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“Las palabras pertenecen a quien las usa sólo hasta que otro
las vuelva a robar”
Contacto:
https://instagram.com/ediciones_imaginarias
ediciones.imaginarias18@gmail.com
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Juan Pablo Arancibia
Ediciones Imaginarias
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Agradecemos a Juan Pablo Arancibia
por facilitarnos el libro y alentarnos a reproducirlo
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A Cecilia Magnali
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“Las sublevaciones pertenecen a la historia. Pe-
ro, en cierto modo, se le escapan. El mo-
vimiento mediante el cual un solo hombre, un
grupo, una minoría o un pueblo entero dice: no
obedezco más’, y arroja a la cara de un poder
que estima injusto el riesgo de su vida —tal
movimiento me parece irreductible—. Y ello
porque ningún poder es capaz de tornarlo abso-
lutamente imposible: Varsovia siempre tendrá
su gueto sublevado y sus cloacas pobladas de
insurgentes. Y también porque el hombre que
se alza carece finalmente de explicación; hace
falta un desgarramiento que interrumpa el hilo
de la historia, y sus largas cadenas de razones,
para que un hombre pueda “realmente” preferir
el riesgo de la muerte a la certeza de tener que
obedecer.
Si las sociedades se mantienen y viven, es
decir, si los poderes no son en ellas “absoluta-
mente absolutos”, es porque, tras todas las
aceptaciones y las coerciones, más allá de las
amenazas, de las violencias y de las persuasio-
nes, cabe la posibilidad de ese movimiento en
el que la vida ya no se canjea, en el que los po-
deres no pueden ya nada y en el que, ante las
horcas y las ametralladoras, los hombres se su-
blevan”.
Michel Foucault
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Presentación
E
ste libro no trata de Foucault. Éste es aquí un
pretexto, usa su nombre para poder hablar.
Mediante el vocativo Foucault, se invoca a
múltiples nombres, una constelación de pensamientos que
se ponen en relación. Se despliegan diversos fragmentos y
movimientos para trazar la posibilidad de un pensar.
Aquí yace un gesto, precario y menor, tan sólo un
ademán —movimiento del cuerpo que expresa un senti-
miento y una emoción—, que remite a una expresión.
“Foucault” devenido vocablo, cuya expansión, compleji-
dad, honduras y contornos son inabarcables. Es al interior
de este plexo que planteamos la posibilidad de su extra-
vío, extraviarnos, para dejar venir en ello, lo que tenga
que venir.
Si trascendiéramos el particular acontecimiento de la
escritura, que en apariencia sugiere soledad y retiro, apre-
ciaríamos que, en realidad, estamos rodeados de perso-
nas. De ausentes y presentes que, de una u otra forma, se
las arreglan para estar aquí, en este tiempo, en esta multi-
tudinaria soledad llamada escritura. Están aquellos auto-
res sobre los cuales hablamos, aquellos que con su decir
nos han provocado y capturado, aquellos que nos dan que
pensar. También están aquellos autores a los cuales se
invoca, mediante la cita se les invita a venir. Se les llama
para hacerlos hablar, para que hablen con nosotros, por
nosotros, que digan lo que no nos atrevemos, que digan lo
que no sabemos. Y también están aquellos autores a
quienes hemos traicionado, aquellos que hemos silencia-
do u olvidado, a quienes no le hemos concedido su dere-
cho a hablar. Y quizá sean éstos los más importantes.
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Aquellos que no habiéndoseles prestado el habla, se nos
cuelan, se deslizan subrepticiamente, y cuando creemos
estar hablando “nosotros”, son ellos los que hablan.
En la silenciosa noche de la escritura, paradojalmen-
te, resuenan múltiples y nobles voces, un enjambre de su-
surros que comentan, preguntan, interpelan, sugieren,
impugnan y frasean. Así, esta silenciosa soledad en la es-
critura, quizá devenga la más acompañada soledad. Al
menos, de una cuestión pudiera estar cierto, la escritura
concierne a multitudes.
Si bien el presente trabajo constituye un movimiento
preliminar, un desplazamiento provisorio, inscrito en un
proceso mayor, muchos son ya aquellos autores, susurros
y voces con los cuales me declaro en deuda. Debo agra-
decer el diálogo que durante años hemos mantenido con
Carlos Ossandón. Su lucidez y generosidad han sido de
una riqueza invaluable. De no menor importancia, han
sido las múltiples escenas que hemos compartido con Mi-
guel Vicuña —conversaciones, seminarios y clases—, a
quien debo agradecer el rigor, la agudeza y criticidad de
su pensar. Agradezco a Emilio Gautier su complicidad y
pasión por los asuntos aquí tratados, las horas de discu-
siones sobre la naturaleza de la ley, el orden de lo político
y la literatura japonesa, que por cierto me han servido y
gratificado mucho.
Debo además agradecer a Eduardo Santa Cruz su
siempre lúcida y desgarradora manera de ver las cosas.
Asimismo, agradezco los continuos y reveladores diá-
logos que hemos venido sosteniendo con Alvaro Cuadra,
así como los infinitos aportes y enseñanzas de Carlos Os-
sa. Agradezco a María Emilia Tijoux su contagiosa voca-
ción por el pensamiento corrosivo y por nuestro “tráfico
bibliográfico”.
Debo agradecer, muy especial y sinceramente, a Mi-
guel Valderrama y Alejandra Castillo, por su infatigable y
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lúcida colaboración intelectual. Sin su amistad y genero-
sidad este ensayo, sencillamente, no habría tenido lugar.
Por último, agradezco —con el mayor de los cari-
ños—, a los estudiantes, que con su paciencia y alegría,
han debido padecer algunas de estas divagaciones. Por
todos esos microscópicos debates, por su escucha, y por
sus valientes reflexiones, gracias.
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I. Del extravío
P
areciera ser que existen ciertos protocolos de
lectura que van instituyendo y colonizando una
obra, un pensamiento. Sobre aquellos, luego se
producen dislocaciones y desdoblamientos que objetan o
impugnan sus condiciones, sus gramáticas, y emergen así
otros litigios interpretativos, que producen nuevas apertu-
ras, pero también nuevas re-inscripciones. Se abre ahí un
juego interminable de disputas, claves e inflexiones que
recaen, una y otra vez, sobre un cuerpo de enunciados
posibles. La interpretación se despliega como un incesan-
te juego de fuerzas, un batallar, un forcejeo irreductible e
inconmensurable. Cada discurso se constituye e inscribe
en un plexo infinito de articulaciones e imbricaciones que
tornan posible —en principio— toda lectura y apropia-
ción. No ha de extrañar entonces que, Michel Foucault,
como vocablo, devenga lugar, devenga firma, se convierta
en nombre e institución, se configure y desfigure subrepti-
ciamente en esa expansiva y estallada superficie textual.
Así, el vocativo Foucault irrumpe también como aquella
“caja de herramientas” múltiple y evanescente, cuyos
usos y apropiaciones su dibujan desde condiciones de le-
gitimidad específicas, accidentadas, configurantes, pero
también disolventes.
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De ello parece estar resuelto Foucault al prologar la
segunda reedición de la Historia de la Locura en 1972.
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signo que sirve para acusar castigos, advertir vigilancias,
visibilizar capturas y detectar emboscadas. Este disposi-
tivo no sólo produce gran rendimiento para denunciar las
manifestaciones más grotescas y ruidosas “del poder”,
sino que —muy especialmente—, ejerce una mirada si-
gilosa, subrepticia y astuta; se da a la escucha de los si-
lentes engranajes y maquínicas represivas, susurra una
voz que nombra y desactiva los sutiles y naturalizados
artilugios de la dominación. En nuestros países, donde la
cárcel, el psiquiátrico, los hospitales, las escuelas, y las
fábricas conservan un extraño “parecido de familia”, cier-
tamente, el “dispositivo Foucault” constituye una estra-
tegia de conjuro y elucidación de la dominación. No por-
que proporcione la totalidad de las herramientas ana-
líticas, no porque de él deriven todas las definiciones sufi-
cientes y necesarias, ni porque se traduzca fácilmente a un
catálogo para la “liberación”, sino porque enseña otro
modo de mirar.
De modo que el vocativo Foucault pareciera prefi-
gurar un campo, deviene él mismo en formaciones dis-
cursivas, en regularidades, series, insistencias, repeti-
ciones. “Foucault locura”, “Foucault cárcel”, “Foucault
poder”, “Foucault represión”, “Foucault sexo”, trans-
gresión, deseo y muerte.
Sin embargo, asimismo como la repetición instituye,
también podríamos decir que la propia repetición destru-
ye y reconstruye. En la repetición de lo mismo, emerge
una extrañeza. De tanto ser repetida, la palabra trae algo
nuevo, parece extraña. De tantas veces repetirla, la des-
vinculamos de su asignación, parece ya no ser la misma,
en su misma sonoridad algo otro ha irrumpido. En su re-
petición aparece su dislocación, y lo que teníamos a la
mano se reinscribe como una nueva irrupción desfigura-
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da. Motivo que nos lleva a familiarizarla, volver a repetir
y escuchar su sonoridad, una y otra vez, para volver a do-
cilizarla, cercarla, apropiárnosla en su eterna e incesante
repetición. Así, Foucault, adviene murmullo escandaloso,
palabra incesante, impenetrable, viscosa, irritante, escu-
rridiza, oculta, sigilosa, opaca, centelleante.
Sobre esta retícula infinita de nombramientos y con-
quistas, cabría desplegar un desdibujamiento más a los
delineados contornos del pensamiento foucaultiano. Di-
cho gesto no se ampara en la cándida pretensión de arbi-
trar o administrar los procesos y fronteras del “correcto
interpretar”. Antes bien, en el deseo y la posibilidad de
trazar otras disquisiciones y aperturas, cuyos límites y ho-
rizontes resultan todavía inagotables. Trátase, entonces,
de un extravío, un extraviar. Extraviar lecturas, extraviar-
se en la lectura. Un “mal interpretar” ciertos signos que
conducen a otros motivos, otras cesuras y escansiones,
trazar otros desperfiles, deslizar otras rutas y periplos por
los sombríos dobleces foucaultianos. Extraviarnos para
que, eventualmente, pudiéramos re-encontrarnos, dentro
de la propia pérdida, una vez más, extraviados al interior
de sus opacos laberintos. Así, habilitar otras claves de lec-
tura que inviten a un autor distinto a la “repetición con-
vencional”. Jugar con la repetición del vocablo Foucault
y dejar advenir su extrañeza, un juego que deje venir a un
Foucault más allá del “poder”, más allá de la “represión”
“más allá de la crítica de las instituciones” y más allá de
la teratología.
Como aproximación preliminar, sugerimos una serie
de siete movimientos preliminares, breves anotaciones,
destinadas a surcar grietas, explorar senderos, dentro de
las múltiples texturas y accidentes, de esta extensa, móvil
y escarpada topografía discursiva. Primero, la presente
cuestión de un extravío interpretativo. La posibilidad de
habilitar otros juegos de desciframientos, citas e invoca-
ciones que sugieran una dislocación de las matrices y mo-
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delos de lectura acostumbrados. Segundo, un tensiona-
miento a la modelización mecánica que organiza y reduce
el pensar de Foucault a un esquema de tres etapas. Terce-
ro, la insistencia en el problema del lenguaje como punto
ontológico radical para el pensar foucaultiano. Cuarto,
destacar la crucial relevancia de la estética de la existencia
como una estética-trágica, constitutiva de un gesto pro-
piamente nietzscheano. Quinto, desplegar unas piezas y
retazos literarios que narren la fatídica juntura entre lo
bello y la muerte, para pensar la posibilidad de la vida
como obra de arte. Sexto, una aproximación a categorías
estético-románticas que imbricadas con nociones de la
estética trágica, se reactivan para repensar el plexo entre
lo bello y el horror. Séptimo, una contorsión hacia la esté-
tica de la existencia como posibilidad de pensar otro ré-
gimen de politicidad.
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II. De una geometría metafísica
L
a primera anotación se destina a cuestionar, o
matizar, aquella caracterización modélica de
tres etapas del pensar de Foucault: Arqueolo-
gía, Genealogía y Ética. Cada una de ellas, se ha dicho
con insistencia —incluso por el propio Foucault—, parece
ser definida por un motivo problemático medular. Así la
arqueología ha sido descrita como una ontología histórica
de nosotros mismos acerca de cómo llegamos a configu-
rarnos en sujetos de saber. La genealogía sería la ontolo-
gía histórica de la configuración en sujetos de poder, y la
ética-estética lo sería sobre la emergencia de sujetos mora-
les3. Pareciera entonces conformarse un orden progresivo
que examina, primero, el saber; segundo, el poder y terce-
ro, la subjetividad moral. Sin embargo, esto sugeriría la
idea de un “sistema”, unas estructuras y unas etapas de
desarrollo; el pensar foucaultiano como un “modelo” ló-
gico, geométrico, cronológico. Además, desliza un mode-
21
lo esperanzado en el saber, frente al cual van desfilando
distintos objetos, los que irían progresivamente deve-
lándose, hasta alcanzar su fundamento. Así leído, no se-
ría extraño pensar que el problema del saber fue lo prime-
ro, y que en su complejidad esencial se ocultaba un pro-
blema segundo y más profundo, cuyo fondo explicativo
no era sino “el poder”, el cual deriva en un momento ter-
cero, y más esencial todavía, que sería la naturaleza de lo
moral. Así, el pensar foucaultiano aparece lógico, mecá-
nico, sistémico, progresivo, un optimismo teórico.
Esta lectura reposa sobre una paradoja. Remite a la
idea de un plan general, a la noción de proyecto, de un
esquema, un programa de escritura pre-resuelto, con-
ducido y gobernado por la soberanía de la voluntad —
cuyas figuras institucionales más cristalizadas, bien pu-
dieran ser las nociones de “autor” y de “obra”. Lo que
inquieta de esa interpretación es que Foucault comparece
como un sujeto de pensamiento, de escritura y de habla
pre-clara, como si fuese una entidad pre-existente, pre-
constituida, cuya obra no sería sino la manifestación de
su autonomía pre-discursiva. ¿Cuál es la paradoja? Que
Foucault es leído, extrañamente, como sujeto trascenden-
tal. Frente a esto, cabría la posibilidad no sólo de extra-
viar a Foucault, como un “mal interpretarlo”, sino que
además, permitir al “autor” su propio extravío, su propio
naufragio, un Foucault no pre-claro, sino que más incier-
to, a la deriva, frágil, precario.
Para porfiar la inscripción instituida, se podría hacer
hablar otros textos, citar otras fechas, describir otras esce-
nas, pronunciar otras lenguas, y, curiosamente, re-
torciendo el orden de ese esquema, ejerciendo cierta vio-
lencia interpretativa, quizá se pueda disolver —al menos
por un instante fugaz—, aquel Foucault que engendra y
cristaliza la incesante cópula entre la institución académi-
ca y la industria editorial. Dislocando las piezas y crono-
logías dispuestas, eventualmente, sería posible hacer venir
22
un “autor distinto”, quizá no tan diferente al “Foucault
convencional”, pero al menos, ya no el mismo. Si le pres-
tásemos atención a otros recovecos, pliegues y cesuras,
quizá el autor que aparezca porte un rostro distinto, otra
vez desfigurado.
Se podría operar en dos líneas arguméntales. Primero,
que la separación entre arqueología, genealogía y ética, se
torna cada vez más problemática si rastreásemos algunas
señas que podrían desarmar esta pretendida modélica-
mecánica. Por ejemplo, que el problema del poder y la
subjetividad están, de diversos modos, plenamente inscri-
tos y alojados ya en la dimensión arqueológica, aún
cuando su tratamiento sea distinto y descentrado. Si exa-
minásemos atentamente la noción misma de arqueología,
en su composición, bien pudiérase atestiguar la presencia
de la expresión arkhé, con todas sus derivaciones y decli-
naciones. Asimismo, la expresión logia, logos. De suerte
que la noción misma de arqueo-logia, incuba aquella rela-
ción entre saber y poder. Esto también se haría patente en
la accidentada noción de episteme, donde su propia eti-
mología sugiere dicha relación saber-poder. Pero, desde
luego, no se trata —en absoluto—, de establecer aquella
lectura de naturaleza conspirativa que ausculta en el saber
unas oscuras maquinaciones, de unos siniestros agentes
que detentan el poder. En Foucault no se trata ni de “ma-
nipulación”, ni de “ideología”, antes bien, de observar las
co-implicaciones entre la configuración de ciertos regíme-
nes y formaciones discursivas, sus efectos de verdad, sus
prácticas, sus operaciones y juegos de fuerzas.
No sólo cabría examinar los propios vocablos y no-
menclaturas, sino observar la temática que se construye y
la analítica que se ejercita. Por ejemplo, si remitiésemos a
tempranos trabajos de Foucault —sindicados como ar-
queológicos—, Enfermedad mental y personalidad (1955), Histo-
ria de la locura en la época clásica (1962), El nacimiento de la clínica
(1963), Las palabras y las cosas (1966), o La arqueología del saber
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(1969), bien se podría, en todos ellos, pesquisar e identifi-
car, aquellos múltiples rasgos, no referenciales, sino analí-
ticos, que se construyen mediante una reflexividad que
cruza y se constituye a partir del plexo verdad, subjetivi-
dad, poder. Por de pronto, permítasenos una acotada ilus-
tración.
Ya en Historia de la locura Foucault instala alguna rela-
ción de cooperación, pero también de tensión entre un
cierto orden del saber y ciertas prácticas e instituciones de
poder.
24
“Todos son afectados ahora al servicio de los
pobres de París, de todos los sexos, lugares y
edades, de cualquier calidad y nacimiento, y en
cualquier estado en que se encuentren, válidos
e inválidos, enfermos o convalecientes, cura-
bles o incurables”6.
6 Ibid., p. 81.
7 Ibid., p. 81.
8 Ibid., p. 82.
25
Pero este tramado discursivo e institucional no se reduce
a un mero “encubrir” o “legitimar” condiciones de opre-
sión, se trata radicalmente de la emergencia y confi-
guración de un diagrama comprensivo, de una cierta ra-
cionalidad —se trataría de una episteme—, en cuanto re-
mite a un conjunto de regularidades y formalizaciones
discursivas que organizan y componen las prácticas de
saber y los efectos de verdad de una época. En este con-
texto tendría lugar el fenómeno de la internación que se
propagaría por la mayor parte de Europa.
9 Ibid., p. 89.
10 Michel Foucault, Los anormales, trad. Horacio Pons, Buenos Aires,
Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 15.
11 Foucault, Historia de la locura, Vol. I, op. cit., p. 90.
26
deberes para con la sociedad y que mostrará en
el miserable a la vez un efecto del desorden y
un obstáculo al orden. (...) De una experiencia
religiosa que la santifica, pasa a una concep-
ción moral que la condena. Las grandes casas
de internamiento se encuentran al término de
esta evolución: laicización de la caridad, sin
duda; pero, oscuramente, también castigo mo-
ral de la miseria”12.
27
visibilizar sus rizomas, su régimen de emergencia, de pro-
cedencia, la irrupción del propio devenir foucaultiano 15,
es decir, considerar su propia condición acontecimental,
múltiple, des-centrada y des-localizada. Por ejemplo, su-
gerir otras disposiciones y lecturas, poner a circular la “In-
troducción a Binswanger”16, (Le Reve et L’Existence), de 1954,
donde curiosamente son otras las voces que ahí parecen
susurrar, otras las complicidades, otras las insistencias y
las figuras que habrán de aparecer. Si contemplásemos en
su brincar y nos diéramos a la escucha de su croar, qué
traerían consigo los signos de aquel prefacio a Jean Pierre
Brisset, El ciclo de las ranas17, de 1962. Si abrigásemos, tan
sólo en una fracción de tiempo y en un trozo de piel,
aquel desgarro de Pauliska, en Un saber tan cruel18, de 1962.
Si padeciéramos nuestro más bello y radical desvaneci-
miento en el portal de la muerte, en El lenguaje al infinito19,
de 1963. Si abrazáramos nuestro suicidio con la mágica
fascinación de quien emprende un primer amor, como en
Un placer tan sencillo20, de 1979. ¿Qué (nos) ocurriría si pusié-
semos a flotar aquellos textos sin datas, sin nombres, sin
rostros, sin firmas, y luego volviésemos a surcar, curvar,
danzar, una y otra vez, sobre cada uno de sus infinitos
pliegues? ¿Qué cruces, encuentros y desencuentros, qué
apariciones y evaporaciones podrían tener lugar? ¿Qué
cit., p. 149.
19 Michel Foucault, “Lenguaje al infinito”, Entre filosofía y literatura, op.
cit., p. 181.
20 Michel Foucault, “Un placer tan sencillo”, Estética, ética y herme-
28
melodías, trazos, compases, espectros, colores, texturas y
ensoñaciones no tardarían en asomar? ¿Qué disoluciones
operarían sobre “el autor”, sobre “la obra” y “su lector”?
29
30
III. Del lenguaje
L
a gravedad del lenguaje en Foucault está de-
terminada por su profundidad y radicalidad. El
lenguaje no se reduciría a un mero “objeto de
estudio”, el lenguaje no sería tan sólo un utensilio expre-
sivo, o una regla de constitución formal. No se trataría
tan sólo de observar las rupturas que el lenguaje comporta
para el pensamiento clásico, ni de aquellas mutaciones y
continuidades entre el estudio de la gramática general, la
Logique de Port-Royal y la conformación de la Ciencia
Lingüística, no se trataría tampoco de un “mero conjunto
de extravagancias semióticas” al interior de una crítica
literaria. Radicalmente dicho, en Foucault el lenguaje está
sobrecogido por una gravedad ontológica. Esta gravedad
se despliega y comporta en su reverso, cual es, aquella li-
viandad estilística, su ligereza estética, su melódica eva-
nescencia, su poética corrosiva. Gravedad y liviandad en
el lenguaje foucaultiano danzan y se entrecruzan tejiendo
una filigrana estética-ontológica.
Múltiples ilustraciones podrían aquí evocarse, pues,
ellas no sólo abundan y proliferan al interior de la fraseo-
logía foucaultiana, sino que, más propiamente, constitu-
31
yen su pensamiento.
32
Estos tres vórtices problemáticos se desplazan y deri-
van sigilosamente por las múltiples regiones, tiempos y
registros del pensar foucaultiano. Ilustremos con algunas
piezas: Las palabras y las cosas (1966): “...el lenguaje llega a
surgir para sí mismo en un acto de escribir que no designa
más que a sí mismo (...) Y he aquí que en este espacio fi-
losófico-filológico que Nietzsche abrió para nosotros, sur-
gió el lenguaje de acuerdo con una multiplicidad enigmá-
tica que había que dominar (...) La gran tarea a la que se
dedicó Mallarmé, hasta el fin de su vida, es la que nos
domina ahora; en su balbuceo
encierra todos nuestros esfuerzos actuales por devol-
ver a la constricción de una unidad quizá imposible, el ser
dividido del lenguaje ...responde en el fondo a la cuestión
que Nietzsche le prescribía a la filosofía... quién hablaba,
pues aquí, en aquel que tiene el discurso y, más profun-
damente, detenta la palabra, se reúne todo el lenguaje”22.
Un saber tan cruel (1962): “Esta palabra charlatana, ince-
sante, difusa tiene siempre un objetivo económico: un
cierto efecto sobre el valor de las cosas y de las gentes.
Corre riesgos por tanto: ataca o protege: se expone siem-
pre; tiene su valentía y su habilidad: debe mantener posi-
ciones insostenibles, abrirse y hurtarse a la réplica, al ri-
dículo; es beligerante. Lo que carga este lenguaje no es lo
que quiere decir, sino lo que quiere hacer”23.
Prefacio a la transgresión (1963): “La posibilidad de un
pensamiento tal ¿acaso no nos llega en un lenguaje que
nos la sustrae precisamente como pensamiento y la lleva
hasta la imposibilidad misma del lenguaje, hasta ese lími-
te en el que el ser del lenguaje es puesto en tela de jui-
cio?... Así, este lenguaje de peñascos, este lenguaje ines-
22 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, trad. Elsa Frost, México,
Siglo XXI, 1997, pp. 296-297.
23 Michel Foucault, “Un saber tan cruel”, Entre filosofía y literatura,
33
quivable al cual ruptura, declive, perfil desgarrado le son
esenciales, es un lenguaje circular que remite a sí mismo y
se repliega en una interrogación de sus límites —como si
no fuera otra cosa sino un pequeño globo de noche del
que brota una extraña luz, que designa el vacío de donde
viene y a la que dirige fatalmente todo lo que ilumina y
toca”24.
La prosa de Acteón (1964): “El lenguaje de Klossowski es
la prosa de Acteón: palabra transgresiva. ¿Acaso toda pa-
labra no lo es cuando su asunto es el silencio? Gide y mu-
chos otros como él querían transcribir un silencio impuro
en un lenguaje puro, sin duda sin ver que una palabra tal
no detenta su pureza sino gracias a un silencio más pro-
fundo que no nombra y que en ella habla, a pesar de ella
—volviéndola así turbia e impura. Ahora sabemos, desde
Bataille y Blanchot, que el lenguaje debe su poder de
transgresión a una relación inversa, la de una palabra im-
pura con un silencio puro, y que es en el espacio indefini-
damente recorrido de esta impureza donde la palabra
puede dirigirse a un silencio tal”25.
Sangran las palabras (1964): “Pero, ¿y la palabra? Me re-
fiero a ese delgado acontecimiento que se ha producido
en un punto del tiempo y en ningún otro; que se había
depositado en esa región de la hoja y en ninguna otra. A
la palabra como hecho de yuxtaposición y de sucesión
sobre esta estrecha cadena en la que hablamos (...) Cada
palabra, como Eneas, transporta consigo sus dioses nata-
les y el sitio sagrado de su nacimiento” 26.
El pensamiento del afuera (1966): “La abertura hacia un
lenguaje del que el sujeto queda excluido, la puesta al día
de una incompatibilidad tal vez sin recurso entre la apari-
34
ción del lenguaje en su ser y la conciencia de sí en su
identidad, constituyen hoy una experiencia que se anun-
cia en puntos bien diferentes de la cultura (...) Nos encon-
tramos así ante una abertura que ha permanecido invisi-
ble para nosotros durante largo tiempo: el ser del lenguaje
no aparece por sí mismo más que en la desaparición del
sujeto. ¿Cómo acceder a esta extraña relación? (...) Este
pensamiento se sitúa fuera de toda subjetividad para ha-
cer surgir sus límites como desde el exterior, enunciar su
fin, hacer brillar su dispersión y no recoger más que su
insuperable ausencia, y que a la vez se mantiene en el
umbral de toda positividad, no tanto para captar el fun-
damento o la justificación, cuanto para reencontrar el es-
pacio en el que se despliega, el vacío que le sirve de lu-
gar... (este pensamiento) constituye lo que podría llamar-
se en una palabra el pensamiento del afuera” 27.
Estas evocaciones se podrían multiplicar incesante-
mente, seguir citando, por ejemplo, Raymond Roussel28
(1963), Las palabras y las imágenes29 (1967), ¿Qué es un autor?30
(1969), etcétera. En todas estas y otras tantas piezas re-
aparecen aquellas articulaciones y hendiduras entre ver-
dad, lenguaje, arte y ontología.
Sin embargo, en ellas subyacen diversas complici-
dades, ciertos guiños y secretos. Evidenciemos sólo una:
Heidegger, El habla (1950). Adviértase la extraordinaria
semejanza, no en la resolución del problema, sino en el
registro de su atención y tratamiento.
27 Michel Foucault, “El pensamiento del afuera”, op. cit., pp. 299-
300.
28 Michel Foucault, Raymond Roussel, trad. José Peña, México, Siglo
XXI, 1992.
29 Michel Foucault, “Las palabras y las imágenes”, Entre filosofía y
literatura, op. cit., p. 321.
30 Michel Foucault, “¿Qué es un autor?”, Entre filosofía y literatura,
35
“El habla habla. ¿Qué hay de su hablar? ¿Dónde
hallamos semejante hablar? Por de pronto, en lo
hablado. En lo hablado el hablar se ha consuma-
do” (...) “La llamada originaria que invita a venir
a la intimidad entre mundo y cosa es la verdadera
invocación. Es la esencia del hablar. En lo hablado
del poema se despliega el hablar. Es el hablar del
habla. El habla habla. Habla invocando lo enco-
mendado, cosa-mundo y mundo-cosa, al Entre de
la Diferencia” (...) “En el doble apaciguamiento de
la Diferencia adviene el silencio. ¿Qué es el silen-
cio? No es sólo lo que no resuena. En lo que no re-
suena se perpetúa meramente la inmovilidad del
sonar y del fonar” (...) “El habla habla en tanto
que son del silencio. El silencio apacigua llevando
a término mundo y cosa en su esencia” (...) “El
son del silencio no es nada humano. En cambio, el
ser humano es, en su esencia, ser hablante. Esta
palabra ‘hablante’ significa aquí: llevado a su pro-
piedad a partir del hablar del habla. Lo que es de
este modo apropiado —la esencia humana— es
llevado por el habla a lo que le es propio: perma-
necer encomendado a la esencia del habla, al son
del silencio” (...) “El hombre habla en cuanto que
Corresponde al habla. Corresponder es estar a la
escucha. Hay escucha en la medida en que hay
pertenencia al mandato del silencio”31.
36
el poema34 (1953), ...poéticamente habita el hombre...35 (1954), La-
palabra36 (1958), El camino al habla37 (1959), desde luego, sin
soslayar aquellos trabajos “principales” donde Heidegger
también atiende la cuestión. En lo inmediato, atiéndase a
dos pasajes que grafican cierta complicidad entre Fou-
cault y Heidegger: El “no” del padre (1962) y Hölderlin y la esen-
cia de la poesía (1936). En el primero de ellos Foucault escri-
be:
161.
37 Martin Heidegger, “El camino al habla”, De camino al habla, op.
cit., p. 177.
38 Michel Foucault, “El no del padre”, De lenguaje y literatura, trad.
37
mente es como el hombre hace de esta tierra su
morada”39.
38
habría hace mucho tiempo comenzado. Así, el problema
del lenguaje, ni en Heidegger, ni en Foucault, se reduce a
meros sistemas de signos, estructuras de referencias, ni
mucho menos a actos de representación. El lenguaje remi-
te aquí más bien al orden radical de la existencia, a su
más plena materialidad, a su gravedad más radical, al or-
den de la vida, la gravedad del cuerpo. De modo que la
estética poética del lenguaje no se inscribe y constituye
sino en pleno centro de la corporalidad, en el espesor de
la vida y la intensidad de la muerte.
39
40
IV. De una estética trágica
E
n el umbral del lenguaje trazado desde lo esté-
tico y lo ontológico, se dibuja la silueta de otra
complicidad: Nietzsche. Desde luego, el víncu-
lo y la “influencia” que Nietzsche ejerce sobre Foucault,
no constituye novedad. Toda la dimensión histórica, ge-
nealógica, sobre la emergencia de los principios morales,
sobre los fundamentos del derecho, sobre las inscripciones
de la ley en el cuerpo, sobre los principios de normativi-
dad, etcétera, han sido vasta y nítidamente reconocidos.
Sin embargo, aquí quisiéramos tan sólo sugerir dos
imbricaciones, preliminares, pero eventualmente rele-
vantes. La primera, el nexo entre la muerte del hombre en
Foucault y la emergencia del superhombre en Nietzsche.
La segunda, colegida de la anterior, la afirmación de una
estética de la existencia como un gesto propiamente esté-
tico-trágico. Existen algunas hermenéuticas formales, só-
lidas y bien dispuestas, que podrían objetar específica-
mente la relación entre la estética de la existencia de Fou-
cault y la estética trágica nietzscheana, no obstante, qui-
siéramos aquí deliberadamente afirmarla.
41
Pareciera ser que, bastante ya se sabe acerca de la crí-
tica de Foucault al antropocentrismo de la época moder-
na. Asimismo, de la declaración de la muerte del hombre
en Nietzsche41. Sin embargo, precisamente en esa juntura,
cabria la posibilidad de ejercer una insistencia más. El
advenir del superhombre y el eterno retorno, en Nietzs-
che, acontecen como condiciones para la nueva “valora-
ción noble”42. Esa valoración noble se inscribe en la recu-
peración del sentido trágico-estético43 cuya, quiza, mayor
declaración, es la afirmación del amor fati. Dicho de otro
modo, el superhombre en Nietzsche parece traer consigo
una disolución, pero también una afirmación. Lo que
quiere disiparse es la metafísica de los valores, el socra-
tismo, la moral esclava, el espíritu del resentimiento. Lo
que se afirma, sería el sentimiento trágico, el pensamiento
de la unidad, el amor fati44, el devenir del ser. Este devenir
del ser, el ser como devenir, tal como indica Deleuze,
cuando mucho, sólo se puede presentir, pues ya no puede
ser un “contenido comunicable” 45.
Pues bien, el superhombre en Nietzsche trae la supe-
ración de la metafísica, la superación de todos los valores,
es decir, aquellas imposiciones y constricciones que los
hombres referían a un trasmundo. En Foucault, podría
decirse, la disipación de aquellas condiciones que hicieron
un día emerger la figura del hombre, podrían desaparecer,
borrando también al hombre, así como se borra un rostro
1998, p. 168.
42
de arena en la orilla del mar46. En esa borradura del hom-
bre, extrañamente, bien podría deslizarse la posibilidad de
la libertad. Se sabe que Foucault ha resistido aquella no-
ción y sobre todo al modo en que ha sido abordada, toda
vez que remitiría a una suerte de substrato, un demiurgo o
una naturaleza primera, que bajo condiciones de opresión
habría sido encubierta, violentada47 . No obstante, podría
sugerirse que en la disipación de aquellas sujeciones y
constricciones, aquellas determinaciones que no le perte-
necían al hombre, bien pudieran irrumpir condiciones de
posibilidad de la libertad. En Foucault, como en Nietzs-
che, la destitución de aquellas determinaciones objetiva-
das, abre un campo de disoluciones, un abismo insonda-
ble, indeterminado. Esta libertad que aparece en Foucault
—la muerte del hombre—, es una libertad ética-estética.
Trátase, por cierto, de una estética trágica.
Esta estética-trágica concede al lenguaje, a la poesía,
al arte, a la ensoñación, y muy especialmente, al universo
irrepresentable de la música, una condición ontológica
fundamental48. En Nietzsche y en Foucault, la potencia
creativa, la melodía retórica, el preciosismo poético, el
delirio imaginativo, constituyen el único fundamento me-
tafísico posible. Pero tal como advirtieran Heidegger-
Hölderlin: “Poéticamente es como el hombre hace de esta
tierra su morada”, lo poético no desvincula al hombre de
la vida, sino que lo azota contra ella. Así, Foucault conci-
be un arte que ya no se reduce a cosificaciones, antes
bien, reconoce el arte de la vida, hace de la vida una obra
de arte.
46 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, trad. Elsa Frost, México,
Siglo XXI, 1997, p. 375.
47 Michel Foucault, “La ética del cuidado de sí como práctica de la
libertad”, Estética, ética y hermenéutica, trad. Angel Gabilondo, Bar-
celona, Paidós, 1999, p. 394.
48 Rüdiger Safranski, Nietzsche, trad. Barcelona, Tusquets, 2002, p.
17.
43
Existen algunas lecturas que ven en ese gesto de Fou-
cault un retorno a un supuesto modo de vida clásico, una
regresión al cristianismo, o una nostalgia que reclama la
superioridad moral de una época perdida. Sin embargo, la
evocación que Foucault hace de la epimeleia heautou, de la
práctica de la parrhesía, de la ars erótica, parecieran ir en
otra dirección. Hacer de la vida una obra de arte sería un
gesto radicalmente nietzscheano: abrazar la espesura y
gravedad del arte como único fundamento metafísico.
Nietzsche afirma que el arte sería la verdadera acti-
vidad metafísica del hombre. Así Nietzsche funde la rela-
ción entre arte y filosofía. En ese plexo aparece la relación
entre arte y mentira, entre arte y creación. Esa relación es
crucial, por cuanto en el arte lo que está en juego es una
dimensión general del ser, aquella facultad falsificadora.
Como señala Cacciari, el poder de la mentira se revela en
toda su luz y en toda su belleza.
44
En esto yace lo destructivo del arte, pues viola y des-
troza todas las modalidades metafísicas de la razón, las
capturas lógico-discursivas que se emprenden en torno al
ser. Este arte no niega la vida, sino que despliega su for-
ma en un gran sí a la vida. El arte como potencia falsifi-
cadora, creadora, poética, una estética-trágica. El amor fati
en su gesto de mayor radicalidad declara el amor a la vi-
da. Pero este es un amar trágico, dionisíaco, ya no moral,
socrático, dialéctico. Por eso, como explica Heidegger,
Nietzsche ha invertido la estética de un arte quietivo de la
vida” en Schopenhauer, para afirmar “el arte como el es-
timulante de la vida, aquello que excita y acrecienta la
vida”. La voluntad de poder como arte51. Foucault se des-
liza silencioso y agazapado por la misma espesura.
45
poder no realiza un contenido, ni transita hacia un hori-
zonte. El poder es una relación estética que despliega la
libertad. El poder en Foucault ya no se reduce a lo jurídi-
co, político o institucional. En Foucault el poder ha al-
canzado un estatuto filosófico delicado y complejo, el po-
der como pleonexía, inscrito en la dimensión estética-
ontológica de la voluntad de poder. Por ello, en Foucault
el poder se ejercita en una estética-trágica de la existencia,
en hacer de la vida una obra de arte 54. Ese obrar la vida
como arte, abraza su vacío, su sinsentido, su indetermina-
ción, la disolución radical del hombre. El arte de la vida,
en Foucault, abraza la vida, así como abraza la muerte.
46
va a ser el aguijón
de un placer infinito.
Todavía algún tiempo,
y seré liberado,
yaceré embriagado en brazos del amor.
Infinita la vida
hierve dentro de mí:
miro desde lo alto,
me asomo hacia ti.
En aquella colina
tu brillo palidece,
y una sombra te ofrece
una fresca corona.
¡Oh, bienamado, aspira
mi ser todo hacia ti;
así podré amar,
así podré dormir.
Ya siento de la muerte
olas de juventud:
en bálsamo y en éter
mi sangre se convierte.
Vivo durante el día,
lleno de fe y valor,
y por la noche muero,
presa de un santo ardor56.
47
48
V. De lo bello y la muerte:
o la vida como obra de arte
S
himamura viaja en un tren. Los vidrios de las
ventanas del vagón están empañados. Éste des-
liza su dedo sobre el vidrio y al limpiarlo apare-
ce de súbito un ojo femenino. Perplejo, luego entiende
que se trata sólo de un reflejo. El ojo era de tan extraña
belleza que deseó conocer a qué rostro pertenecía. Simuló
que acababa de despertarse y desempañó el vidrio para
mirar dónde estaban. El reflejo de la joven se adhirió co-
mo impreso a la ventana de Shimamura, por lo que éste
podía contemplarla directamente sin necesidad de mirarla
al rostro. Ya en el momento en que la vio subir al tren,
hubo algo inquietante en la belleza de aquella mujer que
lo obligó a bajar los ojos. Ahora contemplaba su reflejo
como si fuese la escena de un sueño, seguramente por el
efecto de verla reflejada en el cristal, superpuesta al paisa-
je nocturno. Su figura se tornaba transparente e intangi-
ble, se volvía difusa en la oscuridad creciente del cre-
púsculo, como habitando una atmósfera ajena a este
mundo. Cada vez que una mínima variación en las mon-
tañas se sobreimprimía al rostro de la joven, Shimamura
sentía una turbación de inexpresable belleza en el pecho.
Nada distraía su mirada, sólo se dejaba llevar por esa am-
plia emoción sin forma, suscitada por el transparente ros-
49
tro de la joven flotando en el cristal. Ella no tenía modo
de saber que la estaban contemplando.
A la belleza no se la puede mirar directamente al ros-
tro. Hay algo en ella que nos obliga a bajar la mirada. Y
sin embargo, no la dejamos de mirar, pues mirar no es
sino otro modo de desear. Kawabata lo ha expresado aquí
mediante la figura del reflejo 57. Lo bello como lo evanes-
cente, aquella figura que en su aparecer trae consigo su
propia muerte. Aquella forma informe que encuentra en
su permanente borradura su existencia. Se anuda, en lo
bello, la vida y la muerte. Nunca se está más en propiedad
de lo bello que cuando se le pierde. Esa es la conmoción
inexpresable de belleza que se apodera del pecho de Shi-
mamura. Lo bello y su muerte. En su muerte lo bello se
realiza. En la muerte lo bello se realiza.
Taichiro cuenta que en la sepultura de la princesa
Kazunomiya, entre sus brazos encontraron una placa de
vidrio del tamaño de una tarjeta. Los excavadores ini-
cialmente pensaron que podía tratarse de un espejo de
bolsillo, pero resultó ser más bien una fotografía de placa
húmeda. El vidrio parecía transparente, pero al examinar-
lo se pudo observar que contenía impresa la figura de un
joven en ropas de ceremonia. Al parecer se trataría de su
marido, el Shogun Iemochi. A la mañana siguiente la
imagen se había desvanecido por completo. Por haber
sido expuesta al aire y a la luz después de tantos años en-
terrada, de la noche a la mañana la fotografía se había
convertido en un simple trozo de vidrio. Al ser descubier-
ta la imagen, ella misma activó el mecanismo de su muer-
te.
Al apagarse la imagen, se encendió la idea de que la
figura de la fotografía más bien correspondía al amante de
la princesa, al príncipe Arisugawa, quien estaba profun-
50
damente enamorado de Kazunomiya. Se cuenta pues,
que la princesa al sentir pronta su muerte había ordenado
secretamente que enterraran con ella la fotografía de su
amado. Lo más bello para sí, la princesa lo quiso secreto
y eterno. Sin embargo, al ser descubierta, la figura se des-
vaneció.
Lo más propiamente bello se quiere eterno, aún
cuando se sepa de su inexorable muerte. En cuanto se de-
vela su secreto, lo bello muere y lo eterno deviene efíme-
ro. Su fugacidad y evanescencia transfigura a lo bello en
dolor, en el más bello dolor. En su muerte lo bello per-
manece, pues su placer realiza a lo bello como pérdida.
Lo bello deviene melancolía. Su placer se afirma y se reti-
ra, y en su desaparecer lo bello realiza toda su afirmación.
Kawabata lo ha vuelto a decir, ahora bajo la forma del
secreto y la evanescencia. Habría tejida una intrincada
inmanencia entre lo bello y la muerte58.
Sin embargo, este aviso de muerte que trae consigo lo
bello, no sólo parece remitir a la muerte de la belleza en
su propio aparecer, sino que también sería un aviso de
muerte que se comunica a modo de sentencia a aquella
subjetividad que atestigua y padece este más bello apare-
cer. La muerte se posa sobre la subjetividad, disuelta aho-
ra ante los efectos mortales de lo bello.
Lo bello deviene muerte y es necesario padecer la
muerte para acceder a lo bello. Acudir a la experiencia de
ese más bello padecer reclama la experiencia de la muer-
te. Bien lo sabe el viejo Yoshihide quien ha hecho quemar
viva a su amada hija para alcanzar en su pintura lo bello
del horror.
Yoshihide es un anciano y virtuoso pintor a quien el
señor de Horikawa le ha encomendado su mayor obra:
“El biombo del infierno”. Tras tiempo de trabajo, el an-
58Yasunari Kawabata, Lo bello y lo triste, trad. Nélida de Machain,
Buenos Aires, Emecé, 2001, pp. 136-138.
51
ciano aún no logra resolver un aspecto de la obra. No lo-
gra pintar el carruaje ardiendo en llamas que compone un
motivo central de su cuadro. Yoshihide acude a solicitar
al señor de Horikawa que le conceda la gracia de quemar
ante sus ojos un carruaje en cuyo interior se encuentre
una joven cortesana atada, para que en vida sufra los ma-
yores dolores y padecimientos. Yoshihide desea alcanzar
lo bello del horror, pero para ello necesita de su experien-
cia. Ante tan espeluznante requerimiento, el señor de Ho-
rikawa somete a prueba los límites de la vocación de arte
del anciano pintor.
A medianoche Yoshihide es convocado a presenciar
la incineración del carruaje, dentro del cual se encuentra
una joven dama de honor. Al levantarse las cortinas del
carruaje, se evidencia que la bella muchacha es la propia
hija de Yoshihide, quien intenta socorrerla, pero ya las
llamas consumían el carro, de modo que sólo se limita a
contemplar tan macabro espectáculo. He ahí la hoguera
infernal que deseaba Yoshihide, ahora la podría pintar.
Lo bello del dolor, del espanto y el horror. Según los tes-
tigos Yoshihide habría pasado de un estado de profundo
dolor y conmoción, hacia una extraña fascinación y un
inexpresable maravillamiento.
Lo más amado, lo más bello que Yoshihide contaba,
ahora, consumido por el fuego y devorado por tan sinies-
tra muerte, provocaba en él una inexplicable y macabra
complacencia. Se alzaban enormes las llamas chisporro-
teantes hacia el cielo. Y Yoshihide, de pie, se concentraba
en la visión del trágico espectáculo. ¡Qué grandeza! ¡Qué
felicidad! Después de tan magro festín el pintor se retiró a
culminar la obra. La pintura se convirtió en un motivo de
admiración. La noche siguiente a terminar la pintura
Yoshihide se ahorcó. Abrazó la obra y con ello, su muer-
te59.
52
Pero esta elisión entre lo bello y la muerte no deviene
sólo en padecer, más se comporta como gratificación,
como sentimiento de complacencia. Trátase entonces de
la experiencia estética ante la muerte, del sublime éxtasis
ante el advenir de la propia muerte. Así también lo atesti-
gua la misteriosa narración, de aquel joven tripulante,
quien contempla el más bello espectáculo de las fuerzas
vivas de la naturaleza, danzando trenzadas en la tormen-
ta, quien se avergüenza de su anterior temor y abraza la
muerte en este comparecer ante lo bello, comparecer que
inevitablemente revelará un secreto que conducirá a su
muerte, pues éste es ya su propia muerte.
53
Desde aquel mismo momento nos vimos
amortajados en espesas tinieblas en tal forma que
no podíamos distinguir un objeto a veinte pasos
del navío. A nuestro alrededor todo era horror,
tristeza y desierto de ébano. Un supersticioso te-
rror invadía el espíritu del viejo sueco, y mi alma
se sentía abrumada por silencioso asombro. Cada
momento que transcurría amenazaba con ser el úl-
timo de nuestras vidas. Parecía que cada una de
aquellas montañas de agua se alzaba para aplas-
tarnos definitivamente. El oleaje excedía todo
cuanto yo podía imaginar y era un verdadero mi-
lagro que no nos hubiésemos hundido ya. Yo no
podía dejar de sentirme terriblemente deses-
peranzado y me preparaba sombríamente para
aquella muerte que, según creía, no podría tardar
más de un hora, ya que a cada avance del barco, la
tempestad arreciaba con más fuerza. Nos hallá-
bamos en el fondo de uno de aquellos abismos
cuando un penetrante grito de mi compañero esta-
lló en plena noche. —¡Mire, mire! —chilló cerca
de mis oídos—. ¡Dios todopoderoso! ¡Mire usted!
¡Mire...!
En medio de estas exclamaciones de asombro
pude notar un tétrico fulgor de luz roja que se ex-
tendía por los lados de la enorme sima en cuyo
fondo nos hallábamos y que arrojaba a la vez in-
cierto resplandor. Entonces, mirando hacia arriba,
pude ver un espectáculo que congeló la sangre de
mis venas. A una aterradora altura, directamente
sobre nosotros y sobre el mismo borde de la pen-
diente líquida se hallaba un gigantesco buque de
por lo menos cuatro mil toneladas, las di-
mensiones del navío excedían a las de cualquier
embarcación. En aquel instante, la sangre fría do-
minó mi espíritu. Me retiré tambaleándome, tanto
como pude, hacia popa, esperando valientemente
el desastre que nos iba a hundir. Nuestro barco se
hundía. La mole que descendía sobre nosotros
chocó con él y el inevitable resultado fue que el
impacto con irresistible violencia me arrojara ha-
54
cia arriba, sobre el aparejo del colosal y extraño
buque.
Cuando caí tras la embestida, a la confusión
que entonces se produjo atribuí haber escapado a
la atención de los tripulantes, me deslicé por la es-
cotilla principal y así tuve la oportunidad de ocul-
tarme. Difícilmente podría explicar por qué hice
aquello. Se había apoderado de mi espíritu una in-
definida sensación de terror al ver aquellos tripu-
lantes del buque.
Hace ya mucho tiempo que pisé por primera
vez la cubierta de este terrible barco, y pienso que
los rayos de mi destino se están concentrando en
un foco. ¡Qué individuos tan incomprensibles! En-
frascados en sus profundas meditaciones que yo
no puedo adivinar, pasan por mi lado sin advertir
mi presencia. Ocultarme es, por mi parte, una ver-
dadera locura, porque estas gentes “no quieren”
ver. Verdad es que no puedo hallar la manera de
trasmitir mi relato al mundo, pero no dejaré de in-
tentarlo. En último extremo encerraré el manuscri-
to en una botella y la arrojaré al mar.
El buque a merced del viento continúa su te-
rrorífico rumbo directamente hacia el sur, hacia el
infierno de agua más espantoso que pueda conce-
bir mente humana. Me parece el más maravilloso
de los milagros que nuestra inmensa mole no sea
tragada por el mar definitivamente. Sin duda es-
tamos condenados a navegar constantemente so-
bre el mismo borde de la Eternidad sin que lle-
guemos a zambullirnos en el abismo. Nos desli-
zamos por encima de olas enormes con la misma
facilidad que una gaviota, y las aguas colosales al-
zan sus cabezas sobre nosotros como diablos
abismales, pero como demonios que sólo se pre-
sentan amenazadores y a quienes se hubiese
prohibido destruir. Me siento inclinado a atribuir
estas frecuentes escapadas a la muerte a la única
causa natural que puede explicarlas (...)
Cuando miraba a mi alrededor me sentía
avergonzado de mis primeras aprensiones. Si yo
55
había temblado ante las ráfagas de aquél huracán
inicial, ¿cómo no iba a temblar ante aquella batalla
del viento y del océano, para dar una idea del cual
las palabras “tornado” y simún eran totalmente
inadecuadas? Todo cuanto existía en la inmediata
vecindad del navío ofrecía la negrura de una eter-
na noche y un caos de agua sin espuma, pero
aproximadamente a una legua de distancia del
barco, en cada uno de sus costados, se pueden vis-
lumbrar claramente y a intervalos, maravillosas
murallas de hielo que se elevan a lo lejos, en el cie-
lo desolado, como muros del universo. Concebir él
horror de mis sensaciones imagino que es posible,
y aún así mi curiosidad por penetrar en los miste-
rios de estas espantosas regiones predomina sobre
mi desesperación y hasta llegar a reconciliarme
con los más terribles aspectos de la muerte. Es evi-
dente que somos arrastrados hacia algún descubri-
miento interesantísimo, algún secreto que jamás
deberemos comunicar y cuyo conocimiento impli-
ca la muerte.
¡Ah, horror de horrores!, las masas de hielo se
abren súbitamente a derecha e izquierda y estamos
girando vertiginosamente, en inmensos círculos
concéntricos, dando vueltas y más vueltas sobre
los bordes de un gigantesco anfiteatro, donde la
cima de sus muros se pierde en la negrura y la dis-
tancia. ¡Pero ya poco tiempo me quedará para
meditar en mi destino! Los círculos van disminu-
yendo de tamaño rápidamente, nos estamos su-
mergiendo en el monstruoso remolino, entre el ru-
gido del agua y la tempestad, todo el buque se es-
tremece y, ¡oh, santo Dios!!!60.
56
Lo bello ejerce un poder disolvente sobre la subjetividad.
El placer que trae lo bello nos hace morir, pues, ante lo
bello la subjetividad se siente morir. El sentimiento de
complacencia ante lo bello, la subjetividad lo experiencia
subjetivamente como su propia disolución. En el desva-
necimiento de la subjetividad —que padece su finitud an-
te el advenir de lo bello—, se produce la doble experiencia
de disolución y afirmación. La subjetividad se disuelve
con ocasión de lo bello, pero ante lo bello se afirma, aun-
que así deba padecer la muerte.
En este juego estético de disolución y afirmación, lo
bello permanece irresuelto, inexplicado, bajo la forma del
misterio. Sin embargo, sólo conservando su radical extra-
ñeza lo bello se experiencia. Quizá quien mejor lo sepa
sea el gran sacerdote del templo de Shiga. Quien renuncia
a apoderarse de su amada, precisamente para eternizarla
en su pérdida. Renuncia para conservar. Abandona para
perdurar. “En aquel día de primavera, en que el Gran Sa-
cerdote del templo de Shiga se encaminó hacia el lago, a
la hora del crepúsculo donde las sombras contrastan con
la brillante luz de la tarde —en medio de la práctica del
sagrado rito de la contemplación del agua—, tuvo lugar
un extraño acontecimiento cuyo sentido es en extremo
misterioso y particular.
De un carruaje tirado por bueyes —perteneciente a
todas luces a una persona de alto rango, que rodeó el lago
y se detuvo cerca del sacerdote—, descendió una distin-
guida mujer bajo el impulso de querer admirar la belleza
del paisaje de Shiga. Se trataba de la dama de la Corte del
distrito Kyogoku, quien poseía el importante título de
Gran Concubina Imperial. El gran sacerdote miró, ca-
sualmente, en esa dirección, y de inmediato, se sintió
abrumado por tanta belleza. Sus ojos se encontraron con
los de la mujer y, como no hiciera nada para apartarlos,
ella no trató de ocultarse, pues la mirada de aquel sabio,
austero y viejo asceta, no podía contener la miseria de la
57
pasión que ella despertaba en el común de los hombres.
Tras breves momentos, la dama subió al carro, emprendió
el viaje, y su silueta se redujo hasta ser un mero punto en
la lejanía del camino, abrazado por el oscuro manto de la
noche.
Desde aquel día de primavera, la vida del gran sa-
cerdote y de todo el templo se trastornó. En un abrir y
cerrar de ojos el mundo se había vengado del sabio con
terrible saña. Toda su vida dedicada a la meditación espi-
ritual, a lo trascendente, toda su vida despreciando la
forma trivial de la belleza que el tiempo se ocupa en des-
enmascarar. El gran sacerdote no había quebrantado ja-
más su voto de castidad, pues su lucha interior librada en
años de juventud, la habría vencido sabiendo que la belle-
za de las mujeres sólo se reducía a la de meros seres mate-
riales. La verdadera belleza para el sacerdote pertenecía a
un universo más allá. Sin embargo, desde aquel momen-
to, todo cuanto éste creía inexpugnable, caía en ruinas. La
belleza de la mujer lo había trastornado. El sabio había
quedado hechizado por lo bello. A eso que le ocurría, el
sacerdote no supo qué nombre darle. Sólo pudo reflexio-
nar que, para que tan portentoso hecho se produjera, algo
hasta ese momento oculto y al acecho en su interior se
había revelado finalmente. Ese algo no era sino este mun-
do, su corporeidad, que hasta entonces había permaneci-
do en reposo y que súbitamente emergía de la oscuridad.
La Gran Concubina Imperial reconstruyó mental-
mente los rasgos del viejo sacerdote que había visto a tra-
vés de la ventana del carruaje. No se parecía en absoluto a
los rostros de ninguno de los hombres que la habían ama-
do hasta entonces. Era extraño que el amor surgiera en el
corazón de un hombre que no poseía ningún atributo para
ser amado. La dama recordó frases tales como “mi amor
perdido y sin esperanzas”, que eran usadas a menudo por
los poetas de Palacio. La situación del más desgraciado
de aquellos jóvenes amantes, resultaba envidiable frente a
58
la desventurada condición del gran sacerdote.
En todo el templo y hasta la capital llegaron los ru-
mores de que el viejo, sabio y asceta Gran Sacerdote ha-
bía caído hechizado por la belleza de la mujer, y había
sucumbido ante el amor. Los comentarios se regaron por
todas partes y en todas partes movían a risas y burlas so-
bre tan absurda e imposible pasión.
Pero el sacerdote, cuanto más convertía su amor en
un imposible, más profundamente traicionaba a Buda,
pues la imposibilidad de su amor se encontraba aparejada
con la imposibilidad de llegar a la iluminación. Y cuanto
más advertía que su amor no podía tener esperanza, más
crecía la fantasía que lo alimentaba y más se arraigaban
sus pensamientos impuros. Mientras consideraba que su
amor tenía alguna remota posibilidad, le había sido más
fácil renunciar a él, pero ahora que la Gran Concubina se
había convertido en una criatura fabulosa y totalmente
inalcanzable, el amor del Gran Sacerdote se afirmaba
inexorable.
Cuando el Gran Sacerdote se decidió a manifestar su
amor a la Gran Concubina, permaneció durante días fue-
ra de Palacio pidiendo ser atendido por ella. Durante mu-
cho tiempo la mujer se negó a recibirlo. Y durante todo
ese tiempo el sacerdote permaneció inmóvil, en silenciosa
e irrenunciable espera. Por fin la Gran concubina conmo-
vida por la inquebrantable voluntad del anciano resolvió
acogerlo. Cuando por un mágico acto la mujer apreció el
sublime amor que comportaba dicho gesto —amor que
ningún otro hombre podría igualar—, ella se mostró acce-
sible. En tan anhelado encuentro el Gran Sacerdote guar-
dó silencio. No dijo nada. No pidió nada. Tomados de las
manos, las lágrimas del viejo bañaron las delicadas manos
de la mujer. El anciano permaneció así durante un tiem-
po, luego súbitamente dio la vuelta y se marcho. Un frío
mortal se apoderó del corazón de la Gran Concubina.
Días más tarde se supo que después de dicho evento El
59
Gran Sacerdote había alcanzado la liberación final”61.
Mishima parece saber que la renuncia del Gran Sa-
cerdote fue el modo de consumar el amor por la belleza.
Dejarla intacta, preservarla en su extrañeza, conservar de
ella su misterio. Develarla era poseerla. Al poseerla la be-
lleza se marchita. Renunciar a la belleza, era el gesto de
su más radical amor. Para experienciar la belleza no sólo
era necesario perderse en ella, sino también aceptar per-
derla, vivirla como pérdida.
Esto no significa renunciar a su goce, sino que rea-
lizar la belleza dejando que advenga su placer en la pérdi-
da. Ese es el goce que se apodera de Shimamura disfru-
tando de la belleza sin mirarla al rostro. Sin que la belleza
sepa de su contemplación. Se trata de la complacencia
ante lo bello sin que devenga apropiación. Realizar el más
pleno gozo de la belleza, sin que ella incluso lo sepa. Qui-
zá sea esto lo que le ocurre al viejo Eguchi quien frecuen-
ta La casa de las bellas durmientes.
Eguchi asiste a “la casa de las bellas durmientes”,
donde jóvenes mujeres ofrecen su belleza para la de-
gustación de ancianos caballeros. La condición particular
es que para acceder a ellas se debe respetar su sueño pro-
vocado por una misteriosa infusión. Así, Eguchi puede
disfrutar de la contemplación de la belleza, sin jamás in-
vadir la privacidad de su sueño. Por más placer que esta
belleza produzca, permanece intacta, pues no se sabe con-
templada, no se sabe apropiada. Paradojalmente, así la
belleza permanece inalcanzable, inaprensible. El viejo
Eguchi desea despertar a su doncella, pues sólo advirtien-
do su captura, él gozará su dominio. Sin embargo, al
permanecer en el sueño la belleza inalterada, permanece
60
inalcanzable, intacta. No ha sido aprehendida 62.
Cada una de las piezas hasta aquí recuperadas, ha
puesto en circulación un problema crucial. Shimamura
nos habla de lo bello como reflejo y evanescencia. Lo be-
llo como representación y puesta en forma. Ahí la emo-
ción informe se conmueve ante el aparecer y el des-
aparecer de lo bello. Estremece su irrupción y su fugaci-
dad. Lo bello como su propia muerte.
Taíchiro nos cuenta de lo bello como desvaneci-
miento, como secreto. La imagen de lo bello se ha eva-
porado. Ocurre la imposibilidad de registrarla, de fijarla y
develarla, pues al intentar atraparla, ésta prefiere morir.
La muerte de la belleza, su fugacidad, es su eternidad. En
su muerte la belleza se realiza y perdura. Lo bello deviene
melancolía.
El viejo Yoshihide exhibe la inmanencia entre lo bello
y el horror. Lo bello deviene muerte, en cuanto lo bello
mismo la padece. Sin embargo, lo bello deviene muerte,
en un segundo sentido, en cuanto exige también la expe-
riencia de la muerte para acceder a su goce. Lo bello de-
viene experiencia trágica, complacencia y gratificación
ante el dolor.
El joven tripulante de Poe nos relata lo bello como
aviso de muerte. Lo bello comunica su sentencia de muer-
te a la subjetividad. Sin embargo, en este dictamen de di-
solución, la subjetividad se afirma y comparece ante lo
bello como experiencia ante lo sublime y el grandor. Las
fuerzas vivas de la naturaleza brindan el más bello espec-
táculo. Espectáculo reservado sólo al que está dispuesto a
morir.
El sabio anciano y Gran Sacerdote nos advierte sobre
lo bello como pérdida y renuncia. El amor a lo bello se
61
realiza en su abandono. En aquella generosa dimisión
ante lo bello, esto perdura. La renuncia a su conquista, a
su aprehensión y develamiento, conserva a lo bello enig-
mático e irresuelto. El extravío sería el modo de su con-
servación.
El viejo Eguchi padece lo bello como lo imperturba-
ble. La belleza permanece inaprensible por cuanto no se
somete, ni permite su captura. Lo bello que realiza el go-
ce, sólo lo realiza a condición de mantenerse inalcanza-
ble, en condición prófuga. La belleza no quiere ser poseí-
da.
En cada uno de estos motivos, subrepticiamente se ha
deslizado una fatalidad. La reunión entre lo bello, la vida
y la muerte. Lo bello no está aquí remitido a una institu-
ción ni confinado a piezas de museo. Lo bello no deviene
aquí objeto ni “producto cultural”. Lo bello ha ocurrido
aquí como goce, como dolor, como éxtasis y desgarro. Lo
bello aquí ha ocurrido como vida y como muerte. Lo be-
llo aquí le ha ocurrido a la vida. Lo bello aquí le ha ocu-
rrido al cuerpo.
62
entremezclan hasta desvanecerse, pues padecen en su éx-
tasis, su disolución. Aquel gozoso advenir de la muerte.
Los japoneses parecen saber mucho acerca de ello. Fou-
cault ha aludido a cierto lugar y experiencia en Tokio.
Allí, dirá, existe la posibilidad de entrar en lugares sin
geografía ni calendario, rodeados de la decoración más
absurda, con compañeros sin nombre, ocasiones de morir
libres de toda identidad. Se dispondría de un tiempo inde-
terminado, segundos, semanas, meses tal vez, hasta que
con una evidencia imperiosa se presente la ocasión que
uno reconocería inmediatamente que no se puede dejar
pasar, la ocasión de morir mediante la forma de un placer
sin forma64.
En Foucault parece no existir ningún decálogo acerca
de lo bello. Si se busca en los “diccionarios” y “ma-
nuales” que explican su pensamiento, no se encuentran
alusiones directas o explícitas sobre una específica com-
prensión y tratamiento de lo bello. En apariencia, lo bello
no ha sido tratado, no sería aquí un motivo. Sin embargo,
podemos advertir que pese a la ausencia de catálogos so-
bre la cuestión, pocos pensadores contemporáneos han
tenido tan profundamente arraigada la cuestión de lo be-
llo como lo estaría en Foucault. Hacer de la vida una obra
de arte. He aquí una estética trágica, donde la cuestión de
lo bello estaría llevado radicalmente hasta su grado últi-
mo, la vida y la muerte.
63
64
VI. De lo romántico y lo trágico
E
n Kant, el fundamento subjetivo del juicio de
gusto y el desinterés del juicio de belleza, cons-
tituyen dos claves cruciales para comprender
la experiencia estética. La relación de la subjetividad con
la obra es una relación ante todo estética.
65
es decir, un juicio que, indiferente en lo que toca a
la existencia de un objeto, enlaza la constitución
de éste con el sentimiento de placer y dolor’’66.
66 Ibid., p. 139
66
una satisfacción semejante. Hablará, por lo tanto,
de lo bello, como si la belleza fuera una cualidad
del objeto y el juicio fuera lógico (...) Pero esa uni-
versalidad no puede tampoco nacer de conceptos,
pues no hay tránsito alguno de los conceptos al
sentimiento de placer o dolor”67.
67
ción”68.
68
“...hay que convencerse totalmente de que, me-
diante el juicio de gusto (sobre lo bello), se exige a
cada cual la satisfacción en un objeto, sin apoyarse
en un concepto (...) y de que esa pretensión de va-
lidez universal pertenece tan esencialmente a un
juicio mediante el cual declaramos algo bello”71.
“Pero aquí hay que notar, ante todo, que una uni-
71 Ibid., p. 144.
69
versalidad, que no descansa en conceptos del obje-
to (..), no es en modo alguno lógica, sino estética,
es decir, que no encierra cantidad alguna objetiva
del juicio, sino solamente subjetiva... que indica la
validez, no de la relación de una representación
con la facultad de conocer, sino con el sentimiento
de placer y dolor para cada sujeto”72.
72 Ibid., p. 145.
73 Friedrich Schiller, Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre,
trad. Jaime Feijóo y Jorge Seca, Barcelona, Anthropos, 1990, p.
317.
70
menta a sí mismo, y lo necesario) y, dado que el
hombre no puede satisfacer esa exigencia en nin-
gún estado concreto de existencia física, se ve
obligado a abandonar por completo la materia y a
remontarse, desde una realidad limitada, hacia las
ideas”74.
74Ibid., p. 323.
75Friedrich Hölderlin, Poemas de la locura. “La satisfacción”, trad. Txaro
Santoro y José María Álvarez, Madrid, Hiperión, 2001, pp. 149-
151.
71
exigencia como ésta, el hombre ha de haber
dejado ya tras de sí la sensibilidad; pero la
sensibilidad se sirve precisamente de esa exi-
gencia para recuperar al fugitivo (...) el hom-
bre tendría que abandonar por completo el
mundo sensible, y alzar el vuelo hacia el
mundo puro de las ideas”76.
72
sobre el entendimiento y es la peculiar relación con la fini-
tud. Lo sublime será el modo en que el hombre enfrenta
la caducidad de la existencia. Lo sublime adviene en rela-
ción con la muerte. La conciencia romántica está marca-
da por la idea de la pérdida, de lo irrecuperable.
73
que ella hemos de volver al mundo sensible”78.
74
aquello que permite disciplinar el mundo, esto es la for-
ma:
81 Ibid., p. 341.
82 Ibid., p. 351.
75
de un principio racional.
Schelling comprende el arte como la mayor expresión
y posibilidad de realización de los hombres, situando el
hecho estético como la proyección y despliegue de la pro-
pia naturaleza, tras la cual asoma el destello luminoso de
un trascendente de inspiración divina. Así se identifica lo
empírico y lo trascendental, la finitud del hombre compa-
rece y se realiza frente a la infinitud de lo divino. El arte
sería el espacio que comunica y reúne lo que se ha toma-
do por separado. En este arte adviene lo absoluto, la uni-
dad. Por lo tanto, todo lo que se alberga en esa totalidad
no puede sino presentarse como belleza.
Esto conduce a Schelling a considerar el horror, lo
perverso, la tristeza y el dolor como partícipes de lo bello,
pues en su propia privación ocurre la belleza. Esta priva-
ción no radica en la propiedad misma de la obra o del he-
cho estético, antes bien, en la mirada, en la finitud que la
atestigua. De modo que será necesario elevarse a una con-
templación de lo infinito para comparecer ante lo bello
que comporta todo hecho estético, todo cuanto participa
del absoluto. Esta privación del horror obedece más a una
constricción del juicio estético que afirman los hombres,
antes que a su cualidad esencial. Pues incluso en la dife-
rencia del régimen de belleza, Schelling observa una
cooperación y un realce de lo bello ante lo menos bello.
76
cimas de mi antigua beatitud, llegó un escalofrío
de crepúsculo —y de repente, se rompió el vínculo
del nacimiento—, se rompieron las cadenas de la
luz. Huyó la maravilla de la tierra y huyó con ella
mi tristeza —la melancolía se fundió en un mundo
nuevo, insondable—, ebriedad de la noche, sueño
del cielo, tú viniste sobre mí —el paisaje se fue le-
vantando dulcemente; sobre el paisaje, suspendido
en el aire, flotaba mi espíritu, libre de ataduras,
nacido de nuevo. En nube de polvo se convirtió la
colina —a través de la nube vi los rasgos glorifica-
dos de la amada. En sus ojos descansaba la eterni-
dad —cogí sus manos, y las lágrimas se hicieron
un vínculo centelleante, indestructible. Pasaron
milenios, descendían huyendo a la lejanía, como
huracanes. Apoyado en su hombro lloré; lloré lá-
grimas de encanto para la nueva vida. Fue el pri-
mero, el único sueño —y desde entonces sólo sien-
to un fe eterna, una inmutable confianza en el cie-
lo de la noche, y en la luz de este cielo: la amada83.
“Rechazar arbitrariamente la fuerza del dolor
o la violencia de las pasiones sería pecar contra el
sentido y el fin del arte, conllevaría la misma falta
de sensibilidad y de alma en el mismo artista”84.
77
mortales exhalando paz, piadoso en el dolor y en
la fortuna, nuestro cántico alegró el corazón de los
hombres y así a nosotros, cantores del pueblo,
...Así se extingue también, cuando llega su tiempo
Y al espíritu en ninguna parte le falta la justicia,
Así muere un día en la gravedad de la vida
Nuestro gozo, pero ¡qué bella muerte!”85.
87 Ibid., p. 389.
78
che. Aún cuando sean dispuestas en un sentido diferente.
Aquí, el arte es el único fundamento metafísico posible,
pues para el verdadero creador del mundo del arte, los
hombres son imágenes y proyecciones artísticas y en el
significado de obras de arte es donde los hombres tienen
su más alta dignidad, ya que sólo como fenómenos estéti-
cos están la existencia y el mundo eternamente justifica-
dos88. El arte es la única posibilidad de la vida, aquella
fuerza que afirma la vida, sin la cual la vida decae. El arte
es la ilusión. La aniquilación de la ilusión es la ciencia 89.
El arte y sólo el arte puede torcer y transformar la re-
pugnancia por lo horrible o lo absurdo de la existencia,
convertirlas en representaciones con las cuales se hace
posible vivir. Así aparecen lo sublime como la domina-
ción artística sobre lo horrible y lo cómico como la des-
carga artística de la repugnancia y lo absurdo90.
Nietzsche pregunta ¿Qué es la belleza? Es una sen-
sación de placer a través de la cual se oculta las auténticas
intenciones de la voluntad. ¿Pero por medio de qué es
provocada la sensación de placer? La belleza es una sonri-
sa de la naturaleza, una sobreabundancia de fuerza y de
sentimiento de placer de la existencia. La meta de la be-
lleza es la seducción a existir. ¿Qué es negativamente la
belleza, esa sonrisa y seducción de la naturaleza? Es la
ocultación de la miseria. ¿Cómo es posible esa apariencia?
Sólo mediante una representación subjetiva: mediante un
espejismo puesto delante que refleja el acierto de la voraz
voluntad del mundo91. ¿Acaso la realidad no es más que
79
el dolor y la representación nace de ahí? El dolor es por
tanto productivo, pues produce la belleza. El genio es el
mundo de la belleza de la propia voluntad primordial. Las
creaciones del arte son el fin supremo de placer de la vo-
luntad. La voluntad obtiene su deleite supremo en la tra-
gedia griega porque aquí el horrible rostro mismo de la
existencia estimula a seguir viviendo mediante excita-
ciones extáticas92.
92 Ibid., p. 55.
93 Hölderlin, Odas. “Lágrimas", op. cit., p. 173.
94 Nietzsche. Estética y teorías de las artes, op. cit., p. 56.
80
medio al conocimiento. La vida sólo es posible por las
ilusiones artísticas. En la medida en que la contradicción
es la esencia del uno primordial, éste puede ser al mismo
tiempo dolor supremo y placer supremo. El dolor y la
contradicción son el Ser verdadero. El placer y la armonía
son la apariencia95.
81
helénico: el arte como physis. 97
82
lante de la vida. El arte como única fuerza superior con-
traria a toda voluntad de negación de la vida, como el an-
ticristianismo, el antibudismo, el antinihilismo por exce-
lencia. El arte como redención del que conoce trá-
gicamente, del que ve y quiere ver el carácter terrible y
problemático de la existencia. El arte como redención del
que obra. Del que no sólo ve el carácter terrible y proble-
mático de la existencia, sino que lo vive y lo quiere vivir.
El arte como redención del hombre trágico, del guerrero,
del héroe. El arte como la redención del que sufre, como
camino a los estados en que el sufrimiento es querido,
transfigurado, divinizado, donde el sufrimiento es una
forma del gran éxtasis100.
Si la belleza se basa en el sueño del ser, lo sublime lo
hace en una embriaguez del ser. La tempestad en el mar o
el desierto. ¿De qué modo produce la voluntad la libertad?
¿Es la desmesura de la voluntad quien produce las impre-
siones sublimes? Aquello proviene del sentimiento horri-
ble de la inconmensurabilidad de la voluntad. Es la medi-
da de la voluntad quien produce la belleza. En su contra-
dicción, produce la belleza y la luz, lo sublime y la oscu-
ridad. Pues no hay superficie bella sin una profundidad
horrible101.
Para Nietzsche ya no cabría rastrear en los estados es-
téticos para explicar el origen del arte, éstos serían resul-
tados posteriores. Al contrario, el hombre, como animal,
busca placer y ahí es ingenioso. La moralidad se forma
cuando el hombre busca lo provechoso, y esto no le pro-
porciona inmediatamente ningún modo de placer, pero sí
le garantiza ausencia de dolor. Mientras que la belleza y
el arte tienen su origen en la producción directa de la ma-
yor cantidad y variedad posibles de placer. El hombre ha
superado la barrera animal de la época de celo, esto le
83
muestra el camino de la invención del placer. Ha hereda-
do muchos placeres sensuales de los animales —la atrac-
ción de los colores en los pavos reales, el placer de cantar
de los pájaros—. Sin embargo, el hombre inventó el traba-
jo sin esfuerzo, el juego, la acción sin meta racional. Dio
rienda suelta a la fantasía, a la ensoñación, a forjar lo im-
posible, incluso lo absurdo. Todo ello produce placer por-
que es una actividad sin sentido y sin meta 102.
El moverse con los brazos y las piernas es un embrión
de instinto artístico. La danza es movimiento sin meta.
La huida del aburrimiento es la madre de todas las artes.
Incluso lo brusco gusta si no perjudica, así la agudeza, lo
radiante, los sonidos fuertes —la luz o el estruendo del
tambor—. Se pretende la emoción en sí, el llanto, el ho-
rror y la tensión, pues todo lo que perturba es agradable,
por tanto el displacer como oposición al aburrimiento, es
sentido como placer103.
De este modo para Nietzsche una nueva exposición
sobre la teoría del arte tiene que partir de que el hombre
es un animal que goza de todas las afecciones en sí, preci-
samente porque éstas son emociones, incluso de las más
dolorosas quiere la embriaguez. El arte le estimula jugan-
do al dolor, las lágrimas, la ira, el deseo 104. Por ello para
explicar la belleza hay que aludir al artista, en cuanto ha-
ce que la visión de las cosas sea soportables, no temerles y
poner en ellas una felicidad aparente. Decir sí a la vida
significa decir sí a la mentira. Por lo tanto sólo se puede
vivir con una manera de pensar absolutamente inmoral105.
En ello radica el secreto que oculta lo bello. Su mis-
terio, su condición inexplicada o irreductible nos deja en
espera, nos condena a una silenciosa espera. El en-
84
mudecer ante la belleza es una espera profunda, un querer
escuchar sus sonidos más tenues, más lejanos. Permane-
cemos en silencio, escuchando, porque la belleza algo tie-
ne que decirnos. Nos callamos y no pensamos en nada,
pues permanecemos abiertos, a la espera. El silencio, la
espera, la paciencia, todo ello es la preparación para acu-
dir a lo bello. Así ocurre toda contemplación. En ella se
da esa calma, ese bienestar, la complacencia y gratifica-
ción, la libertad. Aquello proviene de la voluntad106.
Trátase de una voluntad estética-trágica, aquella que
padece la escuela más severa como necesaria. Aquella
donde la desgracia, la enfermedad, el dolor o el desgarro
no se rehuye, pues sin ello no habría ningún espíritu noble
en la tierra, ningún éxtasis, ningún júbilo. Sólo las almas
dolientes, almas en guerra, de tono alto, saben lo que es el
arte, saben lo que es la serenidad107.
85
irremediablemente rotos, el caso de Hamlet: y en-
tonces hasta la misma locura puede ser máscara
para una desventurada sabiduría demasiada cier-
ta”108.
108 Friedrich Nietzsche, Nietzsche contra Wagner, trad. José Luis Arán-
tegui, Madrid, Siruela, 2002, p. 94.
109 Nietzsche, Estética y teoría de las artes, op. cit., p. 123.
86
perior, ¡una que se fortalece con cuanto no la ma-
ta! Le debo también mi filosofía (...) Sólo el gran
dolor es libertador definitivo del espíritu, maestro
de la gran sospecha (...) Sólo el gran dolor, ese lar-
go dolor lento en que nos vamos quemando como
en leña verde, ese que se toma su tiempo, nos
fuerza a los filósofos a descender a nuestra última
hondura y deshacernos de toda clase de confianza,
benevolencia, encubrimiento, delicadeza y medias
tintas (...) de tan prolongados y peligrosos ejerci-
cios de dominio de sí sale uno hecho otro hombre,
con unos cuantos interrogantes más y sobre todo,
con la voluntad de hacer en adelante preguntas
más profundas, más duras y rigurosas, más mali-
ciosas y tranquilas (...) Ahí se queda la confianza
en la vida; la vida misma se ha vuelto problema.
¡Y no se vaya a creer que con ello se vuelve uno
necesariamente un aguafiestas, ni un mochuelo del
mal agüero! Incluso amar la vida es aún posible:
sólo que amar es de otro modo (...) Es el amor a
una mujer dudosa...”110.
87
da, sino porque estamos acostumbrados al amor’.
No es la vida la justifica el amor, sino que, a la in-
versa: el amor es lo creador y, en consecuencia,
aquella fuerza que mantiene la vida en la vida.
Cuando nos hemos acostumbrado al amor, toma-
mos en consideración el resto de la vida. Sólo con
la voluntad de amor se descubrirán los posibles as-
pectos amables de la vida, sin aquélla topamos
mayormente con lo repulsivo, feo y atormentador.
Hemos de aprovechar la voluntad de amor para
hechizar el mundo a nuestro alrededor y para en-
cantarnos a nosotros mismos. Así pues, hay que
enamorarse del amor”112.
“¡Silencio!
De las grandes cosas —¡Y yo veo grandes!
Uno debe callar
O hablar en grande:
¡Grande habla mi sabiduría extasiada!
88
Miro hacia arriba
Allí duermen mares luminosos:
¡Oh noche, oh silencio, oh estrépito mortalmente
silencioso!...
Veo un signo
Desde remotas lejanías
Lenta y resplandeciente una constelación
desciende hacia mí.
¡Sublime astro del ser!
¡Friso de figuras eternas!
¿Tú vienes a mí?
Lo que nadie ha visto con sus ojos
Tu muda belleza,
¿Cómo? ¿Ella no huye de mi mirada?
Emblema de necesidad
¡Friso de figuras eternas!
Pero tú lo sabes, por supuesto:
Lo que todos odian,
Lo que sólo yo amo,
¡Es que tú eres eterno!
¡Es que tú eres necesario!
Mi amor se inflama
Eternamente sólo por la necesidad.
¡Emblema de necesidad!
¡Sublime astro del ser!
Tú, que ningún anhelo alcanza,
Que no mancha ningún “no”
Eterno “sí” del ser
Para siempre yo seré tu “sí”:
¡Pues yo te amo, oh eternidad!”114.
89
90
VII. De la estética de la existencia
D
os rasgos centrales habría que destacar de la
formulación de la estética del existir. Una
primera cuestión concierne a la recuperación
y diálogo, pero también a la decisiva confrontación que
esta noción realiza con la tradición metafísica. En este
gesto Foucault estaría amparado y operando en una analí-
tica genealógica de profunda inspiración contrametafísi-
ca. Una segunda señal remite a la problematización de la
categoría tradicional de política que la estética del existir
trae consigo, y a partir de ello, conduce a la formulación
de una ética estética política, cuya gravedad primordial es
siempre la vida, el cuerpo.
Evoquemos algunas piezas y fragmentos que señalan
aquella dirección. Acerca del régimen discursivo en que
se inscribe la estética de la existencia, cabría hacer notar
que Foucault acude a la formación clásica griega, preci-
91
samente a examinar aquellos mecanismos y narraciones a
partir de los cuales se producían y operaban prácticas de
sujeción. El uso de los placeres pondría en evidencia aquellos
procesos de subjetivación, los que importa a Foucault ha-
cer nítidos como regímenes de politicidad, como técnicas,
mecanismos y relaciones de poder 115.
Si bien Foucault se desliza por los plexos argumén-
tales de esta comprensión clásica, en caso alguno su ejer-
cicio consiste en intentar restaurar aquella materialidad
social, antes bien, en exhibirla precisamente como prácti-
ca histórica de producción. Sin embargo, uno de los sig-
nos dispuestos en la ética clásica tendrá especial relevan-
cia para Foucault. Trátase de un ejercicio de lo político
donde ocurre la reunión entre arte y vida.
92
Esa ética era ya un modo de lo político pues atendía a la
relación consigo mismo y a la relación con los otros. Es
significativo que esta ética-estética no estaba prescrita en
ningún sistema institucional, jurídico-político. Su centra-
lidad consistía en la constitución y ejercicio de un tipo de
ética que fuera una estética de la existencia.117
Lo que Foucault parece destacar, como modo de in-
terpelación crítica de la sociedad contemporánea, es pre-
cisamente que el problema griego no es la tekhné del yo,
sino la tekhné de la vida, teknhé tou biou, la pregunta por
cómo vivir. En Sócrates, Séneca o Plinio, resalta que su
preocupación central no era la existencia de dios o si hay
vida después de la muerte, sino cuál es la teknhé para vi-
vir, y ese modo de producir y conducir la vida configura-
ba fundamentalmente una ética-estética política. En ella,
dice Foucault, un ciudadano griego del siglo V o IV hu-
biera sentido que su teknhé para vivir era el cuidado de la
ciudad, cuidado de los otros. Esta ética política es una
estética de la existencia. Así la noción misma de bios118
constituye aquella materialidad política inicial para hacer
una obra estética, la vida como obra de arte. Foucault se
siente seducido por la idea que la ética pueda ser pensada
y asumida como estética de la existencia, y que ésta no
posea ninguna relación con lo jurídico, que no esté de-
terminada ni subsumida por ello. Así la ética ya no se de-
posita dentro de un sistema autoritario, de una estructura
disciplinaria o de técnicas de sometimiento 119.
Por lo tanto Foucault identifica la práctica de esta éti-
58-59.
93
ca política con las posibilidades mismas de la libertad. Y
si bien Foucault habría reñido con una noción de libertad
asociada a un fundamento de sujeto, su disputa se dirigía
a desactivar aquellos supuestos de vocación metafísica
que la asociaban a cierta esencia o naturaleza primera que
habría que ir a recuperar, liberar o restaurar120. Sin em-
bargo, la libertad que aquí asoma tendría otro semblante.
Esta libertad sería algo más que una simple no esclavitud,
más que una manumisión que hiciera al individuo inde-
pendiente de toda constricción exterior o interior. En su
forma plena y positiva se trata de un poder que ejercemos
sobre nosotros mismos en el poder que ejercemos sobre
los demás121.
Con ello se haría pertinente la distinción entre proce-
sos de liberación y prácticas de libertad. Foucault también
se habría mostrado renuente a la declamación de la libe-
ración, en cuanto ella exigía un conjunto de precauciones,
pues se corría el riesgo de presuponer irreflexivamente la
existencia de una naturaleza humana que se encontraría
enmascarada, alienada y sometida por procesos históri-
cos, económicos y sociales. Según esta concepción, ad-
vierte Foucault, bastaría con desactivar los mecanismos
represivos para que el hombre se reconciliara consigo
mismo, reencontrara su naturaleza y retornara a su buen
origen122.
Y si bien, con ello Foucault no estaría indicando su
oposición a ciertos procesos de liberación, como los que
un pueblo puede emprender en contra de una fuerza que
94
lo coloniza, sí pretende advertir que los procesos de libe-
ración no bastan para definir las prácticas de libertad que
a continuación serán necesarias para la fuerza que ha
osado liberarse. Así la gravedad ética de la libertad a Fou-
cault le parece mucho mayor.
De este modo Foucault ha debido introducir una se-
gunda y radical distinción entre prácticas de dominación
y relaciones de poder. Las relaciones de poder tienen un
alcance extraordinario en las relaciones humanas. No
significa que el poder político sea omnicomprensivo, sino
que en las relaciones humanas se producen múltiples jue-
gos y relaciones de poder, que eventualmente pueden
configurarse, replantearse y disolverse de manera móvil.
Los estados de dominación tienden a inmovilizar, fijar y
cancelar los juegos de poder. Cuando se suspende la re-
versibilidad y reciprocidad de las relaciones de poder, se
está ante un estado de dominación. En el estado de do-
minación, sencillamente las prácticas de libertad están
ausentes o negadas por mecanismos de constricción. En
esas circunstancias, los procesos de liberación son la con-
dición política e histórica para que existan prácticas de
libertad123.
Las prácticas de libertad están inscritas en un doble
registro, por un lado, obedecen a la cuestión propiamente
política, como relaciones de poder que permitan procesos
de reconocimiento y diferenciación entre unos múltiples.
Por otro lado, se inscriben en un orden ético-estético. La
libertad es propiamente política en cuanto concierne a mis
prácticas y acciones en relación con los otros. Pero es
también ética-estética, en cuanto la libertad se reconoce
como condición ontológica de la ética. De modo que la
ética ahí es la forma reflexiva que adopta la libertad124.
Esto también significa que la noción misma de poder
95
ha transmutado, pues ya no se la puede reducir a puros
mecanismos de captura y represión, antes bien, se la ha-
brá de comprender como múltiples juegos de fuerzas, co-
mo campos de posibilidades de afectar y ser afectado por
otros. De esta manera Foucault habría trenzado el ejerci-
cio mismo del poder con el de la libertad. Aquí aparece
una tercera comprensión de poder en Foucault, aquella
que sugiere que la condición de posibilidad para que exis-
ta poder es la libertad 125. Y asimismo, el horizonte de sen-
tido, la condición material de existencia del poder, será la
realización, el propio ejercicio de la libertad.
Por cierto, esto no significa la disolución del enfren-
tamiento y el juego de fuerzas. Pero tampoco, el poder
quedaría reducido a los mecanismos de la prohibición o el
castigo, ellos serían sus límites extremos, las relaciones de
poder serían ante todo productivas, afirmativas.
Así se habrán de examinar las lógicas internas que
imbrican los regímenes de verdad y los efectos de poder.
De modo que a Foucault le ocupa la dimensión política
de la verdad, o más estricto, la vida sometida a una biopo-
lítica126 donde un conjunto de prescripciones y naturaliza-
ciones se apoderan de la superficie de los cuerpos cons-
truyendo y disponiendo un sentido normativo sobre ellos.
En ese vértice Foucault introduce las prácticas de resis-
tencia como ejercicios de poder, en cuanto reserva siem-
pre la posibilidad de dislocar, confrontar, evadir o disol-
ver ciertas dinámicas de dominio 127.
96
Esta analítica genealógica del poder desplegada por
Foucault, comporta una decisión filosófico-política de
crucial gravedad. Se desliza por aquella estética trágica
que enarbolara Nietzsche. Habría una co-implicación in-
terna entre la genealogía y la estética de la existencia. Es-
to ya se visibiliza en la muerte de dios y la pronta borra-
dura del hombre, pues ahí habría una inspiración, un cier-
to ethos que teje esta complicidad suprema.
128 Michel Foucault, “Las ciencias humanas”, Las palabras y las cosas,
trad. Elsa Frost, México, Siglo XXI, p. 373.
97
el principio moral, aquella que marca el fin de la ética de
la costumbre, y que realiza su libertad pues sabe que sólo
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103
104
Índice
Presentación /11
Del extravío /15
De una geometría metafísica /21
Del lenguaje /31
De una estética trágica /41
De lo bello y la muerte: o la vida como obra de arte /49
De lo romántico y lo trágico /65
De la estética de la existencia /91
Bibliografía /99
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Este libro se está
imprimiendo con un tiraje
discontinuo que varía dependiendo
de nuestras ganas, y es propenso
a experimentaciones de
portada y de
interior.
Ediciones Imaginarias
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