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Este no es un cuento de hadas. Tampoco es una leyenda.

Ni siquiera forma parte de un


mito. Pero está basado en una historia completamente cierta. Había una vez un… ¿Sabes
de quién hablo? Shh. No se lo digas. El entenderá. Pero para que tú entiendas, tienes
que leer este cuento. Tal vez tenga un final feliz. Tal vez no. Pero mientras lo decides,
pasarás un tiempo muy divertido. Te lo firmo en blanco.

She can’t remember a time when she felt needed

If love was red then she was color blind

All her friends, they’ve been tried for treason

And crimes that were never defined.

- To the Moon & Back by Savage Garden

Cuando un príncipe y una princesa, viniendo de mundos tan iguales pero apartados y
son presentados, la corte real podría decir que están destinados el uno para el otro. Pero
cuando la corte real se preocupa más por el reino y olvida que dos personas que nunca se
conocieron pueden llegar a enamorarse es donde realmente empieza la historia.

En el Japón de hace muchos, muchos lustros, reinaba un emperador que siempre vestía
de amarillo porque además de ser el color de la realeza, acostumbraba mandar, ser
obedecido y no oír replicas. Su esposa, la emperatriz, le había dado cinco hijos.
Desgraciadamente, uno de ellos murió y fue cuando el emperador se amargó tanto que el
Imperio comenzó a resentir el dolor de su soberano. Ya no había fiestas, ya no había fuegos
artificiales en el cielo ni tampoco dragones que escupiesen fuego y adornaran en cada
esquina con faroles de papel. El emperador y la emperatriz nunca pudieron reponerse de la
pérdida de su hijo y fue entonces cuando decidieron que tendrían que educar a su hijo
mayor, el heredero al trono, de una manera severa. Tan severa como la de los samuráis de
los que se hablaba en toda la cultura en la cual siempre habían vivido.

Su hijo, el príncipe heredero, era un joven que había recibido de un adivino una
premonición el día de su nacimiento. Pero él no lo sabía. Sus padres se encargaron de
ocultárselo para que ninguna cuestión adivinatoria arruinara las expectativas que se tenían
puestas en él. El príncipe Soujirou parecía tenerlo todo desde pequeño: inteligencia,
capacidades atléticas y una habilidad impresionante en el origami. Con cualquier pedazo de
papel que caía en sus manos era capaz de crear hermosos animales, estrellas, dragones,
cualquier cosa que le pasara por su cabeza. Pero cuando su hermano había muerto, dejó por
completo de hacer origami. Ya no le interesaba. Antes lo hacía con gusto para entretener a
su hermano pero ahora sin él no tenía caso hacer un zoológico en papel para que nadie
sonriera cuando lo terminara. El príncipe Soujirou se limitaba a obedecer a los
emperadores, puesto que después de todo, algún día terminaría siendo el gran emperador
del Japón. Pero eso no hacía que se sintiera menos. Cada año que era el aniversario
luctuoso de su hermano, sentía que nunca podría llenar ese vacío que había en el trono, en
su vida, en la de sus padres y en la del Imperio. Y juró nunca más volver a llorar después de
haber visto marchitarse la última flor de cerezo de su jardín.

Sin embargo, al otro lado de donde se ubicaba la Casa Real, existía una princesa. Ella no
sabía que era una princesa puesto que tenía que trabajar continuamente en un taller de
fuegos artificiales. Su abuelo, un noble japonés venido a menos, se había visto en la
necesidad de recoger a su nieta y no revelarle nunca que ella también era una princesa. Si
toda la familia real muriese, ella sucedería al trono pero tendría que luchar con todas sus
fuerzas sobre ese derecho porque simplemente en Japón no había mujer alguna que pudiese
tomar el mando e imponerse en un mundo que estaba tan cerrado para ella por ser mujer. A
pesar de su ascendencia japonesa, nadie la creía verdaderamente japonesa porque sus ojos
no hacían justicia a la raza asiática. Ella era la única niña que en todo Japón no tenía los
ojos rasgados. Muchos la miraban con odio, otras la miraban con envidia pero la mayoría,
sin conocer que tenía un grado tan alto de nobleza, la veían como una chiquilla aprendiz. Su
abuelo le enseñaba cómo hacer que con algo de pólvora se hicieran hermosísimas
creaciones en el cielo oscuro de Japón. Cierto día, cuando el anciano sintió que su fin iba a
llegar pronto, la llamó a su lecho.

- Misao… hija mía… muy pronto habré dejado este mundo terrenal y no tuve nada
más para ofrecerte que un taller fabricante de fuegos artificiales…
- Me has dado más que eso… - replicó la joven. Ya había dejado de ser una niña y su
rostro y manos siempre estaban manchadas de pólvora.
- Espera Misao… nunca has sabido escuchar cuando la gente te habla… Tal vez yo
tenga la culpa por nunca haberte revelado el secreto de tu origen…
- ¿Cuál secreto? – Los ojos de Misao se abrieron aun más provocando que su abuelo
suspirara lentamente.
- Tú eres una princesa Misao… Tú debiste haber crecido en el palacio imperial. Pero
yo no tuve el valor de dejarte y fue que te traje aquí.
- ¿Princesa? ¿Yo?
- Sí… tu. Pero no importa… serás algún día la emperatriz de todo Japón si yo me
hubiese equivocado. Pero antes de eso tienes que hacerme un gran favor.
- ¿Cuál?
- Cuando yo muera tienes que pedir asilo en el palacio imperial. No te lo van a negar.
A pesar de la rigidez de nuestro emperador, la emperatriz te acogerá. Debes decirle
que eres la nieta del anciano Wu.
- ¿Y qué quieres que haga abuelito?
- Tienes que develar un secreto al príncipe heredero. Cuando nació el príncipe
Soujirou, yo, sin haber caído aun en desgracia, le hice una premonición que no
tardará en cumplirse. Pero no seré yo quien se la revele. Serás tú.
- Abuelo, no entiendo…
- Lo entenderás. Te lo revelaré desde el más allá cuando el destino llegue por fin. Tu
tarea será decirle que tú sabes lo que ocurrirá desde un inicio. Con eso será
suficiente para ganarte su atención.

Y habiendo susurrado esas palabras tan enigmáticas, las cuales Misao no pudo entender, el
anciano falleció. Misao no pudo contener su dolor y pasó dos años vagando por las
montañas para curar su pena. Ya no había razón para hacer fuegos artificiales. Ya no había
razón para mancharse las manos de pólvora. Ella era una princesa. Y sabía que tendría que
cumplir su palabra. Pero dejó que las flores de cerezo se marchitaran durante dos inviernos
antes de fijar su mirada en el palacio. La vagabunda se iba a terminar. La princesa
aparecería. Pero no tenía ni la más mínima idea de cómo cumplir lo que su abuelo le había
pedido.

En el año del gallo de agua, Misao se presentó en la corte imperial. Los soldados voltearon
a mirarla pero ninguno se atrevió a detener su paso. Había una gran fiesta debido al
cumpleaños del príncipe Soujirou y de repente no supo cómo actuar. Estuvo a punto de dar
media vuelta e irse cuando vio que los encargados de los fuegos artificiales no hacían bien
su trabajo. Molesta, se acercó, les arrebató de las manos la pólvora y ella sola logró que en
el cielo apareciera un enorme dragón que escupía estrellas. Estuvo a punto de escabullirse
después de haber logrado su cometido pero una mano la tocó.

- ¿Cómo lo hiciste?
- ¿Perdón?
- ¿Cómo lo hiciste? – insistió el príncipe heredero ante aquella muchacha de ojos
grandes.
- Las personas que su alteza ha contratado son unas ineptas. ¿Por qué siempre los
príncipes tienden a encargar su entretenimiento a lo peorcito del Japón?
- No había nadie más. El antiguo taller de fuegos artificiales cerró hace dos años…
- Lo sé. Era de mi abuelo.
- ¿Eres la nieta del viejo Wu?
- Sí. ¿Cómo lo sabe?
- Porque sólo hay una mujer que en todo Japón puede tener esos ojos tan diferentes
que tienes a los del resto de nosotros. Y todos sabían que pertenecían a la nieta del
viejo Wu.
- Pues sí. Lo soy. Y ya hice que su dragón apareciera en el cielo. Así que me voy a
retirar…
- ¿Por qué? ¿Te hago sentir incómoda?
- Tal vez… tal vez porque vengo a pedirle asilo a su madre, la emperatriz. Mi abuelo
dijo que lo hiciera…
- ¿Y por qué vienes hasta ahora? Hace dos años que falleció el viejo Wu.
- No importa que llegue tarde. Lo que importa es que he llegado, su alteza.

Esa noche, el príncipe Soujirou no pudo dormir pensando en aquella chica que había
logrado que su fiesta de cumpleaños fuese un éxito y que le había pedido asilo a su madre.
Como era de esperarse, el emperador refunfuñó pero al saber que era la nieta del viejo Wu,
su rostro se ensombreció e inmediatamente ordenó que le dieran un cuarto en el ala
imperial. Aquello era demasiado extraño. Nunca se había topado con alguien tan decidido y
lejano al mismo tiempo. Aquella mujer comenzó a intrigarlo. Tenía que averiguar por qué.

El emperador mandó llamar a la sala del trono a Misao una vez que se hubo instalado en el
palacio. Sabía perfectamente que aquella chiquilla era una amenaza para su hijo puesto que
seguramente el viejo Wu le habría dicho la premonición que le hiciera a su hijo al nacer. Y
él no estaba dispuesto a que su hijo se enterase. Si Soujirou conocía lo que le deparaba el
destino, no iba a ser tan fácil gobernarlo como siempre.

- Misao Wu… ¿no es cierto?


- Sí alteza.
- Sé perfectamente porque tu abuelo te ha mandado a pedir asilo aquí. Y también sé
que eres una princesa heredera al trono japonés. Por ello he decidido instalarte en el
área destinada a nosotros, a los emperadores y a mis hijos. Pero antes de que otra
hora pase, he de ordenarte que no cumplas con la última voluntad de tu abuelo.
- ¿La sabe usted alteza?
- Sí. No olvido que fue el viejo Wu quien pronosticó el futuro de mi hijo Soujirou.
Pero él no sería capaz de llevar a cabo su trabajo como emperador si supiera esa
profecía.
- Alteza… - Misao hizo una reverencia y se acercó al emperador. – No debe usted
temer de mí…
- Cualquiera que tenga los ojos tan grandes como tú no es de fiar…
- Ya sé que no soy como el resto de los japoneses, alteza. Lo he tenido bien claro
desde niña. Pero lo que quería decirle era que aunque yo quisiese decirle a su hijo la
profecía que mi abuelo le vaticinó, no podría. No me la dijo… no alcanzó a
decírmela…
- Que así sea. Y otra cosa. Estarás en el palacio pero nunca solicitarás el derecho a
que te llamen princesa. Sólo la emperatriz y yo lo sabemos. ¿Te queda claro?
- Como el agua, majestad.

Pasaron dos meses en los cuales Misao no salió de su habitación. Aún recordaba con gran
pena a su abuelo y no le apetecía pasear por los hermosos jardines. Además, dentro de su
mente, intentaba encontrar algo que le dijera de qué profecía le había hablado su abuelo.
¿Cómo iba a decirle a Soujirou que ella sabía desde un inicio lo que iba a ocurrir? Sabía
que ya no podía pasar mucho tiempo encerrada, ella era un pájaro que no había nacido para
estar encarcelado. Así que decidió abrirlo. Abrir un cuarto era como abrir el corazón. Y ella
temía abrirlo. Porque algo la hacía mirar a Soujirou. No sabía qué. No tenían nada en
común… al parecer. ¿Qué más daba? Abrió su cuarto y miró un jarrón vacío. Cuando lo
recogió, Soujirou apareció frente a ella.

- No supe que flores eran tus preferidas…


- No puede darlas… ni siquiera las puede comprar y no las tiene…
- Tengo todo en mi jardín…
- En un jardín japonés su alteza. Pero a mí me gustan los tulipanes holandeses.

Acto seguido, Soujirou, con un coraje que no pudo detener, le arrebató el jarrón y lo lanzó
por una ventana. Se oyó el ruido de los pedazos sobre el suelo.

- ¿Por qué ha hecho eso?


- Porque si no he de darte gusto o piensas en otra cosa, ¿Qué gano yo con tratar de
ofrecerte algo bello?
- Que extraño…
- ¿Qué?
- Lo que acaba de decir. ¿Está coqueteando conmigo su alteza?
- Tal vez… ¿Qué harías si fuera cierto?
- Le diría lo siguiente. Desde este momento ya sé cómo vamos a terminar usted y yo.
- No puedes saberlo…
- Lo sé perfectamente…

Aquello hizo que el príncipe heredero se intrigara. ¿Cómo una mujer le iba a decir cómo
terminarían si él la cortejaba? Aquello era imposible. Acaso se tratara de una manera burda
y carente de ingenio de llamar su atención. Pero lo había logrado. Tendría a Misao Wu. Y
nada lo iba a detener.

Poco a poco, los dos jóvenes fueron haciéndose amigos. Pronto se dieron cuenta que no
eran tan diferentes como parecían. Ambos habían sufrido pérdidas, ambos habían padecido
traiciones y amores frustrados y ambos compartían una manera muy peculiar de hablar
sobre el amor terrenal. La primera vez que lo mencionaron, el príncipe bajó la mirada.

- No sabía que fueses tan parecida a mí. Además nadie habla de esto como tú lo
haces.
- O tal vez sea que empiezo a pensar que usted no puede estar separado de mí…
- Si yo… - Soujirou titubeó. – Si yo te dijera, Misao Wu, que te amo, que eres el
amor de mi vida, que no sé por qué tan rápido me enamoré de ti y que siempre te
voy a amar… ¿me creerías?
- No alteza.
- ¿Por qué?
- Ya se lo he dicho antes y se lo vuelvo a repetir ahora. Porque yo ya sé como
terminarían las cosas.

Aquella frase con la que Misao lo rechazaba comenzó a obsesionar la mente del príncipe.
“Yo sé cómo van a terminar las cosas”. ¿Qué iba a saber ella del futuro? A fin de cuentas
no era más que una aprendiz que sabía hacer fuegos artificiales hermosos. Pero él la quería.
La quería y comenzó a imaginar un futuro. Pero ella tendía siempre a romper sus ilusiones.
Cuando estaba a punto de decirle que la amaba, ella lo cortaba gentilmente con la misma
frase. “Yo sé cómo van a terminar las cosas”.

Lo que Soujirou no sabía era que Misao deseaba contestarle otra cosa. La joven se había
enamorado. Pero tenía miedo. ¿Cómo aspirar a ser amada por el príncipe heredero, ser
aceptada por su padre, el severo emperador y al mismo tiempo obtener su estatus de
princesa? Ni ella misma lo sabía. Pero una noche, sintió mucho, mucho frío y al toser sintió
en la boca el sabor de la sangre. Tosió de nuevo y su pañuelo blanco se manchó de rojo.
Estaba enferma. Misao iba a morir… y eso ella sí lo sabía.

El emperador mandó llamar a su hijo Soujirou y después de haberlo castigado severamente


por no haber puesto la suficiente atención durante la revisión de la armada japonesa, le
preguntó.

- ¿Por qué te has hecho amigo de Misao Wu? Ella no es más que una recogida. Sólo
sabe hacer fuegos artificiales, tú eres un príncipe, eres el artífice del origami más
grande que Japón ha conocido y ¿prefieres intentar tener tulipanes en una maceta?
- Ella es mi mundo padre… se lo he dicho pero ella parece no creerme.
- Ella no es tu mundo ni será parte de él. Deja de soñar y recuerda que un día tú me
sucederás en el trono de este Imperio y no debes fallarme. No puedes ser débil, no
debes olvidar las arcas del tesoro imperial, rodéate de gente que se humille para
estar contigo, encuentra una mujer que tenga los ojos como la raza asiática. Misao
Wu no te traerá más que problemas…

Cierto día, una mesa del comedor tuvo un severo raspón y el carpintero tuvo que ser
llamado a palacio. La mesa imperial no podía tener un raspón, aquello era inaudito. Ese
mismo día, Soujirou se había molestado con Misao por la recurrente frase de “Yo sé lo que
va a pasar”. El príncipe ya no soportaba aquello. Lo estaba volviendo loco y sentía que ya
no tenía ningún control sobre nada. Así que Misao decidió hacerle la plática al carpintero
mientras arreglaba la mesa. Pero un criado, envidioso de la posición que Misao tenía en el
palacio imperial, llamó al príncipe a que viera qué tan bien se desarrollaba Misao con los
desconocidos. Al ver aquella plática, Soujirou sintió que su corazón empezaba a destilar
veneno y odio contra aquella mujer de ojos tan diferentes. Decidió en ese preciso momento
que Misao era una traidora, que sólo había estado jugando con él y de ninguna manera él
iba a permitir que esa chiquilla le quitara el honor tan típico de los japoneses. Poco a poco,
Soujirou comenzó a desarrollar un odio incontrolable por Misao, tan sólo por el hecho de
verla sonreír al lado de alguien que no era él. ¿Qué ella no veía que él la hubiera podido
amar hasta el final de los tiempos y que el Imperio del Sol Naciente no valía nada si ella no
lo miraba a la cara? El príncipe tomó una decisión. Fue a su cuarto, tomó del tallo los
tulipanes que milagrosamente había conseguido retoñar y los tiró a la basura. Ya no valía la
pena.

Misao no era tonta para no resentir el cambio de Soujirou para con ella. No podía entender
por qué le había molestado el chisme de ese criado sobre su persona. ¿Qué no era ella libre
de hablar con quien le diera la gana? ¿Sonreír con otro que no fuera Soujirou era un
pecado? Ella no lo veía así pero al parecer, el príncipe sí. Así que durante un año y medio,
Soujirou prácticamente dejó de de buscarla. Ya no le hablaba más que lo estrictamente
necesario y cuando Misao veía un brillo de amor para ella en la mirada del heredero,
Soujirou cerraba rápidamente los ojos. La princesa de los ojos grandes comenzó a sentirse
terriblemente mal. Ya no podía hablar con él, no podía decirle lo que su abuelo le dijera:
“Yo sé cómo van a terminar las cosas”. Y lo que era peor, durante el invierno de ese año,
Misao se dio cuenta que estaba empeorando. La sangre en sus pañuelos blancos cuando
tosía era más y más oscura, casi negra. Misao le había ocultado a casi todos el hecho de que
estaba enferma, a todos menos a la cocinera del palacio. La cocinera, mayor que ella, se
daba cuenta que Misao era diferente y que tenía algo que emanaba de ella que amenazaba
con ahorcarla prontamente. La cocinera podía sentir un shinigami por las noches, rondando
el cuarto de Misao. Pero ella no podía hacer nada. Sólo era una cocinera.

Un día en el que Misao se sentó bajo los cerezos, el príncipe apareció. La muchacha lo
saludó tímidamente y Soujirou, de pronto, volvió a sentir interés en ella.

- Hace mucho que no te veía…


- Su alteza se olvida que vivo en el mismo palacio que usted.
- Lo sé pero he estado ocupado con la armada, el tesoro imperial, las obligaciones que
tengo para con mi futuro Imperio… Todos saben que mi padre no durará mucho y
que pronto seré el nuevo emperador. No tengo tiempo para perderlo….
- ¿Conmigo? – completó Misao con decepción.
- No, no es eso… es sólo que… bueno, nuestras conversaciones siempre terminan
igual. Cuando diga lo que te diga me contestas que ya sabes cómo terminarán las
cosas.
- Y ahora lo sostengo más que nunca su alteza…
- ¿Ves? Lo que una vez me hizo pensar que eras parecida a mí no fue más que una
ilusión. Para empezar, tus ojos no son compatibles con los míos.
- ¿Y eso le molesta su alteza?
- No sé que responder a eso…
Misao sintió como si un sable le hubiera cortado el brazo de tajo. De pronto deseó con
todas sus fuerzas saber el destino de Soujirou que su abuelo no había alcanzado a decirle,
tener fuerzas para no escupir sangre en su pañuelo y retar al Emperador a que la presentara
como una princesa, como la princesa que su abuelo le dijo que era. Se mordió los labios.
Jugándose el todo por el todo, se levantó súbitamente, se vistió de amarillo y se presentó
frente al Emperador que la miró estupefacto.

- ¿Qué haces vestida con el amarillo imperial?


- Usted sabe muy bien porque lo estoy usando. Ya me cansé. Es hora de que anuncie
que yo soy una princesa de Japón.
- Nadie lo creería… no eres más que una recogida de palacio.
- Recogida o no pero o me eleva al estatus que por designio divino me corresponde o
yo le digo a su hijo la premonición con la que nació….
- No serías capaz de hacer eso y menos ahora… que probablemente los shinigamis
que vagan en el palacio vienen por mi…
- Usted ni nadie pueden saber si efectivamente los shinigamis lo están rondando a
usted. Puede que estén esperando por alguien o por algo más….
- Si te elevo al estatus de princesa, ¿qué le voy a decir a mi pueblo y a Soujirou?
- El príncipe no dirá nada. Nada de lo que yo hago le importa ya. Y su pueblo tiene
que enterarse que el viejo Wu no era otra cosa más que su primo hermano…
- ¡Cállate!
- No…. Es la verdad. Wu hubiera podido ser emperador de Japón pero le dejó a usted
el trono porque su hija se vinculó con un extranjero de grandes ojos. Ojos que yo
heredé. Mi abuelo sabía que nadie me aceptaría como princesa… y prefirió
enseñarme el arte de los fuegos artificiales a pesar de que él podría haber vivido y
gobernado aquí. Así que ya va siendo hora que se lo explique al pueblo.

El emperador, ante aquella muchacha y la verdad expuesta, no tuvo más remedio que
anunciarla ante el pueblo como princesa de Japón. En un comunicado que se extendió por
cada aldea, el emperador reconocía que él no había sido la primera elección como
emperador pero que el destino lo había puesto allí. No entraba en más detalles. Pero de
buenas a primeras, Misao era la noble que siempre había sido. Pero Soujirou tomó muy mal
aquello de que Misao fuera princesa. “Yo sé cómo terminarán las cosas”. ¡Por supuesto!
Eso tenía que ser. Misao le decía eso cada vez que le hablaba de amor porque ella sabía que
desde un inicio ella era más noble que él y que en determinado momento era ella y no él
quien debería heredar el trono de Japón. El malentendido que se formó en la mente de
Soujirou hizo que tomara una decisión estrepitosa.

Hacía dos semanas que Misao conversaba con el shinigami que había venido por ella. Sabía
que no le quedaba más de una semana. Llorosa, con el corazón en un puño, le contaba a ese
ser sobrenatural que habría de llevársela al otro mundo, lo mucho que amaba a Soujirou.
Todo había sido malentendido desde un inicio. Ella por querer obedecer a su abuelo, al
emperador y su miedo, no había luchado apropiadamente para contestarle otra cosa
diferente a Soujirou. “Yo sé cómo van a terminar las cosas”. Sin embargo, esa misma
noche, el shinigami tomó la forma de su abuelo, del anciano Wu.

- Misao… es hora de que reveles a Soujirou lo que yo le vaticiné el día de su


nacimiento. Lo debes hacer antes de que tus minutos se acaben.
- Abuelo… lo que me pides…. He hecho todo lo que me has pedido y aunque ya soy
princesa ante todo el pueblo, Soujirou parece odiarme… Extraño tanto a la persona
que era cuando yo llegué…
- Así tenía que ser pequeña mía… y puede que llores más aún cuando llegue la
mañana.

El abuelo tenía razón. Por la mañana, la cocinera entró como tromba al cuarto de Misao y le
dijo lo que todo Japón ya sabía por el comunicado real. Soujirou, el príncipe heredero, se
comprometía en matrimonio con una princesa del país vecino. De acuerdo al comunicado
que se había dado a conocer en todas las aldeas, Soujirou ya había pedido la mano de la
joven y ésta lucía en su mano un diamante amarillo, resplandeciente como el sol. Misao
pasó saliva para no atragantarse con la sangre que solía acumularse ya en su garganta y
lloró amargamente. La cocinera intentó confortarla, decirle que todos los hombres eran
iguales, que ninguno valía la pena como para llorar así. Que se alegrara, después de todo
ella era también princesa y podía casarse con algún otro príncipe de reinos vecinos. Que era
demasiado bella para que esos ojos, tan grandes como el sol naciente, se llenaran con agua
salada. Lloró y lloró. Toda la noche su shinigami se dedicó a contemplarla mientras lloraba
amargamente un amor no correspondido. Y el Shinigami decidió que antes de llevarse a
Misao para siempre, iba a dejar un recuerdo en la mente de la prometida de Soujirou.

El día siguiente, la princesa del país vecino pidió una audiencia con Soujirou, su prometido,
y le contó que un shinigami se le había aparecido y le había dicho que él no la amaba. Que
veía en ella a otra mujer que sabía cómo terminaban las cosas. Aquello enfureció al
príncipe y en un momento de ira le dijo que probablemente ese shinigami no era más que el
mensajero de una enferma que había llegado a su palacio siendo un aprendiz de un taller de
fuegos artificiales y que pretendía ser princesa. Aquello tranquilizó a la princesa del país
vecino pero cuando el Shinigami le contó por la noche a Misao lo que había ocurrido,
Misao entró en trance. Su abuelo, desde el más allá le estaba diciendo palabra por palabra la
predicción que se le había ocultado a Soujirou desde el día de su nacimiento. El shinigami
le recordó que esa era su última noche en el mundo de los vivos y que si tenía algo por
hacer, lo hiciera ya.

Misao cogió papel y tinta, arrancó flores de cerezo del jardín imperial y las envolvió con
sus pañuelos blancos manchados de sangre. Ahora comprendía que cuando una relación se
marchitaba, era imposible que volviera a florecer. Escribió toda la noche, con el Shinigami
como su compañía y dejó una nota ante el cuarto de Soujirou.
“Yo sabía cómo iban a terminar las cosas”. Eso lo dijo mi abuelo, no lo dije yo. El me
pidió que te dijera que el día que tú naciste, el emperador te ocultó una predicción que
marcará tu destino. Ahora, se me agota el tiempo, así que te revelaré cómo es que terminan
las cosas. Tu destino es estar solo. No habrá una emperatriz al lado tuyo aunque lo
quieras. La única emperatriz que pudo haber regido Japón contigo es la misma que
iluminó el día de tu cumpleaños con los fuegos artificiales de un dragón. Nadie más te
amará como te amó ella. Pero tu orgullo y honor japoneses destruirán la felicidad que
tuviste en tus manos y preferirás la caída de tu Imperio a la caída del perdón. Nunca
reinarás. Y ella ya se habrá ido para cuando te des cuenta de lo que el “honor” japonés te
hizo renunciar: el amor de una mujer tan parecida a ti que sólo te fijaste en la diferencia
que la marcaba contigo. Sus ojos abiertos, porque nunca se rasgan… Ése será el inicio y el
final de tu reinado, Soujirou, alteza imperial, el artífice del origami de papeles que
creaban formas para sanar tu soledad”.

Misao murió esa noche. Cuando la encontraron la mañana siguiente, sus ojos estaban
cerrados pero sus lágrimas habían cubierto gran parte de su rostro. El shinigami se la había
llevado y ahora ella se reunía en el más allá con su abuelo. Cuando Wu le preguntó si la
había pasado bien en el mundo terrenal, ella sólo contestó antes de evaporarse por los
cielos: “Los cuentos de hadas sí existen abuelo… yo fui una princesa que se enamoró…
Sólo que los cuentos de hadas también tienen finales tristes”. Wu sonrió, tomó la mano de
su nieta y se evaporó junto con ella en el amanecer oriental.

Soujirou leyó demasiado tarde la predicción de su futuro. El honor lo había cegado y le


había impedido ver la realidad. Los malentendidos se hicieron tan reales que él había
terminado por hacer decisiva la predicción que le hiciera Wu el día de su nacimiento. En
efecto, nunca llegó a heredar el imperio. Otra dinastía lo tomaría. Y a pesar de que había
jurado que nunca iba a volver a llorar, lloró con el espíritu de su hermano a su lado. Y
comenzó a hacer origami por días y días, intentando concentrarse y olvidar todo lo que
había pasado en esos últimos tres años. Y cuando el papel tomó forma de luna y el sol se
reflejó en ella, pensó en la chica que hacía que su cielo tuviera fuegos artificiales…
Misao….

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