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UNIVERSIDAD DE EL SALVADOR

FACULTAD DE CIENCIAS Y HUMANIDADES


ESCUELA DE CIENCIAS SOCIALES
Licenciado Gerardo Iraheta Rosales
LICENCIATURA EN TRABAJO SOCIAL

DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA


Arthur Fridolin Utz
Doctor en Teología y profesor de Ética y
Filosofía del Derecho en la Universidad de
Friburgo. Traducción de José Luís Zubizarreta,
EDICA S.A. Madrid, 1978.

1. ¿A QUE SE LLAMA DOCTRINA SOCIAL?

Se entiende por doctrina social, en primer lugar, el conjunto de enseñanzas y normas


referente a todos aquellos valores humanos que han de realizarse en cooperación social. La
definición de tales valores varía a tenor de la ideología en que se funden. Nos encontramos,
pues, ya desde esta primera aproximación superficial, ante diferentes doctrinas sociales.

El marxismo entiende al hombre como un ser inmanente, cuya única finalidad consiste en
cooperar en la consecución del bienestar material de la comunidad en que vive. Si el
hombre consigue integrara su vida en la sociedad, habrá realizado ya el sentido de su
existencia. En esta concepción del hombre, la muerte no es sino el final de su integración
individual en la totalidad. Si el hombre esperara un más allá, sería porque la sociedad no le
satisface, porque aspira a algo más de lo que la sociedad puede ofrecerle. Por tal razón, el
marxismo tuvo y tiene que excluir la religión de los valores sociales. La religión es el opio
del pueblo. De la misma manera, el marxismo no puede admitir una libertad que trascienda
las decisiones del Estado. E incluso en la ilusión marxista de una sociedad sin explotadores
ni explotados, la libertad del individuo sólo se concibe dentro de una sociedad materialista.

Cuando los marxistas dicen que la religión, en cuanto asunto personal, es libre, quieren
indicar que cada uno puede creer en su fuero interno lo que le venga en gana, pero que su
vida externa no puede estar de ningún modo determinada por sus convicciones religiosas.
El Estado no tiene para nada en cuenta la religión. El hombre religioso, en cuanto miembro
de la sociedad, debe actuar como materialista. Cuando la Constitución de algunos países
comunistas reconoce los derechos de la religión, tal reconocimiento sólo tienen valor sobre
el papel: la religión siguen siendo «asunto privado». La autorización de la enseñanza
religiosa no es sino una maniobra política pasajera. En la práctica, se hace todo lo posible
por impedirla, por controlar a los practicantes y por excluirlos de la actividad profesional.

Algunos opinan, y es opinión bastante extendida, que la llamada


cuestión social es solamente económica, siendo, por el contrario,
totalmente cierto que la cuestión social es principalmente moral y
religiosa. Y por esta razón debe solucionarse de acuerdo con las leyes de
la moral y de la religión. (LEON XIII, FERUM Novarum 1.)
El ejemplo del marxismo demuestra que, al definir una doctrina social, lo que realmente
importa no es qué se reconoce como asunto privado, sino qué valores se admiten como
conducentes al bienestar global de la sociedad.

La vida privada es la preocupación exclusiva del liberalismo. Según esta teoría, la sociedad
una actitud neutral frente a los valores. Para proteger la libertad individual, que, desde el
punto de vista del individuo, puede adherirse a cualquier tipo de valores, la sociedad en
cuanto tal no tiene otro remedio que organizar las libertades individuales de sus miembros
para que puedan ejercitarse sin roces.

Comparada con el marxismo, la doctrina social del liberalismo tienen la ventaja de


permitir, por ejemplo, a los creyentes organizarse libremente en comunidades eclesiales.
Las convicciones religiosas del hombre son tan personales y privadas como la
administración de sus propios bienes. Esto suena muy bien. Pero una sociedad basada en el
liberalismo sólo puede reaccionar ante elementos potencialmente perturbadores cuando
éstos se manifiestan en la práctica, es decir, cuando la paz social ha sido ya perturbada.
Sólo la experiencia de lo ya ocurrido puede llevarla a reconocer, por ejemplo, que el
libertinaje sexual conduce a la comisión de determinados crímenes. Pero la idea misma de
que el libertinaje sexual en cuanto tal es nocivo y perjudicial para la sociedad es ajeno al
liberalismo. Las normas morales no son sino el resultado del sentimiento individual y, por
tanto, nunca podrán formar parte del ordenamiento jurídico. Sólo la realidad confirmada
por la experiencia podrá permitir al legislador liberal reconocer las normas morales como
sociales. La ley positiva nunca puede sancionar una norma moral. El legislador liberal
deberá así mostrarse extremadamente cauto al adoptar medidas jurídicas de orden
preventivo para el bien de la sociedad. Este hecho explica, por ejemplo, la lenta y vacilante
intervención jurídica del gobierno social-liberal de Alemania Federal contra el terrorismo.

El llamado socialismo «en libertad», tal como se entiende en los partidos socialdemócrata
occidentales, no tiene una concepción específica de la posición de la moral dentro de la
doctrina social. Se distingue del liberalismo en la definición de la libertad, que no consiste
ya en la falta absoluta de obstáculos en el desarrollo personal, sino que es una libertad
apoyada por el Estado, quien está obligado a dirigir la economía, la enseñanza y la cultura,
así como cualquier asunto económico y social.

La diferencia más profunda estriba en razones de orden ideológico. Mientras el liberalismo


entiende la integración del individuo en la sociedad desde una perspectiva exclusivamente
utilitaria —las libertades individuales entrarían en conflicto si no hubiera un orden social
—, el socialismo en libertad conserva un resto de su origen marxista en su concepción
económico-política: el individuo está determinado por la sociedad y, por tanto, se
encuentra sometido a las normas sociales, por muy autónomo que pueda ser en el terreno
moral, que, en cuanto privado, se halla excluido del orden social. La diferencia entre la
doctrina social de liberalismo y del socialismo en libertad se manifiesta sobre todo en la
actitud de cada sistema ante la propiedad privada, la intervención del Estado en la
economía y la estatalización de los medios de producción.

2. LA ORGANIZACIÓN DE LA ACTIVIDAD SOCIAL

Como hemos visto, lo que realmente importa al determinar las diversas doctrinas sociales
es su concepción de la relación entre el individuo y la sociedad, es decir, su concepción de
los valores y objetivos de la persona que han de quedar asumidos por la responsabilidad
colectiva (el bien común). Este es el primer nivel de la doctrina social. Pero el segundo no
es menos importante. En él se trata de determinar los principios organizativos que rigen el
cumplimiento de tal responsabilidad. Para el liberalismo, este segundo nivel es muy
sencillo: las libertades deben poder funcionar con el menor número posible de obstáculos.

En cambio, el denso programa del marxismo, en el que todo el bienestar material de la


sociedad recae sobre la responsabilidad comunitaria, debe llevarse a cabo mediante el
poder del Estado. A decir verdad, los marxistas afirman que su sociedad puede funcionar
sin coacción estatal. Sin embargo, para verificar en la práctica tal afirmación, precisan del
medio coercitivo del adoctrinamiento socialista. E incluso si éste se lograra, seguiría siendo
necesario que la autoridad estatal promulgara hasta sus más mínimos detalles, las
disposiciones legales oportunas. Y aunque supongamos a favor del marxismo que la
autoridad se ha establecido de un modo auténticamente democrático, el individuo que no
esté de acuerdo con la mayoría se verá obligado a someterse en todo el programa
materialista y no podrá encontrar en la sociedad un hueco en el que salvar su propia
personalidad. La organización marxista sólo es soportable si todos los miembros de la
sociedad encuentran su felicidad en la ideología materialista. Pero ¿Dónde y cuando
sucede esto?

Como se demuestran los ejemplos del liberalismo y del marxismo, la doctrina social
comprende dos elementos: 1) los valores contenidos en el concepto del bien común y 2)
el principio organizativo que rige la realización de tales valores mediante la actividad
social. El segundo elemento hace de la doctrina lo que podemos llamar un sistema social y
económico. La neutralidad de la sociedad liberal frente a los valores requiere un principio
liberal de organización, a saber, la coordinación de las libertades individuales. De este
principio se deriva el sistema económico liberal, es decir, la economía de mercado libre,
que tiende a una regulación exclusivamente formal de la competencia.

El bien común del marxismo materialista, exige, en cambio, de los miembros de la


sociedad una integración estricta en los objetivos económicos de la totalidad. El principio
de organización es, según esto, la determinación autoritaria de los objetivos económicos,
por muy democráticamente que tal determinación pueda presentarse. La libertad sólo la
experimenta quien haya aceptado la ideología materialista.

Pero, ¿Cuál es la doctrina social católica? ¿Existe una en absoluto?

La Iglesia, columna y fundamento de la verdad y guardiana, por voluntad


de Dios y por misión de Cristo, del orden natural y sobrenatural, no puede
renunciar a proclamar ante sus hijos y ante el mundo entero las normas
fundamentales e inquebrantables, salvándolas de toda tergiversación,
oscuridad, impureza, falsa interpretación y error; tanto más cuando que
de su observancia, y no simplemente del esfuerzo de una voluntad noble e
intrépida, depende la estabilidad definitiva de todo orden nuevo, nacional
e internacional, invocado con tan ardiente anhelo por todo los pueblos.
(Pío XII, Radiomensaje de navidad, 24 de diciembre 1942.)

3. LA DIFICULTAD DE EXPONER LA DOCTRINA SOCIAL CATÓLICA


Si se leen las diversas declaraciones eclesiásticas sobre cuestiones sociales, se tiene la
impresión de que el Magisterio sólo toma postura, esporádica y pragmáticamente, ante
problemas concretos, de modo que resulta casi imposible hacer de estas diversas tomas
de posturas el núcleo ético de una doctrina social bien elaborada. Quizá sea posible leer
entre líneas una preocupación genérica por los pobres y oprimidos, por la justicia entre
los hombres en general, por el mantenimiento del matrimonio y de la familia, por el
respeto a la dignidad de la persona del trabajador, por el sentido de orden entre los
ciudadanos del Estado, por las virtudes de los gobernantes, etc. Pero todas estas
declaraciones se hacen siempre a propósito de hecho o abusos concretos.

¡Qué diferentes posturas ante la esclavitud adoptaron Nicolás V y León XIII! ¡Qué
cambios en las declaraciones sobre la libertad de prensa, la libertad religiosa, la
democracia, la propiedad o la cogestión! Un lector no avisado podría no ver en estas
declaraciones más que tomas ocasionales de posturas provocadas por algún
acontecimiento histórico. Pero, en realidad, es posible reducirla a una unidad y sacar de
ella una doctrina social clara, que puede formularse a modo de sistema social y
económico, con tal que se conozca el método de leer e interpretar los documentos
eclesiásticos.

En el campo social, la Iglesia ha querido realizar siempre una doble tarea:


iluminar los espíritus para ayudarlos a descubrir la verdad y distinguir el
camino que debe seguir en medio de la diversas doctrinas que los solicitan,
y consagrarse a la difusión de la virtud del Evangelio, con el deseo real de
servir eficazmente a los hombres. (Octogesima adveniens 48.)

4. LOS VALORES DEFENDIDOS POR LA DOCTRINA SOCIAL DE LA


IGLESIA.

Todas las posturas adoptadas por la Iglesia, sea cual fuere su formulación concreta, han
tratado de definir un orden social en el que la persona humana pueda vivir su vocación
eterna, sin que se vea obstaculizada por miserias y dificultades que podrían evitarse con
una buena organización social. Verdad es que el cristianismo no es una religión para vivir
bien. Cristo predicó la pobreza de espíritu, es decir, la libertad interior con respecto al
dinero. Nos exhortó a cargar con su cruz y a seguirle en sus sufrimientos. No vino a la
atierra para ahorrarnos el dolor, sino, por el contrario, para redimirnos por él. Por eso habrá
siempre pobres entre nosotros.

Por supuesto, esto no quiere decir que hayamos de abandonar a los pobres en su pobreza,
mientras nosotros vivimos en la abundancia. Pero, de todos modos, esta doctrina implica
que, en nuestro esfuerzo por eliminar del mundo las desigualdades sociales, nunca
podremos regular la vida terrena tan perfectamente como pretende el marxismo. La
sociedad sin sufrimiento sólo se dará en el más allá. La esperanza no es un estupefaciente
con el que adormecemos nuestra responsabilidad ante la justicia social, como Marx echaba
en cara a los cristianos cuando decía que la religión es el opio de los pueblos.

La preocupación de la Iglesia por la recta integración de la persona humana en la sociedad


implica también la preocupación por su libre desarrollo y realización. La libertad personal,
que es un don de Dios y no del Estado, como querría el marxismo, es una preocupación
central de la doctrina social católica. Por lo demás, se trata de una libertad que está
sometida a la ley moral, natural y sobrenatural. Según esto, la sociedad, entendida como
comunidad de personas libres vinculadas por la ley moral, no podrá nunca sustraerse al
orden moral.

La Iglesia no ha dejado jamás de llamar la atención de los hombres sobre estos principios.
Siempre que se trate de normas sociales, también la ley humana, es decir, positiva, podrá
intervenir para sancionarlas. En el pasado, cuando el derecho se entendía como soporte del
comportamiento moral, la Iglesia podía servir fácilmente del derecho civil, es decir, podrá
recurrir a la autoridad civil para que garantizase el cumplimiento de las normas morales. A
medida que la sociedad se fue secularizando o, por decir de otro modo, liberalizando en el
sentido de neutralidad frente a los valores, la iglesia tuvo que limitarse a expresar su
preocupación por las normas morales mediante exhortaciones y advertencias.

Es competencia de la Iglesia, allí donde el orden social se aproxima y


llega a tocar el campo de la moral, juzgar si las bases de un orden social
existente están de acuerdo con el orden inmutable que Dios, Creador y
Redentor, ha promulgado por medio del derecho natural y de la
Revelación. (Pío XII. Radiomensaje de Pentecostés, 1 junio 1961).

Supuesta su concepción de que la sociedad es una comunidad sometida a un imperativo


moral, la Iglesia no ha podido nunca aceptar la idea de que la vida social sólo pueda
desarrollarse de una manera conflictiva. La Iglesia está más bien convencida de que existe
un auténtico bien común que ha de alcanzarse éticamente y que puede conseguirse en
cualquier momento y situación. Para alcanzar válidamente este bien común para la
sociedad, se requiere la existencia de una autoridad, por muy democráticamente que pueda
elegirse sus representantes. La Iglesia ha defendido siempre la doctrina de que la autoridad
en cuanto tal, es decir, la institución de la autoridad, no es el resultado de un contrato
social, sino que se funda en la providencia de Dios, que ha creado al hombre como ser
social. Sólo desde esta perspectiva puede hablarse de obediencia cívica. Si la autoridad no
fuera sino el resultado del contrato de los miembros de la sociedad, que darían origen a una
fuerza ordenadora (la autoridad) en virtud de una supuesta autonomía de la razón, no
pasaría de ser un mero poder de arbitraje, cuyas decisiones simples podrían verse
rechazadas en virtud de esa misma razón autónoma.

Tal institución de arbitraje la encontramos en la relación que se da entre los contratantes


del convenio colectivo de trabajo. El trabajador y el empresario siempre tienen la
posibilidad de rechazar el aludo arbitral y de recurrir a las medidas de fuerza de la huelga y
del lockout. Pero se ha de tener en cuenta que la autonomía de negociación del convenio se
halla inserta en un orden jurídico, es decir, que está sometida a la normativa promulgada
por una autoridad: las del Estado. Ahora bien, para justificar la última autoridad social —la
estatal— se han de poder aducir argumentos que supongan algo más que meras razones de
orden pragmático basadas en una necesidad social. Porque la obediencia del ciudadano a la
autoridad estatal no puede justificarse exclusivamente por razones de orden pragmático.
¿Cómo podría el ciudadano hacer caso omiso de sus propias ideas y someterse a las
normas emanadas por el Estado si su única norma fuera su propia razón? Sólo podrá
contraponer su propio juicio a la autoridad estatal cuando estén manifiestamente en juego
valores fundamentales de la existencia. Una autoridad que no se legitime por razones de
orden ético, sino que lo haga sólo por razones de orden pragmático, o bien no es autoridad
o es simple coacción.

Los papas siempre han enseñado que la autoridad del Estado es una autoridad que se funda
en Dios mismo. Lo cual no tienen nada que ver con el conformismo. Pues los papas han
defendido al mismo tiempo la doctrina de la conciencia, mediante la cual el hombre puede
discernir cuándo un mandamiento humano contradice los mandamientos de Dios.

En estrecha relación con estas ideas podría plantearse la cuestión de la legitimidad de la


huelga. La justificación de la huelga aparece ya en la encíclica Rerun Novarum, de León
XIII. Más recientemente ha vuelto a ser expuesta en la constitución pastoral del Concilio
Vaticano II Gaudium et spes. Pero en este último texto se dice expresamente que la huelga
es el «último» medio a emplear para conseguir reivindicaciones justas. Por lo mismo, la
huelga no puede emplearse en cualquier tipo de conflicto colectivo. El mismo criterio ha
de aplicarse, por supuesto, al lockout. Quien afirme que puede irse a la huelga en cualquier
momento y para cualquier aumento salarial, o incluso para fines políticos, se sitúa en la
perspectiva de la lucha de clase, perspectiva que es propia del liberalismo o del marxismo.
La huelga y el lockout han de considerase siempre en el contexto global del orden social.
¿De qué sirve una huelga que no hace sino encarecer los bienes de primera necesidad? Los
costos de la huelga tendrán que pagarlos, en última instancia, los mismos trabajadores.

Pero además, con la huelga se perjudica también a otras personas distintas de los
trabajadores: lo más pobres, los pensionistas y, en una palabra, todos aquellos que se ven
privados de parte de los ahorros que tanto trabajo les ha constado. Los costos de la huelga
deben pagarlos todos los miembros de la sociedad, especialmente los consumidores. Por tal
razón, los trabajadores y empresarios suizos de la rama del metal y de la maquinaria
llegaron hace ya cuarenta años (1937) a un acuerdo que está todavía en vigor. Acordaron
no amenazarse mutuamente con huelgas o lockouts, sino tratar de encontrar siempre una
solución conjunta. Tal acuerdo en el ramo más fundamental de la industria suiza produjo
efectos benéficos, no sólo para el sector directamente afectado, sino para toda la nación.

Hoy todo el mundo está asombrado de la próspera situación económica suiza. ¿A qué se
debe? Al hecho de que los suizos aceptan el principio de la «buena fe». El contrato laboral
se rige por tal principio. Ambos contratantes están obligados a confiar uno en otro, es decir,
a actuar con lealtad mutua hasta encontrar la solución satisfactoria. Sólo en un clima como
éste es viable la libertad de convenio. Sólo en un clima como éste puede respetarse el
derecho a la huelga y al lockout. Cuando rige el principio de «la buena fe», nunca se llega
en la práctica a la huelga.

En este mismo sentido se expresó la constitución pastoral Gaudium et spes: «pero se ha de


tratar de reanudar lo antes posible las negociaciones y de encontrara el camino para la
mutua comprensión» (n. 68). Si se toma en serio esta exhortación y se es consciente de los
terribles perjuicios sociales que hoy causa la huelga, el derecho a ella habrá de regularse de
modo que los conflictos de clases queden relegados a un segundo plano o incluso excluido
del todo. Lo cual puede conseguirse —como lo ha conseguido Suiza— poniendo el
principio de «la buena fe» por encima del derecho a la huelga o al lockout.

Pero, como ya hemos indicado, tal proceder requiere de todos los miembros de la sociedad
una sana actitud democrática. Sin embargo, la peligrosa medida de la huelga puede
también conjurarse delimitando con toda precisión la conflictividad entre trabajadores y
empresarios. Así, por ejemplo, podrá imponerse la obligación de entablar una serie de
negociaciones progresivas antes de amenazar con la huelga o con el lockout y,
especialmente, podrán definirse legalmente los motivos de huelga de modo que no pueda
irse a ella por un mero aumento de sueldo, que quizá sólo beneficie a un pequeño grupo de
la sociedad. Se ha de excluir, sobre todo, la huelga política conduce al terrorismo y a la
guerra civil. Un Estado que quiera defenderse del terrorismo y de la guerra civil, deberá
regular todos los sectores de la vida mediante normas jurídicas.

El conflicto ha de detenerse en algún punto. Una sociedad que reconozca la propiedad


privada como última garantía material de la persona, deberá emprender una tal regulación
del derecho a la huelga y al lockout, pues es la manera de contribuir al mantenimiento de la
libertad económica de todos, trabajadores y empresarios, productores y consumidores. La
libertad económica tiene un precio: la aceptación de un sistema jurídico coherente para la
protección del bien común. Así, pues, la conflictividad laboral tendrá que chocar
necesariamente, en algún momento, con una barrera legal. La interpretación jurídica del
derecho a la huelga podrá hacerse, sin peligro para el trabajador, mediante un tribunal
imparcial e independiente. Si los contratantes —trabajadores y empresarios— no quieren
someterse a la sentencia del tribunal, deberán recurrir, como en el caso de Suiza, a la fuerza
moral de aceptar espontáneamente la ley de «la buena fe». Esta sería, naturalmente, la
solución óptima. Y así lo sugiere la constitución Gaudium et spes. Pero tal solución
presupone demócratas responsables y éticamente maduros.

Según esto, la vida social no puede definirse con un continuo conflicto, entre los miembros
de la sociedad. Por esta misma razón, la lucha de clases es ajena a la doctrina social
católica, al menos en el sentido de que tal lucha constituya la solución última de los
conflictos sociales.
La Iglesia se distancia así tanto de la neutralidad liberal frente a los valores como de la
lucha de clase marxista. De la primera, porque se defienda la existencia de unos valores
anteriores a la sociedad; de la segunda, porque sitúa a la persona humana, creada por Dios
y sometida a su voluntad, al frente de todos los valores sociales. cuando se acepta que el
bien común comprende también valores de orden ético, se está ya admitiendo que la
autoridad forma parte integrante del concepto de sociedad, lo cual constituye, a su vez, una
nota distintiva con respecto al liberalismo, que no puede ni quiere admitir que la autoridad
social esté justificad, y un distanciamientos con respecto al marxismo, que identifica la
autoridad con el poder (si bien pretende poder renunciar a este último en el estadio final de
desarrollo de la sociedad).

Para la mayor divulgación de la doctrina social de la Iglesia católica,


juzgamos que pueden prestar valiosa colaboración los católicos seglares, si
la aprenden y la practican personalmente y, además, procuran con empeño
que los demás se convenzan también de su eficacia. (Mater et magistra 224)
5. LOS PRINCIPIOS ORGANIZATIVO DE LA CONVIVIVENCIA SOCIAL
SEGÚN LA DOCTRINA SOCIAL CATÓLICA.

a) LA PERSONAS HUMANAS.

El orden de valores éticos defendidos por la doctrina social católica tiene consecuencias
decisivas para la organización concreta de la sociedad. Lo fundamental es el respeto a la
persona humana y a su conciencia. Nadie puede ser obligado a hacer algo contra su
conciencia. Por tal razón, no se puede organizar al hombre de acuerdo con leyes
meramente económicas. Pero, en la concepción cristiana, la libertad no es absoluta. Está
siempre sometida a normas morales. Y estas normas son también de importancia desde una
perspectiva social, no sólo porque estamos obligados a trabajar con todas nuestras fuerzas
por el bien de la sociedad, sino también porque la sociedad tiene derecho a exigirnos que
llevemos, en público y en privada, una vida íntegra y moralmente buena. Esta es la razón
de que la sociedad pueda formular jurídicamente normas morales.

b) EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD

Pero, por otra parte, esto significa que la sociedad debe respetar el desarrollo de la
conciencia personal de sus miembros, que en último término ha sido creado por Dios. De
aquí que, mientras el individuo desee hacer sus propias cosas de acuerdo con su
responsabilidad personal, nadie deberá negarle ese derecho. Mientras sea capaz de
desempeñar sus funciones como persona, como padre de familia, como profesional, etc.,
nadie deberá trasladar la función social que le compete a la sociedad. Lo mismo cabe decir
de las pequeñas comunidades humanas dentro de la sociedad. Lo que puede hacer el
matrimonio, la familia o las asociaciones humanas fundadas en la responsabilidad social,
no debe quedar absorbido por la institución pública. Así reza el principio de subsidiariedad
como lo formuló Pío XI en su encíclica Quadragesimo anno.

A decir verdad, Pío XI formuló el principio de subsidiariedad en un contexto histórico muy


concreto, del que más adelante tendremos ocasión de hablar. En su primera formulación, se
supone todavía que la suprema instancia decisoria, la autoridad del Estado, sabe qué
funciones competen al individuo, al matrimonio, a la familia, etc., en el conjunto de la
sociedad. Cuando esto ya no ocurre, por cualquier motivo que fuere, pero sobre todo
porque la autoridad del Estado no reconoce ya el orden natural querido por Dios
(neutralidad frente a los valores), el principio de subsidiariedad adquiere un aspecto nuevo,
a saber, la prioridad del individuo y de los pequeños grupos frente al juicio de la autoridad
estatal. Esta idea nos conduce a la aplicación concreta del principio y, más en general, de la
doctrina católica de los valores sociales.

El cristiano convencido no puede encerrarse en un cómodo y egoístas «aislacionismo»


cuando es testigo de las necesidades y de las miserias de sus hermanos; cuando les llegan
los gritos de socorro de los económicamente débiles; cuando conoce las aspiraciones de
las clases trabajadoras hacia unas más normales y justas condiciones de vida; cuando se
da cuenta de los abusos de una concepción económica que pone el dinero por encima de
todos los deberes sociales; cuando no ignora las desviaciones de un intransigente
nacionalismo que niega o conculca la solidaridad entre todos los pueblos, solidaridad que
impone a cada uno múltiples deberes para con la gran familia de las naciones. (Pío XII,
Radiomenaje de Navidad, 24 diciembre 1948).
c) LA PROPIEDAD PRIVADA

La iglesia católica no sólo defiende la existencia de valores morales válidos par todos los
hombres y para la sociedad humana en general, porque se desprenden de la misma
naturaleza del hombre, sino que tiene también su propia idea del hombre real y concreto,
de sus inclinaciones, de sus pasiones de sus posibles desviaciones; en una palabra, de su
comportamiento real frente a las normas morales. Aunque no acepte el homo homini lupus
de Hobbes, conoce la debilidad e inestabilidad del hombre. En su caminar hacia la
perfección moral, la persona humana necesita apoyo y protección contra las amenazas que
le vienen de los demás hombres y contra los abusos del poder del Estado. De esta
convicción nace la defensa de la propiedad privada. El individuo precisa de protección
también en sus decisiones económicas para poder alcanzar los objetivos morales de su
vida. Y así, la Iglesia toma postura a favor del individuo cuando se trata de ponderar y
decidir qué tipo de propiedad ha de elegirse. Aunque no un derecho natural originario, la
propiedad privada sí es un derecho en virtud de la convivencia ordenada entre los hombres,
que se preocupan más y mejor de sí mismo que de los demás.

Como puede verse, volvemos a encontrarnos aquí con un principio fundamental —otro de
los puntos centrales de las diversas declaraciones eclesiásticas sobre las relaciones de
propiedad—, que no se pierde de vista ni siquiera cuando se trata de defender la
distribución equitativa de los bienes. La defensa de una redistribución más justa en casos
de evidentes desigualdades sociales se basa en la convicción de que los bienes terrenos,
antes de su división en propiedades privadas, estaban destinados al uso de todos los
hombres. Dentro de unas relaciones de propiedad privada, esta defensa se hace más urgente
cuando la propiedad privada no es ya capaz de desempeñar su función social de estimular
la creación de riqueza, es decir, la productividad del capital y del trabajo para el bien de la
sociedad, y de garantizar la paz de sus miembros. Pero la tendencia debe ser siempre la
consecución de unas relaciones de propiedad privada lo más amplia posible. O, dicho de
otro modo, el objetivo ha de ser una economía de mercado basada en la propiedad privada.
Pues quien defiende la propiedad privada, debe defender también el intercambio libre de
bienes entre propietarios privados, ya que, de otro modo, a la propiedad privada le faltaría
su característica esencial, a saber, la disposición de los bienes.

Cuando la Iglesia defiende la propiedad privada, su intención es estimular la productividad


del capital y del trabajo, pues conoce la negligencia del hombre en sus relaciones con el
mundo material, especialmente cuando dicho mundo material no le interesa. Y sólo le
interesa cuando puede disponer libremente de lo que ha conseguido con su trabajo. Así es
como han de interpretarse las diversas declaraciones de los papas sobre la propiedad
privada: en su conjunto y no aisladamente.

¿Quiere todo esto decir que la economía de mercado basada en la propiedad privada es el
sistema económico que la doctrina social católica defiende como el único justo en
cualquier situación, cultura o pueblo?

En teoría, el hombre es libre de organizar en cada caso sus relaciones con los demás y de
decidir cómo ha de realizar la sociedad humana su cometido ético-cultural. Los más
idealistas pueden ponerse de acuerdo a instaurar en común un régimen comunista. Pero a
nadie se le puede impedir que considere el fruto de su trabajo como propiedad suya, que
podrá utilizar a su arbitrio para el consumo o para la producción ulterior de bienes. En esta
línea, León XIII (Rerurm novarum n. 35) declaraba que el derecho a la propiedad es
inviolable. Y no puede suprimirse apelando al principio de la mayoría, como se hace con
las minorías derrotadas en una votación democrática. Mientras no se atente contra este
derecho y cada uno puede disponer libremente de sus bienes, los grupos concretos de una
sociedad podrán elegir la forma de propiedad que más les agrade y organizarse en
consecuencia.

No es, por tanto, necesario que en todas y cada una de las empresas se mantenga el mismo
tipo de relación entre capital y trabajo, de modo que sea siempre uno quien invierta el
capital y otro quien ponga el trabajo, como sucede en la empresa «capitalista». Puede
preferirse el contrato social al contrato de de trabajo. Pero esto no quiere decir que el
contrato de trabajo sea injusto (Quadragesimo anno n.64). La doctrina social católica no
defiende un tipo determinado de empresa, ni el capitalista ni el social. De hecho, Pío XI
recomendó de manera especial este último tipo (Quadragesimo anno n.65), ya que es
menos conflictivo que el capitalista.

Pero estas observaciones sobre la forma de propiedad en la empresa no nos dicen aún qué
sistema económico global propugna la doctrina social católica. Con todo, el hecho de que
asigne una posición tan central al derecho a la propiedad privada indica ya que, en
cualquier caso, queda excluido el sistema comunista, en el que no hay cabida para tal
derecho. Queda, por tanto, sólo un sistema en el que se reconoce la propiedad privada en
general, no sólo de los bienes de consumo, sino también, y sobre todo, de los de
producción, junto con la necesaria libertad de disposición. Tal sistema es la economía de
mercado.

Ahora bien, para determinar si la economía de mercado es viable en una determinada


cultura, pueblo o situación económica, es preciso saber si las circunstancias concretas
permiten la disposición privada de los bienes y, sobre todo, si los miembros de la sociedad
están en condiciones de conseguir responsablemente la producción de riqueza necesaria
para el bien de la comunidad. En cualquier caso, la tendencia debería ser la consecución
del sistema de mercado, ya que en él es donde mejor se desarrolla la responsabilidad
personal de los miembros de la sociedad y donde los individuos pueden elegir más
libremente la forma de empresa que más les agrade.

d) TANTA LIBERTAD COMO SEA POSIBILE, TANTA AUTORIDAD COMO


SEA NECESARIA.

El escepticismo de la Iglesia ante las ilusiones utópicas —por ejemplo, la de una sociedad
perfecta que sólo dependiera de la buena voluntad de sus miembros— y su conciencia de la
pecaminosidad y debilidad del hombre, se manifiestan también en su actitud frente a los
representantes del poder del Estado. Verdad es que la Iglesia, como hemos podido ver, no
tuvo ocasión en el pasado de propugnar el lema de «primero libertad y luego obligación»,
ya que ella misma defendía la doctrina, por lo demás nunca abandonada, de la legitimación
divina de la autoridad estatal, y los papas podían exigir de los príncipes el cumplimiento de
la ley moral mediante amenazas de excomunión. Pero todos los documentos eclesiásticos
demuestran hasta la saciedad que la Iglesia trataba siempre de encontrar el medio más
seguro de proteger a la persona contra los abusos de los representantes del poder del
Estado y de ayudarla en la consecución de su perfección moral y en sus reivindicaciones de
un trato justo por parte de la autoridad.

En la bula Creador omnium rerum Deus (1435), Eugenio IV amenazó con penas
eclesiásticas a quienes se atrevieran a deportar a los indígenas. Pío XI no podía frenar el
racismo del régimen nazi con meras amenazas de excomunión. Prefirió escribir una
encíclica (Mit brennender Sorge) para sacudir la conciencia de los pueblos. La total
secularización del Estado, que en un principio se manifestó en una declarada actitud
anticlerical y antirreligiosa, hizo necesario desplazar la resistencia contra el abuso del
poder estatal al individuo. El principio supremo del orden social —el principio de
subsidiariedad— se va orientando de una manera cada vez más clara hacia el individuo. La
autoridad estatal, desbordada por cuestiones de orden ideológico y moral, renuncia en
cierta medida a su competencia de delimitar autoritativamente el alcance y los límites del
bien común. Por otra parte, no puede abandonar por completo la idea del bien común, por
mucho que se declare neutral frente a los valores. En la práctica, no puede negarse a
reconocer los valores, ya que, cuando menos, debe defender la libertad de los elementos
más activos y válidos de la sociedad y estimular los que produzca la riqueza necesaria para
la sociedad, tanto en el orden espiritual como en el material.

En el sentido, y aplicando al Estado moderno, es como se entendió el principio de


subsidiariedad de Pío XI. No fue ésta la forma en que lo formuló, entre otros, Gregorio
XVI, si bien apenas se da ninguna diferencia sustancial entre su doctrina social y la de Pío
XI. Ambos pretendían defender la idea de un bien común justo que diera cabida a los
valores morales del hombre. Ambos querían garantizar a la persona humana la posición
que le correspondía en la comunidad, para que pueda trabajar responsablemente en la
construcción de la sociedad. Gregorio XVI suponía aún que el Estado aceptaba el orden
moral y que podía ser un estimulador eficaz de dicho orden. Pío XI, en cambio, sólo podía
ver en el Estado al organizador de las iniciativas que se fueran formando en el cuerpo
social, sin llegar por ello a exonerarlo de toda responsabilidad en el orden moral.

La Iglesia católica enseña y proclama una doctrina de la sociedad y de la


convivencia humana que posee indudablemente una perenne eficacia.

El principio capital, sin duda alguna, de esta doctrina afirma que el hombre es
necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales, el
hombre, repetimos, en cuanto es sociable por naturaleza y ha sido elevado a un
orden sobrenatural.

De este trascendental principio, que afirma y defiende la sagrada dignidad de la


persona, la santa Iglesia, con la colaboración de sacerdotes y seglares
competentes, ha deducido, principalmente en el último siglo, una luminosa
doctrina social para ordenar las mutuas relaciones humanas de acuerdo con los
criterios generales, que responden tanto a las exigencias de la naturaleza y a las
distintas condiciones de la convivencia humana como al carácter específico de la
época actual, criterio que precisamente por esto pueden ser aceptado por todos.

Sin embargo, hoy más que nunca, es necesario que esta doctrina social sea no
solamente conocida y estudiada, sino además llevada a la práctica en la forma y
en la medida que las circunstancias de tiempo y de lugar permitan o reclamen.
Misión ciertamente ardua, pero excelsa, a cuyo cumplimiento exhortamos no
sólo a nuestros hermanos e hijos de todo el mundo, sino también a todos los
hombres sensatos. (Mater et magistra 218-221)
6. RESUMEN

De lo dicho podemos concluir que existe una doctrina social católica: una doctrina de un
bien común que hace referencia a valores sociales y que al mismo tiempo, contiene los
principios organizativos que han de tenerse en cuenta cuando se trata de regular las
relaciones humanas en orden a ese bien común. Podríamos decir que tal doctrina no es sino
un conjunto de «proposiciones abiertas». Sin embargo, por proposiciones abiertas no ha de
entenderse una afirmación que admite cualquier tipo de interpretación. Se trata, más bien,
de actitudes y orientaciones que apuntan en una dirección bien determinada. Así, por
ejemplo, no puede calificarse proposiciones abierta a cualquier interpretación la cláusula
general de que un conductor de automóvil ha de comportarse en la carretera como lo exige
la situación concreta con el fin de evitar accidentes, ya que dicha cláusula general entraña
una carácter imperativo y, por tanto, no es indiferente la aplicación concreta que cada uno
haga de ella.

Ante todo, confirmamos la tesis de que la doctrina social profesada


por la Iglesia católica es algo inseparable de la doctrina que la misma
enseña sobre la vida humana. (Mater et magistra 222)

En este sentido imperativo es como han de entenderse las afirmaciones contenidas en la


doctrina social católica. Naturalmente, estas orientaciones tienen todavía un carácter muy
general. Con todo, son ya suficiente para señalar y poner el acento sobre alternativas
concretas. Así, pues, al leer y aplicar las declaraciones eclesiástica sobre cuestiones
sociales, lo decisivo es tratar de encontrar en ellas el núcleo del que se han deducido las
afirmaciones concretas. Pues la función docente y pastoral de la Iglesia se expresa siempre
en estas cuestiones de un modo muy concreto, en relación a un caso, por así decirlo
irrepetible. De la formulación concreta y específica se ha de entresacar la sustancia, que es
lo único que podrá permitíos una aplicación de la teoría a casos análogo.

En un momento en que el desarrollo de la vida económica, con tal que se le dirija y


ordene de manera racional y humana, podría mitigar las desigualdades sociales,
con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a veces hasta
un retroceso en las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio de los
pobres. Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo estrictamente necesario,
algunos, aun en los países menos desarrollados, viven en la opulencia o malgastan
sin consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras unos pocos
disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda iniciativa y
de toda responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de vida y de
trabajo indignas de la persona humana.

Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a estas disparidades,
porque están plenamente convencidos de que la amplitud de las posibilidades
técnicas y económicas que tiene en sus manos el mundo moderno puede y debe
corregir este lamentable estado de cosas. Por ello son necesarias muchas reformas
en la vida económico-social y un cambio en la mentalidad y de costumbre en todos.
A este fin, la Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del evangelio, ha
concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto
en orden a la vida individual y social como en orden a la vida internacional, y los
ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos. (Gaudium et spes 63)

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