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La llama fría

Juan Villoro
(03-02-2017).- Por un tiempo viví en una casa donde lo más emocionante era el calentador. El agua
podía salir hirviendo y enfriarse cuando tenías champú en la cabeza o tardar siglos en calentarse y
quemarte de repente.

Todo se hubiera arreglado con un plomero, pero corrían tiempos en que eso me parecía un lujo y en
que enfrentaba los problemas nombrándolos de otro modo. Acepté vivir con "agua temperamental".
Además, me convencí de que esa carencia me brindaba una enseñanza. El baño no dejó de ser
incómodo, se convirtió en una incomodidad filosófica: la incierta temperatura de la ducha era un
símbolo del cambiante temperamento de mis congéneres.

Perfeccioné mis presunciones con unos versos de Quevedo: "Nadar sabe mi llama el agua fría,/ y
perder el respeto a ley severa". El original decía "la agua", pero ya sabemos que la tradición es el
"autocorrector" de la lengua.

La pedantería sirve para engañar a quien la ejerce: gracias a don Francisco de Quevedo, en vez de
limitarme a tiritar, sentía sobre mi cuerpo la natación de la llama fría. A diferencia de las regaderas de
internados y presidios, que sólo son heladas, la mía tenía el privilegio de vacilar tanto como el criterio
individual.

Me sometí a esta líquida escuela para comprender mejor al prójimo hasta que Pedrito Lascurain llegó
de Guadalajara. Se presentó sin avisar porque yo no tenía teléfono y en esa época no había celulares.
Lo encontré en el rellano de la puerta, con una mochila del club Atlas.

Pedrito era un amigo de mirada melancólica y carácter apacible que, al modo tapatío, decía "ei"
cuando estaba de acuerdo con algo, que era casi siempre. Me regaló una caja de dulces de arrayán y
una botella de ponche de granada. Luego, como un personaje de Rulfo, pidió quedarse unos "diyitas".

No sé lo que hizo en la capital porque yo trataba de terminar mi tesis de Sociología sobre "El concepto
de enajenación de Marx" y había sido víctima del tema. Vivía alienado, tratando de convertir mis
"fichas de lectura", archivadas en una caja de zapatos Blasito, en un ensayo comprensible.

Pedrito desayunó huevos con una salsa rarísima, arregló el espejo del botiquín al que le faltaba un
tornillo, compró pan dulce cada noche, se decepcionó de una chica que habló de "la tequila" y arregló
sus asuntos, que no supe de qué trataban pero que le dejaron cuatro bolsas de ixtle con las que volvió
a Guadalajara.

Cuando terminé mi tesis sobre la enajenación, volví a la realidad y me enteré de que mi amigo se
había ido a la guerrilla en Nicaragua. Me pareció inconcebible que alguien tan mesurado optara por la
lucha armada. Nunca había mostrado otra ideología que su irrestricto apego al Atlas, equipo que
desprecia el triunfo y cuenta con una legión altruista que lo apoya "aunque gane".

En algún momento de su estancia se acercó a mi escritorio con un plato de quesadillas: "Ya vi que no
comes", dijo y tomó una de mis notas: "Los filósofos no han hecho sino interpretar el mundo de
distintos modos. Lo que hace falta es transformarlo". Para que la cita le pareciera interesante, comenté
que era el epitafio de Marx. "Ei", musitó.

¿Cómo había pasado del Atlas al sandinismo? Fui a casa de mi madre para llamar a Guadalajara. Su
padre se limitó a decir: "Llegó muy trastornado de México".

El agua de la regadera me había recordado la veleidad humana sin que eso sirviera para descifrar a
mi amigo.

Dejamos de vernos hasta que lo encontré hace poco, en un "frente ciudadano". Lleva sus años con
holgura, es experto en comercio justo y trabaja en una ONG. Viaja mucho a Nicaragua porque su
mujer es de allá. Le pregunté si había ido por amor a la guerrilla y dijo que no. Al descartar la más
frecuente de las causas, pensé, con imperdonable vanidad, que tal vez se había radicalizado leyendo
en secreto mi tesis sobre Marx.

"¡Lo que me cambió fue tu regadera!", sonrió.

Una mañana entró al baño, se desvistió y abrió la llave del agua caliente. Esperó el tiempo suficiente
para temblar de frío. La tortura produce confesiones inesperadas y él comenzó a decirse cosas. Podía
salir a la calle sin bañarse, pero recordó que en días anteriores había habido agua caliente. Siguió
pensando y descubrió que lo único valioso de su vida eran las derrotas del Atlas. Decidió cambiar en
forma radical: para demostrarlo, aceptó la caricia de la llama fría.

Los caprichos del agua son menos extraños que la gente.

 
 
 
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Fecha de publicación: 03-02-2017

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