoy una participación importante en la llamada ayuda para el desarrollo.
Esto es legitimado por el hecho de que el sistema económico y social occidental surgió del
pensamiento cristiano, por más numerosos que hayan sido los grados de secularización y
pseudomorfosis que atravesara. Evidentemente el pensamiento cristiano es el que está en
mejores condiciones de crear las bases intelectuales en los pueblos hasta ese momento no
cristianos y que fueron invadidos por la civilización occidental, para que estos pueblos
también puedan asumir mentalmente esta civilización técnica. Piénsese tan sólo en el
concepto del tiempo, un concepto marcado por el cristianismo, que sirve de base a nuestra
civilización y organización técnica; o en las categorías del pensamiento histórico en que se
base nuestro pensamiento occidental, y que tienen una raíz específicamente cristiana.
También es muy significativo el hecho de que el calendario cristiano, con la semana de
siete días con el domingo como día de descanso – ahora el fin de semana –, se haya
impuesto en todo el mundo; y que el ritmo de trabajo occidental, con sus horas de trabajo
regulares y su tiempo libre y las vacaciones regulares, fuera introducido por todas partes.
Este desarrollo puso fuera de vigencia los numerosos calendarios festivos no cristianos del
hinduismo, budismo, taoísmo; con sus fiestas religiosas extendidas frecuentemente por
muchas noches, o – como en el budismo – con su ciclo festivo basado en el calendario
lunar. En Ceilán, por causa de la resistencia de los propios cingaleses, que no querían
quedar excluidos del ritmo global de trabajo y tiempo libre de los siete días de la Iglesia
cristiana, fracasó la tentativa hecha en nombre de la reacción nacional budista de sustituir el
calendario cristiano festivo, introducido por los portugueses, holandeses e ingleses,
nuevamente por el calendario lunar budista. En el Japón, por su parte, las sectas budistas
comenzaron a las predicaciones y escuelas dominicales, a pesar de que el domingo no tenga
absolutamente nada que ver con el orden del calendario budista. Sólo los judíos y los
musulmanes mantuvieron su propio ritmo septenario.
A lo largo de los siglos, la meta fundamental de la misión cristiana fue “la conversión”. Con
ello, la proclamación cristiana asumió la exigencia central que ya el Antiguo Testamento
dirige a los hombres, de “volverse a Yahveh con todo el corazón” (1 S 7,3). Esto ha de
realizarse en tres sentidos: 1) Abandonar la impiedad y volverse al Señor (Is 55,7); 2)
Abandonar los falsos dioses y volverse al Dios verdadero y único; y 3) Abandonar la propia
maldad (Ez 33,11). En el mensaje cristiano, la conversión significa abandonar los lazos con
el antiguo eón y su señor Satanás, y volverse al nuevo eón venidero y su Señor, Cristo. Esta
conversión encuentra su expresión dramática y simbólico-sacramental en la liturgia del
bautismo. Su primera parte de esta liturgia consiste en que el fiel, mediante una fórmula
correspondiente pronunciada en dirección hacia el oeste delante de la puerta de la iglesia,
renuncia solemnemente a obedecer a Satanás, el señor de este mundo; volviéndose luego al
este para entregarse a su nuevo Señor Cristo mediante el Credo. De este modo, la
conversión aún queda expresada de manera simbólica y dramática por una media vuelta
litúrgica de oeste a este. Para la predicación cristiana misionera, la conversión del Apóstol
Pablo, descrita en todos sus detalles dramáticos en los Hechos de los Apóstoles, llegó a ser
el modelo clásico, del que se ocuparon exhaustivamente tanto la predicación como la
catequesis, y que también fue representado repetidamente en la iconografía de la Iglesia.
Saulo, que “respiraba amenazas y muerte contra los discípulos del Señor” (Hch 9,1), y que
se dejó autorizar por la jerarquía del templo como plenipotenciario para detener a los
discípulos del Señor en Damasco y “llevarlos atados a Jerusalén” (Hch 9,2), es tirado a
tierra por una visión del Señor cerca de Damasco, y es transformado de perseguidor de la
Iglesia de Cristo en su apóstol. Este modelo de conversión como una irrupción súbita de
Cristo en una vida que estaba volcada enteramente en su contra y la transformación total de
un hombre que resiste a Dios en un instrumento del Señor, esta metamorfosis de un
destructor del reino de Dios en un colaborador de Dios en la edificación de su reino, ha
llegado a ser el modelo de la conversión cristiana. Esto fue impuesto como norma, sobre
todo en la predicación conversionista de las diversas formas del movimiento de
avivamiento, fuertemente volcada a la conversión individualista – desde el pietismo y el
metodismo hasta los gigantescos movimientos de avivamiento del siglo XIX que, partiendo
desde el medio oeste de los Estados Unidos y pasando por Inglaterra, se extendían hasta
Alemania y Rusia. John Wesley (1703-1791), por ejemplo, tenía por objetivo despertar con
su predicación una actitud de penitencia que transformase radicalmente la vida.
Frecuentemente el resultado de su predicación consistió en que aquellos, que eran tocados
por el llamado a la penitencia, caían al suelo, cuan Pablo; un proceso que muchas veces se
repitió en las predicaciones penitenciales de los predicadores de los movimientos de
avivamiento del siglo XIX. La fórmula de Wesley para este estado: “derribado por el
Señor” (“slain by the Lord”), se impuso como designación típica para todo el movimiento
de avivamiento. Generalmente, el cambio súbito provocado por la predicación de
penitencia, la “decisión por Cristo”, está asociado a una confesión de los pecados de la vida
pasada, de cuya gravedad repentinamente toma conciencia el convertido. Así, en muchos
casos la práctica del movimiento de avivamiento incluye el “banco de penitencia”, donde el
convertido, luego de ser transformado por el llamado a la penitencia, hace la confesión de
sus pecados. Esta antigua práctica llevó después a diversas formas de modernización de la
confesión. En el pietismo alemán se impuso otro tipo de conversión, por influencia de
August Hermann Francke (1663-1727); a saber, la conversión como epílogo de una “lucha
de penitencia”, en la que la persona pasa por todos los abismos de la duda sobre la propia
salvación e incluso sobre la existencia de Dios y la realidad de la historia de la salvación.
August Hermann Francke quería que este camino, que fuera el camino recorrido por él
mismo, fuera considerado como la norma universalmente válida de conversión,
exigiéndolo, p. ej., de los candidatos al pastorado como condición para la aprobación
exitosa de sus estudios. En muchos casos, esto llevó a actitudes hipócritas y fingidas. Frente
a ello, Zinzendorf (1700-1760) ya recordó que la “conversión” no se deja reducir a un
patrón estándar único, sino que Dios tiene “muchas maneras de atraer hacia sí a los suyos”.
Zinzendorf tuvo el gran mérito de mostrar la validez de un pluralismo de tipos de
conversión, que hace justicia a la variedad que de hecho existe tanto en la individualidad de
las personas como también en la multiformidad de las experiencias y concepciones
religiosas. Al lado del tipo de la conversión repentina, ya existe desde los comienzos
también el tipo del acercamiento lento, gradual y progresivo al mensaje cristiano de
salvación. También aquí pueden constatarse diferencias de carácter, conforme predomine
un impulso a conocer la verdad, de características más fuertemente intelectuales (como ya
ocurrió con el mártir y filósofo Justino); o una necesidad de salvación más fuertemente
emocional; o una mezcla de motivos intelectuales y emocionales (como en las
“Confesiones” de Agustín). La primera presentación biográfica detallada de una historia de
conversión, a saber, las “Confesiones” de Agustín, contienen toda una gama de
motivaciones emocionales, intelectuales y espirituales de la conversión. De esta manera,
evitan el peligro que surge siempre de nuevo: el de monopolizar un modelo unilateral de
conversión en la Iglesia.

28. Esperanza escatológica cristiana


El juicio final
La vida después de la muerte

Para los fieles de la Iglesia antigua, las “últimas cosas” eran, en vista de su urgencia, las
primeras cosas. El contenido central de su fe y de su esperanza era el reino de Dios que
viene, y de cuya llegada inminente estaban firmemente convencidos. La idea del reino de
Dios que viene estaba estrechamente ligada a la fe en Jesucristo, el inaugurador del reino de
Dios. Las antiguas promesas del Salvador y del tiempo de salvación venidero habían
llegado a ser realidad en Jesucristo: el tiempo se había cumplido. Pero por otro lado, este
cumplimiento aún no está completo. Recién había comenzado con Jesucristo, el
primogénito de entre los muertos. La plenitud de la salvación sólo se producirá con la
segunda venida del Señor en gloria; entonces él celebrará el gran banquete nupcial con los
suyos y se sentará con ellos a la mesa (Lc 13,29).
En la esperanza del reino de Dios viven lado a lado, en la cristiandad primitiva, las dos
formas recibidas de la promesa del judaísmo tardío: la esperanza en un reino mesiánico en
esta tierra, con centro en Jerusalén, que sería fundado por un Mesías terrenal de la tribu de
David; y la esperanza en un reino celestial, que traería el Mesías Hijo del Hombre venido
del cielo, en el que habrán de participar los ciudadanos elegidos del reino de todos los
tiempos, ya resucitados. Pero estas formas de la esperanza de salvación no fueron separadas
nítidamente en la Iglesia antigua, sino que se entrecruzan desde los inicios de muchas
maneras. Por influencia de las persecuciones que se surgieron después de la muerte de
Jesús, se impone una duplicidad peculiar de la esperanza escatológica. En Pablo y en el
Apocalipsis de San Juan se encuentra la esperanza que los fieles cristianos, juntamente con
su Señor que retorna, primeramente habrán de gobernar la tierra por algún tiempo; más
precisamente, aquellos cristianos, que aún estuvieran vivos en el momento del retorno, así
como el Señor los encuentre, ellos no morirán (1 Ts 4,17); mientras que los cristianos ya
fallecidos resucitarán, y participarán como resucitados en su reino en la tierra. Sólo después
de la conclusión de este primer acto de los acontecimientos escatológicos, tendrán lugar,
entonces, la resurrección universal de todos los muertos y el juicio, en el cual participarán
los elegidos como jueces (1 Co 6,2).
En el apocalipsis de San Juan, esta esperanza se condensa en la idea de un reino de mil
años. El dragón será encadenado por mil años y lanzado al abismo. Los cristianos que
resucitan primero “revivieron y reinaron con Cristo mil años” (Ap 20,4). Recién después
tienen lugar la resurrección de todos los muertos, el juicio universal, la creación del nuevo
cielo y la nueva tierra, y el descenso de la Jerusalén celestial. Según el Apocalipsis de San
Juan, este reino de mil años es un reino al cual pertenecen los ciudadanos elegidos, sobre
todo los mártires y todos los que perseveraron en el tiempo de la persecución. Es un reino
de los elegidos privilegiados.
A lo largo de la historia, esta promesa tuvo un efecto revolucionario. No sólo en el sentido
de su duración, sino también según su naturaleza el reino de mil años es un estado
intermedio entre la situación actual en la tierra y la situación que será traída por el juicio
final. Ya en la Iglesia antigua, la esperanza de este estado adquirió los colores de una utopía
social y política. Se esperaba un tiempo en que los cristianos elegidos habrían de reinar
sobre la tierra, y juzgarla juntamente con su Señor. Fueron precisamente estas esperanzas
quiliastas las que a lo largo de la historia suministraron una y otra vez los impulsos para
reformas y revoluciones eclesiásticas, políticas y sociales; ellas fascinaron la fantasía
mucho más intensamente que la segunda parte de la esperanza escatológica, el “juicio
final”. Ya en la Iglesia antigua, la esperanza de un paraíso futuro, de una “edad de oro”, se
asocia a la esperanza del reino de mil años. Ocasionalmente, los temas de la utopía religiosa
y social ya llegan a fundirse en la imagen del país de Jauja, que representa uno de los
modelos de la utopía social: el sueño de la completa satisfacción de todos los deseos,
alcanzada sin trabajo y sin esfuerzo. Ya en la Jerusalén del Apocalipsis que desciende del
cielo, el agua de la vida es “gratis” (Ap 21,6; 22,17).
El hecho de que se demoró el regreso de Cristo (la demora de la parusía) tuvo como
consecuencia un debilitamiento de la esperanza en la proximidad del fin. En el proceso de
“desescatologización” (Martin Werner), la institución de la Iglesia organizada toma cada
vez más el lugar del reino de Dios esperado. Esta evolución termina en el occidente con
Agustín, que deja de lado la esperanza primitiva en la proximidad del fin, declarando que el
reino de Dios ya comenzó en la tierra con la institución de la Iglesia, que ésta es el
representante histórico del reino de Dios en la tierra, y que la primera resurrección no es un
acontecimiento del futuro próximo o distante, sino que ya ocurrió y continúa ocurriendo
permanentemente dentro de la Iglesia en el sacramento del bautismo, por el cual los fieles
son introducidos al reino de Dios. Esta “desescatologización” constituye la base del
desarrollo de la Iglesia romana. La esperanza del reino de Dios, de la resurrección de los
fieles y del juicio final se convierte ahora efectivamente en una doctrina de las “últimas
cosas”, que pierden su actualidad inmediata para la fe como esperanza tensa en la
proximidad del fin, pues los dones salvíficos del reino de Dios venidero ya están presentes
en los sacramentos de la Iglesia.
A pesar de ello, la esperanza original en la proximidad del fin volvía a manifestarse
espontáneamente una y otra vez en la historia del cristianismo. Importantes impulsos
revolucionarios y creativos para la Iglesia partían precisamente de aquellos grupos, en los
que volvía a prender esta expectativa. Antes de la Reforma del siglo XVI, surgieron grupos
heréticos al lado de la Iglesia católica, que acusaban a Roma de haber traicionado la
esperanza escatológica original en la proximidad del fin, y que trataban de renovarla, como
por ejemplo el montanismo; pero también algunas sectas medievales como los cátaros y
albigenses; Arnoldo de Brescia, la orden de los humildes, los valdenses, o incluso los
joaquimitas y espirituales franciscanos. Ahora bien, en el seno de la Iglesia católica misma
surgieron una y otra vez movimientos cuyos esfuerzos reformadores se inspiraban de una
esperanza en la proximidad del fin. De esta manera, siempre hubo nuevas irrupciones de
esta esperanza en la Iglesia medieval, en conexión con las grandes catástrofes internas y
externas: las epidemias de la peste, la invasión del Islam, el cisma y la guerra fratricida
entre las dos cabezas del “corpus christianum”, el emperador y el papa.
La Reforma luterana también fue sustentada por una esperanza de la proximidad del fin.
Para todos los reformadores, el punto de partida de su interpretación escatológica de la
historia fue que el “anticristo interno”, el papa, se había establecido en el templo del lugar
santo; y que la Iglesia, perseguida por el “anticristo externo”, los turcos, habría entrado en
los dolores de parto del final de los tiempos. Pero las Iglesias nacidas de la Reforma se
transformaron pronto en Iglesias territoriales establecidas, que por su parte reprimieron la
expectativa del final de los tiempos. También en ellas, la doctrina de las “últimas cosas” se
convierte en un apéndice de la dogmática. En el período posterior a la Reforma, la
expectativa de la proximidad del fin queda relegada a grupos aislados que surgen al margen
de las Iglesias institucionales y que hacen de la forma especial de su esperanza en el fin
próximo el objeto de su constitución sectaria. Esto tiene como consecuencia que desde la
Reforma, la Iglesia romana prácticamente es inmune contra los movimientos escatológicos.
Menos inmune parece ser la Iglesia luterana, en la cual surgieron algunos grupos con el
pietismo y el movimiento de avivamiento, cuya actividad dentro de la Iglesia era
determinada por la expectativa de la proximidad del regreso de Cristo. En el ámbito de las
Iglesias independientes y sectas anglosajonas, primero durante la época de la Revolución
inglesa y más tarde en conexión con el movimiento de avivamiento en los Estados Unidos,
tuvo lugar la formación de numerosos grupos escatológicos, en progresión impresionante.
Estos grupos tuvieron una importante participación en la renovación y la difusión del
cristianismo en el sentido de las misiones internas y externas. Actualmente, son
representados por el movimiento pentecostal y por los adventistas. En parte se establecieron
como denominaciones adventistas propias; en parte también transmiten un carácter
adventista a Iglesias ya existentes, sobre todo en el ámbito de los bautistas y el metodismo,
pero también del congregacionalismo.
En la mayoría de los casos, las grandes acciones misioneras de la Iglesia cristiana se basan
en un despertar de la expectativa en la proximidad del fin, que crea una singular tensión:
por un lado, está la conciencia de que el fin del mundo está cerca y que hasta el regreso de
Cristo el Evangelio debe ser proclamado a todos los pueblos; por el otro, la constatación de
que la Iglesia hasta ahora descuidó este deber, y que por ello aún queda por hacer todo
hasta el regreso de Cristo. Sólo esta tensión gigantesca entre la tarea universal y la
negligencia en cumplirla, y la idea de que la enorme tarea debe ser cumplida en tiempo
extremadamente breve, nos permiten comprender las impresionantes realizaciones físicas y
espirituales de os grandes misioneros cristianos. Esto se verifica, p. ej., ya en la misión
católica de los franciscanos de los siglos XIII y XIV, que después de la invasión de las
antiguas regiones cristianas del África y de Asia por el Islam, por primera vez volvían a
dirigirse por tierra y por mar, bajo las condiciones más adversas que se puedan imaginar, a
la India, China y Mongolia, para proclamar allí el Evangelio. De manera similar, el
movimiento misionero de los siglos XVIII y XIX partió también de grupos escatológicos.
La difusión global de la misión cristiana en el siglo XIX, que llevó a la formación de
comunidades cristianas en todos los continentes y al surgimiento de las llamadas “Iglesias
jóvenes” autónomas por todas partes en suelo africano y asiático, es la consecuencia directa
de una nueva irrupción de la expectativa profética de la proximidad del fin – “Jesucristo a
las naciones en esta generación” – en el protestantismo continental y anglosajón.
Significativamente, las misiones pentecostales y adventistas encontraron resonancia
particular en tierras africanas y sudamericanas, llevando a la fundación de nuevas Iglesias
mesiánicas. De la misma manera, sólo el gran movimiento de avivamiento surgido a fines
del siglo XVIII en América del Norte, sobre todo en territorio pionero en el medio oeste, y
que más tarde, en la primera mitad del siglo XIX, se transformó en un verdadero
movimiento popular, consiguió superar el distanciamiento existente con relación a la
Iglesia.
La esperanza profética en el fin próximo ejerció una gran influencia sobre el movimiento
migratorio. A lo largo de la historia de la Iglesia, ella movió una y otra vez a grandes masas
humanas. En cierto sentido ya pueden ser incluidas aquí las cruzadas, cuando grandes
masas de cristianos europeos cada tanto volvían a dirigirse a Palestina, con la idea de
encontrar allá la tierra de su salvación y de estar presentes en persona cuando Cristo retorne
para establecer allí su reino. El toque escatológico de las cruzadas puede ser percibido en
las predicaciones de Bernardo de Claraval (1147), que despertó el entusiasmo por la
expedición para liberar a Jerusalén apelando a la urgencia del final de los tiempos. De la
misma manera, el movimiento migratorio en dirección a América también fue influenciado
por los plazos escatológicos. El propio Colón ya fue motivado a emprender en 1492 su
viaje hacia el oeste por cálculos escatológicos del pronto retorno de Cristo. No sólo los
puritanos, que se dirigían a América del Norte en el siglo XVII, sino también los cuáqueros,
bautistas y metodistas del siglo XVIII, veían en América el desierto prometido por el
Apocalipsis según San Juan, al cual huye la mujer vestida de sol, la verdadera Iglesia,
perseguida por el dragón de las Iglesias europeas estatales, para dar a luz allí a su hijo, la
comunidad de los últimos tiempos (Ap 12,6). Cuando en 1681 William Penn pone el
nombre de Filadelfia a la capital de las regiones boscosas de Nueva Inglaterra que le fueran
entregadas para la realización de sus planes de renovación cristiana, él retoma la idea de la
fundación de la verdadera Iglesia de los últimos tiempos, representada por al Iglesia de
Filadelfia del Apocalipsis de San Juan. Un buen número de los intentos emprendido en
suelo norteamericano de fundar comunidades cristianas radicales deben ser entendidos
como anticipación de la Jerusalén futura. Lo mismo vale para la emigración a Rusia y a
Palestina de los convertidos alemanes del siglo XVIII y de comienzos del siglo XIX. Los
templarios de Suabia, que se dirigían a Palestina con Christoph Hoffmann (1815-1885), los
suabios, francos, hesienses y bávaros, que después de las Guerras Napoleónicas
obedecieron al llamado del emperador Alejandro I y fueron a Besarabia, todos ellos estaban
dominados por la idea de estar viviendo en los últimos tiempos y de prepararse para el reino
de Dios inminente. En el emperador Alejandro I, ellos veían al ángel “que volaba por lo alto
del cielo” (Ap 8,13) y que les preparaba en el oriente el “lugar de refugio”, donde
descendería Cristo.
La historia de la expectativa escatológica cristiana se desarrollo como una continua
secularización, en la que la esperanza en el reino de Dios desembocó en la utopía social y
desde allí, en la futurología. Esta transformación es comprensible si se considera que la
expectativa en la proximidad del fin obliga a la respectiva generación, que se prepara para
la llega del reino de Dios, a plantearse la pregunta acerca de cuáles son las condiciones para
las que debe prepararse y qué debe hacer para proyectarlas. En este particular, no existe
ninguna diferencia fundamental entre el milenarismo, que espera un período de mil años de
reinado de Cristo y de sus santos en la tierra como período final de la historia de la
salvación antes del gran juicio universal; y la expectativa escatológica, que espera el reino
recién después del juicio final, ya cercano. La preparación para el tiempo de salvación es un
elemento importante de la expectativa escatológica misma. Esta preparación no sólo abarca
la transformación personal interior – “Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado”
(Mt 4,17) – sino también la penitencia social.
Ya en los Evangelio queda claro que la preparación para el reino de Dios que viene, además
de la esperanza de la eliminación del pecado y la muerte, lleva a determinadas exigencias
de organización terrenal. Los discípulos de Jesús saben que habrá “primeros” en el reino de
los Cielos, y tratan de alcanzar estos primeros puestos en el reino futuro de Dios. La
promesa de que habrán de participar en el juicio final como jueces (Lc 22,30), hace surgir
ciertas ideas de rangos e importancia. Mc 9,33 presenta a los discípulos discutiendo sobre
“quién seria el mayor”. Jesús les contesta con esta palabra: “Si uno quiere ser el primero,
sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35).
A pesar de esta advertencia, la expectativa de la proximidad del reino de Dios despertó
ideas y contenidos concretos que se acercaban cada vez más a la utopía social. En Friedrich
Christoph Oetinger (1702-1782), la esperanza escatológica ya se transforma en
determinadas exigencias sociales y políticas; en la “suspensión” del estado, la supresión de
la propiedad, la eliminación de las diferencias de clase. Dos décadas antes de la Revolución
francesa, ya se deducen aquí de las expectativas escatológicas del pietismo una serie de sus
puntos políticos y sociales programáticos. La transición de la expectativa escatológica a la
utopía social ya fue realizada en el siglo XVI; como en la “Utopía” de Tomás Moro (“De
optimo rei publicae statu deque nova insula Utopia”, 1516); Johann Valentin Andreae (“Rei
publicae Christianopolitanae descriptio”, 1619), la “Ciudad del Sol” de Tomás Campanella
(“Civitas Solis”, 1623), la “Nueva Atlántida” de Francis Bacon (“Nova Atlantis”, 1627), W.
Godwin (“The Man in the Moon”, 1638); pero también se encuentra en el socialismo
temprano, en “El nuevo cristianismo” de Claude Henri de Saint-Simon (“Le nouveau
Christianisme”, 1825), “Viaje a Icaria” de Étienne Cabet (“Voyage en Icarie”, 1840) y
Wilhelm Weitling (“Garantien der Harmonie und Freiheit”, 1843). (Se indica el respectivo
título en castellano de las obras de las que existe traducción castellana; N. del T.).
Lo que distingue la utopía social cristiana de la escatología de corte más antiguo es el
mayor énfasis en la responsabilidad social del hombre por la preparación del reino de Dios,
y la gran contribución de la técnica en la edificación de la sociedad utópica. En general,
puede constatarse que la expectativa escatológica funcionó también como inspiración para
la fantasía técnica como asimismo para la ciencia ficción. Lo significativo es la actitud
básica de que el hombre mismo debe preparar la sociedad perfecta del futuro, formándola y
organizándola, y que el “esperar” y el “aguardar” quedan reemplazados por la iniciativa
humana. En Charles Fourier, Saint-Simon, Robert Owen, Pierre Joseph Proudhon y
Weitling – este último desarrolló aún en tiempos de Marx un programa utópico comunista
cristiano – se puede constatar una transición gradual de una utopía social de características
aún conscientemente cristianas a otra de características socialistas. Incluso en el terreno de
la utopía social marxista y del idealismo pedagógico y ético, que en parte puede ser
encontrado en su realización revolucionaria, aún pueden hallarse residuos secularizados de
la esperanza escatológica cristiana.
La completa secularización de la esperanza escatológica fue alcanzada luego con la
moderna futurología, que sustituye el “esperar” y el “aguardar” del cumplimiento por el
futuro manipulado a través de la planificación, o sea, por la “escatología horizontal”. Con
ello, la escatología es sacada de la esfera de lo inesperado y de lo numinoso; y se convierte
en objeto no sólo de un pronóstico detallado y basado en estadísticas, sino también en
objeto de una programación minuciosa basada a su vez en ese pronóstico. Un resto
escatológico se conserva meramente en la imagen ideológica del ser humano, que sirve de
base para tal programación o planificación.
La esperanza escatológica cristiana no se ocupa únicamente del futuro de la Iglesia, sino
también del futuro de cada fiel; e incluye ideas precisas sobre la vida personal después de la
muerte. También aquí se nota que las concepciones primitivas aún son dominadas por la
expectativa de la proximidad del fin. Muchos bautizados estaban convencidos de que ni
siquiera morirían, sino que aun en vida presenciarían la venida de Cristo y que entrarían
directamente al reino de Dios, sin pasar por la muerte. Otros estaban convencidos de que
subirían por el aire al encuentro de Cristo que volvería sobre las nubes del cielo: “Después
nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con
ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor” (1 T 4,17).
En los primeros tiempos de la espera escatológica, el período entre la muerte y la venida del
reino aún no era motivo de preocupación. Aisladamente encontramos también la
expectativa de que inmediatamente después de la muerte se entrará de entrar a la salvación
o condenación (“Hoy estarás conmigo en el Paraíso”, Lc 23,43).
En el credo de Nicea, la vida del cristiano es denominada “vida eterna”. En los Evangelios
y en las epístolas de los apóstoles, la palabra “eterno” tiene en primer lugar el sentido de
una determinación temporal. A diferencia de la vida terrenal, la vida eterna posee una
duración sin fin y no conoce la muerte. Según su esencia, ella es una vida a la manera de la
eternidad de Dios, una vida perfecta, que participa en su gloria y su felicidad (Rm 5,10). En
el sentido cristiano, sin embargo, la “vida eterna” no se identifica con la “inmortalidad del
alma”, sino que sólo puede ser entendida en relación con la esperanza de la resurrección. La
“duración” es un concepto neutral con relación a la oposición entre salvación y
condenación. La resurrección de la muerte lleva al juicio, cuyo resultado también puede ser
castigo eterno (Mt 25,46). Lo que se opone a la vida eterna no es la vida terrenal, sino la
muerte eterna. La vida eterna es la vida con Cristo; es la participación en la vida de gloria y
felicidad que Cristo recibió por su resurrección. Es la transformación de la “fe”, del “creer”,
en un ver “cara a cara” (1 Co 13,12). Es la libertad de la ley del pecado y la muerte, el fin
de todo ocultarse de Dios, el fin de todas las tentaciones y luchas. Es el dominio del amor
de Dios en los salvados. El cumplimiento de la comunión de amor con Dios lleva también a
la comunión mutua de los salvados. Esto no sólo significa un “volver a verse” en el reino de
Dios y un “recuperarse” (Flm 15), sino también un nuevo y perfecto estar juntos en la
comunidad perfecta. Esto significa que en la vida eterna la personalidad no es suprimida,
sino conservada y plenificada. La vida eterna es vida personal, y precisamente en ello se
realiza la esencia del ser humano, creado a imagen de Dios. Dentro de la vida eterna existen
diferencias. Así como en la vida actual existen dones, tareas, responsabilidades mayores o
menores, mayor y menor amplitud y profundidad de la ida, y también diferencias de
“salario” de acuerdo con la medida de la profesión, el sacrificio, el sufrimiento, la
aprobación (1 Co 3,8), así también los resucitados se distinguirán según su “brillo”: “Uno
es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas. Y una estrella difiere de
otra en resplandor. Así también en la resurrección de los muertos” (1 Co 15,41-42). Esta
expectativa tuvo una gran influencia sobre el concepto del matrimonio y la amistad. La idea
de una continuación del matrimonio y la amistad después de la muerte contribuyó mucho
para la profundización del concepto del matrimonio, como lo muestra la fuerte influencia
de las ideas de Emmanuel Swedenborg (1688-1722) sobre la filosofía romántica de la
religión y su concepción del matrimonio y la amistad en Schelling y Schleiermacher. El
concepto occidental de personalidad experimentó una profundización extraordinaria a
través de la idea cristiana del valor eterno de la persona.
La demora de la llegada del fin hizo surgir la cuestión del destino del fallecido en el
período entre la muerte de cada cristiano y la resurrección. En este terreno se desarrollaron
dos concepciones básicas, que en parte se combaten violentamente. Por una parte está la
idea de un juicio individual por el cual pasa el fallecido inmediatamente después de su
muerte y que lo lleva a un estado intermedio, del cual habrá de pasar o al reino de la
bienaventuranza o a la condenación. Pero esta concepción no puede ser armonizada
fácilmente con la idea del juicio universal en el día de la resurrección general de todos los
muertos, pues en efecto anticipa la decisión del juicio universal, quitándole su verdadero
significado. Por eso, al lado de esta idea surgió una segunda concepción: el alma del
fallecido entra en un estado de sueño del alma que dura hasta el fin de los tiempos.
Entonces tendrá lugar la resurrección universal y el juicio final, que encaminará a cada uno
a la vida eterna o a la condenación eterna. Esta idea se impuso en muchas Iglesias, pero
tiene muchas incoherencias. Sobre todo, abandona la idea fundamental de la continuidad de
la vida personal. Ambos conceptos implican una consecuencia inhumana. La primera no le
deja ninguna posibilidad al hombre de corregir las faltas de su vida y de expiar sus culpas.
La segunda congela, por así decir, la personalidad por un tiempo indeterminado; para
después castigarla por pecados o para recompensarla por buenas obras, que tienen que ser
verificados a partir de actas prescritas hace mucho tiempo y provenientes del tiempo
anterior a la entrada del alma en su estado de sueño. La Iglesia católica, con su fe en un
purgatorio, orientó en este punto las expectativas a un estado intermedio, en el que la mala
situación del fallecido, causada por el pecado, aún puede ser mejorada. A los fallecidos es
ofrecida una posibilidad para el arrepentimiento y la penitencia para mejorar su situación.
La condición para al doctrina del purgatorio es que haya un juicio particular para cada uno
inmediatamente después de la muerte. De ello resulta que el purgatorio deja de existir con
el juicio final. La permanencia en el purgatorio puede ser acortada por oraciones y
limosnas, por las indulgencias y los frutos del sacrifico de la misa. Pero la doctrina del
purgatorio fue utilizada para extender también a este ámbito el poder de desatar y de atar de
la Iglesia y para explotarlo económicamente a través de las misas por las almas y las
indulgencias. La Reforma estalló exactamente con la oposición contra esta extensión del
poder de desatar y de atar y contra la práctica de las indulgencias, que eran usadas para
sustentar la financiación de los costosos emprendimientos y las pretensiones de los papas
(la construcción de la basílica de San Pedro). La Iglesia ortodoxa oriental no conoce
ninguna doctrina del purgatorio; pero ella practica una intercesión por los fallecidos,
presuponiendo que, dada la conexión existente entre la Iglesia de los vivos y la de los
fallecidos, es posible influir antes del día del juicio final sobre el destino de los fallecidos a
través de la intercesión.
Para el hombre moderno
La idea del juicio final frecuentemente ha llegado a ser incomprensible para el hombre
moderno. A lo sumo todavía consigue aceptar la idea de un juicio individual sobre la culpa
o la inocencia del individuo. Lo decisivo para la expectativa del juicio en la Iglesia antigua
es la idea de que el juicio final será un juicio público. Esto corresponde a la idea cristiana
básica de que los seres humanos, tanto los vivos como los difuntos, están en una comunidad
indisoluble; y presupone como base la idea de la Iglesia como el cuerpo de Cristo. Los
seres humanos están ligados entre sí por una vida común; la humanidad entera es como un
ser humano. Nosotros pecamos juntos; y lo que existe de malo en cada uno de nosotros está
entrelazado de múltiples maneras, no identificables en detalle, en un “reino del pecado”.
Cada uno es responsable por el otro, cada uno es culpable juntamente con el otro. Por eso,
el juicio sobre cada uno importa a todos, y todos juntos llegaremos a ser manifiestos ante
Dios y con ello, también ante los demás (1 Co 4,5: “El Señor iluminará los secretos de las
tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual
del Señor la alabanza que le corresponda”). El juicio sobre cada uno es siempre también un
juicio sobre la totalidad, y viceversa. El juicio también es público por su aspecto positivo:
la alabanza y la recompensa de Dios por lo que fue hecho correctamente y lo que favoreció
la vida común, muchas veces sin tener conciencia de ello.
En muchos casos, las Iglesias no tienen más el coraje de mantener la doctrina cristiana de la
vida después de la muerte. Es un hecho que las doctrinas eclesiásticas desde hace tiempo
descuidan todo el terreno de las “últimas cosas”. Las respuestas neotestamentarias
presuponen aún en realidad la expectativa de la proximidad del fin, y dejan sin respuesta
muchas preguntas que surgieron con la demora de la parusía. Por su parte, la doctrina del
sueño del alma contiene muchas consecuencias absurdas, que cuestionan la concepción
cristiana de la personalidad como imagen de Dios. La Iglesia nunca trató de desarrollar los
puntos de partida para un desarrollo de la concepción cristiana de la vida después de la
muerte, como los encontramos en Swedenborg. Por este motivo, desde los tiempos del
romanticismo y el idealismo, se introdujeron en la esperanza escatológica cristiana las ideas
de la trasmigración del alma y de la reencarnación, provenientes del hinduismo y del
budismo. En algunas sectas cristianas, adquirieron parcialmente el carácter de dogmas.
Algunos importantes estímulos para una nueva comprensión del concepto de la vida
después de la muerte se encuentran en la teosofía cristiana (Friedrich Christoph Oetinger),
que adoptó también la idea, expresada por primera vez por Swedenborg, de un desarrollo
posterior de la personalidad después de la muerte, en otros cuerpos celestes.

CUARTA PARTE

Las Iglesias cristianas y su entorno

29. Cristianismo y política


A lo largo de la historia de la Iglesia, las relaciones de los cristianos y las instituciones
cristianas con las formas del orden político fueron extraordinariamente variadas. Ellas
incluyen la monarquía de base teocrática de un estado eclesiástico, la democracia de base
cristiana, y formas comunistas de orden comunitario. A ellas también pertenecen diferentes
formas de fundamentación teológica de revolución política que tiene por meta abolir
modelos “cristianos” más antiguos de estado.
La posibilidad de una multiformidad tan grande tiene su origen en el hecho de que ya los
escritos del Antiguo Testamento muestran numerosas formas de instituciones religiosas y
políticas, que más tarde, en las diversas fases de la historia de la Iglesia, eran comprendidas
como modelos obligatorios para la organización de la vida religiosa y política de la
respectiva época. La idea cristiana de la pronta instalación del reino de Dios posee un
elemento de poder y dominio que apunta a una realización política y social. En este
proceso, la tendencia a realizar el poder teocrático en el marco de una institución
eclesiástica crea, desde el inicio, un estado de tensión y rivalidad con la tendencia a confiar
ese poder a un estado cristiano. La proclamación cristiana de la venida del reinado de Dios
promete la instalación de un reinado de paz, pero también la realización de un juicio.
Ambas cosas exigen poder. El reino de paz sólo podrá ser instalado cuando todos los
enemigos hayan sido puestos “como estrado de sus pies” (Sal 110,1). Desde sus comienzos,
la Iglesia está expuesta a la tentación del poder, de la misma forma que el estado cristiano.
En el primer caso, el resultado es la transformación de la Iglesia en un estado eclesiástico,
proceso éste que se realizó ejemplarmente en el desarrollo del estado eclesiástico romano,
pero en menor escala también en algunas Iglesias teocráticas independientes de
organización cuasi estatal, y que también se delineó nítidamente en el intento de Calvino de
establecer una especie de estado eclesiástico en Ginebra. En el segundo caso, el estado se
declara cristiano y ejecutor de la tarea espiritual, política y social de la Iglesia, y se
comprende a sí mismo como representante del reino de Dios. Esto fue lo que ocurrió tanto
en el imperio bizantino como en el carolingio, así como con algunos emperadores
medievales del Sacro Imperio Romano-Germano. En el campo de la filosofía cristiana del
estado, este modelo puede ser verificado hasta en la idea del estado cristiano de Hegel, para
el cual finalmente el estado prusiano viene a ser el representante del reino de Dios.
La lucha entre la Iglesia que se comprende como estado y el estado que se concibe como
representante de la Iglesia no sólo domina la Edad Media, sino que se prolonga hasta le
época de la Reforma. Sólo cuando las guerras religiosas del tiempo de la Reforma y de la
Contrarreforma desenmascararon la idea teológica y ética pretenciosa de la Iglesia y la
metafísica del estado, se produjeron, en los comienzos de la ilustración, un distanciamiento
de la metafísica cristiana del estado y un abandono de las pretensiones de dominio de la
Iglesia. En lugar de ello, surgió una nueva fundamentación de la idea del estado y de la
relación entre estado e Iglesia sobre la base de ideas del derecho natural.
En concreto, podemos distinguir las siguientes etapas de desarrollo. En los primeros
tiempos de la Iglesia, la actitud del cristiano frente al orden político está bajo el signo de la
espera de la llegada inminente del reino de Dios, cuyo poder milagroso ya comienza a
realizarse visiblemente en la figura del Hijo del Hombre. Frente a la irrupción del reino de
Dios, empalidece la importancia del orden político. Es lo que expresan las palabras de
Jesús: “Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18,36). En vista de la inminente epifanía del
reino de Dios, los cristianos se sienten tocados por el orden político sólo de una manera
externa y provisoria, y que en el fondo no es vinculante para ellos. Pero esta orientación
hacia el reino de paz que está por venir exige un claro distanciamiento en todos aquellos
asuntos, en los que el estado exige cosas de los cristianos, que se oponen directamente a su
fe.
Esta oposición se manifiesta de la forma más aguda en el rechazo del culto al emperador,
que constituía la base religiosa y espiritual del concepto del imperio y el derecho en el
imperio romano, y que servía de base a la organización del ejército, el gobierno y la
administración. Luego, en el rechazo de ciertos cargos estatales, a los que estaba asociado
el poder sobre la vida y la muerte, sobre todo, el cargo de juez. Esta resistencia no se
basaba en ningún programa revolucionario consciente. Pero no hay duda que la abstención
consciente de la participación en amplios ámbitos de la vida del estado por parte de los
cristianos, con la difusión de la Iglesia cristiana en el imperio romano, ha llevado a un
debilitamiento interior del imperio. Cuando el imperio romano occidental cayó
definitivamente después de la conquista de Roma por los godos, los sobrevivientes de la
antigua clase dirigente pagana creían que los cristianos eran los culpables de ello.
A pesar de esta orientación interior hacia el reino de Dios que ha de venir, los cristianos de
la primera generación también reconocieron al estado pagano como mantenedor o
sustentador del orden en este antiguo eón, que mientras tanto aún continuaba existiendo.
Pero también aquí se enfrentan dos opiniones en el seno de las comunidades cristianas. Por
un lado, sobre todo por influencia de la misión paulina, está la idea de que la “autoridad”, o
sea, el orden político existente del imperio romano, proviene “de Dios” (Rm 13), y que el
cristiano debe “someterse a las autoridades”. Así seguramente fue aplicada también al
imperio romano la idea de aquel que “retiene” (katejon) (2 Ts 2,6), en el sentido de que el
estado romano, mediante su orden jurídico, “retiene” o detiene el derrocamiento y la
subversión del mundo por el anticristo y la irrupción del misterio de la maldad. Por el otro
lado encontramos la identificación apocalíptica de la Roma imperial con la gran prostituta
Babilonia (Ap 17,1-6), la mujer sentada sobre una bestia de color escarlata, “la madre de las
rameras y de las abominaciones de la tierra, embriagada con la sangre de los santos y con la
sangre de los mártires de Jesús”. Esta visión es acompañada por la invitación de la voz
desde el cielo: “Salid de ella, pueblo mío, no sea que os hagáis cómplices de sus pecados”
(Ap 18,4). La primera actitud, formulada por Pablo, fue decisiva para el desarrollo de una
conciencia cristiana del estado; la segundo se hizo sentir sobre todo en la historia del
cristianismo radical, en formas siempre nuevas de distanciamiento del estado; de manera
particular, también en un pacifismo cristiano radical, que rechaza la colaboración tanto en
el servicio militar como en el cargo oficial de juez.
Cuando el estado romano abandonó la persecución de los cristianos como enemigos del
estado, y el propio cristianismo, bajo Constantino, pasó a ser la base de la fundamentación
del imperio romano, cayó también la interpretación demoníaca del estado. La relación de
los cristianos como miembros de la Iglesias imperial y como ciudadanos del imperio
cristiano estaba marcada ahora por la armonía entre la Iglesia y el imperio. Esta armonía,
sin embargo, era una relación extremadamente tensa, que por parte de ambos lados, según
la posición de poder de cada momento, recibía las más diversas interpretaciones.
En el imperio bizantino oriental, ya el emperador Constantino, con el título de “obispo para
asuntos exteriores”, se atribuyó a sí mismo determinados derechos en la dirección de la
Iglesia; derechos que no se limitaban a la actividad “exterior” de la Iglesia, sino que
intervenían profundamente en sus asuntos internos, como lo evidencia el papel del
emperador en la convocación y la dirección de los concilios imperiales y en la aprobación
de sus resoluciones. Al lado del emperador, el patriarca de Constantinopla, como obispo del
imperio, se limitaba siempre a sus tareas espirituales; de manera que en Bizancio nunca
pudo desarrollarse la tendencia a la formación de un estado eclesiástico o a la
transformación de los obispos en príncipes.
Recién cuando bajo el dominio turco los obispos asumieron oficialmente el rol de
representantes de los grupos étnicos cristianos del imperio turco, ellos también asumieron
una tarea política. En los levantamientos de grupos étnicos cristianos de los Balcanes contra
el dominio turco, los obispos tuvieron, por lo menos temporariamente, un rol político como
líderes del pueblo. Últimamente esto aún pudo ser observado en el caso del arzobispo
Macario de Chipre, fallecido en un accidente en 1977, que se destacó como representante
del pueblo chipriota en la guerra de liberación contra los ingleses y cuya actitud frente a la
minoría turca de Chipre también fue determinada por las tradiciones de las luchas de
liberación de los griegos contra los turcos.
Más tarde, las cosas se desarrollaron cada vez más en dirección al llamado cesaropapismo
en el ámbito del imperio bizantino; un sistema, en que la armonía entre la Iglesia y el estado
se desplazaba más y más hacia un predominio del poder imperial. El poder del emperador
sobre la Iglesia fue reforzado por la idea del legitimismo (“emperador por la gracia de
Dios”), que se expresaba simbólicamente sobre todo en la ceremonia de la coronación y de
la unción del emperador. Esta tradición continuó en el imperio ruso, donde el zarismo
reclamaba para sí un poder cada vez mayor también en el ámbito de la Iglesia. Esta
pretensión fue justificada también mediante ideas teocráticas, sobre todo con el recurso al
legitimismo directo. Bajo Pedro el Grande, esto llevó a la supresión del patriarcado ruso y a
la introducción de la constitución eclesiástica sinodal y de un procurador del estado como
representante del zar. Con ello, la Iglesia pasó a ser enteramente dependiente del zar,
transformándose en un instrumento del estado.
En la Iglesia Católica Romana, por el contrario, la exigencia de dominio teocrático de la
Iglesia pudo desarrollarse libremente después de que el estado y la administración del
imperio romano en occidente se derrumbaran en medio de los torbellinos de las invasiones
de los bárbaros. En medio del vacío político surgido con la invasión de los pueblos
germánicos, la Iglesia era la única institución que aún conservaba en sus diócesis la
división romana en provincias y que en su jurisprudencia se basaba en gran medida aún el
antiguo derecho imperial. En una época de confusión política y administrativa, se veía en la
Iglesia y en su cabeza, el obispo de Roma, el único garante para el orden público. Recién
ahora los papas podían hacer uso del poder que les fuera asignado en la práctica por la
situación dada, para fundar un estado eclesiástico propio y fundamentarlo con una ideología
teocrática nueva, a saber, la idea de la sucesión de Pedro y del representante de Cristo. Sólo
a partir de aquí, también se puede comprender que los papas romanos trataron de liberarse
más y más del poder del emperador bizantino, al cual estaban subordinados por el derecho
imperial vigente.
Mientras que el desarrollo del papado romano hacia un estado eclesiástico no fue
reconocido por Bizancio, sino que fue comprendido como una sublevación política contra
el imperio, los papas lograron convencer de su rol de liderazgo a los soberanos del joven
reino de los francos, el primero de los reinos germánicos que se adhirió a la Iglesia romana,
y de ganarlos como protectores de señorío papal. En realidad, precisamente esto produjo
una nueva tensión, pues los soberanos francos representaban una concepción de la relación
entre el estado y la Iglesia, la cual – determinada por la idea germánica de la Iglesia propia
– atribuía al rey cristiano un rol de liderazgo en la Iglesia similar al que había reclamado
para sí el emperador bizantino.
Según la concepción de Carlo Magno, le correspondía al emperador como protector del
papa la tarea más importante en la dirección de la Iglesia imperial de los francos. Era el
emperador quien convocaba el sínodo imperial y que otorgaba a sus resoluciones el carácter
de leyes imperiales. Dentro de la Iglesia imperial de los francos, el papa ejercía el rol de
obispo del imperio. Por lo demás, Carlo Magno reservaba para sí también la nominación de
los obispos de su imperio, que más y más fueron involucrados en los asuntos políticos del
imperio.
Con este desarrollo, se produjo el proceso de feudalización de la Iglesia, tan singular en la
historia de la Iglesia. Esto significaba que la clase política dirigente también ocupaba las
posiciones claves en la Iglesia. Por el derecho de patronato, esta evolución se impuso en
toda la Iglesia imperial. Al final de este desarrollo, los titulares de las sedes episcopales del
imperio eran al mismo tiempo los príncipes de sus diócesis, en parte mucho más
interesados en las tareas políticas de sus dominios que en las espirituales. Esta situación
sólo llegó a su fin con la Reforma.
En el gran movimiento de renovación eclesiástica, que se extiende desde Cluny en el siglo
X hasta Gregorio VII (1073-1085), la Iglesia papal se opuso a la posición sagrada del rey o
emperador y a la incorporación de los obispos dotados de autoridad política en las
estructuras temporales, e incluso a la manera en que eran ocupados los obispados. Este
movimiento exigía la independencia de la Iglesia del poder del estado para el ejercicio del
poder espiritual, y progresivamente exigía también la supremacía del poder espiritual frente
al temporal. Esta contienda se llevó a cabo entre el papado y el emperador en la llamada
lucha o querella de las investiduras. Sin embargo, esta guerra de liberación no le trajo a la
Iglesia la victoria completa tal como la deseaba el papa, que reclamaba para sí el poder total
sobre la espada espiritual y la temporal. Con el debilitamiento del imperio, surgió un nuevo
adversario para la Iglesia bajo la forma del poder creciente de los estados nacionales que se
iban formando en suelo europeo, y que hicieron valer sus pretensiones en el campo
eclesiástico con el galicanismo en Francia y con el anglicanismo en Inglaterra. La lucha por
el poder entre el estado y la Iglesia se transfirió ahora al terreno de los estados nacionales,
realizándose bajo el signo de las ideas de Marsilio de Padua (1290-1343), que exigía la
subordinación de la Iglesia al estado, debiendo restringirse la Iglesia únicamente ámbito
espiritual, y oponiéndose de esta manera a la supremacía papal.
La tardía Edad Media evidencia una coexistencia llena de rivalidad de las diferentes
concepciones de estado y de Iglesia. En general, el cisma, la actuación simultánea de papas
y antipapas que se excomulgaban mutuamente, paralizó la acción y el prestigio del papado,
transmitiendo una gran inseguridad entre los fieles del imperio sobre la validez de las
consagraciones y los sacramentos. Esto ayudó a reforzar el derecho de supervisión de los
soberanos sobre la Iglesia.
La Reforma del siglo XVI hizo que la Iglesia se concentrara en sus tareas puramente
espirituales, y colocó el derecho de reformar y de dirigir las Iglesias en las manos de los
príncipes. Lo que ocurrió bajo Enrique VIII (1509-1547) en Inglaterra como una separación
revolucionaria de la Iglesia de Inglaterra de la supremacía papal, ocurrió en los territorios
alemanes en el transcurso de la Reforma como una continuación de la potestad de los
príncipes sobre la Iglesia, potestad ésta que ya comenzara a consolidarse en la tardía Edad
Media bajo el título jurídico del “sumoespiscopado” del soberano. En los estados
nacionales católicos, el desarrollo fue similar, como lo evidencia la historia de la corona
española y portuguesa durante la era colonial y la evolución del galicanismo en Francia.
Pero en estos tiempos de confrontación de las ideas estatales y papales sobre el estado y la
Iglesia, ya había sido cuestionada la legitimación interna de estas pretensiones. Disimuladas
bajo la capa de la rivalidad entre el estado y la Iglesia, se presentaban fuertemente las
exigencias de las comunidades cristianas como pueblo libre de Dios de poder administrarse
de manera autónoma y libre, exigencias éstas que habían sido reprimidas por la Iglesia
imperial constantiniana. Las sectas medievales de los cátaros, valdenses y albigenses, así
como el movimiento husita y dentro de éste, sobre todo los Hermanos Moravos, trataban de
realizar el ideal de una comunidad libre de los santos, a pesar de toda la represión por la
Iglesia imperial. Las ideas democráticas de la libertad e igualdad de los cristianos y de su
representación en una comunidad de los santos sobre la base de su libre incorporación, ya
habían sido difundidas en estas sectas medievales. Ellas surgen con más fuerza en la época
de la Reforma, sobre todo en las Iglesias independientes y sectas radicales de la “Reforma
radical”, el “ala izquierda de la Reforma”, del cual forman parte tanto el movimiento
anabaptista con sus diferentes grupos, como también las comunidades espiritualistas en
torno a Gaspar Schwenckfeld y el grupo de los entusiastas en torno a Tomás Müntzer. Bajo
el antiguo ideal de la puesta en práctica sin reservas del sermón del monte, se produce
nuevamente en estos grupos el rechazo de ciertos órdenes del estado, como el servicio
militar y determinados cargos públicos (el cargo de juez). Surge, asimismo, un pacifismo
radical y el intento de establecer una forma propia de vida común en comunidades
cristianas “comunistas”. Buena parte de las ideas políticas, tales como las que surgieron
posteriormente en las guerras de liberación de los Países Bajos y sobre todo en la
Revolución inglesa, y que llevaron a una nueva relación entre la Iglesia y el estado, ya
habían sido proclamadas por los radicales del tiempo de la Reforma, pero fueron reprimidas
sangrientamente por las Iglesias estatales y territoriales originadas en la Reforma.
Después de que las diferencias confesionales habían llevado a devastadoras guerras
religiosas, cuestionando con ello la credibilidad de la elevada autointerpretación teológica,
se impuso a partir del siglo XVII la tendencia a un nuevo concepto de la relación entre
Iglesia y estado, basado en el derecho natural. En los países protestantes, se enfatiza en
medida creciente la soberanía del estado frente a las Iglesias. Una nueva formulación del
derecho estatal sobre cuestiones eclesiásticas establece la soberanía del estado con relación
a la Iglesia y sirve de base al “jus reformandi” y al “jus advocatiae”, el derecho del estado
de reglamentar las cuestiones escolares y las que se relacionan con el matrimonio, como
también la intervención estatal en todos los asuntos eclesiásticos externos. Una evolución
semejante también se perfila en la Iglesia católica, donde el febronianismo (en la segunda
mitad del siglo XVIII) levanta la exigencia de sustituir el centralismo papal por un
episcopalismo de las Iglesias nacionales; y donde se establece un régimen de Iglesia estatal
ilustrado (Josefinismo) en el imperio alemán bajo el emperador José II, con la eliminación
de numerosos privilegios eclesiásticos anteriores. La Iglesia ortodoxa oriental también
queda incluida en este desarrollo, cuando bajo Pedro el Grande se crea un nuevo orden
sinodal para la Iglesia ortodoxa rusa según el modelo del derecho estatal sobre cuestiones
eclesiásticas de la Iglesia territorial protestante.
En la separación entre Iglesia y estado, proclamada por la Revolución francesa, convergen
tres factores: esfuerzos más antiguos, provenientes de la Reforma, por garantizar la libertad
de la Iglesia; ideas del derecho natural provenientes de la ilustración; y una crítica social
revolucionaria de la jerarquía eclesiástica rica. Ahora bien, la separación entre Iglesia y
estado se concretó simultáneamente también en tierras norteamericanas; aquí ciertamente
con un ingrediente mayor de ideas de las Iglesias independientes, como las que surgieron
principalmente de la lucha de los puritanos contra el episcopalismo inglés y la monarquía
inglesa. Luego de que en Francia el estado había creado primeramente un sucedáneo
revolucionario y político propio para la religión bajo la forma del “culto de la razón”, se
impuso allí pronto una forma de separación de estado e Iglesia, en la que el estado asumió
la educación escolar y las funciones del ordenamiento de la vida civil, ejercidas hasta ese
momento por la Iglesia, como el registro civil y el entierro en los cementerios
nacionalizados.
A partir de ese momento, pueden distinguirse dos actitudes fundamentales frente a la
separación de Iglesia y estado. La primera, sobre la cual se basa sobre todo la constitución
de los Estados Unidos, tiene la tendencia de dejarle la máxima libertad a la Iglesia para el
ejercicio de sus tareas espirituales, morales y educacionales, liberándola de la supervisión
del estado. Sobre la base de esta libertad surgió, p. ej., en América del Norte, un amplio
sistema escolar y educacional; asimismo, fueron creadas numerosas universidades por las
Iglesias independientes. La tendencia opuesta constituyó la base de la separación de estado
e Iglesia en la Unión Soviética y los países del bloque oriental. Luego de que el intento,
emprendido por Lenin y reforzado por Stalin, de exterminar totalmente la Iglesia en la
Unión Soviética, había llevado a un éxito relativamente amplio, la separación formal entre
Iglesia y estado, establecida en la constitución de la Unión Soviética, fue interpretada en el
sentido de restringir los restos de la Iglesia a su función puramente litúrgica dentro de los
pocos templos aún abiertos, pero excluyéndola de toda participación en las tareas sociales y
culturales, educativas y formativas.
El nacionalsocialismo, por el contrario, actuó de manera contradictoria. Por un lado, la
propaganda nacionalsocialista alimentó una polémica anticristiana y contraria a las Iglesias,
y detuvo a los clérigos y pastores que se oponían a la ideología y la política nazis. Por otro
lado, en 1934 Hitler atribuyó enorme importancia a un concordato con el Vaticano, que
concedió a la Iglesia católica más derechos especiales en el Reich alemán que los que le
habían sido concedidos en cualquier otro concordato anterior. Esto se comprende mejor si
se considera que este concordato con el Vaticano constituye el primer reconocimiento
oficial del régimen de Hitler por un gobierno europeo, y que fue considerado por Hitler
como una especie de boleto de entrada al círculo de las potencias políticas reconocidas
internacionalmente. Las antiguas tradiciones de la Iglesia estatal ya habían sido abolidas en
Alemania por la revolución de 1918. Con la abolición de la constitución monárquica, las
Iglesias quedaron privadas también de sus jefes sumoepiscopales, y ya en la constitución de
Weimar fue sancionada la separación entre Iglesia y estado. Sin embargo, las tradiciones de
la Iglesia estatal se mantuvieron bajo diferentes formas en tierras alemanas no sólo durante
la República de Weimar, sino también en el Tercer Reich y posteriormente en la República
Federal de Alemania. Así, le fueron concedidos determinados derechos especiales tanto a la
Iglesia católica como a las Iglesias evangélicas regionales mediante convenios oficiales,
sobre todo en el ámbito impositivo y en el sistema educacional. Pero también en los
Estados Unidos, el antiguo sistema de la Iglesia estatal, superado por la Revolución
norteamericana, aún continúa teniendo sus efectos en los privilegios impositivos de la
Iglesia (exención del impuesto sobre la renta), en la exención de los clérigos y pastores del
servicio militar y en el fomento económico del sistema escolar y educativo de las Iglesias
por el estado.
Las dos formas básicas de la relación entre Iglesia y estado, que permanecieron siendo
decisivos a lo largo de los siglos, y en las que se manifiesta también la diferencia
estructural entre la Iglesia Católica Romana y la ortodoxa oriental, pueden ilustrarse
excelentemente por medio de una confrontación de los dos teólogos Eusebio de Cesarea y
Agustín.
Eusebio de Cesarea (fallecido en 339), teólogo de la corte del emperador Constantino
Magno, marcó durante siglos el concepto de la ortodoxia sobre la relación entre Iglesia y
estado con sus escritos y discursos sobre Constantino como también con su “Historia de la
Iglesia”. Para Eusebio, el imperio y la Iglesia imperial están íntimamente relacionados. En
el centro del imperio cristiano no está el jefe espiritual de la Iglesia, sino el emperador
cristiano. Con esto, Eusebio ciertamente asumió y desarrolló de la manera más fuerte la
idea del propio emperador Constantino. Elevando a Bizancio a la misma categoría que
Roma y transfiriendo allí las instituciones estatales y administrativas de Roma, incluyendo
el senado, Constantino manifestó claramente que quería dar una nueva capital al nuevo
imperio establecido sobre la base religiosa del cristianismo; una capital sin tradiciones
paganas, que por un lado no fuera menos gloriosa que la antigua Roma, y que por el otro no
cargara con las sombras y los poderes demoníacos del pasado de Roma. De esta manera,
Bizancio habría de ser un nuevo centro tanto del imperio cristiano como de la Iglesia
imperial cristiana. Eusebio convirtió este pensamiento en el fundamento de su teología
política. El emperador cristiano se presenta como el representante de Dios en al tierra, en el
que Dios mismo “hace brillar la imagen de su poder soberano y absoluto”. Él es el siervo y
criado del Señor altísimo, “amado de Dios”, “tres veces bienaventurado”, que por mandato
de Dios, “armado con la coraza divina, limpia el mundo de horda de los impíos”. Es “el
heraldo de voz poderosa del temor infalible de Dios”, con cuyos rayos él “ilumina el
mundo”. En esta calidad, él es el modelo no sólo de la justicia, sino también del amor a los
seres humanos. Cuando se dice de Constantino que “Dios mismo lo eligió como señor y
guía, para que nadie pueda jactarse de haberlo elevado a ese cargo”, se fundamenta la
soberanía del emperador ortodoxo con un legitimismo directo: él es emperador por la gracia
de Dios. Esto queda ilustrado mediante el hecho de que Dios mismo dirigió al emperador,
no a través de la instrucción de otras personas, sino mediante la inspiración personal y una
“maravillosa historia celestial”.
En esta interpretación religiosa del emperador cristiano, el culto al emperador romano
recibe su bautismo y su reinterpretación cristiana. En muchas expresiones de Eusebio se
trasluce aún el recuerdo del culto al dios sol invicto, representado por el emperador según la
concepción pagana. El emperador cristiano detenta también el lugar central en la Iglesia. En
esto también se parece al emperador pagano divino, al cual le correspondía la función de
pontífice máximo en el culto estatal. Es él quien convoca los sínodos de los obispos, “como
si hubiera sido instituido por Dios como obispo de todos”; él preside los sínodos y confiere
fuerza de ley para todo el imperio a sus resoluciones. Él es el protector de la iglesia, que se
esfuerza por conservar la unidad y la verdad de la fe cristiana; y que no sólo como
combatiente, sino también como intercesor, como un “segundo Moisés”, “santo y puro,
eleva orando sus preces a Dios” durante la batalla contra los enemigos de Dios. Con ello, el
emperador cristiano no sólo es el sucesor político, sino también sagrado del emperador
romano divino. Era difícil que se desarrollara una dirección independiente de la Iglesia al
lado de una figura tal. El rol del obispo supremo de la Iglesia imperial quedaba limitado de
antemano a sus funciones espirituales, la preservación de la pureza de la doctrina y la
preservación del orden del culto. Los teólogos ortodoxos comprendieron la coexistencia del
emperador cristiano y el jefe supremo de la Iglesia cristiana como una “sinfonía” o
“armonía”. Ésta consistía en realidad en que la Iglesia reconocía el poder y la competencia
del emperador como protector de la Iglesia y sustentador de la unidad de la fe. Pero en tanto
que era un hijo de la Iglesia, también el emperador se sometía a la dirección espiritual de la
Iglesia.
En la “epanagogué”, la fijación jurídica estatal de esta relación entre Iglesia y estado en los
siglos VI y VII, quedan canónicamente establecidas la posición especial del soberano del
imperio y la función del patriarca como cabeza espiritual de la Iglesia. Desde un principio,
esta fijación imposibilitó el desarrollo de una independencia jurídica del patriarca bizantino
al estilo del papado romano. No obstante, la “epanagogué” no somete al patriarca
totalmente al control del emperador, sino que le prescribe expresamente que debe “defender
sin temor ante el emperador la verdad y la defensa de la santa doctrina”. Por este motivo, la
historia bizantina y eslava no está marcada por la tensión política entre el imperio y el
papado politizado, característica para el occidente; pero sí por la tensión entre un imperio
que abusa de su absolutismo frente a la libertad espiritual de la Iglesia, y una Iglesia que
hace valer su libertad espiritual frente al zarismo absolutista.
Agustín puso por escrito sus ideas sobre la Iglesia como ciudad de Dios en los años 412-
426. En esa época, el imperio recordaba con mucha admiración a Teodocio I el Grande, que
había ayudado a la Iglesia ortodoxa a alcanzar la plena victoria contra el paganismo y la
herejía en el imperio romano, había elevado la confesión católica a religión del imperio, y
había declarado todos los desvíos como herejía penable. En su imperio cristiano, el
emperador y el patriarca de Bizancio, el estado y la Iglesia se unieron en una “sinfonía”
realizada de manera visible. La obra de Agustín sobre la ciudad de Dios quiere dar una
respuesta a la pregunta más dolorosa de ese siglo. En 410 Roma fue destruida por los
ejércitos godos de Alarico, el “Bárbaro”. ¿Quién era el culpable? El reproche de los
sobrevivientes de los círculos del gobierno y de los funcionarios de Roma, que en su
mayoría aún eran paganos, se dirigía contra los cristianos, que por su resistencia tenaz y
centenaria contra la idea religiosa del imperio romano y el culto al emperador y por haber
minado la autoridad del estado y del derecho, parecían ser los primeros culpables de la
ruina del imperio. Agustín toma esta inculpación y la refuta. Lo que podía esperarse de
cualquier contemporáneo del momento del apogeo del imperio bizantino como respuesta a
esta acusación, era, pues, la referencia triunfal a la “nueva Roma”, la Bizancio cristiana; la
sede del emperador cristiano, el escudo de la Iglesia, el protector de la fe cristiana; y la sede
del patriarca, el maestro de la verdad ortodoxa. Pero Agustín ignora el mito de Bizancio
como la “nueva Roma”. En el fondo, el imperio cristiano ni siquiera existe para él. Para él,
el gran contraste, creado por Dios mismo, al imperio romano pagano destruido no es la
“nueva Roma”, sino la Iglesia católica, que en su aparición en este mundo como la
institución creada por Cristo mismo ya es la representación histórica visible del reino de
Dios sobre esta tierra.
Con esta respuesta de Agustín, el desarrollo histórico de la Iglesia en el occidente latino
tomó un nuevo rumbo, que lo habría de alejar cada vez más de la Iglesia imperial bizantina.
En occidente, se formó un nuevo poder, la Iglesia romana, la Iglesia del obispo de Roma,
que se considera a sí misma como sucesora del imperio romano destruido. En el vacío
político dejado por las invasiones de los germanos, creció la Iglesia católica como heredera
del imperio romano. En ese vacío, pudo desarrollarse también la idea del papado. Los
obispos de Roma siguieron las pisadas del desaparecido emperador.
Solamente sobre la base ideológica creada por Agustín es que se hizo posible la ficción
jurídica de la “Donación de Constantino”. Esta ficción intenta reconstruir a posteriori la
historia del papado romano tal como hubiera tenido que ser para que quedara legitimada
como algo que “siempre fue así” la posición eclesiástica y política nuevamente conquistada
por los papas luego de la ruina del imperio romano occidental: en agradecimiento por la
milagrosa curación de la lepra, lograda por el papa Silvestre I mediante su oración, el
emperador Constantino le dona su palacio, sus insignias de poder, el dominio sobre todo el
occidente, como también el derecho de organizar la corte papal según el modelo de la corte
imperial; y para que el poder del obispo de Roma no sea perjudicado por la presencia de un
emperador en esa ciudad, Constantino traslada su propia sede a Bizancio.
El mito de Bizancio, la “nueva Roma”, es desplazado aquí por un nuevo mito de la Roma
cristiana: el obispo romano, el nuevo señor de la Roma cristiana, asume la totalidad de las
funciones del emperador romano, precisamente por una donación jurídica del propio
emperador, inventada para esta finalidad.
En Agustín se encuentra la encrucijada, a partir de la cual el desarrollo del oriente y del
occidente lleva a dos rumbos diferentes. Aquí comienza el desarrollo de dos ideas cristianas
diferentes sobre el estado y la Iglesia, y no es de extrañarse que al final de este desarrollo
encontremos el cisma entre Bizancio y Roma.
Los papas no sólo basaron su pretensión de formar y dirigir un estado eclesiástico propio
sobre este concepto jurídico temporal y espiritual; sino que extendieron también este estado
eclesiástico a territorios del imperio, que hasta ese momento habían pertenecido al dominio
del emperador bizantino, y reclamaron para sí una serie de derechos que hasta entonces
habían pertenecido al emperador. Desarrollaron la exigencia de soberanía temporal de la
Iglesia más allá de los límites del estado eclesiástico y establecieron la doctrina de las dos
espadas, según la cual Cristo transfirió al papa no sólo el poder espiritual sobre la Iglesia,
sino también el poder temporal sobre los reinos de la tierra. Aquí es donde debe buscarse la
verdadera raíz de la lucha medieval entre el imperio y el papado; una lucha, que en el fondo
ya comenzó en el momento en que el papa León III coronó al rey de los francos Carlos
como emperador en la Navidad de 800.
En la discrepancia llamativa entre la interpretación eclesiástica y la imperial de este acto de
coronación ya se anuncian los conflictos posteriores entre un imperio carismático que se
concibe como cristiano, al cual le correspondería la supervisión sobre el Corpus
Christianum y con ello, también sobre la Iglesia imperial; y el papado, que se comprende a
sí mismo como el cargo del sucesor de Pedro y del vicario de Cristo y como titular de los
dos poderes, el terrenal y el espiritual.
La idea de la Iglesia como estado no sólo toma forma concreta en el estado eclesiástico
romano y en la idea papal de la Iglesia. Se manifiesta también de una nueva manera
democrática y en estricta oposición a su modelo absolutista romano en las sectas radicales e
Iglesias independientes de la época posterior a la Reforma. Las sectas del tiempo de la
Reforma renovaron la antigua idea de la comunidad cristiana como el pueblo de Dios que
peregrina sobre la tierra, y que, al igual que Israel, está ligado a su Dios por medio de un
pacto o alianza especial. Con esta idea del pueblo de Dios y del pacto especial de Dios con
un grupo elegido se introducen ideas teocráticas que, en cuanto se ofrece la ocasión externa
para ello, se expresan bajo las formas de una comunidad teocrática semejantes a un estado y
llevan a estructuras del tipo del estado eclesiástico. Los principios de esta evolución se
realizaron en la Ginebra de Calvino, contando, sin embargo, con la más cerrada oposición
del consejo de la ciudad. Los reformadores radicales en el imperio alemán, ya vivían en un
espacio vital sólidamente establecido por el estado, y sólo pudieron crear un orden
teocrático propio para su comunidad a través de la abolición revolucionaria del orden
vigente, como por ejemplo, los anabaptistas de Münster. En cambio, la emigración de las
minorías religiosas oprimidas a América del Norte y su establecimiento en el nuevo mundo,
sobre todo en las colonias de Nueva Inglaterra, en el desierto preparado por Dios mismo –
según la opinión de los colonos – para el establecimiento de su verdadera Iglesia, permitió
una serie de formaciones teocráticas, siendo la más activa y la más intolerante de ellas la de
los puritanos de Boston en Massachussets. Ensayos como éste se repitieron en menor o
mayor escala también durante el siglo XIX, en la conquista de las grandes planicies en
dirección al oeste. El último gran intento de formación de un estado eclesiástico fue
emprendido por los mormones, los “Santos de los últimos días”. Después de su éxodo al
desierto junto al gran Lago Salado y bajo la orientación profética de sus líderes, querían
fundar el estado de “Desereth”, cuyos límites debían abarcar la mayor parte de los actuales
estados de Utah, California, Arizona, Nevada y Colorado. Finalmente tuvieron que
conformarse con el hecho de que el tronco relativamente pequeño del gigantesco territorio
mormón, tal como lo previeron originalmente, el estado de Utah, no pudo mantenerse como
estado eclesiástico bajo un gobierno de líderes eclesiásticos mormones, sino que llegó a ser
un estado federal de los Estados Unidos.
El estado absolutista ilustrado del siglo XVIII asumió en verdad una forma secularizada del
antiguo estado autoritario cristiano, que conscientemente admite la igualdad de derechos de
todas las confesiones. Un monarca como Federico II de Prusia aplicó el lema “Divide et
impera” a la relación del estado con la Iglesia. Su consigna “Aquí cada cual puede salvarse
a su manera” significa la tolerancia de todas las Iglesias y sectas, apoyada por la convicción
de que es necesario precaverse de la ambición de poder de las confesiones, y de que a
ninguna de ellas se le debe permitir que ejerza dominio sobre las otras y mucho menos, que
las persiga. El estado mismo constituye la unidad superior, dentro de la cual convive una
pluralidad de confesiones; y le compite cuidar que esta coexistencia sea pacífica, según las
reglas y en obediencia a las leyes del estado.

30. Cristianismo y sociedad

La transformación del cristianismo en una mera religión del más allá por parte del
movimiento de avivamiento suscitó como contragolpe una fuerte énfasis en el aspecto
social del cristianismo. En el mensaje cristiano del reino de Dios se vio fundamentalmente
un impulso para reorganizar las relaciones existentes en la sociedad terrenal, en el sentido
de la ética del reino de Dios. Bajo el liderazgo del teólogo bautista norteamericano Walter
Rauschenbusch (1869-1918), se difundió en los países anglosajones el movimiento del
“evangelio social” (“Social Gospel”), que halló su correspondencia en los congresos
sociales cristianos convocados por teólogos protestantes alemanes, como Martin Rade
(1857-1940), de Marburgo. La idea básica del “evangelio social”, la primacía de las tareas
éticas sociales de la Iglesia, se impuso entretanto en buena parte del movimiento
ecuménico, influenciando especialmente la misión cristiana universal. En muchos aspectos,
la actual ayuda para el desarrollo asumió la herencia del “evangelio social”.
Ahora bien, esta evolución encierra el peligro que el mensaje cristiano finalmente quede
reducido a un programa ético social exclusivamente inmanente, y que este programa sería
arrastrado en mayor o menor grado por los programas sociales y políticos temporales; lo
que por un lado llevaría a una nueva politización de la Iglesia; y por el otro, a declarar la
insignificancia de las raíces religiosas trascendentes de la revelación cristiana, acelerando
de esta manera el abandono y la renuncia del cristianismo a su propia esencia.
La dedicación de la Iglesia a las grandes tareas sociales desde los comienzos de la
revolución industrial llevó a que las Iglesias crearan nuevos órganos para realizar sus
aspiraciones con relación a la transformación de la sociedad. A ello también pertenece la
formación de partidos cristianos, como consecuencia de la separación entre Iglesia y estado,
ya que ahora las Iglesia, privadas de su tradicional influencia directa sobre el gobierno y la
administración, tenían que crearse instituciones políticas para concretar sus intenciones. En
este terreno, en países confesionalmente mixtos como en Alemania, la creación de un
partido político cristiano llevó finalmente a una cooperación política entre los miembros de
las diversas confesiones. En Alemania, la Unión Democrática Cristiana, de carácter
interconfesional, tomó el lugar del antiguo Centro, un partido exclusivamente católico,
mientras que en Italia y Francia, países mayoritariamente católicos, los partidos cristianos
poseen características predominantemente católicas romanas. Además de los partidos
cristianos, también se formaron sindicatos cristianos.
La última fase del desarrollo de la autoconciencia de la Iglesia fue provocada por el hecho
de que la crítica racionalista de lo transmitido por la Iglesia, la llamada
“desmitologización”, realizada por la teología protestante académica, llevó a la Iglesia al
borde del abandono de sí misma. La desmitologización parte de la suposición de que el
hombre moderno sólo piensa en categorías científicas, es decir, en conceptos puramente
racionales; y que no está más en condiciones de comprender el pensamiento mitológico en
imágenes de las fases anteriores, precientíficas, de la humanidad. Por consiguiente, la tarea
de la teología sería traducir los contenidos del pensamiento mitológico de la tradición
bíblica y eclesiástica a una moderna terminología científica y conceptual. Hoy se le objeta a
esta concepción que ella misma es un “mito” racionalista, que presupone un concepto de
ciencia del siglo XIX, refutado desde hace mucho tiempo. El intento de practicar la
desmitologización sólo hasta un cierto punto, excluyendo el “querigma” de Dios Padre y de
Cristo, se evidenció como irrealizable. La desmitologización del dogma avanzó también
hacia la desmitologización del Padre y del Hijo, llevando rápidamente a la “teología
después de la muerte de Dios”, que redujo el Evangelio a la idea de la relación con el
prójimo y excluyó totalmente a Dios y el más allá. Con ello, alcanzó un grado de dilución
racionalista del Evangelio como sólo se había manifestado en algunos casos extremos y
raros en los comienzos del iluminismo.
En la época posterior a la Reforma, el cristianismo se desarrolló en dos direcciones con
respecto a su influencia sobre la sociedad. En el ámbito de las Iglesias estatales y
regionales, la Iglesia actuó como un elemento de mantención de las condiciones sociales
existentes. La Iglesia anglicana siguió siendo un apoyo de la corona en Inglaterra; de la
misma manera que fueron el apoyo de la sociedad de clases basada en la monarquía la
Iglesia regional protestante en Alemania y la Iglesia estatal ortodoxa en Rusia; tanto más
cuanto el propio monarca ejercía una función de dirección de la Iglesia como protector de
la misma o como “summus episcopus”.
Los impulsos para una transformación del orden social en el espíritu de la ética cristiana
partieron con más intensidad de las Iglesias independientes y sectas radicales. Pero no sería
correcto no reconocerles un aporte positivo en el mejoramiento de las condiciones sociales
a las Iglesias pertenecientes al sistema de Iglesias nacionales y territoriales. En Inglaterra,
clérigos de la Iglesia anglicana tales como Frederic Denison Maurice (1805-1872) y
Charles Kingsley (1819-1875) crearon un movimiento social cristiano después de la
revolución industrial, que hizo valer su influencia sobre las condiciones de vida y de trabajo
en la industria. En Alemania, en 1848, algo después de la publicación del “Manifiesto
comunista”, Johann Hinrich Wichern (1808-1881) proclamó su frase: “Existe un socialismo
cristiano” en el congreso eclesiástico de Wittemberg; y creó la “misión interna” para
impedir la subversión de la membresía de la Iglesia por parte del comunismo ateo. En la
misma época, se destacaron en la Iglesia católica Adolf Kolping y el obispo de Maguncia,
Wilhelm Emmanuel von Ketteler.
Pero las que más fuertemente se esforzaron por el mejoramiento de las condiciones sociales
según el modelo de una visión cristiana del ser humano, fueron las Iglesias independientes
anglosajonas. Desde sus comienzos, los metodistas y bautistas se dirigían con su mensaje
precisamente a las clases más bajas de la población, descuidadas por la Iglesia establecida.
Más rápido que por ejemplo en Alemania, estas Iglesias comprendieron que la miseria de la
nueva clase trabajadora surgida con la industrialización ya no podía solucionarse con los
tradicionales medios caritativos de los que se servían las Iglesias estatales; sino que antes
bien se trataba de ayudar a la nueva clase, que no estaba prevista en la estructura social
existente del estado, a hacer valer sus derechos. El hecho de que en Alemania precisamente
los líderes espirituales del llamado movimiento de avivamiento, como, p. e., Friedrich
Wilhelm Krummacher (1796-1868), negaran a los obreros el derecho a organizarse,
alegando que en el cielo serían compensadas todas las injusticias sociales, hizo que Marx y
Engels se separaran totalmente de la Iglesia y de sus intentos meramente caritativos de
resolver las necesidades sociales, y que declararan que la religión, con su promesa de un
futuro mejor en el más allá, era el “opio del pueblo”. Esta acusación, sin embargo, no se
aplicaba a la actividad ética social de los metodistas y bautistas; ni al coraje y la abnegación
con que los cuáqueros asumían su lucha contra el abandono social, contra las condiciones
catastróficas en las cárceles y principalmente contra la esclavitud.
En la historia del cristianismo, la lucha contra la esclavitud pasó por muchas fases. Pablo
recomendó a Filemón recibir de vuelta a su esclavo fugitivo Onésimo. En vista de la
proximidad del reino de Dios que estaba por llegar, no valía más la pena emprender una
transformación de la estructura social de este mundo, a la cual, quiérase o no, pertenece la
esclavitud, pero que ya quedó abolida en la fraternidad de los miembros del cuerpo de
Cristo. La sociedad medieval hizo tan sólo lentos progresos en la abolición de la esclavitud.
Es más: la clase libre de los agricultores fue despojada de sus antiguos derechos de libertad
recién en la época del dominio feudal de la Iglesia, y fue colocada en un estado de
servidumbre que poco se diferenciaba de la esclavitud. Al menos, la liberación de los
esclavos cristianos, que habían caído prisionero de los musulmanes – lo que acontecía muy
frecuentemente con las constantes invasiones de los piratas moros a lo largo de toda la
costa del Mediterráneo –, era una de las tareas especiales de las órdenes de caballeros.
Incluso se formaron órdenes especiales para rescatar a esclavos cristianos. Los miembros
de estas órdenes se comprometían a venderse a sí mismo como esclavos, caso que fuera
necesario, para rescatar a un esclavo cristiano en peligro.
Recién cuando después del descubrimiento y la conquista de América, la esclavitud como
institución había llegado a un nivel inimaginable hasta ese momento, se produjo una
auténtica superación espiritual de la esclavitud. En esto contribuyó la concepción, muy
difundida entre los conquistadores españoles del nuevo mundo, de que los habitantes del
nuevo mundo no eran seres humanos en el pleno sentido de la palabra, sino seres
intermedios entre el hombre y el animal; que no tenían capacidad jurídica y que, por su bajo
nivel de humanidad, podían ser esclavizados sin problema. El intento de misioneros como
Bartolomé de Las Casas (1474-1566) de atacar el sistema inhumano de la esclavitud
practicado en las “encomiendas” coloniales abrió, entonces, la gran discusión fundamental
sobre la cuestión de los derechos humanos. En esta discusión, participaron de manera
decisiva precisamente los teólogos españoles y portugueses de los siglos XVI y XVII,
principalmente Francisco de Victoria (1492-1546), elaborando los principios generales de
los derechos humanos. Pero también el derecho natural moderno aún podía ser interpretado
en un sentido conservador, en el sentido de que la esclavitud no contradecía el derecho
natural. El primero en combatir exitosamente la esclavitud como institución, fue el
puritanismo. En el ámbito del pietismo alemán, el Conde Ludwig von Zinzendorf (1700-
1760), que había entrado en contacto con la esclavitud en Santa Cruz, defendió los derechos
humanos de los esclavos ante el rey de Dinamarca. A lo que la historia conoce sobre la
participación de las Iglesias metodista y bautista en la liberación de los esclavos en los
Estados Unidos, debería agregarse que en los años decisivos de la fundación de la Sociedad
Antiesclavista por William L. Garrison en Boston, en 1831, un alumno de Fichte, Charles
Follen, también defendió de forma decisiva la liberación de los esclavos, en nombre de las
ideas de Kant y de Fichte sobre la libertad, durante su actividad en la Universidad de
Harvard como miembro del círculo de amigos de Emerson y después como pastor de la
Iglesia unitaria en Nueva York. Follen partía del hecho fundamental de que también el
esclavo era un ser humano creado a imagen de Dios, y que por consiguiente, era libre según
el derecho divino. No debe subestimarse tampoco la participación de las Iglesias
independientes en la lucha contra la esclavitud emprendida en Inglaterra y los Países Bajos,
y que aquí se dirigía sobre todo contra la participación de las empresas comerciales y de
navegación cristianas en el lucrativo comercio de esclavos.
Los actuales esfuerzos de la cristiandad por realizar la imagen cristiana del ser humano en
el estado, la sociedad y la familia, se caracterizan por el hecho de que los argumentos
específicamente cristianos y teológicos frecuentemente ceden lugar a las razones
humanitarias de índole general. Ocasionalmente también se producen conflictos, a partir de
los conceptos “humanísticos” aparentemente comunes, entre una imagen del ser humano
basada en el ateísmo y una imagen cristiana del ser humano, como por ejemplo en las
discusiones sobre la eutanasia, la pena de muerte, el control de la natalidad y la vivisección.
Hoy, las fronteras frecuentemente son poco definidas, porque algunas Iglesia, para no
parecer anticuadas, han adoptado puntos de vista meramente humanitarios; mientras que
otras subrayan expresamente la profunda oposición que existe en la postura frente a estos
problemas sociales tan importantes entre la visión del ser humano en el sentido cristiano y
la visión de un humanismo secular. Por otro lado, Albert Schweitzer (1875-1965), el
campeón de una imagen del ser humano claramente cristiana, fue acusado por los teólogos
profesionales de haberse colocado fuera de la doctrina cristiana por su “liberalismo”
humanista, a pesar de su abnegada actividad médica a favor de sus pacientes africanos.
Podemos observar que los impulsos decisivos para la transformación de las condiciones
sociales en el sentido de la ética cristiana partieron y siguen partiendo aún hoy de hombres
y mujeres, que tuvieron una experiencia personal de fe, y cuya idea de la responsabilidad
social en este mundo es sustentada por la fe en el reino de Dios trascendente que ha de
venir. La tendencia, que se manifiesta en tiempos más recientes, como en Ernst Bloch, de
reducir el mensaje cristiano del reino de Dios que viene sólo a sus contenidos sociales
inmanentes, y de deducir de la “utopía” del reino de Dios los impulsos para una
transformación de la sociedad (“escatología horizontal”), tiene como consecuencia que el
elemento específicamente cristiano termina siendo absorbido por la teoría y la práctica
puramente seculares de la revolución.
31. Relaciones con la ciencia
Educación cristiana

En la relación de la fe cristiana con la ciencia, desde los comienzos se contraponen dos


puntos de vista. Siguiendo la postura del Apóstol Pablo, que no se cansa de proclamar:
“Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo” (1 Co 1,20) y “Si alguno entre vosotros
se cree sabio según este mundo, hágase necio” (1 Co 3,18), Tertuliano acuñó la fórmula
básica para una postura de rechazo radical de la filosofía y la ciencia: “¿Qué tienen que ver
uno con otro el filósofo y el cristiano, el discípulo de Grecia y el discípulo del cielo, el
falsificador y el restaurador de la verdad, el ladrón de la verdad y el custodio de la misma?
¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén, qué la academia con la Iglesia? En estas palabras
se expresa la experiencia fundamental de la fe, a saber, que el conocimiento cristiano de la
salvación es superior a todo conocimiento racional.
Al lado de esta actitud anticientífica, que se manifestó una y otra vez en todas las épocas de
la historia de la Iglesia, encontramos otra actitud exactamente opuesta con relación a la
ciencia, que también se manifestó vigorosamente desde los inicios de la Iglesia cristiana.
También ella hunde sus raíces en la naturaleza de la fe misma, que Anselmo de Canterbury
expresó con la fórmula “fides quaerens intellectum” (“la fe que busca conocer”) – y que
llegó a ser el Leitmotiv de toda la escolástica. Como el hombre es un ser dotado de razón,
existe un impulso en la experiencia de fe hacia el esclarecimiento intelectual, para elevar
los contenidos de la fe a la esfera de los conceptos y para organizar las verdades de la fe en
una comprensión sistemática de la relación global de Dios, el ser humano y la creación. En
todo ello, la idea fundamental es que las verdades reveladas de la fe no están situadas fuera
del contexto del desarrollo intelectual del ser humano ni de sus esfuerzos por conocer la
verdad, tal como ella es presentada por la filosofía y las ciencias naturales. Justamente
aquellos cristianos del primer siglo, que provenían de los círculos helenísticos más cultos y
que estaban familiarizados con la filosofía y las ciencias naturales de su época, se negaron a
tirar por la borda, en ocasión de su bautismo, sus comprensiones científicas. Ya Justino
Mártir, filósofo de profesión, consideraba la verdad por él encontrada en la revelación
cristiana como el cumplimiento y no la negación de su conocimiento filosófico. El
desarrollo filosófico y científico es incluido en la historia de la salvación. El punto de
partida de este pensamiento es el concepto del Logos del Evangelio según San Juan. Ya
antes de su venida al mundo, la luz del Logos – la idea o la razón universal – se manifestó
en la historia de la humanidad a través de partículas y gérmenes aislados.
Estos dos juicios opuestos estuvieron constantemente en una relación de mutua tensión. Por
de pronto, dominó en la escolástica medieval el principio de elevar el conocimiento de la fe
cristiana a la categoría de un conocimiento científico universal. La teología se convirtió en
la maestra de las diversas ciencias que fueron organizadas de acuerdo con la división
tradicional del trivio y del cuadrivio e incorporadas en el sistema educativo como “siervas
de la teología” (“ancillae theologiae”). Este principio de ordenamiento también puede
percibirse también en la organización de las universidades, que surgieron en el siglo XIII, y
en el currículum académico. Tan sólo de manera vacilante se introdujo una cierta
autonomía de las diversas ciencias. Los comienzos del desarrollo científico universal del
occidente cristiano, subordinados al predominio de la teología, estuvieron inicialmente bajo
la total influencia de la tradición: en el terreno teológico, de la tradición de la Sagrada
Escritura, los Padres reconocidos por la Iglesia, los concilios, los papas y obispos; y en el
terreno de las ciencias naturales, de la tradición de Platón, Aristóteles y sus discípulos
helenísticos. La formación de una escolástica científica se realizó a partir del siglo XII en
íntima conexión con el redescubrimiento de los escritos de Aristóteles y de sus
comentaristas neoplatónicos sobre la naturaleza, la psicología y el derecho del estado,
escritos que desde el cuarto y el quinto siglo habían sido reprimidos en el imperio romano
cristianizado, pero que continuaron siendo cultivados en las escuelas superiores de Siria y
Persia y más tarde en la España árabe.
La evolución de la escolástica medieval muestra que el pensamiento ligado a la tradición y
el pensamiento crítico científico no se excluyen, sino que se condicionan mutuamente.
Mientras que en los inicios de la ciencia escolástica, el peso de la tradición parecía no
permitir esfuerzos intelectuales independientes y el trabajo teológico se circunscribía a una
ordenación sistemática de las sentencias de los Padres sobre determinados temas
doctrinales, fue precisamente el descubrimiento de las contradicciones dentro de la
tradición lo que llevó al método del equilibrio crítico. Para ello fueron decisivos
principalmente los puntos de vista desarrollados en el terreno del derecho eclesiástico. La
tradición jurídica de la Iglesia contenía igualmente contradicciones en diversas decisiones
conciliares, decretos papales y decisiones de los Padres. Ahora bien, la necesidad de una
rápida solución de cuestiones jurídicas concretas hizo necesario el desarrollo de un método
practicable para resolver tales contradicciones. Fue así que Abelardo llegó a formar el
método “sic-et-non”, que corresponde en gran parte al método de la concordancia de los
cánones discordantes (“Concordantia discordantium canonum”) del derecho eclesiástico.
Este método ya contiene una serie de puntos de vista de la crítica histórica y de la crítica
objetiva interna, a partir de los cuales pudieron desarrollarse las bases de la crítica científica
propiamente dicha.
Partiendo de los principios de la Reforma, se desarrolló de manera similar también más
tarde una escolástica con la tendencia a transformarse en un sistema cristiano universal de
las ciencias – nuevamente bajo la influencia de un renacimiento de Aristóteles. Como
paralelo protestante a la neoescolástica católica, Amos Comenio (1592-1670), obispo de la
Iglesia morava, insiste de la misma manera en la formación de una sabiduría cristiana
universal (pansofía), que abarque todas las disciplinas. Un conflicto abierto entre el dogma
y la ciencia sólo surgía allí donde parecían cuestionarse las bases de la cosmovisión bíblica
tradicional de la membresía de la Iglesia, como en el caso de Galileo. Pero justamente este
caso deja en claro que los principios de la investigación científica misma de Galileo
nacieron del concepto cristiano de la ciencia y la verdad. En la historia de la cristiandad,
siempre predominó la tendencia favorable a la educación y a la ciencia; la actitud contraria
sólo se manifestó ocasionalmente en revueltas de corta duración.
La actitud hostil a la educación y a la ciencia llegó a un primer apogeo transitorio cuando
después del ascenso de la Iglesia cristiana a la condición de iglesia imperial, las masas
afluían en gran número a las comunidades de la Iglesia; y un populacho fanático, liderado
por padres y monjes hostiles a la instrucción, comenzó a destruir sistemáticamente en las
ciudades los templos y los centros de formación del paganismo antiguo; en ocasión de lo
cual, algunos miembros de las clases instruidas no cristianas llegaron a sufrir el martirio
(como en 415 la filósofa Hypatia, en Alejandría).
En siglos posteriores, fue impugnado una y otra vez el matrimonio entre la teología y la
ciencia, fundamentado por los Padres de la Iglesia antigua y por los escolásticos de la Edad
Media. Esto ocurría cuando corrientes espiritualistas y místicas o ascéticas radicalmente
hostiles a la cultura se rebelaban contra el predominio de la teología académica apelando a
su “experiencia” espiritual, la “luz interior”, la “iluminación por el Espíritu Santo”, el
“Cristo en nosotros”. Fue el caso de algunas corrientes subversivas del movimiento
franciscano radical, en la mística laica alemana e inglesa de los siglos XIII y XIV, o en la
“devoción moderna”. Los estatutos de la más antigua universidad nacida de la Reforma, la
de Marburgo, fundada en 1527 por el landgrave Felipe de Hesse, también se dirigen contra
una hostilidad a la educación, ampliamente difundida como una corriente subversiva de la
Reforma.
Estas relaciones también fueron perturbadas cuando algún concepto racionalista de la
verdad, desarrollado primeramente dentro de la teología, se sustraía a la tutela teológica y
dirigía sus críticas contra los propios dogmas de la Iglesia. Esto se evidenciaba con mayor
claridad luego de que las ciencias naturales como también la teología disminuyeron su total
dependencia histórica de la tradición y se encaminaron hacia la experiencia, la observación
y el experimento; resultando de ello que una serie de principios y conocimientos
dogmáticos fundamentales fueran cuestionados y finalmente abandonados. La disputa sobre
la doctrina de la evolución (juicio de Tennessee, 1925) es un síntoma moderno y notable de
este cambio.
La Iglesia misma colaboró con este distanciamiento entre la teología y las ciencias
naturales. Después de que se formara un gran número de confesiones a partir de la Reforma
de Lutero, Zwinglio, Calvino y otros, que trataban de imponer sus pretensiones de ser
dueños absolutos de la verdad mediante sangrientas guerras religiosas, quedó fuertemente
alterada la credibilidad de los príncipes. Los eruditos se sustraían al enjuiciamiento por
parte de las autoridades eclesiásticas, deseando someterse ya únicamente al juicio de la
razón crítica y de la experiencia. La respuesta fue el racionalismo de la ilustración.
Las bases del sistema educativo occidental también se remontan a la Iglesia cristiana. En un
primer momento, la Iglesia se distanció de la educación pagana en vigencia en la sociedad
de la antigüedad tardía, y muy pronto pasó a crear instituciones educativas nuevas y
propias. Sus maestros más importantes provenían de los círculos griegos y romanos
instruidos, eran filósofos, como Justino, o retóricos, como Tertuliano y Agustín. El primer
impulso provino de la necesidad de formar catequistas. En la temprana Edad Media, se
llegó a crear un sistema escolar en las grandes sedes episcopales, destinado a la formación
no sólo de las vocaciones, sino también de los funcionarios del gobierno y la
administración. Con un perfil reducido y acomodado a la escala cristiana, las escuelas
clericales adoptaron las formas de la enseñanza escolar de la antigüedad tardía y la división
de las disciplinas – el trivio y el cuadrivio –, conservando en parte los antiguos manuales
(Donat). La escuela de la corte de Carlo Magno dirigida por clérigos bajo Alcuino; las
escuelas medievales de las órdenes monásticas, las catedrales, los conventos y las
parroquias; el floreciente sistema escolar de los Hermanos de la Vida Común y el avance
del sistema escolar católico de la contrarreforma bajo la dirección de la orden jesuítica y de
otras órdenes escolares más recientes, contribuyeron en el desarrollo de la educación en
occidente, tanto como las fundaciones de escuelas y las reformas pedagógicas surgidas de
la Reforma, y que partieron de Lutero, Melanchton (el “praeceptor Germaniae”),
Bugenhagen, Amós Comenio, August Hermann Francke y Zinzendorf. Aun después de la
Reforma, la siguió siendo responsable por el sistema escolar. La Paz de Westfalia aún llama
la escuela un “anexo de la religión”. Cuando a partir del siglo XVIII se impuso la idea de
una educación general de todo el pueblo, el sistema escolar comenzó a desligarse de sus
bases eclesiásticas, pasando más y más a manos del estado. Sin embargo, hasta la
Revolución francesa el estado se comprendía como autoridad cristiana y asumía la
supervisión de las escuelas en el sentido cristiano, con la colaboración de las Iglesias.
Las escuelas eclesiásticas de la Edad Media propagaban por cierto una formación cristiana,
de orientación dogmática; pero los contenidos históricos de las tradiciones humanistas
consiguieron imponerse siempre de nuevo contra las limitaciones dogmáticas. A lo largo de
los siglos se produjo una y otra vez dentro de la educación eclesiástica una lucha en torno a
la legitimidad de la herencia de la formación clásica; como por ejemplo en la discusión con
las corrientes fundamentalistas de la alta escolástica, que intentaron realizar una
condenación de Aristóteles; y con grupos fundamentalistas del pietismo, el puritanismo y el
movimiento de avivamiento.
Desde la separación entre Iglesia y estado, existe una tensión múltiple entre sus respectivas
exigencias educacionales. En algunos países, el estado tomó totalmente en sus manos el
sistema escolar, y no permite escuelas privadas o tan sólo excepcionalmente, reservándose
en estos casos excepcionales su permanente control, pero considera la enseñanza de la
religión como parte de su tarea educativa. En estos casos, las Iglesias solicitan poder
impartir su enseñanza religiosa confesional en las escuelas estatales. La mayoría de las
Iglesias defiende en principio la necesidad de tener escuelas confesionales, exigencia ésta
que en su forma exclusiva fue presentada en Alemania por la Iglesia católica a partir del
Kulturkampf. Otros países, como Francia, practican un sistema escolar en principio libre de
toda religión, dejando la enseñanza de la religión a cargo de la organización particular de
las distintas Iglesias. En lo que se refiere al sistema educacional, la separación entre Iglesia
y estado es manejada de diferentes maneras en los distintos estados. Mientras que en la
Revolución norteamericana esta separación fue conquistada como una elevada meta que
liberaba la Iglesia de la tutela estatal y le posibilitaba un máximo de libertad precisamente
en el ámbito educativo, en la Unión Soviética la escuela fue utilizada para una educación
declaradamente antirreligiosa basada en la filosofía oficial del materialismo dialéctico,
poniendo en práctica en las clases la libertad para la propaganda antirreligiosa garantizada
por la constitución, mientras que a las Iglesias se les prohibía toda actividad educativa fuera
de sus cultos.
Otro problema que también se deriva de la separación entre estado e Iglesia es el de la
subvención estatal de las escuelas particulares de las Iglesias. En el marco de la separación
de Iglesia y estado, garantizada constitucionalmente, esta subvención es solicitada por las
Iglesias también allí donde el sistema escolar eclesiástico desempeña en gran parte la
función de las escuelas estatales (p. ej., en los Estados Unidos). Luego de la disminución de
la ideología positivista y materialista del siglo XIX, se va imponiendo actualmente el
reconocimiento que la religión tuvo y continúa teniendo una participación tan grande en el
desarrollo cultural, que la exclusión de la enseñanza religiosa del programa de estudios de
las escuelas, como fue practicada hasta el momento, implica una pérdida para la formación;
y que por ello la religión debe ser incluida como materia del área de las humanidades. Por
la misma razón, las universidades estatales, p. ej., en los Estados Unidos, Canadá y
Australia, que por la separación de Iglesia y estado hasta ahora no poseían facultades de
teología ni ofrecían cursos de religión, pasaron a crear departamentos de religión, que
tienen una estructura inderdenominacional y que también admiten a no cristianos como
profesores de las respectivas religiones.
La universidad medieval, el modelo más elevado de institución de enseñanza y aprendizaje,
es una creación de la Europa cristiana, desde donde se difundió también por los demás
continentes a partir del siglo XVI. En la universidad, era de fundamental importancia la
autonomía corporativa de maestros y estudiantes; el nombre “universitas magistrorum et
scholarium” es documentado por primera vez en París a comienzos del siglo XIII. Surgidas
inicialmente de la unión de escuelas de los monasterios y de clérigos, las universidades han
sabido garantizar su relativa independencia a través de acuerdos jurídicos con la Iglesia y el
estado. La Universidad de Nápoles fue fundada en 1224 como universidad declaradamente
estatal; siguieron las universidades fundadas por el emperador o por el papa en España
(Salamanca, 1220; Valladolid, 1250), en Portugal (Lisboa 1290), en Francia (Tolosa, 1219;
Orleáns, 1309; Grenoble, 1339) y en Italia (Padua, Roma, Perugia, Modena, Pisa y
Florencia). De mediados del siglo XIV en adelante datan las fundaciones en tierras
imperiales al norte de los Alpes y en Europa oriental y septentrional: Praga, Cracovia,
Viena, Pécs (Fünfkirchen), Heidelberg, Colonia, Ofen, Erfurt, Leipzig y Rostock. Sigue
luego en la segunda mitad del siglo XVI una segunda oleada, de orientación más
humanística: Greifswald, Friburgo (Alemania), Basilea, Tréveris, Uppsala, Tubinga,
Copenhague, Wittemberg. Las universidades representaban la unidad de la formación del
occidente cristiano, que se manifestaba en la adopción común del latín como lengua
empleada para las clases, la enseñanza por medio de conferencias y disputas, la comunidad
de vida en colegios y agrupaciones, el cambio regular de la dirección por medio de un
rector elegido, la organización interna en facultades y naciones, como también el
reconocimiento de los grados académicos en el ámbito europeo.
Desde el principio, las universidades actuaron en el espacio ubicado entre las autoridades
eclesiásticas y las estatales. Sirve de ejemplo el desarrollo de la Universidad de París, una
de las más antiguas de Europa. Ella no se remonta a un acto oficial de fundación, sino que
es fruto de la evolución de las escuelas episcopales del siglo XII. De acuerdo al estatuto
(1213-1215) de Inocencio III, esta universidad formaba una corporación federativa de
derecho papal. La autonomía, la solidaridad corporativa y la jurisdicción directa de la Santa
Sede fueron las características de su desarrollo posterior. Con la formación de un cuerpo
docente especial creado por el rey (posteriormente, el Colegio de Francia), Francisco I
asestó un golpe sensible al monopolio formativo de la universidad. En 1598, Enrique IV
subordinó la universidad misma al control de la corona. La Revolución francesa produjo la
secularización completa de la universidad. Luego, en 1875, el catolicismo francés se creó
una universidad propia con el Instituto Católico.
El humanismo y la Reforma crearon una nueva situación para el sistema educativo, y en
particular para el sistema universitario. La exigencia de los humanistas de ofrecer un lugar
propio a la investigación, llevó a la organización de academias, que en su carácter de
fundaciones de los príncipes o de particulares ya no estaban sujetas al control de la Iglesia.
Por otro lado, los países y territorios protestantes surgidos con la Reforma crearon sus
propias universidades territoriales, como Marburgo en 1527, Königsberg en 1544, Jena en
1588. Como contramedida, los jesuitas asumieron la dirección de universidades más
antiguas que se habían conservado católicas, o fundaron nuevas universidades en Europa y
en ultramar. Roma es un centro internacional de formación eclesiástica. Además de la
Pontificia Universidad Gregoriana, fundada en 1551 como Colegio Romano por Ignacio de
Loyola, se encuentran allí también las escuelas superiores de las órdenes religiosas, los
seminarios (Colegio Germánico) e institutos científicos (entre otros, de lenguas orientales).
En los países de ultramar, le correspondió a la educación cristiana la tarea de crear las bases
para misionar a los pueblos no cristianos a través de la organización de un sistema
educacional cristiano de todos los niveles, de la escuela primaria hasta la universidad. En
sus colonias o dominios, las potencias coloniales europeas dejaron en un primer momento
en manos de las Iglesias buena parte de la tarea de organizar el sistema escolar. Ya muy
pronto se fundaron universidades católicas en las colonias españolas en América (Santo
Domingo en 1538, México y Lima en 1551, Guatemala en 1562, Bogotá en 1573; y Manila,
en Asia Oriental, en 1611). En la China, los misioneros jesuitas actuaron sobre todo como
transmisores de la formación europea (astronomía, matemática, técnica), en calidad de
funcionarios imperiales en la corte de Pekín. La actividad de las denominaciones cristianas
en competencia entre sí en terreno misionero llevó a un crecimiento del sistema educativo
cristiano en Asia y África desde comienzos del siglo XVIII, lo que en muchos casos llevó a
que hoy los cristianos posean una formación escolar más elevada y tengan también una
participación más intensa que los no cristianos en las tareas del gobierno y la
administración de sus países. Muchos líderes políticos de los estados africanos y asiáticos
provienen de escuelas misioneras cristianas. Incluso en los países africanos y asiáticos, que
disponen de un sistema escolar y universitario estatal propio, las instituciones educativas
cristianas desempeñan muchas veces un rol de liderazgo. La universidad de San Javier en
Bombay y la Universidad Sofía en Tokio son fundaciones jesuíticas; la Universidad
Doshisha en Kioto es una fundación presbiteriana japonesa.
En algunas regiones de África con un fuerte contingente de población blanca, como por
ejemplo en la Unión Sudafricana, se llegó a desarrollar un sistema escolar eclesiástico
paralelo para negros y blancos. Ahora, la integración es resistida no sólo por el lado blanco,
sino también por el negro.
En América del Norte, la educación cristiana pasó por un desarrollo especial. Desde el
inicio, la Iglesia asumió aquí la creación de instituciones educacionales tanto de las propias
Iglesias como de naturaleza general. En la situación colonial, los clérigos y pastores de las
Iglesias parecían ser los personajes más adecuados para estas tareas. Las diversas
denominaciones realizaron en buena parte un trabajo pionero en el terreno de la educación.
La creación de un sistema escolar estatal surgió recién cuando las condiciones se
consolidaban. Es significativo que en las colonias de Nueva Inglaterra, las denominaciones
asumieran no sólo la fundación de algunos institutos teológicos para la formación de
pastores, sino también la fundación de universidades, que además de una facultad teológica
abarcaban también todas las demás facultades. De esta manera, surgieron la Universidad de
Harvard en 1636 y la Universidad de Yale en 1701 como fundaciones congregacionalistas,
y en 1693 el Colegio William and Mary como universidad anglicana. Siguieron
universidades metodistas en el siglo XIX (Universidad Metodista del Sur, en Dallas).
Asimismo, de acuerdo a la intención de sus fundadores, muchas fundaciones universitarias
privadas son sustentadas por un ideal de formación cristiano. Una vez más, la fundación de
universidades estatales sólo se produjo después de haberse desarrollado fundaciones y
creaciones de las Iglesias o de particulares.
La educación propia de las Iglesias se realiza en un gran número de instituciones. En los
países, donde no existe la enseñanza de la religión en las escuelas, se desarrolló de manera
particularmente intensiva el sistema de las escuelas dominicales, con el que las diversas
denominaciones imparten la educación religiosa a los niños. Esto comenzó en 1803 en
Inglaterra con la Unión de Escuelas Dominicales de Londres. En Alemania, Holanda, Suiza
y Escandinavia, las Iglesias independientes siguieron el ejemplo anglo-norteamericano. En
lugar de la escuela dominical, las Iglesias evangélicas en Alemania realizan el culto para
niños, el cual, sin embargo, ante el fracaso de la enseñanza religiosa en las escuelas
estatales, frecuentemente debe asumir el rol de la escuela dominical en el sentido de una
orientación cristiana de la juventud (como p. ej., en la época del conflicto de la Iglesia con
el nazismo en Alemania).

32. Diaconía y cura de almas

La Iglesia cristiana se encargó de los enfermos de dos maneras: mediante la curación del
enfermo y mediante la asistencia y el cuidado del enfermo. El hecho de que en los tiempos
modernos el ejercicio práctico de la curación retrocediera más y más, no debe llevarnos a
olvidar que en los comienzos la curación y la referencia a sus éxitos maravillosos
desempeñaron un importante papel en la apologética misionera de la Iglesia. Jesús, tal
como lo pintan los Evangelios, se presenta como alguien que cura el alma y el cuerpo; en la
predicación misionera de los primeros siglos, el título más popular era “Cristo médico”.
También los apóstoles son presentados como sanadores – hasta los pañuelos y prendas del
Apóstol Pablo son utilizados para curaciones milagrosas (Hch 19,12). Los apologistas de
los siglos II al IV usan la frecuencia de curaciones milagrosas como argumento para la
presencia visible del Espíritu Santo en la Iglesia. La curación se basaba generalmente en
una interpretación demonológica de la enfermedad. Con frecuencia, ella se llevaba a cabo
bajo la modalidad de un exorcismo, o sea, de un solemne conjuro litúrgico del demonio que
causaba la enfermedad y de su expulsión del enfermo. Toda la esfera de la vida carismática
en la Iglesia es interpretada por los Padres de los primeros siglos a partir de la idea básica
del “Cristo médico”: la iglesia como sanatorio, los sacramentos como medicina, la teología
ortodoxa como “botiquín” contra la herejía. Ya en Ignacio de Antioquía (alrededor de 110),
la eucaristía aparece como “medicamento contra la muerte”, “medicina de inmortalidad”.
La historia de la curación carismática todavía casi no fue investigada. Los milagros de
curación siguen siendo un atributo característico de los grandes carismáticos cristianos, de
los santos tanto de la Iglesia Católica Romana como de la Iglesia ortodoxa oriental. Recién
cuando la Iglesia cristiana llegó a ser Iglesia estatal bajo Constantino y los carismáticos
libres fueron desplazados por quienes ocupaban cargos eclesiásticos oficiales, la curación
pasó a segundo plano en la Iglesia. Característico para esto es el desarrollo del exorcismo.
El exorcista terminó siendo uno de los grados inferiores de la escala que lleva al sacerdocio.
Tradicionalmente, el exorcismo está ligado no sólo al rito bautismal. El Ritual Romano
contiene más bien numerosas fórmulas litúrgicas para los diferentes casos de posesión.
Recién la ilustración del siglo XVIII hizo retroceder el empleo del exorcismo dentro de la
Iglesia Católica Romana. Pero es significativo que justamente en esa época se difundía un
movimiento exorcista por el sur de Alemania, Austria y Suiza, encabezado por Johannes
Gassner, un párroco del Tirol, que entre 1760 y 1775 realizó decenas de millares de
exorcismos en enfermos en Voralberg, el Lago de Constanza y la Alta Suabia. La
intervención de la Academia de Ciencias de Baviera, que hizo refutar la doctrina
demonológica de Gassner sobre la enfermedad por Franz Mesmer (1734-1815), el descubrir
del magnetismo animal, hizo que el arzobispo de Salzburgo prohibiera que se siguiera
practicando el exorcismo en la Iglesia. Esto culminó con la prohibición papal de la
cuestión, pero sin que fueran retiradas las fórmulas litúrgicas del exorcismo del Ritual
Romano ni que su aplicación cesara por completo.
El exorcismo tampoco murió del todo en los últimos siglos el ámbito de las Iglesias nacidas
de la Reforma. En los círculos pietistas, aparecieron diversos exorcistas, entre ellos Johann
Christoph Blumhardt Padre (1805-1880). La práctica de la curación carismática con auxilio
de rituales exorcistas ha sido retomara desde fines del siglo XIX por los diversos grupos del
llamado movimiento pentecostal. Apelando al poder del Espíritu Santo, emplean el carisma
de la sanidad como un don salvífico concedido al cristiano creyente. Después de que se
reconocieran nuevamente la relación interna entre la curación del cuerpo y la del alma y el
origen psicogenético de muchas enfermedades, y animadas por el movimiento pentecostal,
diversas Iglesias más antiguas, como la Iglesia episcopal e incluso la Iglesia Católica
Romana en los Estados Unidos, volvieron a permitir cultos de sanidad.
El descuido de la curación por parte de la mayoría de las Iglesias ha llevado en América del
Norte en la segunda mitad del siglo XIX a la constitución de una Iglesia, cuya fundadora,
Mary Baker-Eddy (1821-1910), pela exactamente a la curación por medio del Espíritu
como su misión especial. Habiendo pasado por la experiencia de la curación de su propia
enfermedad grave por un discípulo de Mesmer, convirtió su obra “Science and Health with
Key to the Scriptures” en la base de la formación de una Iglesia propia, la “Iglesia de la
Ciencia Cristiana” (“Church of Christian Science”). Siguiendo las orientaciones de la
fundadora, la “Ciencia Cristiana” ejerce hoy en el mundo entero una práctica de “cura
espiritual” (“spiritual healing”) a través de personas especialmente entrenadas.
Al lado de la curación del enfermo, surgen desde el inicio la asistencia y el cuidado del
enfermo. La asistencia pertenece a los más antiguos mandamientos de la ética cristiana. En
las promesas del Señor a sus discípulos en el día de la Ascensión se encuentran estas
palabras: “En mi nombre expulsarán demonios... impondrán las manos sobre los enfermos
y se pondrán bien” (Mc 16,17-18). En el juicio final, el juez Cristo dice a los elegidos a su
derecha: “Estaba enfermo, y me visitasteis”, y a los condenados a su izquierda: “Estaba
enfermo, y no me visitasteis”. A la pregunta asombrada cuándo lo vieron al Señor enfermo
y no lo visitaron, reciben como respuesta: “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos
más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,36). El primer cargo diacónico creado por la
comunidad en Jerusalén estaba destinado al cuidado de los enfermos. Rápidamente se
difundió por toda la Iglesia. Según Hipólito (can. 24 y s.), el cuidado de los enfermos es
ejercido por los diáconos y las viudas bajo la dirección del obispo. Este servicio a los
enfermos no quedó limitado a los miembros de la comunidad cristiana, sino que se brindaba
también al público más amplio, sobre todo en épocas de pestes y epidemias. Luego se
fundaron “nosocomios” cristianos, mencionados por primera vez en el siglo IV. En
Capadocia, p. ej., fueron fomentados especialmente por Basilio el Grande. En la Edad
Media, los conventos asumieron el cuidado de los enfermos, creando para ello la nueva
forma jurídica del hospital. El creciente flujo de peregrinos a Tierra Santa y la necesidad de
atender a los numerosos enfermos entre ellos, víctimas de las condiciones climáticas y las
condiciones generales de vida a las que no estaban acostumbrados, llevaron a la fundación
de órdenes hospitalarias de caballería, sobre todo la orden de San Juan de Jerusalén
(posteriormente, la Orden de Malta). El servicio a los enfermos, ejercido por estas órdenes
juntamente con el servicio militar para proteger a los grupos de peregrinos contra
asaltantes, no tenía nada de decoración medieval. La Orden de la Espada, p. ej., había
asumido como su tarea especial el cuidado de los enfermos atacados de la peste; como
maestro de la orden sólo era elegido aquel que exhibía en su cuerpo los bubones de la peste
como estigmas de su servicio.
En el contexto de la lucha contra el feudalismo de la Iglesia, que partía de las órdenes
mendicantes, sobre todos los Franciscanos, se formaron órdenes hospitalarias civiles. Pero
también el hospital creado por Santa Elizabeth (1207-1231) en Marburgo en el territorio de
los caballeros de la Orden Teutónica era marcado por el espíritu de San Francisco.
Paralelamente a ello, se crearon hospitales como fundaciones autónomas, que fueron
sometidos a la dirección o al control del obispo competente. Con el crecimiento de las
ciudades, se hizo necesario agrupar de manera inteligente las diferentes instituciones, lo que
generalmente fue hecho bajo la dirección del consejo de la ciudad. Con ello, comenzó una
laicización del sistema hospitalario, pero sin perder de vista el acompañamiento espiritual y
pastoral de los internos.
En el ámbito de la Reforma luterana, las instituciones medievales de asistencia fueron
continuadas de una manera adecuada a las nuevas condiciones. Los reglamentos
eclesiásticos de los diversos territorios de la Reforma no sólo insisten regularmente en la
obligación de cuidar de los enfermos, sino que dan también instrucciones para su adecuada
realización. En las Iglesias reformadas, el oficio del diácono fue completado con el de la
diaconisa. Estos oficios de servicio eran considerados como parte esencial de la
organización de la Iglesia basada en el Nuevo Testamento mismo. En el ámbito de la Iglesia
católica, la Contrarreforma produjo también un nuevo impulso para el cuidado de los
enfermos mediante la fundación de órdenes especiales para el servicio a los enfermos,
como los Hermanos de la Caridad (1572) y las Hermanas de la Caridad (1668), fundadas
por Vicente de Paulo, un gran sanador carismático. Siguiendo el modelo de estas dos
órdenes, surgieron posteriormente numerosas otras órdenes semejantes, que difundieron
sobre todo en el contexto de las misiones católicas en todo el mundo el espíritu y las
instituciones del cuidado de los enfermos por parte de la Iglesia, y que conquistaron
grandes méritos en los terrenos de misión (ayuda para el desarrollo).
En el protestantismo, las Iglesias independientes fueron líderes del cuidado de los
enfermos. Los metodistas, bautistas y cuáqueros tuvieron una gran participación en este
desarrollo, fundando numerosos hospitales en todos los continentes y equipándolos con
auxiliares masculinos y femeninos con gran disposición para el servicio. Algo más tarde, el
luteranismo alemán recuperó este atraso, cuando Teodoro Fliedner fundó en 1836 en
Kaiserswerth el primer hospital evangélico, creando al mismo tiempo con la diaconía
femenina un cuerpo de enfermeras que pronto encontró reconocimiento y difusión
universales.
A pesar de que por influencia del desarrollo político y social general, surgió en el siglo XIX
el hospital de la ciudad o la comuna al lado del hospital de la Iglesia, superándolo poco a
poco, la asistencia a los enfermos realizada por las Iglesias aún posee una importancia
ejemplar. El desarrollo del cuidado cristiano de los enfermos se caracteriza por el hecho de
que comienza invariablemente con instituciones eclesiásticas en el ámbito interno de la
Iglesia, pero que desde allí se produce siempre la transición a la esfera de la vida pública,
que tiene como consecuencia una ampliación universal del trabajo caritativo cristiano, pero
también su laicización y secularización. Así, ya en las ciudades del siglo de la Reforma en
proceso de crecimiento, el municipio asumió la dirección del sistema hospitalario de la
Iglesia. Después de la separación entre Iglesia y estado, proclamada por la Revolución
francesa, y después de que el estado asumiera de manera creciente las tareas de asistencia
hasta entonces a cargo de las Iglesias, se estableció un sistema hospitalario estatal al lado
del eclesiástico; sistema éste que, sin embargo, de buenas ganas recurre a las hermanas de
las órdenes católicas o de las casas de diaconisas. El ejemplo más impresionante de una
ampliación universal de la idea cristiana del cuidado de los enfermos es la fundación de la
Cruz Roja por Henri Dunant. Éste, fuertemente marcado por la influencia religiosa de su
hogar piadoso en Ginebra, y conmovido por las impresiones que recibió en Junio de 1859
en el campo de batalla de Solferino, elaboró propuestas que después de arduas
negociaciones con los representantes de numerosos estados, llevaron en 1863 a la firma de
la “Convención de Ginebra referida al alivio del destino de los militares heridos en campo
de batalla”. En nuestros días, la actividad de la Cruz Roja abarca no sólo a las víctimas de
acciones bélicas, sino también un trabajo de paz, al cual pertenece la obra de ayuda a
enfermos, impedidos, ancianos, criaturas y víctimas de catástrofes en el propio país y en el
exterior. La actividad de la Cruz Roja sigue siendo sustentada por el espíritu del amor
cristiano al prójimo no sólo según sus raíces históricas, sino también en su realización
actual. No hay duda que el peligro de la secularización se manifiesta precisamente también
en el cuidado de los enfermos. La más alta perfección técnica en el cuidado de los enfermos
no puede sustituir la abnegación espontánea y la entrega desinteresada del servicio
voluntario, de las cuales nacieron las obras de caridad cristiana a favor de los enfermos. Es
verdad que las instituciones de salud de las Iglesias confiaron en exceso y durante
demasiado tiempo en este espíritu de sacrifico, aprovechándolo de manera desmesurada. De
esta manera, por ejemplo, el horario regulado de trabajo, el alojamiento adecuado, los
salarios y la asistencia social de los encargados de los enfermos quedaron muy por detrás
del desarrollo social general.
Desde los inicios, el cuidado especial de la comunidad cristiana se orientaba también a las
viudas y los huérfanos, al lado de los pobres y enfermos. Se trataba de las personas que
habían quedado privadas de su protección masculina; mientras que los viudos, aun después
de la victoria de la emancipación femenina, jamás fueron considerados como un grupo que
necesitara del cuidado de la Iglesia. La atención de viudas y huérfanos por parte de la
Iglesia retoma las ideas del Antiguo Testamento, para el cual Yahveh es “padre de los
huérfanos y tutor de las viudas” (Sal 68,6). Según la Epístola de Santiago (1,27), el
contenido de “la religión pura e intachable ante Dios” consiste en “visitar a los huérfanos y
a las viudas en su tribulación”. Las viudas formaban un grupo o estado especial en las
congregaciones y eran convocadas para el cuidado de los enfermos y otras tareas de
diaconía en la comunidad, mientras que ellas mismas no necesitaban de asistencia y ayuda.
En todas las épocas decisivas de la historia de la Iglesia, las viudas desempeñaban un gran
papel. Por ejemplo, en la lucha de la Iglesia católica contra el donatismo en el norte de
África, la resistencia donatista fue liderada por las viudas. Numerosas santas, como Santa
Dorotea de Montow, alcanzaron el pleno desarrollo de su vida de santidad recién después
de enviudar. En las Iglesias territoriales protestantes, las viudas de los pastores
desempeñaban un papel importante para la continuidad de la vida de la congregación, ya
que en parte hasta comienzos del siglo XIX, para poder asumir el cargo en una parroquia, el
joven candidato al ministerio pastoral tenía la obligación de casarse con la viuda del
antecesor. La viuda más renombrada de la época de la Reforma fue la Sra. Wibrandis, que
estuvo casada sucesivamente con los reformadores Ecolampadio, Capito y Bucero; y que en
su cuarta viudez después de la muerte de Bucero educó en Estrasburgo fielmente a los hijos
que tuvo en sus matrimonios con tres reformadores, saliendo de ellos pastores creyentes.
Después de que la Iglesia fundara orfanatos (orfanotrofia) ya en el siglo IV, éstos fueron
asumidos en la Edad Media por de pronto por los conventos. Mediante la creación de asilos
para criaturas abandonadas, los monasterios combatían también el abuso de los niños
expósitos. Por influencia de la administración autónoma de las ciudades, que se difundió en
la alta Edad Media, tuvo lugar también aquí una laicización y secularización de las
instituciones de la Iglesia, que pasaron a ser asumidas por las corporaciones o las comunas
de las ciudades. Las Iglesias reformadas fomentaban sistemáticamente la creación de
orfanatos. Sobre todo en Holanda, casi todas las congregaciones tenían un orfanato propio,
sostenido por donaciones de la comunidad. Luego de las grandes guerras del siglo XVII, se
produjo una reforma pedagógica de los orfanatos, sobre todo a través de August Hermann
Francke (1663-1727), que agregó al orfanato fundado por él en Glauca, un suburbio de
Halle, un moderno sistema escolar, del tipo liceo. El orfanato de Francke se convirtió en
modelo frecuentemente imitado no sólo en Inglaterra, sino también en las colonias de
Nueva Inglaterra en América del Norte. Durante la época de la ilustración y del movimiento
de avivamiento, los orfanatos estuvieron expuestos a fuertes críticas. Se exigía que en lugar
de internar a los huérfanos en instituciones, fuesen ubicados en familias que cuidasen de
ellos. Pero como frecuentemente el sistema de las familias receptoras llevaba a la
explotación de los huérfanos como mano de obra barata, con una asistencia y un
alojamiento que dejaban mucho que desear, Johann Heinrich Pestalozzi (1746-1827)
introdujo un proyecto para una adecuada educación en los hogares. La discusión de estos
problemas aportó mucho al desarrollo de la asistencia moderna a la juventud, colocada
ahora en gran parte en las manos de organizaciones estatales, comunales o humanitarias,
pero que aún hoy continúa marcada por sus raíces cristianas.
La asistencia a viudas y huérfanos también desempeña un papel importante en la misión
cristiana en todos los continentes, sobre todo ligada a la asistencia a los campos de
refugiados y a víctimas de contiendas bélicas y revoluciones políticas, como en Hong
Kong, Vietnam, Biafra, Bangla Desh. Incentivos cristianos desempeñaron también un papel
importante en la resistencia que hubo en la India contra la institución de la cremación de
viudas. Esta institución fue prohibida por el gobierno colonial inglés en 1829 bajo la
presión de las sociedades misioneras cristianas. Después de la conquista de la
independencia política, la constitución de la República de la India hizo suya esta
prohibición, a pesar de la resistencia de los partidarios de grupos religiosos conservadores.
La cura de almas pertenece a los dones carismáticos del cristianismo primitivo. Ella
consiste en el don de comprender el corazón y el espíritu del prójimo y de reconocer si está
dominado por un buen o un mal espíritu, y en el don de ayudarlo a liberarse de su demonio.
Las vidas de los grandes consejeros espirituales carismáticos, comenzando por los monjes
de la Iglesia antigua del oriente y del occidente, pasando por los estarostes rusos y por
Felipe Neri hasta Juan Bautista Vianney (1786-1859), el sacerdote santo de Ars, dan
testimonio de este carisma en variaciones siempre nuevas y sorprendentes. Este don ha sido
institucionalizado en la Iglesia en el sacramento de la penitencia, en la confesión. Esto
ocurrió primeramente en el monaquismo, que impuso la obligación del examen de
conciencia diario y sistemático y la confesión privada ante el confesor. A partir del
monasticismo, la confesión privada se introdujo luego también a la práctica eclesiástica
general de los laicos. Este desarrollo parece haberse producido sobre todo en la Iglesia
monacal iroescocesa. La historia posterior de la cura de almas está estrechamente ligada
con la evolución del sacramento de la penitencia en la Iglesia oriental y occidental, siendo
de importancia decisiva el hecho de que la cura de almas queda reservada exclusivamente
al sacerdote, que en virtud de su ordenación posee el poder “de desatar y de atar” (Mt
16,19). Fue desvalorizada la cura de almas mutua de los laicos cristianos. Los sacerdotes,
que ya en la Iglesia antigua pasaron a ocupar el lugar del filósofo de la familia en los
hogares de las personas cultas, muchas veces tuvieron una gran influencia como directores
espirituales de personalidades eminentes, de los emperadores, reyes, príncipes, papas y las
familias más importantes de la nobleza. En el transcurso de su institucionalización, la cura
de almas ha llevado cada vez más a la formación de una casuística formal de pecados,
basada en el derecho eclesiástico. La práctica medieval de las indulgencias, que consistía en
la sustitución de las obras de satisfacción impuestas al penitente, como oraciones, limosnas
y peregrinaciones, por contribuciones en dinero, destruyó el sentido espiritual originario de
la cura de almas. Precisamente en la lucha contra los abusos del sacramento de la
penitencia, el cristianismo nacido de la Reforma intentó inicialmente una renovación
espiritual de la confesión. Sin embargo, al negar el carácter sacramental de la penitencia,
los reformadores infligieron un duro golpe a la cura de almas, porque la confesión personal
estaba íntimamente ligada con el sacramento de la penitencia. Según la concepción de
Lutero del sacerdocio universal de los creyentes, a todo fiel le corresponde el deber y el
poder de la cura de almas de su prójimo. De esta manera, la confesión, como institución
eclesiástica, pronto decayó en el luteranismo. La cura de almas adquirió un nuevo lugar en
la Iglesia en el ámbito del ejercicio de la disciplina eclesiástica. Allí desplegó un fuerte
dinamismo, sobre todo en el calvinismo, que introdujo las visitas regulares a los hogares
como medio para controlar la moral y las costumbres y para formar las conciencias.
Muchas Iglesias anglosajonas conservaron este ejercicio de la cura de almas en conexión
con la práctica de la disciplina eclesiástica. Pero existía el peligro que la cura de almas se
transformara en un instrumento de control permanente de los fieles por parte de sus
autoridades espirituales. Esto provocó una resistencia tanto mayor entre los fieles en la
medida en que las autoridades espirituales frecuentemente se valían de las autoridades
estatales para imponer eficazmente sus medidas disciplinarias. De este modo, la cura de
almas languidecía en el protestantismo; y sólo era practicada cuando la asumía algún
clérigo dotado de carisma, que gozaba de la confianza de los miembros de su congregación.
De esta manera, precisamente en los países protestantes la cura de almas huía cada vez más
de la Iglesia, pasando a las manos de psiquiatras y psicoanalistas. Éstos, por un lado,
insisten en el “carácter científico” de sus métodos, que parece más adecuado a la conciencia
moderna; y por el otro están obligados legalmente a mantener el secreto profesional. Las
Iglesias de hoy no lograron reconquistar de los psiquiatras y psicoanalistas el terreno de la
cura de almas, perdido por propia negligencia.
La abolición de la confesión y de la cura de almas oficial en el protestantismo llevó a una
realización nueva y sobresaliente en el terreno de la literatura espiritual, a saber, la
literatura de los libros edificantes de formación espiritual, que desde los tiempos de la
Reforma tuvieron un enorme crecimiento, y cuyos autores son precisamente los grandes
líderes espirituales de los diferentes movimientos de la Reforma y de avivamiento. Existe
una abundancia impresionante de literatura edificante cristiana del tiempo de la Reforma,
pasando por el pietismo y llegando al movimiento de avivamiento; una literatura, que
cuando el terreno aún no era dominado por los medios de comunicación, era en gran
medida la única literatura común leída en voz alta para la familia que se reunía de noche.
También han nacido libros edificantes de importancia ecuménica del movimiento de
avivamiento de Inglaterra, como “El Peregrino” (1678) de John Bunyan; una obra que en
numerosas traducciones ejerció una gran influencia sobre toda la cristiandad de los siglos
XVIII y XIX. El fundador de esta modalidad de cura de almas personal a través de la
literatura edificante fue John Wesley con su “Librería Cristiana”, la primera colección de
libros de bolsillo de los tiempos modernos, que contenía escritos edificantes clásicos de la
Iglesia antigua y de la Edad Media y obras de la mística española, francesa, alemana y de
su propia época.
Esta forma de cura de almas fue desplazada recién por los modernos medios de
comunicación de masa, que orientaban la atención hacia intereses mundanos, el
entretenimiento, la distracción, la formación y la información.
El fracaso y la extinción de la cura de almas por parte de la Iglesia dejaron un vacío que no
fue llenado por la psicoterapia y la psiquiatría modernas. Más bien, muchos métodos
orientales de meditación y de prácticas de yoga entran en ancha corriente a este vacío. En
muchos casos, el director espiritual cristiano o pastor de la familia cedió lugar a un gurú
“familiar”.
El encuentro ecuménico de las Iglesias cristianas colaboró con el redescubrimiento de la
cura de almas. La liberalización de los matrimonios mixtos liberó también la cura de almas
de las demandas confesionales totalitarias, que con frecuencia resultaban fatales
precisamente en el acompañamiento pastoral de los integrantes de un matrimonio mixto,
pues contribuían a renunciar totalmente a la cura de almas de la Iglesia.

33. Cristianismo y cultura

La idea básica del cristianismo de que la fe cristiana se realiza en una nueva vida, llevó a
que el cristianismo se destacara una y otra como creador y generador de cultura en el
transcurso de su historia; y que en su intento de transformar todos los ámbitos de la vida,
imprimiera siempre de nuevo su sello a culturas nuevas. En el análisis de este efecto
generador de cultura debe hacerse una distinción básica entre dos situaciones: aquella, en la
que el cristianismo se impuso como la mayoría de un estado o un pueblo; y la situación, en
la que una minoría cristiana debe afirmarse dentro de un contexto no cristiano.
El cristianismo aspira a desarrollar una cultura cristiana en todos los ámbitos de la vida en
los que penetra. Así, la Iglesia antigua, partiendo de Constantinopla, creó la cultura del
imperio romano cristiano; y el cristianismo medieval creó desde Roma la cultura del
occidente cristiano. De la misma manera, se formó también a partir del siglo XVI un
círculo propio de cultura protestante que, partiendo desde Europa central, Inglaterra y
América del Norte, llegó a abarcar todo el mundo. Como ejemplo de una cultura cristiana
no queremos describir aquí la cultura católica del medioevo occidental, mundialmente
conocida, sino la cultura menos conocida de la Iglesia ortodoxa oriental.
Las formas específicas de la cultura ortodoxa saltan mucho más la vista que, por ejemplo,
las formas de la cultura protestante, que muy frecuentemente toman la forma de
pseudomorfosis “inmanentes”, difícilmente identificables. Es llamativo que en el ámbito de
la cultura ortodoxa, ya en el imperio bizantino, pero también en las antiguas Iglesias
cismáticas de Asia y África, de entrada quedan excluidos tres campos del arte: la escultura,
el teatro y la música religiosa instrumental. Pero esto queda compensado con el desarrollo
mayor de otras ramas del arte.
La ausencia de la escultura se relaciona con su prohibición dentro del arte eclesiástico, que
a su vez tiene que ver con la concepción teológica de la naturaleza de los iconos,
anteriormente mencionada. Por influencia de la tendencia contraria a la tridimensionalidad
de la pintura religiosa bizantina y por las consecuencias de la polémica iconoclasta,
tampoco llegó a desarrollarse una escultura profana en el ámbito de la cultura bizantina. La
escultura sólo pudo desarrollarse en el ámbito del arte en miniatura (talla en marfil,
orfebrería, arte de herrería y esmaltado).
La restricción del arte religioso a la pintura bidimensional llevó también al desarrollo del
muralismo del más alto estilo, y sobre todo al arte sumamente desarrollado de los mosaicos.
Si bien éste se relaciona con el sentido de la forma y de la naturaleza de la antigüedad
clásica, creó también un estilo artístico enteramente nuevo a través de una estilización
religiosa y espiritual abstracta, que disuelve toda ilusión del espacio y toda impresión de
naturaleza viva. En el transcurso de la evolución, va predominando una perspectiva
invertida que junta las líneas del espacio no en el ojo del observador humano, sino en un
foco trascendente situado detrás del cuadro, en el ojo de Dios. Así, las personas humanas
que están en primer plano se diseñan en tamaño menor que las figuras de los santos, más
cercanos a Dios, que ocupan el espacio principal del icono. Por cierto, los testimonios del
arte bizantino de los mosaicos, así como de la pintura mural, se encuentran hoy
principalmente todavía en el occidente, especialmente en Ravena y en las iglesias
bizantinas de Sicilia. En oriente, en gran parte fueron víctimas de los iconoclastas;
asimismo una gran parte de los mosaicos y frescos fueron recubiertos o destruidos después
de la conquista de los países ortodoxos por los árabes y turcos.
Sobrevivieron a la época iconoclasta las pinturas murales de las iglesias instaladas en
cavernas en Capadocia, cercanas a Göreme y Ürgüp (siglos IX a XI), de difícil acceso. Sólo
el trabajo cuidadoso de restauración de los arqueólogos logró descubrir y restaurar en las
últimas décadas una parte de los antiguos mosaicos y murales, que habían sido recubiertos
en el período turco. Esto vale sobre todo para los mosaicos de la Hagia Sofía, el centro de la
Iglesia imperial bizantina, que después de la conquista de Constantinopla en 1453 fue
transformada en mezquita, pero que bajo Kemal Pacha fue declarada museo. Los mosaicos
de su cúpula, creados en el período de paz después del iconoclasmo, resplandecen ahora
nuevamente en su antigua belleza.
Juntamente con la pintura icónica y mural y el arte de los mosaicos, también hubo un gran
florecimiento del arte de la iluminación de libros. Este arte no sólo servía a los teólogos y
monjes eruditos, que leían los manuscritos de pergamino ricamente ilustrados y
ornamentado de los Padres de la Iglesia, sino también a la liturgia y sobre todo al coro.
Gracias a los generosos encargos del emperador y de numerosos donantes, la iluminación
de libros alcanzó su máximo esplendor en todo el ámbito de la ortodoxia en tierras griegas,
asiáticas y africanas. Las bibliotecas de los monasterios del Monte Athos y del Sinaí,
accesibles desde hace poco tiempo, guardan los más impresionantes testimonios de esta
iluminación de libros.
El teatro no aparece en el ámbito de la cultura ortodoxa, porque en los primeros siglos de la
Iglesia cristiana, el teatro dramático de la antigüedad clásica tenía como tema los antiguos
mitos de los dioses, y porque la comedia representaba todas las formas de lujuria e
impudicia. Por ello, los cristianos de la Iglesia antigua percibían el teatro como antro del
paganismo, y lo evitaban en consecuencia. Según los más antiguos reglamentos
eclesiásticos, la profesión de actor era una de las que debían ser abandonadas por quien
deseaba recibir el bautismo. Por esta razón jamás pudo desarrollarse el teatro en el ámbito
de la cultura bizantina. Pero esta desaparición del teatro antiguo es compensada por la
extraordinaria riqueza de la liturgia eclesiástica, que de hecho es un drama mistérico muy
dinámico, con diferentes entradas y procesiones, y con coros que dialogan. Un arte
dramático profano propio sólo pudo desarrollarse en los países ortodoxos occidentales, en
Rusia recién a partir del siglo XIX. El carácter básicamente dramático de la liturgia llevó a
la creación de formas constantemente nuevas. En diversas Iglesias, se desarrolla una
homilía dramatizada a partir de la predicación, en la que la prédica sobre una determinada
perícopa evangélica adquiere vida por la introducción de diálogos, escenas, monólogos y
coros. Además, se introducen diversas escenas bíblicas en el drama general de los misterios
de la liturgia. En Bizancio, sin embargo, estos embriones de un espectáculo religioso nunca
de desvincularon de su marco religioso.
La ausencia de la música religiosa instrumental en la Iglesia ortodoxa también obedece a
una razón dogmática: el hombre no debe usar metales inertes o una madera muerta para
alabar a Dios; antes bien, el hombre mismo debe ser un instrumento vivo para la alabanza
de Dios, glorificando a Dios con su propia boca así como con toda su vida. En los cultos
paganos, sobre todo los cultos de misterios, la música instrumental – principalmente de
flautas, tambores y timbales – era usada para aumentar el clima orgiástico. Por eso, con la
misma vehemencia con que se distanció del teatro, la Iglesia también se distanció
enfáticamente de este tipo de música, vista como una forma específica de idolatría pagana.
De esta manera, la música instrumental quedó reservada únicamente a fiestas profanas en el
imperio bizantino. Pequeños órganos portátiles eran usados principalmente en las fiestas de
la corte y en el circo, pero no en la Iglesia.
Ahora bien, justamente esta ausencia de la música instrumental llevó a un extraordinario
desarrollo de la música coral en la Iglesia y a la himnografía. El culto ortodoxo exhibe una
extraordinaria variedad musical, que ya desde el punto de vista técnico sólo puede
dominada por coros que posean una elevada competencia musical y un amplio repertorio
litúrgico de himnos de todo tipo (irmoi, stijirá, kontakia, etc.). También los sacerdotes y
diáconos deben satisfacer elevadas exigencias en el terreno del canto y la música.
Hasta la segunda mitad del siglo IX, los creadores de los himnos eran compositores poetas,
que componían tanto los himnos como las respectivas melodías. Después comenzó el
período de los himnógrafos, en el que se escribían nuevos versos para melodías ya
existentes. Luego, se desarrolla en el siglo XI un nuevo apogeo de la música bizantina, que
se caracteriza por extensos trinos y que lleva directamente a la composición hímnica
neogriega. En la Iglesia rusa y en Grecia, y principalmente en las islas ocupadas por los
italianos, la música bizantina unísona fue reemplazada luego del todo o parcialmente por la
música europea occidental moderna, con su armonía y su canto coral polifónico; mientras
que los monasterios, sobre todo en el Athos, mantienen hasta hoy el canto coral bizantino
unísono. En Rusia, el antiguo canto llano de origen bizantino aún se conserva entre los
antiguos ortodoxos. Paralelamente, se mantuvieron también en la Iglesia ortodoxa himnos a
una sola voz de origen más antiguo, de las escuelas de Kiev, Novgorod o Moscú. Los
grandes compositores rusos de los últimos siglos contribuyeron con el desarrollo del canto
coral eclesiástico a través de composiciones modernas, como a la inversa la música
litúrgica de la Iglesia también ejerció influencia sobre obras profanas de los compositores
rusos (p. ej., Tchaikovsky).
La tendencia al desarrollo de una cultura cristiana propia se manifiesta también allí donde
viven minorías cristianas en un ambiente no cristiano, es decir, en un contexto cuyas formas
de vida son moldeadas por una religión no cristiana, como es el caso de la mayoría de las
Iglesias cristianas en África, Asia e Indonesia. Esto no se aplicaba a los países comunistas,
en los que el estado se valía de la libertad para la propaganda antirreligiosa garantizada por
la constitución, pero no permitía que las Iglesias cristianas ejercieran influencia alguna
sobre la opinión pública fuera de sus cultos en los templos.
Con respecto a la situación de las minorías cristianas en un contexto de religiones no
cristianas, ha de notarse que hoy ya no existen más regiones intactas de culturas de
religiones no cristianas; quizá con la única excepción de aquellos estados musulmanes que
se definen constitucionalmente como estados islámicos (p. e., Paquistán). Hoy, todas las
antiguas culturas religiosas no cristianas, como las culturas hinduistas y las budistas del
sudeste y el este asiático, están fuertemente influenciadas y modificadas por la civilización
occidental; la cual, a su vez, lleva las marcas del cristianismo occidental en su técnica, su
sistema económico, su noción del tiempo, su concepto de posesión y propiedad – aún allí,
donde estas marcas ya no se trasluzcan con claridad. Con la difusión global de la cultura y
la civilización occidentales, marcadas por el cristianismo, ocurrida durante el período
colonial y la expansión económica mundial del occidente, incluyendo a los Estados Unidos,
se produjo en todas partes una aproximación al modo técnico de trabajar, a la producción
agrícola, al sistema bancario y monetario, al sistema de transporte, al sistema militar. En
Asia y África, el encuentro entre el cristianismo y las antiguas religiones se realiza dentro
de este nuevo marco, ya fuertemente unificado por la irrupción de la cultura y la
civilización occidentales, siendo facilitado por el mismo. Esto es favorecido también por el
hecho de que en la mayoría de los países, inclusive los estados jóvenes de África y Asia, la
constitución establece el principio de la separación entre Iglesia y estado; y que ninguna
religión dominante puede ejercer – por lo menos legalmente – terror religioso directo
alguno, aunque los principios de un empleo más liberal de la libertad religiosa se impongan
tan sólo lentamente. En muchos de los estados jóvenes de Asia y África existe una
sensibilidad particular de los círculos no cristianos contra a las Iglesias cristianas, porque
durante la era colonial las antiguas religiones estatales no cristianas fueron oprimidas,
perjudicadas o privadas de sus derechos, mientras que las Iglesias cristianas fueron
favorecidas unilateralmente. Hay países, en los que las minorías cristianas tienen que luchar
duramente por su existencia y reconocimiento; y también existen casos de persecución
aguda de los cristianos, como, p. ej., la persecución de los ibos cristianos en Nigeria, que
llevó al intento de una separación política de Biafra. Por otra parte, precisamente la
situación de una minoría cristiana en un contexto no cristiano es particularmente apropiada
para hacer destacar con claridad también para los de afuera el estilo de vida propio de una
cultura cristiana. Esto ocurre especialmente allí donde en un estado con castas, una
determinada Iglesia llega a transformarse en una casta propia, con rasgos externos
característicos y claros, tales como vestimentas, costumbres, fiestas, etc., como ocurrió con
la Iglesia Mar Toma en el sur de la India. También ocurre allí donde minorías cristianas,
como las Iglesias mesiánicas de los bantúes en Sudáfrica, crean colonias con un propio
estilo de vida cristiano expresado en la vida cúltica, privada y comunitaria.
Un problema especial consiste en la coexistencia de culturas cristianas de razas diferentes
en países con población racialmente mixta. La cultura de los negros de América del Norte
es fuertemente marcada por las Iglesias negras, sobre todo las bautistas, que a su vez
tuvieron origen en la misión de Iglesias bautistas blancas; pero ellas se desvincularon de sus
Iglesias madres blancas, o se establecieron dentro de aquellas como Iglesias negras
autónomas. Una situación similar existe en Sudáfrica, donde en el interior de las Iglesias
blancas establecidas coexisten lado a lado congregaciones blancas y congregaciones negras
especiales, o donde fuera de las Iglesias misioneras más antiguas surgieron Iglesias negras
mesiánicas autónomas. En este terreno, se dan hoy numerosas tensiones. Por una parte,
desde el inicio la Iglesia cristiana insistió en la superación de las barreras raciales. En la
Iglesia antigua no se conocían barreras raciales; la sinagoga ya admitía prosélitos negros. El
primer prosélito judío, mencionado en los Hechos de los Apóstoles, que fue bautizado por
el Apóstol Felipe, es un etíope, un “alto funcionario de Etiopía” (Hch 8,27). La comunidad
de Alejandría contaba con muchos etíopes y negros. Entre las Iglesias que salían a misionar,
la misión católica portuguesa no reconocía en principio ninguna diferencia racial – quien se
dejaba bautizar, llegaba a ser “hombre” (“hombre es cristiano”; pasaba a ser miembro no
sólo de la comunidad cristiana, sino también de la sociedad cristiana, pudiendo casarse con
otro cristiano de cualquier raza. En contraposición a ello, la misión católica de los
españoles introdujo la separación de razas en el terreno misionero americano bajo el
concepto de “casticismo”, prohibiendo el matrimonio entre inmigrantes españoles y
cristianos aborígenes. De manera similar al proceder de los portugueses en África y el
Brasil, en los siglos XVII y XVIII la misión católica francesa en Canadá y en la región de
los Grandes Lagos no sólo no prohibió los matrimonios entre blancos con indias, sino que
los toleró e incluso los favoreció. Coherentes con estos principios, las Iglesias cristianas
también tuvieron un rol de liderazgo en los esfuerzos por la integración de las razas; a
excepción de aquellas Iglesias que desde el comienzo trataban de justificar la separación de
las razas con argumentos teológicos basados en el “orden de la creación” y la
predestinación, tal como es el caso de algunas Iglesias reformadas de los Estados Unidos y
Sudáfrica. En los Estados Unidos, durante mucho tiempo la constitución de comunidades e
Iglesias negras era la única posibilidad que tenían los negros para acceder a una formación
superior, desarrollar una administración autónoma de las comunidades, formar un
patrimonio, ser reconocidos como corporaciones de derecho público y ejercer los derechos
correspondientes. Por otro lado, en los últimos tiempos se introdujo también en las Iglesias
negras la teoría racista de base ideológica y política, a través de la exigencia de una
“teología negra” (“Black Theology”), en cuyo centro se encuentra un “Cristo negro”
(“Black Christ”). Se trata de una polarización, que dificulta la tarea específicamente
cristiana de integración de las razas en la cristiandad por lo menos en la misma medida que
una teoría racista de base teológica o ideológica procedente del lado blanco.

34. Cristianismo y naturaleza

Teológicamente, la comprensión cristiana de la naturaleza no es nada clara. En el Nuevo


Testamento, la naturaleza por un lado es entendida como autorrevelación de Dios, en la
medida en que “lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la
inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad” (Rm 1,20). Por otro lado,
la naturaleza aparece como aquello que debe ser superado. Las consideraciones que siguen
se refieren a la comprensión cristiana de la naturaleza en el sentido de la creación en su
forma actual, tal como ella se presenta al ser humano que piensa y siente.
La comprensión cristiana de la naturaleza es determinada por el mandato de Dios al hombre
(Gn 1,28). Le presenta el mundo creado por él, con todas sus criaturas, y le dice:
“Sometedla”. Desde los comienzos de la teología cristiana, este mandamiento no fue
comprendido como una invitación a la explotación de la naturaleza; sino que más bien parte
del hecho de que el hombre, a quien Dios confía la creación, es el único ser creado a
imagen de Dios. La orden, por lo tanto, es dirigida al hombre como colaborador de Dios, al
cual se le asigna una corresponsabilidad en la conservación y la complementación de la
creación. Lo importante es que esta palabra le fue dirigida al ser humano antes de su
sublevación contra Dios. Con esto se expresa – y los Padres de la Iglesia antigua siempre
destacaron este aspecto – que la rebelión del hombre contra Dios, “la caída”, que consiste
en el abuso de la libertad humana contra Dios, no sólo perturbó sus relaciones con Dios,
sino también su relación con la creación. El ser humano caído considera y utiliza la
creación de Dios ya no más como el jardín de Dios que fuera encomendado a su cuidado y
responsabilidad, sino como un objeto de explotación egoísta. Con ello, comienza la
destrucción de la naturaleza por el ser humano, la cual tiene un carácter culposo desde el
inicio. La Iglesia antigua aún sentía directamente la relación entre el ser humano y la
creación. Ella conservaba una conciencia muy clara de que la destrucción de la relación
original de amor entre el ser humano y Dios destruyó también la relación entre el ser
humano y la creación. Este pensamiento es expresado ya por Pablo cuando éste afirma que
toda la creación participa en la caída del ser humano, y que con el hombre, también ella
necesita de la redención: “Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la
revelación de los hijos de Dios... Pues sabemos que la creación entera gime hasta el
presente y sufre dolores de parto” (Rm 8,19.23). Este pensamiento es completado en la
esperanza de que con la redención del ser humano, también sea restablecida su relación
perturbada con la naturaleza, y que toda la creación participe con el hombre en la
redención: “de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa
libertad de os hijos de Dios...” (Rm 8,21).
Esta conexión íntima entre el ser humano y la creación se expresa en el pensamiento que
aún dominaba enteramente la imagen de Cristo de la Iglesia antigua y de la Edad Media, y
que domina aún hoy la imagen de Cristo en la Iglesia cristiana ortodoxa: Cristo es el
creador y redentor del universo entero; la obra de la redención no se limita al hombre, sino
que abarca toda la creación. Este pensamiento encuentra su expresión simbólica en la
esperanza de que la historia de la salvación terminará con la creación de un nuevo cielo y
una nueva tierra (Ap 21,1).
En la tradición de la mística cristiana, este pensamiento fue profundizado hasta llegar a la
concepción de que la caída del hombre repercutió incluso sobre la estructura de su
corporalidad. Según Jakob Böhme (1575-1624), recién la rebelión del hombre contra Dios
llevó a un “endurecimiento” de la materia. En la teología oficial de la Iglesia, estos
pensamientos quedaron en segundo plano. Continuó dominando la idea del señorío del
hombre sobre la creación.
El énfasis colocado sobre la posición peculiar del ser humano hizo que el animal
prácticamente no tuviera consideración religiosa alguna en el cristianismo. La idea
fundamental del hombre como la única criatura hecha a imagen de Dios y a quien todas las
demás criaturas fueron “sometidas”, separa al hombre tajantemente del animal. Con esto se
perdió en gran parte la idea de una solidaridad fraterna entre el hombre y las demás
criaturas. Esto se vuelve particularmente notorio cuando se hace una comparación con el
budismo, que con mucho mayor intensidad ve al hombre integrado a la serie continua de los
seres vivos; serie ésta que en determinados casos también él debe recorrer en sentido
ascendente o descendente en la sucesión de reencarnaciones. Tan sólo en algunas pocas
voces aisladas de algunos santos cristianos se expresa aún la concepción original de la
solidaridad de todas las criaturas delante de Dios. Entre estos, Francisco de Asís (1181-
1226) expresó en su “Cántico del Sol” la fraternidad compartida del ser humano con el
hermano Sol y la situación fraternal de pertenecer juntamente con todos los elementos a la
creación de Dios. Delante de él, todos, seres vivos, astros y elementos, se unen en
adoración de alabanza y gratitud. Con ello trató de llamar a sus contemporáneos a la
responsabilidad común y al amor a las demás criaturas y al mundo entero, como elementos
esenciales del amor cristiano a Dios y al prójimo. La singularidad de esta conciencia
religiosa de la solidaridad de las criaturas frente a su Creador es tanto más llamativa cuando
consideramos que ella es frecuente en los salmos de alabanza del Antiguo Testamento: “Los
cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento” (Sal 19,2).
Tan sólo en la esperanza escatológica cristiana, el animal aún llega a desempeñar un papel
como compañero del hombre; en las promesas proféticas, el reino de Dios es el paraíso
restaurado donde queda eliminada la hostilidad entre el hombre y el animal – una
consecuencia de la caída – y donde “serán vecinos el lobo y el cordero... hurgará el niño de
pecho en el agujero del áspid” (Is 11,6.8). Este orden del paraíso se manifiesta también en
el entorno de los santos, que viven en la soledad de los desiertos y los bosques, y que sirven
allí en amor fraternal a los animales salvajes, que por su parte abandonan su ferocidad y les
sirven de múltiples maneras.
Este aspecto cosmológico del pecado y la redención mermó cada vez más después de que a
partir de la Reforma el contenido central del mensaje cristiano se redujera a la cuestión de
la relación personal del ser humano con Dios. Sólo en la teología católica del universalismo
barroco, sobre todo en la teología jesuítica (Athanasius Kirchner), volvió a crecer una
cosmología teológica; mientras que en el protestantismo se desarrollaron ideas
cosmológicas sólo en las tradiciones de la mística (Jakob Böhme) y de la teosofía (Friedrich
Christoph Oetinger). Por intermedio de Jakob Böhme y de sus discípulos ingleses en el
círculo de los “Filadelfos de Londres”, las ideas básicas de la cosmología cristiana
ejercieron influencia sobre los creadores de las ciencias modernas, ante todo sobre Isaac
Newton.
El hecho de que las palabras “Someted la tierra” hayan sido puestas en práctica meramente
en un sentido de explotación, llevó, con el aumento de las posibilidades técnicas, a la
devastación del ambiente, el deterioro de la tierra por la erosión, la polución del agua – no
sólo de los ríos, sino también de los mares –, la contaminación de la atmósfera, la extinción
de las especies animales y la manipulación genética en la cría de animales practicada
únicamente a partir del principio de la rentabilidad. Por las consecuencias de la explotación,
que la amenazan de manera cada vez más directa, la humanidad se confronta hoy con la
culpa que contrajo con el daño infligido a la tierra, y no puede cerrarse por más tiempo a
los “gemidos de la creación”.
En la idea del hombre como imagen de Dios, desde un principio se piensa también en su
relación para con el universo; pues el universo, el cosmos, es igualmente el lugar y la obra
de la autorrevelación y la autorrealización de Dios y con ello, imagen de Dios. Para
determinar con más precisión esta relación entre el hombre y el universo, la antropología
cristiana tomó de la mística neoplatónica la idea del hombre como microcosmos –un
pequeño mundo –, reinterpretándola. Esto significa que por su naturaleza corporal y
espiritual, el ser humano representa un resumen de todas las formas de vida y de
manifestación, de todos los elementos y fuerzas del universo. En el ámbito global del
mundo animal y vegetal, del mundo orgánico y mineral, llegan a desarrollarse de manera
experimental o quizá también caprichosa todos aquellos factores de estructuración y las
fuerzas que encuentran su forma consumada en el ser humano. A diferencia de la idea
neoplatónica del microcosmos, en el pensamiento cristiano se deduce un determinado
compromiso de adoración, amor, servicio y responsabilidad de la posición particular del ser
humano en el universo.
Adoración: El hombre debe “usar las criaturas de Dios para el conocimiento, la alabanza y
la gloria de Dios, para que en todas las cosas Dios sea ensalzado por Jesucristo, nuestro
Señor” (Johann Arndt). Las criaturas, en medio de los cuales está el hombre, son
comprendidas como “manos y mensajeros de Dios, que deben conducirnos a Él”.
Amor: Una mirada al maravilloso orden de la naturaleza debe exhortar al ser humano a
amar a Dios, que “grabó la marca viva de su letra y su inscripción” en cada uno de los seres
de su creación. El universo se le revela al creyente como un ámbito “de todos los dones
perfectos, que descienden del Padre de las luces” (St 1,17), y que exhortan al hombre a
amar incesantemente a Dios. El mundo como creación de Dios es entendido como el
ámbito del orden divino, cuya validez tiene su fundamento en la voluntad de Dios y es
garantizada por Él. En esto también se basa una gran confianza interior del hombre en el
mundo como la esfera del dominio de la providencia divina. En la relación religiosa del
hombre con el mundo, queda superado el dualismo de espíritu y materia, alma y cuerpo.
Ambos, el hombre y el mundo, son criaturas de Dios, surgidas de la mano del Creador
omnipotente. El ser humano no fue arrojado a un mundo malo por naturaleza, ni vino a
hundirse allí; él está en el mundo de Dios como criatura de Dios; como microcosmos
creado por Dios dentro del macrocosmos también creado por Dios, que se mueve de
acuerdo al mismo orden y a las mismas leyes, y que está construido con los mismos
elementos que el microcosmos.
Servicio: El mismo orden atribuye al hombre su servicio especial en el mundo. El ser
humano es “la criatura más noble”. Mientras que todas las demás criaturas fueron creadas
para servir al hombre, el hombre fue creado para servir a Dios. En el propio orden de las
criaturas se expresa el hecho de que el hombre fue creado a imagen de Dios. En esto
también se fundamenta la unidad de la humanidad. En ella, las diversidades biológicas y
raciales, las diferencias geográficas e históricas son tan sólo variantes dentro de la única
naturaleza humana, cuya calificación esencial consiste en que en ella fue estampado el sello
de la imagen de Dios. Por esa razón, todos los hombres deben “considerarse entre todos
como un único ser humano y mantener entre sí el máximo de unidad y de paz”. Entendido
de esta manera, el hombre está al servicio de una doble solidaridad: al servicio de la
fraternidad universal del ser humano con todas las demás criaturas, que como él recibieron
de Dios su ser, su vida y su forma; y al servicio de la “fraternidad más cercana” de los seres
humanos entre sí, ya que por haber sido creados a imagen de Dios, ellos se diferencian de
las demás criaturas.
La responsabilidad del ser humano le es impuesta por su posición dentro del conjunto de
las criaturas y en el universo. La idea de la responsabilidad se antepone a la idea del
dominio. Exactamente porque las criaturas tienen lo que tienen por causa del hombre, el
hombre no sólo es responsable por sí mismo ante Dios y por voluntad de Dios, sino
también por el mundo y por las criaturas que comparten con él su condición de criatura.
Sólo a partir de esta idea de la responsabilidad del hombre para con las demás criaturas ha
de entenderse la tarea del dominio sobre toda la jerarquía de las criaturas inferiores a él,
mandato éste que le fue transmitido por Dios al hombre en el jardín de Edén con las
palabras: “Someted la tierra”. En este punto, la antropología y cosmología cristianas de
diferencian claramente de la imagen del hombre y de la imagen cósmica del mundo de las
religiones no cristianas, principalmente del budismo, que ve al hombre integrado a toda la
cadena de los seres vivos y que no conoce ninguna pretensión de dominio del ser humano
basado en la religión. Los paladines de la cultura y la civilización cristianas de todos los
siglos y también de la técnica moderna se basaron precisamente en este mandato dado por
Dios al hombre. En su contexto original, el mandato de Dios de someter la tierra se dirige al
hombre antes de la caída, y estaba ligado a una amplia responsabilidad por el mundo
entregado por Dios al hombre.
Las profundas transformaciones de la imagen del mundo y en la manera de sentirlo,
introducidas por Copérnico, Galileo y Kepler, trajeron consigo también una modificación
de la imagen del ser humano. Según la cosmología antigua, la tierra era el centro del
universo, el hombre era la criatura sobresaliente de esta tierra, y su redención era el
acontecimiento central en el cielo y en la tierra. El descubrimiento que la tierra es tan sólo
un planeta al lado de otros que giran alrededor del sol, y el que sol mismo es apenas una
partícula de polvo entre los innumerables sistemas solares de las estrellas fijas, sacudió
también la antigua concepción del hombre. Si la tierra, en comparación con las
inmensidades inimaginables del universo que Halley y Newton se propusieron investigar,
se reducía cada vez más a un simple corpúsculo de polvo en la estructura del macrocosmos,
¿podía aún el hombre, inferior a un grano de polvo, reclamar para sí el sagrado privilegio
de que él y su destino eran el verdadero objeto de la acción divina? ¿No tenía que traer
consigo la desvalorización de la tierra también una desvalorización del ser humano? ¿No
era acaso un atrevimiento fantasioso y sin ningún tipo de justificación, seguir manteniendo
la antigua pretensión del ser humano de constituir el centro de la creación? ¿No tenía que
derrocar el nuevo conocimiento de la naturaleza la antigua imagen cristiana del hombre?
Pero no sólo la antigua concepción del hombre parecía estar amenazada por la nueva
imagen del mundo, sino también la base de la fe cristiana. Tanto para la teología medieval
como para la de la Reforma, la redención era un suceso cósmico; la obra salvífica de Cristo
poseía una importancia universal para el universo entero, para las criaturas racionales e
irracionales. No sólo la humanidad, sino “toda la creación gime por el día del
cumplimiento”, y la sangre del Cordero “toca” al mundo entero, como escribe Jakob
Böhme. Ahora bien, según la nueva imagen del mundo, la tierra no era más que un
acantilado habitado en medio de un océano salpicado de innumerables islas mayores,
también habitadas. Ante este hecho, también tenia que palidecer la importancia de Cristo, y
la obra salvífica divina debía parecer apenas un diminuto episodio de la historia de este
pequeño e insignificante astro.

35. Matrimonio, familia y sexualidad

La idea cristiana del matrimonio es marcada fuertemente por el correspondiente concepto


veterotestamentario, que ve el sentido del matrimonio no tanto en la realización individual
del amor y la felicidad de los cónyuges, sino más bien en la fundación y conservación de la
familia. Hasta la época de la Reforma, esta concepción no sólo sostuvo la estructura de la
familia patriarcal, sino que también la defendió contra todos los ataques de grupos
sectarios. No obstante, desde el inicio puede percibirse en el cristianismo una lenta
transformación en dirección a una personalización y una espiritualización del matrimonio,
que finalmente llevó a la superación del patriarcalismo. En la comprensión cristiana del
matrimonio, la familia y la sexualidad, se esbozan dos tendencias básicas. La primera desea
espiritual y personalizar la comunidad matrimonial entre hombre y mujer y la vida familiar
en el sentido del Evangelio y realizar las exigencias de la ética cristiana en el matrimonio y
la familia; a ésta se opone una tendencia ascética, que comprende el matrimonio y la
familia como órdenes del viejo mundo, que en el fondo ya están superados y que no tienen
más lugar en el nuevo eón.
Distanciándose del patriarcalismo, que marcaba la vida familiar judía, la relación entre
hombre y mujer asume la forma de una relación personal yo – tú en la familia cristiana; el
matrimonio es, por así decirlo, la forma más íntima en la que se realiza la comunión de los
creyentes en Cristo. En la Iglesia antigua, también los niños fueron incluidos con total
naturalidad en esta comunidad. Cuando los padres se hacían bautizar, también ellos eran
bautizados; participaban en la vida cúltica de la congregación y recibían también la Santa
Cena juntamente con los padres. La Iglesia ortodoxa oriental practica aún hoy en su culto
eucarístico la palabra de Jesús: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis” (Mt
19,14). En las primeras décadas, las reuniones de la comunidad se realizaban en las casas
de familias cristianas. De esta manera, la familia llegó a ser el modelo de la Iglesia. Cristo
se muestra como el Hijo de Dios puesto al frente de su casa, “que somos nosotros” (Hb
3,6). Pablo llama a los miembros de la Iglesia en Éfeso “familiares de Dios” (Ef 2,19).
La fundamentación espiritual del matrimonio en la pertenencia de los cristianos al cuerpo
de Cristo motiva en la Iglesia antigua una concepción liberal de la comunidad entre un
cónyuge cristiano y otro pagano. El cónyuge pagano es salvado juntamente con el cristiano,
“pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda
santificada por el marido creyente”; también los hijos de un tal matrimonio, en que por lo
menos uno de los cónyuges pertenece al cuerpo de Cristo, “son santos” (1 Co 7,14). Pero si
el cónyuge pagano no quiere mantener de ninguna manera la comunidad conyugal con el
cónyuge cristiano, éste debe concederle el divorcio (“Privilegio paulino”): “En este caso el
hermano o la hermana no están ligados” (1 Co 7,15).
La nueva concepción del matrimonio es sustentada por una comprensión místico-
sacramental. Ya en el Antiguo Testamento, la relación de Yahveh con su pueblo elegido es
presentada como matrimonio (Os 2,21: “Yo te desposaré conmigo para siempre”; Jr 2,1 y
s.; 3,1 y ss.; Ez 16 y 23; Is 50,1). En correspondencia a ello, el alejamiento del pueblo de
Yahveh es entendido como un adulterio: “¿Dónde está esa carta de divorcio de vuestra
madre a quien repudié?” (Is 50,1). El Cantar de los Cantares, un canto nupcial de carácter
acentuadamente erótico, fue aceptado en el canon de la Escritura sobre la base de su
interpretación tipológica y alegórica que se impuso en el judaísmo tardío, según la cual las
diversas relaciones de amor entre el novio y la novia se aplicaban a la relación del Mesías
con la comunidad elegida (qahal). Jesús mismo basa sobre esta concepción sus parábolas
del reino de Dios, que frecuentemente son parábolas de bodas (Mc 25,1-13; Lc 12,35), y
describen la cena mesiánica como un banquete nupcial. En el Apocalipsis, el glorioso final
de la historia de la salvación se describe como las bodas del Cordero con la novia y como la
inauguración del banquete de los elegidos con el Mesías Hijo del Hombre: “Dichosos los
invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap 19,9). El carácter nupcial de la cena
eucarística también se expresa en la liturgia de la Iglesia antigua. No se trata, pues, de una
idea rabínica extravagante del Apóstol Pablo, sino que corresponde plenamente al clima
imperante en la comunidad, cuando la unión de Cristo con su Iglesia es presentada como el
modelo misterioso del matrimonio: “maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a
la Iglesia... gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia” (Ef 5,25.32).
También ésta concepción se nutre de la aplicación tipológica del Cantar de los Cantares a
las bodas del Mesías Hijo del Hombre con su comunidad, interpretación que ya estaba
difundida en el rabinismo del judaísmo tardío y que después llegó a ser parte esencial de la
expectativa escatológica cristiana. Ella es profundizada por la fe específicamente cristiana,
que ve en la palabra del relato de la creación sobre el matrimonio de hombre y mujer, “y se
hacen una sola carne” (Gn 2,24), una referencia misteriosa a la unión de Cristo cabeza con
su cuerpo, que es la Iglesia. Sólo a partir de esto se vuelve comprensible la exigencia
cristiana de la monogamia. Frente a la poligamia, permitida entre los judíos, Jesús por
cierto no exigió la monogamia con un mandamiento expreso, pero se la supone en la
práctica en los Evangelios según San Marcos y San Lucas (Mc 10,11; Lc 16,18). Además,
ella está en la línea del pasaje anterior de Marcos, donde Jesús deduce la indisolubilidad del
matrimonio de las palabras citadas del relato de la creación.
En el Nuevo Testamento, la concepción cristiana del matrimonio se refleja en las llamadas
“tablas de deberes domésticos” de la Epístola a los Colosenses y en la Primera Epístola de
San Pedro. En ellas, el matrimonio cristiano se distancia por sus rigurosas exigencias éticas
de la práctica matrimonial del entorno pagano. Estas reglas se refieren tanto a la relación de
los esposos entre sí y a la fidelidad matrimonial, como a la actitud para con los hijos y los
esclavos de la casa.
El cristianismo por cierto no produjo ningún cambio revolucionario en la posición de la
mujer, pero le preparó un nuevo lugar en la familia y en la congregación. Con la
prohibición del divorcio, Jesús mismo puso fin al menosprecio de la mujer, sobre el que se
basaba la práctica judía del divorcio, en la cual el marido ejercía prácticamente el derecho
de disponer sobre su mujer. Ya en Pablo, la concepción judía de la prerrogativa patriarcal
del marido queda sustituida por una nueva visión espiritual del matrimonio: “Ya no hay
hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3,28). En
cumplimiento de la profecía de Joel (3,1), el Espíritu Santo es derramado también sobre las
discípulas de Jesús. Esto crea un cambio total del lugar de la mujer en la congregación. En
la sinagoga, las mujeres participaban sólo pasivamente en el culto, con el rostro cubierto
por el velo y sentadas generalmente detrás de rejas cerradas, del lado izquierdo, reservado a
las mujeres. En la comunidad cristiana, encontramos a las mujeres como miembros plenos
de la congregación, ejerciendo sus dones carismáticos en la Iglesia. En las epístolas del
Apóstol San Pablo, las mujeres aparecen con todos los derechos de hermanas cristianas y
compañeras en la fe. Pablo se dirige a Prisca como su “colaboradora” (Ro 16,3). Las cuatro
hijas de Felipe actúan como profetisas en la Iglesia. En el sermón de Pedro en Pentecostés
(Hch 2,17), hombres y mujeres reciben los dones del Espíritu Santo: “Profetizarán vuestros
hijos y vuestras hijas”. Paganos que criticaban la Iglesia, como Porfirio (233-305),
afirmaban que la Iglesia era dominada por mujeres. En las persecuciones de los cristianos,
tanto mujeres como hombres son víctimas valientes. La espontánea veneración de las
mujeres como mártires es una irradiación de su posición respetada y activa en la Iglesia.
Los representantes de la tradición patriarcal, rabínica y sinagogal en la Iglesia cristiana
parecen haber visto en ello un peligro para el orden en la congregación. Pablo, que por un
lado incluye también a las mujeres en su disposición: “No extingáis el Espíritu” (1 Ts 5,19
y 1 Co 11,5), por el otro vuelve a imponer en la comunidad cristiana la regla sinagogal:
“Las mujeres cállense en las asambleas” (1 Co 14,34), según la cual, p. ej., hasta hoy se le
deniega a la mujer el acceso al sacerdocio en la Iglesia Católica Romana. Sin embargo, al
lado de la valorización de la mujer en la familia y la comunidad, también se produce, sobre
todo por parte de los defensores de un ascetismo radical, una constante desvalorización de
la mujer, que “lleva la tacha de Eva” (Tertuliano, Agustín).
El matrimonio monógamo y su indisolubilidad se fundamentan de manera no pragmática,
sino religiosa con el carácter de misterio de las nupcias celestiales del Mesías Hijo del
Hombre con su novia, la Iglesia. A la prostitución pagana de base sagrada, la Iglesia opone
el matrimonio monógamo de base sagrada, cuya preservación es parte del cumplimiento de
las exigencias de santidad.
Al lado de la aplicación del Cantar de los Cantares a las bodas de Cristo con la Iglesia,
encontramos ya desde temprano también una interpretación individualista, que ve en este
texto la relación de amor de cada alma individual con Cristo. Esta interpretación también
tiene sus precursores en la exégesis rabínica, y parece repercutir también en Jesús, en la
parábola de las vírgenes prudentes y las necias, que esperan la llegada del esposo (Mt 25,1).
En la historia de la interpretación cristiana del Cantar de los Cantares, que ejerció una gran
influencia sobre la mística cristiana, las dos aplicaciones, la de la relación de Cristo con la
comunidad y la de la relación del alma individual con Cristo, coexisten en múltiples
modificaciones, desde orígenes pasando por Bernardo de Claraval hasta Gottfried Arnold.
La concepción místico-sacramental del matrimonio tuvo dos repercusiones. En algunos
pocos casos, suscitó una interpretación cristiana espiritual del erotismo; por ejemplo, en
Zinzendorf, para quien el esposo es el representante (“procurador”) de Cristo y la mujer
ocupa el lugar de la esposa de Cristo, de modo que la relación sexual asume un carácter
sacramental que la aproxima a la eucaristía.
Pero por otro lado, la misma concepción sacramental les sirve a los adeptos de la teología
ascética para exigir la entrega exclusiva del fiel cristiano a Cristo, y derivar de ello la
exigencia del celibato, como es el caso del monaquismo y del concepto católico del
sacerdocio.
Esta visión ascética radical mantiene una tensión difícilmente reconciliable con la
interpretación positiva del matrimonio cristiano, tensión ésta que en la historia del
cristianismo muchas veces llevó a conflictos aparentemente insolubles y a soluciones de
compromiso siempre nuevas. No hay duda que desde el inicio imperó una tendencia
ascética muy fuerte en la cristiandad, que se oponía de manera inflexible y rígida a la
excesiva sexualización de la cultura helenística en la antigüedad tardía, la decadencia de la
vida matrimonial, la difusión de la pederastia y su reconocimiento social e
institucionalización pública, la prostitución cúltica y no cúltica, la sodomía tolerada en
mayor o menor grado y justificada con la mitología pagana. Aquí debe distinguirse
claramente entre una desvalorización del matrimonio, por un lado, y una demonización
fundamental de la sexualidad, por el otro. Ocasionalmente, las dos cosas pueden estar
conectadas, pero de ninguna manera son idénticas.
La desvalorización del matrimonio tuvo su fundamento principal en la expectativa de la
proximidad del fin. El matrimonio fue comprendido bajo la óptica del reinado inminente de
Dios como un orden de los viejos tiempos que estaban llegando a su fin, y que no habrá de
existir más en el nuevo eón. Los resucitados “no tomarán mujer ni ellas marido, sino que
serán como ángeles en los cielos” (Mc 12,25). Por amor al reino de los Cielos inminente
(Mt 19,12), es posible renunciar ya ahora al matrimonio. En el caso de presentarse una
alternativa, es posible exigir la renuncia al matrimonio y a la familia (Mc 10,29). De
manera similar, Pablo, en vista del reino de Dios inminente, concibió el matrimonio como
una institución a la que ya sólo se puede pertenecer de manera impropia: “El tiempo es
corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen... Porque la apariencia
de este mundo pasa” (1 Co 7,29-31). En vista de la proximidad del reino de Dios, ya no
vale la pena casarse. El matrimonio envuelve al ser humano en preocupaciones
innecesarias, pero “yo os quisiera libre de preocupaciones” (1 Co 7,32). Por eso, vale esta
palabra para vírgenes, viudos y viudas: el que no se casa, el que queda soltero, “obra
mejor”. El estado soltero o célibe llega a ser así un medio que acelera la venida del reino de
Dios. Pablo, que es soltero, declara abiertamente: “Mi deseo sería que todos los hombres
fueran como yo”. Desde esta óptica, el matrimonio pasa a ser visto unilateralmente como
remedio contra la concupiscencia. “Por razón de la impureza, tenga cada hombre su mujer,
y cada mujer su marido” (1 Co 7,2). El matrimonio es recomendado a aquellos que “no
pueden contenerse”, pues “mejor es casarse que abrasarse” (1 Co 7,9). Desde este punto de
vista, el amor conyugal es reducido al “deber” conyugal, que a su vez es justificado
exclusivamente por el engendramiento de hijos.
Esta tendencia ascética, originalmente basada en la expectativa escatológica, llevó luego
bajo la influencia de corrientes gnósticas dualistas a una demonización de la sexualidad en
sí, tal como se manifiesta en las corrientes ascéticas de la gnosis y posteriormente sobre
todo en el maniqueísmo, influyendo a partir de éste aún sobre Agustín. La identificación del
pecado original con la concupiscencia sexual, hecha por Agustín, evidencia una manifiesta
influencia maniquea. El distanciamiento consciente de los cristianos de las costumbres del
mundo pagano reforzó esta tendencia. Sus temas aparecen claramente en las biografías y
cartas de los grandes ascetas como Antonio (fallecido en 356) y Jerónimo (fallecido en
420), que describen de manera extensa precisamente las tentaciones demoníacas y sexuales
que se les presentaban bajo la forma de visiones en la soledad del desierto. Mientras que las
epístolas pastorales (1 Tm 4,3) aún consideran falsos maestros a los adversarios del
matrimonio, grupos radicales, como los seguidores de Marción y Montano, condenaron
radicalmente el matrimonio a mediados del siglo II. Esta actitud perduró a través de toda la
historia de la Iglesia en diversas sectas, que a veces recurrían a la autocastración, como
aquella rusa de los escopcios (“los que se castran a sí mismos”, N. del T.). En la Iglesia
católica, la tensión entre el elevado aprecio cristiano del matrimonio y la desvalorización
ascética llevó a un compromiso, que fue combatido una y otra vez: el celibato no sólo fue
exigido a los ascetas y monjes, sino que también fue impuesto cada vez más como
obligación a los miembros del estado clerical. El factor ascético es reforzado por la idea de
la radicalidad de la exigencia de Dios al hombre; por la idea del “servicio militar de
Cristo”, que exige una entrega completa a Cristo y una entrega total (“Nadie puede servir a
dos señores”, Mt 6,24); y por la transferencia de la idea de la alianza nupcial entre Cristo y
la Iglesia a la relación del novio Cristo con el alma creyente como novia de Cristo.
A esto se suma aún un tercer factor, que en sí no es genuinamente cristiano, sino que se
encuentra en numerosas religiones precristianas: la exigencia de la pureza cultual (referida
sobre todo a la castidad, pero también al ayuno), como condición para la eficacia y la
validez de los sacramentos. Las fuerzas carismáticas de los intermediarios de la salvación,
sobre todo de los sacerdotes, se asocian a la idea de una vida casta. La castidad otorga
poder; el ejercicio de la actividad sexual implica un debilitamiento del poder carismático e
impide la celebración de los sacramentos. La exigencia de pureza cultual en el sentido de la
castidad se impuso en el curso de la institucionalización del sacerdocio cristiano. Cualquier
actividad sexual imposibilita la celebración de los sacramentos, principalmente de la
eucaristía. Como puede verse en la sección “De defectibus ministri IX” del Misal Romano,
incluso una polución nocturna puede impedir al sacerdote celebrar la misa.
La idea de la pureza cultual reforzó aún más la tendencia a la desvalorización del
matrimonio y la demonización de la sexualidad, y llevó a que la Iglesia, luego de
discusiones que se extendieron a lo largo de siglos, exigiera a partir del siglo XII al
sacerdote y al monje la observación del celibato. La Iglesia antigua y a continuación la
Iglesia ortodoxa oriental se habían decidido por un compromiso en el Concilio de Nicea: al
bajo clero, del archimandrita para abajo, le es permitido el ingreso al estado matrimonial
antes de recibir las órdenes mayores; pero al alto clero, o sea, al obispo, se le exige el
celibato. Esta solución le ahorró a la Iglesia ortodoxa oriental la lucha permanente por la
exigencia del celibato para todos los clérigos, pero acarreó como consecuencia una grave
división del clero en un clero blanco (celibatario) y uno negro (casado), división ésta que en
todas las épocas de crisis produjo graves discusiones en el seno de la Iglesia ortodoxa.
La superpoblación de la tierra confrontó las Iglesias cristianas con la cuestión del control
de la natalidad. En sí la cuestión tiene un origen cristiano, en cuanto que Thomas Robert
Malthus (1766-1834), que fue el primero en exigir el control de la natalidad sobre la base
de una investigación científica de la relación entre la superpoblación y la miseria de las
masas (“Ensayo sobre el principio de la población”, 1798), era párroco y justificaba su
exigencia con la conciencia de la responsabilidad cristiana. Sus propuestas para la
realización práctica del control de la natalidad provenían de la tradición ascética cristiana:
él exige de cada cónyuge un “control” o “limitación moral” (“moral restraint”), y que las
personas contrajeran matrimonio más tarde. En el fondo, las ideas de Malthus no estaban
muy lejos de las de la Iglesia romana, ya que apelaba a la conciencia moral de la
responsabilidad de cada cristiano y a la continencia. Con el descubrimiento y la difusión
masiva de medios técnicos del control de la natalidad, y además por una nueva actitud con
relación a las cuestiones sexuales, el problema entró en una nueva fase. La difusión de los
conocimientos médicos modernos sobre la contribución del hombre y de la mujer en la
procreación eliminó la idea del papel puramente pasivo de la mujer, en la que se basaba la
tradicional pretensión patriarcal de la superioridad del hombre. El psicoanálisis declaró que
la ética cristiana del “ahogo de lo sexual” era una “represión”, considerando la misma como
la causa más importante de graves daños psíquicos, con consecuencias psíquicas y físicas
igualmente graves. Con la globalización del mundo, la cuestión del control de la natalidad
se inscribió en el terreno de la sociología, la estadística, la política social y la ayuda para el
desarrollo. Con ayuda de inventos siempre nuevos, el eros fue desligado más y más de la
procreación y se independizó. El aspecto ascético de la actitud cristiana frente a la
sexualidad fue desprestigiado ideológicamente o ignorado. El mundo occidental fue
invadido por una ola de sexualización, a la que el mundo comunista trató de cerrarse, por lo
menos en un primer momento, mediante un duro ascetismo del trabajo y la producción, de
base socialista. En esta situación, se produjo una notable diferenciación de las posiciones
dentro del cristianismo. Salvo unas pocas excepciones, como los mormones, las Iglesias
protestantes apoyaron el control de la natalidad, sobre la base de su tradición puritana y de
su conciencia de responsabilidad basada a su vez en una ética social cristiana. Una vista de
conjunto de las posiciones de las Iglesias evangélicas, con actitudes muy diferenciadas en
los pormenores, permite reconocer una cierta opinión básica unificada, en el sentido de que
el control de la natalidad sólo se justifica cuando “existe un compromiso moral claro para
limitar o evitar la paternidad”. En el Consejo Federal de Iglesias de los Estados Unidos, la
mayoría de las Iglesias miembro se decidieron por un empleo cuidadoso y limitado de los
medios de control de la natalidad. En el mensaje de la Conferencia de Lambeth de 1930, la
Iglesia anglicana condenó restrictivamente de manera tajante el empleo de métodos
anticonceptivos por razones de autoprotección, de avidez de placer o de simple comodidad;
y asimismo condenó por principio el aborto. La Iglesia Católica Romana, por su parte,
rechazó por principio toda anticoncepción en las encíclicas “Casti connubii” (1930) de Pío
XI y “Humanae Vitae” (1968) de Pablo VI. La polémica en torno a la liberación o la
mantención de la prohibición del aborto es la continuación de esta discusión, luego de que
ya fue borrada la línea divisoria entre medios anticonceptivos y medios abortivos en el
moderno arsenal de pastillas.

36. Disciplina eclesiástica

La disciplina eclesiástica es exigida por el ideal de la santidad, cuya realización es exigida


al cristiano bautizado. Ella significa el empeño de la comunidad de resguardarse contra la
violación del ideal de santidad. “Seréis santos, porque santo soy yo” (1 P 1,16; Lv 19,2).
Era relativamente fácil poner en práctica este intento en comunidades pequeñas y
medianamente homogéneas en lo social, que vivían en la espera ansiosa del pronto retorno
de Cristo y estaban orientadas enteramente hacia la venida inminente del reino de Dios. La
puesta en práctica de este ideal se iba volviendo más difícil a medida que comenzaba a
demorarse la venida de Cristo, que las congregaciones cristianas pasaban a integrar estratos
cada vez más amplios de la población, y que la Iglesia tenía que adaptarse en su ética a
continuar existiendo en este mundo.
La disciplina eclesiástica concernía sobre todo a cuatro ámbitos, en los cuales se
manifestaron de manera creciente las transgresiones a la exigencia de santidad:
1. Las relaciones con el paganismo del entorno y con sus formas de vida y cultura
(idolatría, culto al emperador, teatro, circo);
2. Las relaciones entre los sexos dentro de la comunidad cristiana (rechazo de la poligamia,
la prostitución, la pederastia, la sodomía, literatura y arte obscenas);
3. Otras faltas contra la comunidad, principalmente homicidio y todo tipo de delitos contra
la propiedad;
4. Las relaciones con los herejes y pseudoprofetas.
En las diferentes regiones del mundo, la Iglesia cristiana recorrió con mayor o menor
rapidez los grados que llevaron a un relajamiento de la disciplina eclesiástica. La historia de
la disciplina eclesiástica se mueve dentro de cambios altamente dramáticos de las fases de
ablandamiento más lento o más rápido a intentos de revitalizar su antiguo vigor. La práctica
de la disciplina eclesiástica de las congregaciones cristianas ya fue preparada por la práctica
de la excomunión, ejercida por las comunidades judías de la sinagoga. Las comunidades
cristianas venían en las disposiciones correspondientes de Jesús el fundamento de su poder
de excomunión. Tales prescripciones (Mt 18,15-18) preveían primero una conversación
personal con el pecador; y sólo si ésta fracasaba, estaba prevista una intervención de la
comunidad. En conformidad con ello, encontramos en Pablo también la exigencia que la
comunidad no debía tener comunión eucarística con pecadores graves, y que éstos debían
ser excluidos de la comunidad, pues “no heredarán el Reino de Dios” (Ga 5,21). Pablo
conoce el “anatema (1 Co 16,22) como la forma más severa de excluir a un miembro de la
Iglesia impenitente y envuelto en pecado grave. Se trataba de una solemne maldición, que
entrega al pecador al juicio de la ira de Dios. En ello queda incluida la posibilidad de que el
anatematizado sufra una muerte repentina, como se relata ya en los Hechos de los
Apóstoles (Hch 5) con relación a Ananías y Safira. En siglos posteriores, la fórmula de
maldición que encontramos en Ga 1,9 llegó a ser un modelo para los anatemas solemnes de
los sínodos, dirigidos contra los herejes. Los abusos practicados por los teólogos de los
siglos posteriores, que anatematizaban a los que pensaban de manera diferente, debe haber
sido el principal factor que colaboró en la pérdida de vigor de esta arma y con ello, también
del descrédito de la disciplina eclesiástica.
El empleo de la disciplina eclesiástica llevó ya desde temprano al establecimiento de una
casuística, que inicialmente consistía sólo en la distinción entre “pecado que es de muerte”
y “pecado que no es de muerte” (1 Jn 5,16 y 17), o sea, pecados que por su gravedad
acarrean consigo la pérdida de la vida eterna y pecados en que esto no acontece. En los
primeros siglos, lo que se consideraba lo más grave era la recaída de un cristiano bautizado
al paganismo. Aquel que comete el pecado mortal de la apostasía de la fe (Hb 6,4-8; 10,26;
12,17), destruye la comunidad, llevando a la Iglesia a evitarlo (Didajé 15,3), o por lo menos
a excluirlo de la eucaristía, hasta que haya hecho penitencia. En la Epístola a los Hebreos
aún se encuentra la idea de que con la recaída en un pecado grave, el bautizado pierde
irrevocablemente su salvación. Las dificultades para justificar la teoría y la práctica de una
segunda penitencia fueron resueltas por el papa Calixto (217-222) en Roma, la mayor
comunidad de la cristiandad, donde esta cuestión por cierto era particularmente actual por
la gran cantidad de transgresiones contra el ideal de la santidad. Calixto dejó en manos del
obispo la decisión sobre la exclusión definitiva o la readmisión a la comunidad, como
también la evaluación de la cuestión de los castigos. La unificación de la disciplina
penitencial en las manos del obispo debe haber contribuido de manera decisiva en el
fortalecimiento del poder episcopal y en la imposición del episcopado monárquico en la
Iglesia. Este desarrollo no dejó de encontrar una oposición cerrada; sobre todo por parte del
montanismo, el cual, en la espera de la venida del Parácleto, renovó la exigencia radical de
la santidad primitiva y negaba una segunda penitencia y la readmisión a la comunidad a los
que reincidían en pecados mortales.
Si con el constante crecimiento de la Iglesia se volvía cada vez más difícil cumplir las
exigencias de santidad, sobre todo en las grandes metrópolis (en particular, en lo que se
refería a la pureza sexual), la época de las persecuciones por los emperadores paganos y la
imposición legal de ofrecer sacrificios delante del altar con la imagen del emperador
trajeron consigo innumerables nuevos casos de apostasía. La cuestión de los llamados
“lapsi” (“caídos”, N. del T.), que habían hecho el sacrifico delante de la imagen del
emperador, pero que una vez aflojada la persecución querían volver a las comunidades, se
transformó en un serio problema para la Iglesia. Se discutía si la disciplina eclesiástica
debía ser manejada por los obispos o por los confesores, o sea, aquellos que habían
sobrevivido la persecución. Cuando la cuestión fue decidida a favor de los obispos, se
produjo una verdadera división en el seno de la Iglesia entre el grupo radical de los
donatistas, que a comienzos del siglo IV rechazaban categóricamente la readmisión de los
sacerdotes apóstatas, y la Iglesia católica, que en este caso adoptaba un procedimiento más
elástico.
Dentro de estos límites oficialmente establecidos, la Iglesia católica mantuvo su sistema de
disciplina eclesiástica, organizando todo un sistema de penas eclesiásticas, la más grave de
las cuales era la excomunión acompañada por el anatema, o sea, la entrega del apóstata a
Satanás. Tales penas podían consistir o en quedar excluido por una única vez del culto, la
cena pascual, el culto en determinados lugares; o en ser reprendido públicamente por el
obispo; en castigos corporales en el caso de esclavos y miembros de las clases inferiores; en
reclusión en un convento, exilio, arrancar los cabellos, multas, pérdida de cargos
temporales o de la libertad civil (reducción a servidumbre); como también la denegación de
la sepultura eclesiástica y la no-admisión a cargos eclesiásticos, inclusive al padrinazgo.
Dentro del clero, la ejecución de la disciplina eclesiástica obedecía a las determinaciones
específicas del derecho canónico para los clérigos. En los monasterios, se conservó una
práctica de auténtica disciplina eclesiástica con la confesión de culpa pública que cada
monje hacía ante todo el convento reunido en los capítulos semanales. A partir de la
disciplina eclesiástica practicaba por el monaquismo, también llegó a revitalizarse
intensamente la disciplina eclesiástica entre los laicos. La Iglesia monástica iroescocesa,
por ejemplo, transfirió la disciplina monástica de la confesión y la penitencia en una forma
adaptada a las comunidades laicas. Pero también de las grandes reformas de las órdenes
católicas, como las de los cistercienses y las órdenes mendicantes, salieron fuertes impulsos
que revitalizaron la disciplina eclesiástica en toda la Iglesia mundial. Lo mismo puede ser
constatado también para los territorios de las órdenes de caballería en la época de su mayor
florecimiento. El hecho de que la disciplina eclesiástica de la orden teutónica, luego de la
transformación del estado de esta orden en el estado de Prusia, fuera transferida a la nueva
estructura del estado, tuvo una fuerte influencia sobre la disciplina en el estado prusiano y
sobre su ideal del cumplimiento del deber, el orden, la puntualidad y la incorruptibilidad.
En su conjunto, la reglamentación casuística de la disciplina eclesiástica llevó a su
alienación y desvalorización. Por esa razón, las sectas medievales, en su crítica a la Iglesia
universal, siempre resaltaron la falta de disciplina espiritual; y se esforzaron por realizar
una disciplina eclesiástica voluntaria, practicada por la comunidad, con el objetivo de
renovar la exigencia radical de santidad del cristianismo primitivo. Por la misma razón, las
sectas surgidas de la Reforma, los grupos de la llamada “reforma radical”, acusaron a la
Reforma de las Iglesias territoriales de haberse restringido a una renovación de la doctrina y
de no haber llevado a una renovación de la vida cristiana y a una restauración de la
“comunión de los santos”. Sobre todo los diversos grupos anabaptistas (los “Hermanos
Suizos”, menonitas, hutteritas) intentaron restaurar el ideal de la pureza y la santidad de la
Iglesia, introduciendo nuevamente una rígida disciplina eclesiástica. En algunos casos, este
ideal se introdujo también a las Iglesias territoriales nacidas de la Reforma. Lamberto de
Aviñón, por ejemplo, trató de introducir en el régimen eclesiástico de Homberg, en Hesse
(1526), una rígida disciplina eclesiástica de base presbiteral. Más tarde, Bucero intentó
implantar una rigurosa disciplina comunitaria en los diversos regímenes eclesiásticos (de
Ziegenhain y de Kassel) elaborados por él. Sobre todo, la Iglesia reformada se esforzó por
hacer valer la disciplina eclesiástica como una cuestión de la congregación. En Ginebra, a
iniciativa de Calvino, la disciplina eclesiástica se manifestó en la institución de inspectores
especiales encargados de vigilar el comportamiento moral de los miembros de la
comunidad en los barrios que les fueran asignados; y en una rígida jurisdicción que
entregaba todos los casos graves al concejo de la ciudad para que fueran juzgados y
castigados (inclusive con la pena de muerte). Asimismo, se llegaron a crear también
instituciones sociales, como restaurantes y hospedarías controladas por la Iglesia, donde no
sólo el consumo de comida y bebida, sino también los temas de conversación estaban
rigurosamente reglamentados. La acción conjunta de disciplina eclesiástica y legislación
estatal encontró su expresión característica en los Estados Unidos en la legislación de la ley
seca, surgida a iniciativa de círculos de las Iglesias independientes, sobre todo de grupos
evangélicos y fundamentalistas, que querían extender a toda la sociedad su ideal cristiano
de la comunidad de los santos mediante el combate del abuso del alcohol.
En las Iglesias territoriales que surgieron de la Reforma del siglo XVI, una gran parte de las
tareas de la disciplina eclesiástica fue encargada generalmente a los soberanos como
legítimos poseedores del poder sumoepiscopal. Estos cumplieron con sus obligaciones
sobre todo en los tiempos salvajes después de la Guerra de los Treinta Años a través de
numerosas disposiciones que tenían por objetivo la restauración de condiciones más
civilizadas, luego de las décadas de devastación y destrucción del país. Pero en los siglos
XVIII y XIX, la disciplina eclesiástica perdió gran parte de su importancia espiritual por
limitarse cada vez más al control de los estamentos inferiores, sin molestar a las clases
altas. Incluso dejaron de aplicarse sus limitados medios de proscripción social, como la
privación de la corona virginal en el casamiento. También quedó en evidencia que la
separación básica entre la cura de almas y el sacramento de la penitencia como también la
eliminación del carácter sacramental de la penitencia, realizadas por todos los
reformadores, aceleraron la disolución de la disciplina eclesiástica y prepararon el camino
para la victoria de los psicoterapeutas sobre los pastores.
Actualmente, la disciplina eclesiástica, en su sentido primitivo de un autocontrol espiritual
voluntario, sólo es practicada en aquellas pequeñas congregaciones de Iglesias
independientes, donde aún se mantiene el ideal de la santidad de la comunidad, y en las que
la unión personal de los miembros de la congregación en el espíritu de fraternidad cristiana
aún permite que tenga sentido observar una disciplina eclesiástica. La disciplina eclesiástica
vuelve a ser practicada en una medida muy significativa en las llamadas Iglesias jóvenes,
en las que en cierta manera se repite la historia de la Iglesia primitiva bajo la forma de una
separación consciente del ambiente pagano y de la unión voluntaria en una comunidad de
los santos. En estas Iglesias, el ejercicio de la disciplina eclesiástica aún constituye un
medio de vital importancia para que la comunidad cristiana pueda presentarse con
credibilidad. Significativamente, la principal crítica que las Iglesias jóvenes hacen a las
antiguas Iglesias institucionales se refiere al abandono de la disciplina eclesiástica.
En el manejo práctico de la disciplina eclesiástica, el rechazo de la herejía llevó a la
formación de un poderoso sistema de medidas defensivas en la Iglesia Católica Romana.
No se consideró suficiente aplicar penas eclesiásticas; sino que se logró también que el
estado ponga su competencia penal al servicio de la Iglesia, ya que la herejía era
considerada como un ataque al orden estatal y social vigente. Las medidas canónicas para
proteger la ortodoxia de la Iglesia fueron la inquisición, o sea, la creación de tribunales
eclesiásticos para el tratamiento de las transgresiones contra la doctrina y el orden
eclesiásticos; y la introducción del Índice de los libros prohibidos, una lista de libros, cuyo
contenido se opone a la doctrina de la fe y la moral católicas y cuya lectura era prohibida a
los católicos, siendo sólo permitida con autorización del superior eclesiástico. En la lucha
contra los grupos heréticos de la Edad Media, tales como los valdenses, albigenses, cátaros,
moravos, y sobre todo en las luchas de la Contrarreforma contra las diferentes corrientes de
la Reforma, la inquisición constituyó el arma más poderosa y terrible de la Iglesia. Incluso
después de la separación entre Iglesia y estado en el siglo XIX, cuando los estados ya no se
ponían a disposición de la Iglesia para la ejecución de las penas capitales impuestas por la
inquisición, y ésta tuvo que cerrar sus propias cárceles (clausura de la cárcel de la
inquisición española en Salamanca por Napoleón en 1816), la inquisición continuó
existiendo en Roma bajo la forma del Santo Oficio, y fue sumamente eficaz en la lucha
contra el llamado modernismo, cuando fueron excomulgados líderes “modernistas” como
Loisy, Tyrell, Murri, Buonaiuti y otros. A partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia romana
es más moderada en el manejo de la excomunión, y el índice de libros prohibidos fue
prácticamente abolido. Las antiguas instituciones de la inquisición modificaron sus
nombres tradicionales, pero aún existen.

37. Cristianismo esotérico

Al lado del cristianismo institucional, existió a lo largo de los siglos un cristianismo


esotérico. Sus raíces se remontan al Nuevo Testamento y a la Iglesia primitiva misma, que
incorporó muchos elementos precristianos de la disciplina del arcano. Así, el empleo de las
parábolas por parte de Jesús se justifica con que sólo a los discípulos les es dado conocer
“los misterios del Reino de los Cielos”, pero a los otros esto “no se les ha dado (Mt 13,11).
Los discípulos aparecen como los íntimos y confidentes, a los cuales Jesús confía el sentido
verdadero, oculto, de su mensaje. Este pensamiento se difundió especialmente en la
literatura gnóstica, recibiendo influencia tanto de la tradición de los misterios precristianos
como de la tradición esotérica de las escuelas filosóficas de la antigüedad tardía, sobre todo
de los neoplatónicos. Los grupos gnósticos se basan preferentemente en una tradición
secreta, que el Señor resucitado habría confiado a algunos de sus discípulos (Pistis Sofía).
Por de pronto, poseen un carácter esotérico los sacramentos del bautismo y de la Santa
Cena. El evangelista San Juan silencia la institución tanto del bautismo como de la Santa
Cena, a pesar de hacer referencia a ambos. En el régimen eclesiástico de Hipólito de Roma
dice al final de la liturgia del bautismo y de la Santa Cena: “Que no lo sepan los infieles”.
En la Iglesia ortodoxa oriental, las liturgias de Crisóstomo y Basilio conservaron
claramente el carácter esotérico de la celebración de la Cena, al introducir la distinción
entre la misa de los catecúmenos y la misa de los fieles. También poseía carácter secreto la
confesión de fe, cuyo contenido literal les era comunicado en parte a los catecúmenos
recién en el acto del bautismo, seguido de la promesa de “no denunciar el secreto a los
infieles”. Otra tradición esotérica se remonta a visionarios y profetas que reciben
revelaciones especiales que aún no pueden ser comunicadas, o que no pueden ser
comunicadas a todos. En su arrebatamiento al paraíso, Pablo oye “palabras inefables”, que
el hombre no puede pronunciar (2 Co 12,4).
Como la disciplina del arcano contribuyó con la calumnia de los cristianos por parte del
entorno pagano, la Iglesia institucional se distanció cada vez más de la misma. Sin
embargo, en el interior de la Iglesia se conservó una cierta tradición esotérica en el
monaquismo de la Iglesia antigua. El monaquismo mismo podría considerarse como un
movimiento esotérico que se retiró a la soledad del desierto, las montañas y las islas,
distanciándose de la Iglesia imperial que se había vuelto mundana. En el propio
monasticismo se encuentran en todas las épocas tradiciones esotéricas especiales, como, p.
ej., en el llamado hesicasmo, el método de concentración adoptado en el Monte Athos.
En los siglos posteriores, se formaron una y otra vez espontáneamente grupos esotéricos en
la Iglesia, en gran parte conscientemente ligados a formas anteriores. Pero hasta la época de
la ilustración, estos grupos siempre estuvieron expuestos al peligro de ser declarados
heréticos y de ser empujados hacia fuera de la Iglesia. A partir de la época de la gnosis, el
cristianismo esotérico propiamente dicho se desarrolló en el ámbito de las herejías
cristianas y al margen de la Iglesia. Esto tuvo tres consecuencias significativas.
1. En el momento en que la Iglesia se estableció como Iglesia imperial, los grupos
esotéricos sucumbieron al destino general de la herejía, a saber, a ser sangrientamente
perseguidos por la Iglesia estatal y el estado cristiano. La persecución reforzó el esoterismo
y la disciplina del arcano y creó Iglesias esotéricas subterráneas.
2. Los grupos desviados a la herejía se abrían por su parte a las influencias de otros grupos
cristianos heréticos o también a las influencias de religiones no cristianas, de modo que se
difundió un sincretismo especial precisamente en los grupos esotéricos. Los grupos
gnósticos integraron elementos del zoroastrismo, el hinduismo y el budismo a su práctica y
doctrina esotéricas.
3. Justamente en las sectas esotéricas fue conservada una rica tradición de símbolos,
imágenes y sacramentales religiosos que se perdieron en la Iglesia institucional. También
aquí puede constatarse con frecuencia una conexión entre símbolos e imágenes cristianos y
símbolos de las religiones de misterio no cristianas.
Por ello, a lo largo de la Edad Media, la historia del cristianismo esotérico se identifica en
gran escala con la historia de las herejías. Trazos nítidamente esotéricos se encuentran tanto
entre los albigenses como entre los bogomilas. La persecución por la inquisición contribuyó
a que estos grupos se sirvieran de señales y símbolos secretos para la identificación mutua
de los correligionarios y para la difusión de su doctrina; y también a que sus cultos
celebrados en bosques, cuevas o sótanos adquirieran un carácter esotérico. Determinados
rasgos de cristianismo se manifiestan también en las órdenes medievales de caballería,
formadas por la elite dirigente de la nobleza de la cristiandad. La más importante de estas
órdenes de caballería, la de los templarios, fundada en 1119, fue víctima de esta tendencia
al esoterismo, desarrollando un lenguaje simbólico propio y un ritual propio. Fue
condenada como herética y disuelta por el papa Clemente V en 1312. El hecho de que
dentro de esta orden se realizara un encuentro espiritual con las tradiciones religiosas del
Islam, sobre todo con la mística esotérica islámica, fue considerado por los enemigos
eclesiásticos de la orden de los templarios como una transgresión particularmente grave
contra el cristianismo eclesiástico.
De los movimientos esotéricos de la Edad Media tardía merece mención especial el de los
llamados “amigos de Dios”, que se remonta a la mistificación de un pequeño grupo de
laicos, que esperaba producir una reforma general de la Iglesia. Rulman Merswin,
comerciante y cambista en Estrasburgo, convirtió el monasterio “Zum Grünen Wörth”, por
él restaurado, en un centro de este movimiento esotérico reformador. Como los deseos de
reforma de este movimiento laico, influenciado por la mística alemana, no pudieron
realizarse a través de las vías eclesiásticas, Merswin inventó una sociedad secreta de laicos
cristianos, de la cual supuestamente partía la actividad reformadora que él mismo pretendía.
Estos se presentaban como los “amigos de Dios”, que vivían recogidos en la soledad, sobre
todo el “amigo de Dios de la región superior”, y que por medio de cartas trataban de influir
sobre la transformación de la vida de piedad. En medio de la corrupción de la Iglesia de
aquel tiempo, surge aquí la forma ideal de una Iglesia secreta, en la que los más importantes
deseos de reforma de aquella época aparecen como ya realizados, y que fue considerada
como un punto de partida promisorio para una futura reforma de mayor envergadura.
Históricamente correcto en esta mistificación es seguramente el hecho de que la institución
de los ermitaños cristianos fue en parte el portavoz o vehículo de las tradiciones y prácticas
esotéricas.
La persecución de los esotéricos no cesó ni con la Reforma del siglo XVI. Al lado de la
Reforma oficial, se formaron diversos grupos esotéricos, integrados por adeptos de
Paracelso y de Gaspar Schwenckfeld. Todos estos grupos, a los que pertenecían muchos
médicos y naturalistas, se toparon con una violenta resistencia por parte de las Iglesias
territoriales que se iban formando con la Reforma; y muchos de ellos sólo pudieron escapar
de la represión total mediante la emigración a América del Norte. Recién en el siglo XVII
volvieron a formarse nuevos grupos esotéricos en el ámbito de las Iglesias territoriales
protestantes, al surgir los rosacruces, que pueden ser considerados como un caso ejemplar
de constitución moderna de un grupo esotérico. De manera similar a Merswin en el siglo
XV, Johann Valentin Andreae (1586-1654) llegó a ser el iniciador de un movimiento de
profunda reforma mediante la publicación de la “Fama fraternitatis” (1604), una ficción
literaria cuyo tema es el surgimiento de una orden que se había propuesto como objetivo la
renovación de la religión y la ciencia. La intención de la “Fama” era animar a los que
simpatizaban con la idea de una reforma universal a entrar a la orden de los rosacruces.
Pronto surgieron grupos que adoptaban el nombre de rosacruces y que se presentaban como
los realizadores de esta prometida reforma universal pansófica. Esto fue el comienzo de una
amplia difusión de grupos esotéricos en Europa central, que más tarde fueron absorbidos en
parte por la masonería de los siglos XVIII y XIX. Este movimiento ganó aún mayor fuerza
por el hecho de que deseos similares de reforma provenían de la mística, que por mucho
tiempo fue reprimida por la ortodoxia de la Iglesia, destacándose las comunidades
esotéricas de los seguidores de Jakob Böhme que se habían formado en Ámsterdam y en
otras ciudades de los Países Bajos. También en Inglaterra se llegó a formar un grupo de
adeptos de Böhme dirigidos por visionarios, los llamados Filadelfos, que pronto se
difundieron también en los Países Bajos y en Alemania.
En los siglos posteriores a la Reforma, se manifestó con más fuerza que antes la curiosa
tendencia de los grupos esotéricos a establecer relaciones nuevas y más positivas con las
grandes religiones no cristianas. De esta manera, las grandes religiones asiáticas del
hinduismo y el budismo, que se introdujeron a la conciencia religiosa del occidente recién
en los siglos XVIII y XIX, encontraron una entrada cada vez mayor a través de los grupos
esotéricos. Actualmente existen sobre todo tres corrientes de cristianismo esotérico:
1. La Teosofía, que está representada en diferentes lugares, comunidades, asociaciones y
círculos. Su centro mundial es Adyar, un suburbio de Madrás en el sur de la India. La
Sociedad Teosófica, fundada por Madame H. P. Blavatsky en 1875 y dirigida luego por
Annie Besant (fallecida en 1933), se caracteriza sobre todo por la combinación de
tradiciones cristianas con doctrinas de las grandes religiones asiáticas, como la idea del
karma y de la reencarnación.
2. Una segunda corriente es representada por el grupo antroposófico, cuyo creador es
Rudolf Steiner (1861-1925). También aquí se encuentra una serie de elementos
específicamente cristianos, a los cuales esta corriente da una interpretación propia sobre la
base de visiones y conocimientos clarividentes, combinándolas con ideas orientales.
3. La comunidad cristiana, que surgió de la antropología de Steiner y que se propuso como
meta construir “la tercera Iglesia”, superando el catolicismo y el protestantismo, se separó
como grupo cristiano de la antroposofía de Rudolf Steiner bajo el liderazgo del pastor
berlinés Rittelmeyer (1872-1938).
Las formas esotéricas de doctrina, vida y comunidad y la práctica litúrgica provienen de la
experiencia religiosa primitiva, las concepciones y la formación de comunidad que
estuvieron presentes en el cristianismo desde sus inicios y que podían ligarse a
determinados elementos básicos de la propia tradición cristiana; pero que quedaron al
margen o fueron reprimidos en el transcurso del desarrollo del cristianismo hacia una
Iglesia institucional. Esto llevó a que el propio cristianismo esotérico tomara una evolución
que lo alejó frecuentemente de sus orígenes. Con su apertura a las religiones no cristianas,
practicada frecuentemente sin una crítica más seria, el cristianismo esotérico corre hoy el
peligro de perder su sustancia genuinamente cristiana. Por otra parte, justamente en
nuestros días un cristianismo esotérico podría desempeñar un papel positivo como
movimiento contra la disgregación de la sustancia y el vigor espirituales del cristianismo en
una Iglesia dogmática, institucional y socialmente rígida.

38. El cristianismo y las religiones no cristianas

Un encuentro espiritual y una discusión del cristianismo con las demás religiones
universales se produjeron recién en las últimas décadas, a consecuencia de la
transformación general de la situación religiosa, política y económica del mundo. Hasta el
comienzo del siglo XIX, aún había regiones del globo donde las religiones no cristianas se
mantenían distantes de todo contacto con el cristianismo. La difusión global del
cristianismo a través de la actividad de las Iglesias de Europa y América del Norte durante
los siglos XVIII y XIX ha llevado a que el cristianismo entrase ahora en contacto directo
con todas las religiones existentes en al tierra. Al mismo tiempo se disolvió la estrecha
conexión entre la misión cristiana universal y la expansión política, económica, técnica y
civilizadora de los estados occidentales. En los países asiáticos y africanos que lograron su
independencia después de la Segunda Guerra Mundial, las antiguas Iglesias surgidas de la
misión se transformaron en Iglesias autónomas. La colaboración y la corresponsabilidad
entre los miembros de las Iglesias cristianas minoritarias y sus conciudadanos no cristianos
se hizo cada vez más urgente en la medida en que después de la guerra se produjo en
numerosos estados asiáticos un sorprendente renacimiento de las grandes religiones
asiáticas antiguas. El hinduismo, el budismo y el Islam no sólo trataron de reconquistar en
los estados asiáticos y – en el caso del islamismo – en algunos estados africanos su antigua
posición de liderazgo en la vida espiritual de sus países, sobre todo en el sistema
educacional; sino que todas las grandes religiones asiáticas pasaron a desplegar una
actividad misionera mundial en las antiguas patrias de las Iglesias cristianas en Europa,
América y Australia. El hinduismo, por ejemplo, creó numerosos centros védicos en
América del Norte y Europa en el marco de la misión Ramakrisha y Vivekananda. De la
misma manera, tanto el budismo Theravada del sur de Asia como el budismo Mahayana del
Japón (sobre todo, el budismo Zen) realizaron una misión universal, llevados por un
renacimiento budista. Esta influencia se hace sentir en Europa y América del Norte no tanto
bajo la forma de una misión organizada y directa, sino como un aflujo de aceptación
inmediata de ideas y formas de meditación religiosas, a través de la literatura, la filosofía, la
psicología y la psicoterapia. Con ello, el cristianismo se ve en la necesidad de entrar en una
discusión objetiva con las religiones no cristianas; más aún, porque en la constitución de la
mayoría de los estados fue abolida la situación de privilegio jurídico oficial de una
determinada religión.
A partir de mediados del siglo pasado, las ciencias modernas de la religión han provocado
por su parte una modificación general de la conciencia religiosa de la humanidad. Hasta
comienzos de este siglo, el conocimiento de las grandes religiones no cristianas aún era un
privilegio de unos pocos especialistas de las ciencias de la religión. Mientras tanto, un
amplio sector de la opinión pública, en una segunda ola de la ilustración, se apropió de los
resultados de las investigaciones científicas de las religiones, sobre todo a través de las
traducciones de las fuentes de las religiones no cristianas. La difusión del arte religioso del
Tíbet, la India y el Lejano Oriente a través de exposiciones itinerantes, y la posibilidad de
participar en ceremonias religiosas de religiones no cristianas a través de la radio y la
televisión, crearon en el público en general de Europa y América del Norte una nueva
actitud hacia las demás religiones. El descubrimiento de la pluralidad de las grandes
religiones determinó, de una manera desconocida en siglos anteriores, la conciencia
religiosa de nuestro tiempo. En vista de ello, en los últimos años fueron fundados
numerosos institutos cristianos para el estudio de las religiones no cristianas, como en
Bangalore, Rangún, Bangkok, Kyoto, Hong Kong y Ceilán.
La disposición al encuentro o incluso la colaboración del cristianismo con las religiones no
cristianas es un fenómeno moderno, que puede exhibir tan sólo unos pocos antecedentes en
la historia de las relaciones del cristianismo con las religiones no cristianas. Hasta bien
entrado en el siglo XVIII, el cristianismo no mostró mucha inclinación a ocuparse
seriamente con las religiones no cristianas. En 1141, cuatrocientos años después del
comienzo de las luchas con el Islam en territorio español, casi medio siglo después de la
proclamación de la primera cruzada contra el Islam, Pedro el Venerable, abad de Cluny,
publicó en Toledo la primera traducción del Corán, pero se confrontó con la incomprensión
de sus contemporáneos. Bernardo de Claraval, el propagandista de la segunda cruzada, se
negó a leer esta traducción. Cuatrocientos años más tarde, en 1542-43, el teólogo reformado
y sucesor de Zwinglio, Theodor Bibliander, volvió a publicar esta traducción del Corán en
Zurich, pero fue detenido a causa de ello. Su editor sólo lo pudo sacar de la prisión
apelando a la autoridad de Lutero. El conocimiento del hinduismo fue aplazado en parte
intencionalmente por los misioneros. August Hermann Francke (fallecido en 1726), el
promotor de la misión luterana de Tranquébar en la India, impidió la publicación de las
obras de Bartolomé Ziegenbalg (fallecido en 1719) sobre la religión de los malabares.
Friedrich Schlegel publicó recién en 1808 su librito “Sobre la lengua y la sabiduría de los
hindúes”. El nombre de Buda es mencionado por primera vez en la literatura cristiana a
fines del siglo II y comienzos del III – y allí también una única vez – en Clemente de
Alejandría; y luego desaparece nuevamente de la literatura cristiana por nada menos que
1300 años. El pali, la lengua del canon budista, permaneció desconocido hasta comienzos
del siglo XIX, hasta Eugène Burnouf, el fundador de la moderna budología. El
descubrimiento de la fuente más importante del budismo, el “Tripitaka” (Triple cesto), fue
hecho por un estudiante húngaro romántico, Csoma de Köros, en el Tíbet en 1823. Las
razones para esta reserva frente a las religiones foráneas fueron:
1. La Iglesia antigua fue fuertemente marcada por la actitud judía frente a las religiones
paganas de su ambiente. Tal como el judaísmo, la Iglesia veía en los dioses paganos tan
sólo “nadas” al lado del verdadero Dios, el Creador del mundo y Padre de Jesucristo; o sea,
meros productor del error humano, identificados con las imágenes de madera, piedra y
bronce hechas por el hombre.
2. Al lado de ello, se encuentra la tendencia a rebajar los dioses paganos a demonios; o sea,
de ver en ello poderes y espíritus malignos en lucha contra el Dios verdadero. Según la
concepción cristiana, el final de la historia de la salvación será una lucha decisiva entre
Cristo y su Iglesia por una parte y los poderes, dominios y tronos contrarios a Dios, lucha
ésta que terminará con la victoria de Cristo.
El intento de los apologistas cristianos de conquistar los círculos instruidos del paganismo
para el cristianismo llevó a que se le reconociera un cierto contenido de verdad no sólo a la
filosofía griega de la religión, sino incluso a una que otra tradición de la mitología pagana.
Los apologistas fundamentaban esto con su doctrina del Cristo Logos. Trataron de colocar
la historia general de las religiones, el desarrollo religioso general de la humanidad, en una
relación positiva con la historia de la salvación cristiana. Pero esta comprensión
universalista de la historia de la religión sólo era sostenible mientras que la situación
histórica parecía confirmar, por lo menos de una forma rudimentaria, la exactitud de la
doctrina del Logos. Empero, la historia de las religiones continuó también después de
Jesucristo. Con el maniqueísmo surgió en los siglos III y IV una nueva religión universal no
cristiana, que enfrentó a la Iglesia cristiana con nuevos libros sagrados, una nueva
institución y una pretensión de validez universal. Sin embargo, la Iglesia cristiana jamás vio
en el maniqueísmo una nueva religión, sino que lo consideró como una herejía cristiana,
combatiéndolo como tal. Cuando más tarde, en el siglo VII, entró en escena una nueva gran
religión con el Islam, que veía en la revelación hecha al profeta Mahoma la culminación de
todos los grados previos de la revelación del Antiguo y el Nuevo Testamento, el islamismo
también fue combatido por la cristiandad como una herejía cristiana. Se venía en él el
cumplimiento de las profecías del tiempo final del Apocalipsis de San Juan sobre la venida
del “falso profeta” (19,20). Cuando el islamismo pasó a extender su dominio mediante la
guerra santa a las regiones misioneras cristianas más antiguas en territorio árabe, sirio,
egipcio y más tarde en África del Norte, y más aún cuando llegó a conquistar la Península
Ibérica, los cristianos vieron en las diversas fases de su avance el cumplimiento de todas
aquellas “plagas” anunciadas en el Apocalipsis para el último tiempo de la “criba” de la
Iglesia (Lc 22,31). Las relaciones del cristianismo con el Islam, que tenía agarrada la
cristiandad por todos los lados, impidiéndole el libre acceso a los continentes de Asia y
África, llegó a ser el modelo para la actitud teórica y práctica del cristianismo para con las
religiones no cristianas en general. Después de la caída del dominio moro en suelo español
(Granada, 1492), los reinos no cristianos de América Central y del Sur fueron tratados
según este modelo durante el proceso de la conquista del nuevo mundo.
La interpretación escatológica del Islam como la religión del “falso profeta” marcó también
la forma básica del enfrentamiento de la Iglesia cristiana de la Edad Media con las
religiones foráneas, a saber, la cruzada. También en los siglos subsiguientes, la ideología de
la cruzada influenció profundamente la autoconciencia de la Iglesia en la cristiandad
occidental. La idea política de la cruzada no dejó de encontrar oposición en aquella época.
Una serie de personalidades cristianas, entre ellas, sobre todo Francisco de Asís, estaban
convencidas que el empleo de la fuerza militar para exterminar la herejía era, para los
cristianos, un recurso condenable. Ahora bien, el rechazo del método de la cruzada recién
penetró cuando la espada, que la cristiandad occidental empuñaba contra el Islam, se volvió
contra la cristiandad misma, y cuando Constantinopla cayó en manos de los turcos
mahometanos en el año 1453. El diálogo de Nicolás de Cusa “De pace fidei” (1453) es el
primer documento cristiano que exige una paz religiosa eterna entre las religiones
universales en pugna. No obstante, la ideología de la cruzada siguió siendo el modelo para
el cumplimiento de las nuevas tareas misioneras que se le presentaban a la Iglesia romana
con el descubrimiento de los continentes de América por España y Portugal. Recién la
rotura del muro islámico, que aislaba a Europa espiritual y económicamente de los reinos
de las grandes religiones asiáticas, y el encuentro con las grandes religiones en aquellos
países de Asia que no pudieron ser sometidos al dominio de reyes católicos, llevaron poco a
poco a la superación de la ideología de la cruzada. En China y Japón, los misioneros se
vieron obligados a entrar en diálogo con las grandes religiones autóctonas, y esta discusión
sólo podía ser llevada a cabo con armas espirituales. Sobre todo entre los teólogos jesuitas
que actuaban en la corte imperial china en Pekín, se impuso de una manera nueva la antigua
teología del Logos, fundamentada en el derecho natural y sobre la base de la idea de que
existe una revelación natural también en las religiones no cristianas. Sin embargo, estos
jesuitas no pudieron afirmarse dentro de la política misionera católica romana (“Querella de
los ritos”).
Recién la filosofía de la ilustración – remitiéndose en parte, como Leibniz, a las teorías del
derecho natural de los misioneros jesuíticos que trabajaron en la China – difundió entre la
clase instruida de Europa el conocimiento de que existe un pluralismo de grandes
religiones. Ella señaló la llamativa convergencia de las grandes religiones no cristianas con
el cristianismo, preparando con ello el surgimiento de una ciencia comparada de las
religiones. Hasta ese momento, la exigencia de la tolerancia había sido levantada en la
Europa cristiana a lo sumo como un postulado para la actitud frente a los adeptos de otras
confesiones cristianas. Tan sólo la filosofía de la ilustración extendió la tolerancia también
a la relación con los adeptos de otras religiones. A partir de ahí, el tema tratado por Lessing
en “Nathan el sabio” (1779) referente a las relaciones del cristianismo con el judaísmo y el
islamismo fue abordado exhaustivamente en todas las variantes posibles con relación al
hinduismo, el budismo y el taoísmo.
Posteriormente, las misiones de fines del siglo XVIII y del siglo XIX, promovidas por las
Iglesias de orientación pietista o fundamentalista, volvieron a ignorar o a combatir
conscientemente estos conocimientos. El simple cristianismo laical de las congregaciones
que pasaron por el avivamiento exigía del misionero la renuncia a toda “idolatría” pagana.
Para esta teología fundamentalista simplificada ni siquiera existía el problema de una
discusión intelectual con las grandes religiones no cristianas. Fue así que precisamente en la
época de la expansión global del cristianismo en los siglos XVIII y XIX, en general no se
llegó a generar un verdadero encuentro del cristianismo con las grandes religiones no
cristianas. Tan sólo la filosofía de la religión del idealismo alemán llegó a producir un
cambio. En Hegel, la historia de la religión queda incluida en la historia de la salvación,
que se manifiesta como la historia de la autorrealización de la religión absoluta. Se
mantiene explícitamente la idea de la validez absoluta del cristianismo; pero no en el
sentido de una antítesis a las demás religiones, sino entendida en el sentido de una
evolución de la conciencia religiosa, en la que la religión absoluta encuentra finalmente en
el cristianismo la plena realización de su idea. La teología dialéctica (Karl Barth) opuso a
ello su tesis de la diferencia radical y de la “discontinuidad” de la revelación cristiana frente
a todas las “religiones”. Para ella, el cristiano no constituye una religión, sino la “crisis de
todas las religiones”. Sin embargo, esta teoría teológica, alineada en la filosofía de la
religión de Feuerbach, no encuentra adeptos precisamente entre los cristianos de las
“Iglesias jóvenes” de Asia y África, que viven como minorías en el seno de una población
islámica o budista y que deben trabajar en conjunto con sus conciudadanos de otras
religiones.
Mientras tanto, la ciencia de la religión, por influencia de Rudolf Otto, y la sociología de la
religión, bajo la influencia de Ernst Troeltsch, llevaron a conocimientos que abrieron el
camino para una nueva relación entre las diversas religiones. Según Rudolf Otto, existe en
las diversas religiones, en efecto, una base común de la experiencia religiosa; un “sensus
numinis”, que posibilita una comprensión mutua, independientemente de los grados de
sistematización conceptual por la que pasó esta experiencia religiosa en las diferentes
religiones. Según Ernst Troeltsch, también el cristianismo “es, en todos los momentos de su
historia, un fenómeno puramente histórico, como las demás grandes religiones”. Por
consiguiente, la discusión de las grandes religiones sólo puede darse bajo la modalidad de
una libre competencia en la realización de sus más altos valores, los cuales, sin embargo,
admiten tan sólo pocas otras posibilidades en su grado más elevado. En la discusión
histórica de las religiones, la decisión se mueve en el fondo sólo entre dos posibilidades: la
redención a través del pensamiento para superarse o aniquilarse (desembocando en la
nada), tal como la entienden las religiones orientales; o la redención a través de la confianza
de la fe para participar en la persona de Dios, tal como la entiende el cristianismo. Ahora
bien, en última instancia esta decisión no es una decisión de argumentación científica, sino
de la autoconciencia y la autodeterminación religiosas. Ya Troeltsch consideró la idea
defendida posteriormente con ahínco por Arnold J. Toynbee de que posiblemente “toda
nuestra civilización europea anticristiana pudiera volver a caer nuevamente en la barbarie”.
Esto significaría el fin del cristianismo en su forma actual; pero con ello no quedarían
liquidadas la verdad y la validez de su idea personalista de la redención. La consideración
científica del cristianismo supera las barreras ingenuas de la exigencia tradicional de su
validez absoluta, en cuanto enseña a los cristianos a percibir la unicidad de su religión
frente a las otras religiones no como una oposición excluyente, sino como una especie
particular y como oposición de graduación dentro del contexto mayor de la historia de las
religiones y de la historia de la humanidad. En la línea de esta idea y de otras similares,
tales como las que fueron profundizadas por la sociología de la religión de Joachim Wach
(fallecido en 1962), se mueven muchas organizaciones e instituciones internaciones que se
esfuerzan por lograr un encuentro y una colaboración entre las grandes religiones; como
por ejemplo la World Brotherhood of Faiths, la Community of Faiths, el Temple of
Understanding en Washington, y diversas instituciones hinduistas y budistas, que desean
crear un ecumenismo de las religiones universales. Recientemente, también el Consejo
Mundial de Iglesias en Ginebra se adhirió a estos esfuerzos, realizando congresos
ecuménicos interreligiosos.

39. El futuro del cristianismo

El cristianismo es el poder espiritual que a lo largo de la historia de la humanidad y hasta


hoy más fuertemente influyó sobre el mundo y más profundamente lo transformó. Al
mismo tiempo, provocó las reacciones más fuertes. A partir del siglo XVIII, estas fuerzas
asumieron cada vez más la forma de un anticristianismo militante.
Uno de los principales temas de la discusión actual sobre el futuro del cristianismo es el de
la secularización. Este concepto estuvo sujeto a importantes modificaciones en los siglos
pasados. Primeramente, “secularización” es una expresión del derecho canónico católico y
designa la licencia concedida al miembro de una orden religiosa para salir del convento y
llevar una vida espiritual en el mundo. Aquí se trata, pues, de un acto de retorno de un
religioso al mundo, legitimado por la Iglesia.
En el siglo XVII, “secularización” significa que una cosa, un territorio o una institución es
retirada del dominio eclesiástico y sometida al control secular. La historia de los siglos
pasados es la historia de una secularización cada vez mayor de bienes de la Iglesia y de
territorios eclesiásticos, hasta llegar a la mayor de las secularizaciones en el imperio alemán
en 1803.
Recién en el siglo XIX, “secularización” aparece como concepto científico: designa la
transformación de ideas y comprensiones originalmente religiosas en ideas de la razón
humana secular general, independiente de la fe; y finalmente, todo el proceso de separación
de la Iglesia y de pérdida de la fe. A través de la sociología de Max Weber y Ferdinand
Tönnies, la “secularización” se impuso como concepto sociológico. Designa una
“disminución de la importancia de las religiones organizadas como medios de control
social; o el resultado de una reducción que se admite que ocurrió en el ámbito de la validez
de las ideas y normas religiosas”. En tiempos más recientes, el concepto adquirió una
interpretación política y cultural teórica en el sentido de una emancipación cultural de la
tradición cultural e intelectual cristiana, exigida por determinados grupos de otras
cosmovisiones, y que en algunos casos llega a proclamar una “humanidad sin Dios”. El
concepto atraviesa, pues, en los últimos siglos toda una serie de grados, partiendo de la
exigencia de limitar el dominio de la Iglesia y pasando por la afirmación de que su dominio
habría terminado, para llegar a negar finalmente su derecho a existir. En la crítica actual del
cristianismo predomina la idea de que sería irreversible el proceso de secularización, o sea,
la importancia cada vez menor no sólo de la religión organizada (de las Iglesias cristianas),
sino de la religión en general; y que el cristianismo estaría caminando irremediablemente
hacia el “fin de la religión”. Esta tesis fue apoyada también por determinadas corrientes de
la teología cristiana, sobre todo por la filosofía de la religión de la teología dialéctica. En la
línea de la filosofía de la religión de Feuerbach, ésta entendía por religión la
autointerpretación del hombre y con ello, su autojustificación ante Dios a través de la
creación de dioses por él mismo inventados. La teología dialéctica pretendía salvar
precisamente el cristianismo del ocaso de las religiones, considerándolo como una no-
religión, y viendo en la palabra de Dios revelada en Cristo “la crisis de todas las
religiones”. Sin embargo, esta teología no logró evitar que los críticos de la religión
aplicasen sus ideas sobre el fin de la religión también al cristianismo y proclamasen
abiertamente el comienzo de una era postcristiana. De la misma manera, el intento
teológico de una “desmitologización” del cristianismo contribuyó con la secularización, en
el sentido de una disminución de su contenido religioso. Sin embargo, en todos los casos
estas interpretaciones de secularización son premisas que no fueron demostradas, y que se
derivan de cosmovisiones ideológicas. Sobre todo a través de Ludwig Feuerbach y Karl
Marx, la categoría de la secularización llegó a ser la clave de una conciencia antiteológica.
En parte, la Iglesia se dejó atemorizar por el frente cerrado de combate de los adversarios
que anunciaban su fin irrevocable, replegándose a una postura que parecía confirmar la
teoría de sus atacantes. Por un lado, trasladó su actividad con gran fervor al terreno de la
ética social y la política, para demostrar que de ninguna manera su influencia se estaba
reduciendo; por el otro, abandonó una “teología triunfal” y asumió una teología del
“pequeño rebaño” (Lc 12,32), rechazando toda pretensión de dominio. Las posiciones de la
teoría del “fin del cristianismo”, pero también las dos actitudes mencionadas de la Iglesia,
desconocen los hechos históricos que serán decisivos también para la construcción del
futuro del cristianismo.
Resultó que el cristianismo tenido por muerto no pudo ser eliminado precisamente allí
donde en las últimas décadas fue más fuertemente perseguido o incluso sometido a una
aniquilación sistemática, como en la Unión Soviética y en otros estados comunistas del
bloque oriental. Muy por el contrario, se mantuvo vivo, contradiciendo todas las
previsiones ideológicas y medidas políticas. La Iglesia ortodoxa rusa de la Unión Soviética
volvió a ser reconocida oficialmente por el estado; las Iglesias evangélicas independientes
de matiz bautista llegaron a tener un auge sorprendente en la URSS.
La política anticlerical de la Revolución francesa, la separación entre Iglesia y estado
introducida por ella y la represión de las órdenes religiosas, fueron seguidas por una
renovación espiritual del cristianismo en Francia, que externamente resultó en la fundación
de numerosas órdenes religiosas nuevas y en una expansión de la actividad misionera de las
órdenes francesas a escala mundial, sobre todo en el Cercano y el Lejano Oriente y en
África. De la misma manera, el pietismo europeo y las Iglesias independientes de Inglaterra
y América del Norte respondieron a la crítica del cristianismo proveniente de la ilustración
con una expansión de la misión cristiana a nivel mundial, sustentada por la conciencia de la
responsabilidad misionera del laico cristiano.
Incluso las Iglesias institucionales nunca sucumbieron totalmente al peligro de una
mundanización interna. Ya desde los siglos XVI y XVII, al lado de las Iglesias estatales
oficiales, que estuvieron más fuertemente expuestas a este peligro, surgieron Iglesias
independientes en las que se manifestaron las fuerzas reprimidas del Evangelio con enorme
radicalidad. Luego de que las Iglesias independientes mismas cayeran en la mundanidad y
se transformaran en portadoras de un cristianismo aburguesado, surgieron nuevos impulsos
de reactivación bajo la forma del movimiento pentecostal, que repercutieron sobre las
Iglesias más antiguas como también sobre las Iglesias independientes, en un sentido de
reforma. Aquí se manifiesta un fenómeno básico del cristianismo. Por un lado, el
cristianismo posee el impulso de encarnarse en el mundo, de conquistar el mundo, de crear
instituciones para realizarse en el mundo, y ello precisamente en todos los ámbitos de la
vida de este mundo. Pero por el otro lado, el cristianismo también posee dentro de sí la
fuerza de separarse nuevamente del nivel de secularización alcanzado allí donde se
envolvió en exceso con el mundo, y de retornar a su origen espiritual y carismático.
Además, el fenómeno de la secularización de ninguna manera es tan reciente como suelen
pensar hoy los críticos del cristianismo. La Iglesia pasó por fases de secularización peores
que la actual; basta pensar en la feudalización de la Iglesia en la temprana Edad Media, que
corrompió toda la clase dirigente de la Iglesia al transformar a obispos y abades en señores
feudales de sus diócesis y distritos – en esta Iglesia feudal mundanal, un pobre monje
mendicante, Francisco de Asís, restauró de manera creíble el espíritu del cristianismo
evangélico. Piénsese en el desarrollo del papado en la alta Edad Media, que reclamaba para
sí el dominio político mundial, sirviéndose para ello de todos los recursos de la política y la
diplomacia, inclusive de las guerras.
La tesis de la secularización irreversible, del fin inevitable de la religión, contradice la
esencia misma del ser humano. El ser humano no sólo vive en la dimensión del tiempo y el
espacio. Posee la eternidad, lo trascendente, como tercera dimensión. Es un ser que se
trasciende a sí mismo. Es parte de su naturaleza humana el sentido para lo divino y lo
metafísico, el “sensus numinis”, el “sensorium metaphysicum”, la posibilidad de
experimentar lo trascendente. Negarle esto significaría privarlo de su humanidad;
significaría hacer de él, en nombre de una humanidad entendida de manera puramente
racionalista, un ser humano desnaturalizado. La exactitud de este concepto se comprueba
por el hecho de que la más intensa propaganda del materialismo dialéctico, promovida por
el estado en los países comunistas, por cierto logró reducir a un mínimo la actividad de las
instituciones religiosas organizadas, sobre todo de las Iglesias cristianas, pero no consiguió
eliminar la religión en sí. Igualmente es significativo que continuamente surjan nuevas
religiones, y ello en todos los continentes. El fenómeno de las “nuevas religiones”, que casi
no ha sido estudiado hasta el momento, refuta la teoría de la secularización irrevocable. Es
significativo el hecho de que tales nuevas religiones hayan surgido precisamente en el
Japón, país que según la opinión sociológica dominante, estaba más intensamente expuesto
a la secularización luego de la abolición del culto al emperador y del sintoísmo estatal. El
20 % de todos los japoneses pertenecen hoy a las nuevas religiones (que suman más de 400
en total). La más vigorosa de estas nuevas religiones, la Soka Gakkai (con 6 a 8 millones de
adeptos), surgida del budismo Nichiren japonés, ejerce una gran influencia sobre la
conciencia religiosa, moral y política del Japón. Desarrollos similares se perfilan en
América del Sur y en África, pero también en la India y en el Cercano Oriente. Algunas de
estas nuevas religiones, como el tenri, la Soka Gakkai, el bahaísmo, comenzaron a
desarrollar una misión mundial exitosa en América del Norte, Europa y África.
Lado a lado con las nuevas religiones, surgen en todo el mundo movimientos cristianos de
renovación, nacidos de una nueva experiencia de lo trascendente. El redescubrimiento de la
liturgia, la música religiosa, la meditación, la oración, la devoción y la cura de almas y el
retorno de la experiencia de los dones carismáticos pertenecen a este panorama. En este
contexto, es importante el gran rol que desempeñan las “Iglesias jóvenes”, que evidencian
una vida de piedad sin desgaste y que muchas veces están más cerca de las raíces
carismáticas del Evangelio que sus Iglesias madres; y que en cualquier caso contribuyen a
completar con nuevos y a la vez viejos contenidos espirituales el modelo unilateral de un
cristianismo teologizado, intelectualmente diluido y desmitologizado.
El cristianismo nunca basó su autocomprensión y la concepción de su futuro en la idea del
progreso. Su comprensión de la historia siempre fue dramática. Su modelo siguió siendo el
Apocalipsis de Juan: el reino de Cristo está envuelto en una permanente lucha con el reino
del anticristo. Este combate se realiza golpe tras golpe en una pelea dramática en la que
muchas veces está en juego la existencia de la Iglesia. El camino a la resurrección pasa por
el sufrimiento y la muerte; la señal de la victoria es la cruz. En el concepto que el
cristianismo tiene de su historia y su futuro, está incluida la derrota aparentemente total
como una etapa en el camino a la victoria. El único historiador de la Iglesia que hasta el
momento emprendió una exposición de toda la historia del cristianismo desde sus primeros
comienzos hasta el presente, Kenneth Scott Latourette, y que en su presentación de la
historia moderna de la Iglesia en la era de las revoluciones investigó también
cuidadosamente el fenómeno de la secularización, arriba a un cuadro del futuro de la
Iglesia, que según su visión competente y global se distancia de la práctica de adaptarse a
cualquier precio, adoptada por miedo por diversas Iglesias, y a la vez de la práctica de
minimizar la propia importancia, de la teología del “pequeño rebaño”, como es practicada
por otras. A la tesis resignada del fin del cristianismo, este historiador contrapone el
concepto de que el cristianismo está tan sólo en sus comienzos. El cristianismo recién acaba
de demarcar externamente su campo global de acción y de tomar posesión de su campo
geográfico de actividad, pero aún tiene delante de sí su gran historia de penetrar
intensamente la vida de cada persona como también la de los pueblos. Hoy, el cristianismo
se encuentra gravemente amenazado, ciertamente por fuerzas contrarias que en parte
desencadenó él mismo; está expuesto a una grave tempestad, desatada en parte por él
mismo –sin embargo, sigue adelante. Como prueba importante de esto está el hecho del
surgimiento de fuerzas vitales totalmente nuevas en el ámbito de las Iglesias jóvenes. La
interpretación y la comprensión europeas y occidentales del cristianismo no son las únicas
posibles ni las únicas correctas. Así como el cristianismo occidental es el resultado de un
proceso de helenización, germanización y romanización, hoy se realiza en todas partes un
proceso, históricamente apenas abarcable, de una nueva recepción y una interpretación
productiva del cristianismo a partir de la transformación de la herencia cultural de las
diversas Iglesias jóvenes de los antiguos campos de misión en el Japón, la India, África,
Indonesia, etc. Con diferencias mayores o menores puede constatarse en todo el ámbito
misionero, a pesar de la gran variedad de los métodos aplicados y de la herencia histórica
de las diversas Iglesias misioneras de Europa y América del Norte, la difusión de una nueva
modalidad de Iglesia, que se consolida en la formación de Iglesias autónomas. Sobre la
base de esta situación llegó a ser posible un encuentro ecuménico de las Iglesias, en el que
las Iglesias viejas y jóvenes colaboran en pie de igualdad y con los mismos derechos y se
unen para discutir en común los intereses y las preocupaciones espirituales, sociales y
políticas universales del cristianismo. Después de que la Reforma del siglo XVI llevara a
una inesperada intensificación de las fuerzas religiosas del cristianismo y que estas fuerzas
desarrollaran a través de las misiones una extraordinaria abundancia de diferentes modelos
de Iglesia, aparentemente comenzó ahora para la historia de la Iglesia una nueva fase de
toma de conciencia responsable de las muchas Iglesias particulares acerca de su tarea
común. Puede esperarse que en esta fase las fuerzas, que hasta ahora se desgastaban en
rivalidades, de aquí en más puedan actuar mancomunadamente en mayor libertad,
complementándose mutuamente. Esta es la antítesis cristiana a la tesis del fin del
cristianismo: la historia de la Iglesia no ha llegado a su fin, sino que está en sus comienzos.
El estado alcanzado en la actualidad es la posición de partida para una penetración más
profunda y para una organización mejor del mundo a través de la fuerza del Evangelio. Para
el cristiano, no existe un “demasiado tarde”. Para él, la historia del mundo obedece a la
palabra de aquel que dice: “Tengo que trabajar mientras es de día. Llega la noche, cuando
nadie puede trabajar” (Jn 9,4).

Epílogo

Entre la descripción y la esencia del cristianismo

Por Heinz Dieter Kittsteiner

1. Aproximaciones de un historiador

No siendo un teólogo ni un investigador de la religión, sino un historiador de la cultura el


que aquí pone por escrito sus reflexiones sobre la presente reedición de una obra de ciencia
de la religión, sólo hará lo que de todos modos no podrá dejar de hacer: introducirá sus
intereses y examinará el libro desde su punto de vista. En primer lugar, cabe constatar que
la presente obra de Ernst Benz (nacido en 1907 y fallecido en 1978; profesor de historia de
la Iglesia y de las doctrinas en Marburgo) constituye un trabajo enciclopédico, un intento de
esbozar una visión de conjunto del cristianismo. El impulso para este emprendimiento
partió de la invitación de escribir el artículo “Christianity” para la 15ª Edición de la
Enciclopaedia Britannica (1974). La versión alemana revisada y ampliada apareció en
1975 bajo el título Beschreibung des Christentums (Descripción del cristianismo). El autor
subraya que tuvo plena conciencia de la audacia de este emprendimiento. Una vez definidos
los límites tan amplios de este marco, el mismo a la vez brinda alivio: el historiador, que
escribe esta introducción, puede limitarse con toda confianza a la condición de un simple
usuario de un tal manual sucinto.
La Descripción del cristianismo no fue concebida para el especialista de las ciencias de la
religión, sino para un círculo más amplio de lectores. Supongamos, pues, que el laico
interesado estuviera estudiando el terreno de la historia de la cultura y de las mentalidades.
En este caso, él sabrá por experiencia que no podrá limitarse a la literatura de historia
social, historia psicológica, etnología y filosofía; sino que tendrá que ocuparse también de
escritos teológicos o de inspiración teológica. Estos – una vez que tome conciencia de ello
– lo colocan ante un dilema. Como historiador, está inclinado a compartir un concepto de
cultura como el que fue formulado por Clifford Geertz: le interesa un “sistema
históricamente transmitido de significados que se manifiestan de forma simbólica, un
sistema de representaciones tradicionales que se expresan a través de símbolos, un sistema
mediante el cual los hombres transmiten, conservan y desarrollan sus conocimientos sobre
la vida y su postura frente a la vida”. Salta a la vista que la religión representa un modelo de
acción y de interpretación en el marco de esta dimensión simbólica1. Pero cuando recurre a
1
GEERTZ, Clifford, “Religion als kulturelles System”, en IDEM, Dichte Beschreibung. Beiträge zum
Verstehen kultureller Systeme, Frankfurt del Main, 1987, p. 46.
la literatura teológica en el sentido más amplio, se ve confrontado no sólo con símbolos
culturales, sino también con la fe en las entidades expresadas por estos símbolos. No le es
posible dejar de lado estas obras, pues ellas le ofrecen conocimientos especializados que no
pueden ser encontrados en otros lados. Sin embargo, su experiencia como lector de las
mismas le dice que tarde o temprano las premisas teológicas afectarán el tratamiento del
tema histórico.
La Descripción del cristianismo de Ernst Benz se sitúa exactamente en el foco de esta
tensión entre una exposición de la importancia cultural de la religión cristiana y la pregunta
acerca de su “esencia” que continúa actuando. “La eficacia histórica del cristianismo
consiste en haber engendrado constantemente nuevas formas de cultura cristiana con ideas
capaces de crear modelos de estado y de sociedad. Muchas formas de nuestra cultura actual,
que en apariencia son totalmente seculares, tienen una raíz cristiana; como por ejemplo los
conceptos de los derechos humanos, el derecho internacional y la unidad de la humanidad;
la conciencia histórica moderna, nuestro pensamiento científico, la conciencia de la
responsabilidad social, la técnica moderna”2. Sin embargo, la mera importancia cultural no
agota el contenido del cristianismo, el sentido de la vida sólo llega a cumplirse en algo
“ultramundano” o “más allá del mundo”. Para Ernst Benz, la ciencia de la religión viene
cubierta con una “opción religiosa”3; ella se nutre de dos patrones de argumentación. Uno
de ellos es la historicidad del cristianismo mismo.
Tomando distancia de los esfuerzos de la ilustración del siglo XVIII que buscaban exponer
como núcleo central de la fe cristiana un principio fundamental ahistórico, un principio que
correspondiese al mismo tiempo a un ideal antropológico, Benz, recurriendo a
Schleiermacher y a Adolf von Harnack, subraya que la “esencia” del cristianismo se realiza
en la historia4. En su célebre serie de conferencias a fines del siglo XIX y comienzos del
siglo XX, Harnack había intentado identificar esta “esencia” sobre la base de una
“inducción completa”, recorriendo sus formas históricas concretas. La esencia del
cristianismo es, pues, – como lo expresara Ernst Troeltsch en sus consideraciones sobre
Harnack – un pensamiento ideal, que se concretiza históricamente en cada época.
“Determinar la esencia es dar forma a la esencia o al ser (...). Toda determinación de la
esencia del cristianismo es la nueva forma histórica asumida por éste. Jamás podrá
sustraerse a ello quien busque la esencia del cristianismo de manera puramente histórica y
al mismo tiempo crea en la fuerza de esta esencia que continúa actuando” 5. En el fondo,
Benz concuerda con estos argumentos cuando muestra la apertura histórica del
cristianismo: de ninguna manera el cristianismo se encuentra al final de su historia, sino tan
sólo en su inicio. Su “esencia aún no realizada” ha de manifestarse no sobre la base de una
pretensión de validez absoluta del cristianismo, sino en el diálogo ecuménico con las demás
religiones universales6.

2
Véase 1. Introducción, p. xxx (6) en esta edición.
3
BENZ, remitiéndose a Adolf von Harnack, p. xxx (14). Sobre la crítica de la opción teológica y religiosa por
la ciencia de la religión, cf. GLADIGOW, Burkhard, en: Handbuch religionswissenschaftlicher
Grundbegriffe, ed. CANCIK, Hubert, GLADIGOW, Burkhard, LAUBSCHER, Matthias, vol. I, Stuttgart,
Berlín, Colonia, Maguncia, 1988, p. 26 y s.
4
Véase p. xxx (14) en esta edición.
5
v. HARNACK, Adolf, Das Wesen des Christentums. Sechzehn Vorlesungen vor Studierenden aller
Fakultäten im Wintersemester 1899/1900 an der Universität Berlin, Leipzig, 1927 (71. Tausend), p. 7.
TROELTSCH, Ernst: “Was heisst ‘Wesen des Christentums’?”, en IDEM, Gesammelte Schriften, vol. II, Zur
religiösen Lage, Religionsphilosophie und Ethik, Tubinga, 1913, p. 431.
Benz contrapone aun un segundo argumento a la tesis de la secularización irreversible: que
es parte de la naturaleza humana el sentido para lo divino, la posibilidad de llegar a la
experiencia de lo trascendente a través de un sensus numinis7. Con ello se refiere a la obra
del investigador y filósofo de la religión Rudolf Otto, de Marburgo, que en su libro muy
discutido sobre Lo santo (Das Heilige, 1917) trató de identificar el fenómeno primordial
común a toda religiosidad. Una y otra vez se observa en Benz que él reconoce en este
abordaje la verdadera antítesis a la postura de Ludwig Feuerbach, cuya obra La esencia del
cristianismo, basada en Hegel y publicada en 1841, había diluido toda religión en
antropología. Feuerbach pasa a ser visto entonces tan sólo como el último eslabón en la
cadena de la teología de la ilustración8. La argumentación de Rudolf Otto fue atacada por la
crítica, siendo la más sólida hasta el momento la de Karl Friedrich Feigel, que lo acusa de
saltar de la psicología a la metafísica, del sentimiento numinoso al objeto numinoso 9. Kurt
Rudolf también consideró la obra de Otto como una especie de prueba ontológica de la
existencia de Dios. Según Rudolf, esta obra expresa de manera válida el axioma, difundido
en la ciencia de la religión en la época de la República de Weimar, que la religión sería una
forma apriorística e intuitiva de conocimiento, adecuada a la esencia más profunda del ser
humano10.
Todos estos conceptos siguen estando presentes en Ernst Benz. Pero en vez de
considerarlos tan sólo como impedimentos desagradables o residuos de un “paradigma”

6
Véanse las p. xxx (16) y xxx (218 y ss) en esta edición. Con respecto a la relación con Troeltsch y a la vez al
distanciamiento de éste, cf. BENZ, Ernst, “Ideen zu einer Theologie der Religionsgeschichte”, en Akademie
der Wissenschaften und der Literatur in Mainz, Abh. Der geistes- und sozialwissenschaftlichen Klasse, Año
1960, Nº 5, Wiesbaden, 1961, p. 549 y ss.
7
Véanse p. xxx (74) y xxx (220) en esta edición.
8
Feuerbach explicó la religión como autointerpretación mítica del hombre. “Esta concepción olvida que el
sentimiento religioso y la actividad formadora de mito del alma no comienzan por acaso, que no se producen
de manera autógena a partir de sí mismos, sino que primero son activados por determinadas experiencias de lo
trascendente, por un encuentro con una realidad que trasciende el ámbito de la vida y la acción de los
hombres. (...) De esta manera, el concepto del “sentimiento” en Schleiermacher y Otto no ha de entenderse de
una manera puramente psicológica, en el sentido de que el alma produciría por sí misma este sentimiento, sino
de una manera metafísica, en el sentido de una reacción al encuentro con lo trascendente”, BENZ, Ernst, “Die
Angst in der Religion”, en Die Angst. Studien aus dem C. G. Jung-Institut Zürich, Tomo X, Zurich y Stuttgart,
1959, p. 192. Sobre la conexión entre Feuerbach y Karl Barth, cf. BENZ, Ernst, Ideen zu einer Theologie der
Religionsgeschichte (cf. nota 6), p. 454 y s; y BENZ, Ernst, “Rudolf Otto als Theologe und Persönlichkeit”,
en BENZ, Ernst (Ed.), Rudolf Otto’s Bedeutung für die Religionswissenschaft und die Theologie heute,
Leiden, 1971, p. 30 y ss. Ernst Benz parece excluir totalmente la posibilidad que este factor de activación de
la producción de un mito no ha de ser necesariamente un encuentro con la “trascendencia”, sino que también
el miedo al caos del mundo o de la historia son parte de ello. Cf. al respecto: HOFSTEE, Wim, “The
Interpretation of Religion. Some Remarks on the Work of Clifford Geertz”, en On Symbolic Representation of
Religion / Zur symbolischen Repräsentation von Religion, ed. HUBBELING, Hubertus G. / KIPPENBERG,
Hans G., Berlín, Nueva York, 1986, p. 70-83.
9
“Una y otra vez el objeto – y, por cierto, un objeto de ninguna manera críticamente asegurado – es
introducido a la dimensión subjetiva, un objeto ‘no natural’, es decir, trascendente, totalmente otro – ¡después
no será difícil sacar este objeto de lo subjetivo y hacer rápidamente de la psicología de la religión una filosofía
de la religión! Si un prestidigitador logró introducir solapadamente una moneda en algún rincón, ya no es
ningún arte sacarla luego de allí”. FEIGEL, Friedrich Karl, “Das Heilige”, en COLPE, Carsten (Ed)., Die
Diskussion um das ‘Heilige’, Darmstadt, 1977, p. 389.
10
RUDOLPH, Kurt, “Die Problematik der Religionswissenschaft als akademisches Lehrfach”, en Kairos.
Zeitschrift für Religionswissenschaft und Theologie, IX, Año H.1 (1967), p. 34. FLASCHE, Rainer,
“Religionsmodelle und Erkenntnisprinzipien der Religionswissenschaft der Weimarer Zeit”, en CANCIC,
Hubert (Ed.), Religions- und Geistesgeschichte der Weimarer Republik, Düsseldorf, 1982, p. 274.
superado de la historia de la ciencia, se debería tratar de descubrir con mayor precisión lo
que estas premisas produjeron en términos de investigación. ¿Qué es lo que se puede
aprender de esta perspectiva teológica interior con relación a la importancia cultural del
cristianismo?
Al volver a su propio terreno, el historiador verifica que ello no fue poco. Después de la
Segunda Guerra Mundial, el desarrollo de la historia de la cultura tuvo en Alemania más
bien una vida de apariencia; el cambio decisivo ocurrió con la sustitución de la historia
política tradicional por la historia “estructural” y social. Tan sólo en la última década, la
historia de la cultura volvió a conquistar algún terreno, pero muchas veces apenas bajo la
forma reducida de la llamada “historia cotidiana”11. Algo distinto fue el desarrollo de la
historiografía francesa. Allí, la intención original de investigar el “equipamiento mental”
(outillage mental) de una época, representada principalmente por Lucien Febvre, también
fue desplazada parcialmente por investigaciones cuantitativas “en serie” apoyadas en los
métodos de la historia social. La historia de las ideas fue excluida de una “historia de las
mentalidades” de este tipo, acusada – no sin razón – de descuidar la dimensión social de las
ideas y los conceptos12. Tan sólo la consideración de las deficiencias de una historia de la
cultura sin la historia de los sistemas y las formas de pensamiento llevó a la comprensión de
que los conflictos entre las clases sociales se realizan en el marco de formas simbólicas, de
“representaciones” del mundo, en los que se expresa tanto una interpretación del sentido de
la vida como una pretensión de poder. Roger Chartier formuló como nueva tarea la de
establecer una conexión entre la estructura cultural y la estructura social, sin reducir
mediante un cortocircuito los dos ámbitos a uno solo. En este contexto, le cabe un peso
especial a las formas de pensamiento que delimitan el horizonte de sentido de cada época.
Quien de esta manera “se ocupa de los conflictos de clasificación y de interpretación, no se
aleja de lo social, como lo consideró por mucho tiempo una historiografía miope; sino que,
muy por el contrario, puede divisar zonas de litigio, tanto más importantes cuanto
materialmente menos aprehensibles”13.
El imaginario mismo es una fuerza social – precisamente porque continúa teniendo validez
la palabra autorizada de Max Weber de que toda acción de motivación religiosa o mágica
tiene una orientación terrenal en su consistencia original. El historiador debe conocer los
sistemas religiosos de significación que legitiman la acción, si los quiere relacionar con los
procesos socioculturales y psicológicos 14. Para una historia de la cultura concebida de esta
manera, la Descripción del cristianismo puede ofrecer una orientación excelente, pues
precisamente con su perspectiva religiosa interior, ella misma identifica un conflicto, que
atraviesa los siglos, como la fuerza central que impulsa la formación de representaciones
siempre renovadas del mundo: “Toda la historia de la cristiandad es permeada por intentos
siempre renovados de transformar mediante reformas o movimientos la asociación de
cristianos nominales en una comunidad de cristianos verdaderos, a los efectos de conferir
11
KOCKA, Jürgen, Sozialgeschichte. Begriff – Entwicklung – Probleme, Gotinga, 1986, 2ª Ed., p. 67 y ss.
Sobre la historia de la cultura, ibid., p. 152 y ss.
12
CHARTIER, Roger, “Geistesgeschichte oder histoire des mentalités?”, en LACAPRA, Rominick,
KAPLAN, Steven L. (Ed.), Geschichte denken. Neubestimmungen und Perspektiven moderner europäischer
Geistesgeschichte, Frankfurt del Main, 1988, p. 11-41.
13
CHARTIER, ibid., p. 41. CHARTIER, Roger, “Kulturgeschichte zwischen Repräsentation und Praktiken”,
en IDEM, Die unvollendete Vergangenheit. Geschichte und die Macht der Weltauslegung, Berlín, 1989, p. 11.
14
WEBER, Max, Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der verstehenden Soziologie, Ed.
WINCKELMANN, Johannes, Colonia, Berlín, 1964, Primera parte del Tomo I, p. 317. – GEERTZ, Clifford,
“Religion als kulturelles System” (cf. nota 1), p. 94.
de esta manera credibilidad a la doctrina de la Iglesia”. Es esta sensibilidad para la tensión
dialéctica entre la “Iglesia de paredes” institucionalizada y la herejía espiritualizada, la que
constituye la intensa fuerza de investigación de la obra de Ernst Benz. Con la debida
cautela – “cum grano salis” – podría decirse que él aún se sitúa dentro de la tradición de la
gran “Historia imparcial de la Iglesia y los herejes” (Unparteiische Kirchen- und
Ketzerhistorie) de Gottfried Arnold, del año 168815. Quien con tanta decisión y claridad
señala los potenciales de conflicto interreligioso, lleva al historiador de la cultura también a
los puntos de fractura en los que se verifica una transformación mental.

2. Un manual y su trasfondo

Existe una gran cantidad de buenos diccionarios teológicos; pero aquí estamos ante una
enciclopedia íntegra de una sola pieza. Le sirven de apoyo no sólo 80 semestres de
actividad docente, sino también una vasta obra literaria. Las dos cosas juntas ofrecen al
usuario la posibilidad de informarse por una parte de manera rápida y sistemática sobre los
panoramas generales y sus interrelaciones – y, en el caso de que quiera saber más, la
bibliografía le brindará indicaciones que le permitirán profundizar la materia. Si en la
primera parte, “La autocomprensión del cristianismo”, consulta, por ejemplo, la sección
“La actitud para con el ‘mundo’”, encontrará un catálogo de normas culturales de
comportamiento y de cosas que se deben evitar, que fueron conservadas sobre todo por las
sectas en obediencia a la palabra bíblica. Entre otras cosas, encontrará la prohibición de
instalar un pararrayos, por ser “una intromisión sacrílega en la providencia divina”. Durante
siglos, la tormenta fue interpretada por los curas como una expresión de la ira divina contra
los pecadores. Si en algún lugar un rayo había ocasionado algún daño, se hacía una
predicación de penitencia y conversión. He aquí, ahora un aparato técnico privaba al Dios
airado de una parte de su poder. “La instalación de un pararrayos en edificios públicos y
privados, o incluso en iglesias, ¿no era acaso una intervención que impedía la realización de
la justicia del castigo divino, y por consiguiente, un pecado de soberbia en el más pleno
sentido, de autoafirmación atrevida del hombre contra Dios? La instalación de un
pararrayos, ¿no era, en última instancia, la expresión de una actitud sacrílega contra Dios,
que se resume aproximadamente en esta fórmula: “¡Toma! ¡No me aciertas!”? 16 Sólo a
través de minucias como ésta es que se puede tener una idea acerca de cómo el
“desencantamiento del mundo” invocado por Max Weber se impuso en la ilustración
europea.
Pero no sólo el estilo dinámico y la abundancia de detalles aconsejan revisar siempre la
bibliografía. En ciertos puntos importantes, la presentación resumida del manual es también
más equilibrada y pulida que la exposición de los problemas en los artículos, más libre y
frecuentemente también de carácter experimental. Vale la pensa ver esto por lo menos en un
caso. En la introducción a las diferencias dogmáticas entre la Iglesia Católica Romana del
occidente y la piedad ortodoxa de la Iglesia bizantina, Benz señala el carácter
marcadamente jurídico de la relación humana con Dios en el ámbito romano, en oposición
15
Véanse las p. xxx (30) y xxx (60) en esta edición.
16
Véase p. xxx (49) en esta edición. – BENZ, Ernst, “Theologie der Elektrizität. Zur Begegnung und
Auseinandersetzung von Theologie und Naturwissenschaften im 17. und 18. Jahrhundert”, Akademie der
Wissenschaften und der Literatur in Mainz, Abh. Der geistes- und sozialwissenschaftlichen Klasse, Año 1970,
Nº 12, Wiesbaden, 1971, p. 38.
a la actitud básica más bien mística en el oriente sobre el trasfondo del primado del amor.
En este contexto, él menciona también la “doctrina de la reconciliación universal” de
Orígenes; pero sólo de paso observa que la misma fue condenada como herética. En otro
pasaje vuelve a hablar nuevamente de la apokatástasis panton, adoptando también aquí el
punto de vista de la Iglesia de que aquella idea podría llevar a un debilitamiento de la
conciencia de responsabilidad ante Dios y los hombres17.
Pero esta misma problemática irrumpe con un ímpetu totalmente diferente en el artículo
sobre la “simpatía de todas las cosas al final de los tiempos”. Aquí, Benz enfoca
crudamente la atrocidad de una separación escatológica de cielo y tierra, de
“bienaventurados” y “condenados”. ¿No habría que admitir que la expectativa escatológica
cristiana consiste en la culminación de la historia de la salvación, o sea, en una restauración
de la creación en su esplendor original? Ocurre exactamente lo contrario. Bajo el influjo del
pensamiento jurídico, se produce una rígida división de la humanidad. Más aún: como
habrá que imaginarse que desde el cielo podrá verse el infierno y viceversa (como se
dedujo de la parábola del hombre rico y Lázaro, el pobre), la contemplación de la ejecución
del castigo divino es parte de las alegrías de los bienaventurados. Los habitantes del cielo lo
harán sin conmoverse, pues les fue extirpado el sentimiento de compasión. Un motivo de
venganza, proyectado al final de los tiempos, se sobrepone al pensamiento jurídico; y Benz
remonta ese motivo a las experiencias traumáticas de las persecuciones de los cristianos en
la antigüedad: el infierno tiene los rasgos de la arena romana, sólo que ahora – como
escribe Tertuliano – los cristianos ocupan las gradas superiores y aplauden contentísimos
cuando ven que los paganos son quemados en el fuego.
Esta mentalidad es subrepticiamente enfrentada por la doctrina de la reconciliación
universal, que en su punto esencial afirma lo siguiente: Cristo murió por todos, incluso
Satanás será redimido, para que Dios sea “todo en todos”. En los siglos XVII y XVIII, esta
idea de Orígenes desarrolla un efecto que, juntamente con la transformación de la imagen
científica del mundo, finalmente lleva a la superación del tradicional infierno. Ernst Benz
rastrea esta línea a través de Jakob Böhme, los filadelfianos alemanes y los teósofos suabios
hasta Schleiermacher. Lo que queda claro en todo esto – y aquí el historiador de la cultura
puede tomar nuevamente la palabra – es que no se trata sólo de cuestiones de
interpretación, sino que en estas exégesis en pugna surge una nueva imagen del hombre.
¿Cómo dice, lleno de ira, un defensor de la ortodoxia protestante a comienzos del siglo
XVIII? Estos productos afeminados de una nueva época, dominados por el ideal de
“tendresse” (ternura, simpatía) simplemente no quieren tener que imaginarse más al Dios
justo como “verdugo”18. En puntos de inflexión como éste se percibe de inmediato cómo en
la lucha de las “representaciones” surgen nuevos horizontes de sentido para la convivencia
entre los seres humanos, y cómo el cambio de la formación de los símbolos religiosos
expresa una transformación mental.
Queda claro que la presentación de la imposición de las normas cristianas a lo largo de la
historia no es el objetivo central de la Descripción del cristianismo. Benz presenta la
“fenomenología histórica” de una religión, y no su historia cultural y social. Dicho de otra
manera: el historiador tendrá que medir el abismo entre “lo que prescribe la religión y lo
17
Véanse las p. xxx (70 y ss), xxx (73) y xxx (109) en esta edición.
18
BENZ, Ernst, “Der Mensch und die Sympathie aller Dinge am Ende der Zeiten (Nach Jakob Böhme und
seiner Schule)”, en IDEM, Urbild und Abbild. Der Mensch und die mythische Welt. Gesammelte Eranos-
Beiträge, Leiden, 1974, p. 133-197. – KITTSTEINER, Heinz Dieter, Die Entstehung des modernen
Gewissens, Frankfurt del Main, 1991, p. 141 y s.
que los hombres realmente hacen”19; pero el teólogo hablará en primer lugar sobre la
historia de su fe. Si el lector abre, por ejemplo, la sección sobre “Disciplina eclesiástica”,
verá que Benz señala con justa razón que desde el siglo XVIII la disciplina se limitó cada
vez más a controlar a los estamentos inferiores, “sin molestar a las clases altas”.
Investigaciones recientes han convertido en imagen de la “Edad Media cristiana” en un
engaño; lo que la Iglesia encontró, fue una ignorancia religiosa combinada con una
mentalidad mágica. El hecho de que además las normas cristianas difundidas fueran
recibidas tan sólo de manera selectiva, tan sólo completa el cuadro 20. El impulso para el
desarrollo histórico del cristianismo, al que Benz asigna una importancia central, a saber, la
lucha entre la Iglesia institucional y la herejía con todas sus divisiones y ramificaciones
histórica y culturalmente importantes, se realizó sobre el trasfondo de una sociedad que en
este proceso fue siendo penetrada sólo poco a poco por las normas cristianas. Los esbozos
siempre renovados de autocomprensión cristiana no sólo fueron intentos de volver a lograr
el estado ideal de una comunidad primitiva a través de reformas o de una Reforma; ellos
también fueron arranques siempre renovados para una misión interior eficiente y para un
control social, arranques para conquistar poder social en la competencia de las
“representaciones”.
Ahora bien, tal vez estos desplazamientos del interés cognitivo sean tan sólo la expresión
de un concepto transformado de cultura. No es posible librarse de la impresión de que en
las últimas décadas este concepto se tornó a la vez más defensivo y más agresivo. Más
defensivo, porque en la corriente principal del pensamiento contemporáneo se acentúa la
“diferencia” cultural frente a la tendencia niveladora del proyecto de la modernidad; más
agresivo, porque al mismo tiempo se excluye lo que de acuerdo al discurso de la “dialéctica
de la ilustración” supuestamente contribuye con la nivelación universal de todas las
diferencias. De todo esto se puede percibir sólo poco en Ernst Benz. Cuando trata la
relación del cristianismo con las religiones no cristianas, no excluye por cierto la conexión
entre colonización y misión; pero globalmente piensa más bien en la línea de la “parábola
del anillo” de Lessing. Su concepción de una religiosidad con iguales derechos, que en el
fondo se remonta una vez más a Rudolf Otto, refuerza la idea de la tolerancia frente a toda
ideología de cruzada.
Por otro lado, su procedimiento sistemático de llevar en cuenta en todos los problemas
también la actitud de la Iglesia oriental, lo preserva de una condenación precipitada del
cristianismo ante los efectos culturales por los cuales éste debe responsabilizarse. En
ningún lugar esto es más claro que en la sección sobre “Cristianismo y naturaleza”. Benz no
tiene ilusiones sobre el hecho de que todos los protagonistas de la civilización y la técnica
apelaron a la palabra bíblica de Gn 1,28: “Someted la tierra”. Pero, ¿con qué derecho se
remitieron a esta palabra? ¿No fue dirigida esta palabra a Adán y Eva antes de la caída?
¿No ha alterado acaso la caída al mismo tiempo también la relación del ser humano con el
cosmos? En la Iglesia antigua, en la Iglesia oriental, pero también entre los herejes de la

19
GEERTZ, Clifford, (cf. nota 1), p. 94.
20
Véase p. xxx (208) en esta edición. DELUMEAU, Jean, Le Catholicisme entre Luther et Voltaire, París,
1979, 2ª Ed., p. 237 y ss. IDEM, Un Chemin d’histoire. Chrétienté et dechristianisation, París, 1981, p. 115 y
ss. Sobre el problema de la disciplina eclesiástica, cf. también SCHILLING, Heinz, “’Geschichte der Sünde’
oder ‘Geschichte des Verbrechens’? Überlegungen zur Gesellschaftsgeschichte der freuneuzeitlichen
Kirchenzucht”, en Annali / Jahrbuch des italienisch-deutschen historischen Instituts in Trient, Vol. 12 (1986),
p. 169-192. – Sobre los éxitos y fracasos de la aculturación por la misión interna, cf. KITTSTEINER, Die
Entstehung des modernen Gewissens, p. 293 y s.
Edad Media y los sectarios de la temprana época moderna, se conservó el conocimiento de
que también la naturaleza quedará incluida en la culminación de la historia de la salvación,
pues no es en vano que el Apocalipsis de San Juan promete un nuevo cielo y una nueva
tierra. Sobre este trasfondo, se destaca de manera flagrante la tendenciosa y malograda
“colaboración” del hombre en la creación: “El hecho de que las palabras “Someted la
tierra” hayan sido puestas en práctica meramente en un sentido de explotación, llevó, con el
aumento de las posibilidades técnicas, a la devastación del ambiente, el deterioro de la
tierra por la erosión, la polución del agua – no sólo de los ríos, sino también de los mares –,
la contaminación de la atmósfera, la extinción de las especies animales y la manipulación
genética en la cría de animales practicada únicamente a partir del principio de la
rentabilidad. Por las consecuencias de la explotación, que la amenazan de manera cada vez
más directa, la humanidad se confronta hoy con la culpa que contrajo con el daño infligido
a la tierra, y no puede cerrarse por más tiempo a los ‘gemidos de la creación’” 21. Para Benz,
el hecho de que la idea de la responsabilidad por la creación pudo ir palideciendo se
relaciona con la ampliación del cosmos cerrado al universo infinito, en el cual el hecho
salvador de Cristo en la tierra ya no pudo reclamar un lugar central: “¿No tenía que traer
consigo la desvalorización de la tierra también una desvalorización del ser humano?”
Argumentaciones de este tipo no son concebibles sin aquella “opción religiosa” que poseía
la ciencia de la religión para Ernst Benz. El científico especializado – y con ello habíamos
comenzado nuestras reflexiones introductorias – debe mantener una cierta distancia frente a
ella. Pero esas argumentaciones lo llevan a un terreno que se podría comparar
cuidadosamente con una distinción establecida por Kant para la filosofía, a saber, la
distinción entre su “concepto escolar” y su “concepto universal”. Según el concepto
escolar, ella es formación para cualquier fin; según su concepto universal, ella pregunta por
lo que “necesariamente interesa a cada uno”.

Bibliografía

Completada y actualizada por Christoph Quarch, con la colaboración del Dr. Norbert
Fehringer

Las siguientes indicaciones bibliográficas han de ser tan sólo una primera ayuda para que el
lector pueda orientarse en la literatura especializada. Como la Descripción del Cristianismo
no fue escrita para especialistas, sino para círculos más amplios, se da preferencia a obras
de fácil acceso. Para la edición original alemana fueron registradas sobre todo obras en
idioma alemán, pero incluyendo también literatura extranjera más reciente.

(Cuando existe traducción castellana o portuguesa de una obra con título alemán en el
original, se la indica en esta bibliografía, para facilitar las consultas a los lectores de habla
castellana).

21
Véase p. xxx (197) en esta edición.
Presentaciones de la historia del cristianismo

Presentaciones generales:

ALAND, K., Geschichte der Christenheit, 2 vols., Gütersloh, 1990, 2ª Ed.


ALAND, K., Kirchengeschichte in Zeittafeln und Überblicken, Gütersloh, 1991, 2ª Ed.
ANDRESEN, C. y otros (Ed.), Geschichte des Christentums, 3 vols., Stuttgart 1975 y ss.
BIHLMEYER, K. y TÜCHLE, H., Kirchengeschichte, 3 vols., Paderborn, 1961/62, 17ª Ed.
BRANDT, Th., Kirche im Wandel der Zeit, 2 vols., Wuppertal, 1977 y s.
CLÉVENOT, M., Geschichte des Christentums, 5 vols., Brick, 1987-1991.
FRANZEN, A., Kleine Kirchengeschichte, Friburgo, 1973, 4ª Ed.
FRÖHLICH, R., Grundkurs Kirchengeschichte, Friburgo, 1986, 3ª Ed.
GRESCHAT, M. (Ed.), Gestalten der Kirchengeschichte, 12 vols., Stuttgart, 1981-1986.
GUTSCHERA, H., MAIER, J. y THIERFELDER, J., Geschichte der Kirchen, Stuttgart y
Maguncia, 1992.
HAENDLER, G, MEIER, K. y ROGGE, J., Kirchengeschichte in Einzeldarstellungen (10
vols. hasta el momento), Berlín, 1985 y ss.
HÄGGLUND, B., Geschichte der Theologie. Ein Abriss, Munich, 1990.
HERMELINK, H., Das Christentum in der Menschheitsgeschichte von der französischen
Revolution bis zur Gegenwart, 3 vols., Stuttgart, 1951-55.
HEUSSI, K., Kompendium der Kirchengeschichte, Tubinga, 1960, 12ª Ed., 1991, 18ª Ed.
KANTZENBACH, F. W., Kirchengeschichte in 8 Bänden. Evangelische Enzyklopädie,
Gütersloh, 1964 y ss.
KANTZENBACH, F. W., Das Christentum in der Gesellschaft. Grundlinien der
Kirchengeschichte, 2 vols., Hamburgo, 1975.
KOTTJE, R. y MOELLER, B., Ökumenische Kirchengeschichte, Munich 1970 y ss, 4ª Ed.,
1988 y s., 5ª Ed.
KRÜGER, G., Handbuch der Kirchengeschichte, 4 vols., Tubinga 1923-31, 2ª Ed.
KUPISCH, K., Kirchengeschichte, 5 vols., Stuttgart, 1982, 2ª Ed.
LENZENWEGER, J. y otros (Ed.), Geschichte der katholischen Kirche. Ein Grundkurs,
Colonia 1990.
LORTZ, J., Geschichte der Kirche in ideengeschichtlicher Betrachtung, 2 vols., Münster,
1962/64, 21ª Ed.
MEINHOLD, P., Kirchengeschichte in Schwerpunkten, Graz/Viena/Colonia, 1982.
MOELLER, B., Geschichte des Christentums in Grundzügen, Gotinga, 1987, 4ª Ed.
MÜHLENBERG, E., Epochen der Kirchengeschichte, Heidelberg/Wiesbaden, 1991, 2ª Ed.
MÜLLER, K. y von CAMPENHAUSEN, H., Kirchengeschichte, 2 vols., Tubinga, 1941, 3ª
Ed.
PLÖCHL, W. M., Geschichte des Kirchenrechts, 3 vols., Viena/Munich, 1960 y ss., 2ª Ed.
ROGIER, L. J., AUBERT, R. y KNOWLES, M. D., Geschichte der Kirche, 5 vols.,
Einsiedeln, 1963 y ss.
SCHMIDT, K. D., Grundriss der Kirchengeschichte, Gotinga, 1963, 4ª Ed., 1990, 9ª Ed.
SCHMIDT, K. D. y WOLF, E., Die Kirche in ihrer Geschichte, Gotinga, 1962 y ss. (en
fascículos).
SCHNABEL, W., Grundwissen zur Theologie- und Kirchengeschichte, 5 vols., Gütersloh,
1988 y ss.
von SCHUBERT, H., Grundzüge der Kirchengeschichte, Ed. por E. Dinkler, Tubinga,
1936, 10ª Ed.

Historia del dogma (ver también la bibliografía para el capítulo 14: “El dogma”):

ADAM, A., Lehrbuch der Dogmengeschichte, 2 vols., Gütersloh, 1965 y ss., 1985 y s, 5ª
Ed.
ANDRESEN, C. (Ed.), Handbuch der Dogmen- und Theologiegeschichte, 3 vols.,
Stuttgart, 1988, 2ª Ed.
BEYSCHLAG, K., Grundriss der Dogmengschichte (hasta ahora, 2 vols.), Darmstadt, 1988
y s.
FEINER, J y LÖHRER, M. (Ed.), Mysterium Salutis. Grundriss kirchlicher Dogmatik, 5
vols., Einsiedeln, 1965 y ss.
GRILLMEIER, A., Jesus der Christus im Glauben der Kirche, 3 vols., Friburgo, 1979 y ss.
von HARNACK, A., Lehrbuch der Dogmengeschichte, vol. 1-3 (1909-10, 4ª Ed.),
Darmstadt, 1964, reimpresión 1990.
LOHSE, B., Epochen der Dogmengeschichte, Stuttgart/Berlín, 1974, 3ª Ed., 1988, 7ª Ed.
LOOFS, F. y ALAND, K., Leitfaden zum Studium der Dogmengeschichte, Tubinga, 1959,
1968, 7ª Ed.
SCHMAUS, M. y otros (Ed.), Handbuch der Dogmengeschichte, Friburgo/Brisgovia, 1962
y ss.
SEEBERG, Reinhold., Manual de historia de las doctrinas, 2 vols., Buenos Aires/etc.,
Casa Bautista de Publicaciones, 1967, 2ª Ed.

Monografías en general
(Ver también la bibliografía para los diversos capítulos)

Iglesia antigua y cristianismo primitivo:

ALAND, K., Von Jesus bis Justinian. Die Frühzeit der Kirche in Lebensbildern, Gütersloh,
1981.
ALTANER, B., Patrología. Con un apéndice sobre patrología española realizada por ellos
mismos, Madrid, Espasa-Calpe, 1963.
ANDRESEN, C., Die Kirche der alten Christenheit, Stuttgart, 1971.
ANDRESEN, C. y RITTER, A. M., Geschichte des Christentums I, 1. Altertum, Stuttgart,
1992.
von BALTHASAR, H. U., Die grossen Ordensregeln, Einsiedeln, 1961, 2ª Ed.
BAUER, M., Anfänge der Christenheit, Berlín, 1970.
BECKER, J. (Ed.), Die Anfänge der Christenheit, Stuttgart, 1987.
BERGER, K., Theologiegeschichte des Urchristentums, Stuttgart, 1992.
BERNER, U., Origines, Darmstadt, 1981.
BROX, N., Kirchengeschichte des Altertums, Düsseldorf, 1983.
von CAMPENHAUSEN, Hans, Los Padres de la Iglesia. I: Padres griegos, Madrid,
Cristiandad, 1974.
von CAMPENHAUSEN, Hans, Los Padres de la Iglesia. II: Padres latinos, Madrid,
Cristiandad.
CHRIST, K., Das Römische Weltreich. Aufstieg und Zerfall einer antiken Grossmacht,
Friburgo/Brisgovia, 1973.
CONZELMANN, H., Geschichte des Urchristentums, Gotinga, 1989, 6ª Ed.
DANIÉLOU, J., Histoire des doctrines avant Nicée, 2 vols., París, 1958/61.
DASSMANN, E., Kirchengeschichte I. Ausbreitung, Leben und Lehre der Kirche in den
ersten drei Jahrhunderten, Stuttgart 1991.
DAUTZENBERG, G. (Ed.), Frau im Urchristentum, Friburgo, 1989, 4ª Ed.
EHRHARD, A., Die Kirche der Märtyrer, Munich, 1932.
FISCHER, J. A., Die apostolischen Väter, Darmstadt, 1956.
FISCHER, K. M., Das Urchristentum, Berlín, 1985.
FLASCH, K., Augustin. Einführung in sein Denken, Stuttgart, 1980.
FÖRSTER, W., Neutestamentliche Zeitgeschichte, 2 vols., Hamburgo, 1955.
FRANK, K. S., Grundzüge der Geschichte der Alten Kirche, Darmstadt, 1984.
GRUNDMANN, W. y LEIPOLD, J., El mundo del Nuevo Testamento, 3 vols., Madrid,
Cristiandad, 1973.
GRUNDMANN, W., Die frühe Christenheit und ihre Schriften, Stuttgart, 1983.
HAMMAN, A., Die ersten Christen, Stuttgart, 1985.
HENGEL, M., Zur urchristlichen Geschichtsschreibung, Stuttgart, 1984, 2ª Ed.
HOLTZ, T., Geschichte und Theologie des Urchristentums, Tubinga, 1991.
JACOBS, M., Das Christentum in der antiken Welt, Gotinga, 1987.
JACOBS, M., Die Reichskirche und ihre Dogmen, Gotinga, 1987.
JAEGER, W., Das frühe Christentum und die griechische Bildung, Berlín, 1963.
KEMLER, H., Christentum – Alte Kirche und Mittelalter, Stuttgart, 1981.
KIRCHSCHLÄGER, W., Die Anfänge der Kirche, Colonia, 1990.
KRAFT, H., Einführung in die Patrologie, Darmstadt, 1991.
LIETZMANN, H., Geschichte der alten Kirche, 4 vols., Berlín, 1961, 4ª Ed., 1975, 5ª Ed.
LINK, Ch., LUZ, U. y VISCHER, L., Sie aber hielten fest an der Gemeinschaft... Einheit
der Kirche als Prozess im Neuen Testament und heute, Basilea y Zurich, 1988.
von LOEWENICH, W., Die Geschichte der alten Kirche, vol. I: Altertum und Mittelalter,
Munich, 1964.
MEEKS, W. A., Zur Soziologie des Urchristentums, Munich, 1979.
von d. MEER, F., Augustinus der Seelsorger. Leben und Wirken eines Kirchenvaters,
Colonia, 1963.
MOREAU, J., Die Christenverfolgung im Römischen Reich, Berlín, 1961.
OPITZ, H., Die alte Kirche, Berlín, 1983.
SCHENKE, L., Die Urgemeinde. Geschichtliche und theologische Entwicklung, Stuttgart,
1991.
SCHNACKENBURG, R., La Iglesia en el Nuevo Testamento, Madrid, Taurus Editores,
1965.
SCHNEEMELCHER, W., Das Urchristentum, Stuttgart, 1981.
SPEIGL, J., Der römische Staat und die Christen, Amsterdam, 1970.
STEGEMANN, E. y STEGEMANN, W., Urchristliche Sozialgeschichte, Stuttgart, 1997.
THEISSEN, G., Sociología del movimiento de Jesús. El nacimiento del cristianismo
primitivo, Santander, Sal Terrae, 1979.
VENETZ, H. J., So fing es mit der Kirche an, Zurich, 1990.
VIELHAUER, Ph., Historia de la literatura cristiana primitiva. Introducción al Nuevo
Testamento, los Apócrifos y los Padres Apostólicos, Salamanca, Sígueme, 1991.

Edad Media:

ANGENENDT, A., Das Frühmittelalter. Die abendländische Christenheit von 400 bis 900,
Stuttgart, 1990.
BLUMENTHAL, U. R., Der Investiturstreit, Stuttgart, 1982.
BORST, A., Lebensformen im Mittelalter, Frankfurt/Berlín, 1973.
DEMPF, A., Sacrum Imperium, Munich, 1962, 3ª Ed.
ERDMANN, C., Die Entstehung des Kreuzzugsgedankens, Stuttgart, 1955.
FINK, K. A., Papsttum und Kirche im abendländischen Mittelalter, Munich, 1971.
FLASH, K., Das philosophische Denken im Mittelalter, Stuttgart, 1986.
FRANK, I. W., Kirchengeschichte des Mittelalters, Düsseldorf, 1974.
GRABMANN, M., Mittelalterliches Geistesleben, 3 vols., Munich, 1925-56.
GÜNTER, H., Das deutsche Mittelalter, 2 vols., Friburgo/Brisgovia, 1936.
HAMPE, K., Das Hochmittelalter 900-1250, Munich/Colonia, 1953, 4ª Ed.
HAMPE, K., Deutsche Kaisergeschichte in der Zeit der Salier und Staufer, Heidelberg,
1963, 11ª Ed.
HOLTZMANN, R., Geschichte der sächsischen Kaiserzeit, 2 vols., Munich, 1971.
KANTZENBACH, F. W., Die Geschichte der christlichen Kirche im Mittelalter, Gütersloh,
1967.
KEMLER, H., Christentum – Alte Kirche und Mittelalter, Stuttgart, 1981.
LEUSCHNER, J. y BOOCKMANN, H., Europa im Hoch- und Spätmittelalter, Stuttgart,
1982.
PESCH, O. H., Thomas von Aquin. Grenze und Grösse mittelalterlicher Theologie. Eine
Einführung, Maguncia, 1989, 2ª Ed.
PIEPER, J., Scholastik, Munich, 1986, 2ª Ed.
PILTZ, A., Die gelehrte Welt des Mittelalters, Colonia, 1982.
PILZ, E., Europa im Früh- und Hochmittelalter, Stuttgart, 1982.
RUH, K., Geschichte der abendländischen Mystik, vol. I. Die Grundlegung durch die
Kirchenväter und die Mönchstheologie des 12. Jahrhunderts, Munich, 1990.
SCHNÜRER, G., Kirche und Kultur im Mittelalter, 3 vols., Paderborn, 1924-29.
SCHRAMM, P. E., Kaiser, Rom und Renovatio, Darmstadt, 1957, 2ª Ed.
von SCHUBERT, H., Geschichte der christlichen Kirche im Frühmittelalter, Tubinga,
1921.
SOUTHERN, R. W., Kirche und Gesellschaft im Abendland des Mittelalters, Berlín/Nueva
York, 1976.
von d. STEINEN, W., Der Kosmos des Mittelalters, Berna/Munich, 1959.
WAAS, A., Der Mensch im deutschen Mittelalter, Graz/Colonia, 1964.
WEISHEIPL, J. A., Thomas von Aquin. Sein Leben und seine Theologie, Colonia, 1980.

Reforma:
Schriften des Vereins für Reformationsgeschichte [= SVRG], Halle/Leipzig/Gütersloh, 1883
y ss.
Archiv für Reformationsgeschichte [= ARG], Gütersloh, 1903 y ss.
ALAND, K. (Ed.), Lutherlexikon, Stuttgart, 1983, 4ª Ed.
ALAND, K., Die Reformatoren, Gütersloh, 1986, 4ª Ed.
ALTHAUS, P., Die Theologie Martin Luthers, Gütersloh, 1983, 6ª Ed.
AUGUSTIJN, C., Erasmus v. Rotterdam. Leben – Werk – Wirkung, Munich, 1986.
BAINTON, R. H., The Reformation of the Sixteenth Century, Boston, 1958.
BAINTON, R. H., Erasmus, Gotinga, 1972.
BAINTON, R. H., Martin Luther, Gotinga, 1980.
BÄUMER, R., Martin Luther und der Papst, Münster, 1987, 5ª Ed.
BEUTEL, A., Martin Luther, Munich, 1991.
BRANDI, K., Deutsche Geschichte im Zeitalter der Reformation und Gegenreformation,
Munich, 1969, 4ª Ed.
BRECHT, M., Martin Luther, 3 vols., Stuttgart, 1987.
BRIEGER, Th., Die Reformation, ein Stück aus Deutschlands Weltgeschichte, Berlín, 1914.
EBELING, G., Martin Luthers Weg und Wort, Frankfurt, 1989.
EBELING, G., Luther. Einführung in sein Denken, Stuttgart, reimpresión 1990.
EKMANN, B., Luther und die Reformation, Munich, 1982.
GÄBLER, U., Huldrych Zwingli. Eine Einführung in sein Leben und sein Werk, Munich,
1983.
GOERTZ, H. J., Thomas Müntzer. Mystiker – Apokalyptiker – Revolutionär, Munich, 1989.
HASSINGER, E., Das Werden des neuzeitlichen Europas. 1300-1600, Braunschweig,
1964, 2ª Ed.
HUIZINGA, J., El otoño de la Edad Media, Madrid, Alianza, 1981, 3ª Ed.
ISERLOH, E. (Ed.), Katholische Theologen der Reformationszeit, 5 vols., Münster, 1985 y
ss.
ISERLOH, E., Geschichte der Theologie der Reformation im Grundriss, 1985, 3ª Ed.
JOACHIMSEN, P., Die Reformation als Epoche der deutschen Geschichte, Munich, 1951.
KEMLER, H., Christentum – Reformation und Neuzeit, Stuttgart, 1984.
LAU, F. y BIZER, E., Reformationsgeschichte Deutschlands, Gotinga, 1964.
LAU, F., Luther, Berlín, 1959, 1966, 2ª Ed.
LOHSE, B., Martin Luther. Eine Einführung in sein Leben und Werk, Munich, 1982.
LOHSE, B., Evangelium und Geschichte. Studien zu Luther und der Reformation, Gotinga,
1988.
LORTZ, J., Historia de la Reforma, Madrid, Taurus, 1963.
LUTZ, H., Reforma y Contrarreforma, Madrid, Alianza, 1994.
MOELLER, B., Deutschland im Zeitalter der Reformation, Gotinga, 1988, 4ª Ed.
NEUSER, W., Calvin, Berlín, 1971.
NIESEL, W., Die Theologie Calvins, Munich, 1957, 2ª Ed.
NIPPERDEY, T., Reformation, Revolution, Utopie. Studien zum 16. Jahrhundert, Gotinga,
1975.
OBERMANN, H. A., Die Reformation. Von Wittenberg nach Genf, Gotinga, 1975.
RABE, H., Deutsche Geschichte 1500-1600. Das Jahrhundert der Glaubensspaltung,
Munich, 1991.
RITTER, G., Luther. Gestalt und Tat, Stuttgart, reimpresión 1983.
ROHLS, J., Theologie reformierter Bekenntnisschriften, Gotinga, 1987.
SCHMIDT-CLAUSING, F., Zwingli, Berlín, 1965.
SEEBERG, E., Luthers Theologie, Stuttgart, 1938.
SKALWEIT, St., Reich und Reformation, Berlín, 1967.
STADLER, H., Martin Luther und die Reformation, Düsseldorf, 1984.
STUPPERICH, R., Die Reformation in Deutschland, Munich, 1972, 1988, 3ª Ed.
STUPPERICH, R., Melanchton, Berlín, 1960.
STUPPERICH, R., Reformatorenlexikon, Gütersloh, 1984.
WALLMANN, J., Kirchengeschichte Deutschlands seit der Reformation, Tubinga, 1988, 3ª
Ed.
WILLIAMS, G. H., The Radical Reformation, Londres, 1960.
ZAHRNT, H., Martin Luther. Reformator wider Willen, Munich, 1986.

Edad moderna y contemporánea:

(Véase también Kulturkampf, la lucha de la Iglesia en el Tercer Reich, Cristianismo y


política). La literatura sobre este período, extraordinariamente vasta, consiste
fundamentalmente en presentaciones relacionadas con determinados personajes y temas.
Algunas de las obras mencionadas bajo Presentaciones generales contienen también
extensas presentaciones de la historia moderna de la Iglesia).

BECKMANN, K. M., Unitas Ecclesiae. Eine systematische Studie zur Theologiegeschichte


des 19. Jahrhunderts, Gütersloh, 1967.
BEISER, G., Religion – Nation – Kultur. Die Geschichte der christlichen Kirchen in den
gesellschaftlichen Umbrüchen des 19. Jahrhunderts, Neukirchen-Vluyn, 1992.
BEYREUTHER, E., Geschichte des Pietismus, Stuttgart, 1978.
BUCHHEIM, K., Ultramontanismus und Demokratie. Der Weg der deutschen Katholiken
im 19. Jahrhundert, Munich, 1963.
CONZEMIUS, V. (Ed.), Die Zeit nach 1945 als Thema kirchlicher Zeitgeschichte, Gotinga,
1988.
CORETH, E. y otros (Ed.), Christliche Philosophie im katholischen Denken des 19. und
20. Jahrhunderts, 3 vols., Colonia, 1988 y ss.
DESCHNER, K. H., Die Politik der Päpste im 20. Jahrhundert, Reinbek, reimpresión
1991.
FRANZ, G., Kulturkampf, Munich, 1954.
GRAF, F. W. (Ed.), Profile des neuzeitlichen Protestantismus, 2 vols., Gütersloh, 1990 y ss.
GRESCHAT, M. (Ed.), Theologen im 19. Und 20. Jahrhundert, 2 vols., Stuttgart, 1978.
GRESCHAT, M., Das Zeitalter der industriellen Revolution. Das Christentum vor der
Moderne, Stuttgart, 1980.
HERBERT, K., Kirche zwischen Aufbruch und Tradition, Stuttgart, 1989.
HIRSCH, H., Kurze Geschichte des deutschen Katholizismus 1800-1960, Maguncia, 1986.
KÄHLER, M., Geschichte der protestantischen Dogmatik im 19. Jahrhundert, Wuppertal,
1989.
KAISER, J.-C. (Ed.), Christentum und politische Verantwortung. Kirchen im
Nachkriegsdeutschland, Stuttgart, 1990.
KANTZENBACH, F. W., Protestantisches Christentum im Zeitalter der Aufklärung,
Gütersloh, 1965.
KANTZENBACH, F. W., Programme der Theologie, Munich, 1984, 3ª Ed.
KEMLER, H., Christentum – Reformation und Neuzeit, Stuttgart, 1984.
KRUMWIEDE, H. W., Geschichte des Christentums III, Neuzeit 17.-20. Jh., Stuttgart,
1987, 2ª Ed.
KUPISCH, K., Zwischen Idealismus und Massendemokratie. Eine Geschichte der
evangelischen Kirche in Deutschland von 1815-1945, Berlín, 1955.
LOEWENICH, W. v., Der moderne Katholizismus vor und nach dem Konzil, Bielefeld,
1970.
LOHT, W. (Ed.), Der moderne Katholizismus im Umbruch zur Moderne, Stuttgart, 1991.
LOTZ, M., Evangelische Kirche 1945-1952. Die Deutschlandfrage, Stuttgart, 1992.
MAHRENHOLZ, E. G., Die Kirchen in der Gesellschaft der Bundesrepublik, Gütersloh,
1972, 2ª Ed.
MANN, G., Deutsche Geschichte des neunzehnten und zwanzigsten Jahrhunderts,
Frankfurt del Main, 1959.
MEHLHAUSEN, J. y SIEGELE-WENSCHKEWITZ, L., Arbeiten zur kirchlichen
Zeitgeschichte, Reihe A: Quellen, Reihe B: Darstellungen, Gotinga, 1975 y ss.
MIKO, N., Das Ende des Kirchenstaates, 2 vols., Viena, 1962/64.
MILDENBERGER, F., Geschichte der deutschen evangelischen Theologie im 19. und 20.
Jahrhundert, Stuttgart, 1981.
MÜLLER, H. M. (Ed.), Kulturprotestantismus. Beiträge zu einer Gestalt des modernen
Christentums, Gütersloh, 1992.
NIPPERDEY, Th., Religion im Umbruch. Deutschland 1870-1918, Munich, 1988.
NOWAK, K., Evangelische Kirche und Weimarer Republik, Gotinga, 1988, 2ª Ed.
RENDTORFF, T. (Ed.), Theologie in der Moderne, Gütersloh, 1991.
SCHATZ, K., Kirchengeschichte der Neuzeit II, Düsseldorf, 1989.
SCHNABEL, F., Deutsche Geschichte im 19. Jahrhundert, Friburgo/Brisgovia, 1951, 2ª
Ed.
SMART, N. (Ed.), Nineteenth Century Religious Thought in the West, Cambridge y o., 1975
y ss.
STEPHAN, H. y SCHMIDT, M., Geschichte der evangelischen Theologie in Deutschland
seit dem Idealismus, Berlín/Nueva York, 1973, 3ª Ed.
Studien zur Theologie und Geistesgeschichte des 19. Jahrhunderts, 32 vols., Gotinga, 1971
y ss.
WALLMANN, J., Kirchengeschichte Deutschlands seit der Reformation, Tubinga, 1988, 3ª
Ed.
ZAHRNT, H., Die Sache mit Gott. Die protestantische Theologie im 20. Jahrhundert,
Munich, 1990, 2ª Ed.

Historia de la misión y difusión del cristianismo:

Africa in Transition: The Challenge and the Christian Response, Ginebra (CMI), 1965.
AMSTUTZ, J., Kirche der Völker. Skizze einer Theorie der Mission, Friburgo, 1972.
BARDY, G., Menschen werden Christen. Das Drama der Bekehrung in den ersten
Jahrhunderten, Friburgo, 1988.
BECKMANN, K.-M. (Ed.), Die Kirche und die Rassenfrage, Stuttgart, 1967.
BENZ, E. (Ed.), Messianische Kirchen, Sekten und Bewegungen im heutigen Afrika, leiden,
1965.
BOTTINCK, F., La lutte autour de la liturgie chinoise aux XVII et XVIII siècles,
Lovaina/París, 1962.
Christians and Social Change in Latin America, Ginebra (CMI), 1961.
The Christian Ministry in Latin America and the Caribbean. Ginebra (CMI), 1962.
DELACROIX, S., Histoire universelle des Missions catholiques, París, 1956 y ss.
The Encyclopedia of Modern Christian Missions, Nueva Jersey, 1967.
FRONES, H. y otros (Ed.), Kirchengeschichte als Missionsgeschichte. Munich, 1974 y ss.
GÜNTHER, W., Von Edinburgh nach Mexico City. Die ekklesiologischen Bemühungen der
Weltmissionskonferenzen, Stuttgart, 1970.
HAGEMANN, L. y KHOURY, A. Th. (Ed.), Würzburger Forschungen zur Missions- und
Religionswissenschaft, Würzburg, diversos años.
HAHN, F., Das Verständnis der Mission im Neuen Testament, Friburgo/Brisgovia, 1963.
von HARNACK, A., Mission und Ausbreitung des Christentums in den drei ersten
Jahrhunderten, 3 vols., Leipzig, 1924, 4ª Ed.
HAYWARD, V. E. W., African Independent Church Movements, Londres, 1963.
HOGG, W. R., Mission und Oekumene. Geschichte des Internationalen Missionsrates und
seiner Vorläufer im 19. Jahrhundert, Stuttgart, 1954.
HOLLIS, M., The Significance of South India, Londres, 1966.
Hombre, ideología y revolución en América Latina, Montevideo, 1965.
KAISER, J.-C., Sozialer Protestantismus im 20. Jahrhundert. Studien zur Geschichte der
inneren Mission 1918-1945, Munich, 1989.
KERTELGE, K. (Ed.), Mission im Neuen Testament, Friburgo, 1982.
LA CROCE, J. F., The Catholicity of the Church of South India, Roma, 1965.
LATOURETTE, K. S., History of the Expansion of Christianity, 7 vols., Nueva
York/Londres, 1937-45.
LOEFFLER, P., Secular Man and Christian Mission, Ginebra/Nueva York, 1968.
MULDERS, A., Missionsgeschichte. Die Ausbreitung des katholischen Glaubens,
Ratisbona, 1960.
MÜLLER, K. y USTORF, W. (Ed.), Einleitung in die Missionsgeschichte, Stuttgart, 1992.
MÜLLER, K., Missionstheologie. Eine Einführung, Berlín, 1985.
OEHLER, W., Geschichte der deutschen evangelischen Mission, 2 vols., Baden-Baden,
1949-51.
OHM, Th., Wichtige Daten der Missionsgeschichte, Münster, 1961, 2ª Ed.
RAUPP, W., Quellentexte zur Mission. Von der Reformation bis zur Weltmissionskonferenz
1910, Bad Liebenzell, 1990.
RZEPKOWSKI, H., Lexikon der Mission, Colonia, 1992.
SCHIDMLIN, J., Katholische Missionsgeschichte, Kaldenkirchen, 1920.
VICEDOM, G., Mission im ökumenischen Zeitalter, Gütersloh, 1967.
WIETZKE, J. (Ed.), Dein Wille geschehe. Mission in der Nachfolge Jesu Christi. Bericht
der 10. Weltmissionskonferenz in San Antonio, Frankfurt del Main, 1989.

Historia de los papas:

CASPAR, E., Geschichte des Papsttums von den Anfängen bis zur Höhe der Weltherrschaft
(incompleto), vol. 2: Das Papsttum unter byzantinischer Herrschaft, Tubinga, 1933. Aus
dem Nachlass ausgewählt von U. GMELIN: E. Caspar, Das Papsttum unter fränkischer
Herrschaft, Darmstadt, 1956.
DACIO, J., Diccionario de los Papas, Barcelona, Ediciones Destino, 1963.
DENZLER, G. (Ed.), Päpste und Papsttum, Stuttgart, 1971 y ss.
FISCHER-WOLLPERT, R., Lexikon der Päpste, Ratisbona, 1988.
FRANZEN, A. y BÄUER, R., Papstgeschichte. Das Petrusamt in seiner Idee und in seiner
geschichtlichen Verwirklichung in der Kirche, Friburgo, 1980, 2ª Ed.
FUHRMANN, H., Von Petrus zu Johannes Paul II. Das Papsttum, Gestalt und Gestalten,
Munich, 1980.
GELMI, J., Die Päpste in Lebensbildern, Colonia, 1989.
HAIDACHER, A., Geschichte der Päpste in Bildern, Heidelberg, 1965.
HALLER, J., Das Papsttum, 5 vols., Esslingen, 1962.
KELLY, J. N. D., Reclams Lexikon der Päpste, Stuttgart, 1988.
KÜHNER, H., Das Imperium der Päpste, Frankfurt del Main, 1980.
MITTERMAIER, K., Die deutschen Päpste, Colonia, 1991.
von RANKE, L., Historia de los papas en la época moderna, México, 1943.
SCHATZ, K., Der päpstliche Primat. Seine Geschichte von den Ursprüngen bis zur
Gegenwart, Würzburg, 1990.
SCHIMMELPFENNIG, B., Das Papsttum, Darmstadt, 1988.
SCHIDLIN, J., Papstgeschichte der neuesten Zeit, 4 vols., Munich, 1933-39.
SCHWAIGER, G., Geschichte der Päpste im 20. Jahrhundert, Munich, 1964.
SEPPELT, F. X. y SCHWAIGER, G., Geschichte der Päpste von den Anfängen bis zur
Mitte des 20. Jahrhunderts, 6 vols., Munich, 1954 y ss., 2ª Ed.
SEPPELT, F. X. y SCHWAIGER, G., Geschichte der Päpste. Von den Anfängen bis zur
Gegenwart, Munich, 1964.
ULLMANN, W., Kurze Geschichte des Papsttum im Mittelalter, Berlín/Nueva York, 1978.
ZIMMERMANN, H., Das Papsttum im Mittelalter, Stuttgart, 1981.

Historia de los concilios:

AUBERT, R., Vaticanum I, Maguncia, 1965.


ALBERIGO, G. y otros, Historia de los concilios ecuménicos, Salamanca, Sígueme, 1993.
BRANDMÜLLER, W. (Ed.), Konziliengeschichte (15 vols. hasta ahora). Reihe A:
Darstellungen, Reihe B: Untersuchungen, Paderborn, 1979 y ss.
BUTLER, C. y LANG, H., Das Vatikanische Konzil, Munich, 1961, 4ª Ed.
DALLMAYER, H., Die grossen vier Konzilien: Nicaea, Konstantinopel, Ephesus,
Chalcedon, Munich, 1961.
Documentos completos del Vaticano II, Santander, Mensajero, 1966.
DUMEIGE, G. y BACHT, H., Geschichte der ökumenischen Konzilien, Maguncia, 1963 y
ss.
FRANZEN, A. y MÜLLER, W., Das Konzil von Konstanz, Friburgo, 1964.
GRANDERATH, Th., Geschichte des Vatikanischen Konzils, 3 vols., Friburgo, 1903 y ss.
GRILLMEIER, A. y BACHT, H., Das Konzil von Chalkedon, 2 vols., Würzburg, 1959, 2ª
Ed., 3 vols., 1979, 4ª Ed.
HEFELE, C. J., Conciliengeschichte, 9 vols. (1955 y ss, 1-6, 1973 y ss, 2ª Ed.). Edición
francesa ampliada: HEFELE, C. J. y LECLERQ, H., Histoire des Conciles, París, 1907-
52.
HELBLING, H., Das Zweite Vatikanische Konzil, Munich, 1966.
JEDIN, H., Bischöfliches Konzil oder Kirchenparlament?, Basilea, 1966, 2ª Ed.
JEDIN, H., Geschichte des Konzils von Trient, 2 vols. hasta ahora, Friburgo/Brisgovia,
1951/57.
JEDIN, H., Breve historia de los concilios, Barcelona, Herder, 1963.
PLATE, M., Weltereignis Konzil, Friburgo/Brisgovia, 1966.
RAHNER, K. y VORGRIMLER, H., Kleines Konzilskompendium, Friburgo/Brisgovia,
1968, 5ª Ed.
REUTER, H., Das II. Vatikanische Konzil, Colonia, 1966.
RIEMECK, R., Glaube, Dogma, Macht. Geschichte der Konzilien, Stuttgart, 1985.
RITTER, A., Das Konzil von Konstantinopel und sein Symbolum, Gotinga, 1965.
SCHREIBER, G., Das Weltkonzil von Trient. Sein Werden und Wirken, 2 vols.,
Friburgo/Brisgovia, 1951.
SEIBEL, W., DORN, L. A. y DENZLER, G., Tagebuch des Konzils, 3 vols.,
Nuremberg/Eichstätt, 1964-1966.
SIEBEN, H. J., Traktate und Theorien zum Konzil, Frankfurt del Main, 1983.
SIEBEN, H. J., Die katholische Konzilsidee der Reformation bis zur Aufklärung,
Paderborn, 1989.
STADLER, H., Päpste und Konzilien, Düsseldorf, 1983.

Cristianismo bizantino e Iglesias ortodoxas orientales:

ADRIÁNY, G., Geschichte der Kirche Osteuropas im 20. Jahrhundert, Paderborn, 1992.
AMMANN, A. M., Abriss der ostslawischen Kirchengeschichte, Viena, 1950.
BECK, H.-G., Kirche und theologische Literatur im byzantinischen Reich, Munich, 1959.
BECK, H.-G., Ideen und Realitäten in Byzanz, Londres, 1972.
BENZ, E., Geist und Leben der Ostkirche, Munich, 1971, 2ª Ed., 1988, 3ª Ed.
BENZ, E., Die Ostkirche im Lichte der protestantischen Geschichtsschreibung von der
Reformation bis zur Gegenwart, Friburgo/Brisgovia y Munich, 1952.
BENZ, E., Die russische Kirche und das abendländische Christentum, Munich, 1966.
BRATSIOTIS, P., Die orthodoxe Kirche in griechischer Sicht, 2 vols., Stuttgart, 1960.
CONGAR, Y., Zerrissene Christenheit. Wo trennen sich Ost und West?, Viena, 1959.
DIEHL, Ch., Byzance. Grandeur et décadence, París 1919; inglés: New Brunswick, 1957.
EvDOKIMOV, P., L‘Orthodoxie. La foi et la vie des Eglises d‘Orient, Neuchâtel, 1959.
HÄMMERLE, E. y otros, Zugänge zur Orthodoxie, Gotinga, 1989, 2ª Ed.
HAUPTMANN, P., Die Katechismen der russich-orthodoxen Kirche, Gotinga, 1971.
HAUSSIG, H. W., Byzantinische Geschichte, Stuttgart, 1969.
JUGIE, M., Le schisme byzantin, París, 1941.
KRUMBACHER, K., Geschichte der byzantinischen Literatur, Munich, 1897, 2ª Ed.
LANGE, R., Imperium zwischen Morgen und Abend. Die Geschichte von Byzanz in
Dokumenten, Recklinghausen, 1972.
MEYENDORFF, J., La Iglesia ortodoxa ayer y hoy, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1969.
MICHEL, A., Die Kaisermacht in der Ostkirche, Darmstadt, 1959.
MUELLER, C. D. G., Geschichte der orientalischen Nationalkirchen, Gotinga, 1981.
NYSSEN, W., Frühchristliches Byzanz, Tréveris, 1978, 5ª Ed.
ONASCH, K., Einführung in die Konfessionskunde der orthodoxen Kirchen, Berlín, 1962.
RUNCIMAN, St., Kunst und Kultur in Byzanz, Munich, 1986.
SARTORIUS, B., Die orthodoxe Kirche, Stuttgart, 1981.
SCHREINER, P., Byzanz, Munich, 1986.
SPULER, B., Gegenwartslage der Ostkirchen in ihrer nationalen und staatlichen Umwelt,
Frankfurt del Main, 1968, 2ª Ed.
SPULER, B., Byzanz und die europäische Staatenwelt, Darmstadt, 1964.
STANILOSE, D., Orthodoxe Dogmatik, Zurich, 1985.
STUPPERICH, R., Dir Russische Orthodoxe Kirche in Lehre und Leben, Witten, 1966.
TELMY, C., Orthodoxe Theologie. Eine Einführung, Darmstadt, 1990.
THON, N., Quellenbuch zur Geschichte der Orthodoxen Kirche, Trier, 1983.
de VRIES, W., Der christliche Osten in Geschichte und Gegenwart, Würzburg, 1951.
VASILIEV, A. A., Historia del Imperio Bizantino, Barcelona, Iberia, 1946.
WIRTH, P., Grundzüge der byzantinischen Geschichte, Darmstadt, 1989, 2ª Ed.

Movimiento Ecuménico:

ALGERMISSEN, K., Konfessionskunde, Celle, 1957, 7ª Ed.


ALTHAUS, H.-L., Ökumenische Dokumente. Quellenstücke über die Einheit der Kirche,
Gotinga, 1962.
Arbeitsbuch der Vollversammlung in Evanston 1954, Ginebra, 1954.
Arbeitsbuch für die Ausschüsse der Vollversammlung in Neu Dehli 1961, Ginebra, 1961.
BENZ, E., Kirchengeschichte in ökumenischer Sicht, Leiden, 1961.
Bericht aus Vancouver 1983: 6. Vollversammlung des Ökumenischen Rates der Kirchen,
Frankfurt del Main, 1983.
CULLMANN, O., Einheit durch Vielfalt. Grundlegung und Beiträge zur Diskussion über
die Möglichkeiten ihrer Verwirklichung, Tubinga, 1990, 2ª Ed.
DEJUNG, K. H., Die ökumenische Bewegung im Entwicklungskonflikt 1910-1968,
Stuttgart, 1973.
DUCHROW, U., Konflikt um die Ökumene, München, 1981, 2ª Ed.
FEY, H. E., Geschichte der ökumenischen Bewegung 1948-1968. Deutsche Ausgabe bearb.
Von G. Gassmann, Gotinga, 1974.
Frieden in Gerechtigkeit: Dokumente der europäischen ökumenischen Versammlung,
Basilea, 1989.
FRIELING, R., Der Weg des ökumenischen Gedankens. Eine Ökumenekunde, Gotinga,
1992.
FRIES, H., Ökumene statt Konfessionen? Das Ringen der Kirche um Einheit, Frankfurt del
Main, 1977.
FROEHLICH, K. (Ed.), Ökumene. Möglichkeiten und Grenzen heute, Tubinga, 1982.
GRÜNDER, J., Lexikon der christlichen Kirchen und Sekten, 2 vols., Viena, 1961.
Habla Nueva Dehli. Mensaje de la 3ª Asamblea del Consejo Mundial de Iglesias, Buenos
Aires, Methopress, 1963.
HASSELMANN, N. (Ed.), Kirche im Zeichen der Einheit, Gotinga, 1979.
HESSLER, H. W. y ARNOLD, W., Ökumenische Orientierung. Nairobi, 1975. 5.
Vollversammlung des Ökumenischen Rates der Kirchen, Frankfurt del Main, 1976.
Die Kirchen der Welt, Ed. por SIGG., F., HARMS, H. H. y WOLF, H. H. Reise A:
Selbstdarstellung der Kirchen. Reihe B: Ergänzungsbände, Stuttgart, 1959 y ss.
KÜNG, H., Theologie im Aufbruch. Eine ökumenische Grundlegung, Munich, 1987.
LANGE, E., Die ökumenische Utopie oder Was bewegt die ökumenische Bewegung,
Munich, 1986.
LENGSFELD, P. (Ed.), Ökumenische Theologie. Ein Arbeitsbuch, Stuttgart, 1980.
MEINHOLD, P., Ökumenische Kirchenkunde, Stuttgart, 1962.
MEYER, H., DAMASKINOS, P., URBAN, H. J. y VISCHER, L. (Ed.), Dokumente
wachsender Übereinstimmung. Sämtliche Berichte und Konsenstexte
interkonfessioneller Gespräche auf Weltebene, 2 vols., Frankfurt del Main y Paderborn,
1983.
NEILL, St. Ch., Amsterdamer Studienbuch, Zurich, 1948.
RAISA, K., Ökumene im Übergang, Munich, 1989.
RENKEWITZ, H., Die Kirchen auf dem Wege zur Einheit, Gütersloh, 1964.
ROUSE, R. y NEILL, St. Ch., Geschichte der ökumenischen Bewegung 1517-1948, 2 vols.,
Gotinga, 1957/58.
Señales del Espíritu. Informe oficial de la VII Asamblea del Consejo Mundial de Iglesias,
Canberra, Australia, 7-20 de febrero de 1991, Buenos Aires, La Aurora, 1991.
STRAUSS, M., Ökumene auf dem Weg. Der konziliare Prozess zwischen Vancouver und
Canberra, Bielefeld, 1991.
TAVARD., G. H., Geschichte der ökumenischen Bewegung. Maguncia, 1964.
Upsala 1968. Informes, declaraciones y alocuciones, Consejo Ecuménico de Iglesias,
Salamanca, Sígueme, 1969.
VISCHER, L. (Ed.), Die Einheit der Kirche. Material der ökumenischen Bewegung,
Munich, 1965.
Von Uppsala nach Nairobi: Ökumenische Bilanz 1968-75. Offizieller Bericht des
Zentralausschusses des Ökumenischen Rates der Kirchen, Frankfurt del Main, 1975.
World Christian Handbook, Londres, 1968, 5ª Ed.

Fuentes y obras de consulta

Iglesia antigua:

Bibliothek der Kirchenväter. 1. Reihe: 63 vols. 2. Reihe: 20 vols., Kempten/Munich, 1911-


1939, 2ª Ed. [= BKV]
Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum, Viena, 1860 y ss. [= CSEL]
Die griechischen christlichen Schriftsteller der ersten Jahrhunderte, Leipzig, 1897 y ss [=
GCS]
Fontes Christiani. Zweisprachige Neuausgabe christlicher Quellentexte aus Altertum und
Mittelalter. Editado por N. Brox y otros, 6 vols., Friburgo, 1990 y ss.
Fontes da Catequese, 14 vols., Petrópolis, 1970 y ss.
MIGNE, J. P., Patrologia latina. 221 vols., París 1844-1864 (volúmenes complementarios
de A. Hammann, París, 1958 y ss. [= MPL]
MIGNE, J. P., Patrologia graeca, 161 vols., París 1857-1866. [= MPG]
SCHNEEMELCHER, W. y HENNECKE, W., Neutestamentliche Apokryphen, Tubinga,
vol. I, 1990, 6ª Ed.; vol. II, 1989, 5ª Ed.
Os Padres da Igreja, 6 vols., Petrópolis, 1979 y ss.
Schriften der Kirchenväter, Ed. por N. Brox, Munich, 1983 y ss.
Schriften des Urchristentums, 2 vols., Munich, 1986, 9ª Ed.

Edad Media:

Acta Sanctorum, París, 1643 y ss; Venecia, 1743 y ss; París, 1863 y ss.
Bibliotheca Sanctorum, Ed. por el Instituto Giovanni XXIII, Roma, 1961 y ss.
Fontes Christiani. Zweisprachige Neuausgabe christlicher Quellentexte aus Altertum und
Mittelalter. Ed. por N. Brox y otros, 6 vols., Friburgo, 1990 y ss.
Monumenta Germaniae Historica [MG]. 5 Series: 1. Scriptores [= MG SS] (Historiadores);
2. Leges [= MG LL] (Leyes y registros jurídicos); 3. Diplomata [= MG DD]
(Documentos); 4. Antiquitates [= MG AA] (Necrológicas, inscripciones); 5. Epístolae [=
MG Ep.] (Literatura epistolar).
MURATORI, L. A., Rerum italicarum scriptores, 25 vols., Milán, 1723-51.
POTTHAST, A., Bibliotheca historica medii aevi, 2 vols., Graz, 1954 (reimpresión).

Reforma y tiempos modernos:

Corpus Catholicorum [= CC] (Obras de escritores católicos en la época del cisma),


Münster, 1919 y ss.
Corpus Juris Canonici. Ediciones: Editio Romana iussu Gregorii XIII, Roma, 1582; Aem.
RICHTER (Ed.), Leipzig, 1833-39; E. FRIEDBERG (Ed.)., 2 vols., Leipzig, 1879-91.
Corpus Reformatorum ([= CR], Halle, 1834 y ss; Braunschweig, 1853 y ss; Berlín, 1905;
Leipzig, 1908 y ss; Zurich, 1959 y ss (Obras de Melanchton, Calvino y Zwinglio).
HILLEBRAND, H. J., Bibliographie des Täufertums 1520-1630, Gütersloh, 1962.
Klassiker des Protestantismus, 6 vols., Bremen, 1962 y ss.
D. Martin Luthers Werke, 58 vols., Weimar, 1883 y ss [= WA]. Kritische Gesamtausgabe. –
Die Deutsche Bibel, 12 vols., Weimar, 1906-1961. – Tischreden, 6 vols., Weimar, 1912-
21. Briefwechsel, 12 vols., Weimar, 1930-67.
Luther Deutsch. Die Werke M. Luthers in neuer Auswahl für die Gegenwart. Ed. por K.
Aland, 10 vols. y Lutherlexikon, Gotinga, 1959 y ss.
MIGUÉLEZ DOMÍNGUEZ, L., Código de derecho canónico y legislación
complementaria. Texto latino y versión castellana, Madrid, BAC, 1954.
SCHOTTENLOHER, K., Bibliographie zur deutschen Geschichte im Zeitalter der
Glaubensspaltung 1517-1585, vols. 1-6, Leipzig, 1956-58, 2ª Ed.; vol. 7: Das Schrifttum
von 1938-1960, Stuttgart, 1966.

Colecciones conciliares:

Acta conciliorum oecumenicorum: Series Secunda, Volumen Secundum, Pars Prima.


Concilium Universale Constantinopolitanum Concilii Actiones I-XI, Berlín/Nueva York,
1990.
Conciliorum oecumenicorum decreta, Friburgo/Brisgovia, 1962, 2ª Ed.
DENZINGER, H. y HÜNERMANN, P., Enchiridion symbolorum, definitorum et
declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona, 1999.
KIRCH, C. y NEDING, L., Enchiridion fontium historiae ecclesiasticae antiquae,
Friburgo/Brisgovia, 1960, 8ª Ed.
MANSI, G. D., Sacrorum conciliorum nova et amplissima collectio, 1759 y ss; reimpresión
y continuación, París, 1899 y ss.
MIRBT, C., Quellen zur Geschichte des Papsttums und des römischen Katholizismus, Ed.
por K. Aland, Tubinga, 1967.

Diccionarios y enciclopedias:
ALAND, K., Kirchengeschichte in Zeittafeln und Überblicken, Gütersloh, 1991, 2ª Ed.
Atlas zur Kirchengeschichte, Ed. por H. Jedin, Friburgo, 1983, 3ª Ed.
Dictionnaire d‘Histoire et de Téographie ecclésiastique, París, 1912 y ss.
Dictionnaire de Spiritualité, Ascétique et Mystique, París, 1937 y ss.
Dictionnaire de Théologie catholique, 15 vols., París, 1930-50.
Dtv-Wörterbuch zur Kirchengeschichte. Ed. por C. Andresen y G. Denzler, Munich, 1980.
Encyclopaedia Britannica, 24 vols., Chicago/Londres/Toronto, 1959.
Evangelisches Kirchenlexikon. Internationale Theologische Enzyklopädie, Ed. por E.
Fahlbusch y otros (3 vols. hasta el momento), Gotinga, 1986 y ss, 3ª Ed.
Grosser Bildatlas der Kreuzzüge, Ed. por J. Riley-Smith, Friburgo, 1992.
Herders Grosser Bibelatlas, Friburgo, 1989.
JEDIN, H., LATOURETTE, K. S. y MASTIN, J., Atlas zur Kirchengeschichte,
Friburgo/Brisgovia, 1970.
Lexikon der Religionen, Ed. por F. König y H. Waldenfels, Friburgo, 1988, 2ª Ed.
Lexikon der Sekten, Sondergruppen und Weltanschauungen, Ed. por H. Gasper y otros,
Friburgo, 1992, 4ª Ed.
Lexikon des Mittelalters, Munich y Zurich, 1977 y ss
Lexikon für Theologie und Kirche, 10 vols. y vol. complementarios, Friburgo/Brisgovia,
1957-68, 2ª Ed.
Lexikon missionstheologischer Grundbegriffe, Ed. por K. Müller y Th. Sundermeier, Berlín,
1987.
Lexikon religiöser Grundbegriffe, Ed. por A. Th. Khoury, Colonia, 1985.
LITTELL, F. H. y WALZ, H. H. (Ed.), Weltkirchenlexikon, Stuttgart, 1960.
Ökumene-Lexikon: Kirchen – Religionen – Bewegungen, Ed. por H. Krüger y otros,
Frankfurt del Main, 1987, 2ª Ed.
Realenzyklopädie für protestantische Theologie und Kirche, 24 vols., Leipzig, 1996-1913,
3ª Ed.
Reallexikon für Antike und Christentum, Ed. por Th. Klausner (15 vols. hasta el momento),
Stuttgart, 1950 y ss.
Reclams Lexikon der Heiligen und biblischen Gestalten, Ed. por H. L. Keller, Stuttgart,
1987, 4ª Ed.
Die Religion in Geschichte und Gegenwart, 6 vols., Tubinga, 1956-62, 3ª Ed.
Taschenlexikon Religion und Theologie. Ed. por E. Fahlbusch, 5 vols., Gotinga, 1983, 4ª
Ed.
Theologenlexikon. Von den Kirchenvätern bis zur Gegenwart, Munich, 1987.
Theologische Realenzyklopädie (TRE), Ed. por G. Müller (30 vols. previstos),
Berlín/Nueva York, 1977 y ss.
Wörterbuch des Christentums, Ed. por V. Drehsen y otros, Zurich, 1988.

Por país

Alemania:

GEBHARDT, B. Handbuch der deutschen Geschichte. Ed. por H. Grundmann, 4 vols.,


1970 y ss, 9ª Ed. También como libro de bolsillo, con 22 vols. hasta el momento,
Munich, varios años.
HAUCK, K., Kirchengeschichte Deutschland, 5 vols. en 6, Leipzig, 1904-20; reimpresión
1950 y ss.

Austria:

LÖSCHE, G., Geschichte des Protestantismus im vormaligen und im neuen Österreich,


Viena/Leipzig, 1930.
MAY, G. (Ed.)., Die Evangelische Kirche in Österreich, Gotinga, 1962.
MECENSEFFY, G., Geschichte des Protestantismus in Österreich, Graz/Colonia, 1956.
TOMEK, E., Kirchengeschichte Österreichs, 2 vols., Innsbruck/Viena/Munich, 1935/48.

Bélgica:

MOREAU, E., Histoire de l‘Eglise en Belgique, 5 vols., vol. complementario, Bruselas,


1940 y ss.

Escandinavia:

GRANE, L. y HORBY, K. (Ed.), Die dänische Reformation vor ihrem internationalen


Hintergrund, Gotinga, 1990.
LINDTHARDT, P. G., Kirchengeschichte Skandinaviens, Gotinga, 1982.

Escocia:

BURLEIGH, J. H. S., A Church History of Scotland, Oxford, 1960.

España:

GAMS, P. B., Die Kirchengeschichte von Spanien, 3 vols., Ratisbona, 1862-79; reimpresión
Graz, 1956.
VICENS VIVES, J., Historia social y económica de España y América, Barcelona, 1957.

Estados Unidos:

BACH, J. S., Religion in America, San Diego y otros, 1989.


BRADLEY, G. V., Church-State-Relationship in America, Nueva York y otros, 1987.
BRAUER, G., Protestantism in America, Filadelfia, 1953.
BURI, F., Gott in Amerika. Theologie seit 1960, Tubinga, 1970.
MEAD, S. E., Das Christentum in Nordamerika, Gotinga, 1987.
OLMSTEAD, C. E., History of Religion in the United States, Englewood Cliffs, 1960.
RITSCHL, D., Theologie in den neuen Welten. Analyse und Berichte aus Amerika und
Australasien, Munich, 1981.
SCHERER-EDMUNDS, M., Die letzte Schlacht um Gottes Reich. Politische
Heilsstrategien amerikanischer Fundamentalisten, Münster, 1989.
SWEET, W. W., Religion in Colonial America, Nueva York, 1951.
SWEET, W. W., The Story of Religion in America, Nueva York, 1939. En alemán: Der Weg
des Glaubens in den USA, 1951.
Francia:

POULET, Ch., Histoire de l‘Eglise de France, 3 vols., París, 1946-49.


LATREILLE, A., DELARUELLE, E. y PALANQUE, J. R., Histoire du Catholicisme en
France, 2 vols., París, 1957/60.
LAVISSE, E., Histoire de France depuis les origines jusqu‘à la Révolution, París, 1900 y
ss.

Inglaterra:

CLARK, G. N. (Ed.), The Oxford History of England, Oxford, 1934 y ss.


COWLING, M., Religion and Public Doctrine in Modern England, 2 vols., Cambridge,
1980.
MOORMAN, J., A History of the Church of England, Londres, 1953.
STEPHENS, W. R. W. y HUNT, W. (Ed.), History of the English Church, 6 vols. en 9,
Londres 1899-1910, varias reimpresiones.

Irlanda:

BIEHLER, L., Irland. Wegbereiter des Mittelalters, Olten, 1961.


DELIUS, W., Geschichte der irischen Kirche von den Anfängen bis zum 12. Jahrhundert,
Munich/Basilea, 1954.

Países Bajos:

POST, R. R., Kerkgeschiedenis van Nederland in de middeleewen, 2 partes, Utrecht, 1957.


VESSER, C. C. G., Hollands Lutheraner. Geschichte und Gegenwart, Erlangen, 1991.

Países bálticos:

KAHLE, W., Symbiose und Spannung. Beiträge zur Geschichte des Protestantismus in den
baltischen Republiken, im Innern des Russischen Reiches und der Sowjetunion,
Erlangen, 1991.
KAHLE, W. (Ed.), Die lutherische Kirche im baltischen Raum. Ein Überblick, Erlangen,
1985.
WITTRAM, R., Baltische Kirchengeschichte, Gotinga, 1956.

Polonia:

HUBATSCH, W., Geschichte der Evangelischen Kirche Ostpreussens, 3 vols., Gotinga,


1968.
VÖLKER, K., Kirchengeschichte Polens, Berlín/Leipzig, 1930.
WRZECIONKO, P. (Ed.), Reformation und Frühaufklärung in Polen, Gotinga, 1968.

Portugal:
OLIVEIRA, P. M. de, História eclesiástica de Portugal, Lisboa, 1948, 2ª Ed.

Rusia:

ADLER, G. (Ed.), Tausend Jahre Heiliges Russland, Friburgo, 1988.


FELMY, C. y otros (Ed.), Tausend Jahre Christentum in Russland, Gotinga, 1988.
HAUPTMANN, P. y STICKER, G., Die Orthodoxe Kirche in Russland. Dokumente ihrer
Geschichte, Gotinga, 1988.
KAHLE, W., Symbiose und Spannung. Beiträge zur Geschichte des Protestantismus in den
baltischen Republiken, im Innern des Russischen Reiches und der Sowjetunion,
Erlangen, 1991.
NIESS, H. P., Kirche in Russland zwischen Tradition und Glaube, Gotinga, 1977.
ONASCH, K., Grundzüge der russischen Kirchengeschichte, Gotinga, 1967.
SMOLITSCH, J., Geschichte der russischen Kirche 1700-1917, Leiden, 1964.
STUPPERICH, R., Dir Russische Orthodoxe Kirche in Lehre und Leben, Witten, 1966.
WINTER, E., Rom und Moskau. Ein halbes Jahrtausend Weltgeschichte in ökumenischer
Sicht, Viena, 1972.
WINTER, E., Russland und das Papsttum, 2 vols., Berlín 1960/61.

Suiza:

Helvetia Sacra. Reihe zur Kirchengeschichte, Basilea, diversos años.


PFISTER, R., Kirchengeschichte der Schweiz, 3 vols., Zurich, 1964-85.
SCHWEGLER, Th., Geschichte der katholischen Kirche in der Schweiz, Stans, 1945, 2ª
Ed.
WERNLE, P., Der schweizerische Protestantismus im 18. Jahrhundert, 3 vols., Tubinga,
1923-25.
WERNLE, P., Der schweizerische Protestantismus in der Zeit der Helvetik, 2 vols.,
Leipzig, 1938/39.

África:

CONE, J. H., Zeugnis und Rechenschaft. Christlicher Glaube in schwarzer Kirche, Brick,
1987.
HASENHÜTTL, G., Schwarz bin ich und schön. Der theologische Aufbruch
Schwarzafrikas, Darmstadt, 1991.
HEYER, F., Die Kirche Äthiopiens, Berlín/Nueva York, 1971.
MBITI, J. S., Bibel und Theologie im Afrikanischen Christentum, Gotinga, 1987.
ODUYOYE, M. A., Wir selber haben ihn gehört. Theologische Reflexionen zum
Christentum in Afrika, Brick, 1988.
PANAT, J., Afrika. Theologiegeschichte der Dritten Welt, Munich, 1991.
POBEE, J. S., Grundlinien einer afrikanischen Theologie, Gotinga, 1981.
RÜCKER, H., Afrikanische Theologie. Darstellung und Dialog, Innsbruck, 1985.

América Latina:
BERMÚDEZ, F., Kirche in den Katakomben. Zeugnisse des Martyriums in Guatemala,
Brick, 1986.
BOFF, L., Eclesiogénesis: Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Santander, 1984.
BOFF, L., Y la Iglesia se hizo pueblo: eclesiogénesis: la Iglesia que nace de la fe del
pueblo, Bogotá, 1987.
CASTILLO, F. (Ed.), Die Kirche der Armen in Lateinamerika, Brick, 1987.
DELGADO, M. (Ed.), Gott in Lateinamerika. Texte aus 5 Jahrhunderten, Düsseldorf,
1992.
DIETSCHY, B., Ist unser Gott auch euer Gott? Gespräche über Kolonialismus und
Befreiung, Lucerna, 1992.
DUSSEL, E. (Coordinador), Historia General de la Iglesia en América Latina, 11 vols.,
Salamanca, 1981 y ss.
DUSSEL, E., Historia de la Iglesia en América Latina, Barcelona, 1972, 2ª Ed.
GUTIÉRREZ, G., Teología de la liberación: perspectivas, Salamanca, 1972.
METZ, J. B. y BAHR, H. E., Augen für die anderen. Lateinamerika – eine theologische
Erfahrung, Munich, 1991.
PRIEN, H. J., Historia del cristianismo en América Latina, Salamanca, 1985.
PRIEN, H. J., Lateinamerika. Gesellschaft, Kirche, Theologie, 2 vols., Gotinga, 1981.
REINHARD, W., Zur Geschichte des Christentums in Lateinamerika, Friburgo, 1988.
RYAN, E., The Church in the South American Republics, Nueva York, 1932.

Asia:

RITSCHL, D., Theologie in den neuen Welten. Analyse und Berichte aus Amerika und
Australasien, Munich, 1981.
SONG, Ch. S., Theologie des dritten Auges. Asiatische Spiritualität und christliche
Theologie, Gotinga, 1989.
WILFRED, F. y THOMAS, M. M., Indien. Theologiegeschichte der Dritten Welt, Munich,
1992.
YAGI, S., Japan. Theologiegeschichte der Dritten Welt, Munich, 1991.

Literatura para los diversos capítulos:

Cap. 4: La unidad de la Iglesia:

BRUNNER, E., Die christliche Lehre von der Kirche, vom Glauben und von der
Vollendung, Zurich, 1964.
CULLMANN, O., Pedro: discípulo, apóstolo, mártir, São Paulo, 1964.
HEILER, F., Der Katholizismus. Seine Idee und Erscheinung, Munich, 1923.
HEILER, F., Die Ostkirchen. Neubearbeitung von „Urkirche und Ostkirche”. In
Zusammenarbeit mit H. Hartog aus dem Nachlass hg. von A. M. heiler, Munich/Basilea,
1971.
LINK, Ch., LUZ, U. y VISCHER, L., Sie aber hielten fest an der Gemeinschaft... Einheit
der Kirche als Prozess im Neuen Testament und heute, Basilea y Zurich, 1988.
STEINACKER, P., Die Kennzeichen der Kirche. Eine Studie zu ihrer Einigkeit, Heiligkeit,
Katholizität und Apostolizität, Berlín/Nueva York, 1981.
Cap. 5: Las ideas de continuidad y decadencia:

MEINHOLD, P., Geschichte der kirchlichen Historiographie, 2 vols.,


Friburgo/Brisgovia/Munich, 1967.
NIGG, W., Die Kirchengeschichtsschreibung, Munich, 1934.

Cap. 6: La relación con el judaísmo y el Antiguo Testamento:

BARTH, M., Jesus, Paulus und die Juden, Zurich, 1966.


BÄTZ, K., Judentum. Wege und Stationen seiner Geschichte, Stuttgart, 1984.
BUBER, M., Vom Geist des Judentums, Leipzig, 1916.
BUBER, M., Zwei Glaubenswelten, Zurich, 1950; reimpresión Heidelberg, 1990.
DELLING, G., Studien zum Neuen Testament und zum hellenistischen Judentum, Gotinga,
1970.
ELLIS, E. E., The Old Testament in Early Christianity, Tubinga, 1991.
ENDRES, E., Die gelbe Farbe. Die Entwicklung der Judenfeindschaft aus dem
Christentum, Munich, 1989.
HENGEL, M. y otros, Arbeiten zur Geschichte des Antiken Judentums und Urchristentums,
Colonia, 1961 y ss.
HILLEL BEN-SASSON, H., Geschichte des Jüdischen Volkes, 3 vols., Munich, 1978 y ss.
HOHEISEL, K., Das antike Judentum in christlicher Sicht, Wiesbaden, 1978.
HRUBY, K., Juden und Judentum bei den Kirchvätern, Zurich, 1971.
LÜDEMANN, G., Paulus und das Judentum, Munich, 1983.
MAIER, J., Geschichte der jüdischen Religion, Berlín/Nueva York, 1972.
MAIER, J., Grundzüge der Geschichte des Judentum im Altertum, Darmstadt, 1981.
MAIER, J., Jüdische Auseinandersetzungen mit dem Christentum in der Antike, Darmstadt,
1982.
NEUSNER, J., Judentum in frühchristlicher Zeit, Stuttgart, 1988.
RENDTORFF, R. y HENRIX, H. H. (Ed.), Die Kirchen und das Judentum. Dokumente von
1945-1989, Munich y Paderborn, 1989, 2ª Ed.
SAFRAI, S. y STERN, M. (Ed.), The Jewish People in the First Century, 2 vols.,
Neukirchen-Vluyn, 1974 y ss.
SCHÄFER, P., Geschichte der Juden in der Antike, Neukirchen-Vluyn y Stuttgart, 1983.
SCHELKE, K. H., Israel im Neuen Testament, Darmstadt, 19185.
STEMBERGER, G., Das klassische Judentum, Munich, 1979.

Cap. 7: La relación con la cultura helenística:

BETZ, H. D., Hellenismus und Urchristentum. Ges. Aufs. I, Tubinga, 1990.


BORNKAMM, G., Studien zu Antike und Urchristentum, Munich, 1963, 2ª Ed.
BRUCE, F. F., Ausserbiblische Zeugnisse über Jesus und das frühe Christentum, Giessen,
1991.
CONZELMANN, H., Heiden – Juden – Christen. Auseinandersetzungen in der Literatur
der Hellenistisch-römischen Zeit, Tubinga, 1991.
DÖLGER, F., Antike und Christentum, 6 vols. y vol. complementario, Münster, 1929-50.
GRUNDMANN, W. y LEIPOLD, J., El mundo del Nuevo Testamento, 3 vols., Madrid,
Cristiandad, 1973.
HENGEL, M., Judentum und Hellenismus, Tubinga, 1988, 3ª Ed.
KRAUSE, W., Die Stellung der frühchristlichen Autoren zur heidnischen Literatur, Viena,
1958.
MARTIN, J. y QUINT, B., Christentum und antike Gesellschaft, Darmstadt, 1990.
SCHNEIDER, C., Geistesgeschichte des antiken Christentums, 2 vols., Munich, 1954.
STOCKMEIER, P., Glaube und Kultur. Studien zur Begegnung von Christentum und
Antike, Düsseldorf, 1983.
WENDLAND, P., Die hellenistisch-römische Kultur in ihren Beziehungen zum Judentum
und Christentum, Tubinga, 1912, 2ª Ed.

Cap. 8: La relación con el imperio romano

BROWN, P., Welten im Aufbruch. Die Zeit der Spätantike, Bergisch-Gladbach, 1980.
CHRIST, K., Das Römische Weltreich. Aufstieg und Zerfall einer antiken Grossmacht,
Friburgo/Brisgovia, 1973.
DAHLHEIM, W., Geschichte der römischen Kaiserzeit, Munich, 1984.
GRANT, M., Der Untergang des römischen Reiches, Bergisch-Gladbach, 1977.
KLEIN, R. (Ed.), Das frühe Christentum und der römische Staat, Darmstadt, 1971.
KORNEMANN, E., Geschichte der Spätantike, Munich, 1978.
KRAFT, H. (Ed.), Konstantin der Grosse, Darmstadt, 1974.
LAMPE, P., Die stadtrömischen Christen in den ersten beiden Jahrhunderten, Tubinga,
1989.
LIPPOLDT, A., Theodosius der Grosse und seine Zeit, Munich, 1980, 2ª Ed.
SPEIGL, J., Der Römische Staat und die Christen, Amsterdam, 1970.
STAUFFER, E., Jerusalem und Rom, Berna, 1957.
STÖRER, H. D., Christenverfolgung im römischen Reich, Düsseldorf, 1982.
VOGT, J., Constantin der Grosse und sein Jahrhundert, Munich, 1960, 2ª Ed.
WALSH, M., Christen und Caesaren. Die Geschichte des frühen Christentums, Friburgo,
1988.
WILKEN, R. L., Die frühen Christen. Wie die Römer sie sahen, Colonia, 1986.
WLOZOK, A., Rom und die Christen. Zur Auseinandersetzung zwischen Christentum und
römischen Staat, 1970.

Cap. 10: ver Historia de la misión

Cap. 11: Polémicas internas. Cisma y herejía

DEMURGER, A., Die Templer. Aufstieg und Niedergang, Munich, 1991.


FICHTENAU, K., Ketzer und Professoren. Häresie und Vernunftglaube im
Hochmittelalter, Munich, 1992.
GRASS, K. K., Die russischen Sekten, 2 vols., Leipzig, 1901/11.
GRUNDMANN, H., Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Hildesheim, 1961, 2ª Ed.
GRUNDMANN, H., Ketzergeschichte des Mittelalters, Gotinga, 1963, 1978, 3ª Ed.
HERMANN, H., Ketzer in Deutschland, Colonia, 1978.
HUTTEN, K., Die Glaubenswelt des Sektierers, Stuttgart, 1957.
LEFF, G., Heresy in the Later Middle Ages, 2 vols., Manchester, 1967.
NIGG, W., Das Buch der Ketzer, Zurich, 1949; reimpresión 1986.
RUNCIMAN, St., Häresie und Christentum, Munich, 1988.
SCHULZ, H. J. (Ed)., Die Wahrheit der Ketzer, Stuttgart, 1968.

Cap. 12: El cristianismo como forma de vida:

BEYREUTHER, E., Geschichte des Pietismus, Stuttgart, 1978.


COGNET, L., Gottes Geburt in der Seele. Einführung in die deutsche Mystik, Friburgo,
1980.
DINZELBACHER, P. (Ed.), Religiöse Frauenbewegung und mystische Frömmigkeit im
Mittelalter, Böhlau, 1988.
GOEBEL, M., Geschichte des christlichen Lebens in der rheinisch-westphälischen
evangelischen Kirche, 3 vols., Coblenza, 1851.
HAAS, A. M., Gottleiden – Gottlieben. Zur volkssprachigen Mystik im Mittelalter,
Frankfurt del Main, 1989.
IMHOF, P. (Ed.), Fragen des Glaubens, Würzburg, 1985.
KANTZENBACH, F. W., Orthodoxie und Pietismus, Gütersloh, 1966.
NIGG, W., Heimliche Weisheit. Mystisches Leben in der evangelischen Christenheit,
Zurich/Stuttgart, 1959; reimpresión 1992.
NIGG, W., Grosse Heilige, Zurich, 1986.
RUH, K. (Ed.), Abendländische Mystik im Mittelalter, Stuttgart, 1986.
RUHBACH, G. y SUDBRACK, J. (Ed.), Christliche Mystik, Munich, 1989.
RUHBACH, G. y SUDBRACK, J. (Ed.), Deutsche Mystik, Gütersloh, 1980.
WENTZLAFF-EGGEBERT, F. W., Die Mystik zwischen Mittelalter und Neuzeit, Stuttgart,
1947, 2ª Ed.

Cap. 13: Problemas de la autocomprensión cristiana a partir de la ilustración

BEINERT, W., Frauenbewegung und Kirche. Darstellung – Analyse – Dokumentation,


Ratisbona, 1987.
BENZ, E., Nietzsches Ideen zur Geschichte des Christentums und der Kirche, Leiden,
1956.
BISER, E., Gottsucher oder Antichrist. Nietzsches provokative Kritik des Christentums,
Salzburgo/Munich, 1986.
BISER, E. (Ed.), Besieger Gottes und des Nichts. Nietzsches fortdauernde Provokation,
Düsseldorf, 1982.
KANTZENBACH, F. W., Protestantisches Christentum im Zeitalter der Aufklärung,
Gütersloh, 1965.
LINK, Ch., Theologische Perspektiven nach Marx und Freud, Stuttgart, 1971.
LÖWITH, K., Von Hegel zu Nietzsche. Der revolutionäre Bruch im Denken des 19.
Jahrhunderts, Stuttgart, 1953.
LÜBBE, H., Religion nach der Aufklärung, Colonia, 1990, 2ª Ed.
MOLTMANN-WENDEL, E. (Ed.), Weiblichkeit in der Theologie. Verdrängung und
Wiederkehr, Gütersloh, 1991, 2ª Ed.
PANNENBERG, W., Christentum in einer säkularisierten Welt, Friburgo, 1988.
PANNENBERG, W., El hombre como problema. Hacia una antropología teológica,
Barcelona, Herder, 1976.
PANNENBERG, W., El destino del hombre. Reflexiones teológicas sobre el ser del
hombre, la elección y la historia, Salamanca, Sígueme, 1981.
PHILIPP, W., Das Werden der Aufklärung in theologiegeschichtlicher Sicht, Gotinga, 1957.
RUDOLPH, E. (Ed.), Die Vernunft und ihr Gott. Studien zum Streit zwischen Religion und
Aufklärung, Stuttgart, 1992.
SALAQUARDA, J. (Ed.), Philosophische Theologie im Schatten des Nihilismus,
Berlín/Nueva York, 1971.
SCHWEITZER, A., Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, 2 vols., Tubinga, 1966.
SÖLLE, D., El representante. Hacia una teología después de la „muerte de Dios”, Buenos
Aires, 1972.
WEINRICH, M. (Ed.), Theologiekritik der Neuzeit. Theologische Texte aus dem 18. bis 20.
Jahrhundert, Gütersloh, 1988.
WEINZIERL, E. (Ed.), Der Modernismus. Beiträge zu seiner Erforschung,
Graz/Viena/Colonia, 1973.

Cap. 14: El dogma:

ADAM, A., Lehrbuch der Dogmengeschichte, 2 vols., Gütersloh, 1965 y ss; 1985, 5ª Ed.
BARTH, K., Die protestantische Theologie im 19. Jahrhundert, Zollikon, 1947; 1960, 3ª
Ed.; 1985, 5ª Ed.
CONGAR, Y., A History of Theology, Garden City/Nueva York, 1968.
DENZINGER, H. y HÜNERMANN, P., Enchiridion symbolorum, definitorum et
declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona, 1999.
EBELING, G., Dogmatik des Christlichen Glaubens, 3 vols., Tubinga, 1987, 3ª Ed.
FREY, Ch., Dogmatik, Gütersloh, 1987, 2ª Ed.
FRITZSCHE, H. G., Lehrbuch der Dogmatik, 4 vols., Gotinga, 1982, 2ª Ed.
GRABMANN, M., Die Geschichte der katholischen Theologie seit dem Ausgang der
Väterzeit, Friburgo/Brisgovia, 1933; reimpresión Darmstadt, 1983.
Handbuch der Dogmengeschichte, Ed. por M. Schmaus, J. Geiselmann, A. Grillmeier,
Friburgo/Brisgovia, 1951 y ss.
von HARNACK, A., Lehrbuch der Dogmengeschichte, 3 vols., Tubinga, 1909/10;
reimpresión Darmstadt, 1964 y 1990.
HIRSCH, E., Geschichte der neueren evangelischen Theologie, 5 vols., Gütersloh, 1964, 3ª
Ed.
JOEST, W. Dogmatik, 2 vols., Gotinga, 1986.
von LOEWENICH, W., Von Augustin zu Luther, Witten, 1959.
POHLE, J., Lehrbuch der Dogmatik, 3 vols., Paderborn, 1952 y ss.
RITSCHL, D., Zur Logik der Theologie, Munich, 1984.
RITSCHL, O., Dogmengeschichte des Protestantismus, 4 vols., Leipzig, 1908-27.
SCHEEBEN, M. J., Handbuch der katholischen Dogmatik, 7 vols., ed. por J. Höfer y otros,
Friburgo/Brisgovia, 1941-57.
SCHMAUS, M., Der Glaube der Kirche, 6 vols., Munich, 1979 y ss., 2ª Ed.
WERNER, M., Die Entstehung des christlichen Dogmas, problemgeschichtlich dargestellt,
Berna/Leipzig, 1941.

Cap. 16: El Hijo: Jesucristo:


BAUMOTTE, H. (Ed.), Die Frage nach dem historischen Jesus. Texte aus drei
Jahrhunderten, Gütersloh, 1984.
BERGER, K., Der verkehrte Jesus. Ansichten über Jesus in unserer Zeit, Wuppertal, 1990.
BISER, E., Der Freund. Annäherungen an Jesus, Munich, 1989.
BLANK, J., Jesus von Nazareth. Geschichte und Relevanz, Friburgo, 1972.
BOMANN, T., Einer namens Jesus. Wie ihn die Jünger erlebt haben, Friburgo, 1981.
BORNKAMM, G.¸ Jesús de Nazaret, Salamanca, Sígueme, 1975.
BRAUN, H., Jesus. Der Mann aus Nazareth und seine Zeit, Stuttgart, 1984.
BULTMANN, R., Jesus, Tubinga, 1951, 2ª Ed.; reimpresión 1988.
CULLMANN, O.¸ Christus und die Zeit, Zurich, 1946; 1962, 3ª Ed.
DIBELIUS, M. y KÜMMEL, W. G., Jesus, Berlín, 1960; 1966, 4ª Ed.
FUCHS, E., Jesus. Wort und Tat, Tubinga, 1971.
JEREMIAS, J., Jesus und seine Botschaft, Stuttgart, 1982, 2ª Ed.
LEROY, H., Jesus. Überlieferung und Deutung, Darmstadt, 1989, 2ª Ed.
SCHOTTROFF, L. y STEGEMANN, W., Jesús de Nazaret, esperanza de los pobres,
Salamanca, Sígueme, 1981.
STUHLMACHER, P., Jesus von Nazareth. Christus des Glaubens, Stuttgart, 1988.
THEISSEN, G., La sombra del Galileo. Las investigaciones históricas sobre Jesús
traducidas a un relato, Salamanca, Sígueme, 1988.
ZAHRNT, H., Jesus aus Nazareth. Ein Leben, Munich, 1991, 2ª Ed.

Cap. 17: El Espíritu Santo y los dones del Espíritu:

BENZ, E., Der Heilige Geist in Amerika, Düsseldorf, 1970.


BERKHOF, H., La doctrina del Espíritu Santo, Buenos Aires, La Aurora, 1969.
COMBLIN, J., Der Heilige Geist, Düsseldorf, 1988.
DILLISTONE, F. W., The Holy Spirit in the Life of the Church, Londres, 1946.
DILSCHNEIDER, O. A., Theologie des Geistes, Gütersloh, 1980.
DISCHERL, E., Der Heilige Geist und das menschliche Bewusstsein. Eine
theologiegeschichtlich-systematische Untersuchung, Würzburg, 1989.
KASTER, W. (Ed.), Gegenwart des Geistes, Friburgo, 1979.
KRAUS, H. J., Heiliger Geist. Gottes befreiende Gegenwart, Munich, 1986.
MOLTMANN, J., El espíritu de la vida. Una pneumatología integral, Salamanca, Sígueme,
1998.
MÜHLEN, H., Der heilige Geist als Person, Münster, 1988, 5ª Ed.
REBELL, W., Erfüllung und Erwartung. Erfahrungen mit dem Geist des Urchristentums,
Munich, 1991.
SCHÜTZ, Ch., Einführung in die Pneumatologie, Darmstadt, 1985.
SIPPEL, Th., Werdendes Quäkertum, Stuttgart, 1937.
WELKER, M., Gottes Geist. Theologie des heiligen Geistes, Neukirchen-Vluyn, 1992.

Cap. 19: La imagen cristiana del ser humano:

BISER, E., Menschsein in Anfechtung und Widerspruch. Ansatz einer christlichen


Anthropologie, Düsseldorf, 1980.
DILTHEY, W., Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII, México, Fondo de Cultura
Económica, 1944.
DOYÉ, F., Heilige und Selige der römisch-katholischen Kirche, 2 vols, Leipzig 1930/32.
GOGARTEN, F., Der Mensch zwischen Gott und Welt, Heidelberg, 1952.
GUARDINI, R., Mundo y persona. Ensayos para una teoría cristiana del hombre, Madrid,
Guadarrama, 1963.
JÜNGEL, E., Entsprechungen: Gott – Wahrheit – Mensch. Theologische Erörterungen,
Munich, 1986, 2ª Ed.
MOLTMANN, J., El hombre. Antropología cristiana en los conflictos del presente,
Salamanca, Sígueme, 1973.
MÜHLMANN, W. E., Geschichte der Anthropologie, Frankfurt del Main, 1968.
PANNENBERG, W., El hombre como problema. Hacia una antropología teológica,
Barcelona, Herder, 1976.
PANNENBERG, W., El destino del hombre. Reflexiones teológicas sobre el ser del
hombre, la elección y la historia, Salamanca, Sígueme, 1981.
PESCH, O. H., Frei sein aus Gnade. Theologische Anthropologie, Friburgo, 1983.
RAHNER, K., Kirche und Mensch. Schriften zur Theologie, Vol. 2, Einsiedeln, 1989, 8ª Ed.
TIMM, H., Geist der Liebe. Die Ursprünge der religiösen Anthropologie, Gütersloh, 1978.

Cap. 20: Organización, constitución eclesiástica y derecho canónico:

BAUER, W., Rechtgläubigkeit und Ketzerei im ältesten Christentum, Tubinga, 1934.


BENZ, E., Bischofsamt und apostolische Sukzession im deutschen Protestantismus,
Stuttgart, 1953.
BENZ, E., Die Ostkirche, Friburgo/Brisgovia/Munich, 1952.
von CAMPENHAUSEN, H., Kirchliches Amt und geistliche Vollmacht in den ersten drei
Jahrhunderten, Tubinga, 1963, 2ª Ed.
DVORNIK, F., The Photian Schism – History and Legend, Cambridge, 1948.
ERLER, A., Kirchenrecht. Ein Studienbuch, Munich, 1983, 5ª Ed.
FEINE, H. E., Kirchliche Rechtsgeschichte. Die katholische Kirche, Colonia/Graz, 1964, 4ª
Ed.
JURGIE, M., Le schisme byzantin, París, 1941.
KUEHN, O. y WEIER, J., Kirchenrecht, Stuttgart, 1986.
KÜNG, H., Die Kirche, Friburgo/Brisgovia, 1967; Munich, 1986, 3ª Ed.
LISTL, J. (Ed.), Handbuch des katholischen Kirchenrechts, Ratisbona, 1983.
MAURER, W. (Ed.), Die Kirchen und ihr Recht, Tubinga, 1976.
NIESEL, W., Das Evangelium und die Kirchen. Ein Lehrbuch der Symbolik,
Friburgo/Brisgovia, 1957, 2ª Ed.
PLÖCHL, W., Geschichte des Kirchenrechts, 2 vols., Viena, 1960/61, 2ª Ed.
PUZA, R., Katholisches Kirchenrecht, Stuttgart, 1986.
RUNCIMAN, St., The Eastern Schism, Oxford, 1955.
SCHWENDENWEIN, H., Das neue Kirchenrecht. Gesamtdarstellung, Colonia, 1983, 2ª
Ed.
SEHLING, E., Die evangelischen Kirchenordnungen des 16. Jahrhunderts, Tubinga, 1955
y ss.
SIEGMUND-SCHULTZE, F. (Ed.), Ecclesia. Eine Sammlung von Selbstdarstellungen der
christlichen Kirchen, Leipzig, 1934 y ss.
SOHM, R., Kirchenrecht, 2 vols., Leipzig, 1892/1923.
STEIN, A., Evangelisches Kirchenrecht. Ein Lernbuch, Darmstadt, 1992.
ZEEDEN, E. W., Die Entstehung der Konfessionen. Grundlagen der Konfessionsbildung
im Zeitalter der Glaubenskämpfe, Munich/Viena, 1965.

Cap. 21: Intolerancia y tolerancia:

BERNHARDT, R., Der Absolutheitsanspruch des Christentums, Gütersloh, 1993.


GUGGISBERG, H. R. (Ed.), Religiöse Toleranz. Dokumente zur Geschichte einer
Forderung, Stuttgart, 1984.
JORDAN, W. K., Development of Religious Toleration in England, 3 vols., Cambridge,
1932-40.
MANN, U., Das Christentum als absolute Religion, Darmstadt, 1970.
MAYER, H. E., Geschichte der Kreuzzüge, Stuttgart, 1965; 1986, 7ª Ed.
RENDTORFF, T. (Ed.), Glaube und Toleranz, Gütersloh, 1982.
RUNCIMAN, St., Historia de las Cruzadas, 3 vols., Madrid, Alianza Editorial, 1973.
STROMBERG, R. N., Religious Liberalism in 18th Century in England, Londres, 1957.
TROELTSCH, E., El carácter absoluto del cristianismo, Salamanca, Sígueme, 1979.

Cap. 22: Confesiones de fe:

BARTHOLOMAE, W., Einführung in das Augsburger Bekenntnis, Gotinga, 1980.


BRECHT, M. y SCHWARZ, R. (Ed.), Bekenntnis und Einheit der Kirche, Stuttgart, 1980.
CULLMANN, O. y KARRER, O., Unidad en Cristo, Salamanca, Sígueme, 1967.
DÖRRIES, H., Das Bekenntnis in der Geschichte der Kirche, Gotinga, 1947, 2ª Ed.
ELERT, W., Morphologie des Luthertums, 2 vols., Munich, 1965, 3ª Ed.
FLEISCH, P., Die moderne Gemeinschaftsbewegung in Deutschland, Leipzig, 1912.
GRANE, L., Die Confessio Augustana. Einführung in die Hauptgedanken der lutherischen
Reformation, Stuttgart, 1990, 4ª Ed.
HEILER, F., Altkirchliche Autonomie und päpstlicher Zentralismus, Munich, 1941.
HEYER, F. (Ed.), Konfessionskunde, Berlín/Nueva York, 1977.
HUTTEN, K., Seher – Grübler – Enthusiasten. Sekten und religiöse Sondergemeinschaften
der Gegenwart, Stuttgart, 1968.
KELLY, J. N., Altkirchliche Glaubensbekenntnisse. Geschichte und Theologie, Gotinga,
1973.
LITTELL, F. H., From State Church to Pluralism, Nueva York, 1962.
MILDENBERGER, F., Theologie der lutherischen Bekenntnisschriften, Stuttgart, 1983.
RATZINGER, J., Introducción al Cristianismo, Salamanca, Sígueme, 1970.
RÖSSLER, A., Positionen, Konfessionen, Denominationen. Eine kleine Kirchenkunde,
Stuttgart, 1988.
ROHLS, J., Theologie reformierter Bekenntnisschriften, Gotinga, 1987.
STEUBING, H., Bekenntnisse der Kirche. Bekenntnistexte aus 20 Jahrhunderten,
Wuppertal, 1985.
WERNER, K., Die Scholastik des späten Mittelalters, 5 vols., Viena, 1881-87.
WESTIN, G., Der Weg der freien christlichen Gemeinden durch die Jahrhunderte, Kassel,
1956.

Cap. 23: Culto y liturgia:


ADAM, A., Grundriss Liturgie, Friburgo, 1990, 4ª Ed.
ALBRECHT, Ch., Einführung in die Hymnologie, Gotinga, 1987, 3ª Ed.
ALBRECHT, Ch., Einführung in die Liturgik, Gotinga, 1989, 4ª Ed.
ALTHAUS, P., Forschungen zur evangelischen Gebetsliteratur, Gütersloh, 1927.
BAUMSTARK, A., Vom geschichtlichen Werden der Liturgie, Friburgo, 1923.
BELTING, H., Bild und Kult, Munich, 1991.
CULLMANN, O., Urchristentum und Gottesdienst, Zurich, 1962.
EVDOKIMOV, P., Das Gebet der Ostkirche, Colonia, 1986.
GEISELMANN, J. R., Die Eucharistielehre der Vorscholastik, Paderborn, 1926.
GRETHLEIN, Ch., Abriss der Liturgik, Gütersloh, 1991.
HÄUSSLING, A. (Ed.), Vom Sinn der Liturgie, Düsseldorf, 1991.
HERWEGEN, L., Das Kunstprinzip der Liturgie, Paderborn, 1920.
HENKYS, J., Das Kirchenlied in seiner Zeit, Stuttgart, 1980.
KLAUSER, TH., Kleine abendländische Liturgiegeschichte, Bonn, 1965.
KÜNSTLE, K, Ikonographie der christlichen Kunst, 2 vols., Friburgo/Brisgovia, 1926/28.
MARTIMORT, A. G., Handbuch der Liturgiewissenschaft, Friburgo/Brisgovia, 1964/65.
MÖSSINGER, R., Zur Lehre des christlichen Gebets, Gotinga, 1986.
NAGEL, W., Geschichte des christlichen Gottesdienstes, Berlín, 1970, 2ª Ed.
OHM, Th., Die Gebetsgebärden der Völker und das Christentum, Leiden, 1948.
ONASCH, K., Kunst und Liturgie der Ostkirche in Stichworten, Viena, 1982.
PETZOLDT, M. y PETRI, J., Johann Sebastian Bach, Gotinga, 1988.
PODHRADSKY, G., Lexikon der Liturgie, Innsbruck/Munich, 1967.
RICHTER, C. (Ed.), Liturgie – ein vergessenes Thema der Theologie?, Friburgo, 1987, 2ª
Ed.
RÖSSLER, M., Liedermacher, 3 vols., Stuttgart, 1990-92.
RUHBACH, G. y otros (Ed.), Meditation und Gottesdienst, Gotinga, 1989.
SCHILLER, G., Ikonographie der christlichen Kunst, Berlín, 1966 y ss.
SCHÜTZ, W., Geschichte der christlichen Predigt, Berlín/Nueva York, 1972.
VOLP, R., Liturgik. Die Kunst, Gott zu feiern, 2 vols., Gütersloh, 1992 y s.
WEGMANN, H. A., Geschichte der Liturgie im Westen und Osten, Ratisbona, 1979.

Cap. 24: La tradición eclesiástica:

BOECKLER, R., Der moderne römisch-katholische Traditionsbegriff, Gotinga, 1967.


CONGAR, Y., La tradición y las tradiciones, San Sebastián, Dinor, 1964.
de LUBAC, Henri, Exégèse médiévale, 2 vols., París, 1960/61.
ROST, H., Die Bibel im Mittelalter, Augsburgo, 1939.
SCHÜTZ, W., Geschichte der christlichen Predigt, Berlín/Nueva York, 1972.
SMALLEY, B., The Study of the Bible in the Middle Ages, Oxford, 1952, 2ª Ed.

Cap. 25: El monasticismo:

ANDRESEN, C. (Ed.), Frühes Mönchtum im Abendland, 2 vols., Stuttgart, 1975 y 1985.


BACHT, H., Antonius und Pachomius. Von der Anachorese zum Cönobitentum, Roma,
1956.
BACHT, H, Das Vermächtnis des Ursprungs. Studien zum frühen Mönchtum, 2 vols,
Würzburg, 1972 y 1983.
von BALTHASAR, H. U., Die grossen Ordensregeln, Einsiedeln, 1961, 2ª Ed.
BENZ, E., Patriarchen und Einsiedler, Düsseldorf, 1958 (se refiere al Athos).
DÉCARREAUX, J., Die Mönche und die abendländische Zivilisation, Wiesbaden, 1964.
FELDHOLM, S.¸ Blühende Wüste. Aus dem Leben palästinensischer und ägyptischer
Mönche des 5. Und 6. Jahrhunderts, Düsseldorf, 1961.
FRANK, K. S. (Ed.), Askese und Mönchtum in der Alten Kirche, Darmstadt, 1975.
FRANK, K. S., Grundzüge der Geschichte des christlichen Mönchtums, Darmstadt, 1988.
HEUSSI, K., Der Ursprung des Mönchtums, Aalen; reimpresión 1981.
HOLZE, H., Erfahrung und Theologie im frühen Mönchtum, Gotinga, 1991.
LOHSE, B., Askese und Mönchtum in der Antike und in der alten Kirche, Munich, 1969.
NIGG, W., Vom Geheimnis der Mönche, Zurich/Stuttgart, 1953; reimpresión 1990.
PRINZ, F. (Ed.), Mönchtum und Gesellschaft im Frühmittelalter, Darmstadt, 1976.
RANKE-HEINEMANN, U., Das frühe Mönchtum. Seine Motive nach den
Selbstzeugnissen, Essen, 1964.

Cap. 26: Arte e iconografía cristianos:

ANDRESEN, C., Einführung in die Christliche Archäologie, Gotinga, 1971.


APPHUHN, H., Einführung in die Ikonographie der mittelalterlichen Kunst in
Deutschland, Darmstadt, 1991, 4ª Ed.
ASSUNTO, R., Die Theorie des Schönen im Mittelalter, Colonia, 1963.
BECKER, U. (Ed.), Lexikon der Symbole, Friburgo, 1992.
BEISSEL, St., Die Verehrung der heiligen und ihrer Reliquien in Deutschland seit dem
Mittelalter, Darmstadt, 1976.
BELTING, H., Bild und Kult, Munich, 1991.
BINDING, G. y UNTERMANN, M., Kleine Kunstgeschichte der mittelalterlichen
Ordensbaukunst in Deutschland, Darmstadt, 1985.
BRAUNFELS, W., Abendländische Klosterbaukunst, Colonia, 1976.
CHAPEAUROUGE, D. de, Einführung in die Geschichte der christlichen Symbole,
Darmstadt, 1991, 3ª Ed.
DEICHMANN, F. W., Einführung in die Christliche Archäologie, Darmstadt, 1983.
FALCO, G., Geist des Mittelalters, Frankfurt, 1958.
FELLERER, K. G., Geschichte der katholischen Kirchenmusik, Düsseldorf, 1949, 2ª Ed.
KAHLE, B., Deutsche Kirchbaukunst des 20. Jahrhunderts, Darmstadt, 1990.
KIRSCHBAUM, E., Lexikon der christlichen Ikonographie, Friburgo/Brisgovia, 1968 y ss.
LURKER, M. (Ed.), Wörterbuch der Symbolik, Stuttgart, 1988, 4ª Ed.
v. d. MEER, F. y MOHRMANN, Chr., Bildatlas der frühchristlichen Welt, Gütersloh, 1959.
PANOFSKY, E., Gotische Architektur und Scholastik, reimpresión Colonia, 1989.
REINLE, A., Die Ausstattung deutscher Kirchen im Mittelalter. Eine Einführung,
Darmstadt, 1988.
RUPPRECHT, B., Romanische Skulptur in Frankreich, Munich, 1984, 2ª Ed.
SPITZING, G, Athos. Der heilige Berg des östlichen Christentums, Colonia, 1990.
STRÖTER-BENDER, J., Die Muttergottes. Das Marienbild in der christlichen Kunst –
Symbolik und Spiritualität, Colonia, 1992.
STÜZER, H. A., Frühchristliche Kunst in Rom. Ursprünge christlich-europäischer Kunst,
Colonia, 1991.
Cap. 28: Esperanza escatológica cristiana:

BENZ, E., Ecclesia Spiritualis, Stuttgart, 1934; 1968, 2ª Ed.


CULLMANN, O., Unsterblichkeit der Seele oder Auferstehung der Toten?, Stuttgart, 1986.
GERHARDS, A., Die grössere Hoffnung der Christen. Eschatologische Vorstellungen im
Wandel, Friburgo, 1990.
KEHL, M., Eschatologie, Würzburg, 1988, 2ª Ed.
LIBÂNIO, J. B. y BINGEMER, M. C. L., Escatología cristiana. El nuevo cielo y la nueva
tierra, Buenos Aires, Paulinas, 1985.
MOLTMANN, J., Teología de la esperanza, Salamanca, Sígueme, 1969.
MOLTMANN, J., La iglesia, fuerza del espíritu. Hacia una eclesiología mesiánica,
Salamanca, Sígueme, 1978.
NOCKE, F.-J., Eschatologie, Düsseldorf, 1991, 4ª Ed.
OTTO, R., Reich Gottes und Menschensohn, Munich, 1954, 3ª Ed.
PANNENBERG, W., Teología y reino de Dios, Salamanca, Sígueme, 1974.
POKORNY, P., Die Zukunft des Glaubens. Über Eschatologie, Stuttgart, 1992.
RITTNER, R. (Ed.), Eschatologie und Jüngstes Gericht, Hannover, 1991.
SCHWARZ, H., Jenseits von Utopie und Resignation. Einführung in die christliche
Eschatologie, Wuppertal, 1990.
VOLZ, P., Die Eschatologie der jüdischen Gemeinde, Tubinga, 1934, 2ª Ed.
VORGRIMMLER, H., Hoffnung auf Vollendung. Aufriss der Eschatologie, Friburgo, 1980.
WALTHER, C., Eschatologie als Theorie der Freiheit. Einführung in neuzeitliche
Gestalten eschatologischen Denkens, Munich, 1991.

Cap. 29: Cristianismo y política:

ABROMEIT, H.-J. (Ed.), Die Kirchen und die Politik, Opladen, 1989.
BESIER, G. y otros (Ed.), Kirche nach der Kapitulation, 3 vols., Stuttgart, 1989 y ss.
BESIER, G. y RINGHAUSEN, G. (Ed.), Bekenntnis, Widerstand, Martyrium von Barmen
1934 bis Plötzensee 1944, Gotinga, 1986.
BESIER, G., Preussische Kirchenpolitik in der Bismarckära, Berlín/Nueva York, 1980.
CULLMANN, O., Jesús y los revolucionarios de su tiempo. Culto, Sociedad, Política,
Madrid, 1973.
DEMPF, A., Sacrum Imperium. Geschichts- und Staatsphilosophie des Mittelalters und der
politischen Renaissance, Darmstadt, 1962, 3ª Ed.
DENZLER, G. (Ed.), Kirche und Staat auf Distanz, Munich, 1977.
DENZLER, G. y FRABRICIUS, V., Die Kirchen im Dritten Reich, 2 vols., Frankfurt del
Main, 1984.
DENZLER, G., Widerstand oder Anpassung. Katholische Kirche und Drittes Reich,
Munich, 1984.
DIEHM, O., Bibliographie zur Geschichte des Kirchenkampfes 1933-1945, Gotinga, 1958.
DÖRRIES, H., Konstantin der Grosse, Stuttgart, 1958.
GRESCHAT, M. y KAUSER, J.-C., Christentum und Demokratie im 20. Jahrhundert,
Stuttgart, 1992.
ERDMANN, C., Forschungen zur politischen Ideenwelt des Frühmittelalters, Ed. por F.
Baethgen, Berlín, 1951.
HAUSCHILD, W. D., Kirche, Staat, Politik, Gütersloh, 1988.
Heidelberger Untersuchungen zu Widerstand, Judenverfolgung und Kirchenkampf im
Dritten Reich. Laufende Reihe, Munich, 1989 y ss.
HERBERT, K., Der Kirchenkampf – Historie oder bleibendes Erbe?, Frankfurt del Main,
1985.
JÜNGEL, E. y otros, Evangelische Christen in unserer Demokratie, Gütersloh, 1986.
KINKEL, W., Kirche und Nationalsozialismus, Düsseldorf, 1960.
KRETSCHMAR, G. y SCHOLDER, K., Arbeiten zur Geschichte des Kirchenkampfes, 30
vols. y serie complementaria, Gotinga, 1958 y ss.
LEWY, G., Die katholische Kirche und das Dritte Reich, Munich, 1964.
MAIER, H., Revolution und Kirche. Studien zur Frühgeschichte der christlichen
Demokratie 1789-1850, Friburgo/Brisgovia, 1965, 2ª Ed.; Edición de bolsillo: Munich,
1985.
MEIER, K., Der evangelische Kirchenkampf, 3 vols., Gotinga, 1984, 2ª Ed.
MÜLLER, H., Katholische Kirche und Nationalsozialismus, Munich, 1963.
NIEBUHR, R., The Structure of Nations and Empires, Nueva York, 1960.
NIEMOELLER, W., Wort und Tat. Beiträge zur neuesten Kirchengeschichte, Munich,
1969.
NIEMOELLER, W., Der Pfarrernotbund. Geschichte einer kämpfenden Bruderschaft,
Hamburgo, 1973.
PROLINGHEUER, H., Kleine politische Kirchengeschichte, Pahl-Rugenstein, 1984.
RAAB, H., Kirche UND Staat. Von der Mitte des 15. Jahrhunderts bis zur Gegenwart,
Munich, 1966.
RÖHM, E. (Ed.), Evangelische Kirche zwischen Kreuz und Hakenkreuz, Stuttgart, 1990, 4ª
Ed.
RÖHM, E. y THIERFELDER, J., Juden – Christen – Deutsche, 2 vols., Stuttgart, 1992.
SCHÄFER, G., Von Wort zur Antwort. Dialog zwischen Kirche und Welt in 5
Jahrhunderten, Stuttgart, 1991.
SCHERFFIG, W., Junge Theologen im Dritten Reich. Dokumente, Briefe, Erfahrungen, 2
vols., Neukirchen-Vluyn, 1989 y s.
SCHMIDT, K. D., Dokumente des Kirchenkampfes, Gotinga, 1964.
SCHOLDER, K., Die Kirchen und das Dritte Reich, 2 vols., Munich, 1985.
SHELDON, G. W. (Ed.), Religion and Politics. Maujor Thinkers on the Relation of Church
and State, Nueva York y otros, 1990.
SOMMER, W., Gottesfurcht und Fürstenherrschaft, Gotinga, 1988.
STAUFFER, E., Christus und die Cäsaren, Hamburgo, 1952, 3ª Ed.
STEGEMANN, W. (Ed.), Kirche und Nationalsozialismus, Stuttgart, 1990.
VAUSSARD, M., Histoire de la démocratie chrétienne, París, 1956.
ZIEGLER, A. W., Religion, Kirche und Staat in Geschichte und Gegenwart, Munich, 1969.
ZIEGLER, A. W., Das Verhältnis von Kirche und Staat in Amerika, Munich, 1974.
ZIEGLER, A. W., Das Verhältnis von Kirche und Staat in Europa, Munich, 1972.
ZIPFEL, F., Der Kirchenkampf in Deutschland 1933-1945, Berlín/Nueva York, 1965.

Cap. 30: Cristianismo y sociedad:

ANTONCICH, R. y otros, Die Soziallehre der Kirche, Düsseldorf, 1988.


BRAKELMANN, G., Die soziale Frage des 19. Jahrhunderts, Witten, 1962.
CHENU, M.-D., Kirchliche Soziallehre im Wandel. Das Ringen der Kirche um das
Verständnis der gesellschaftlichen Wirklichkeit, Brick, 1991.
FUNDER, F., Aufbruch zur christlichen Sozialreform, Viena/Munich, 1953.
FURGER, F., Christliche Sozialethik, Stuttgart, 1991.
GRIEWANK, K., Der neuzeitliche Revolutionsbegriff. Entstehung und Entwicklung,
Frankfurt del Main, 1969, 2ª Ed.
HARMS, E., Gesellschaft gestalten. Beiträge zur evangelischen Sozialethik, Tubinga, 1991.
JOSTOCK, P., Die katholisch-soziale Bewegung der letzten hundert Jahre in Deutschland,
Colonia, 1958.
KNOLL, A. M., Der soziale Gedanke im modernen Katholizismus. Von der Romantik bis
Rerum novarum, Viena/Leipzig, 1932.
KOSLOWKI, P. (Ed.), Die religiöse Dimension der Gesellschaft. Religion und ihre
Theorien, Tubinga, 1985.
KUPISCH, K., Kirche und soziale Frage im 19. Jahrhundert, Zurich, 1963.
KUPISCH, K., Vom Pietismus zum Kommunismus, Berlín, 1953.
LACHMANN, V. y HAUPT, R. (Ed.), Wirtschaftsethik in einer pluralistischen Welt, Moers,
1991.
MAIER, H., Revolution und Kirche. Studien zur Frühgeschichte der christlichen
Demokratie 1789-1901, Friburgo/Brisgovia, 1965, 2ª Ed.; Edición de bolsillo: Munich,
1975.
MAYER, A., Der zensierte Jesus. Soziologie des Neuen Testaments, Olten, 1983, 3ª Ed.
MEEKS, W. A., Zur Soziologie des Urchristentums, Munich, 1979.
RICH, A., Wirtschaftsethik, Zurich, 1991, 4ª Ed.
SCHASCHING, J., Die soziale Botschaft der Kirche von Leo XIII. Bis Johannes XXIII,
Viena, 1963, 2ª Ed.
SCHILLING, O., Christliche Gesellschaftslehre, Friburgo/Brisgovia, 1926.
SCHÖFFLER, H., Abendland und Altes Testament, Frankfurt del Main, 1941, 2ª Ed.
SCHÖFFLER, H., Deutsches Geistesleben zwischen Reformation und Aufklärung, 1956, 2ª
Ed.
STEGEMANN, E. y STEGEMANN, W., Urchristliche Sozialgeschichte, Stuttgart, 1997.
THEISSEN, G., Sociología del movimiento de Jesús. El nacimiento del cristianismo
primitivo, Santander, Sal Terrae, 1979.
THEISSEN, G., Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Salamanca, Sígueme,
1985.
TILLICH, P., El coraje de existir, Barcelona, Laia, 1973.
TILLICH, P., Der Protestantismus als Kritik und Gestaltung, Stuttgart, 1966.
TROELSCHT, E., Gesammelte Schriften, Vol. 1-4, Tubinga, 1912-25. Vol. 1: Die
Soziallehren der christlichen Kirchen und Gruppen, 1912; Vol. 2: Zur religiösen Lage.
Religionsphilosophie und Ethik, 1913; Vol. 3: Der Historismus und seine Probleme,
1922; Vol. 4: Aufsätze zur Geistesgeschichte und Religionssoziologie, 1925.
TROELSCHT, E., El protestantismo y el mundo moderno, México, 1951.
VIERZIG, S., Religion in der Gesellschaft, Stuttgart, 1979.
WEBER, H., Theologie – Gesellschaft – Wirtschaft. Die Sozial- und Wirtschaftskritik in der
evangelischen Theologie der Gegenwart, Gotinga, 1970.
WEILER, R., Einführung in die katholische Soziallehre. Ein systematischer Abriss,
Colonia, 1991.
WENDLAND, H.-D. (Ed.), Sozialethik im Umbruch der Gesellschaft, Gotinga, 1969.
WENDLAND, H.-D., Einführung in die Sozialethik, Berlín, 1971, 2ª Ed.

Cap. 31: Relaciones con la ciencia. Educación cristiana:

BRESCH, C. (Ed.), Kann man Gott aus der Natur erkennen?, Friburgo, 1990.
DENIFLE, H., Die Entstehung der Universitäten des Mittelalters bis 1400, Berlín, 1885.
DOLCH, H., Grenzgänge zwischen Naturwissenschaft und Theologie, Paderborn, 1986.
ENGEL-JANOSI y otros (Ed.), Formen europäischer Aufklärung. Untersuchungen zur
Situation von Christentum, Bildung und Wissenschaft im 18. Jahrhundert, Munich, 1976.
FLECKENSTEIN, J., Die Bildungsreform Karls des Grossen, Friburgo/Brisgovia, 1953.
GILSON, E., La philosophie du moyen âge des origines patristiques à la fin du XIV siècle,
París, 1947, 2ª Ed.
GRABMANN, M., Die Geschichte der scholastischen Methode, 2 vols.,
Friburgo/Brisgovia, 1909/11; reimpresión 1961.
GRUNDMANN, H., Vom Ursprung der Universität im Mittelalter, Darmstadt, 1960.
HEIMSOETH, H. H., Die sechs grossen Themen der abendländischen Metaphysik und der
Ausgang des Mittelalters, Berlín, 1954, 3ª Ed.
HÜBNER, J. (Ed.), Der Dialog zwischen Theologie und Naturwissenschaft, Munich, 1987.
HUNKE, S., Glauben und Wissen. Die Einheit europäischer Religion und
Naturwissenschaft, Hildesheim, reimpresión 1987.
JAEGER, W., Das frühe Christentum und die griechische Bildung, Berlín, 1963.
LØGSTRUP, K. E., Die ethische Forderung, Gotinga, 1968.
MEYER, H., Geschichte der abendländischen Weltanschauung, Paderborn/Würzburg,
1952, 2ª Ed.
MÜLLER, K., PASOLINI, P. y BRAUN, D., Schöpfungsglauben heute, Neukirchen-Vluyn,
1985.
NIPKOW, K. E., Grundfragen der Religionspädagogik, 3 vols., Gütersloh, 1990 y ss., 3ª y
4ª Ed.
NIPKOW, K. E. y SCHWEIZER, F. (Ed.), Religionspädagogik. Texte zur evangelischen
Erziehungs- und Bildungsverantwortung seit der Reformation, Munich, 1991.
PANNENBERG, W., Teoría de la ciencia y teología, Madrid, Libros Europa, 1981.
PÖLTNER, G. (Ed.), Naturwissenschaft und Glaube, Viena, 1984.
SCHMIDT, H., Leitfaden Religionspädagogik, Stuttgart, 1991.
THEISSEN, G., Biblischer Glaube in evolutionärer Sicht, Munich, 1984.
VANDRÉ, R., Schule, Lehrer und Unterricht im 19. Jahrhundert. Zur Geschichte des
Religionsunterrichts, Gotinga, 1973.

Cap. 32: Diaconía y cura de almas:

DAIBER, K.-F., Diakonie und kirchliche Identität, Hannover, 1988.


DIETRICH, M., Handbuch Psychologie und Seelsorge, Wuppertal, 1992, 2ª Ed.
GERHARDT, M., Ein Jahrhundert Innere Mission, 2 vols., Gütersloh, 1948.
GROSSE, C., Die alten Tröster. Ein Wegweiser in die Erbauungsliteratur der evangelisch-
lutherischen Kirche des 16. Bis 18. Jahrhunderts, Hermannsburg, 1900.
JÄGER, A., Kirche als Diakonie. Ein Kompendium, Zurich, 1991.
MAHRHOLZ, W., Der deutsche Pietismus, Berlín, 1921.
MOLTMANN, J., Diaconía en el horizonte del Reino de Dios. Hacia un diaconado de
todos los creyentes, Santander, Sal Terrae, 1987.
RÖCKLE, G. (Ed.), Diakonische Kirche. Sendung – Dienst – Leitung, Neukirchen-Vluyn,
1990.
SCHÄFER, G. K. y STROHM, Th., Diakonie – biblische Grundlagen und Orientierungen,
Heidelberg, 1990.
SCHARFENBERG, J, Seelsorge als Gespräch. Zur Theorie und Praxis seelsorgerlicher
Gesprächsführung, Gotinga, 1991, 5ª Ed.
TURRE, R., Diakonik. Grundlegung und Gestaltung der Diakonie, Neukirchen-Vluyn,
1991.
UHLHORN, G., Die christliche Liebestätigkeit, Vol. 1, Stuttgart, 1895, 2ª Ed.; reimpresión
(sin notas de pie) Darmstadt, 1959.
VINAY, Th., Die politische Diakonie der Kirche, Tubinga, 1987.
WINTZER, F. (Ed.), Seelsorge. Texte zum gewandelten Verständnis und zur Praxis der
Seelsorge in der Neuzeit, Munich, 1988, 2ª Ed.

Cap. 33: Cristianismo y cultura:

AUBIN, H., Vom Altertum zum Mittelalter. Absterben, Fortleben und Erneuerung, Munich,
1946.
BRÉHIER, E., La philosophie du moyen âge, París, 1937.
BRUNNER, E., Christentum und Kultur, Zurich, 1979.
BÜHLER, J., Die Kultur des Mittelalters, Stuttgart, 1941, 3ª Ed.; reimpresión 1949.
BÜRGEL, R., VOLP, R. y MÜLLER, H. A. (Ed.), Kirche im Abseits? Zum Verhältnis von
Religion und Kultur, Stuttgart, 1991.
DAWSON, Ch., Religion and Rise of Western Culture, Londres, 1950.
DOMMERSHAUSEN, W., Die Umwelt Jesu. Politik und Kultur in neutestamentlicher Zeit,
Friburgo, 1987.
FRANZ, G., Kulturkampf. Staat und katholische Kirche in Mitteleuropa von der
Säkularisation bis zum Abschluss des preussischen Kulturkampfes, Munich, 1954.
GREEN, V. H. H., Renaissance and Reformation, 1952.
HUBER, W., Kirche und Öffentlichkeit, Munich, 1991.
HUIZINGA, J., El otoño de la Edad Media, Madrid, Alianza, 1981, 3ª Ed.
HUIZINGA, J., Hombres e ideas. Ensayos de historia de la cultura, Buenos Aires, 1960.
MÜLLER, H. M., Kulturprotestantismus. Beiträge zu einer Gestalt des modernen
Christentums, Gütersloh, 1992.
NIEBUHR, H. R., Cristo y la cultura, Barcelona, Península, 1968.
RICH, A., Christliche Existenz in der industriellen Welt, Zurich, 1964, 2ª Ed.
SCHNABEL, F., Deutsche Geschichte im 19. Jahrhundert, Vol. 4: Die religiösen Kräfte,
Friburgo/Brisgovia, 1937.
SCHNÜRER, G., Katholische Kirche und Kultur im 18. Jahrhundert, Paderborn, 1941.
SCHNÜRER, G., Katholische Kirche und Kultur in der Barockzeit, Paderborn, 1937.
SCHNÜRER, G., Katholische Kirche und Kultur im Mittelalter, 3 vols., Paderborn, 1924-
29; vol. 1 1936, 3ª Ed.
STADELMANN, R., Vom Geist des ausgehenden Mittelalters, Halle, 1929.
STEPHAN, H., Der Pietismus als Träger des Fortschritts in Kirche, Theologie und
allgemeiner Geistesbildung, Tubinga, 1908.
TILLICH, P., La era protestante, Buenos Aires, Paidós, 1965.

Cap. 34: Cristianismo y naturaleza:

ALTNER, G. (Ed.), Ökologische Theologie. Perspektiven zur Orientierung, Santiago, 1988.


AUER, A., Umweltethik. Ein theologischer Beitrag zur ökologischen Situation, Düsseldorf,
1989, 3ª Ed.
BAYER, O., Schöpfung als Anrede. Zu einer Hermeneutik der Schöpfung, Tubinga, 1990,
2ª Ed.
BENZ, E., Schöpfungsglaube und Endzeiterwartung, Munich, 1965.
BENZ, E., Theologie der Elektrizität. Abhandlungen der Akademie der Wissenschaften und
der Literatur Mainz, geistes- und sozialwissenschaftliche Klasse 1970, 12., Wiesbaden,
1971.
DIJKSTERHUIS, E. J., Die Mechanisierung des Weltbildes, Heidelber, 1956.
DUHEM, P., Le Système du monde, 5 vols., París, 1913-17.
HEIM, K., Der christliche Glaube und die Naturwissenschaft, Berlín, 1954, 3ª Ed.
HEMMINGEN, H., Jenseits der Weltbilder. Naturwissenschaft – Evolution – Schöpfung,
Stuttgart, 1991.
HOLLÄNDER, N., Natur und Übernatur. Christentum und moderne Geisteshaltung,
editado por J. Stadelmann, 1954.
HUSSERL, E., Die Krisen der europäischen Wissenschaften, Den Haag, 1954.
ILLIES, I., Gottes Welt in unserer Hand. Der Aufbruch des ökologischen Gewissens,
Friburgo, 1985.
IRRGANG, B., Christliche Umweltethik. Eine Einführung, Stuttgart, 1992.
JONAS, H., Materie, Geist und Schöpfung, Frankfurt del Main, 1988.
KNUTH, H. C. y LOHFF, W. (Ed.), Schöpfungsglaube und Umweltverantwortung,
Hannover, 1987, 3ª Ed.
KOCH, T., Das göttliche Gesetz der Natur. Zur Geschichte des neuzeitlichen
Naturverständnisses und zu einer gegenwärtigen theologischen Lehre von der
Schöpfung, Zurich, 1991.
MARTI, K., Schöpfungsglauben. Die Ökologie Gottes, Stuttgart, 1985.
MAY, E., Kleiner Grundriss der Naturphilosophie, Meisenheim, 1949.
MICHL, C. G., Theologie der Schöpfung, Ahlerstedt, 1983.
MOLTMANN, J., Dios en la creación. Doctrina ecológica de la creación, Salamanca,
Sígueme, 1987.
PHILIPP, W., Das Werden der Aufklärung in theologiegeschichtlicher Sicht, Gotinga, 1957.
SCHEFFCZYK, L., Einführung in die Schöpfungslehre, Darmstadt, 1987, 3ª Ed.
SCHERER, G., Welt – Natur oder Schöpfung?, Darmstadt, 1990.
SCHRÖDINGER, E., Die Natur und die Griechen, Hamburgo, 1956.
STAHL, L., Kopernikus und das neue Weltsystem (sin datos).
WEIZSÄCKER, C. F. von, Zum Weltbild der Physik, Stuttgart, 1958.
WEIZSÄCKER, C. F. von, Die Tragweite der Wissenschaft. Vol. 1: Schöpfung und
Weltentstehung, Stuttgart, 1966.
WEIZSÁCKER, C. F. von, Die Zeit drängt. Eine Weltversammlung für Gerechtigkeit,
Friede und Bewahrung, Munich, 1987.
ZINK, J., Kostbare Erde. Biblische Reden über unseren Umgang mit der Schöpfung,
Stuttgart, 1881.
Cap. 35: Matrimonio, familia y sexualidad:

BAILEY, D. S., Mann und Frau im christlichen Denken, Stuttgart, 1963.


BALTENSWEILER, H., Die Ehe im Neuen Testament, Zurich, 1966.
BAUMANN, U., Die Ehe – ein Sakrament?, Zurich, 1988.
BAUMERT, N., Ehelosigkeit und Ehe im Herrn. Eine Neuinterpretation von 1. Kor. 7,
Würzburg, 1986, 2ª Ed.
BAYER, O. (Ed.), Ehe, Zeit zur Antwort, Neukirchen-Vluyn, 1988.
BOVET, Th., El matrimonio, el gran misterio. Manual para esposos y sus consejeros,
Buenos Aires, El Ateneo, 1959.
BURGESS, E. W. y LOCKE, H. J., The Family. From Institution to Companionship, Nueva
York, 1953, 2ª Ed.
BUSCHE, B., Sexualethik kontrovers. Analyse evangelischen Schrifttums zu Sexualität,
Partnerschaft und Ehe, Essen, 1989.
DENZLER, G., Die verbotene Lust. 2000 Jahre christliche Sexualmoral, Munich, 1988.
FLITTNER, W., Europäische Gesittung. Ursprung und Aufbau abendländischer
Lebensformen, Zurich/Stuttgart, 1961.
FOREL, A., Die sexuelle Frage, Munich, 1942, 17ª Ed.
GEIS, R., Katholische Sexualethik, Paderborn, 1929, 2ª Ed.
HAAG, H. y ELLINGER, L., Stört nicht die Liebe. Die Diskriminierung der Sexualität –
ein Verrat an der Bibel, Olten, 1989, 3ª Ed.
LEITERS, E., Puritanisches Gewissen und moderne Sexualität, Frankfurt del Main, 1988.
NIEBERGALL, A., Ehe und Eheschliessung in der Bibel und in der Geschichte der alten
Kirche. Aus dem Nachlass herausgegeben von A. M. Ritter, marburgo, 1985.
PIPER, O. A., Die Geschlechter. Ihr Sinn und Geheimnis in biblischer Sicht, Hamburgo,
1954.
RADE, M., Die Stellung des Christentums zum Geschlechtsleben, Tubinga, 1910.
ROTTER, H., Sexualität und christliche Moral, Innsbruck, 1991.
SCHELSKY, H., Wandlungen der deutschen Familie in der Gegenwart, Stuttgart, 1955, 3ª
Ed.
SORG, Th., Ehe und Familie, Stuttgart, 1982, 2ª Ed.
STRUNK, J., Liebe, Ehe, Sexualität, Gütersloh, 1970.
TANNER, F., Die Ehe im Pietismus, Zurich, 1952.
TRILLHAAS, W., Sexualethik, Gotinga, 1969.
ZIMMERMANN, C. C., Family and Civilisation, Nueva York, 1947.

Cap. 38: El cristianismo y las religiones no cristianas:

ANTES, P. y otros (Ed.), Die Religionen der Menschheit (30 vols. previstos), Stuttgart,
1962 y ss.
BENZ, E. y NAMBARA, M., Das Christentum und die nichtchristlichen Hochreligionen.
Eine internationale Bibliographie, Leiden/Colonia, 1960.
BERNHARDT, R. (Ed.), Das Horizontüberschreitungen. Die pluralistische Theologie der
Religionen, Gütersloh, 1991.
BULTMANN, R., Das Urchristentum im Rahmen der antiken Religionen, Zurich, 1964, 2ª
Ed.; reimpresión Darmstadt, 1985.
BUSSE, H., Die theologischen Beziehungen des Islams zu Judentum und Christentum,
Darmstadt, 1991.
EBERHARDT, K. (Ed.), Was glauben die anderen? 27 Selbstdarstellungen, Gütersloh,
1992, 4ª Ed.
GREIVE, W. y NIEMANN, R. (Ed.), Nur glauben? Religionsvielfalt und neue religiöse
Strömungen als Herausforderung an das Christentum, Gütersloh, 1990.
KAKUSCHKE, R. y TWORUSCHKA, U. (Ed.), Religionen, 4 vols., Gotinga, 1982 y ss.
KRAEMER, H., Die christliche Botschaft in einer nichtchristlichen Welt, Zurich, 1940.
KRAEMER, H., Why Christianity of all Religions?, Londres, 1962.
KÜNG, H., van ESS, J. y STIETENCRON, H. (Ed.), Christentum und Weltreligionen, 3
vols., Gütersloh, 1991, 2ª y 3ª Ed.
LOTH, H.-J., MILDENBERGER, M. y TWORUSCHKA, U. (Ed.), Christentum im
Spiegel der Weltreligionen, Stuttgart, 1986, 2ª Ed.
ROSENKRANZ, G., Der christliche Glaube angesichts der Weltreligionen, Berna/Munich,
1967.
SCHWEITZER, A., El cristianismo y las religiones mundiales, Buenos Aires, Siglo Veinte,
1978.
STIETENCRON, H. v., Theologen und Theologien in verschiedenen Kulturkreisen,
Düsseldorf, 1986.
TILLICH, P., Das Christentum und die Begegnung der Weltreligionen, Stuttgart, 1964.
ZINSER, H. (Ed.), Religionswissenschaft. Eine Einführung, Berlín, 1988.
CONTRATAPAS

1.

DESCRIPCIÓN DEL CRISTIANISMO

Ernst Benz

2.

La eficacia histórica del cristianismo consiste en haber engendrado constantemente nuevas


formas de cultura cristiana con ideas capaces de crear modelos de estado y de sociedad.
Muchas formas de nuestra cultura actual, que en apariencia son totalmente seculares, tienen
una raíz cristiana; como por ejemplo los conceptos de los derechos humanos, el derecho
internacional y la unidad de la humanidad; la conciencia histórica moderna, nuestro
pensamiento científico, la conciencia de la responsabilidad social, la técnica moderna.
Sin embargo, en la literatura el cristianismo suele aparecer tan sólo en sus aspectos
parciales – dentro de las categorías de misión y herejía, moral e intolerancia, política y
diaconía, cisma y sectarismo. No había, hasta el presente, ninguna presentación global del
cristianismo como fenómeno histórico cultural.
En la Descripción del Cristianismo, Ernst Benz logra aprehender en toda su amplitud y
desarrollo este fenómeno omnipresente y casi imposible de delimitar. A la vez renuncia al
empleo de un lenguaje teológico técnico.

3.

El autor:
Ernst Benz, nacido en 1907, fue desde 1935 hasta su muerte, en 1978, profesor titular de
Historia de la Iglesia y de las Doctrinas en la Universidad de Marburgo. Es considerado uno
de los mayores y más completos teólogos de este siglo.

4.
Ernst Benz

DESCRIPCIÓN DEL CRISTIANISMO

La eficacia histórica del cristianismo consiste en haber engendrado constantemente nuevas


formas de cultura cristiana con ideas capaces de crear modelos de estado y de sociedad.

Vous aimerez peut-être aussi