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i.

el extranjero

El atardecer. En el ocaso, el mundo se vuelve más extraño, sin tiempo


y sin deseo; el miedo a todo lo que hemos sido.
-¿Duele?-, pregunta la azafata, mientras acomoda la bolsa de hielo
sobre mi tobillo.

EL DISFRAZ DE LA ILUSIÓN. El cielo azul se recorta sobre las colinas


verdes y marrones que rodean a la bahía. El aire marino me toma por
sorpresa y confirma que por fin, he regresado a Tánger. Arrastro la
valija y mi renguera por el sendero blanco que conduce a la parada
de taxis. Subo a un viejo modelo 280 de Mercedes Benz, color crema,
tapizado de cuero negro original. El chofer es amable, callado, un
hombre de mediana estatura, vestido con traje gris y camisa blanca
sin corbata. Hace calor. Acomoda la valija en el baúl y nos dirigimos
hacia el Hotel Rembrandt que tantas fantasías había despertado en
mí. Aquel donde Tennessee Williams vivió durante un año, huyendo
de su destino como todos los que llegan hasta aquí. Será porque
Tánger nos ofrece “la verdad en el disfraz agradable de la ilusión”.
Por cuatrocientos cincuenta dírham el conserje me ofrece la
habitación 211 desde donde puedo ver, no el mar como lo vio Williams
desde su privilegiada suite, sino un sencillo cobertizo utilizado como
estacionamiento de automóviles.
Desciendo por un ascensor destartalado que, sin puerta interior, se
sacude espasmódico. El dolor en la pierna me impide usar la escalera.
Llego a una gran terraza, un vergel según la costumbre y la geometría
árabe. Estoy frente a las aguas violetas del Mediterráneo que reciben
el cielo tormentoso del atardecer y la arena cenicienta de la playa.
Aquí el Rembrandt conserva todo su esplendor.
Me siento: dejo mi bolso sobre la mesa y me entrego a la brisa fresca
y húmeda del gharbi que llega desde el mar.
Caen las primeras gotas.
Una vieja encina guarda el perfume de la noche.

EL GRAN ZOCO. Con dificultad, voy bajando por el laberinto de


callejuelas hasta llegar a una escalera muy pronunciada desde donde
se puede contemplar, como una acuarela, el crepúsculo en el Gran
Zoco; un rumor de cientos y cientos de almas que pugnan por vender
en la tarde lo que mañana serán deshechos: carros con pescados
frescos, salmonetes de roca, atún rojo, sardinas que agonizan
retorciéndose en los restos de agua helada. Mujeres campesinas del
norte con grandes sombreros de paja y vestidas con sus faldas
amplias, al cuidado de las granadas, las naranjas, el verdor del laurel
y la fragancia de la hierbabuena. Un niño pastor agita una vara de
algarrobo conduciendo a sus cabritos por entre los autos. Los perros
acechantes, silenciosos. Los mercaderes gritan las ofertas del fin del
día; unos vendedores de simples sentados sobre una alfombra,
ofreciendo incienso para perfumar las casas y el ghassul: una arcilla
que se disuelve en agua y sirve para lavarse el pelo. En la tienda de
telas aquellas mujeres hacen culto del regateo; más allá el rincón
sagrado donde trabaja un alfarero de Fez. - ¡Ay!, - grita una
muchacha, tapándose las orejas con las manos. ¡Tan, tan, tan, tan,
tan, tan, tan! El campanilleo infernal, el tañido ensordecedor de los
crótalos, de las castañuelas de hierro de los gnauas, lejanos
descendientes de los esclavos negros, anuncian a los transeúntes que
comienzan sus danzas acrobáticas en el medio de la plaza.
Los últimos ruidos del ocaso.

DELACROIX. Un pintor llega desde Francia y a hurtadillas retrata con


diabólica fidelidad el alma, el corazón de Marruecos. Los retratos de
Delacroix se rebelan contra las geometrías violando los preceptos de
los profetas y develan los misterios de Oriente.
El 1º de enero de 1832 viaja en la fragata “La perle” desde Toulon,
como parte de la delegación del conde de Mornay, embajador francés,
para controlar las acciones del Mulay. El 11 de enero arriban a Tánger
y a partir de ese momento, ni Marruecos, ni Delacroix, volverían a ser
los mismos.
Encuentra en esta civilización africana, lo que pudo haber sido en su
momento el esplendor griego y romano. Registra una vasta
correspondencia, siete cuadernos de viaje, dibujos y acuarelas. Le
escribe a Jean-Baptiste Pierret: Imagina querido amigo, lo que supone
contemplar las puestas de sol, ver a personas que se parecen a
antiguos cónsules, Catones y Brutos, paseando por las calles,
arreglando sus sandalias, a los que ni siquiera falta el aire desdeñoso
que deben de tener los amos del mundo. Otro universo se abre a sus
pupilas, lleno de luz, de sensualidad, de hombres que combaten
heroicamente contra las fuerzas salvajes de la naturaleza.
LA CENA. El plato del día es el tagine de cordero con ciruelas,
sésamo, almendras, ensaladas y el cuscús con verduras, frutas y
pasteles de miel. El extranjero siente los aromas que arrecian sobre
las tablas con comidas y sobre los trajes de los jóvenes y los viejos
que se arropan por un frío interior. En una de las mesas una mujer
come sola. Podría ser francesa: habla fluidamente con el camarero.
Está demasiado lejos de mi mesa, no puedo escuchar lo que dice;
apenas percibo la musicalidad de su voz. No llevo anteojos así que no
puedo distinguir sus rasgos, joven o vieja, bella o no. La soledad
favorece la imaginación. Bastaría una sola señal de ella para que el
extranjero abandone su vida pasada. Un solo gesto de esa mujer y
cambiaría mi vida para siempre. Nada de eso sucede. Paga su cuenta,
apura el último sorbo de su copa, se levanta y cruza por delante mío,
como Greta Garbo, hermosa, triste y se marcha para siempre de mi
vida. Dejo caer una moneda falsa con la imagen de la divinidad fenicia
Baal Melkart que rueda por la mesa hasta llegar a los platos. La suerte
esta echada: una mujer se deshace en una noche contra la soledad y
el mar se lleva mis sueños.

II. EL MAR

EL JARDÍN DE LAS
HESPÉRIDES. El capitán anuncia que estamos a treinta minutos del
puerto de Larache*. Corre una brisa suave, amable. El Heracles
atraviesa las olas atlánticas sin esfuerzo. Es una nave pesquera de
casco de madera, indestructible, construida según la tradición en
estas costas. Ocasionalmente realiza viajes entre Tánger y los puertos
del noreste de África.
Además de la tripulación, tres mujeres griegas nos acompañan
durante la travesía. Visten soleros frescos y llevan pañuelos en la
cabeza para proteger sus cabellos de los embates del viento. Se diría
que tienen entre treinta y cuarenta años. Hablan, juegan, cantan. La
más joven, Egle, se acerca a pedirme un cigarrillo. Lleva puestos
anteojos negros y cuando calla los baja ligeramente para mirarme.
Sus ojos marrones, la tormenta que viene de lejos, el mar, todo parece
celebrar el tiempo de los antiguos dioses. Me cuenta que son
doctoradas en agronomía y vienen invitadas por las Naciones Unidas
como parte de un programa agrícola destinado a las poblaciones
marineras. Su ciencia cree ver la muerte de los mares en este
decenio y ellas traen otro pan para sus hombres: huertas
comunitarias a la vera del río Lucus.
Miro la costa y otra vez el cielo. El agua golpea sobre las botavaras y
la espuma salpica con su alma de sal verde. La ruta del mar se abre
bajo el navío que conoce el camino. Nubes negras encapotaron el
cielo. Las muchachas agradecen la lluvia sobre sus cuerpos, aplauden,
gritan, cantan. Apoyadas sobre la borda, esperando el ocaso, parecen
las hijas del atardecer. Llegamos a la desembocadura del río Lucus
donde los pescadores multiplican en sus redes las ofrendas del agua.
LA HUÍDA
(El Corán en la mesa de luz del Rembrandt) En la mesa de luz del
Rembrandt encontré una vieja edición de El Corán. Alguien ha dejado
entre sus hojas unos pétalos violáceos.
Mahoma y sus discípulos huyen de La Meca a la ciudad de Medina. La
hégira, el exilio ó, su traducción más precisa pero, algo humillante, la
huída, determina el comienzo de la era musulmana. El Islam tiene su
libro revelado e impone a sus fieles cinco obligaciones religiosas: la
shahada ó profesión de fe; el salat, oración posterior a las
abluciones; el zakat, limosna ó diezmo; el sawn ó ayuno del
ramadán y el hajj, la peregrinación a La Meca.
El polvillo de la flor disecada destiñó parte de los escritos; lo corrupto
trabajando sobre lo incorruptible.

LAS OFRENDAS DEL MAR. Las muchachas griegas, incansables, salen


al encuentro de los pescadores que llegan extenuados, arrastrando las
barcazas sobre la arena. Bendecidas sus redes por Allah los marineros
regresan a tiempo para las oraciones, antes de la caída del sol. Un pez
azul agoniza sobre la arena tibia. Es tarde para escapar de las
ofrendas del agua. Las sombras de las mujeres buscan en las orillas la
novedad del día y olvidan de quien recibimos este favor del mar. El
corazón del pez azul agoniza infiel.

LAS PALABRAS DIVINAS. El desarrollo de la escritura arábiga y la


difusión del islam están necesariamente ligados. La prohibición de
representaciones figurativas, desplaza ese arte sobre la caligrafía
que de ese modo se emparenta a las divinas palabras. Se llega
entonces a la perfección, la escritura cúfica, que es la única
autorizada para escribir El Corán. La gente de la escritura, artistas de
Allah, afilan sus cáñamos, sus qalam, sus plumas de caña,
instrumentos embebidos de tintas. Grafismos finos y bellos no hacen
más que confirmar la indisoluble alianza establecida entre el cielo y la
tierra.
En tanto, los bereberes, nómades e infieles no conocen la escritura.
Golpean con sus varas las piedras de las que brotan como arroyos,
voces extraviadas.
Dicen que los hombres que llegaron desde Oriente han construido
una casa de palabras, un libro, una ciudad segura, un refugio para los
creyentes.
Por las noches, temerosos del olvido, se reúnen en sus casas y ruegan
a sus hijos que guarden en sus corazones las historias del cielo, del
mar y del desierto.
El silencio infinito.

CEMENTERIO ESPAÑOL. Un niño es el cuidador del viejo cementerio


español de Larache. Abre la puerta de reja.
Mirando al mar, tal como lo deseaba, descansa Jean Genet, un escritor
sin patria, sin amor y sin odio.
Las tierras del cementerio son errantes, se mueven con las pisadas de
quien las transita; si llega un extranjero, la tierra endurece y lo
rechaza como a un animal que husmea entre los signos violentos.
Estoy parado frente a la tumba de Genet, rodeada por un zócalo de
piedras pintado con cal.
Es un atardecer luminoso.
Apoyo mis manos sobre la lápida del escritor santo. Es una gran roca,
con un texto grabado sobre ella. En la boca de los muertos esta la
semilla del tiempo, incorruptible como una idea pura. La realidad toma
algo de esos grandes silencios y los reparte.
El niño abre la verja, le doy un puñado de monedas que atesora entre
sus dos manos y sonríe, iluminado por los rayos del sol. Lentamente,
me dejo perder por los senderos que conducen hacia la Plaza de la
Liberación. El mar es lo único inmortal aquí.

LA NOCHE DE AGUA. Ya es tarde. Las muchachas griegas y yo nos


hospedamos en un hotel familiar de Larache, La Maison Haute. Es una
típica casa marroquí, con un comedor común para todos los
huéspedes y una prometedora cena prevista para las nueve y media
de la noche. Subir dos pisos hasta mi habitación es un lamento para
mi renquera que sólo se alivia al llegar al balcón de mi cuarto desde
donde veo el encuentro del mar con el río Lucus.
El cielo es más fuerte en la noche. Las aguas dulces y saladas se
mezclan en los extensos meandros. La luna del lobo baja sobre ellas.

III. EL DOLOR
No soporto más la pierna. Dormir es imposible. La noche es eterna.
Busco inútilmente en el aire de Tánger, que su brisa marina me alivie y
me relaje. Me acomodo con dificultad, en la reposera. Mirando la
noche estrellada respiro hondo y cierro los ojos.
Los abro: el conserje se halla parado frente a mis pies.
- ¿Más hielo?-
- No, gracias. -
- Debería dormir. -
– No puedo; no puedo pensar en otra cosa que no sea este dolor
insoportable. ¿Tienen aquí algún lugar para olvidar?-, sonrío
escéptico.
Sonriendo responde: - Es la razón por la que vienen a Tánger. Deme
unos minutos por favor.-
Se dirige con parsimonia hacia la recepción del Rembrandt. Mientras
tanto trato de fijar mi atención en las estrellas. Un rato después me
llama: tiene una nota escrita en árabe en un papel membretado del
hotel y me da un sobre para que lo guarde junto con un billete de
quinientos dírham.
– Lo estarán esperando, señor.-
Me sorprende; trato de comprender y pregunto: - ¿Tengo que
preocuparme por algo?-
– Por nada, señor. Confíe. Lo van a cuidar. Hay momentos para
recordar y momentos para olvidar.-
-Gracias.-
-Es un regalo de Dios. Un taxi lo está aguardando en la puerta; el
chofer es de confianza y conoce el camino.
La ciudad es un desierto.
Entramos en la oscuridad de la noche por los laberintos de La Medina.
- Diez dírham, dice el taxista.-
- ¿Es aquí? -
Entre las sombras distingo una mujer parada en el umbral de una
casa austera, vestida con una túnica negra bordada con hilos dorados
y un lienzo blanco cubriendo su cabeza. Camino unos pasos hasta ella.
Es una anciana de piel oscura con la cara y las manos tatuadas según
la costumbre berebere. Tiene grandes ojos negros y vidriosos. Me
extiende la mano y le entrego el sobre. Sin abrirlo, lo dobla al medio y
lo guarda en un bolsillo. Habla un árabe pausado.
– Sólo hablo en español-, le digo.
Inmutable, me toma de la mano y entramos a la casa.
La casa se ve sencilla, como todas las casas en La Medina, pero
adentro despliega su esplendor.
La anciana me conduce por un largo pasillo hasta un patio interno de
paredes blancas, suavemente alumbrado con faroles de latón y vidrios
de colores. No es luz de bombillas eléctricas sino de velas de sebo.
Huele a perfume dulce. Tules rojos, ocres y violetas cubren las tres
aberturas que comunican el patio con el resto de la casa. Dispuestos
en círculos, siete divanes y en el centro una gran mesa redonda, baja,
con una tapa de bronce trabajada a la manera de un gran reloj de
sol. Platos y recipientes de cerámica con dátiles, frutas secas,
chocolate, cáñamos, un pequeño cuchillo y un calentador alimentado
a alcohol con la llama encendida. En la penumbra del patio se
distingue a una joven con una ligerísima chilaba clara y con la cabeza
cubierta pero, no así su cara. Tiene en los pies unas sandalias rojas y
lleva tatuada la cara con una cruz y un círculo de khol, ese polvo
negro y sulfuroso que brinda protección contra las maledicencias.
La muchacha observa silenciosa la llegada del extranjero. La anciana
habla y me señala un diván. Me siento, estoy cómodo. Los ojos de la
vieja me tranquilizan. La muchacha viene hacia a mí, se arrodilla y me
descalza con cuidado. La vieja se sienta también y comienza a triturar
en el mortero las frutas secas. Me recuesto. Estoy entregado a lo que
suceda. Por primera vez en Tánger, el dolor ya no es el centro del
universo. Me dejo llevar por la noche estrellada, infinita.
La anciana coloca el recipiente de cobre sobre el calentador; mezcla
las frutas secas con el chocolate, la miel y, supongo según las recetas
marroquíes, una buena porción de hashish. Cuando se entibian estas
trufas o bombones, no sé cómo llamarlos, la muchacha me los da de
comer en la boca, como si fuera un niño.
Las mujeres continúan preparando la pipa. Diluyen la piedrita de opio
en agua, a fuego lento. Lo filtran y lo calientan nuevamente hasta
evaporar el agua. El agua del opio no debe hervir. Aspiro la pipa. La
muchacha se inclina apenas y me lava los pies con agua perfumada
en lavanda.
Me siento amado.
Si se llamara Amapola sería un sueño perfecto.
Sigo fumando, lánguidamente. Ella apoya su mano sobre mi cabeza y
me habla. No es su voz, es más suave, musical, plural, como si fueran
muchas voces que conversan. Siento un escalofrío. Vuelvo a aspirar.
Es un cuento, me digo. Un cuento para dormir, para morir y olvidar,
hasta que alguien nos recuerde. Estoy con mi madre en la cama
grande; me acaricia dulcemente y me cuenta una historia para dormir,
esperando que la fiebre pase.
Transcurrió un instante o una eternidad.
El cielo nos cuida, como cuidó de Hércules en su descanso, después
de separar las montañas de Calpe y Abyla. El cielo de Tánger nos
cuida; un regalo de Dios.
El opio ya está en mi cuerpo. No hay dolor. Un ligero hormigueo y el
peso de los párpados. Caigo lentamente, como un animal dormido. El
brazo queda extendido y la mano apenas sostiene la pipa todavía
tibia. Se me cierran los ojos. Mi alma abandona por fin este cuerpo
corrompido, oyendo una música lejana.
Amapola, apoya la pipa sobre la mesa. Llega su perfume. Susurra, -
es un regalo de Dios. -
Amapola, lindísima
Amapola,
será siempre mi alma,
tuya sola.
Voy cayendo lentamente, como un animal dormido. El brazo queda
extendido y la mano apenas sostiene la pipa, todavía tibia. Un ligero
hormigueo y el peso de los párpados. La anciana apoya la pipa sobre
la mesa. Reconozco su perfume. Se acerca. Toma su pequeño cuchillo
y lo pasa por la llama del calentador. Estoy tranquilo. No espero las
señales de lo natural o de lo sobrenatural. Doy una parte de mí. Una
ofrenda que abra el camino del olvido. Como dijo el conserje del
Rembrandt, venimos a Tánger para olvidar. La anciana hizo un fuerte
torniquete y dejo la pierna sin sangre. El cuchillo entra en la piel, sin
resistencia. Comienza a descoyuntar la rodilla. No siento dolor.
Tampoco las rasgaduras de los tendones y los cartílagos. Es una
ceremonia discreta. La sangre va ganando el diván y lo va tiñendo de
un color tinto. La anciana se lleva la pierna a una de las habitaciones;
mi ofrenda. No siento arrepentimiento. La muchacha comienza la lenta
tarea de pintarme con azúcar y láudano sobre la carne abierta.
- ¿Duele? -, pregunta mientras continúa la ceremonia de la curación.
Pienso que esta noche de amapolas guarda en mí todos los sueños
del hombre con la claridad del que sabe de la finitud del tiempo y la
plenitud de la nada. La vana pretensión de la nada. El mundo, creo, no
es para los hombres sino para quien puede conquistarlo, para el
encolerizado pélida y no para nosotros, frágiles seres perdidos en la
odisea de los días y las tareas domésticas.
Hemos leído los libros del desasosiego, prometimos guardar las flores
secas y hasta creímos en los profetas de la metafísica. Como Ulises,
nos perdimos camino a casa despreciando a los dioses. Y hoy, pobres
mortales, huimos invisibles con ropas de mendigos.
- ¿Duele? -, pregunta la muchacha. Enciendo nuevamente la pipa y en
la exhalación del humo los pensamientos se pierden entre las
estrellas.
– ¡Coma chocolate!, dice la muchacha.
– ¡Coma chocolate!, repite amorosa, ofreciendo a mis labios la trufa
que nos liberará del paraíso. Amapola sonríe y el Universo se
reconstruye, sin ideales, ni esperanza.

IV. EL GERIFALTE

DESOLACIÓN. Amanecí apesadumbrado por el dolor.


Desayuno en la terraza del Rembrandt. Desde aquí puedo ver el mar.
La altura de su imperio y el resplandor de sus pupilas me contemplan.
El mar es un secreto simple.
FOTOS. Según los musulmanes, el arte no debe reproducir ninguna de
las creaciones de Dios, solo admiten figuras geométricas. Las fotos del
extranjero son de algún modo una profanación, grietas por donde el
ojo abandona el oficio de la lengua. Me dejo perder por galerías y
pasajes hasta que indefectiblemente me encuentro en el centro del
laberinto: flores, perfumes amables, los altos navíos en el muelle y un
cielo de peces violetas y pájaros. La multitud conduce al ojo.
Ya es mediodía y de nuevo estoy a metros del bazar de Tánger.
Entrando por los arcos que comunican la plaza central con el mercado
siento olor a pescado fresco mezclado con las especias y la menta que
venden las mujeres del Rif. Hilos de orín atraviesan la calle. No hay
turistas. Solo gente del lugar. El puerto que une Algeciras con Tánger
está cerrado desde hace más de un año. Tomo algunas fotos: un gato
come restos de una langosta, viejos andrajosos piden una moneda o
un cigarrillo.
El dolor es más intenso. No encuentro la salida y empiezo a sentirme
ahogado. No hay donde descansar. Vuelvo a pasar por las mismas
tiendas, perdido en el laberinto de Tánger, una y otra vez.
Un hombre flaco de barba espesa vestido con sus habituales túnicas
se acerca a ofrecer un alivio a mi dolor: casa de masajes. Miro al cielo
y por fin encuentro los arcos. Respiro aliviado y me siento en uno de
los bancos de la plaza Mohamed V. En medio de la multitud estoy
solo.

UN CAFTAN DE SEDA
BORDADA. Hay un lenguaje de frutas y flores que conoce bien el
halcón blanco, el gerifalte. Su sombra sobrevuela las llanuras de
Tánger y los bosques de zajaríes y limones. Un mago moruno levanta
su brazo de cuero y espera la llegada de su amo.
El Mediterráneo trae los motivos de los invasores, los hilos de plata, de
oro y la desbordante policromía. Las finas manos de la bordadora de
Fez cifran el misterio en las líneas de los hilos: descubre en la
geometría del universo, las aves, las flores y las estrellas. Un caftán de
seda bordada revela la historia del álgebra y los halcones.

LA MECA. Paseo por Tánger, por donde la calle Es-Siaghin, se convierte


en una especie de plazoleta en el Zoco Chico.
Es viernes, día de fiesta para los musulmanes. El sultán con su
séquito y los fieles se congregan para orar en la vieja Mezquita. Justo
enfrente se encuentran los restos del Hotel Fuentes en donde Camille
Saint Saëns compuso su Danza macabra.
La música sé aproxima; unas monedas tintinean en el bolsillo del saco
bordó del mozo que llega con paso nervioso trayendo una pequeña
tetera plateada con agua hirviendo, azúcar y menta que derrama
como una lluvia en el vaso de vidrio. Estoy ansioso esperando que
asome por el minarete de la mezquita el muecín anunciando el
momento de la oración. En el aire sereno del Café Tingis, sentado a
una mesita en la vereda, hago lo que hacen los paisanos: mirar. Los
ruidos de la calle son menos intensos que de costumbre.
Adentro del café los parroquianos se agolpan para ver la final de la
Copa Europea frente a un enorme televisor. El Inter de Milán y el Bayer
Munich llevaron al olvido el canto del muecín en su minarete, la
mezquita y las cinco pruebas de fe. Diego Milito engaña (una
especialidad argentina) al defensor alemán, convierte el segundo gol
del Inter y Tánger y el universo se unen en un grito infinito.
Una muchacha espléndida cruza la plaza con el pelo recogido,
indecorosamente descubierto. Lleva un vestido largo y amplio; un
caftán persa color violeta con un bordado singular: un halcón blanco
sobrevolando un jardín de flores. Nos miramos; pregunto si puedo
fotografiarla.
– ¿Me darás una copia? - y, haciendo una graciosa reverencia, estira
el vestido con las manos para que nada se escape del retrato.
Con el desparpajo de su corta edad, la muchacha se apoya sobre el
respaldo de la silla.
– ¿Me puedo sentar? .

CAZA DEL TIGRE. Delacroix descubre para Occidente un nuevo


universo donde lo bello y lo sublime abunda, vive y sorprende.
Rojo, verde, azul, amarillo, luz, voluptuosidad, un caballo, un jinete y
un tigre fundidos en una sola cosa, indefinida: la naturaleza. Tal vez,
algún desprevenido visitante del Musée d’Orsay se detenga a
contemplar Caza del tigre y logre comprender cómo fue Marruecos
antes que el desierto de Occidente haya arrasado con todo, como una
gran ola por el mar de los hombres.

V. EL DESIERTO
Bajo a desayunar arrastrando el pie. Café negro, jugo de naranja, un
croissant, dos grageas de diclofenac (cincuenta miligramos) y una de
Hepadial para aliviar el ardor de las tripas.
Sobre el mar violeta dejo todo lo que pasó: el opio, el deseo, el
espectáculo de la culpa. Sobre el mar violeta que nunca tendrá fin,
allá lejos, se refleja nuestra imagen huyendo del destino. El conserje
del Rembrandt me contactó con un guía que me llevará en su auto a
las puertas del desierto. En mis cuadernos de viaje, el Sahara se
presenta siempre como un interrogante. Es la morada del diablo
donde una y otra vez los profetas de los libros buscaron confrontarlo.
Como si la tentación fuera invención del caído y no del innombrable.
Todo se manifiesta, predestinado, hacia su fin. La perversión del
creador consiste en que lo creado, si cumple su mandato, el camino
para lo que fue concebido, entra en pecado y es condenado a pasar
mil años en el desierto. Los primigenios, nosotros sus hijos, la
manzana, como el caído, aterrorizados, perdidos y abandonados nos
obstinamos en huir del destino. Todos tememos la demencia de
nuestros padres, ¡Señor! …
- Señor -, dice el conserje, le presento a su guía, Isaías; lo conducirá
por el desierto. Me saluda con un ligero ademán de su cabeza y yo le
correspondo.
– Isaías, como usted, es escritor -, dice el conserje.
– ¿Es verdad? -
– No señor, soy poeta, ¿y usted? – Me gustan los libros, eso es todo. -
– Según mi padre los libros son el camino hacia la salvación-, comenta
Isaías, como al pasar, mientras toma el bolso y juntos, nos
encaminamos buscando la salida.
Las arenas del desierto, el mar, el cielo: expresiones de lo infinito; o
de la posibilidad de pensar lo infinito.
Quizás sea el silencio una forma de aproximarse a su reino.
Un cartel en la ruta indica que nos acercamos a nuestro destino.
Marrakech es un lugar de belleza que los poetas dan a sus ojos, tan
cerca de la arena infinita cómo del agua y, abre paso a las caravanas
de dromedarios que cruzan por las laderas de las cordilleras del Atlas
hasta Merzouga.
Me dejo llevar por la promesa del silencio.
En el vaivén del paso de las bestias sobre las dunas rojas y el cielo
azul sin sol, Isaías conduce la caravana y escucha atentamente mis
inquietudes sobre el desierto.
Tengo fiebre a causa del insoportable calor.
Isaías, como los bereberes, cree que el desierto es un animal que
contiene en su propio cuerpo al paraíso y al infierno.
Un lugar en donde las cosas no son más que pura apariencia.
-Un escarabajo que luego será una cabra o un león que deja su rastro
de geometrías sobre la arena: ¿es un faro para tentar al diablo?, ¿el
anuncio de una tormenta con relámpagos de piedras? o ¿simplemente
un poema hecho de sal? -, dice Isaías.
La caravana se detiene y hacia el final del día nos acomodamos en
confortables “jaimas” de piel de camello sujeta con palos y cuerdas
de cáñamo y el suelo cubierto de telas de diversos colores donde
podremos comer y descansar.
Aquí mi alma se abandona, lejos de lo posible y lo conocido.
Un faro para tentar al diablo, en el vaivén sin fin.
Al caer la noche, el mundo se nos vuelve más extraño. Un lugar sin
tiempo, sin deseo.
La luz en torno a la hoguera de secretos muertos devela el miedo a
todo lo que hemos sido.
No hay nada.
Navega el sueño por el silencio depredador y sus misteriosos jardines
con su astrología escrita en caracolas húmedas. Son viejas piedras
que no podemos descifrar.
No hay fin.
El aullido del desierto que alguna vez fue mar, reza también, y todos
nos iremos con él cuando el tiempo se detenga.
Las mujeres de azul cuidan del desierto, las comidas, las bestias y la
memoria de la raza. Los bereberes no tienen escritura, sólo la música
de las palabras.
Por las noches, cuando el frío de la estepa cala los huesos, en el
contorno de las llamas que crepitan sobre los maderos, las mujeres de
azul cuentan historias de leones. Si bien es cierto que desde hace
siglos los leones han dejado de visitar estas arenas, la tradición
precisa de una mitología que las funde, cómo los orígenes de la patria
o de la infancia.
En esa encantadora noche nos dedicaron sus narraciones que, para mi
sorpresa formaban parte de uno de los libros más extraordinarios que
se hayan escrito alguna vez sobre los hábitos y las moralidades: De
Natura Animalium, donde Claudio Eliano, en el año doscientos,
después de Cristo, recopila estudios y relatos sobre el mundo animal.
Nunca se sabrá si fueron las caravanas y los extranjeros quienes
trajeron estos relatos que, por fantásticos o inigualables, quedaron en
la memoria de los bereberes o si, esas historias llegaron a los oídos
del naturalista latino del mismo modo en que le llegaron las
observaciones de Leónidas de Bizancio, de Aristóteles o del
peripatético Lacides.
Claudio Eliano, cómo Julio Verne, como Kant, nunca salió de sus
cuadrículas de tierra y, poco sabemos de él.
-Conocemos el lenguaje de los leones-, nos cuenta la mujer de azul.
Sus cachorros, comen, juegan y duermen con nuestros hijos. Los
leones caminan junto con nosotros y toman agua de los mismos
manantiales. Sólo cuando están sin poder cazar durante semanas es
que se introducen a nuestras viviendas. Entonces, los hombres, les
gritan con alaridos estremecedores y los ahuyentan fácilmente. Las
mujeres en cambio, somos débiles. Preferimos hablarles con suavidad,
reprenderlos con cariño, recordándoles quiénes somos y a qué vinimos
a este mundo: Tú, león, rey de la fieras, ¿no sientes vergüenza al venir
a mi humilde morada a pedir a una pobre mujer que te alimente?, ¿no
te sonrojas viendo, como si fueras un inútil, que una mujer con sus
manos llenas de compasión, te entrega lo que buscas? ¡Tú, que
tendrías que acudir a las regiones montañosas para perseguir ciervos
y antílopes y todos los animales que son el alimento que te
corresponde a ti y a tu especie! En cambio, como si fueras un
pobrecito perro, te avienes a recibir comida de las manos de otro.
Ruborizado así, el pobre animal, se retira a paso lento, con la cabeza
gacha, sintiendo pesar por esas palabras justas.
La sombra que grita en el desierto y la risa escondida siempre
estuvieron ahí, en lenta rotación, llenas de niños entrando en su sitio.
Todos sonreímos y aplaudimos la maravillosa historia. La mujer de
azul, complacida y pudorosa, también sonríe. Con un bello movimiento
de mano se envuelve con el manto y se cubre la espalda. La brasa
del cigarrillo ilumina la cara de Isaías. Los gritos, las carcajadas y los
comentarios sobre las historias de los animales dominan la escena. Se
escucha un búho ascalfo que nos estremece con sus chistidos y
extraños cantos a las víctimas de su cacería nocturna.
La mujer de azul comienza ahora una historia de agua. Cierro los ojos
y escucho una generosa fábula: en un país de tierras purpúreas,
alguien emite un sonido como el de una muchacha loca. Ese sonido
es un instrumento de la noche que conoce el tormento.
Comprendemos que habla del viento depredador y del desierto que
alguna vez fue mar.
Los dromedarios no son originarios del Sahara; fueron introducidos por
los romanos como la historias de Eliano.
Vamos andando lado a lado con Isaías, conversando. El sol de la
mañana en el desierto tiene una luz tan blanca que, aún con lentes
oscuros, obliga a mantener entrecerrados los ojos. La caravana se
mueve al compás del dromedario que lleva a Isaías. Es un animal
majestuoso, notablemente más grande que el resto de sus congéneres
y con abundante pelo marrón negruzco.
- Al llegar al pueblo, deberemos sacrificarlo-, dijo Isaías, palmeando
con cariño a la bestia.
-¿No parece tan viejo?-, respondí a modo de pregunta.
– Es la “Eid al-Adha”, la celebración del sacrificio y de la sumisión
total de Abraham ante Allah. En esa gran fiesta ofrendaremos nuestro
mejor animal. -
– ¿No se puede ofrendar en cambio la mejor de las ovejas o de los
carneros que cuidan las mujeres de azul? -
– Querido amigo, dijo sonriendo Isaías, ¿quién se atreve a provocar la
ira de Dios?, ¿quién se atreve a llevar sobre su frente la marca del
pobre y desdichado Caín?-
Las religiones de un dios, acabaron con la figura del héroe. Abraham
comprende, en una visión, que lo que el padre te da, el padre te lo
quita. Dios le pide lo que ni el Diablo se permite pedirle a Fausto: la
vida de su hijo. Los hombres de todas las religiones hemos seguido
con pasión y terror este relato. Pese al ángel mensajero y al posterior
sacrificio del cordero, Abraham, ya nunca más será padre sino, el hijo
sumiso del Señor. La tierra regada con la purpúrea sangre de los hijos,
de los corderos, nos recordará un día de cada año, la demencia de los
padres, el sollozo cobarde de Abraham y la plegaria ante el cuerpo
indefenso del niño.
A mi alma baja, lo oscuro y lo indeciso, piensa Abraham. Ese cielo,
¿son las luces del infierno?
-El desierto, querido amigo, -dice Isaías-, está lejos del cielo y de la
tierra. Nosotros, los errantes por estas arenas, polvo del aire que
fenece, hemos aprendido a creer en todo y nada. Somos más
propensos a considerar, como Eliáno, que las avispas nacen de la
médula de los cadáveres de los caballos que de las sagradas
escrituras. La palabra escrita está destinada a la construcción de
imperios y no a la verdad.
En las historias que la noche deja para las mujeres de azul se cuenta
otra versión, más amable y, ciertamente improbable. En ella Abraham
es un hombre y es un héroe. Desobedece a Dios e inventa la aparición
del ángel, el cordero y su sacrificio. Abandona a Dios, pero no a la
religión. Como suele suceder con cualquiera de nuestros escritores
venerados, sus obras son mejores que ellos mismos. Abraham
determina que lo creado no pertenece a su creador y que tendrá en su
singularidad sus razones, sus movimientos e inevitablemente, su
propia historia. Abraham se constituye en un doble engaño. El
primero, contra la demencia de los padres. El segundo, contra su
propia comunidad que, aguarda horrorizada, la consumación del
filicidio. Abraham funda sobre la traición nuestra civilización
judeocristiana y después, musulmana. Inventa la celebración del
sacrificio; una ética de sumisión y lealtad. Ese día, con la sangre del
cordero, se dará de comer a los pobres y a los desvalidos. Los niños
recibirán sus regalos y los mayores se vestirán con sus mejores ropas.
Abraham, secretamente, sabe de la locura del padre, como lo saben
todos los descendientes de Noé y como lo sabe Dios mismo pero, no lo
revela al pueblo. Dios es preso del pacto que hizo con el último
hombre, después de asesinar a todo ser viviente sobre la tierra;
hombres, mujeres, viejos, niños y bestias. Nunca más su ira podrá
maldecir y aniquilar la tierra por causa del hombre y, el arco iris será
el símbolo que le recordará sus pecados. El próximo seis de
noviembre del dos mil once, de tu calendario, querido infiel,
celebraremos el “Eid al-Adha”; dedicaremos la sangre de nuestros
animales preferidos a apaciguar con vanidad la furia del innombrable.
En el nuevo día, el misterio y los designios inextricables de Dios se
abatirán sobre Abraham y todos los hombres. Como rezan las mujeres
antes de la ofrenda, sobre el pescuezo de las desafortunadas bestias:
Tu sacrificio tendrá un final de oro, también. Ama y tiembla por los
caminos como un perro, como Caín. Dios, sobre la tierra, mira al cielo.
El silbido de la madera atravesando el aire; el golpe seco, brutal sobre
la cabeza de la bestia.
Cae pesadamente sobre sus rodillas como cayó Galileo en Roma. La
testa mirando a La Meca, los ojos blancos, desorbitados. Entre las
sombras del primer sol de Terzouga, distingo ahora a una mujer que
está parada en el umbral de una casa sencilla, vestida de negro con
un caftán bordado en hilos dorados y la cabeza cubierta con una tela
blanca. Es una anciana: la cara y las manos tatuadas según la
costumbre berebere, de piel oscura y arrugada por la sal marina y el
paso del tiempo. A su lado, una joven con una ligerísima chilaba clara
y la cabeza cubierta pero, no así, la cara; lleva su frente tatuada con
una cruz y también un círculo de khol que la protege de las
maledicencias. Isaías, reclinado, con la cabeza apoyada contra la
cabeza del animal, recita los versículos sagrados.
– De ti los vientos huyen y su fecundo aliento, atraviesa los campos
que verdean las montañas. Tu existencia gozará de la inmortalidad.
Sin dolor, sin peligro. Para aplacar el fanatismo de la sangre; el
cuchillo con solemne rito de impiedad. De ti los vientos huyen, en el
poema de las cosas.
Ahora, la vieja está también reclinada frente al dromedario. Isaías,
sostiene la cabeza del animal desmayado con sus dos manos, como
Abraham lo debería haber hecho con Isaac, antes del holocausto. Con
un solo corte, preciso, casi imperceptible, la yugular se abre y una
tormenta de espesa sangre, primero azul o violeta y después roja, tiñe
las ropas de los sacerdotes, el pecho del animal y, después se mezcla
con la arcilla y los pedruscos que la calle guarda del desierto. Como en
Oruro y Potosí, la Pachamama en las celebraciones de “El Tinku”,
recibe la sangre de sus hijos con una rara y perversa felicidad. El
dromedario va cayendo lentamente como un niño dormido, leve. La
muchacha se acerca con un gran fuentón con agua y sal, donde
conservarán las vísceras de la ofrenda. El cuchillo entra en la piel, sin
resistencia y comienza a descoyuntar la rodilla. Un perfecto
instrumento que acaricia sólo una vez. No hay rasgaduras de
tendones ni cartílagos. Es una ceremonia discreta. La sangre va
ganando el paisaje y lo va impregnando de un color tinto. La anciana
lleva la pierna, como luego hará con todos los restos del animal, a
una de las mesadas que están sobre la calle para distribuirlos luego
entre los más pobres y los huérfanos.
Ya es hora de partir.
Con el primer paso, me resbalo en el barro ensangrentado y grito de
dolor por mi tobillo derecho.
Duele.
La muchacha continúa con la ceremonia del desmembramiento
mientras quebrantahuesos africanos esperan sin ansiedad el momento
del festín.
Voy en busca de Isaías. Nos despedimos.
El mar es lo único inmortal aquí.

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