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Durante décadas nos hemos hartado de escuchar que la gran ventaja de las economías
libres es la feroz competencia que se da entre los empresarios. En ellas, el consumidor es
plenamente soberano gracias a sus posibilidades para cambiar de suministradores como
de cromos: siempre que una compañía trate de hacerlo peor que el resto subiendo los
precios o empeorando la calidad de sus productos, a los consumidores les queda la
alternativa de refugiarse en otras empresas, que, gracias sean dadas a la feroz
competencia, están interesadas en seguir ofreciendo el mismo producto a los mismos
bajos precios y con las mismas altas calidades de siempre.
Los problemas de esta idealizada imagen empiezan a emerger cuando nos planteamos la
posibilidad de que una empresa no tenga competidores directos, o bien que varias
empresas se confabulen para lucrarse a costa de los consumidores; es decir, cuando
tomamos en consideración los monopolios y los cárteles: si la cantidad de compañías se
reduce, la soberanía del consumidor parece mermar y los beneficios del mercado libre no
se ven por ningún lado.
Siguiendo este hilo, el economista polaco Oskar Lange pensaba que el sistema económico
socialista que él proponía para, presuntamente, superar los problemas relativos al cálculo
económico apuntados por Mises en 1920 servía para generar unos resultados muy
similares a los de la competencia capitalista:
Si, como decía Lange, el socialismo es capaz de producir condiciones y resultados muy
similares a los previstos por la competencia capitalista, entonces la organización de los
derechos de propiedad resulta del todo irrelevante a la hora de lograr la prosperidad del
conjunto de la sociedad (una conclusión ésta muy similar, por cierto, a la defendida por
los walrasianos en su Segundo Teorema del Bienestar). Los economistas deberían haberse
planteado que todas estas disparatadas conclusiones, que casan muy mal con la realidad
y con otras proposiciones de la ciencia económica, no son el necesario corolario de una
sólida y robusta teoría previa, sino la cristalización de una mala definición del término
competencia. Como veremos, la idea de que el capitalismo sólo puede funcionar
correctamente con una pléyade de pequeñas e insignificantes empresas, sometidas, de un
modo muy inmediato, a los designios del consumidor, depende fundamentalmente de si
adoptamos un buen o mal concepto de competencia.
Estatismo y dinamismo
"No sería difícil defender que los microeconomistas han estado analizado la competencia
durante los últimos cuarenta o cincuenta años bajo hipótesis que, de ser ciertas,
convertirían la competencia en algo totalmente inútil e irrelevante", anotaba Hayek al
principio de su célebre artículo "Competencia como un proceso de descubrimiento"; y
añadía:
Si todo el mundo conociera de antemano todo eso que la teoría económica denomina
datos, entonces la competencia sería un proceso muy costoso para lograr que la realidad
se ajustara a esos hechos.
Con esta reflexión, el austriaco estaba sin duda respondiendo a Lange, con su
descabellada idea de que el socialismo es algo así como la culminación del proceso
competitivo. De acuerdo con el Nobel de Economía de 1974, es posible distinguir entre
dos conceptos de competencia, que nosotros agruparemos bajo las denominaciones de
competencia estática y competencia dinámica.
Recordemos que en ese esquema de división del trabajo, los agentes no producen bienes
con los que satisfacer directamente sus propias necesidades, sino otros que esperan poder
intercambiar por aquellos que sí las satisfacen. Es fácil darse cuenta de que todo agente
se enfrenta en este contexto a una doble incertidumbre: por un lado, la relacionada con si
sus planes para producir determinados bienes resultarán exitosos (incertidumbre de
carácter técnico); por otro, la relacionada con si logrará colocar esos productor futuros en
unas condiciones que le resulten favorables, que es una incertidumbre más bien de tipo
comercial. Dicho de otra manera: todo agente debe preocuparse por gastar su dinero en
escoger los métodos productivos que le permitan vender sus productos a los consumidores
a unos precios que le compensen el haber incurrido en esos gastos (entre los que hay que
incluir el coste de haber adelantado capital a los factores productivos).
Dado que no sabemos cuáles van a ser los cursos de acción exitosos, porque ni siquiera
el consumidor final puede conocer hoy sus necesidades futuras –ni las opciones entre las
que podrá elegir–, es esencial que todos los agentes implicados en una división del trabajo
tengan la libertad de proponer planes alternativos y competitivos para satisfacer los
deseos de los consumidores. A este fin, podrán emplearse todos los recursos
empresariales a que estamos habituados pero que no encajan con los presupuestos de la
competencia estática: compañías con diferentes tamaños, diseños industriales, decisiones
de inversión en I+D, logística, publicidad, imagen corporativa, atención al cliente;
alianzas de diverso tipo –fusiones, adquisiciones, joint ventures, acuerdos de
distribución...– entre empresas que buscan minimizar los costes y lograr más visibilidad
y estabilidad en su cartera de clientes; y, en definitiva, distintas propuestas de valor rivales
entre sí, fruto de la peculiar anticipación del futuro que, de manera acertada o errónea,
realiza cada empresario para tratar de lograr el favor del consumidor.
Preferir una u otra concepción de la competencia debería ser el resultado de una elección
previa sobre qué ciencia económica queremos elaborar: si una que pretende describir una
situación de equilibrio, donde los planes de todos los agentes están coordinados en un
entorno irreal... y gracias a ese entorno irreal, o una que estudia cómo los agentes pueden
llegar a coordinarse en un entorno real, en el que existen limitaciones del conocimiento.
En principio, todos los agentes implicados deben valorar cuál es la opción, de entre todas
las abiertas, que más valor proporciona al consumidor. Frente a la disyuntiva de distribuir
en exclusiva a la empresa asentada o hacerlo a las entrantes, puede perfectamente resultar
que la primera alternativa sea la más valiosa. Desde un punto de vista dinámico, ese
acuerdo de distribución en exclusiva no implica restricción alguna a la competencia, ya
que, por un lado, sólo indica que las nuevas empresas no han sido lo suficientemente
convincentes como para que un proveedor les suministre su mercancía (no le han pagado
lo suficiente como para compensar las pérdidas que sufriría por dejar de distribuir a la
compañía asentada), y, por otro, nada impide que otros proveedores ya existentes o de
nueva creación pasen a ocupar ese nicho de mercado.
Un observador externo podría pensar que, pese a todo, los acuerdos de distribución en
exclusiva perjudican gravemente a los consumidores, pues de algún modo obstaculizan
la aparición de propuestas de valor rivales, esto es, reducen su espectro de elecciones. Sin
embargo, la limitación de la entrada de posibles competidores también puede
favorecerles, en tanto que la empresa asentada ve reducidos los riesgos de que aparezcan
nuevos competidores y de que le erosionen su margen de beneficios. Esos riesgos
menores pueden traducirse en un mayor compromiso (inversión) a la hora de mejorar la
propuesta de valor (mayor calidad del producto, reducción del precio de venta, desarrollo
de nuevas mercancías, mayor personalización...), lo que terminaría redundando en
beneficio del consumidor.
Con lo cual volvemos al principio. Si una acción puede generar perjuicios pero también
beneficios para los consumidores, ¿debe o no debe emprenderse? Simplemente, no lo
sabemos; y en eso consiste la competencia: en un proceso de rivalidad entre distintas
propuestas de valor que nos permitirá salir de dudas. Prácticamente todo aquello que, para
la perspectiva estática, es contrario a la competencia forma parte de una estrategia
empresarial, que podrá tener éxito, o no, entre los consumidores.
Es, pues, imposible definir externamente el mercado objetivo de un producto, porque ello
depende de las apreciaciones subjetivas de cada consumidor. De hecho, si nos fijamos,
dado que son los propios consumidores quienes juzgan si un determinado producto tiene
o no sustitutivos cercanos, la definición estática de monopolio nos aboca a la paradójica
conclusión/acusación de que son los propios consumidores los que engendran los
monopolios, con su estrechez de miras y su incapacidad para contemplar otras propuestas
de valor alternativas.
Taxis y Microsoft
Para ilustrar más claramente las profundas implicaciones que tiene el asumir uno u otro
modelo podemos contraponer los casos de los taxis madrileños y Microsoft.
Tengo la impresión de que la inmensa mayoría de la gente coincidirá en que hay que
forzar mucho el sentido coloquial e intuitivo del término competencia, hasta en la práctica
desvirtuarlo, para poderlo emplear en lo relacionado con la actividad de los taxistas
madrileños. Es difícil, si no imposible, calificar de competitivo a un mercado en el que
nadie compite porque todas las variables de la oferta –tipo de servicio y precio– se
encuentran prefijadas para todos los oferentes y cuya cantidad, además, no se determina
en función de las necesidades de los consumidores, sino de los expedidores de licencias.
Por supuesto, cabría buscar explicaciones que trataran de dignificar la aplicación del
concepto estático de competencia al caso de los taxis; la más sencilla se basaría en que
los taxis organizan y dan soporte al sistema de licencias para crear un cártel estable que
les permita imponer altos precios a los consumidores, impidiendo que haya empresas
fuera del cártel que compitan contra el cártel en su conjunto; pero ello sólo nos llevaría a
fijarnos en la anécdota y despreciar la categoría; pues también se podría modificar lo
suficiente el caso de los taxis madrileños para que encajara como un guante en la visión
estática de competencia: por ejemplo, suponiendo que, aunque siga habiendo licencias, el
expedidor de las mismas imponga unos precios lo suficientemente bajos como para que
los taxis no disfrutasen de beneficios extraordinarios.
Imagine que dos empresas, A y B, ofrecen un mismo producto. Claramente, A tiene como
alternativa a B, y viceversa. Si todos los consumidores eligen como proveedor a A, B
cerrará sus puertas y no las volverá a abrir hasta que haya suficientes compradores que
quieran pasarse a sus filas desde las de A. En la práctica, hasta que los consumidores no
demanden los servicios de B, podrá parecer que A no tiene una alternativa competitiva en
el mercado, pero, como sabemos, eso supondría un error: tiene alternativas (B), pero son
sistemáticamente rechazadas (no elegidas).
Algo parecido cabe señalar a propósito de Microsoft. Hubo un tiempo en que la excelencia
de esta compañía era tal, que ni pudo ser desplazada por las empresas que se atrevieron a
competir con ella ni, sobre todo, dejó nichos de mercado que pudieran explotar los
potenciales competidores. Quejarse de que nadie competía con Microsoft es como hacerlo
por el hecho de que nadie llevara los límites de la técnica (y de su funcionabilidad para
los usuarios) más allá de lo que lo hacía Microsoft; no se quejaban de que Bill Gates fuese
un demonio (aunque muchos lo creían), sino de que nadie elevase su divinidad por encima
de la de Gates.
Tan pronto como el gigante informático empezó a meter la pata en algunos sectores tan
relevantes como el de los navegadores, los buscadores de internet o los mp4, de inmediato
aparecieron empresarios perspicaces que crearon Firefox, Google o el iPod, para
descolocarlo. Y lo consiguieron, vaya si lo consiguieron: Internet Explorer, MSN y Zune
dejaron de ser hegemónicos (o ni siquiera llegaron a serlo), para verse sometidos a una
presión competitiva directa que ha puesto a la compañía de Gates contra las cuerdas.
Hemos de desembarazarnos del concepto estático de competencia, que sólo nos conduce
a legitimar a unos tribunales de defensa de la competencia que se dedican precisamente a
atacar y destruir a aquellas empresas que en cada momento son más hábiles para descubrir
las necesidades de los consumidores y más eficientes a la hora de satisfacerlas. Primamos
la mediocridad frente a la excelencia, a los taciturnos emuladores frente a los líderes
enérgicos, y aun así pretendemos seguir innovando y prosperando. Para ello habrá que
terminar antes con la persecución de los genios, y comprender que éstos no son unos
monopolistas explotadores, sino unos visionarios que se sobreponen continuamente a la
feroz competencia a que les somete el resto de la sociedad.
Número 44
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