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Os propongo iniciar un viaje, estamos en Babia un valle lleno de montañas donde el eco, se
repite varias veces a sí mismo. Los escritos de Marco Aurelio nos llegan como un eco
repetido a través de diversos compiladores, filósofos y traductores. Más yo no quiero
preguntaros por el significado del eco de sus palabras, no me dirijo a vuestro intelecto o
conocimiento. Yo sobre lo que quiero interrogaros es que emociones o estados de ánimo os
genera su lectura. No os pregunto lo que dice esa voz su significado, sino si esa voz esta
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triste o alegre, calmada o enfadada, a que emoción y sentimiento da expresión esa voz, que
pasiones la mueven cuál es su manía.
El mensaje de Marco Aurelio nos llega como eco de ecos, igual que si estuviéramos en el
campo y escucháramos las eco barias veces seguidas. Los textos de Marco Aurelio nos llegas
a través de la historia de diversas fuentes y con diversas traducciones, … siempre a través de
otros, ¿Cómo contrarrestar este efecto y minimizarlo?
Tratando de conocer la época y la manera de pensar de Marco Aurelio, y de asignar el
significado correcto a sus palabras, que durante 2000 años han cambiado y evolucionado.
Tenemos que realizar el increíble esfuerzo de situarnos en la época socio política y cultural
de Marco Aurelio
2.- La tragedia griega tuvo tres grandes autores.
Esquilo. Sus obras representaban fases de la historia griega, por las que reflejaba a un
hombre sometido a un destino e incluso a una voluntad divina. El héroe aparece
situado en un orden cósmico en el que sus acciones pasan a segundo plano, para dar lugar a
la disputa de sus luchas internas. Su tema principal es el sufrimiento humano que lleva al
conocimiento que tiene una causa directa o indirecta en una acción injuriosa que conduce a
la desgracia de los personajes. El teatro de Esquilo
3 se caracteriza también porque los
personajes, en lugar de la violencia utilizan la persuasión, como se puede apreciar en la
Orestíada.
Las características principales de las nuevas concepciones, dieron pie a que Eurípides
abordara la limitación y sumisión humana frente a la divinidad, la valoración
individual, el estudio del significado de los valores y las costumbres de los pueblos. Sus
personajes no parten de la elevación de la grandeza humana, sino que ahora penetran en el
interior del ser, pero no encuentran ahí más que crueldad, ambición, etc. Esa condición del
hombre, no sólo ocurría en ese tiempo, sino que se traía de un pasado y se proyectaba
hacia el futuro.
La tragedia (Tragoidia, canto del macho cabrío) proviene del ditirambo, canto del culto a Dionisos, dios en
el que se personificaba el misterio a los aspectos más ocultos y primitivos de la naturaleza humana.
3.- El papel del coro
En las grandes dionisíacas se cantaba el ditirambo. El coro, encabezado por el corifeo, gritaba “evohé”,
danzaba y cantaba en círculo. El coro pasó a formar parte fundamental de la puesta en escena, pues sus
cantos y evoluciones en la orquestra dieron fastuosidad a la representación.
El papel que tenía el coro era fundamental, de la actuación suya dependía la división y organización de la
estructura de la tragedia, la cual no puede ser concebida sin un coro. Durante la historia de la tragedia, la
música coral ha sido siempre un personaje central, perteneciendo al verdadero drama.
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Los griegos tenían dos palabras para definir la vida ZOE la energía – impulso vital y BIOS la
vida de un individuo vivo, que muere. Aunque se extinga una especie la vida sigue,
inextinguible. (el verde Dionisias dios de la generación y vegetación que viene del
ultramundo materno)
La vida se alimenta de la muerte. La muerte nutre la vida. Ejemplo, los peces en el mar, si los
peces no mataran a otros peces no sembraran la muerte, estos morirían, todos morirían. La
vida marina dejaría de existir, la muerte es necesaria).
Los malos momentos y el sufrimiento nos permiten reconocer y disfrutar de los buenos
momentos. La infelicidad nos permite ser felices.
Esta brevísima aproximación a Edipo Rey elige la perspectiva del Coro, que, si bien
mantiene una relación estructural con la tragedia, por momentos es también un outsider
testigo del drama, observador conmovido por la tensión de pasiones que arrastra a los héroes
en peripecia, cual marionetas en el mundo de5 lo humano.
“(…) llegan, dice en tono casi profético, los tiempos en que todo ese andamiaje se ha de
barrer y la atención se ha de concentrar en dos elementos, que son los que cuentan: la poesía
el primero…, y, en segundo lugar, el drama como drama, (no es drama es tragedia) la pieza teatral
como tal pieza de acción teatral. (…)”
La función del coro ha sido interpretada como el sentir común de la ciudad, un análisis del
mismo nos traslada a lo atávico de la vida en comunidad, espacio público para la acción que
desdibuja las fronteras individuales.
Una supraindividualdad cuya razón de ser, es la po&lij
. El coro, en Sófocles manifiesta un sentir que acompaña al héroe en su metabolh/
, que todo lo ve, y todo lo juzga desde el parámetro de lo bueno, aquello que resulta útil a la
ciudad. El género trágico surge en ditirambos conectados al dios Dionisos, interpretados por
un coro de sátiros ( Odai de los tragoi ). Atenas se torna el escenario mayor para la
representación de la tragedia.
Nietzsche (2007), presenta el origen del drama trágico como un espacio dicotómico entre un
principio apolíneo, y un principio dionisíaco.
(…) Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos:
también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con
su hijo perdido, el hombre. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, y pacíficamente
se acercan los animales rapaces de las rocas y del desierto. De flores y guirnaldas está
recubierto el carro de Dionisio: bajo su yugo avanzan la pantera y el tigre
(…)
Objetivo El coro
El coro era un grupo de personas, que participaba en las obras de teatro griegas.
Durante la obra, el coro estaba formado por ancianos, que a su vez representaban al pueblo.
"Eso no sé. Lo que mis amos hacen no lo veo. El mismo viene aquí, sale de casa".
Comenta y juzga lo que ocurre en la tragedia. "Bien nos parece a todos: si aquél [Tiresias] habló sin tino, también tú,
Edipo."
Verdad 6
"Habitantes de mi patria Tebas; mirad a Edipo hoy. Fue el más perito en resolver enigmas, pudo llegar a ser el más alto de los
hombres, El que lo miraba sentía envidia por su dicha y altura. Y ved a qué abismos lo precipitó el ruedo del Destino. A quien no
ha visto aún tal luz del final día, jamás le llaméis dichoso. Dejad que vaya al seno de la muerte, sin haber gustado la amargura del
dolor de la vida."
Esquilo
Sófocles
Eurípides
Al final de la obra, el coro mantiene su afecto por Edipo, cuya desgracia deplora.
"¡Nos aterra, oh príncipe, todo esto! ¡No te rindas, conserva la esperanza: oye primero al criado que ha
sobrevivido!"
"Considera a este hombre: ya no es un niño y ahora por sus juramentos es más grande."
Nietzsche, F.
El origen de la tragedia.
También en lo que respecta a estos comienzos del arte trágico, Nietzsche concuerda con
Schiller: el coro es un muro vivo erigido contra la realidad asaltante, porque el coro de
sátiros - refleja la existencia de una manera más veraz, más real y más completa que el
hombre civilizado, que comúnmente se considera a sí mismo como única realidad
El coro representa el sentir de los ciudadanos de Tebas.
El Coro estructura la acción dramática, aun cuando se mantiene fuera de esta. Sófocles nos presenta la lucha de
Edipo contra su destino, la ironía consiste en que su triunfo lleva a Edipo a su propia destrucción. Sófocles hace uso
de una gran maestría en la economía de recursos: personajes, pasiones, tramas, encrucijadas. En un intento de
comprensión de los motivos intrínsecos que llevan al Coro a abandonar a Edipo a su suerte, surge el problema de la
moral en el mundo griego. ¿Qué es el bien?
(….) Quizás lo mejor sea centrar nuestra consideración en el bien en general y preguntarnos
en qué consiste realmente.
(…)
Pero el bien se dice en sustancia y en la cualidad
7 y en la relación. Ahora bien, lo que es por
sí y la sustancia son anteriores por naturaleza a la relación, que parece ser una manifestación
y accidente del ser. Y por esto no podría haber una idea común de ambas. Como el bien se
dice de tantos como el ser (en efecto, en tanto que sustancia, el bien se llama dios o
inteligencia; en cuanto cualidad recibe el nombre de virtud, y en cuanto cantidad la justa
medida; en cuanto relación, utilidad, en cuanto tiempo, oportunidad, y en cuanto lugar, la
residencia), es evidente que no hay ninguna noción común y universal (…)
La moral aristotélica rompe con el monismo ético platónico, para Aristóteles es perfecto
aquello que se elige por sí mismo y no por ninguna cosa (…).
La esencia del bien es múltiple, la justa medida será, al derecho objetivo, donde radica la
idea del bien. El límite del bien es la virtud. Edipo es héroe y es bueno para Tebas en la
medida en que es útil. El bien de toda acción es su fin, importa descubrir cuál es el fin de
toda acción humana, el bien supremo del hombre es la felicidad, nos dice Aristóteles. Las
felicidades consisten actuar conforme a la virtud, disposición a decidir el término medio
adecuado, conforme el criterio del hombre prudente. Edipo escapa a esa regla
Los griegos no reflexionaron, no estudiaron ni analizaron la tragedia. Solo la realizaron, vivieron e hicieron.
Como el pájaro que canta, y no es consciente de su canto. ¿Canta el pájaro porque es feliz o es feliz porque
canta? Dos grandes filósofos Nietzsche y Unamuno (desde el cristianismo) son los grandes estudiosos del
pensamiento trágico.
El concepto de apolíneo tiene una gran presencia en el pensamiento de distintos autores filosóficos, por
ejemplo, Nietzsche utiliza la dicotomía griega entre apolíneo y dionisíaco para remitir a dos márgenes de
realidad muy distintos. El marco de lo apolíneo representa la luz, el orden y la belleza. Por el contrario, el
concepto de dionisíaco remite a la oscuridad y el desorden. (consciente / subconsciente /// logos – alogos).
En la mitología griega, Apolo era el dios del Sol, de ahí que transmite una gran claridad y luminosidad. Por
el contrario, Dionisio es el dios del éxtasis y del vino. Nietzsche considera que la vida del ser humano
también tiene momentos de oscuridad que pueden ser expresados a través de sus rasgos dionisiacos (por
ejemplo, los secretos ocultos que una persona se esfuerza en no mostrar). El universo está compuesto por
contrastes que se relacionan entre sí pero que a la vez también se excluyen. Por ejemplo, lo apolíneo de la
luz se opone a la negritud de la oscuridad.
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Los griegos consideraban a Apolo como el Dios de la juventud y el arte (como la poesía y la música) ya que
tanto la juventud como la poesía y la música transmite la luz de la perfección y el orden. Las virtudes
representadas por Apolo eran muy importantes para los griegos por la vinculación de las mismas con la
felicidad: la mesura, la proporción y el orden que responde a la norma. Rasgos que muestran una esencia del
mundo y de la vida como un escenario agradable ya que nadie tiene miedo en la luz sino en la oscuridad.
Por su parte, Nietzsche reinterpreta el concepto de apolíneo y dionisíaco bajo la luz de un mundo en el que
también existen apariencias, excesos, desorden, ruido y oscuridad. Es decir, no existe el mundo puramente
racional y apolíneo, sino que también existen fuerzas instintivas en la vida. (inteligencia
emocional, tiene el corazón razones, que la razón no comprende. Razón poética, razón humana, razón de
sueños, etc.)
Belleza apolínea. Desde el punto de vista estético de la belleza masculina, el concepto de apolíneo también
puede utilizarse para elogiar el cuerpo de un hombre que transmite la belleza estética y armónica del canon
de belleza dominante en un contexto histórico. Una belleza que transmite perfección física.
El espíritu dionisiaco representa lo erótico, la desmedida, los deseos excesivos, el placer sin límite, la
afirmación de la vida, lo desbordante, la embriaguez y la negación de la conciencia personal. (la
disolución en el grupo, la horda, la tribu, lo colectivo sin individualidad.)
Nietzsche siempre considero que la grandeza de la tragedia griega se fundamentaba en saber captar que
la síntesis creadora solo puede surgir de la oposición de estas dos fuerzas: Apolo no podía vivir sin
Dionisos. Sin embargo, considero que la decadencia de la cultura griega representada por
Sócrates, el símbolo griego de la sensatez y del dominio emocional usando la conciencia
como supremacía sobre lo sensorial, surgió como ruptura entre las dos fuerzas de la vida,
en la que la razón, es decir lo apolíneo, se impone sobre lo irracional, lo sensual y lo
instintivo: es decir lo dionisiaco.
Razón tenía el filósofo y escritor Colombiano Fernando González Ochoa cuando afirmaba “La razón es
esencialmente enemiga de la vida”
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Ahora bien, ¿qué quiere decir que la vida sea trágica o, lo que es lo
mismo para quienes la tienen y sufren, que los hombres la sientan,
piensen y perciban como trágica?
El placer que procura Dionisos es de otra índole que el apolíneo, dado que
en principio pone al hombre ante las dolorosas y turbadoras verdades de
la existencia y de las cosas. Lo dionisíaco penetra en los pensamientos
más íntimos de la naturaleza, conoce el terrible instinto de existir y a la
vez la incesante muerte de todo lo que comienza a existir; los dioses que
ella crea son buenos y malvados, se asemejan al azar, horrorizan por su
irregularidad, que emerge de súbito, carecen de compasión y no
encuentran placer en lo bello. Son afines a la verdad (…) [y el] mirar a
esos dioses convierte en piedra al que lo hace (Nietzsche, 2012b: 292).
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Sin embargo, no es solo Dionisos el que necesita del velo que tiende
Apolo ante la verdad, sino que el mismo Apolo depende también de
Dionisos. Apolo tampoco puede vivir sin Dionisos (Nietzsche, 2012b: 71);
su belleza y moderación descansan sobre un sustrato de sufrimiento y
conocimiento. Si lo apolíneo no fuera más que un delicioso engaño,
estaríamos frente a un opioide adormecedor que no conduce sino a la
evasión y a la desvinculación del hombre con el mundo. La especificidad
del sueño apolíneo es que se sabe sueño, esto es,
que percibe que la bella apariencia es un velo tendido sobre el fondo
verdadero dionisíaco o silénico:
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18 Elena Rodríguez Alumna: María Zinnia
Licenciatura en Lingüística Griego II Profesora
Bardas Hoffmann
La idea de que nada es estable en la vida del hombre es razón más que
suficiente para determinar el grado de la tragedia. Ya en la poesía
homérica y en los líricos arcaicos se halla arraigada la imagen de que la
humanidad está sujeta a un devenir inestable: el barco en medio del
mar, las hojas de los árboles que se suceden estación tras estación, el
gozo efímero de las cosas placenteras y la intensidad con la que duran las
infaustas, son algunos de los modos en que antes de llegar a ser un
género literario, fue pergeñada ya la idea de lo trágico en la épica y en la
lírica. Pero, a diferencia del poeta épico o lírico, el dramaturgo presentó a
sus personajes como un espejo de la angustia colectiva del sujeto.
Afirma Unamuno: "como que sólo vivimos de contradicciones, y por ellas,
como que vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni
esperanza de ella; es contradicción"
De ese modo, existencia alienada será caracterizada como aquella existencia que no puede
afirmarse en su dimensión trágica.
Focault tratara de demostrar como el pensamiento metafísico se constituye una y otra vez
bajo el gesto de exclusión de la dimensión trágica de la experiencia. Tal como afirma
Nietzsche.
“Nos enseñan a contar mitocondrias (celulas sanguíneas) hasta con los dedos de los pies, pero no nos
enseñan a escuchar”. Estaba escrito a la puerta del salón de actos de la Facultad de medicina de la que la
Asociación de Alumnos me había invitado a dar una20 conferencia sobre la escucha. Y sospecho… que tenía
razón.
Escuchar es un arte. Lo es cuando el mensaje nos viene cifrado a través de las palabras, con diferente tono y
acompañado con gestos. Pero es más difícil todavía escuchar el silencio. Y, sin embargo, en ocasiones, el
mensaje más importante es vehiculado a través del elocuente silencio.
A veces, en las personas a las que intentamos ayudar, significa: “estoy preocupado”; otras: “tengo miedo”;
quizás también: “no me atrevo a contar lo que siento” y mil mensajes más pueden estar ocultos en el
silencio. ¡Qué expresiva la frase que Tolstoi pone en boca de Iván Illich en el lecho de muerte: “Mi silencio
les estorba! Yo era como botella al revés, cuya agua no puede salir porque la botella está demasiado llena”.
Solo es capaz de escuchar el silencio quien maneja sus propios sentimientos, sobre todo la impotencia
experimentada al captar la densidad comunicativa del silencio en medio del sufrimiento. Porque,
probablemente también sea cierto en la estación de la enfermedad y del dolor que “los ríos más profundos
son siempre los más silenciosos”, como decía Curcio.
Un discípulo, antes de ser reconocido como tal por su maestro, fue enviado a la montaña para aprender a
escuchar la naturaleza.
Al cabo de un tiempo, volvió para dar cuenta al maestro de lo que había percibido.
- "He oído el piar de los pájaros, el aullido del perro, el ruido del trueno...
- "No -le dijo el maestro-, vuelve otra vez a la montaña. Aún no estás preparado.
- "Maestro, he oído el ruido de las hojas al ser mecidas por el viento, el cantar del agua en el río, el lamento
de una cría sola en el nido".
- "No -le dijo de nuevo el maestro-. Aún no. Vuelve de nuevo a la naturaleza y escúchala".
- "Maestro, he oído el bullir de la vida que irradiaba del sol, el quejido de las hojas al ser holladas, el latido
de la savia que ascendía en el tallo, el temblor de los pétalos al abrirse acariciados por la luz".
- "Ahora sí. Ven, porque has escuchado lo que no se oye".
Mete más ruido en el bosque un árbol que cae, que miles de árboles creciendo. La maldad tiene altavoces y
el bien es silenciado. Un hombre que habla mete más ruido que mil hombres en silencio.
Efectivamente, el silencio, a veces, es el ruido más fuerte que podemos escuchar, pudiendo incluso
aturdirnos con su intensidad, con el impacto emocional que es capaz de producir en nosotros si le prestamos
verdadera atención.
Y es que, hacer un buen uso del silencio es una condición que sólo saben administrar y aplicar los sabios.
Con razón se dice que después de la palabra no existe nada más poderoso, y que, si con la palabra
demostramos nuestra supremacía por encima de los animales, con el silencio podemos demostrarnos a
nosotros mismos que somos mejores.
Efectivamente, el silencio puede querer decir: “estoy contigo”, “me hago cargo”, “no sé qué decirte, pero
cuenta conmigo”. No digamos si el silencio va acompañado de una mirada cómplice o cariñosa, o
compasiva; o si va acompañado de un gesto amable, de un abrazo sincero. Entonces, su poder se multiplica
exponencialmente. Se convierte en palabra penetrante con poder de confortar y aliviar a quien se encuentra
en medio del sufrimiento.
A responder con el silencio se puede también aprender. Seguramente la clave fundamental es el autocontrol
emocional, la disciplina de los impulsos, la paz con la propia impotencia, la relativización del propio
criterio, la empatía con el mundo interior ajeno.
Hay un tiempo para todo. También para callar. Así lo dejaba claro Calderón, en La vida es sueño: “Cuando
tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla”. Y no es simplemente quien calla, sino
quien mejor calla, porque es claro que no siempre el silencio es la adecuada respuesta.
El silencio inoportuno
Si el silencio es elocuente, también puede ser escondrijo de la palabra debida. Puede ser el partido más
seguro para el que desconfía de sí mismo. La falta de denuncia, de crítica oportuna, la ausencia de
información, la conspiración de silencio, la callada por respuesta… son situaciones en las que no somos
dueños de la comunicación y en las que el silencio es una falta a un deber.
No hay peor desprecio que no hacer aprecio, dice la sabiduría popular. Y así ocurre algunas veces con el
silencio: que son falta de aprecio. Nietzsche lo decía así: “La manera más desagradable de replicar en una
polémica es la de enojarse o la de callar, pues el agresor interpreta ordinariamente el silencio como un
desprecio”. Sí, con él podemos huir de la conversación comprometida y escondernos tras la cómoda callada
que ni arriesga, ni confronta, ni se mete dónde puede incomodar, pero, en ocasiones, ser necesario.
Y Santa Catalina de Siena protestaba contra esta actitud diciendo: “¡Basta de silencios! ¡Gritad con cien mil
lenguas! Porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido!” Así están también algunas relaciones por falta
de la oportuna palabra, de la solicitada palabra o del regalo –aunque incómodo, a veces- de la palabra.
En las relaciones de ayuda, contacto, mirada, palabra, silencio, son elementos de una sinfonía que puede
tocar la melodía del ayudado o desafinar y convertirse en platillos que aturden.
Paradoja, contradicciones; temor o seguridad; refugio cálido e inexpugnable; amenaza o miedo… Cuán
económico y normal es a veces, pero qué refinado y costoso puede llegar a ser… Cuánta paz puede procurar,
pero qué afilado cuchillo es capaz de ser… En todo caso, seguro que es cierto que, si la palabra es plata, el
silencio es oro.
https://www.josecarlosbermejo.es/escuchar-el-silencio/
Por tanto, ponerse en el papel de quien escucha supone el esfuerzo por reprimir nuestro propio diálogo
interior y nuestro deseo de soltarlo.
La escucha nos permite entender mejor el punto de vista de la otra persona, pero, además, cambia a la
persona a la que escucha. Como afirmó Carl Rogers, “la escucha comprensiva es el agente más eficaz que
se conoce para modificar la estructura básica de la personalidad del individuo”.
La escucha profunda, realizada con atención e intención es, por tanto, la herramienta más importante
en la gestión de conflictos, ya que ayuda a las partes a superar la resistencia y a abrir sus mentes a
soluciones creativas, aclara el mensaje y transforma tanto al interlocutor como al oyente haciéndoles
cambiar de postura.
Además, la cualidad interna de la escucha es, como ya hemos mencionado, la aceptación. Por tanto, si
queremos aprender a escuchar, debemos estar dispuestos también a aceptar.
7.- Pierre Hadot.
La ciudadela interior.
Prólogo de Arnold I. Davidson. Traducción de Maria Cucurella Miquel. Alpha Decay. Barcelona,
2013.
La contención moral y la coherencia del estoico son los objetivos que definen la ética del presente que dio
uno de sus mejores frutos en las Meditaciones, que el emperador Marco Aurelio escribió en griego
helenístico en el siglo II.
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Marco Aurelio se convirtió así en el eslabón de una cadena de filósofos morales de la que formarían parte
también Montaigne y Spinoza que, como él, hicieron de la ética el eje de su pensamiento y sus escritos.
Sobre ese libro escribió el helenista y filósofo francés Pierre Hadot (1922-2010) un voluminoso tratado que
tituló La ciudadela interior aprovechando la metáfora con la que Marco Aurelio se refería al alma y al
gobierno de sí mismo.
Traducida por Maria Cucurella Miquel y presentada con un magnífico prólogo de Arnold I. Davidson (La
escritura como ejercicio espiritual), acaba de publicarla Alpha Decay, como los anteriores libros de Hadot
(Plotino o la simplicidad de la mirada y La filosofía como forma de vida).
Pierre Hadot afianzó su prestigio como investigador, docente y filósofo en la idea de que –como para los
antiguos griegos- la filosofía no es la construcción abstracta de un sistema de pensamiento, sino una
elección vital. Como Platón, Hadot sabe que filosofar es aprender a morir; pero, en la estela de Marco
Aurelio y de Montaigne, va un paso más allá y se plantea la experiencia filosófica como experiencia de
pensamiento para aprender a vivir, como ejercicio espiritual que permite elevarse por encima del yo
individual a la perspectiva universal de lo que Hadot llama sentimiento oceánico (sentimiento cósmico, mirada
desde lo alto, etc) haciendo suya una expresión de Romain Rolland.
Es el modelo del filósofo que enseña a vivir y a morir en una tradición ininterrumpida que va de Sócrates a
Foucault , pasa por Marco Aurelio y Montaigne, por Kierkergaard y Nietsche y llega al existencialismo de
Heidegger, Sartre y Camus, que conciben la práctica de la Filosofía como diálogo con la realidad, consigo
mismo y con el otro.
Con ese planteamiento consolidado ya en 1992, cuando publicó este libro, Pierre Hadot hace en La
ciudadela interior un acercamiento profundo y riguroso a las Meditaciones de Marco Aurelio como parte de
esa tradición de ejercicios espirituales en la que se ubica también la concepción del filósofo francés.
Marco Aurelio, el filósofo estoico que escribió sus Meditaciones para sí mismo, estaba construyendo a la vez
–aunque lejos de cualquier sistema cerrado y dogmático- una de las obras más imperecederas del
pensamiento clásico. Y es que, en las Meditaciones, como se encarga de subrayar Hadot, se produce un
milagro inusual: Marco Aurelio se habla a sí mismo, pero tenemos la impresión de que se dirige a cada uno
de nosotros.
Y esa es probablemente una de las claves que explican la vigencia de un clásico como este: su capacidad de
estar por encima de las circunstancias individuales, espaciales o temporales para entablar un diálogo con
cualquier hombre de cualquier lugar en cualquier tiempo.
Pero Hadot propone además una lectura que se acerque al mundo intelectual y existencial de Marco Aurelio
y a sus circunstancias históricas: las del emperador que sabe que en la raíz del buen gobierno está la
serenidad y la contención, que el dominio de sí mismo es el primer paso para el gobierno del imperio.
Un ejercicio de lectura que cierra el círculo abierto por el otro ejercicio espiritual, el que practicó Marco
Aurelio con la escritura de estos diálogos consigo mismo, desdoblado –explica Hadot- en un yo psicológico
y un verdadero yo que es la Razón universal.
De esa manera, en su lectura –y es otra de las claves de la vigencia de los clásicos- encontramos, no un
sistema orgánico de pensamiento, sino a un hombre; no el sermón de un predicador, sino las palabras de un
hombre que piensa cómo vivir conscientemente en esa disciplina interior, en esos ejercicios espirituales que
prescribe la tradición estoica y en los que desarrolla además una búsqueda estilística de la concisión y el
ritmo que convierte sus Meditaciones en un admirable ejercicio de estilo sereno y equilibrado.
Y esos dos rasgos, la serenidad y el equilibrio, son también los que definen al clásico.
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8.- La física COMO PARTE DE LA FILOSOFIA.
De la materia y el vacío. (¿Mirada nocturna al universo y sus componentes, materia, vacío,
movimiento y ?) (finalidad - intención)
Si nosotros saliéramos una noche de verano, al valle de Alcudia veríamos el firmamento … más o menos como lo veían los romanos de la
bienvenida hace 2000 años los pobladores de Sisapo en la bienvenida camino de Almadén.
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Como en una lluvia de átomos
La teoría de los átomos fue retomada por los epicúreos, de cuyas teorías sobre la felicidad hablaremos
próximamente. Lo que ahora me interesa es resaltar que los seguidores de EPICURO DE SAMOS (341-270 A.C.) coincidían
con los atomistas en afirmar la existencia tanto de los cuerpos como del movimiento, así como del espacio vacío,
siendo éste indispensable para que tales cuerpos, formados por átomos, puedan moverse.
Unos y otros estaban de acuerdo también en que cada átomo es indivisible e inmutable: los átomos son simples, no
compuestos, y por eso tienen una naturaleza inalterable. Decían que éstos estaban en movimiento constante. Ahora
bien, ¿cómo se mueven los átomos?
Los epicúreos imaginaron un primer movimiento vertical, como una lluvia de átomos. Pero esta explicación resultaba
insuficiente ya que si cayeran en el vacío seguirían trayectorias paralelas y nunca se tocarían. Era preciso que los
átomos interactuaran entre ellos para producir combinaciones o rechazos, en definitiva, para que pasara algo.
Por eso, introdujeron un segundo movimiento producido por una cierta indeterminación que les permitiría apartarse
unos grados respecto de la vertical. Al ángulo resultante le llamaron clinamen.
La aparición del clinamen garantizaba que los átomos chocaran y rebotasen, pero también
servía para introducir un cierto grado de indeterminación en el funcionamiento del cosmos
y, concretamente, para explicar el libre albedrío de los humanos.
«Como cada átomo tiene un clinamen distinto, la multitud de átomos, en su caída oblicua, se encuentra, choca y
rebota en todas direcciones. Algunos se enganchan con otros formando combinaciones, una parte de las cuales es
inestable y se disuelve muy de prisa, mientras que otras son estables y retienen un número de átomos cada vez
mayor, engendrando así los seres reales que pueblan el mundo en que vivimos». (HERSCH, 2010; 70)
Tengo que reconocer que la explicación del segundo movimiento me parece un hallazgo genial. Pero lo que la filósofa
ginebrina no nos cuenta es cómo los epicúreos explicaban que los átomos cayeran de arriba abajo pues, ¿de dónde
caían? ¿Es que rebotaban una vez que llegaban abajo? ¿Y en qué número caían, es decir, no habría un momento en el
que ya habrían caído todos? ¿Llegaría un momento en el que sólo quedara la indeterminación? Pero entonces ya no
sería respecto a la vertical. ¿Lo seguiríamos llamando clinamen?
En fin, es que no sé si imaginaban el número de átomos finito o infinito. Tal vez tú puedas explicármelo.
En esta concepción mecanicista del universo donde los átomos se mueven espontáneamente sin intención propia,
no hay espacio para una finalidad. Supongo que ya imaginas los motivos que llevaron a ARISTÓTELES (384-322
A.C.) a oponerse a esta teoría. Para el filósofo de Estagira sí había una causa final. Y lo mismo ocurriría más tarde con
los escolásticos medievales.
Afirmar que existe una causa final no deja de ser un acto de fe. Pero tampoco podemos estar tan convencidos de que
la teoría atómica resuelva todas las ecuaciones que se nos plantean.
Al fin y al cabo, ¿quién ha visto un átomo?
EL EPICUREÍSMO
Texto tomado de “La filosofía Griega” de Charles Wermer
Epicuro nació en el 341 en Samos, donde su padre formaba parte de una colonia enviada allí por los
atenienses. En Teos, fue discípulo de Nausífanes, que le inició en la filosofía de Demócrito. Después de
haber enseñado por su parte en Mitilene y en Lampsaco, en 306 estableció en Atenas la sede de su escuela,
donde enseñó casi sin interrupción durante 35 años, venerado por sus alumnos como un dios. Murió en 270,
a la edad de setenta y un años.
Epicuro compuso más de trescientas obras, de las que solo se conservan fragmentos. Nuestra fuente
principal es el libro X de Diógenes Laercio, y, sobre todo, las tres cartas de Epicuro que en él encontramos.
Dos de esas cartas poseen capital importancia: la primera, a Herodoto, que es un resumen de física; y la
tercera, a Meneceo, que es un compendio de moral. Aparte de estas cartas, Diógenes Laercio nos da las
máximas fundamentales que hacían autoridad en la escuela. Los textos de Epicuro fueron reunidos por
Ursener (Epicúrea, 1887).
LOS ÁTOMOS
Diógenes Laercio nos dice que Epicuro dividía su filosofía en tres partes: la canónica, que trata de
los medios que tenemos para conocer la verdad; la física, que trata de la naturaleza, es decir de la generación
y la destrucción de las cosas; y la moral, que trata de las cosas que deben buscarse y de las que han de
evitarse, es decir, del objetivo de la vida humana.
¿De qué modo las ideas de la razón provienen de la sensación? Epicuro define la idea general: un recuerdo
de lo que ha sido percibido varias veces. Debemos entender, sin duda, que una sensación, repitiéndose, se
fija en la memoria, deja en nosotros una impronta, que es la idea general; así la percepción repetida que
tenemos de los individuos humanos imprime en nosotros la idea del hombre. La idea general es suscitada en
nuestro espíritu por la palabra que designa el objeto correspondiente, después que hemos aprendido a
conocer ese objeto mediante la sensación: cuando oímos la palabra hombre, se produce de inmediato en
nuestro espíritu la idea del hombre. Epicuro da a la idea general el nombre de “anticipación” queriendo
decir con ello que precede a toda operación del pensamiento. La anticipación es evidente, y por tanto
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verdadera, por cuanto se apoya únicamente en la sensación, de la que extrae su evidencia y su verdad.
Puesto que nada viene dela nada ni retorna a la nada, importa buscar cuáles son los principios invisibles de
los que provienen las cosas y en los que se resuelven.
Según Epicuro, el universo está constituido por los cuerpos y el espacio vacío. La existencia de
los cuerpos nos es testimoniada por la sensación. En cuanto al espacio vacío, existe necesariamente; pues, de
no existir, los cuerpos no tendrían donde residir ni donde moverse, siendo evidente que se mueven. Fuera de
estas dos cosas, los cuerpos y el vacío, el pensamiento no puede captar nada existente. Los cuerpos y el
vacío son las únicas substancias reales.
En los cuerpos debe distinguirse, de un lado, los compuestos; de otro, los elementos que constituyen los
compuestos. Estos últimos, los elementos, son indivisibles y están al margen de todo cambio. Si fuera de
otro modo, si los elementos estuviesen expuestos a la división y al cambio, las cosas se resolverían en la
pura nada, y nada subsistiría en la disolución de los compuestos. Pero, así como nada viene dela nada, de
igual modo nada retorna a la nada. En consecuencia, es preciso que haya cuerpos elementales que sean
capaces de resistir toda disolución, cuerpos pues, que sean absolutamente plenos, y como tales, indivisibles,
insecables: es preciso que haya átomos.
¿Qué cualidades hemos de atribuir a los átomos? No debemos atribuirles ninguna de las cualidades que se
hallan presentes en los compuestos, de no ser la forma, el peso y el tamaño. En efecto, toda cualidad distinta
de éstas, se halla sujeta al cambio. Por lo que respecta a su forma, importa observar que los átomos
presentan un número inmenso de formas distintas y ello no puede dimanar sino de un número también
inmenso de formas elementales diferentes. Además, cada especie de formas, integra un número infinito de
ejemplares. Sin embargo, por grande que sea el universo de formas elementales diferentes, su número no es
infinito, sino tan solo muy grande para que podamos conocerlo. En cuanto al tamaño de los átomos, no debe
admitirse que pueda variar hasta lo infinito, pues de ser así, ciertos átomos serían visibles, lo que no
acontece. Todo lo que cabe afirmar es que el tamaño del átomo es mucho menor a cualquier otra magnitud.
No obstante, puede concebirse una magnitud mucho menor a la del átomo: éste se halla constituido por
cierto número de partes que alcanzan el último grado de la pequeñez. Pero estas partes no deben
considerarse como aptas para existir independientemente, ni conformantes del átomo por su unión. No son
elementos, ni el átomo es un agregado: sólo por abstracción
28 pueden distinguirse partes en él. En realidad, la
totalidad del átomo es irreductible y primordial.
Los átomos están en movimiento y este movimiento ha existido siempre. El movimiento de los átomos no
tuvo principio, porque los átomos y el vacío son eternos: así los átomos se mueven en toda la eternidad.
Todos los átomos se mueven, en el vacío, con la misma velocidad. En efecto, en el vacío los átomos no
encuentran ninguna resistencia, siendo ésta la causa de la disminución de la velocidad. Esta velocidad de los
átomos es extremadamente grande, tan grande que, en una distancia que pueda ser percibida por nuestros
sentidos, el movimiento es instantáneo. Epicuro dice que los átomos se mueven tan deprisa como el
pensamiento. Por lo demás, el tiempo con el cual medimos la velocidad del movimiento, no existe en sí
mismo como una propiedad de las cosas; es una sensación que tenemos y que es producida en nosotros por
el movimiento de los cuerpos.
El movimiento primordial de los átomos es una caída de arriba abajo; por su peso, los átomos son
arrastrados hacia abajo. Epicuro observa, a este propósito, que la distinción entre lo alto y lo bajo es
legítima. Con seguridad, en el universo infinito, no hay ni un alto ni bajo absolutos, en el sentido en que no
hay un lugar que sea el más alto de todos los lugares, ni otro que sea el más bajo de ellos. Sin embargo, la
distinción entre lo alto y lo bajo es absoluta: jamás lo bajo se nos aparecerá situado en la dirección que se
eleva por encima de nuestra cabeza, aunque esta dirección fuera prolongada al infinito. Así podemos
distinguir el movimiento hacia abajo del movimiento hacia arriba; por ello resulta permisible afirmar que los
átomos, por su pesantez, se mueven hacia lo bajo del universo.
Sin embargo, la caída de los átomos no es el único movimiento de que están dotados. A parte del
movimiento producido por la pesantez de los átomos, hay el movimiento producido por su choque: los
átomos se encuentran unos con otros y por su absoluta solidez rebotan a causa del choque. Precisamente,
este encuentro de los átomos es el que produce sus diversas combinaciones y da origen a las cosas.
Pero se presenta una dificultad: ¿Cómo los átomos dotados primordialmente del mismo movimiento, el
movimiento hacia abajo, pueden encontrarse?
Aquí es donde interviene la teoría más característica del atomismo de Epicuro. Ya las doctrinas precedentes
habían modificado notablemente la doctrina de Leucipo y Demócrito. Para los primeros atomistas, las únicas
cualidades que pertenecían a los átomos eran la forma y el tamaño; el movimiento primordial de los
átomos no era la caída de arriba abajo, sino un movimiento desordenado en todos los sentidos. Epicuro
admite que el átomo está, además, dotado de peso; por consiguiente, establece que el movimiento
primordial de los átomos es una caída de arriba abajo. Además, a fin de explicar el choque de los átomos,
concede al átomo el poder de modificar, de manera imprevisible, la dirección de su movimiento: es la teoría
de la “declinación”, que no es expuesta por Lucrecio.
Los átomos, dice Lucrecio, en su caída a través del vacío, en un momento indeterminado se apartan de la
vertical, justo para que la dirección de su movimiento resulte modificada. De no ser así, los átomos, cayendo
eternamente de arriba abajo “como gotas de lluvia” no se encontrarían jamás y la naturaleza no hubiese
podido crear nada. No se diga que en el encuentro de los átomos hubiera podido producirse de otro modo, de
la manera siguiente: los átomos más pesados, cayendo más deprisa, se juntarían con los más ligeros. En el
aire y en el agua, los cuerpos aceleran su caída en proporción a su peso; pero, en el vacío, todos los cuerpos
caen con la misma velocidad. Es pues, necesario que los átomos se aparten un poco de la vertical. Esta
separación no es tal que la caída de los átomos se convierta en oblicua, pues vemos que los cuerpos no caen
oblicuamente. La desviación que hemos de admitir es indiscernible: es la desviación menor posible, que
basta para que los átomos se encuentren y las cosas sean así engendradas.
Una prueba manifiesta, según Lucrecio, de ese poder que tienen los átomos de modificar la
dirección de su movimiento, es la existencia, en nosotros, de la voluntad libre. La voluntad
es el poder que tenemos de mover nuestro cuerpo. Incluso cuando somos movidos por una
fuerza extraña, nuestra voluntad sigue siendo29capaz de combatir esa fuerza y resistirse a ella.
Por nuestra voluntad, modificamos la dirección de nuestro movimiento, a gusto de nuestro
espíritu. Por esto, debemos conceder a los elementos el poder de disponer de su propio
movimiento. Debemos concederles una espontaneidad de la que proviene, en nosotros, el
poder de la voluntad. Pues nada viene de nada y si la espontaneidad no existiera en los
principios de las cosas, tampoco existiría en nuestro espíritu.
El espíritu, por lo demás, no es otra cosa que un compuesto de átomos. Uno se equivoca radicalmente, según
Epicuro, cuando opone el espíritu al cuerpo como substancia incorpórea, No hay más substancia incorpórea
que el vacío. Y es manifiesto que el espíritu no es el vacío, pues éste no puede actuar, ni padecer, mientras
que la acción y la pasión pertenecen al espíritu. Lo que llamamos espíritu o alma, es pues, en realidad, un
cuerpo. El alma es un cuerpo sutil compuesto por los átomos más lisos y redondos: se parece mucho a un
soplo, mezclado con cierta cantidad de calor. Esto es así, en cuanto al alma irracional, situada en el pecho, lo
mismo que respecto del alma racional, difundida por todo el organismo. En tanto que se halla presente en
todo el organismo corporal, el alma es el principio de la sensibilidad. Pero no se debe imaginar que conserva
la facultad de sentir después de la muerte. Es imposible concebir que el principio de la sensibilidad exista en
otra parte que en el organismo no corporal y pueda prescindir de los movimientos que tienen lugar en ese
organismo. Es imposible concebir que el principio de sensibilidad subsista cuando ya no está
contenido en el organismo que lo envuelve y en el único que puede desplegar su actividad.
Precisamente por ser un cuerpo, el alma puede experimentar la influencia de los cuerpos exteriores,
influencia de donde resulta la sensación. Los cuerpos emiten continuamente emanaciones, efluvios, que son
imágenes de sí mismos. Éstas imágenes superan mucho, en sutilidad, cuantos objetos percibimos por los
sentidos. Son, cuanto menos, las que producen la visión, suertes de envolturas huecas y lisas, de la misma
forma que los objetos que las emiten, se propagan con rapidez increíble; de igual modo es extremadamente
rápida su generación en la superficie de los cuerpos. La percepción es producida por la acción de esas
imágenes en nosotros. En efecto, nuestra visión de las formas sería inexplicable, sin que penetrara en
nosotros algo salido de los objetos exteriores. Hemos de admitir que los objetos emiten imágenes, que
reproducen sus formas y colores, y que esas imágenes entran en nuestros ojos y en nuestro pensamiento. Las
imágenes partidas de un mismo objeto, muy animadas de un movimiento rápido, por su acumulación,
produce la representación de un objeto único y permanente. Esta representación es adecuada a su objeto,
puesto que las imágenes tienen la misma forma que el objeto del cual emanan.
Así, la física explica la verdad de la sensación que había confirmado la canónica. El error en que caemos a
veces proviene de la opinión que nos formamos sobre las cosas por una actividad espontánea del espíritu,
cuando esta opinión se halla en desacuerdo con la sensación. Pero, la propia sensación, en tanto que es
producida en nosotros por las imágenes de los objetos exteriores, es siempre verdadera.
Firmemente apoyado en su principio de que no existe más que los átomos y el vacío, Epicuro
afirma que la formación de los mundos, que están comprendidos en número infinito, en el universo total,
tiene por única causa la combinación de los átomos. En el origen de un mundo hay el torbellino producido
por el choque delos átomos; este torbellino resulta, por la evolución necesaria, toda la disposición de las
cosas. A la evolución sucede, inevitablemente, la disolución: los mundos se disuelven todos, unos más
deprisa, otros más lentamente; pero ninguno escapa a la destrucción. Así, todo está producido
mecánicamente por la reunión y la separación de los elementos. No se crea que el orden del mundo, tal
como se expresa en la revolución de los astros, es la obra de un dios. La revolución de los astros son
movimientos necesarios, que se realizan como consecuencia del hecho de que los astros estaban
comprendidos desde el origen en esos torbellinos que producen los mundos. Nada sería más erróneo que
explicarlos por el gobierno de un dios, al que se atribuye justamente, de otro lado, la beatitud y la
inmortalidad: son incompatibles con la carga de gobernar el mundo. El mundo no es obra de Dios, ni está
gobernado por Dios, sino que resulta necesariamente de la combinación de los átomos.
Desenvolviendo esta tesis de Epicuro, Lucrecio declara que no es en virtud de un plan preconcebido que
los átomos se dispusieron cada uno en su lugar. En30 la eternidad, los átomos han tropezado de mil maneras,
ensayando todas las combinaciones posibles. Por esto, en lo infinito de los tiempos, a fuerza de tentativas,
llegan por fin a organizaciones estables, tales como las que constituyen nuestro mundo.
La creencia de que el mundo en que vivimos es obra de los dioses, es refutada por el carácter perecedero del
mundo. En cuanto a la opinión sostenida por quienes pretenden que el mundo ha sido formado por los dioses
en vista del hombre es sencillamente irrazonable. ¿Qué beneficio, unos seres eternamente bienaventurados,
podrían esperar de nuestro reconocimiento? En cuanto a nosotros, ¿qué mal habría en que no hubiésemos
sido creados? Los filósofos que describen la creación del mundo por Dios, descuidan decirnos dónde halló
Dios el modelo según el cual creó el mundo. Si se admite que creó el mundo en vista del hombre, ¿de dónde
le vino la noción de hombre, antes de que el ser humano fuera formado por el encuentro de los átomos? Por
último, los defectos que presenta el mundo, testimonian que no fue creado para el hombre por una voluntad
divina. El principio creador no es otro que la naturaleza, que produce muy espontáneamente,
sin la intervención de los dioses. ¿Cómo, además, podrían los dioses, sin descender de la serenidad de
que gozan, aceptar la tarea aplastante de regir al mismo tiempo todas las partes del universo? No sólo distan
mucho de haber creado nuestro mundo, gobernándolo, sino que tampoco tienen en él su residencia. Residen
en el seno del éter, en una estancia luminosa, donde nada perturba la paz de sus almas.
Todo se explica únicamente, pues, por la combinación de los átomos. Ninguna deidad interviene en el
mundo, y la inteligencia tampoco tiene en él lugar alguno. Las cosas resultan mecánicamente del concurso
de los átomos que se encuentran al azar. Moviéndose eternamente, en el vacío, los átomos han llegado por sí
mismos a producir nuestro mundo, el cual, por lo demás, no subsistirá sino cierto tiempo. Como principio
no hay más que los átomos y el vacío.
EL EPICUREÍSMO
(Continuación)
EL PLACER
Constituida de este modo, la física de Epicuro es el fundamento de la moral. En efecto, no sólo las
preocupaciones científicas llevaron a Epicuro a la concepción que nos propone del universo; sino, sobre
todo, las preocupaciones morales. En el fondo, Epicuro tendió a un único fin: procurar al hombre la
tranquilidad del alma, librar al alma humana de los miedos que la atormentan y le impiden gustar el
placer al cual está destinada. Valora su concepción del universo solamente por estar persuadido de que era
la única que podía apartar del alma los miedos que la turban.
Esos miedos que Epicuro quiere conjurar son, esencialmente, los miedos que proceden de la religión .
La causa de los terrores que asedian al alma es la idea de que los hombres tienen a los dioses por señores y
que éstos son propensos a la cólera; es la idea de que el alma, después de la muerte, sufrirá castigos terribles.
La religión, en tanto que inspira al hombre terrores insensatos, he aquí la potencia formidable que Epicuro
quiso abatir.
Epicuro juzga que los principios planteados por su física permiten alejar los dos grandes miedos
engendrados por la religión: el miedo a los dioses y el miedo a la muerte.
El miedo a los dioses se aparta mediante una justa 31 comprensión de la naturaleza de las cosas. Hemos visto
que los dioses nada tienen que hacer en el mundo: no lo han creado ni se ocupan de él en modo alguno. Todo
cuanto sucede debe ser el encuentro de los átomos. Sin duda, para Epicuro, los dioses existen. Su existencia
es testimoniada por percepciones habidas en la vigilia o durante el sueño y cuya causa debe ser real. Incluso
podemos atribuirles forma humana, la que mejor conviene a los seres perfectos. Pero lo esencial es esto. Los
dioses son seres inmortales y bienaventurados: como tales no son dados por una percepción evidente.
Guardémonos, pues, de atribuirles nada que esté en contradicción con la bienaventuranza y la inmortalidad.
Justamente por esto no hemos querido imponerles la carga de velar sobre todas las partes del universo. Por la
misma razón, no debemos atribuirles un sentimiento como la cólera. Un ser inmortal y bienaventurado no
sufre ninguna pena, ni la inflige a los otros; es inaccesible a la cólera. Nada tenemos, pues que temer de los
dioses. Lejos de pensar en causarnos daño, llevan una vida dichosa en el seno delos espacios vacíos que
separan los mundos. Libres de todo cuidado, gozan de la paz más profunda y disfrutan deliciosamente en la
seguridad de que los placeres que gustan son eternos. Nuestro deber con respecto a ellos es, sencillamente, el
de reconocer su verdadera naturaleza y rendirles un culto sincero. Adorando a los dioses, el hombre adora al
bien supremo, el placer, del cual le proponen el perfecto modelo.
Así, la filosofía de Epicuro rechaza las creencias de la religión popular. Las opiniones que el vulgo se forja
sobre los dioses, representándoselos como accesibles a la cólera, son opiniones falsas. No es impío, dice
Epicuro, aquel que niega los dioses del vulgo: el impío más bien es quien piensa de los dioses lo mismo que
cree la multitud insensata. Corresponde al sabio formarse ideas justas sobre los dioses, ideas que serán para
él fuente de los mayores bienes.
Al miedo a los dioses está ligado el miedo a la muerte. Los hombres temen a la muerte porque la conceptúan
en sí misma como un mal, pero también porque se imaginan que padecerán en otra vida el castigo de sus
faltas. El miedo a los castigos infernales está ya apartado por la idea que nos hemos hecho de los dioses:
será definitivamente suprimido, con toda aprensión a propósito de la muerte, cuando comprendamos qué es,
en realidad, la muerte.
La muerte, enseña Epicuro, no tiene nada de temible, por la sencilla razón que es la abolición
de toda sensibilidad. Sabemos, en efecto, que el alma está compuesta de átomos y que no está menos
sujeta que el cuerpo a la disolución. De hecho, la disolución del cuerpo implica inevitablemente la
disolución del alma. Puesto que el alma, es decir, el principio de sensibilidad no sobrevive a la destrucción
del cuerpo, la muerte es la privación de toda sensibilidad. De ello resulta, evidentemente, que la muerte no
es ni un bien ni un mal, pues es de esencia del bien y el mal, cualquiera que sea, el ser sentido. La muerte,
pues, no tiene nada de temible. “Mientras somos, la muerte no es; cuando la muerte es, ya no somos.” ¿Se
dirá que la muerte puede cortar prematuramente el curso de nuestra vida? La longitud de la vida no es
lo único importante en ésta; así como no es alimentación más abundante la que preferimos,
sino a veces la más agradable, de igual modo no siempre es la larga duración de la vida lo
preferible, sino la vida más rica en placer.
En fin, aparte del miedo a los dioses y del miedo a la muerte, hay un tercer miedo que agita al hombre: el
miedo a la Fatalidad, el terror que nos hace experimentar el encadenamiento universal de las cosas. Terror
más temible aún que el miedo a los dioses, puesto que al menos tenemos la esperanza de propiciarnos a los
dioses mediante los honores que les rendimos, mientras que es imposible hacer igual con la Fatalidad. Pero
la física nos libera también de este tercer miedo. Nos enseña que los átomos están dotados de una
espontaneidad que les permite modificar, de una manera indeterminada, la dirección de su
movimiento. Por la declinación, nos dice Lucrecio, los átomos toman la iniciativa de un
movimiento que rompe las Leyes de la Fatalidad, impidiendo que la causa siga la cusa hasta
lo infinito. Esta espontaneidad del átomo es la fuente de que proviene la libertad del hombre.
También declara Epicuro que somos capaces de actuar por nuestra propia potestad, sustraídos a todo
dominio extraño. Así se explica que se dirijan a nuestras acciones la alabanza y el vituperio, que no tendrían
sentido si nuestras acciones no dependieran de nosotros
32 mismos. No tenemos, pues, por qué temer la
Fatalidad, ya que somos verdaderamente los dueños de nuestra conducta.
De esta manera, la física de Epicuro aparta los tres miedos que turban el alma humana: el miedo a los dioses,
el miedo a la muerte y el miedo a la Fatalidad. Apartados estos miedos, el alma permanece tranquila: es la
“ataraxia”, la calma del alma, semejante a la calma del mar cuando las ondas no son agitadas por ningún
viento. Entonces, se produce por sí mismo, cuando el cuerpo goza de buena salud, el placer, que es el
soberano bien.
Que el placer es el soberano bien, esto es lo que resulta, según Epicuro, de la consideración
de los deseos que están en nosotros. Entre nuestros deseos, unos son naturales y los otros
no lo son: a su vez, los deseos naturales se dividen en necesarios y en no necesarios. Los
deseos naturales y necesarios tienen por objeto la salud del cuerpo o la tranquilidad del alma.
Este es el doble fin al cual aspira la vida humana, pues no actuamos sino para evitar el dolor
físico y la turbación anímica. Pero este estado de salud en el cuerpo, y de tranquilidad en el
alma, es lo que llamamos placer. Por esto el placer es el comienzo y el fin de la vida feliz. Es
el bien primitivo y natural, al que se reducen todos los demás bienes.
¿Quiere decir esto que hemos de perseguir ciegamente todo placer? No, seguramente. Hay casos en los que
rechazamos ciertos placeres, que tienen por consecuencia dolores que los superan. De otro lado, preferimos
al placer ciertos dolores, cuando de ellos resulta un placer superior a ellos. Sin duda, el placer es siempre un
bien, y el dolor es siempre un mal. Pero, a veces, tratamos al bien como un mal e inversamente, buscando la
mayor suma total de placer.
Epicuro insiste sobre el punto de que el placer de que habla no es, en absoluto, un placer raro y lujoso. Por el
contrario, dice, pretendemos que es un gran bien bastarse a sí mismo y saber vivir con poco. Todo lo que es
natural se ofrece a nosotros fácilmente. Las cosas más simples son aquellas que nos proporcionan mayor
placer, el pan y el agua procuran el placer más vivo al que los gusta después de haber sentido su privación.
No se nos acuse, pues, de predicar los placeres desordenados y perversos. El placer que recomendamos
es simplemente el que consiste, para el cuerpo, en no sufrir, y para el alma en no ser
perturbada.
Esta distinción que conviene establecer entre los placeres muestra que la vida feliz no es posible sin la
sabiduría. En suma, el principio de la vida feliz es un entendimiento sano, capaz de regular justamente, en
todas circunstancias, nuestros deseos y aversiones; capaz de excluir también las opiniones falsas de donde
proviene el trastorno del alma: en otros términos, el principio de la vida feliz es la sabiduría, fuente de todas
las virtudes. Por ahí vemos que el placer y la virtud se suponen mutuamente. No se puede vivir feliz si no se
es honrado y justo; de otro lado, es imposible vivir honrada y justamente sin vivir al mismo tiempo de una
manera agradable. El soberano bien es la unión indisoluble del placer y la virtud.
Por lo que concierne a la naturaleza del placer, Diógenes Laercio nos explica la teoría de Epicuro,
comparándola con la de Aristipo, jefe dela escuela de Cirene. Este filósofo también declaraba que el placer
es el soberano bien y había definido el placer como movimiento: un movimiento dulce. En este punto, dice
Diógenes, Epicuro se separa de Aristipo, pues admitía dos clases de placer: el placer en reposo y el placer en
movimiento. E incluso estimaba que el placer principal, el que consiste para el alma en la ausencia de
trastorno, y para el cuerpo en la ausencia de dolor, es un placer en reposo.
Se ha podido dudar que Epicuro, al conceptuar el placer como un estado de reposo, que no expresa nada más
que la ausencia de trastorno y de dolor, concibiera el placer como algo verdaderamente positivo. Cicerón, en
particular, refleja dicha duda, pero no parece que tal interpretación sea legítima. Según Epicuro, el placer
expresa la salud del cuerpo y la tranquilidad del alma, es decir, el estado normal de nuestro organismo. El
placer se produce naturalmente y por sí mismo cuando las diversas partes del organismo se hallan en
equilibrio. Por consiguiente, como el dolor y el trastorno
33 son la expresión de un desarrollo sobrevenido en el
organismo, basta que el dolor y el trastorno sean apartados para que el equilibrio sea reestablecido y el
placer se produzca. Es, pues, verdadero que el placer equivale a la supresión del dolor y del trastorno, pero
esto no implica en absoluto que sea algo negativo. El placer es un estado positivo que expresa, respecto al
conjunto de nuestro organismo, el restablecimiento del equilibrio. La diferencia entre Aristipo y Epicuro
corresponde, en otro plano, a la diferencia entre Aristóteles y Platón. Como Aristóteles, Epicuro no quiere
que el placer sea un movimiento, sino un estado estable, que marca la perfección del ser. Pero, mientras que
para Aristóteles la perfección que el placer expresa es esencialmente el acto del pensamiento, para Epicuro
es el acto del cuerpo, el equilibrio del organismo vivo.
Otro punto sobre el cual, según Diógenes, Epicuro se apartaba de Aristipo, era la cuestión de saber cuáles
son peores, si los dolores del cuerpo o los del alma. Aristipo sostenía que los dolores del cuerpo son los
peores y daba la prueba de que se castiga a los criminales con penas corporales. Contrariamente, Epicuro
afirmaba que los dolores del alma son los peores: en efecto, decía, el cuerpo no sufre sino en el momento
mismo en que es afectado por un dolor, pero el alma es perseguida por el recuerdo del pasado y
por el miedo del futuro. Igualmente, Epicuro decía que los placeres del alma son mayores que los del
cuerpo, puesto que el placer del cuerpo está limitado al momento presente, pero el placer del alma
comprende, además del placer del momento presente, el recuerdo del placer pasado y la espera del placer
futuro. Nada, pues, es más falso, decía Epicuro, que considerar el placer como un estado
pasajero que no puede constituir el soberano bien: el alma, en verdad, sustrae el placer a la
fuga del tiempo y lo perpetua.
Desde este punto de vista, considerando el placer del alma como algo que se extiende por todo el pasado,
Epicuro juzgaba que el alma, gracias a su libertad, puede apartar los pensamientos que la entristecen y
dirigirse por entero hacia las imágenes que le representan un placer que gustó. Adhiriéndose con fuerza a
esas imágenes, el alma les da la misma vivacidad que tenían cuando eran sensaciones actuales. De este
modo, somos capaces de superar el dolor que nuestro cuerpo experimenta en el instante presente. El propio
Epicuro pudo decir, en el último día de su vida, mientras sufría atrozmente, que era perfectamente feliz,
puesto que sus dolores eran compensados por el goce que le proporcionaba el recuerdo delos diálogos que
había mantenido con sus discípulos.
Tal es, según Epicuro, la vida del sabio. Habiéndose forjado opiniones justas y piadosas sobre los dioses, si
miedo frente a la muerte, burlándose de la Fatalidad, es libre de cuanto turba a los hombres. Habiendo
comprendido cuál es el fin de la naturaleza y que no reclama de nosotros nada más que la
tranquilidad del alma y la salud del cuerpo, sabe que el soberano bien es fácil de realizar en su
integridad. Incluso el dolor físico, al que nadie escapa enteramente, no puede abatirle, puesto que halla en su
interior algo con que equilibrarlo victoriosamente. Así, el sabio vive constantemente en perfecta
tranquilidad, gozando del placer más profundo. El sabio, dice Epicuro, vive como un dios entre los hombres,
pues un ser que no experimenta ninguna turbación y que vive en medio de bienes imperecederos ha dejado
de ser semejante a los animales mortales.
La filosofía de Epicuro es una reacción contra el idealismo platónico. Desde su punto de partida,
Epicuro toma la posición contraria al idealismo. Platón había juzgado la sensación como fuente de error: lo
verdadero nos es dado por la inteligencia, en tanto que se proclama como radicalmente independiente de los
sentidos. Por el contrario, Epicuro proclama que la certidumbre sensible es la base de nuestro conocimiento
y que la inteligencia depende por entero de las sensaciones.
La misma oposición se crea en la concepción dela naturaleza. Platón había dicho que la causa de las cosas
no son los elementos materiales, cual lo pensaran los primeros filósofos, sino la Idea, el modelo ideal al que
las cosas responden. Epicuro, retornando al punto de vista delos filósofos criticados por platón, declara que
la causa de las cosas son los elementos materiales de que están compuestas. Los verdaderos principios, los
principios eternos son los cuerpos simples que resisten a toda descomposición. El juego delos átomos es el
que produce el orden del mundo. Para el Idealismo, el orden surgía de la inteligencia que ha dispuesto las
cosas de la manera mejor. Epicuro quiere reemplazar 34la inteligencia por el azar. A fuerza de agotar todas las
combinaciones posibles, los átomos, disponiendo de un tiempo infinito han llegado a una organización que
ahora admiramos. El orden del mundo es un logro feliz.
De igual modo, el ataque de Epicuro, contra la religión, es un ataque contra el platonismo. Ciertamente
había un abismo entre la filosofía de Platón y las representaciones de la religión popular. Sin embargo, esta
gran filosofía, que hunde sus raíces en el orfismo y en el pitagorismo, era profundamente religiosa .
Declaraba que el hombre y el universo entero, dependen del principio absoluto de la
perfección. La inmortalidad del alma era la piedra angular del sistema y Platón creía que el
alma después de la muerte sufre el castigo de sus faltas. Cuando se pronuncia contra las creencias
religiosas, Epicuro, a la vez que combate la religión popular, ataca una vez más al idealismo de Platón.
Y sin duda hay muchas cosas justas en la doctrina de Epicuro. Sin duda tuvo razón en restablecer la
sensación como base del conocimiento. No se equivocó reconociendo el valor del atomismo y, por
mediación suya, esta teoría ha sido trasmitida a los tiempos modernos. Su esfuerzo por despojar a la religión
de todo miedo supersticioso, la exhortación que hizo a los hombres de conservar la tranquilidad del alma,
siguen siendo profundamente emocionantes. ¿No podría decirse incluso que su lucha contra la religión
encerraba la existencia de una religión más elevada? De hecho, su pensamiento tuvo una importancia
inmensa para todo el final del mundo antiguo. En este período tan turbado y confuso en el que todo género
de cultos extravagantes procedentes de oriente solicitaban la adhesión de las masas, y en el que las más
extrañas creencias eran propuestas, la filosofía de Epicuro reconfortó a innumerables almas aportándoles la
paz.
https://filosofiadelacaracas.wordpress.com/22-1-el-epicureismo-parte-2/
23. El Estoicismo
ESTOICISMO
Texto tomado de “La filosofía griega” de Charles Werner
La escuela estoica fue fundada al comienzo del siglo III antes de nuestra era por Zenón, que era de Citium,
en la isla de Chipre y que había nacido hacia 335. Zenón tuvo por primer maestro a Crates, el filósofo
cínico. El sucesor a la cabeza fue Cleanto, de Asos, en Tróadas, nacido hacia 330. A Cleanto le sucedió
Crisipo, nacido hacia 280 en Soles o en Tarso, en Sicilia. Crisipo fue el gran filósofo de la escuela, de quien
se decía: “si Crisipo no hubiera existido no habría estoicismo”. Aparte del antiguo estoicismo, que sentó las
bases de la doctrina, el desarrollo de la escuela comprende el estoicismo medio (siglos II y I antes de nuestra
era) representado por los nombres de Panecio y Posidonio, y el estoicismo nuevo (siglos I y II de nuestra
era), con Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. No se conservan las obras de los primeros estoicos; sólo Crisipo
compuso más de setecientas.
Como Epicuro, Zenón y sus discípulos dividían la filosofía en tres partes: la lógica, la física y la moral.
Antes de conocer su concepción de la naturaleza, de donde emana la regla del bien, se preguntaban cuál es
para nosotros el criterio de la verdad, que da a la ciencia una base segura. Y como Epicuro, apoyan el
conocimiento en la evidencia sensible.
Según los estoicos, el criterio de la verdad es la “representación comprensiva. De una manera general, la
representación, o la imagen, es la impronta producida en el alma por el objeto exterior. Cuando la
representación es de tal modo clara y evidente 35 que entraña el asentimiento del espíritu, tenemos la
representación comprensiva, que es la imagen de un objeto real, imagen conforme a su objeto exactamente.
Este asentimiento, que produce la representación comprensiva, marca la reacción activa del alma, tomando
posesión de su objeto. Zenón expresaba esto mediante una comparación: la simple representación, decía, es
como una mano abierta, pero la representación comprensiva, producida por el asentimiento del alma, es
como una mano cerrada, que hace con fuerza las cosas; en fin, la ciencia propiamente dicha, que es la
comprensión convertida en inquebrantable, es como una mano cerrada y a la que, además, aprieta la otra
mano.
Así, la lógica garantiza la verdad de la ciencia que nos formamos del universo. Según la comparación cara a
los estoicos, protege la física y la moral como la cáscara del huevo lo blanco y lo amarillo que se hallan en
su interior. Al mismo tiempo, no admitiendo otro criterio de verdad que la evidencia de la percepción
sensible, prepara a concebir la razón, principio de las cosas, como un elemento corporal.
En física, los estoicos admiten dos principios: el principio activo y el pasivo. Este último es
la materia, entendida como esencia desprovista de toda cualidad. El principio activo y divino
es la razón, que se halla en la materia y que produce, dándoles una forma, todas las cosas.
Pero los estoicos se apartan de Platón y de Aristóteles, declarando que el principio inteligente no deja de
ser corporal: es un cuerpo sutil, que se mezcla con la materia en todas partes, difundiéndose en ella
como el fluido generador en la carne de los seres vivos.
Concibiendo así el principio inteligente como corporal, los estoicos, inspirándose en Heráclito, lo
identificaron con el fuego. Por su extrema sutileza, el fuego se halla difundido en todo el mundo, y es él
quien pone en movimiento toda la materia y la modela con arte. Transformándose, produce los otros
elementos, el aire, el agua, la tierra, de suerte que es la sustancia universal de la que están hechas todas las
cosas. Como Heráclito, los estoicos admitían una absorción periódica del mundo por el fuego: el mundo, que
salió del fuego primordial retorna a él, al fin del “gran año” para salir de nuevo y desarrollarse tal como
fuera producido. El alma del ser humano es una parte del fuego creador en su pureza. Sobreviene a la
destrucción del cuerpo, hasta la conflagración final, en que pierde su conciencia de ser algo distinto.
La razón universal, que ha producido todas las cosas, es Dios, creador del mundo. Como el mundo es un
todo perfectamente unitario, no hay más que un Dios único. Dios es el Ser inteligente, inmortal y
bienaventurado. Padre de todos los seres, y los dioses múltiples de la religión popular no son más que
diversos nombres dados a Dios, según los distintos aspectos de su poder. Este Dios creador del mundo,
es a la vez la realidad sustancial del mundo. Pues la razón no es solamente la fuente de la que
las cosas provienen: es también la sustancia, presente en todas partes, y de la cual están
hechas todas las cosas. Dios no es, pues, solamente el principio creador del mundo: es el
mismo mundo, en su realidad verdadera, en su unidad inalterable. Por esto los estoicos
decían que el mundo es la sustancia misma de Dios. Lo que llamamos naturaleza, es decir, el
conjunto armonioso de las cosas, el universo, en tanto que, regido por un principio
inteligente, no es sino Dios. Dios, naturaleza: dos nombres que designan la misma universal
realidad.
La idea principal de la física estoica es la idea de la ligazón de las cosas por el principio
divino que constituye toda la realidad del mundo.
36
La razón universal es una ley, por la cual todas las
cosas están unidas entre sí, y que jamás puede ser transgredida. Esta ley se llama Destino o Fatalidad: el
Destino es la razón universal, en tanto que causa de todas las cosas y que produce el encadenamiento de
todas las cosas particulares. Este encadenamiento inexorable rige tanto las cosas futuras como las presentes
y pasadas. De ahí la posibilidad de la adivinación: si el hombre tuviese la ciencia divina, conociendo toda la
serie de causas, conocería todo el porvenir; pero al menos puede aprehender en el presente los signos que le
advierten las cosas futuras; pues todo está ligado en el universo y el tiempo no aporta nada nuevo, nada que
no se hallara contenido, desde el origen, en el principio de las cosas. (un coche, un barco montado y en
funcionamiento, es mucho más que las sumas de sus piezas por separado). El TODO es más que sus partes.
La LIGAZON potencia y amplía a sus partes.)
Crisipo demostraba el Destino fundándose en el axioma lógico de que toda enunciación es verdadera o falsa.
Si se supone, decía, un acontecimiento producido sin causa, nada puede afirmarse por anticipado de ese
acontecimiento: no puede decirse si tendrá lugar o no. Ninguna de esas dos enunciaciones no es ni verdadera
ni falsa. Pero como es necesario que toda enunciación sea verdadera o falsa, resulta de ahí que todo
acontecimiento ha de tener una causa, y, si conociésemos toda la serie de causas, podríamos decir con
certidumbre, de cualquier acontecimiento, si sucederá o no. En consecuencia, todo acontecimiento tiene una
causa, todo sucede por el Destino.
Pero, ¿no hace ilusoria esta teoría toda la acción humana? Si todas las cosas suceden por el Destino, las
cosas que deben sucedernos se producirán, hagamos lo que hagamos; si debo curarme de una enfermedad,
me curaré, tanto si llamo al médico como sino. A esta objeción, conocida con el nombre de “razón
perezosa”, Crisipo respondía que las cosas están unidas y que si está prescrito por el Destino que me cure,
también está prescrito que llamaré al médico. Mejor todavía: juzgaba posible conciliar el destino y la
libertad del hombre. Para ello distinguía dos clases de causas: las principales, que expresan la naturaleza
misma de la cosa que se considera, y las auxiliares, que expresan la acción ejercida desde el exterior sobre la
cosa. Cuando se dice que todo llega por medio de causas antecedentes, se entiende sólo causas auxiliares y
se reserva la espontaneidad de las causas principales. Así, el cilindro no puede moverse si no recibe un
impulso; pero la manera como se mueve, rodando sobre sí mismo, procede de su propia naturaleza.
Esta ligazón de las cosas que establece la razón universal, produce la armonía del mundo. Por el
encadenamiento de las causas, la razón dispone las cosas según las reglas de la perfección y hace del
universo una admirable obra de arte, cuyo mantenimiento vela con inquebrantable constancia. Considerado
desde este ángulo, el Destino toma el nombre de Providencia.
A lo largo del II libro de su De natura deorum, Cicerón expone la teoría estoica de la providencia. Narra los
acontecimientos mediante los cuales Zenón demostraba que el universo es un Ser inteligente que se gobierna
a sí mismo con sabiduría. Lo que posee la razón, decía Zenón, es mejor que lo que no la posee: como nada
hay mejor en el mundo, el mundo posee la razón. Si fuera de otro modo, el mundo no podría producir seres
animados e inteligentes. Así los seres animados y sabios que produce el mundo testimonian que el mundo es
un Ser dotado de alma y de sabiduría. Prueba en sí su belleza; igual que viendo una bella estatua, juzgamos
que ha sido creada por un artista, al ver la belleza del mundo no podemos dudar que sea la obra de la
inteligencia. Pretender, como lo hace Epicuro, que el mundo resulta del concurso fortuito de los átomos, es
insensato: sería lo mismo pretender que arrojando al azar un número inmenso de caracteres con las letras del
alfabeto, tales caracteres podrían caer de tal modo que compusieran los Anales de Ennio.
De hecho, no podemos cansarnos de admirar el orden del mundo, la regularidad del curso de los astros, la
coherencia de todas las partes que constituyen el gran Todo. Nuestra admiración no es menor si
consideramos los seres particulares, comenzando por las plantas y los animales. Pero es el hombre, sobre
todo, el que revela por su organización, los designios de la Providencia: aparte de la perfecta conformación
de su cuerpo, erguido hacia el cielo y provisto de los órganos más útiles, el hombre posee la razón, que le
hace semejante a los dioses. Esta comunidad de naturaleza entre el hombre y los dioses nos permite afirmar
que fue en vista del hombre tanto como en vista de los dioses, que el mundo se creó. Igual que una ciudad es
construida para los seres racionales que contiene, así el mundo ha sido construido para los dioses y para los
hombres, y podemos creer que todas las cosas que en él se encuentran han sido dispuestas para la utilidad
del género humano. 37
El conocimiento que tenemos del orden y de la belleza del mundo, como obra de la Providencia, es el más
sólido fundamento de nuestra creencia en Dios. Desde cualquier lado que examinemos el universo habremos
de concluir que está admirablemente regido por una Inteligencia divina que quiere la salvación de todos los
seres. Así se nos hace posible la existencia de Dios. Pues la Inteligencia que ha producido las cosas es
superior a la inteligencia humana. Evidentemente, el hombre es incapaz de hacer las cosas que están
dispuestas en el mundo y de regirlas a su gusto. En consecuencia, la existencia del mundo y su belleza
manifiestan la existencia de un Ser racional superior al hombre y que no puede ser más que Dios. En cuanto
a la opinión de Epicuro, que la creación del mundo y su gobierno serían una carga penosa, incompatible con
la bienaventuranza divina, es absurda: Dios no es, en absoluto, ocioso; su naturaleza es, por el contrario, la
soberana actividad y produce las cosas sin ninguna fatiga, dirigiéndolas inquebrantablemente por la vía del
bien.
Afirmando con tanta fuerza la Providencia divina, los estoicos no podían dejar de tropezar con el problema
del mal: si todas las cosas dependen de Dios y están dispuestas de la mejor manera posible, ¿de dónde
proviene el mal que parece encontrarse en el universo? A esta cuestión, los estoicos no quieren que se
conteste, como hicieran Platón y Aristóteles, invocando a la materia, entendida como principio de
indeterminación. Dios, dicen, es la causa de todo cuanto existe. La materia, careciendo de cualidad, no
puede producir nada, ni las cosas malas ni las buenas. ¿Cómo, pues, explicar el mal?
Para resolver el problema del mal, los estoicos hacen intervenir las consideraciones principales. De un lado,
en seguimiento de Heráclito, afirman la correlación de los contrarios: los contrarios existen juntamente,
sosteniéndose por su mutuo esfuerzo. El bien, pues, supone el mal y nos equivocamos cuando queremos
tener el uno sin el otro. De otro lado, no son tales más que en apariencia, contribuyendo, en realidad, a la
perfección del conjunto. Por no tener del universo sino una visión parcial, juzgamos malas ciertas cosas,
consideradas en relación con el conjunto, se nos aparecerían como indispensables para su armonía. Sucede
con el universo como con una obra de teatro en la que ciertos pasajes, tomados aisladamente, pueden parecer
grotescos, mientras que no dejan de entrar en el plan de la obra total.
Sea cual fuere, pues, la apariencia del mal, la única verdad es la ley divina a la que todas las cosas están
sometidas para su mayor bien. Adquirir conciencia de esta ley y de su eficacia universal, he aquí nuestro
saber. Los seres racionales están llamados a conocer la razón presente en todas las cosas. El destino del
hombre es unirse a la naturaleza común a todos los seres y adorar el orden eterno. Tal es el fundamento, el
más alto precepto de la moral estoica.
Epicuro de Samos
(- 341 a - 271)
38
Por José Sánchez-Cerezo de la Fuente
Parte de nuestros deseos son naturales, y otra parte son vanos deseos; entre los naturales, unos son
necesarios y otros no; y entre los necesarios, unos lo son para la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo
y otros para la vida misma. Conociendo bien estas clases de deseos es posible referir toda elección a la salud
del cuerpo y a la serenidad del alma, porque en ello consiste la vida feliz. Pues actuamos siempre para no
sufrir dolor ni pesar, y una vez que lo hemos conseguido ya na necesitamos de nada más.
Por eso decimos que el placer es el principio y fin del vivir feliz. Pues lo hemos reconocido como bien
primero y connatural, y a partir de él hacemos cualquier elección o rechazo, y en él concluimos cuando
juzgamos acerca del bien, teniendo la sensación como norma o criterio. Y puesto que el placer es el bien
primero y connatural, no elegimos cualquier placer, sino que a veces evitamos muchos placeres cuando de
ellos se sigue una molestia mayor. Consideramos que muchos dolores son preferibles a los placeres, si, a la
larga, se siguen de ellos mayores placeres. Todo placer es por naturaleza un bien, pero no todo placer ha de
ser aceptado. Y todo dolor es un mal, pero no todo dolor ha de ser evitado siempre. Hay que obrar con buen
cálculo en estas cuestiones, atendiendo a las consecuencias de la acción, ya que a veces podemos servirnos
de algo bueno como de un mal, o de algo malo como de un bien.
La autosuficiencia la consideramos como un gran bien, no para que siempre nos sirvamos de poco, sino para
que cuando no tenemos mucho nos contentemos con ese poco; ya que más gozosamente disfrutan de la
abundancia quienes menos necesidad tienen de ella, y porque todo lo natural es fácil de conseguir y lo
superfluo difícil de obtener. Los alimentos sencillos procuran igual placer que una comida costosa y
refinada, una vez que se elimina el dolor de la necesidad.
Por ello, cuando decimos que el placer es el objetivo final, no nos referimos a los placeres de los viciosos
-como creen algunos que ignoran, no están de acuerdo o interpretan mal nuestra doctrina-, sino al no sufrir
dolores en el cuerpo ni estar perturbado en el alma. Porque ni banquetes ni juergas constantes dan la
felicidad, sino el sobrio cálculo que investiga las causas de toda elección o rechazo y extirpa las falsas
opiniones de las que procede la gran perturbación que se apodera del alma.
El más grande bien es la prudencia, incluso mayor que la filosofía. De ella nacen las demás virtudes, ya que
enseña que no es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente, ni vivir sensata,
honesta y justamente sin vivir con placer. Las virtudes están unidas naturalmente al vivir placentero, y la
vida placentera es inseparable de ellas.
Exhortaciones 39
"La necesidad es un mal, pero no hay necesidad alguna de vivir con necesidad".
"Nadie, al ver el mal, lo elige, sino que se deja engañar por él, como si fuera un bien respecto a un mal
peor".
"Lo insaciable no es la panza, como el vulgo afirma, sino la falsa creencia de que la panza necesita hartura
infinita".
"Quien un día se olvida de lo bien que lo ha pasado se ha hecho viejo ese mismo día".
"El que menos necesita del mañana es el que avanza con más gusto hacia él".
"También en la moderación hay un término medio, y quien no da con él es víctima de un error parecido al de
quien se excede por desenfreno".
Para aquéllos, oh Herodoto, que no pueden tener un conocimiento perfectamente exacto de cada uno de mis
escritos sobre la Naturaleza, y estudiar a fondo los principales libros, más largos, que he escrito, he hecho un
resumen de toda mi obra que permite retener más fácilmente las principales teorías. Podrán, así, evitarse el
tener que hacerlo ellos mismos con mis ideas principales en la medida en que se interesen por la naturaleza.
Por otra parte, quienes conocen ya a fondo mis obras completas, necesitan tener presentes en la memoria las
líneas generales de mi doctrina, pues a menudo tenemos más necesidad de un resumen que del conocimiento
particular de los detalles. Hay que avanzar paso a paso reteniendo constantemente el conjunto de la doctrina
para comprender bien sus detalles. Este doble efecto será posible si se comprenden bien y se retienen en su
verdadera formulación las ideas esenciales, y si se las aplica seguidamente a los elementos, a las ideas
particulares y a las palabras. Conoce a fondo la doctrina quien puede sacar partido rápidamente de las ideas
generales. Pues es imposible poseer en su completo desarrollo la totalidad de mi obra si se es incapaz de
resumir para uno mismo y en pocas palabras el conjunto de aquello en lo que se quiere profundizar
particularmente, detalle a detalle.
Ya que este método resulta útil para todos los que estudian seriamente la física, aconsejo a todos los hombres
decididos que se entregan asiduamente a tal estudio, y que buscan en ella el medio de obtener tranquilidad
de vida, que hagan un resumen similar del conjunto de mis teorías.
Hay que empezar, Herodoto, por conocer lo que se oculta en las palabras esenciales, a fin de poder,
relacionándolas con las cosas mismas, formular juicios sobre nuestras opiniones, nuestras ideas y nuestras
dudas. De este modo no corremos el riesgo de discutir hasta el infinito sin resultados y de pronunciar
palabras vacías. En efecto, es necesario estudiar primeramente el sentido de cada palabra, para no tener
necesidad de un exceso de demostraciones, cuando discutamos nuestras preguntas, nuestras ideas y nuestras
dudas. Después hay que observar todas las cosas confrontándolas con las sensaciones y, de modo general,
con las intuiciones del espíritu o cualquier otro criterio. Igualmente, por lo que respecta a nuestras
afecciones presentes, para poder juzgar según los signos los objetos de nuestra atención y los objetos
ocultos.
Cuando se haya visto todo eso se está preparado para estudiar las cosas invisibles y, en primer lugar,
podemos decirnos que nada nace de nada, ya que si las cosas no tuvieran necesidad de semilla todo podría
nacer de todo. Por otra parte, si lo que desaparece volviera
40 a la nada, todas las cosas perecerían, ya que no
podrían convertirse más que en nada. De lo que resulta que el universo ha sido siempre y será siempre lo que
es actualmente, ya que no hay ninguna otra cosa en lo que se pueda convertir, y tampoco hay, fuera del
universo, nada que pueda actuar sobre él para provocar un cambio.
El universo está formado por cuerpos. Su existencia queda más que suficientemente probada por la
sensación, pues es ella, lo repito, la que sirve de base al razonamiento sobre las cosas invisibles. Si lo que
llamamos el vacío, la extensión, la esencia intangible, no existiera, no habría lugar en el que los cuerpos
pudiera moverse, como de hecho vemos que se mueven.
Al margen de estas dos cosas no se puede comprender nada, - ni por intuición, ni por analogía con los datos
de la intuición-, de lo que existe en tanto que naturaleza completa, ya que no estoy hablando de
acontecimientos fortuitos o de accidentes.
Entre los cuerpos, unos son compuestos, y otros son los elementos que sirven para hacer los compuestos.
Estos últimos son los átomos indivisibles e inmutables, ya que nada puede convertirse en nada, y es
necesario que subsistan realidades cuando los compuestos se desagregan. Estos cuerpos están llenos por
naturaleza y no tienen en ellos lugar ni medio por el que pudieran destruirse. De lo que resulta que tales
elementos deben ser, necesariamente, las partes indivisibles de los cuerpos. Por lo demás, el universo es
infinito. En efecto, lo que es finito tiene un extremo, y el extremo se descubre por comparación respecto a
otro. Así que, careciendo de extremo, no tiene, en absoluto, fin; y, no teniendo fin, es necesariamente infinito
y no finito.
El universo es infinito desde dos puntos de vista: por el número de cuerpos que contiene y por la inmensidad
del vacío que encierra. Si el vacío fuera infinito y el número de cuerpos limitado, éstos se dispersarían en
desorden por el vacío infinito, ya que no habría nada para sostenerlos y nada para unirlos a las cosas. Y si el
vacío fuera limitado y el número de cuerpos infinitos no habría lugar donde se pudieran instalar.
Por otra parte, los cuerpos llenos e indivisibles, de los que están formados y en los que se resuelven los
compuestos, presentan formas tan diversas que no podemos conocer su número, ya que no es posible que
tantas formas diferentes provengan de un número limitado y comprensible de figuras semejantes. Además,
cada figura presenta un número infinito de ejemplares, pero, por lo que respecta a su diferencia, tales figuras
no alcanzan un número absolutamente ilimitado. Su número es, simplemente, incalculable.
Además, los átomos están animados de movimiento perpetuo. Unos están separados por grandes intervalos;
otros, por el contrario, conservan su impulso todas las veces que son desviados, uniéndose a otros y
convirtiéndose en las partes de un compuesto. Es la consecuencia de la naturaleza del vacío, incapaz por sí
mismo de inmovilizarlos. Por otra parte, su inherente solidez les hace rebotar, luego de cada choque, al
menos en la medida en que su integración en un compuesto les permita rebotar luego de un choque.
El movimiento de los átomos no ha tenido comienzo, ya que los átomos son tan eternos como el vacío.
Por otra parte, hay una infinidad de mundos, sean parecidos al nuestro, sean diferentes. En efecto, siendo los
átomos infinitos, como se acaba de demostrar, son llevados por su movimiento hasta los lugares más
alejados. Y tales átomos, que por su naturaleza sirven, ya por sí mismos, ya por su acción, para crear un
mundo, no pueden ser utilizados todos para formar un único mundo, o un número limitado de mundos, ni
para los semejantes a éste, ni para los diferentes, de modo que nada impide que haya una infinidad de
mundos.
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