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8.

LA VIDA DE LA IGLESIA: CULTO Y DISCIPLINA


Al irse afianzando como institución la Iglesia fue sistematizando su doctrina y como
todos los movimientos religiosos, sobre todo las grandes religiones monoteístas tan
emparentadas entre sí (judaísmo, islamismo, cristianismo), tenía sus ritos de iniciación
que se fueron afianzando. En el caso de nuestra Iglesia, no solo los ritos de iniciación
fueron debidamente organizados, sino también los demás sacramentos. Esos sacramentos
comprenden toda la vida del creyente, desde el nacimiento hasta la muerte. El inicio de la
vida (bautismo/confirmación), la eucaristía (centro de la vida cristiana), la penitencia
(revisión de la propia vida, a nivel individual y comunitario), relación hombre/mujer
(matrimonio), dirigentes de la comunidad (ministerios ordenados y no ordenados) y el
término de la vida (la unción de los enfermos, llamada durante muchos años
extremaunción).
Ahora bien, la palabra iniciación se refiere, en el uso litúrgico y cultual, al comienzo
de la vida cristiana o la entrada en el “nuevo pueblo de Dios”, que es la Iglesia, por medio
del bautismo, de la confirmación y la eucaristía, después de que los candidatos recibieron
la instrucción necesaria. Solamente después de haber recorrido esos tres estadios se
puede decir que se ha alcanzado la plena identidad cristiana. Durante los primeros siglos,
y todavía hoy en la Iglesia oriental, la iniciación se realizaba en una sola celebración
litúrgica; en la Iglesia occidental, en cambio, solo se administran los tres sacramentos de
iniciación en una misma ceremonia cuando los iniciados son adultos.

8. 1. Catecumenado y Bautismo
En los primeros años del cristianismo no se administraba el sacramento del
bautismo a los niños y es casi seguro que hasta bien adentrado el siglo II solo los adultos
eran admitidos a este sacramento. Por las controversias que suscitó el bautismo de los
infantes, se puede decir que éstos no eran admitidos a este sacramento; o al menos no
tenemos información precisa al respecto, excepto la que nos da Orígenes, para quien el
bautismo de los niños era una tradición apostólica: La Iglesia recibió de los apóstoles la
tradición de dar el bautismo a los niños pequeños. Lo cierto es que durante el primer
tercio del siglo III, como se deduce de la Tradición apostólica de Hipólito, muerto en el
235, se generalizó al bautismo de los niños, que lo recibían en una misma ceremonia con
los adultos.
En cambio, el bautismo de los adultos estaba debidamente ordenado
litúrgicamente desde fines del siglo II, como lo atestigua la institución del catecumenado,
cuya finalidad era instruir y examinar a los candidatos. Parece ser que San Pablo no
bautizaba inmediatamente a los recién convertidos, sino que difería un poco el bautismo.
De 1Cor 1, 14 se deduce que había un tiempo intermedio entre la conversión y la
administración del bautismo. Tampoco hay ningún indicio en sus Cartas que nos deje ver
que San Pablo solamente predicaba y que confiaba a otros la administración del bautismo.
La etapa previa a la recepción del bautismo, llamada catecumenado, recibió una
estructuración fija desde principios del siglo III. Duraba de dos a tres años, aunque podía
acortarse ese tiempo, si el candidato demostraba que estaba bien preparado. Durante el
tiempo de esta preparación se le exigía al catecúmeno un comportamiento plenamente
cristiano; y ésta fue la razón de la institución del padrino, es decir de aquel cristiano que

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se encargaba no sólo de solucionar las dificultades que le pudieran sobrevenir al
catecúmeno, sino también de vigilar su conducta, a fin de informar a la comunidad si
podía, o no, ser admitido al bautismo.
En cuanto a la liturgia, los catecúmenos podían asistir solamente a la parte
doctrinal o instructiva de la celebración de la eucaristía; de modo que no estaban
presentes en la parte mistérica propiamente dicha. Excepcionalmente, se podía
administrar el bautismo en cualquier momento, pero se reservaban las vigilias de la
resurrección del Señor y de Pentecostés para su administración solemne.
Pero, ya en el siglo IV, el catecumenado recibió una estructuración más completa,
en la que se sometía al catecúmeno a una serie de exámenes para constatar su formación
doctrinal, y de acciones simbólicas, como unciones y exorcismos, encaminados a
fortalecerlo para las exigencias de la vida cristiana, y de ese modo librarlo de la perniciosa
influencia del demonio.
Una vez cumplido el tiempo del catecumenado el bautismo se administraba
generalmente por triple inmersión; pero ya desde los tiempos apostólicos, como lo
atestigua la Didajé, se podía hacer por infusión: Bauticen en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo en agua viva; si no tienes agua viva, bautiza con otra agua; si no
puedes hacerlo con agua fría, hazlo con agua caliente. Si no tuvieras una ni otra derrama
agua en la cabeza tres veces en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Según lo que nos dice San Justino sabemos que, por lo menos hasta su tiempo, no
existían lugares reservados para bautizar a los catecúmenos, sino que eran conducidos a
un lugar donde había agua: y toman en el agua el baño en el nombre de Dios, Padre y
soberano del universo, y de nuestro Salvador Jesucristo y del Espíritu Santo.
Fue a partir del siglo IV que comenzaron a edificarse los baptisterios, edificios
dedicados únicamente a la administración del bautismo; el más famoso es sin duda el de
San Juan de Letrán en Roma, cuyos orígenes se remontan a la época constantiniana, pero
el actual es del período de Sixto III (432-440). Hacia el baptisterio se dirijía en la vigilia
pascual la muchedumbre cristiana para asistir al bautismo de los neófitos. Después, los
recién bautizados, vestidos de túnicas blancas, regresaban cantando a la basílica para
asistir a la misa pascual presidida por el Papa.
Los baptisterios independientes del edificio de la iglesia fueron sustituidos
posteriormente por la pila bautismal, cuando cayó en desuso en la Iglesia occidental el
bautismo por inmersión y se generalizó el bautismo por infusión; por lo general en cada
iglesia existía una capilla a propósito para el bautismo. A los recién bautizados se les daba
una mezcla de leche y miel como signo de que habían entrado en la tierra de promisión
que es la Iglesia; y se les imponía una vestidura blanca que llevaban durante una semana,
hasta el llamado domingo in albis, entonces se la quitaban.
Cuando algunos cristianos que habían sido bautizados en la herejía pidieron el
ingreso en la Iglesia católica, surgió una discusión acerca de si éstos tendrían que ser
rebautizados. Las iglesias del norte de África y en algunas de Asia exigían la rebautización;
la Iglesia romana, en cambio, no los rebautizaba si el bautismo recibido en la herejía había
sido correctamente administrado en el nombre de la Trinidad. La iglesia de Cartago,
representada por San Cipriano, y la iglesia de Roma, por el papa Esteban, estuvieron a
punto de romper la comunión por esta cuestión; cada una de ellas siguió su propia

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costumbre, hasta que el Concilio de Arlés (314) solucionó definitivamente la cuestión a
favor de la praxis romana.
Esta controversia se apoyaba en dos concepciones teológicas diferentes: 1) Unos
opinaban que la eficacia del sacramento radica en el valor personal y ético del ministro del
sacramento; 2) otros decían que la eficacia sacramental se funda en el valor objetivo, ex
opere operato, del sacramento, sin tener en cuenta las cualidades subjetivas del ministro.
Fueron las Iglesias de Alejandría y Roma, y especialmente ésta última, las que salvaron el
carácter objetivo del sacramento.
Después de que Constantino “el grande” dio libertad a la Iglesia, se introdujo en la
Iglesia una práctica muy peligrosa: el bautismo de los clínicos, es decir el retraso del
bautismo hasta la hora de la muerte o, en el mejor de los casos, hasta una edad avanzada.
La causa principal de esta práctica estaba en la dureza del sacramento de la penitencia
que se podía recibir una sola vez en la vida. El caso más conocido fue el de Constantino,
que recibió el bautismo solamente tres meses antes de morir.
El renacer del agua y del Espíritu, y recibir el Espíritu Santo son dos aspectos
distintos de la iniciación cristiana que tienen su raíz en los misterios de Pascua y de
Pentecostés, que se bifurcaron en dos sacramentos distintos: el bautismo y la
confirmación. El sacramento de la confirmación se administraba al principio en la misma
ceremonia litúrgica del bautismo, pero siempre con signo bien diferenciados; el signo de la
confirmación consistía desde los tiempos apostólicos en la “imposición de las manos” (cf.
Hech 8, 14-18); y con este nombre era conocido este sacramento, por más que este signo
era común a otros sacramentos, como la ordenación sacerdotal y la celebración de la
eucaristía. Hipólito de Roma nos dice que además de la imposición de manos, existía
también una unción crismal.

8.2. Liturgia eucarística


El relato más antiguo sobre la institución de la Eucaristía se lo debemos a San
Pablo. Lo escribió porque se había introducido un abuso en torno al modo de celebrarla en
la comunidad de Corinto (cf. 1Cor 11, 20-23). El relato más antiguo, al margen del Nuevo
Testamento, se lo debemos a un pagano, Plinio el Joven, quien, al referirse al estilo de
vida de los cristianos que habían sido denunciados ante su tribunal, dice que suelen
reunirse en días señalados, antes de salir el sol, y cantan, alternando entre sí a coro, un
himno a Cristo como a Dios… después se reúnen nuevamente para tomar una comida,
ordinaria, pero inofensiva. La Didajé da una información algo más precisa: Reunidos cada
día del Señor (domingo), parten el pan y dan gracias, después de haber confesado sus
pecados, a fin de que su sacrificio sea puro.
Hacia mediados del siglo II el autor que nos habla con más precisión de la
celebración eucarística, incluso con lujo de detalles, es San Justino. Se trata de un rito
fundamental que es el punto de partida para una posterior evolución, que tenía lugar el
día del Sol (domingo), y comprendía estas acciones: 1) se comenzaba con una lectura del
Nuevo o del Antiguo Testamento; 2) seguía una exhortación del presidente de la
asamblea, que en los primeros siglos era siempre el obispo de la comunidad; 3) se hacían
oraciones en común por toda la humanidad; los fieles se daban un beso en señal de paz y
comunión; 5) a continuación se entregaban Pan Vino y Agua al presidente, el cual

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pronunciaba sobre ellos una fórmula de bendición en la que alababa y rogaba al Padre de
todas las cosas en nombre del Hijo y del Espíritu Santo; 6) después el mismo presidente
hacía una larga oración de acción de gracias, 7) a la que el pueblo daba su asentimiento
con el AMÉN; 8) finalmente, los diáconos distribuían a los presentes el Pan y el Vino
mezclado con agua, alimentos “eucaristizados”, que se llevaban también a los que no
habían podido acudir a la celebración; 9) y, añade Justino, todo esto no es pan ordinario ni
una bebida ordinaria, sino la Carne y la Sangre del Hijo de Dios encarnado.
La Eucaristía se celebraba sólo los domingo y en una sola celebración para todos
los fieles de una ciudad, y se recibía bajo las dos especies de pan y vino. Era, por tanto,
materialmente imposible que todos los fieles pudieran asistir a la única misa que se
celebraba el domingo; por eso en Roma se introdujo muy pronto la costumbre de celebrar
simultáneamente en diversos lugares la misa; y, como señal de comunión de todos los
fieles de la ciudad, el obispo enviaba algunas partículas de pan consagrado a las demás
iglesias. Solamente en el siglo V se introdujo la costumbre de celebrar una misa después
de otra en una misma iglesia.
A principios del siglo III, por lo menos en Roma, la celebración de la Eucaristía
recibió una forma estable; sobre todo se empleaba una fórmula fija para la consagración,
ya que hasta entonces todo dependía de la creatividad o inspiración del presidente de la
asamblea. No había normas fijas para todas las iglesias, sino que cada una tenía sus
propias normas; fue así como aparecieron los diversos ritos; pero, esta pluralidad no era
mal vista, sino todo lo contrario: se defendía como elemento distintivo de cada
comunidad.
La Eucaristía se reservaba, pero no con una finalidad cultual como se hace en
nuestros días, sino para llevarla a los fieles que no habían asistido a la celebración
eucarística, a los enfermos, y para comulgar a lo largo de la semana, incluso quienes
habían asistido a la celebración dominical. La Eucaristía era el mayor tesoro de los
cristianos; lo ocultaban no sólo a los paganos, sino también a los catecúmenos, a quienes
no se les explicaba este misterio hasta poco antes del bautismo, aunque la realidad de la
misma era conocida por ellos.
En el siglo IX la Eucaristía se guardaba en un cofre precioso depositado sobre el
altar, en forma de torre o de paloma; el Concilio IV de Letrán (1215) impuso que la
Eucaristía se guardara bajo llave; y para ello se dispuso de cofres móviles, verdaderas
joyas artísticas; el Concilio de Trento decretó que la Eucaristía se guardase en el centro del
altar; el Ritual de 1614 favoreció esta práctica, aunque se podía reservar en el altar de una
capilla lateral construida para tal efecto.
El culto a la Eucaristía, tal como hoy lo entendemos, apareció cuando la
comprensión de la celebración eucarística disminuyó, con el consiguiente abandono de la
comunión; entonces el culto eucarístico se presentó como algo más importante que la
misma celebración de la misa; la exposición del Santísimo Sacramento tuvo su origen en el
deseo de contemplar la hostia, lo cual aportó algunas innovaciones en la celebración de la
misa, como la elevación; muchos fieles iban a la iglesia únicamente para contemplarla, y
después se marchaban tranquilamente a sus labores habituales; la lámpara de Santísimo
Sacramento apareció en este contexto; y para que los fieles pudieran contemplar esta luz,

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testigo de la presencia del Señor en la Eucaristía, se abrieron pequeñas ventanas en el
ábside de las iglesias.

8.3. Fiestas cristianas. Ascetas y vírgenes


La Iglesia primitiva estableció, desde la misma era apostólica, el día del culto
cristiano en el primer día de la semana (cf. Hech 20, 6-12; 1Cor 16, 2), el domingo, o día
del Señor, en recuerdo de la resurrección de Jesús; en cambio, las comunidades
palestinenses continuaron durante algún tiempo celebrando el culto cristiano el sábado, el
día festivo del judaísmo. Desde finales del siglo I, el domingo se convirtió en santo y seña
de la identidad cristiana. San Ignacio de Antioquía contrapone el domingo cristiano al
sábado judío: quienes se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a la novedad
de la esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el domingo, día en que
también amaneció nuestra vida por gracia del Señor y mérito de su muerte. El domingo
adquirió su organización litúrgica definitiva antes del Concilio de Nicea (325); y era ya un
día de fiesta para los cristianos. Constantino le concedió en el año 321 el carácter de fiesta
civil al domingo.
La Iglesia también mantuvo las principales fiestas judías, pero dándoles un sentido
cristiano; la Pascua, como conmemoración de la resurrección del Señor, pasó a ser la
fiesta principal de la Iglesia. La Didascalía de los Apóstoles, escrita en Siria en el siglo III,
describe el modo de celebrar esta fiesta cristiana: El viernes y el sábado ayunarán
completamente y no tomarán nada. Reúnanse, no duerman, velen toda la noche en
oraciones, súplicas, lecturas de los profetas, del Evangelio y de los salmos…, hasta las tres
horas de la madrugada siguiente al sábado. Entonces dejarán de ayunar… ofrezcan sus
dones y luego coman, estén alegres, felices y contentos, pues el Mesías, prenda de su
resurrección, ha resucitado. Será para ustedes una ley eterna hasta el final del mundo.
En cuanto a la fecha de la celebración de la Pascua surgió una polémica entre la
Iglesia de Roma y las iglesias de Asia; éstas celebraban la Pascua cristiana el mismo día de
la Pascua judía, el 14 de Nisán, Roma, en cambio, la celebraba el domingo siguiente al 14
de Nisán. Pero, como la Pascua judía se regía por el calendario lunar, y la iglesia de Roma
por el calendario solar, se llegaba a dar un espacio de tiempo muy largo entre ambos
calendarios. El Concilio I de Nicea pidió que todas las iglesias celebraran la fiesta de
Pascua el mismo día, encargando a la Iglesia de Alejandría el cómputo de la fecha de la
Pascua, de modo que a partir de entonces se celebró la Pascua el domingo siguiente al
plenilunio inmediatamente posterior al equinoccio de primavera; de este modo, conforme
al calendario reformado de Gregorio XIII en 1583, puede ocurrir entre el 22 de marzo y el
25 de abril; en cambio, para las iglesias que no aceptaron esta reforma, sino que seguían
fieles al calendario juliano, la Pascua puede ocurrir entre el 4 de abril y el 8 de mayo.
La fiesta judía de Pentecostés dejó de ser la fiesta de acción de gracias por la
recolección de la cosecha, para ser la conmemoración de la venida del Espíritu Santo a la
primitiva comunidad cristiana de Jerusalén.
La Fiesta dela Navidad tuvo su origen en la Iglesia occidental por primera vez en el
cronógrafo del año 354; se celebró desde el principio el día 25 de diciembre, para oponer
una fiesta cristiana, la fiesta del nacimiento de Cristo, verdadero Sol invicto, que triunfa

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sobre las tinieblas de la muerte, a la fiesta principal del paganismo de entonces, la fiesta
del Sol invicto, la luz que vence a las tinieblas de la noche.
La fiesta de la Epifanía, en cambio, tuvo su origen en la Iglesia oriental en el siglo
II. Originariamente tenía la misma finalidad de oponer la aparición del Verbo de Dios
hecho hombre a la fiesta pagana del solsticio de invierno, la fiesta del Sol victorioso,
celebrada especialmente en Egipto y Arabia; pero en esta fiesta cristiana se conmemoraba
también el bautismo de Cristo en el río Jordán y el milagro de Caná; esta fiesta se
introdujo en la liturgia de la Iglesia occidental a mediados del siglo IV.
El culto a los mártires tiene su origen en el culto a los difuntos que los cristianos
compartían con todos los demás pueblos de la tierra. Las familias se reunían siempre
alrededor de la tumba de sus seres, especialmente en el día del aniversario de su muerte.
Las comunidades cristianas, verdadera familia de Dios, se reunían también para
conmemorar el aniversario de la muerte de sus hermanos más queridos; y éstos eran los
mártires que habían testimoniado su fe con su sangre. Quienes habían derramado su
sangre por Cristo, y, en definitiva, también por la comunidad, fueron considerados muy
pronto como intercesores ante Dios. El testimonio más claro de la voluntad de reunirse en
el día del aniversario de la muerte de los mártires pertenece a la iglesia de Esmirna, con
ocasión del martirio de San Policarpo.
Para su santificación personal la Iglesia proponía a sus fieles –clérigos y laicos- los
medios adecuados a su alcance, que eran de dos clases: Medios objetivos, que eran los
sacramentos; y medios subjetivos, que eran la oración, el ayuno y la limosna. En cuanto a
los medios objetivos, hay que decir que durante los primeros siglos se tenían, en primer
lugar los sacramentos de iniciación (bautismo, eucaristía, confirmación). La penitencia no
era administrada con frecuencia, ya que la penitencia pública se recibía una sola vez en la
vida. En cuanto al matrimonio, se celebraba en presencia del obispo. No se aprobaba el
matrimonio con infieles, aunque sí eran permitidas las segundas nupcias, y ya entonces se
celebraba el matrimonio dentro de la eucaristía.
En cuanto a los medios subjetivos, estaban debidamente reconocidos y
organizados. Eran estos: oración, ayuno y limosna. La oración, que podría llamarse
“oficial”, se hacía en tres momentos: tercia, sexto y nona; en algunas partes también se
hacía a media noche, cuando reposa toda la creación y los justos alaban al Señor, y al
canto del gallo, cuando los judíos renegaron de Jesús. En la Didajé se habla del ayuno
miércoles y viernes; en Roma se ayunaba también los sábados. San Ireneo habla de un
ayuno preparatorio para la Pascua; pero el primer documento que menciona el ayuno de
cuarenta días (cuaresma) es el canon quinto del Concilio de Nicea. La limosna se
consideraba como superior a la oración y al ayuno. San Cipriano la consideraba como
medio de liberarse de las cadenas de la codicia, como rescate de los pecados y como
derecho al reino de los cielos.
Los cristianos no se distinguían de los demás ciudadanos en su género de vida
exterior. Desempeñaban los mismos oficios que antes de la conversión, mientras no
supusieran un peligro de idolatría o de inmoralidad. Para los cristianos eran objeto de
especial aversión los teatros: el actor convertido al cristianismo tenía que abandonar su
oficio; y lo mismo había que decir respecto a los gladiadores. Los santos padres
aconsejaban diversiones útiles, como la caza, la pesca, la gimnasia…, considerados

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ejercicios sanos, nobles y viriles. El servicio militar se permitía, aunque con dificultad, por
el peligro de idolatría. Algunos rigoristas, como Taziano, lo prohibían absolutamente,
llegándolo a comparar con el homicidio.
Pero si los cristianos no se distinguían de los demás en su parte exterior y en su
vida social, existía una gran diferencia en su espiritualidad y en su moralidad, lo que no
significa que la santidad era lo más común en la Iglesia primitiva, pues habrá que
desmitificar muchas de las creencias que tenemos respecto al modo en que los primeros
cristianos vivía su fe. Los/as cristianos/as era mujeres y hombres frágiles, como lo fueron
los de las Edades posteriores y como lo somos los de inicios del siglo XXI. Esto nos lo deja
ver la historia de cómo se fue desarrollando el sacramento de la penitencia y las
defecciones de muchos cristianos de la primera hora durante de las persecuciones.
Hay que decir también que al lado de las apostasías y defecciones de los cristianos
de aquellos tiempos, también sobresalían en las comunidades cristianas pequeños grupos
de hombres y mujeres que aspiraban a la perfección de la vida cristiana: los ascetas y las
vírgenes. Los ascetas hacían voto de castidad perfecta; muchos distribuían sus bienes a los
pobres; por lo general permanecían en sus familias; pero a veces se reunían varios de ellos
para vivir en comunidad; no llevaban vestimenta especial que los distinguiera de los
demás cristianos. Algunos se retiraban al desierto para vivir en soledad.
Un tenor de vida semejante llevaban las vírgenes. Este grupo de mujeres estaban
siempre bajo la vigilancia de un miembro del clero; y como suele suceder, esto dio lugar a
algunos abusos; de ahí que desde al siglo III la convivencia de clérigos y vírgenes (llamadas
vírgenes subintroductae) fue prohibida por varios concilios. Estos ascetas y las vírgenes
van a constituir la base sobre la que se levantará la vida monástica posterior.

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