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el extranjero
II. EL MAR
EL JARDÍN DE LAS
HESPÉRIDES. El capitán anuncia que estamos a treinta minutos del
puerto de Larache*. Corre una brisa suave, amable. El Heracles
atraviesa las olas atlánticas sin esfuerzo. Es una nave pesquera de
casco de madera, indestructible, construida según la tradición en
estas costas. Ocasionalmente realiza viajes entre Tánger y los puertos
del noreste de África.
Además de la tripulación, tres mujeres griegas nos acompañan
durante la travesía. Visten soleros frescos y llevan pañuelos en la
cabeza para proteger sus cabellos de los embates del viento. Se diría
que tienen entre treinta y cuarenta años. Hablan, juegan, cantan. La
más joven, Egle, se acerca a pedirme un cigarrillo. Lleva puestos
anteojos negros y cuando calla los baja ligeramente para mirarme.
Sus ojos marrones, la tormenta que viene de lejos, el mar, todo parece
celebrar el tiempo de los antiguos dioses. Me cuenta que son
doctoradas en agronomía y vienen invitadas por las Naciones Unidas
como parte de un programa agrícola destinado a las poblaciones
marineras. Su ciencia cree ver la muerte de los mares en este
decenio y ellas traen otro pan para sus hombres: huertas
comunitarias a la vera del río Lucus.
Miro la costa y otra vez el cielo. El agua golpea sobre las botavaras y
la espuma salpica con su alma de sal verde. La ruta del mar se abre
bajo el navío que conoce el camino. Nubes negras encapotaron el
cielo. Las muchachas agradecen la lluvia sobre sus cuerpos, aplauden,
gritan, cantan. Apoyadas sobre la borda, esperando el ocaso, parecen
las hijas del atardecer. Llegamos a la desembocadura del río Lucus
donde los pescadores multiplican en sus redes las ofrendas del agua.
LA HUÍDA
(El Corán en la mesa de luz del Rembrandt) En la mesa de luz del
Rembrandt encontré una vieja edición de El Corán. Alguien ha dejado
entre sus hojas unos pétalos violáceos.
Mahoma y sus discípulos huyen de La Meca a la ciudad de Medina. La
hégira, el exilio ó, su traducción más precisa pero, algo humillante, la
huída, determina el comienzo de la era musulmana. El Islam tiene su
libro revelado e impone a sus fieles cinco obligaciones religiosas: la
shahada ó profesión de fe; el salat, oración posterior a las
abluciones; el zakat, limosna ó diezmo; el sawn ó ayuno del
ramadán y el hajj, la peregrinación a La Meca.
El polvillo de la flor disecada destiñó parte de los escritos; lo corrupto
trabajando sobre lo incorruptible.
III. EL DOLOR
No soporto más la pierna. Dormir es imposible. La noche es eterna.
Busco inútilmente en el aire de Tánger, que su brisa marina me alivie y
me relaje. Me acomodo con dificultad, en la reposera. Mirando la
noche estrellada respiro hondo y cierro los ojos.
Los abro: el conserje se halla parado frente a mis pies.
- ¿Más hielo?-
- No, gracias. -
- Debería dormir. -
– No puedo; no puedo pensar en otra cosa que no sea este dolor
insoportable. ¿Tienen aquí algún lugar para olvidar?-, sonrío
escéptico.
Sonriendo responde: - Es la razón por la que vienen a Tánger. Deme
unos minutos por favor.-
Se dirige con parsimonia hacia la recepción del Rembrandt. Mientras
tanto trato de fijar mi atención en las estrellas. Un rato después me
llama: tiene una nota escrita en árabe en un papel membretado del
hotel y me da un sobre para que lo guarde junto con un billete de
quinientos dírham.
– Lo estarán esperando, señor.-
Me sorprende; trato de comprender y pregunto: - ¿Tengo que
preocuparme por algo?-
– Por nada, señor. Confíe. Lo van a cuidar. Hay momentos para
recordar y momentos para olvidar.-
-Gracias.-
-Es un regalo de Dios. Un taxi lo está aguardando en la puerta; el
chofer es de confianza y conoce el camino.
La ciudad es un desierto.
Entramos en la oscuridad de la noche por los laberintos de La Medina.
- Diez dírham, dice el taxista.-
- ¿Es aquí? -
Entre las sombras distingo una mujer parada en el umbral de una
casa austera, vestida con una túnica negra bordada con hilos dorados
y un lienzo blanco cubriendo su cabeza. Camino unos pasos hasta ella.
Es una anciana de piel oscura con la cara y las manos tatuadas según
la costumbre berebere. Tiene grandes ojos negros y vidriosos. Me
extiende la mano y le entrego el sobre. Sin abrirlo, lo dobla al medio y
lo guarda en un bolsillo. Habla un árabe pausado.
– Sólo hablo en español-, le digo.
Inmutable, me toma de la mano y entramos a la casa.
La casa se ve sencilla, como todas las casas en La Medina, pero
adentro despliega su esplendor.
La anciana me conduce por un largo pasillo hasta un patio interno de
paredes blancas, suavemente alumbrado con faroles de latón y vidrios
de colores. No es luz de bombillas eléctricas sino de velas de sebo.
Huele a perfume dulce. Tules rojos, ocres y violetas cubren las tres
aberturas que comunican el patio con el resto de la casa. Dispuestos
en círculos, siete divanes y en el centro una gran mesa redonda, baja,
con una tapa de bronce trabajada a la manera de un gran reloj de
sol. Platos y recipientes de cerámica con dátiles, frutas secas,
chocolate, cáñamos, un pequeño cuchillo y un calentador alimentado
a alcohol con la llama encendida. En la penumbra del patio se
distingue a una joven con una ligerísima chilaba clara y con la cabeza
cubierta pero, no así su cara. Tiene en los pies unas sandalias rojas y
lleva tatuada la cara con una cruz y un círculo de khol, ese polvo
negro y sulfuroso que brinda protección contra las maledicencias.
La muchacha observa silenciosa la llegada del extranjero. La anciana
habla y me señala un diván. Me siento, estoy cómodo. Los ojos de la
vieja me tranquilizan. La muchacha viene hacia a mí, se arrodilla y me
descalza con cuidado. La vieja se sienta también y comienza a triturar
en el mortero las frutas secas. Me recuesto. Estoy entregado a lo que
suceda. Por primera vez en Tánger, el dolor ya no es el centro del
universo. Me dejo llevar por la noche estrellada, infinita.
La anciana coloca el recipiente de cobre sobre el calentador; mezcla
las frutas secas con el chocolate, la miel y, supongo según las recetas
marroquíes, una buena porción de hashish. Cuando se entibian estas
trufas o bombones, no sé cómo llamarlos, la muchacha me los da de
comer en la boca, como si fuera un niño.
Las mujeres continúan preparando la pipa. Diluyen la piedrita de opio
en agua, a fuego lento. Lo filtran y lo calientan nuevamente hasta
evaporar el agua. El agua del opio no debe hervir. Aspiro la pipa. La
muchacha se inclina apenas y me lava los pies con agua perfumada
en lavanda.
Me siento amado.
Si se llamara Amapola sería un sueño perfecto.
Sigo fumando, lánguidamente. Ella apoya su mano sobre mi cabeza y
me habla. No es su voz, es más suave, musical, plural, como si fueran
muchas voces que conversan. Siento un escalofrío. Vuelvo a aspirar.
Es un cuento, me digo. Un cuento para dormir, para morir y olvidar,
hasta que alguien nos recuerde. Estoy con mi madre en la cama
grande; me acaricia dulcemente y me cuenta una historia para dormir,
esperando que la fiebre pase.
Transcurrió un instante o una eternidad.
El cielo nos cuida, como cuidó de Hércules en su descanso, después
de separar las montañas de Calpe y Abyla. El cielo de Tánger nos
cuida; un regalo de Dios.
El opio ya está en mi cuerpo. No hay dolor. Un ligero hormigueo y el
peso de los párpados. Caigo lentamente, como un animal dormido. El
brazo queda extendido y la mano apenas sostiene la pipa todavía
tibia. Se me cierran los ojos. Mi alma abandona por fin este cuerpo
corrompido, oyendo una música lejana.
Amapola, apoya la pipa sobre la mesa. Llega su perfume. Susurra, -
es un regalo de Dios. -
Amapola, lindísima
Amapola,
será siempre mi alma,
tuya sola.
Voy cayendo lentamente, como un animal dormido. El brazo queda
extendido y la mano apenas sostiene la pipa, todavía tibia. Un ligero
hormigueo y el peso de los párpados. La anciana apoya la pipa sobre
la mesa. Reconozco su perfume. Se acerca. Toma su pequeño cuchillo
y lo pasa por la llama del calentador. Estoy tranquilo. No espero las
señales de lo natural o de lo sobrenatural. Doy una parte de mí. Una
ofrenda que abra el camino del olvido. Como dijo el conserje del
Rembrandt, venimos a Tánger para olvidar. La anciana hizo un fuerte
torniquete y dejo la pierna sin sangre. El cuchillo entra en la piel, sin
resistencia. Comienza a descoyuntar la rodilla. No siento dolor.
Tampoco las rasgaduras de los tendones y los cartílagos. Es una
ceremonia discreta. La sangre va ganando el diván y lo va tiñendo de
un color tinto. La anciana se lleva la pierna a una de las habitaciones;
mi ofrenda. No siento arrepentimiento. La muchacha comienza la lenta
tarea de pintarme con azúcar y láudano sobre la carne abierta.
- ¿Duele? -, pregunta mientras continúa la ceremonia de la curación.
Pienso que esta noche de amapolas guarda en mí todos los sueños
del hombre con la claridad del que sabe de la finitud del tiempo y la
plenitud de la nada. La vana pretensión de la nada. El mundo, creo, no
es para los hombres sino para quien puede conquistarlo, para el
encolerizado pélida y no para nosotros, frágiles seres perdidos en la
odisea de los días y las tareas domésticas.
Hemos leído los libros del desasosiego, prometimos guardar las flores
secas y hasta creímos en los profetas de la metafísica. Como Ulises,
nos perdimos camino a casa despreciando a los dioses. Y hoy, pobres
mortales, huimos invisibles con ropas de mendigos.
- ¿Duele? -, pregunta la muchacha. Enciendo nuevamente la pipa y en
la exhalación del humo los pensamientos se pierden entre las
estrellas.
– ¡Coma chocolate!, dice la muchacha.
– ¡Coma chocolate!, repite amorosa, ofreciendo a mis labios la trufa
que nos liberará del paraíso. Amapola sonríe y el Universo se
reconstruye, sin ideales, ni esperanza.
IV. EL GERIFALTE
UN CAFTAN DE SEDA
BORDADA. Hay un lenguaje de frutas y flores que conoce bien el
halcón blanco, el gerifalte. Su sombra sobrevuela las llanuras de
Tánger y los bosques de zajaríes y limones. Un mago moruno levanta
su brazo de cuero y espera la llegada de su amo.
El Mediterráneo trae los motivos de los invasores, los hilos de plata, de
oro y la desbordante policromía. Las finas manos de la bordadora de
Fez cifran el misterio en las líneas de los hilos: descubre en la
geometría del universo, las aves, las flores y las estrellas. Un caftán de
seda bordada revela la historia del álgebra y los halcones.
V. EL DESIERTO
Bajo a desayunar arrastrando el pie. Café negro, jugo de naranja, un
croissant, dos grageas de diclofenac (cincuenta miligramos) y una de
Hepadial para aliviar el ardor de las tripas.
Sobre el mar violeta dejo todo lo que pasó: el opio, el deseo, el
espectáculo de la culpa. Sobre el mar violeta que nunca tendrá fin,
allá lejos, se refleja nuestra imagen huyendo del destino. El conserje
del Rembrandt me contactó con un guía que me llevará en su auto a
las puertas del desierto. En mis cuadernos de viaje, el Sahara se
presenta siempre como un interrogante. Es la morada del diablo
donde una y otra vez los profetas de los libros buscaron confrontarlo.
Como si la tentación fuera invención del caído y no del innombrable.
Todo se manifiesta, predestinado, hacia su fin. La perversión del
creador consiste en que lo creado, si cumple su mandato, el camino
para lo que fue concebido, entra en pecado y es condenado a pasar
mil años en el desierto. Los primigenios, nosotros sus hijos, la
manzana, como el caído, aterrorizados, perdidos y abandonados nos
obstinamos en huir del destino. Todos tememos la demencia de
nuestros padres, ¡Señor! …
- Señor -, dice el conserje, le presento a su guía, Isaías; lo conducirá
por el desierto. Me saluda con un ligero ademán de su cabeza y yo le
correspondo.
– Isaías, como usted, es escritor -, dice el conserje.
– ¿Es verdad? -
– No señor, soy poeta, ¿y usted? – Me gustan los libros, eso es todo. -
– Según mi padre los libros son el camino hacia la salvación-, comenta
Isaías, como al pasar, mientras toma el bolso y juntos, nos
encaminamos buscando la salida.
Las arenas del desierto, el mar, el cielo: expresiones de lo infinito; o
de la posibilidad de pensar lo infinito.
Quizás sea el silencio una forma de aproximarse a su reino.
Un cartel en la ruta indica que nos acercamos a nuestro destino.
Marrakech es un lugar de belleza que los poetas dan a sus ojos, tan
cerca de la arena infinita cómo del agua y, abre paso a las caravanas
de dromedarios que cruzan por las laderas de las cordilleras del Atlas
hasta Merzouga.
Me dejo llevar por la promesa del silencio.
En el vaivén del paso de las bestias sobre las dunas rojas y el cielo
azul sin sol, Isaías conduce la caravana y escucha atentamente mis
inquietudes sobre el desierto.
Tengo fiebre a causa del insoportable calor.
Isaías, como los bereberes, cree que el desierto es un animal que
contiene en su propio cuerpo al paraíso y al infierno.
Un lugar en donde las cosas no son más que pura apariencia.
-Un escarabajo que luego será una cabra o un león que deja su rastro
de geometrías sobre la arena: ¿es un faro para tentar al diablo?, ¿el
anuncio de una tormenta con relámpagos de piedras? o ¿simplemente
un poema hecho de sal? -, dice Isaías.
La caravana se detiene y hacia el final del día nos acomodamos en
confortables “jaimas” de piel de camello sujeta con palos y cuerdas
de cáñamo y el suelo cubierto de telas de diversos colores donde
podremos comer y descansar.
Aquí mi alma se abandona, lejos de lo posible y lo conocido.
Un faro para tentar al diablo, en el vaivén sin fin.
Al caer la noche, el mundo se nos vuelve más extraño. Un lugar sin
tiempo, sin deseo.
La luz en torno a la hoguera de secretos muertos devela el miedo a
todo lo que hemos sido.
No hay nada.
Navega el sueño por el silencio depredador y sus misteriosos jardines
con su astrología escrita en caracolas húmedas. Son viejas piedras
que no podemos descifrar.
No hay fin.
El aullido del desierto que alguna vez fue mar, reza también, y todos
nos iremos con él cuando el tiempo se detenga.
Las mujeres de azul cuidan del desierto, las comidas, las bestias y la
memoria de la raza. Los bereberes no tienen escritura, sólo la música
de las palabras.
Por las noches, cuando el frío de la estepa cala los huesos, en el
contorno de las llamas que crepitan sobre los maderos, las mujeres de
azul cuentan historias de leones. Si bien es cierto que desde hace
siglos los leones han dejado de visitar estas arenas, la tradición
precisa de una mitología que las funde, cómo los orígenes de la patria
o de la infancia.
En esa encantadora noche nos dedicaron sus narraciones que, para mi
sorpresa formaban parte de uno de los libros más extraordinarios que
se hayan escrito alguna vez sobre los hábitos y las moralidades: De
Natura Animalium, donde Claudio Eliano, en el año doscientos,
después de Cristo, recopila estudios y relatos sobre el mundo animal.
Nunca se sabrá si fueron las caravanas y los extranjeros quienes
trajeron estos relatos que, por fantásticos o inigualables, quedaron en
la memoria de los bereberes o si, esas historias llegaron a los oídos
del naturalista latino del mismo modo en que le llegaron las
observaciones de Leónidas de Bizancio, de Aristóteles o del
peripatético Lacides.
Claudio Eliano, cómo Julio Verne, como Kant, nunca salió de sus
cuadrículas de tierra y, poco sabemos de él.
-Conocemos el lenguaje de los leones-, nos cuenta la mujer de azul.
Sus cachorros, comen, juegan y duermen con nuestros hijos. Los
leones caminan junto con nosotros y toman agua de los mismos
manantiales. Sólo cuando están sin poder cazar durante semanas es
que se introducen a nuestras viviendas. Entonces, los hombres, les
gritan con alaridos estremecedores y los ahuyentan fácilmente. Las
mujeres en cambio, somos débiles. Preferimos hablarles con suavidad,
reprenderlos con cariño, recordándoles quiénes somos y a qué vinimos
a este mundo: Tú, león, rey de la fieras, ¿no sientes vergüenza al venir
a mi humilde morada a pedir a una pobre mujer que te alimente?, ¿no
te sonrojas viendo, como si fueras un inútil, que una mujer con sus
manos llenas de compasión, te entrega lo que buscas? ¡Tú, que
tendrías que acudir a las regiones montañosas para perseguir ciervos
y antílopes y todos los animales que son el alimento que te
corresponde a ti y a tu especie! En cambio, como si fueras un
pobrecito perro, te avienes a recibir comida de las manos de otro.
Ruborizado así, el pobre animal, se retira a paso lento, con la cabeza
gacha, sintiendo pesar por esas palabras justas.
La sombra que grita en el desierto y la risa escondida siempre
estuvieron ahí, en lenta rotación, llenas de niños entrando en su sitio.
Todos sonreímos y aplaudimos la maravillosa historia. La mujer de
azul, complacida y pudorosa, también sonríe. Con un bello movimiento
de mano se envuelve con el manto y se cubre la espalda. La brasa
del cigarrillo ilumina la cara de Isaías. Los gritos, las carcajadas y los
comentarios sobre las historias de los animales dominan la escena. Se
escucha un búho ascalfo que nos estremece con sus chistidos y
extraños cantos a las víctimas de su cacería nocturna.
La mujer de azul comienza ahora una historia de agua. Cierro los ojos
y escucho una generosa fábula: en un país de tierras purpúreas,
alguien emite un sonido como el de una muchacha loca. Ese sonido
es un instrumento de la noche que conoce el tormento.
Comprendemos que habla del viento depredador y del desierto que
alguna vez fue mar.
Los dromedarios no son originarios del Sahara; fueron introducidos por
los romanos como la historias de Eliano.
Vamos andando lado a lado con Isaías, conversando. El sol de la
mañana en el desierto tiene una luz tan blanca que, aún con lentes
oscuros, obliga a mantener entrecerrados los ojos. La caravana se
mueve al compás del dromedario que lleva a Isaías. Es un animal
majestuoso, notablemente más grande que el resto de sus congéneres
y con abundante pelo marrón negruzco.
- Al llegar al pueblo, deberemos sacrificarlo-, dijo Isaías, palmeando
con cariño a la bestia.
-¿No parece tan viejo?-, respondí a modo de pregunta.
– Es la “Eid al-Adha”, la celebración del sacrificio y de la sumisión
total de Abraham ante Allah. En esa gran fiesta ofrendaremos nuestro
mejor animal. -
– ¿No se puede ofrendar en cambio la mejor de las ovejas o de los
carneros que cuidan las mujeres de azul? -
– Querido amigo, dijo sonriendo Isaías, ¿quién se atreve a provocar la
ira de Dios?, ¿quién se atreve a llevar sobre su frente la marca del
pobre y desdichado Caín?-
Las religiones de un dios, acabaron con la figura del héroe. Abraham
comprende, en una visión, que lo que el padre te da, el padre te lo
quita. Dios le pide lo que ni el Diablo se permite pedirle a Fausto: la
vida de su hijo. Los hombres de todas las religiones hemos seguido
con pasión y terror este relato. Pese al ángel mensajero y al posterior
sacrificio del cordero, Abraham, ya nunca más será padre sino, el hijo
sumiso del Señor. La tierra regada con la purpúrea sangre de los hijos,
de los corderos, nos recordará un día de cada año, la demencia de los
padres, el sollozo cobarde de Abraham y la plegaria ante el cuerpo
indefenso del niño.
A mi alma baja, lo oscuro y lo indeciso, piensa Abraham. Ese cielo,
¿son las luces del infierno?
-El desierto, querido amigo, -dice Isaías-, está lejos del cielo y de la
tierra. Nosotros, los errantes por estas arenas, polvo del aire que
fenece, hemos aprendido a creer en todo y nada. Somos más
propensos a considerar, como Eliáno, que las avispas nacen de la
médula de los cadáveres de los caballos que de las sagradas
escrituras. La palabra escrita está destinada a la construcción de
imperios y no a la verdad.
En las historias que la noche deja para las mujeres de azul se cuenta
otra versión, más amable y, ciertamente improbable. En ella Abraham
es un hombre y es un héroe. Desobedece a Dios e inventa la aparición
del ángel, el cordero y su sacrificio. Abandona a Dios, pero no a la
religión. Como suele suceder con cualquiera de nuestros escritores
venerados, sus obras son mejores que ellos mismos. Abraham
determina que lo creado no pertenece a su creador y que tendrá en su
singularidad sus razones, sus movimientos e inevitablemente, su
propia historia. Abraham se constituye en un doble engaño. El
primero, contra la demencia de los padres. El segundo, contra su
propia comunidad que, aguarda horrorizada, la consumación del
filicidio. Abraham funda sobre la traición nuestra civilización
judeocristiana y después, musulmana. Inventa la celebración del
sacrificio; una ética de sumisión y lealtad. Ese día, con la sangre del
cordero, se dará de comer a los pobres y a los desvalidos. Los niños
recibirán sus regalos y los mayores se vestirán con sus mejores ropas.
Abraham, secretamente, sabe de la locura del padre, como lo saben
todos los descendientes de Noé y como lo sabe Dios mismo pero, no lo
revela al pueblo. Dios es preso del pacto que hizo con el último
hombre, después de asesinar a todo ser viviente sobre la tierra;
hombres, mujeres, viejos, niños y bestias. Nunca más su ira podrá
maldecir y aniquilar la tierra por causa del hombre y, el arco iris será
el símbolo que le recordará sus pecados. El próximo seis de
noviembre del dos mil once, de tu calendario, querido infiel,
celebraremos el “Eid al-Adha”; dedicaremos la sangre de nuestros
animales preferidos a apaciguar con vanidad la furia del innombrable.
En el nuevo día, el misterio y los designios inextricables de Dios se
abatirán sobre Abraham y todos los hombres. Como rezan las mujeres
antes de la ofrenda, sobre el pescuezo de las desafortunadas bestias:
Tu sacrificio tendrá un final de oro, también. Ama y tiembla por los
caminos como un perro, como Caín. Dios, sobre la tierra, mira al cielo.
El silbido de la madera atravesando el aire; el golpe seco, brutal sobre
la cabeza de la bestia.
Cae pesadamente sobre sus rodillas como cayó Galileo en Roma. La
testa mirando a La Meca, los ojos blancos, desorbitados. Entre las
sombras del primer sol de Terzouga, distingo ahora a una mujer que
está parada en el umbral de una casa sencilla, vestida de negro con
un caftán bordado en hilos dorados y la cabeza cubierta con una tela
blanca. Es una anciana: la cara y las manos tatuadas según la
costumbre berebere, de piel oscura y arrugada por la sal marina y el
paso del tiempo. A su lado, una joven con una ligerísima chilaba clara
y la cabeza cubierta pero, no así, la cara; lleva su frente tatuada con
una cruz y también un círculo de khol que la protege de las
maledicencias. Isaías, reclinado, con la cabeza apoyada contra la
cabeza del animal, recita los versículos sagrados.
– De ti los vientos huyen y su fecundo aliento, atraviesa los campos
que verdean las montañas. Tu existencia gozará de la inmortalidad.
Sin dolor, sin peligro. Para aplacar el fanatismo de la sangre; el
cuchillo con solemne rito de impiedad. De ti los vientos huyen, en el
poema de las cosas.
Ahora, la vieja está también reclinada frente al dromedario. Isaías,
sostiene la cabeza del animal desmayado con sus dos manos, como
Abraham lo debería haber hecho con Isaac, antes del holocausto. Con
un solo corte, preciso, casi imperceptible, la yugular se abre y una
tormenta de espesa sangre, primero azul o violeta y después roja, tiñe
las ropas de los sacerdotes, el pecho del animal y, después se mezcla
con la arcilla y los pedruscos que la calle guarda del desierto. Como en
Oruro y Potosí, la Pachamama en las celebraciones de “El Tinku”,
recibe la sangre de sus hijos con una rara y perversa felicidad. El
dromedario va cayendo lentamente como un niño dormido, leve. La
muchacha se acerca con un gran fuentón con agua y sal, donde
conservarán las vísceras de la ofrenda. El cuchillo entra en la piel, sin
resistencia y comienza a descoyuntar la rodilla. Un perfecto
instrumento que acaricia sólo una vez. No hay rasgaduras de
tendones ni cartílagos. Es una ceremonia discreta. La sangre va
ganando el paisaje y lo va impregnando de un color tinto. La anciana
lleva la pierna, como luego hará con todos los restos del animal, a
una de las mesadas que están sobre la calle para distribuirlos luego
entre los más pobres y los huérfanos.
Ya es hora de partir.
Con el primer paso, me resbalo en el barro ensangrentado y grito de
dolor por mi tobillo derecho.
Duele.
La muchacha continúa con la ceremonia del desmembramiento
mientras quebrantahuesos africanos esperan sin ansiedad el momento
del festín.
Voy en busca de Isaías. Nos despedimos.
El mar es lo único inmortal aquí.