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Retrato del artista centenario

ANTHONY BURGESS

Nota del Diario el Pais 2 febrero de 1962

Joyce nació el 2 de febrero de 1882, festividad de la Candelaria o


de la Purificación; Igor Stravinski nació el mismo año, el 17 de
junio, el día siguiente al "día de Bloom". Irlandés y ruso se
tornaron parsienses. En 1913, La consagración de la primavera,
de Stravinski, levantó un escándalo en la Opera de París. En
1922, el Ulises, de Joyce únicamente publicable en París,
provocó un escándalo mundial. Ambos hombres, que, al parecer
no se llegaron a conocer, encabezaron sendas revoluciones en el
mundo del arte. Cien años después de su nacimiento, todavía hay
gente que dice que no soporta todo este material moderno,
refiriéndose a lo que han oído o a lo que han visto, o a lo que han
oído hablar de cada una de estas obras o de las dos. Pero ni
Joyce ni Stravinski son ya artistas modernos; son tan clásicos
como Goethe y Beethoven. Y, sin embargo, continúan teniendo la
virtud de molestar. Dejo la conmemoración de Stravinski a los
músicos. Pero al conmemorar el centenario de Joyce tengo que
contemplarle no únicamente como lector o como compañero de
profesión que, hasta cierto punto, se ha hecho a su sombra, sino
como a un ser humano en el que, ya de niño, reconocí una
afinidad de temperamento. Me crié en el ambiente de una
comunidad de católicos irlandeses de baja clase media de
Manchester. Dublín, en donde Joyce tuvo el mismo tipo de
educación, estaba mucho más próxima a nosotros que Londres, y
no tan sólo geográficamente. Era una capital católica, y Londres
era el centro de la herejía. Dublín era el puesto en el que
embarcaban nuestros familiares para venir a vernos,
generalmente con billetes de lotería irlandesa, ilegales en el
Reino Unido, escondidos en los pololos de las mujeres. Joyce
tenía una vista débil y era aficionado a la música, como lo era y lo
soy yo. Empecé a perder la fe a los dieciséis años, y por esa
época leí por primera vez el Retrato del artista adolescente. El
magnífico sermón sobre el infierno me hizo volver, asustado, a la
ortodoxia, aunque no logró evitar el lento pero inevitable
desmoronamiento de la fachada de la fe, y fue el Retrato adonde
una y otra vez acudía en busca de una justificación magistral de
mi apostasía.

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Resurrecció n y vida de Leopold Bloom

Un trozo de pastel

Naturalmente, según decía Joyce, sólo estaba permitido


abandonar el seno de la Iglesia si se encontraba un sustituto, y
únicamente el arte proporcionaba tal sustituto. En el arte, la
literatura para Joyce, se podía encontrar sacerdotes y
sacramentos e incluso mártires, pero el arte te daba su
recompensa en este mundo, no era sólo la promesa de un trozo
de pastel en el firmamento. Viendo que me era imposible ser un
buen católico, me tenía que convertir en una especie de artista,
teniendo que luchar contra el lado inglés de mi educación para
poder llegar a comprender lo sagrado del arte. Para los
protestantes ingleses, el arte ha sido siempre un tema más bien
para aficionados; no se construye un libro como se construye un
puente; se deja que se vaya expresando como un guiso. El rigor
de Joyce era algo nuevo, y su devoción a la literatura era un tanto
obscena y parisiense. Oscar Wilde, otro dublinés, estaba siempre
hablando de que el arte estaba por encima de la moralidad
burguesa, y había acabado en el cementerio de Pére Lachaise.
Vean dónde el arte, léase la pederastia, le había llevado.

Arte y basura

Cuando Joyce escribió el Ulises fue rápidamente prohibido en


todas partes, excepto en París. Esto, para la burguesía, venía a
confirmar la identidad entre arte y basura. Ningún impresor
británico o norteamericano se había mostrado dispuesto a correr
el riesgo de ir a la cárcel por componer tan abominable texto, y
tuvo que entregarse a un impresor de Dijon que no sabía inglés.
El libro fue publicado por un norteamericano propietario de una
librería de París, y fue enviado por correo a quienes sabían
saborear la literatura, o la basura, elaborada. Winston Churchill lo
compró, pero Bernard Shaw, no. Las autoridades aduaneras de
Nueva York y Folkestone los confiscaron y los retuvieron o los
quemaron. La prohibición seguía todavía en vigor cuando, en
1934, mi profesor de Historia logró sacar la edición de la Editorial
Odisea de la Alemania nazi y me lo prestó.

El candor sexual de Ulises palidece actualmente comparándolo


con los múltiples orgasmos de Jackie Collins o con la displicente
impotencia de Harold Robbins. Las obscenas expresiones de los
soldados Carr y Compton en el episodio del barrio de los burdeles
es cosa de niños, incluso para una joven doncella, acostumbrada
a ver las obras de Pinter en la televisión. E incluso un joven de
diecisiete años libidinoso como yo, veía claramente que el sexo y
las obscenidades constituían aspectos de un programa de
realismo muy lejanos de la pornografia. Joyce había cogido un día
en Dublín, el 16 de junio de 1904, y había plasmado en su
totalidad, sin ningún tipo de censura, los pensamientos,
sentimientos y actos de tres dublineses nada representativos.
Leopold Bloom, el agente de publicidad de origen judío-húngaro,
desayuna y a continuación va al water. Un laxativo le ha liberado
del ligero estreñimiento de los días anteriores, y logra una
evacuación satisfactoria. Más tarde, en la playa, se excita
eréticamente a la vista de una muchacha con las faldas
levantadas, y, al tiempo que los fuegos artificiales de la tómbola
de beneficencia Mirus explotan y zumban, con complicidad, se
masturba. Hacia el final del libro, Molly Bloom tiene la
menstruación. El escándalo de menstruadoras, como Virginia
Woolf, y de onanistas, como E. M. Forster, fue tremendo, aunque
lo mantuvieron decentemente encerrado en las tertulias de
Blonisbury. Parecía como si hubiera sido Joyce, y no sir John
Harington,quien inventó el water.

"Fácil lectura"

Joyce plasmó la vida honestamente, tal como él la veía, y no le


sirvió de nada. Al círculo de Bloomsbury no le gustó lo que ellos
llamaban vulgaridad, y tampoco les agradó la glorificación
cómico-épica que Joyce hacía de las bajas clases medias. Los
comunistas consideraban el Ulises una obra reaccionaria; Joyce
se sintió dolido. "En mis libros no aparece nadie", dijo, "que valga
más de cien libras". Pero la acusación de reaccionario,
igualmente dirigida contra Tierra baldía, de Eliot, publicada el
mismo año que Ulises, era más causa del despliegue de
erudición, y de una técnica que no se prestaba a una fácil
comprensión, que del contenido de la obra.

La erudición se obtiene fácilmente. Está a nuestro alcance en las


bibliotecas públicas y no cuesta nada. Pero, como ni los
trabajadores ni la clase media sienten ningún deseo especial por
ella, se considera una imposición injustificable en una novela; una
novela debe ser de fácil lectura. El Ulises no lo es. Joyce juega
con la lengua inglesa. Separa, como el suero y el requesón, sus
elementos germánicos y latinos.Parodia a todos los escritores,
desde el venerable Beda a Thomas Carlyle. Convierte un capítulo
en un libro de texto de retórica. A otro le da la estructura de una
fuga per cananem. El último capítulo carece de signos de
puntuación. y, cuando no juega, nos da páginas y páginas de
pensamientos y sentimientos en estado puro en forma de
monólogo interior.

"Oh, dulcísima toda tu blancurita de chica vi hasta arriba sucia


braguita me hizo hacer el amor pegajoso nosotros dos niño malo
Grace Darling ella a él a y media la cama meténse cosas
frivolidades para Raoul para perfume tu mujer pelo negro curvas
bajo embon señorita ojos jóvenes Mulvey opulentas años sueños
volver callejas Agendath desmayando amorcito me enseñó su
año que viene en bragas en su que viene". (*)

Sin embargo, ahora, sesenta años después de la publicación de


Ulises, sabemos que las dificultades de este tipo de textos
experimentales no son tan grandes como parece. Si se ha leído el
libro atentamente hasta ese momento masturbatorio, se pueden
reconocer todos los leit-motiv de esa corriente poco gramatical. A
Joyce le encantan los misterios, pero no le gusta que duren
demasiado. Esconde las llaves en cajones que no tienen
cerradura. No siempre es fácil, pero jamás es imposible.

Hubo una época en que Joyce levantó iras por hacer que su estilo
de prosa se interpusiera en la narración. Actualmente, nos
sentimos más inclinados a disfrutar con la forma en que convierte,
por medio del mito y de los símbolos, a gente normal en héroes
épicos, incluso aunque la exaltación suponga elevarles al
escenario de un music-hall y hacerles realizar un número cómico.
Al verdadero Ulises, de Homero, le lanza una roca un gigante
caníbal de un solo ojo. A Bloom, el nuevo Ulises, le ataca un
ciudadano patriotero irlandés, borracho, que no puede ver lo
suficientemente claro para darle con una caja de galletas Jacob.
Bloom, vilipendiado por judío y ridiculizado por cornudo, acaba, a
pesar de todo, como rey de Itaca, situada en el 7 de la calle de
Eccles. El nos representa a todos nosotros, y también nosotros
nos colocamos la corona de una gloria absurda.

El mundo ha perdonado a Joyce por los excesos de Ulises, pero


todavía no está preparado para perdonarle la locura de Finnegans
Wake. Y, sin embargo, resulta difícil ver qué otro libro podía haber
escrito después de haber hecho una disección novelada de la
mente humana en estado de lucidez. Ulises llega a tocar, en
ocasiones, las fronteras del sueño, pero no llega a entrar en su
reino. Finnegans Wake es, de una manera sincera, una
representación del cerebro dormido. Joyce tardó diecisiete años
en escribirlo, entre operaciones de la vista y sus preocupaciones
por el derrumbe mental de su hija Lucía. Tuvo poco estímulo,
incluso de Ezra Pound, el príncipe del vanguardismo. Su esposa,
Nora, se limitó a decirle que debía escribir un libro agradable que
pudiera leer la gente normal. Pero es obvio que había que escribir
Finnegans Wake y Joyce era el único hombre con la suficiente
entrega o lo suficientemente loco para escribirlo.

Un pecado de incesto

El personaje central del libro es un propietario de un bar en


Chapelizod, en las afueras de Dublín, cuyo nombre parece ser
Porter.En su sueño se convierte en Humphrey Chimpden
Earwicker, el nórdico invasor protestante de la católica Irlanda, un
hombre que lleva sobre sus hombros la joroba de un pecado de
incesto, que expresa su sentimiento de culpabilidad de forma
incoherente y que se convierte en un símbolo del pescador. Su
esposa, Ann, es todas las mujeres, además de Ann Livia
Plurabelle, el río Liffey y,por extensión, todos los ríos del mundo.
Su consorte, que cose sus iniciales HCE por todo el texto como
una especie de monograma, es Finnegan, el prototipo del gran
constructor de ciudades, además de ser todas las ciudades que
construye. Su hija Isabel representa a todas las mujeres
tentadoras. Sus hijos gemelos, Kevin y Jerry, o Shem y Shaun,
representan el eterno principio de los opuestos, Caín y Abel, unas
veces; Napoleón y Wellington, otras, y, en ocasiones (Dios nos
ampare), Bruto y Casio disfrazados de Burrus y Casius, o sea, de
mantequilla y queso. Las identidades cambian, el espacio es
plástico, la época es el año 1132, que no representa ninguna
época; es simplemente una forma taquigráfica de indicar el
proceso circular de caída y resurrección: para contar hasta once
con los dedos tenemos que volver a empezar, y 32 pies por
segundo es la veloci dad de aceleración de los cuerpos en caída
libre. La narración es cíclica e infinita. La lengua es una especie
de dialecto babilónico inventado por el propio Joyce, formado por
todas las lenguas que había aprendido durante su exilio y
considerado adecuado para volver a narrar un sueño universal.

Debe haber mucha gente, incluso entre los más cultos, que al
abrir el libro hayan protestado, poco complacidos de lo que veían
sus ojos:

"... nor yet, though venissoon after, had a kidscad buttended a


bland old isaac: not yet, though all's fair in vanessy, were sosie
sesthers wroth with twone nathandjoe. Rot a peck of pa's malt had
Jhem or Shembrewed by arclight and rory end to reggin brow was
to be seen ringsome on the aquaface... ".

No parece tener sentido, pero lo tiene. Joyce jamás en su vida


escribió una línea que no lo tuviera. Aquí aparece Jacob, que es
James (Jhem) o Shem (Shen), el hijo menor, que es además un
cad, un caradura (cad= cadet= hijo menor), poniéndose una piel
de cabritilla (kidskin) y engañando a su viejo padre Isaac, débil
(bland) y ciego (blind), para que le dé su bendición, y es también
Parnell arrebatándole el liderazgo del nacionalismo irlandés a
Isaac Butt (butended). Susana (sosie= Susie), Ester (sesthers) y
Rut (wroth) están todas presentes, todas ellas amadas por
hombres mayores (Igual que FICE ama a su propia hija), y
también Stella y Vanesa (vanessy), las dos con el nombre de
Ester, amadas por un Jonathan Swift (nathnandjoe = jonathan),
que es Natán y José en uno. Y además Shem y Shaun,
modelados turbiamente como los hijos de Noé (Sem y Cam),
unidos en una sola persona, esperan el destilado del whisky al pie
del arco iris. Hay demasiado contenido en pocas líneas, desde
luego, pero quejarse de exceso es un poco in grato. La mayoría
de los escritores no nos dan suficiente.

Llamarle canalla
Es obvio que Joyce, a pesar de ser un hombre del pueblo, no se
marcó el objetivo de ser un escritor popular. Y, sin embargo, se
está celebrando su centenario con bastante más entusiasmo del
que, en 1970, el mundillo literario puso en el de Charles Dickens,
que sí quiso ser popular. La conmemoración alcanzará su
momento de mayor intensidad en Dublín, donde todavía hay
gente que sigue llamando canalla a Joyce y que venera a su
padre como un gran caballero (compárese la situación con la de
Lawrence, padre e hijo, en Eastwood, Inglaterra). Resulta difícil
no conmemorar a Joyce en Dublín, en cualquier año o en
cualquier día del año, porque, al igual que el mismo Earwicker-
Finnegan, Joyce ha creado a Dublín. Lo ha convertido en un lugar
tan mítico como el infierno, el paraíso y el purgatorio de Dante,
todos en uno. Al mismo tiempo ha resaltado su aspecto fisico y
les ha dado a sus calles, bares e iglesias el sello de una realidad
realzada. Cuando se bebe Guinnes en el Bailey o en el bar de
Davy Byrne se emplean las papilas gustatorias de Joyce, y
cuando se camina por la playa de Sandymount se hace con sus
viejas playeras. Joyce no podía vivir en Dublín, pero tampoco
podía olvidarse de ella. Su obsesión con detalles minuciosos de
su vida y de su peculiar forma de expresarse les obliga a los
lectores a convertirse en dublineses. Ningún otro escritor ha
conseguido hasta tal punto que sea necesario empaparse del
ambiente de un lugar como prerrequisito para entender su obra.
El Ulises comienza en una torre de Martelo que aún sigue en pie.
La odisea de Bloom puede rastrearse en un mapa y controlarse
con un cronómetro. Incluso Finnegans Wake, el libro más
recóndito y con un ambiente más enrarecido que se haya escrito,
tiene una puesta en escena precisa: Chapelizod, al sur del
hipódromo del Phoenix Park, donde es posible reconocer el bar
de Earwicker en el de El Muerto, llamado así porque a los clientes
que, borrachos, salían tambaleándose los atropella ban los
tranvías.

La solidez del lugar guarda correlación con la solidez de caracte


rización de los personajes. Leo pold Bloom es un ser tan tridimen
sional que no queda oscurecido por tantas travesuras lingüísticas
El triste tartamudeo de Earwicker resuena con claridad a través
de los laberintos del sueño. Alguno de los que disfrutan con Joyce
pueden pasar por alto las tortuosida des del estilo y concentrarse
exclu sivamente en la carne y hueso de sus límites
geográficos.Desgraciadamente, son muchos más los pe dantes
que disfrutan con el estilo la estructura y el simbolismo. El secreto
para apreciar a Joyce es no dejar que se nos suba demasiado a
la cabeza. Al fin y al cabo, no es John Jameson.

Joyce ha tenido la póstuma for tuna de contar con el mejor


biógrafo de nuestro siglo. El libro de Richard Ellman es una
maravilla de información, ingenio y cariño bien entendido. Ellman
puede, con todo derecho, llamar nuestra aten ción sobre aspectos
ingeniosos como los finales asimétricos de las dos palabras que
abren y cierran el libro, stately y yes. Tiene igualmente derecho a
mostrar cómo la burlesca tran sustanci ación de Buck Mulligan al
cornienzo de la obra tiene su contrapunto en la menstruación,
real, de Molly Bloom, al final. Pero hay demasiados académicos, y
estarán en bloque en Dublín el día 111 de junio, que tratan el
Ulises y Finnegans Wake como si se tratasa de códices místicos,
no mostrando el menor interés por la Copa de Oro (una carrera
de caballos que se celebra alrededor del "día dle Bloom", el 16 de
junio) y poco gusto por la Guiness. Este centenario debería
mostrar que, por fin, Joyce está empezando a ser propiedad del
pueblo y no de unos cuantos autores de tesis doctorales.

Novelista de novelistas

Para otros escritores poco académicos como o, Joyce es el


novelista de los novelistas, aunque ni el Ulises ni Finnegans
Wake se pueden denominar, con propiedad, novelas. Si la novela
es el arte de encajar las sensaciones y emociones de la vida en
una estructura que posea algo de la proporción y autonomía de
una pieza musical, entonces Joyce es nuestro maestro. Podemos
estudiarle en el plano estrujtural, descubriendo los principios de
desarrollo sinfónico astutamente ejemplificados en los episodios
de los Bueyes del Sol y de Circe del Ulises, y en el nivel nuclear
de la frase. Veamos unas muestras de extraordinaria escritura:

"Heforesaw Nspale body reclined in it atfull, naked, in a womb of


warmth, oiled by scented melting soap, soffly 1aved'. ("Preveía su
pálido cuerpo reclinado en él del todo, desnudo, en un útero de
tibieza, aceitado por aromático jabón derretido, suavemente
lamido por el agua".) (*)

"Under theirdropped lids his eyes found the tiny bow of the leather
headband inside his high grade ha". ("Bajo los párpados caídos,
sus ojos encontraron el diminuto lazo de la badana de dentro de
su sombrero. Alta Cal".)

Donde dice ha, léase hat (sombrero). El sudor ha borrado la "t".


John Gross ha señalado que otros personajes de la novela tienen
sombreros convencionales; sólo Bloom tiene un ha. Y, sin
embargo, hay en estos párrafos menos excentricidad literaria que
una gran preocupación por la realidad. El lenguaje de Joyce está
ligado a sus referentes. Al mismo tiempo, logra una cierta
independencia melódica, recordándonos que Joyce fue un tenor
que, si se hubiera dedicado al canto, hubiera desbancado al
conde John McCormack.

Joyee, el hombre, imprevisor, dado a la bebida, exiliado,


silencioso y astuto, chillón, sociable, dedicado a su familia,
carente de lo que Hampstead llamaría buen gusto, larguirucho,
sórdidamente elegante, medio ciego, muerto a destiempo a los 59
años, sigue vivo en anécdotas de chochez, pero la esencia de su
personalidad, excéntrico y al tiempo convencional, está contenida
de forma total en sus obras. Sus preocupaciones: la estabilidad
social que encuentra su mejor expresión en la familia de clase
media baja, y el lenguaje como supremo logro del hombre. Ha
legado su voz al mundo en las marcas y siseos de una grabación
anterior a las grabaciones electrónicas, recitando párrafos de sus
dos mejores libros con un tono un tanto sacerdotal que, quizá, era
de esperar. Destinado a convertirse en sacerdote jesuita, levantó
su propia iglesia, una ecclesia en la calle Eccles. Sus libros son
confesiones, no ocultando ningún pecado, pero sin dar la mínima
disculpa. Su función eucarística es la transformación del pan de
cada día en belleza, lo que Tomás de Aquino definió como el
complacer. No complace a Barbara Cartland ni a lord Longford
(luchador británico contra la obscenidad), pero nos recuerda que
la vida es una divina comedia y que la literatura es un tema
jocoso y seno al mismo tiempo. Nos ha dejado en Finnegans
Wake una pequeña oración, que resume su actitud ante la vida,
una actitud bastante sensata:

"Loud, heap miseries upon us yet entwine our arts with laughters
low". ("Sonoro, cólmanos de miserias, más adorna nuestras artes
con risas suaves".)

(*) Traducción de J. M. Valverde. Editorial Bruguera, 1979.


Traducción de Ramón Palencia.
Fuente:
http://elpais.com/diario/1982/02/02/cultura/381452402_850215.ht
ml 

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