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1. “Ser” y “acaecer”
Comentario a los libros metafísicos, lib. 6 l. 2 n. 12
Por lo cual cuando dice por lo tanto porque, procede a hacer las tres cosas antes dichas. Y
primero [explica] cuál es la causa del ente por accidente, diciendo que dado que algunos entes
siempre se encuentran de la misma manera por necesidad (no ciertamente según que por
necesidad se entienda ‘violencia’, sino en cuanto la necesidad se dice según que no sucede que
se encuentren de otro modo, como que el hombre sea animal); algunos [entes], en cambio, no
existen con necesidad, ni siempre, sino que se dan en la mayoría de los casos [ut in pluribus]. Y
esto, a saber, lo que es ente ‘en la mayoría de los casos’, es la causa y el principio de que algo
sea por accidente. En efecto, en aquellas cosas que son siempre, no puede haber nada que sea
por accidente; porque sólo aquello que es por sí puede ser necesario y sempiterno, como se ha
dicho en el libro quinto. Por lo tanto, sólo en las cosas contingentes puede haber ser por
accidente.
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defecto de aquello que sucede en la mayoría de los casos sucede en virtud de la materia, que
no se somete perfectamente a la virtud del agente, como [sí sucede] en la mayoría de los
casos, por eso la materia es la causa del accidente que no se da en muchos casos, sino en
pocos; causa, digo, no necesaria, sino contingente.
Y dice que del mismo modo que al asignar una causa por accidente decimos que ‘el músico
edifica’ por el hecho de que al músico le acaece ser edificador, o viceversa –pues consta que el
que ‘este sea aquel’, a saber, el que músico [sea] edificador, no significa otra cosa que a ‘esto le
acaece aquello’–, así también sucede en los mencionados modos del ente por accidente,
cuando decimos ‘el hombre es músico’, predicando el accidente del sujeto; o ‘el músico es
hombre’, predicando el sujeto del accidente; o ‘el blanco es músico’ (o viceversa, ‘el músico es
blanco’), predicando el accidente de [otro] accidente. Pues en todas estas cosas, ‘ser’ no
significa otra cosa que ‘acaecer’. Esto, a saber, cuando el accidente se predica del accidente,
significa que ambos accidentes acaecen a un mismo sujeto; aquello, en cambio, a saber,
cuando el accidente se predica del sujeto, se dice que ‘es’ porque es ente el sujeto al que le
acaece el accidente. En cambio, decimos que ‘el músico es hombre’ porque a esto, a saber, al
predicado, le acaece [el ser] ‘músico’, que se pone en el sujeto. Y es casi semejante la razón de
la predicación cuando el sujeto se predica del accidente que cuando el accidente [se predica]
del accidente. Pues así como el sujeto se predica del accidente por esta razón, saber, porque se
predica el sujeto de aquello a lo cual le acaece ser accidente del sujeto propuesto, del mismo
modo el accidente se predica del accidente, en la medida en que se predica del sujeto del
accidente. Y por eso, así como se dice que ‘el músico es hombre’, del mismo modo se dice que
el músico es blanco, porque aquello a lo que acaece el ser músico, a saber, el sujeto, es blanco.
Por consiguiente, está claro que aquellas cosas que se dice que son según accidente, se dicen
según una triple razón: o bien porque ambos, a saber, sujeto y predicado, existen en lo mismo,
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como cuando el accidente se predica del accidente; o bien porque aquello, a saber, el
predicado, como ‘músico’, existe en el ente, es decir, en el sujeto que se dice que es músico; o
porque aquello, a saber, el sujeto puesto en el predicado, es aquello en lo que existe el
accidente, del cual accidente aquello, a saber, el sujeto, se predica. Y esto sucede cuando el
sujeto se predica del accidente, como cuando decimos ‘el músico es hombre’.
Y por eso en el primer libro de los Elencos, se dice que según accidente se construyen los
silogismos contra los que saben; como es evidente en estos paralogismos, en los que se pone
en duda si son idénticos el músico y el gramático. Así, se construye el siguiente paralogismo: el
músico es distinto del gramático; ahora bien, el músico es gramático, por consiguiente, el
músico es distinto de sí mismo. Pues el músico es distinto del gramático hablando per se, en
cambio el músico es gramático por accidente. Por eso no es de admirar que se sigan
inconvenientes, si no se distingue lo que es por sí de lo que es por accidente.
[…] Parece pues, que el ente por accidente es próximo al no ente. Y por eso la sofística, que
versa acerca de lo aparente y lo no existente, versa principalmente sobre el ente por accidente.
Hay que considerar que lo que el Filósofo expone aquí parece suprimir algunas cosas que
algunos sostienen según la filosofía, a saber, el destino [fatum] y la providencia. En efecto, aquí
el Filósofo pretende afirmar que no todas las cosas que suceden se reducen a alguna causa por
sí, a partir de la cual se sigan necesariamente: de otro modo se seguiría que todas las cosas
suceden por necesidad, y nada ocurriría por accidente en la realidad. Ahora bien, aquellos que
sostienen el destino dicen que las cosas contingentes que aquí suceden y que parecen
accidentales, son reductibles a alguna virtud de los cuerpos celestes, en virtud de cuya acción
aquellas cosas que parecen suceder por accidente, si las consideramos en sí mismas, se
producen con cierto orden. Y, del mismo modo, aquellos que sostienen la providencia dicen
que las cosas que suceden aquí están ordenadas según el orden de la providencia.
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De ambas posiciones parece seguirse dos cosas que son contrarias a aquellas que el Filósofo
sostiene aquí. La primera de ellas es que en las cosas no sucede nada por accidente o por
fortuna o casualidad. En efecto, las cosas que proceden según un cierto orden, no suceden por
accidente, pues o suceden siempre o en la mayor parte de los casos. La segunda es que todas
las cosas suceden por necesidad. Pues si suceden por necesidad todas aquellas cosas cuya
causa se pone en el presente o ha sido puesta en el pasado –como razona al Filósofo–, y de
aquellas cosas que caen bajo la providencia o el destino se pone una causa en el presente o ya
ha sido puesta en el pasado –dado que la providencia es inmutable y eterna, y también el
movimiento del cielo es invariable–, parece seguirse que aquellas cosas que caen bajo la
providencia o el destino acontecen por necesidad. Y así, si todas las cosas que aquí suceden,
caen bajo el destino y la providencia, se sigue que todas las cosas provienen de la necesidad.
Por consiguiente, parece que no es intención del Filósofo proponer ni la providencia ni el
destino.
Para entender esto hay que considerar que cuanto más alta es una causa, a más cosas se
extiende su causalidad. […] Como en las cosas artificiales es evidente que el arte política, que
es superior al [arte] militar, se extiende a todo el estado de la comunidad. [El arte] militar, en
cambio, sólo [se extiende] a aquellos que están contenidos bajo el orden militar. Ahora bien, la
ordenación que hay en los efectos de una determinada causa se extiende tanto cuanto se
extiende la causalidad de dicha causa. Pues toda causa por sí tiene determinados efectos, que
produce según algún orden. Por consiguiente, es manifiesto que los efectos relativos a algunas
causas inferiores no parecen tener ningún orden, sino que coinciden entre sí por accidente; no
obstante, si son referidos a una causa superior común, se encuentran ordenados, y no unidos
por accidente, sino que son producidos simultáneamente por una causa por sí.
Así como el florecer de esta hierba o de aquella, si se refiere a la virtud particular que está en
esta planta o en aquella, no parece haber ningún orden –por tanto, parece ser por accidente–
en que al florecer esta hierba florezca aquella. Y esto sucede porque la causalidad de la virtud
de esta planta se extiende al florecer de esta y no de aquella otra; por lo cual, ciertamente, es
causa de que florezca esta planta, pero no de que lo haga simultáneamente con aquella. Ahora
bien, si se relaciona con la virtud del cuerpo celeste, que es una causa común, se encuentra
que no sucede por accidente que al florecer esta hierba florezca aquella, sino que está
ordenado por una causa primera que ordena esto, y que mueve simultáneamente a ambas
hierbas a florecer.
Ahora bien, en las cosas se encuentran tres grados de causas. En efecto, en primer lugar está la
causa incorruptible e inmutable, a saber, la divina; en segundo lugar, debajo de esta, está la
causa incorruptible, pero mudable, a saber, el cuerpo celeste; en tercer lugar, debajo de esta
están las causas corruptibles y mudables. Estas causas, pues, que existen en este tercer grado,
son particulares, y están determinadas a sus efectos propios según sus especies singulares:
pues el fuego genera el fuego, el hombre genera al hombre, y la planta a la planta.
Ahora bien, la causa del segundo grado es de algún modo universal y de algún modo particular.
Particular, en efecto, porque se extiende a algún género particular de entes, a saber, aquellas
cosas que se producen en el ser mediante el movimiento; pues es causa motora y movida.
Universal, en cambio, porque su causalidad no se extiende a una sola especie de cosas móviles,
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sino a todas las que se alteran, se generan y se corrompen: pues aquello que es lo primero
movido conviene que sea causa de todas las cosas subsiguientes que se mueven.
Pero la causa del primer grado es absolutamente universal, pues su efecto propio es el ser; por
eso, todo lo que es, y del modo que sea, está contenido bajo la causalidad y la ordenación de
aquella causa.
Por consiguiente, si aquellas cosas que aquí son contingentes las reducimos únicamente a las
causas próximas particulares, encontramos que muchas cosas suceden por accidente, ya sea en
virtud del concurso de dos causas, de las cuales una no está contenida bajo la otra, como
cuando fuera de mi intención me salen al encuentro unos ladrones (aquí, pues, el concurso es
causado por una doble virtud motora, a saber, la mía y la de los ladrones); ya sea también a
causa del defecto del agente, al cual le sobreviene la debilidad, de tal forma que no puede
alcanzar el fin intentado, como cuando alguno cae por el camino a causa del cansancio; ya sea
también a causa de la indisposición de la materia, que no recibe la forma intentada por el
agente, sino de otro modo, como sucede en los partos monstruosos de los animales.
Ahora bien, si reducimos estas cosas contingentes en las causas celestes, encontraremos que
muchas de ellas no suceden por accidente; pues aunque las causas particulares no estén
contenidas recíprocamente unas bajo otras, sin embargo están contenidas bajo una causa
celeste común; por lo cual su concurrencia puede tener alguna causa celeste determinada.
Además, dado que la virtud del cuerpo celeste e incorruptible es impasible, ningún efecto
puede escapar al orden de su causalidad por defecto o debilidad de su virtud. Ahora bien, dado
que actúa moviendo, y todo agente que es de tal naturaleza requiere una materia determinada
y dispuesta, puede acontecer que en las cosas naturales la virtud celeste no alcance su efecto a
causa de la indisposición de la materia; y esto sucede por accidente.
Por consiguiente, aunque muchas cosas que, al reducirlas a sus causas particulares, parecen
suceder por accidente, encontramos que no son por accidente al reducirlas a una causa común
universal, como la virtud celeste, sin embargo, incluso hecha esta reducción, encontramos que
algunas cosas son por accidente, como ha mostrado el Filósofo más arriba. Pues cuando un
agente produce algún efecto en la mayoría de los casos, pero no siempre, se sigue que decae
en algunos pocos casos, y esto sucede por accidente.
También por otra razón se encuentran algunas causas por accidente, una vez hecha la
reducción a los cuerpos celestes: a saber, porque entre las cosas inferiores encontramos
algunas causas agentes que pueden actuar por sí sin la impresión de los cuerpos celestes, a
saber, las almas racionales, a las cuales no se extiende la virtud de los cuerpos celestes (dado
que son formas no sujetas al cuerpo), a no ser por accidente, es decir, en cuanto la impresión
del cuerpo celeste produce alguna inmutación en el cuerpo, y, por accidente, en las potencias
del alma que son actos de algunas partes del cuerpo, a partir de lo cual el alma racional se ve
inclinada a actuar, aunque no [la] induzca [a obrar con] ninguna necesidad, pues tiene libre
dominio de sus pasiones, de modo que puede contradecirlas. Por lo tanto, aquellas cosas que
encontramos que suceden por accidente en estas cosas inferiores, deben ser reducidas a estas
causas, a saber, las almas racionales; pues, en cuanto no siguen las inclinaciones que provienen
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de la impresión [de los cuerpos] celestes, no encontraremos que suceden por sí por medio de
la reducción a la virtud de los cuerpos celestes.
Así, es evidente que la suposición de que hay destino [fat], que es una cierta disposición
inherente a las cosas inferiores por acción de los cuerpos celestes, no suprime todas aquellas
cosas que suceden por accidente.
Pero si reducimos de otro modo todas estas cosas contingentes en la altísima causa divina, no
se puede encontrar nada que quede fuera de su orden, dado que su causalidad se extiende a
todas las cosas en cuanto son entes. Por consiguiente, su causalidad no puede ser impedida
por la indisposición de la materia; pues la materia misma y sus disposiciones no caen fuera del
orden de aquel agente, que es agente a modo de dador del ser, y no sólo a modo de motor o
alterador. No puede decirse, pues, que la materia esté presupuesta al ser, como está
presupuesta al mover, como su sujeto; de hecho, es parte de la esencia de la cosa. Por lo tanto,
así como la virtud del que altera o mueve no se ve impedida por la esencia del movimiento o
por su término, sino por su sujeto, que está presupuesto, del mismo modo, la virtud del que da
el ser no se ve impedida por la materia, o por cualquier cosa que advenga de cualquier modo al
ser de la cosa. Por esto es también evidente que no puede haber ninguna causa agente en las
cosas inferiores que no se someta al orden de aquella.
Sólo resta concluir, pues, que todas las cosas que suceden, en cuanto se relacionan a la primera
causa divina, se encuentran ordenadas, y no existen por accidente; aunque, por comparación a
otras causas, se encuentre que suceden por accidente. Y a causa de esto, según la fe católica,
se dice que no hay que temer que nada sea fortuito en el mundo, y que todas las cosas están
sometidas a la divina providencia. Ahora bien, Aristóteles habla aquí de las cosas contingentes
que suceden aquí, en orden a sus causas particulares, como se ve por sus ejemplos.
Ahora sólo queda ver cómo el destino y la providencia no suprimen la contingencia de las
cosas, como si todas las cosas sucedieran por necesidad. Con respecto al destino, es evidente a
partir de lo dicho. Pues ya se ha mostrado que aunque los cuerpos celestes, su movimiento y
sus acciones, en cuanto están en ellos, tienen necesidad, sin embargo su efecto en las cosas
inferiores puede decaer, o bien en virtud de la indisposición de la materia, o bien en virtud del
alma racional, que tiene libre elección para seguir o no las inclinaciones que provienen de la
impresión celeste. Y así, se concluye que tales efectos no suceden por necesidad, sino
contingentemente. […]
Pero con respecto a la providencia hay una dificultad. Pues la providencia divina no puede
fallar. Pues estas dos cosas son incomposibles, que algo sea provisto por Dios y que no suceda:
y así, parece que por el hecho de que se pone la providencia, es necesario que se siga su
efecto.
Es conveniente saber, que de una misma causa dependen tanto el efecto como todas aquellas
cosas que son de suyo accidentes de aquel efecto. Pues así como el hombre llega a ser a partir
de la naturaleza, del mismo modo también todos los accidentes que tiene de suyo, como el ser
risible y susceptible de ser instruido. […]
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Ahora bien, como ha sido dicho, el ente, en cuanto es ente, tiene por causa al mismo Dios: por
consiguiente, dado que el ente mismo está sometido a la divina providencia, del mismo modo
lo están también todos los accidentes del ente en cuanto es ente, entre los que se encuentran
lo necesario y lo contingente. Por consiguiente, pertenece a la divina providencia no sólo el que
produzca este ente, sino también el que le de contingencia o necesidad. Pues, según que ha
querido dar a cada uno contingencia o necesidad, les preparó causas intermedias, a partir de
las cuales se siguieran necesaria o contingentemente. Por consiguiente, encontramos que cada
efecto, según que se encuentra debajo del orden de la providencia divina, tiene necesidad. Por
lo cual sucede que esta condicional es verdadera: si algo es provisto por Dios, sucederá.
Ahora bien, según que algún efecto se considera bajo el orden de su causa próxima, así no todo
efecto es necesario; sino que algunos son necesarios y algunos contingentes, según la analogía
de su propia causa. Pues los efectos, considerados en sus propias naturalezas, se asimilan a sus
causas próximas, y no a las remotas, cuya condición no pueden alcanzar.
Así, pues, es evidente que, cuando hablamos de la providencia divina, no hay que decir
únicamente ‘esto ha sido provisto por Dios para que sea’, sino ‘esto ha sido provisto por Dios
para que sea contingentemente, o para que sea necesariamente’. Por lo cual no se sigue, según
la razón de Aristóteles aquí presentada, que del hecho de poner la providencia divina todos los
efectos son necesarios; sino que es necesario que el efecto se produzca contingentemente o
con necesidad. Lo cual, ciertamente, es algo peculiar de esta causa, a saber, la divina
providencia. En efecto, las demás causas no constituyen la ley de la necesidad y la
contingencia, sino que gozan de ellas, constituidas por una causa superior. Por eso la
causalidad de cualquier otra causa se extiende sólo a lo que el efecto es. Que sea necesario o
contingente depende de una causa más alta, que es la causa del ente en cuanto ente; de la cual
proviene el orden de la necesidad y la contingencia en las cosas.
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hay] del ‘hombre risible’. Por lo cual es evidente que el ente por accidente no es ente
verdaderamente.
Pero lo que está fuera de esto, es decir, fuera de lo que sucede siempre o en la mayoría de los
casos, no puede decirse cuándo sucederá, como que sucederá en el tiempo del novilunio.
Porque lo que se determina que sucederá en el tiempo del novilunio, o sucede siempre, o en la
mayoría de los casos. […] Por lo cual se supone que el accidente está fuera de aquello que es
ente siempre o en la mayoría de los casos.