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El teatro, por naturaleza tiene dos edades. En primer lugar es una práctica
antiquísima de la cual no es posible ubicar ningún origen y que podría ser
anterior al lenguaje verbal, pero además de rito milenario el teatro es
también un fenómeno siempre contemporáneo, una disciplina que estuvo y
estará en simbiosis con su presente, en retroalimentación constante con
otras formas de conocimiento, participando de hecho y de derecho en el
intercambio simbólico y de discursos de las sociedades a todos sus niveles.
Ambos aspectos, el de rito tradicional y el de palestra para la expresión de
la actualidad han mantenido una relación fructífera a lo largo (y antes) de lo
que llamamos Historia.
Se sabe que esta dualidad en el tiempo no es exclusiva del teatro, y que
comparte esta característica con casi todas las artes, menos las de
reproducción técnica. Pero indudablemente, en el teatro, quizá por su
carácter de presencia real es el escenario donde esas relaciones entre el rito
y el experimento, la metafísica y la crítica, es el estremecimiento y la
reflexión se hacen más patentes.
Este y muchos otros aspectos del arte y la sociedad encontraron las más variadas expresiones en las tablas
durante los últimos ciento cincuenta años. La noción misma de teatro, así como la de sus elementos
constitutivos (entre ellos muy especialmente el actor y el personaje) han sido repetidamente desmontadas y
replanteadas.
Hubo un artista, actor teatral y cinematográfico, dramaturgo, director teatral, poeta, dibujante, productor
radial e investigador de poderosa inteligencia, que se movió en esos terrenos limítrofes entre la mística
arcaica y la experimentación vanguardista. Hablamos de Antoine Marie Joseph Artaud.
Casi siempre se ha dado por sentado, que entre todas las ideas que se expresaron en lo tocante al teatro
durante el siglo XX en occidente las que menos lograron encontrar una expresión sensible fueron las
impulsadas por Artaud, que prefirió el diminutivo Antonin para distinguirse de su padre. Incluso si asegura
que este supuesto fracaso tiene relaciones de causa o de efecto con la locura que, por comodidad intelectual,
suele imputársele.
Cuando se conoce la obra de Antonin Artaud, cuando se han tenido al menos atisbos de la intención que
anima su proyecto que no sólo explora casi todos los géneros literarios, sino que además se interna en
diversos aspectos de la experiencia real; cuando no sólo se han experimentado la explosividad y lirismo de
su lenguaje, sino que también se ha comprendido su extraordinario rigor intelectual, podría muy bien
desembocarse en el desconcierto y la impotencia al comprobar que, al menos aparentemente, no existe una
metodología real, orgánica y organizada, una forma específica de trabajo y entrenamiento para el individuo
que quiera aplicar las ideas sobre la actuación teatral planteadas por Artaud.
Pero esa misma obra que nos desconcierta, que nos ha sacado de nuestras casillas por la imposibilidad de
asirla en su totalidad, le ofrece al que mantiene todos sus ojos abiertos, claras orientaciones para el trabajo
práctico. Sin embargo, hay que tener presentes ciertos factores que son determinantes en el planteamiento
artaudiano y que por lo tanto deberán determinar su aplicación.
un desafío a estos tiempos. Me atrevo a decir que es peor para estos tiempos y tanto mejor para los
tarahumaras”
Heredero del dadaísmo y participante en el movimiento surrealista, del que fue expulsado por encarnar los
aspectos más oscuros del surrealismo, su propuesta está impregnada desde el comienzo de la necesidad de
realizar un trabajo que ayude al derrumbe de una civilización que consideraba decadente. Diagnosticó la
enfermedad de la cultura y recetó su curación a través de experiencias (entre ellas la teatral) que facilitarán
la ruptura, al menos temporal, de las condiciones socioculturales predominantes.
Desde este punto de vista de cuestionamiento de loa sociedad, se desarrolla el concepto de la peste
emparentada con el teatro. El teatro es (sería) un evento contagioso, que afecta a colectividades y que
produce transformaciones sociales e individuales, liberando imágenes dormidas y acciones que habían
permanecido en estado potencial. Ambas llevan al ser humano a contemplarse tal como es, superando
máscaras, refutando paradigmas y proponiendo otras visiones y comportamientos.
Advierte que esta “grotesca enfermedad” social no perdona a espectadores ni actores. El trabajo del actor,
entonces, debe ser visto como un proceso de cuestionamiento de los propios atavismos y conductas
aprendidas y los de la cultura expresada en el auditorio. El actor y la actriz son (deben ser) focos de
naturaleza subversiva, “una fuerza de la epidemia que ataca los cuerpos y las almas de la población”, que
“transmitirían el contagio a todo el teatro” (“El Teatro y La Peste”).
En la visión artaudiana el actor y la actriz deben ser elementos conscientemente orientados a actuar como
promotores de la ruptura de los simulacros culturales, usando el espacio escénico como el lugar de esa
ruptura.
“Nuestra afición a los espectáculos divertidos nos ha hecho olvidar la idea de un teatro serio que trastorne
todos nuestros preconceptos…” (“El Teatro y la Crueldad”)
una creación” de la que sólo poseemos una cara, pero que se completa en otros planos” (“El Teatro de la
Crueldad. Primer Manifiesto”).
En este contexto, el arte de actuación se vuelve una técnica para la afinación y extensión de la sensibilidad
tanto del actor como del espectador, a quienes se ofrece la oportunidad de replantearse “no sólo todos los
aspectos del mundo objetivo y descriptivo externo, sino también del mundo interno, es decir, del ser humano
considerado metafísicamente (…) replantear orgánicamente al hombre con sus ideas acerca de la realidad y
su ubicación poética en esa realidad” (“El Teatro de la Crueldad. Primer Manifiesto”).
Para esto el actor debe explorar su sensibilidad nerviosa “con ritmos, sonidos, palabras, resonancias,
balbuceos”…una práctica que recuerda a otras, como las diversas formas del yoga y del ocultismo
occidental, una serie de “aleaciones nacidas de una técnica que no debe divulgarse” (el subrayado es
nuestro) que “se identifica con las fuerzas de la antigua magia” (“El Teatro y su Doble”).
El teatro es una práctica en la que se religan cuerpo y espíritu, sentidos e inteligencia en un contexto donde
“la fatiga sin cesar renovada de los órganos necesita bruscas e intensas sacudidas que reaviven nuestro
entendimiento”.
∙ Crueldad
“Todo cuanto actúa es una crueldad. Con esta idea de acción extrema llevar hasta sus últimos límites debe
renovarse el teatro” (“El Teatro y la Crueldad”).
Para Artaud el hombre y su destino (que él mismo ha formado con su acción) tienen una relación cruel. El
ser humano reconoce su existencia, sus condiciones de vida, como sometidas a fuerzas obscuras. Este
reconocimiento es crueldad. El sufrimiento, el padecimiento y las luchas para superarlo, también son
crueldad. Esta situación no se expresaría sólo en las historias de los personajes, sino que es un proceso que
tiene que ser experimentado por el actor y su público en su propia vida. Escribe Artaud en una carta a su
amigo Jean Paulhan: “la crueldad es sobre todo necesidad y rigor. La decisión implacable e irreversible de
transformar al hombre en un ser lúcido”.
El teatro de la crueldad intenta dirigirse no sólo al nivel de comprensión lineal del espectador, sino que
intenta despertar otros nivel de atención y percepción en el ser humano. Considera a la simple psicología
como una visión reducida de la realidad y las pasiones que se presentan en el teatro convencional son
consideradas indignas de ese espacio sagrado que es para Artaud el escenario teatral: “Renunciando al
hombre psicológico, al carácter ya los sentimientos netos, el Teatro de la Crueldad se dirigirá al hombre total
y no al hombre social sometido a leyes y deformado por preceptos y religiones” (Segundo Manifiesto). Hay
que hacer hincapié en Artaud no se refiere sólo a la experiencia del espectador. Este estado poético,
trascendente, debe ser buscado por quien actúa: “Además, abandonando el dominio de las pasiones
analizables, intentamos que el lirismo del actor manifieste fuerzas exteriores, e introducir por ese medio en
el teatro restaurado la naturaleza entera” (“El Teatro de la Crueldad”).
Hereda del surrealismo la necesidad de que el inconciente y su verdad pura se revelen sin los
condicionantes falsificadores de la razón. Se busca un actor acostumbrado a trabajar con automatismos que
permitan que las imágenes encerradas en su inconciente afloren a la luz. Para esta conquista de los territorios
foráneos a la racionalidad, se requiere un trabajo que desde el organismo entero del actor, actúe sobre el
organismo entero del público, moviliza “objetos, gestos, signos, utilizados en un nuevo sentido”. Cuando el
grueso de la representación teatral no está dirigido al entendimiento se llega, por parte de actor “a la
comprensión energética del texto”. El florecimiento de la acción teatral no necesita depender del intelecto,
ya que “la oscura emoción poética impone signos materiales” (“El Teatro y La Crueldad”).
El actor artaudiano no muestra “escenas intimas de las vidas de unos pocos fantoches, trasformando el
público en voyeur” a través de un teatro psicológico “que nació con Racine”. Artaud asegura que el público
piensa ante todo con sus sentidos, y que es absurdo dirigirse principalmente a su entendimiento. Quiere
transformar el teatro en una realidad “que sea para el corazón y los sentidos esa especie de mordedura
concreta que acompaña a toda verdadera sensación” (“El Teatro y La Crueldad”).
∙ La Comunicación no Verbal
El uso del lenguaje no verbal, hecho de gritos, luces, onomatopeyas debe ser organizado, codificado para su
utilización eficaz, de modo que pueda entrar en relación “con todos los organos y en todos los niveles”.
∙ El Gesto Simbólico
La faceta del Teatro de la Crueldad y de su técnica actoral que más ecos ha tenido en el teatro
contemporáneo posterior es la exploración de gestualidades alternativas al gestus característico del
comportamiento cotidiano, en contraposición a otras tendencias que se concentran en la búsqueda de la
“naturalidad”. En el caso específico artaudiano, esta exploración se origina en la constatación de que “el
teatro, por su aspecto físico”, que “requiere expresión en el espacio”, necesita desarrollar un lenguaje de
expresión dinámica y espacial, distinta al aspecto lineal, discursivo del lenguaje verbal. En lo actoral, esto
implicaría romper, en el transcurso del trabajo, la sujeción al texto internándose en la búsqueda de un
simbolismo del gesto, recobrando “la noción de una especie de lenguaje” a medio camino entre gesto y el
pensamiento (“El Teatro de la Crueldad Primer Manifiesto”). Esta inquietud tiene su origen en la profunda
impresión que el teatro balinés causó en Artaud, quien vio en éste un teatro trascendente, a diferencia del
teatro Naturalista Europeo, un teatro que confiaba en lo gestos y símbolos en vez del diálogo y las palabras.
Cosmológico en vez de ético.
∙ El Atletismo Afectivo
Quien escribe estas líneas está convencido de que Artaud creía en la existencia de un cuerpo sutil y en que
un actor podía y debía apoyarse en sus posibilidades tanto como en las del cuerpo físico para la realización
de su trabajo. De otro modo, no habría intentado recurrir a principios de la cábala para la respiración del
actor.
Consecuentemente con su planteamiento de desarrollar la acción en varios planos, propone al actor que
busque el puente energético entre su intelecto, sus pasiones y su cuerpo. Insiste en la inseparabilidad de
cuerpo y espíritu y asegura que toda potencialidad emocional está conectada con centros localizables en el
cuerpo material, una musculatura afectiva, un organismo afectivo análogo al del atleta pero que en vez de
actuar en el plano físico, de los hechos, lo hace en el de los sentimientos, la energía y el magnetismo.
“El actor es un atleta del corazón. Los movimientos musculares de su esfuerzo físico son como la efigie de
otro esfuerzo, su doble, y que los movimientos de la acción dramática, se localizan en los mismos puntos. El
punto en que se apoya el atleta para correr es el mismo en el que se apoya el actor para emitir una
imprecación espasmódica, pero la carrera del actor se ha vuelto hacia el interior” (“El Teatro y su Doble”).
Nuestra intención no es ensalzar el planteamiento artaudiano por encima de otras posibilidades técnicas y
teóricas en el vasto campo del desempeño actoral, su sentido y posibilidades. Sólo hemos querido hacer una
especie de recordatorio, con un ejemplo concreto, de que la actuación, como campo de investigación, es más
extensa de lo que parecen atestiguar la general uniformidad de estilo la absoluta ausencia de reflexión que
acompaña el trabajo actoral en la mayoría de los casos, no sólo en el teatro de nuestro país.
La elección del ejemplo artaudiano es simplemente “onomástica”: el cuatro de septiembre se cumplen ciento
once años del nacimiento de Antonin Artaud.
Comprendemos la insuficiencia de una introducción teórica y verbal en asuntos que tienen que ver con una
realidad que incluye cosas como el movimiento, la percepción sensorial, la autopercepción, la experiencia
directa. Pero esto sucederá siempre en cualquier deliberación sobre un arte que “por su aspecto físico, y
porque requiere expresiones en el espacio” alcanza territorios que rebasan, incluyéndola, la expresión verbal,
por lo que invitamos a la experimentación práctica, etapa clave en el proceso de investigación. Aquellos que
se vean interesados e interesadas en el planteamiento del Teatro de la Crueldad, tienen la magnífica
oportunidad de llevar adelante un trabajo al que, si bien posee puntos de partida sólidos, le queda mucho por
ser encontrado, ya que Artaud mismo no tuvo tiempo de completar sus propias investigaciones.
Sin embargo, aquel que quiera trabajar seriamente en ello, deberá tener claro, que la naturaleza del arte total
artaudiano implica cosas como rebasar los límites del teatro convencional, las fronteras de lo real e
imaginario, las distinciones de género, las diferenciaciones entre vida personal y la obra personal. Estamos
hablando de que las respuestas (o las nuevas preguntas) encontradas en el camino pudieran ser, pasos que
nos lleven al misterio, al Misterio; que los eternos enigmas sobre la naturaleza, terrenos y significados del
arte de actuación podrían adentrarnos en un compromiso mayor que la intención (banal y vanidosa) que nos
impulsaba al iniciarnos como actores.