Vous êtes sur la page 1sur 2

MUJERES Y HOMBRES, ensayo de NATALIA GINZBURG

Estoy leyendo un libro que me parece muy interesante: Nacemos de mujer, de Adrienne Rich, feminista
americana. Encuentro en él reflexiones y citas que me apasionan: sobre el patriarcado y sobre el
matriarcado, sobre la maternidad, sobre las relaciones entre madres e hijos y entre madres e hijas. Pero
hay un punto en el que me irrita: cuando nombra a Simone Weil y la define como «una notable filósofa-
mística». Esta definición me parece expeditiva y reductiva. Simone Weil no era «notable», era un genio.
El libro, no obstante, me parece muy interesante, sobre todo en su comprensión del verdadero ser de las
mujeres.
«No conozco a ninguna mujer —escribe Adrienne Rich—, virgen, madre, lesbiana, casada, soltera, ama
de casa, camarera o científica—, para la que su cuerpo no sea un problema fundamental: su confuso
significado, su fertilidad, sus deseos, su llamada frigidez, sus sangrados, sus violencias y sus floraciones.
Hoy por primera vez existe la posibilidad de cambiar nuestra materialidad en conocimiento y poder.»
«Para vivir una vida plenamente humana debemos tener no solo el control de nuestro cuerpo (aunque tal
control es fundamental), sino que también debemos alcanzar la unidad y la resonancia de nuestro físico,
nuestra conexión con el orden natural, el territorio corpóreo de nuestra inteligencia.»
En el capítulo final, Adrienne Rich elabora una idea del futuro, donde las mujeres ya no estarán en
estado de represión. «Estoy convencida —dice— de que existen formas de pensar que desconocemos.
Utilizo estas palabras para decir que ahora ya muchas mujeres piensan de acuerdo con unas líneas que el
pensamiento tradicional niega, rechaza, encuentra incomprensibles.» «Las teorizaciones sobre el poder y
la supremacía femenina deben tener en cuenta nuestras más profundas ambigüedades, la continuidad de
nuestra conciencia, los potenciales de energía creativa y destructiva en cada una de nosotras.»
Las palabras «piensan de acuerdo con unas líneas que el pensamiento tradicional niega» me tocan en lo
más hondo. He crecido en el patriarcado: creo que estoy empapada de patriarcado de pies a cabeza.
Comprendo que hoy es absolutamente necesario pensar «de acuerdo con unas líneas que el pensamiento
tradicional niega», pero lo encuentro muy difícil. Las imágenes viriles y femeninas que yo tengo en la
cabeza son, y lo sé, retorcidas, antiguas y taradas, pero no consigo destruirlas.
La imagen viril que yo tengo en la cabeza es la de un hombre leyendo el periódico sentado en un sillón;
cansado, tal vez, por haber estado trabajando durante todo el día, pero cómodamente sentado, mientras
las mujeres lavan los platos y se ocupan de los niños. Sé que es una imagen que hay que arrancar de la
tierra, un fruto tarado del patriarcado; pero no me siento capaz ni de extirparla ni de detestarla. Mientras
tanto, mi voluntad trata de pintar hombres diferentes, que lavan los platos y cuidan a los niños; todos
deben hacer todo; y que desaparezca finalmente para siempre la idea de que las tareas de casa son
humillantes.
Considero que en las escuelas deberían enseñar a los niños, varones y hembras, a hacer bien las tareas de
la casa. Es la costumbre lo que debe cambiar; y puesto que todos hemos comprendido que la costumbre
actual es delirante y odiosa, me pregunto por qué no empiezan enseguida a enseñar a los niños algunas
nociones esenciales para la existencia; me pregunto por qué eso no se ha hecho todavía. Pero, mientras
tanto, mi fantasía sigue produciendo hombres sentados, y no los detesta en absoluto; será porque soy
vieja, dotada de una fantasía vieja e incapaz de construir nuevas imágenes.
Me resulta muy difícil no solo pensar de una forma nueva, sino también comprender cuáles son mis
límites, generados por la incapacidad o la vejez, y cuáles son en cambio los límites, las intemperancias,
las incoherencias y las incapacidades del pensamiento ajeno. Me resulta difícil en general no solo pensar
de una forma nueva, sino simplemente pensar.
Tengo las impresiones siguientes, que trataré de aclarar. Cuando vuelvo a esa imagen antigua, la del
hombre sentado con el periódico en un sillón, no solo no la detesto en absoluto, sino que le tengo cariño.
No me resulta nada difícil darle las señas personales, la fisonomía, los rasgos de los hombres que he
conocido o conozco, que he admirado o admiro, que he amado o amo.
Creo que a lo largo de nuestra existencia todos hemos venerado y soñado con unos padres, e
inconscientemente los hemos unido a ese sillón, a ese periódico y a una, de alguna forma, altiva lejanía
de las minucias cotidianas; y estos, el sillón, el periódico y la lejanía, eran también los atributos que, a
nuestros ojos, les llenaban de prestigio. Eran, si se quiere, unos atributos completamente estúpidos, pero
el hecho es que en el lugar de aquella imagen hoy está el vacío.
De hecho, no solo han desaparecido de nuestros paisajes interiores el sillón, el periódico y la lejanía, que
hemos juzgado indignos, sino también la protección paterna, la presencia de un planeta distraído,
ambiguo, alto, misterioso y diferente a nosotros.
Se ha vuelto imposible soñar con un padre. Desierto de sueños de padres, el universo se presenta
huérfano y desorientado.
Tengo la impresión de que hoy las mujeres consiguen proyectar una idea de sí mismas en el futuro. El
futuro que tenemos ante nuestros ojos es bastante turbio, oscuro y miserable, pero las mujeres consiguen
reflejarse en él. Cuando Adrienne Rich habla del futuro, una idea nueva de las mujeres aparece en él, y
es multiforme y clara. Vemos mujeres nuevas, fuertes, libres y llenas de coraje, y finalmente dotadas de
la facultad de prodigar los dones de sus propias energías vitales. No vemos hombres; no aparece, en el
espejo del futuro, ninguna imagen nueva del hombre. O mejor dicho, vemos vagar en él hombres como
formas pálidas, carentes de todo atractivo, prestigio o misterio: formas apagadas, espectros y sombras,
anuentes, inconsistentes e inútiles.
¿Por qué resulta imposible dar a estos hombres del futuro las señas de identidad, las fisonomías, los
rasgos de los hombres que hoy viven o que ayer vivieron, y que admiramos, veneramos y amamos? ¿Por
qué, cuando tratamos de trazar ante nosotros la fuerza viril, el coraje viril, y proyectar una imagen de
ellos que esté destinada al futuro, nos vienen inmediatamente a la cabeza unas fieras horrendas?
¿Por qué ya no somos capaces de imaginarnos a los hombres si no es como fieras horrendas o como
sombras? ¿Por qué no conseguimos proyectar en el futuro a los hombres que admiramos? ¿Y qué será de
las mujeres nuevas, obligadas a vivir o con fieras o con espectros? ¿Qué vida llevarán y cómo usarán, en
una compañía tan pobre, su libertad?
¿A quiénes compete la tarea de proyectar una imagen nueva del hombre destinada al futuro? ¿A las
mujeres o a los hombres? ¿O tal vez a las mujeres y a los hombres juntos? ¿A quién compete la tarea de
proyectar una imagen del hombre que tenga las señas personales de los mejores hombres que hemos
conocido, y que sea como estos eran o son, pero nueva? Multiforme, valerosa, extravagante, fuerte con
la fuerza del espíritu, y capaz de dar a las mujeres protección paterna, una incondicionada y piadosa
comprensión, pero también ambigüedad, la claridad cristalina de la voluntad y a la vez también el
misterio y las tinieblas de un planeta diferente.
¿No compete, sin embargo, principalmente a los hombres la tarea de inventar una imagen nueva de sí
mismos, nueva, desarraigada de las costumbres antiguas y consagrada a una nueva relación con las
mujeres y con la existencia? ¿No tiene acaso una extrema necesidad de ella el futuro y no tienen una
extrema necesidad de ella nuestros sueños sin padre?

Vous aimerez peut-être aussi