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DIABLO DE MI GUARDA
¡Oh, gran sabio Fausto!, ¿A dónde fuiste a parar? Con el deseo de “vivir”, caíste
en las manos de aquel diablo Mefistófeles, ese pícaro que te hizo que te
enamoraras, que vieras como se sufre en esa cosa llamada amor. ¿Cómo de un
día para otro cambiaste todo ese conocimiento para gozar y experimentar todo
aquello que no habías podido disfrutar por el hecho de querer saber más y más?
Todavía mejor, ¿por qué tardaste tanto en desviar tu camino?
En Fausto hay una ruptura, una disolución entre el bien y el mal, es decir, una
sublimación, un más allá. Lo que estaba fijo, se hace neblina, un vapor que
disfraza las fronteras morales. Pero más allá de esta quebradura, hay una
liberación propia de la época, un retorno sensible que va más allá de la razón. A la
pregunta primera, una afirmación gritona: ¡Por qué tardaste tanto!
Por otro lado, qué bello es ver el teatro dentro del teatro mismo, es decir, cómo en
este drama al principio se observa hablar del director, del “poeta dramático” (ahora
conocido como dramaturgo) y del gracioso. Estos tres personajes se encuentran
dialogando; se observa hablar de la posteridad, el tiempo que viene después, y a
su vez, se ve preocupado el poeta por dicha posteridad, mientras que el gracioso
está despreocupado y pensando quién hará reír a sus contemporaneos. En la
mayor parte, nuestro poeta dramático se encuentra en descontento pues a él no le
importa que las butacas se atiborren de aquella “multitud turbulenta”, visto por su a
sí mismo como un simple esclavo, pues piensa que el poeta debe renunciar
locamente a su primer derecho, al derecho de ser hombre que recibió de Dios,
asimismo, de la boca del director salen también palabras sabias, engrandece a
este gran arte puesto en escena, ya que para él, el argumento debe ser
complicado hasta el punto de dejar a aquella multitud boquiabierta, logrando así el
objetivo del teatro: hacer que los espectadores tarden en digerir todo aquello que
han visto. Después de este magnífico prologo en el teatro le continua la tragedia
de nuestro conocedor Fausto, el hombre que estuvo a punto de tomar la decisión
de darle fin a su vida, siendo salvado así por Mefistófeles; a este personaje le
tome gran cariño, pues más allá de verlo como un espíritu maligno lo percibo
como un angel de la guarda un tanto perverso y travieso, que al fin y al cabo se
comporta como un “amigo”. Pensándolo de este modo yo igual haría pacto con
Mefistófeles si este me diera la dicha de enamorarme; pero hasta donde es uno
capaz de conseguir el placer de la vida.