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El marxismo entiende al hombre como un ser inmanente, cuya única finalidad consiste en
cooperar en la consecución del bienestar material de la comunidad en que vive. Si el
hombre consigue integrara su vida en la sociedad, habrá realizado ya el sentido de su
existencia. En esta concepción del hombre, la muerte no es sino el final de su integración
individual en la totalidad. Si el hombre esperara un más allá, sería porque la sociedad no le
satisface, porque aspira a algo más de lo que la sociedad puede ofrecerle. Por tal razón, el
marxismo tuvo y tiene que excluir la religión de los valores sociales. La religión es el opio
del pueblo. De la misma manera, el marxismo no puede admitir una libertad que trascienda
las decisiones del Estado. E incluso en la ilusión marxista de una sociedad sin explotadores
ni explotados, la libertad del individuo sólo se concibe dentro de una sociedad materialista.
Cuando los marxistas dicen que la religión, en cuanto asunto personal, es libre, quieren
indicar que cada uno puede creer en su fuero interno lo que le venga en gana, pero que su
vida externa no puede estar de ningún modo determinada por sus convicciones religiosas.
El Estado no tiene para nada en cuenta la religión. El hombre religioso, en cuanto miembro
de la sociedad, debe actuar como materialista. Cuando la Constitución de algunos países
comunistas reconoce los derechos de la religión, tal reconocimiento sólo tienen valor sobre
el papel: la religión siguen siendo «asunto privado». La autorización de la enseñanza
religiosa no es sino una maniobra política pasajera. En la práctica, se hace todo lo posible
por impedirla, por controlar a los practicantes y por excluirlos de la actividad profesional.
La vida privada es la preocupación exclusiva del liberalismo. Según esta teoría, la sociedad
una actitud neutral frente a los valores. Para proteger la libertad individual, que, desde el
punto de vista del individuo, puede adherirse a cualquier tipo de valores, la sociedad en
cuanto tal no tiene otro remedio que organizar las libertades individuales de sus miembros
para que puedan ejercitarse sin roces.
El llamado socialismo «en libertad», tal como se entiende en los partidos socialdemócrata
occidentales, no tiene una concepción específica de la posición de la moral dentro de la
doctrina social. Se distingue del liberalismo en la definición de la libertad, que no consiste
ya en la falta absoluta de obstáculos en el desarrollo personal, sino que es una libertad
apoyada por el Estado, quien está obligado a dirigir la economía, la enseñanza y la cultura,
así como cualquier asunto económico y social.
Como hemos visto, lo que realmente importa al determinar las diversas doctrinas sociales
es su concepción de la relación entre el individuo y la sociedad, es decir, su concepción de
los valores y objetivos de la persona que han de quedar asumidos por la responsabilidad
colectiva (el bien común). Este es el primer nivel de la doctrina social. Pero el segundo no
es menos importante. En él se trata de determinar los principios organizativos que rigen el
cumplimiento de tal responsabilidad. Para el liberalismo, este segundo nivel es muy
sencillo: las libertades deben poder funcionar con el menor número posible de obstáculos.
Como se demuestran los ejemplos del liberalismo y del marxismo, la doctrina social
comprende dos elementos: 1) los valores contenidos en el concepto del bien común y 2)
el principio organizativo que rige la realización de tales valores mediante la actividad
social. El segundo elemento hace de la doctrina lo que podemos llamar un sistema social y
económico. La neutralidad de la sociedad liberal frente a los valores requiere un principio
liberal de organización, a saber, la coordinación de las libertades individuales. De este
principio se deriva el sistema económico liberal, es decir, la economía de mercado libre,
que tiende a una regulación exclusivamente formal de la competencia.
¡Qué diferentes posturas ante la esclavitud adoptaron Nicolás V y León XIII! ¡Qué
cambios en las declaraciones sobre la libertad de prensa, la libertad religiosa, la
democracia, la propiedad o la cogestión! Un lector no avisado podría no ver en estas
declaraciones más que tomas ocasionales de posturas provocadas por algún
acontecimiento histórico. Pero, en realidad, es posible reducirla a una unidad y sacar de
ella una doctrina social clara, que puede formularse a modo de sistema social y
económico, con tal que se conozca el método de leer e interpretar los documentos
eclesiásticos.
Todas las posturas adoptadas por la Iglesia, sea cual fuere su formulación concreta, han
tratado de definir un orden social en el que la persona humana pueda vivir su vocación
eterna, sin que se vea obstaculizada por miserias y dificultades que podrían evitarse con
una buena organización social. Verdad es que el cristianismo no es una religión para vivir
bien. Cristo predicó la pobreza de espíritu, es decir, la libertad interior con respecto al
dinero. Nos exhortó a cargar con su cruz y a seguirle en sus sufrimientos. No vino a la
atierra para ahorrarnos el dolor, sino, por el contrario, para redimirnos por él. Por eso habrá
siempre pobres entre nosotros.
Por supuesto, esto no quiere decir que hayamos de abandonar a los pobres en su pobreza,
mientras nosotros vivimos en la abundancia. Pero, de todos modos, esta doctrina implica
que, en nuestro esfuerzo por eliminar del mundo las desigualdades sociales, nunca
podremos regular la vida terrena tan perfectamente como pretende el marxismo. La
sociedad sin sufrimiento sólo se dará en el más allá. La esperanza no es un estupefaciente
con el que adormecemos nuestra responsabilidad ante la justicia social, como Marx echaba
en cara a los cristianos cuando decía que la religión es el opio de los pueblos.
La Iglesia no ha dejado jamás de llamar la atención de los hombres sobre estos principios.
Siempre que se trate de normas sociales, también la ley humana, es decir, positiva, podrá
intervenir para sancionarlas. En el pasado, cuando el derecho se entendía como soporte del
comportamiento moral, la Iglesia podía servir fácilmente del derecho civil, es decir, podrá
recurrir a la autoridad civil para que garantizase el cumplimiento de las normas morales. A
medida que la sociedad se fue secularizando o, por decir de otro modo, liberalizando en el
sentido de neutralidad frente a los valores, la iglesia tuvo que limitarse a expresar su
preocupación por las normas morales mediante exhortaciones y advertencias.
Los papas siempre han enseñado que la autoridad del Estado es una autoridad que se funda
en Dios mismo. Lo cual no tienen nada que ver con el conformismo. Pues los papas han
defendido al mismo tiempo la doctrina de la conciencia, mediante la cual el hombre puede
discernir cuándo un mandamiento humano contradice los mandamientos de Dios.
Pero además, con la huelga se perjudica también a otras personas distintas de los
trabajadores: lo más pobres, los pensionistas y, en una palabra, todos aquellos que se ven
privados de parte de los ahorros que tanto trabajo les ha constado. Los costos de la huelga
deben pagarlos todos los miembros de la sociedad, especialmente los consumidores. Por tal
razón, los trabajadores y empresarios suizos de la rama del metal y de la maquinaria
llegaron hace ya cuarenta años (1937) a un acuerdo que está todavía en vigor. Acordaron
no amenazarse mutuamente con huelgas o lockouts, sino tratar de encontrar siempre una
solución conjunta. Tal acuerdo en el ramo más fundamental de la industria suiza produjo
efectos benéficos, no sólo para el sector directamente afectado, sino para toda la nación.
Hoy todo el mundo está asombrado de la próspera situación económica suiza. ¿A qué se
debe? Al hecho de que los suizos aceptan el principio de la «buena fe». El contrato laboral
se rige por tal principio. Ambos contratantes están obligados a confiar uno en otro, es decir,
a actuar con lealtad mutua hasta encontrar la solución satisfactoria. Sólo en un clima como
éste es viable la libertad de convenio. Sólo en un clima como éste puede respetarse el
derecho a la huelga y al lockout. Cuando rige el principio de «la buena fe», nunca se llega
en la práctica a la huelga.
Pero, como ya hemos indicado, tal proceder requiere de todos los miembros de la sociedad
una sana actitud democrática. Sin embargo, la peligrosa medida de la huelga puede
también conjurarse delimitando con toda precisión la conflictividad entre trabajadores y
empresarios. Así, por ejemplo, podrá imponerse la obligación de entablar una serie de
negociaciones progresivas antes de amenazar con la huelga o con el lockout y,
especialmente, podrán definirse legalmente los motivos de huelga de modo que no pueda
irse a ella por un mero aumento de sueldo, que quizá sólo beneficie a un pequeño grupo de
la sociedad. Se ha de excluir, sobre todo, la huelga política conduce al terrorismo y a la
guerra civil. Un Estado que quiera defenderse del terrorismo y de la guerra civil, deberá
regular todos los sectores de la vida mediante normas jurídicas.
Según esto, la vida social no puede definirse con un continuo conflicto, entre los miembros
de la sociedad. Por esta misma razón, la lucha de clases es ajena a la doctrina social
católica, al menos en el sentido de que tal lucha constituya la solución última de los
conflictos sociales.
La Iglesia se distancia así tanto de la neutralidad liberal frente a los valores como de la
lucha de clase marxista. De la primera, porque se defienda la existencia de unos valores
anteriores a la sociedad; de la segunda, porque sitúa a la persona humana, creada por Dios
y sometida a su voluntad, al frente de todos los valores sociales. cuando se acepta que el
bien común comprende también valores de orden ético, se está ya admitiendo que la
autoridad forma parte integrante del concepto de sociedad, lo cual constituye, a su vez, una
nota distintiva con respecto al liberalismo, que no puede ni quiere admitir que la autoridad
social esté justificad, y un distanciamientos con respecto al marxismo, que identifica la
autoridad con el poder (si bien pretende poder renunciar a este último en el estadio final de
desarrollo de la sociedad).
a) LA PERSONAS HUMANAS.
El orden de valores éticos defendidos por la doctrina social católica tiene consecuencias
decisivas para la organización concreta de la sociedad. Lo fundamental es el respeto a la
persona humana y a su conciencia. Nadie puede ser obligado a hacer algo contra su
conciencia. Por tal razón, no se puede organizar al hombre de acuerdo con leyes
meramente económicas. Pero, en la concepción cristiana, la libertad no es absoluta. Está
siempre sometida a normas morales. Y estas normas son también de importancia desde una
perspectiva social, no sólo porque estamos obligados a trabajar con todas nuestras fuerzas
por el bien de la sociedad, sino también porque la sociedad tiene derecho a exigirnos que
llevemos, en público y en privada, una vida íntegra y moralmente buena. Esta es la razón
de que la sociedad pueda formular jurídicamente normas morales.
b) EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
Pero, por otra parte, esto significa que la sociedad debe respetar el desarrollo de la
conciencia personal de sus miembros, que en último término ha sido creado por Dios. De
aquí que, mientras el individuo desee hacer sus propias cosas de acuerdo con su
responsabilidad personal, nadie deberá negarle ese derecho. Mientras sea capaz de
desempeñar sus funciones como persona, como padre de familia, como profesional, etc.,
nadie deberá trasladar la función social que le compete a la sociedad. Lo mismo cabe decir
de las pequeñas comunidades humanas dentro de la sociedad. Lo que puede hacer el
matrimonio, la familia o las asociaciones humanas fundadas en la responsabilidad social,
no debe quedar absorbido por la institución pública. Así reza el principio de subsidiariedad
como lo formuló Pío XI en su encíclica Quadragesimo anno.
La iglesia católica no sólo defiende la existencia de valores morales válidos par todos los
hombres y para la sociedad humana en general, porque se desprenden de la misma
naturaleza del hombre, sino que tiene también su propia idea del hombre real y concreto,
de sus inclinaciones, de sus pasiones de sus posibles desviaciones; en una palabra, de su
comportamiento real frente a las normas morales. Aunque no acepte el homo homini lupus
de Hobbes, conoce la debilidad e inestabilidad del hombre. En su caminar hacia la
perfección moral, la persona humana necesita apoyo y protección contra las amenazas que
le vienen de los demás hombres y contra los abusos del poder del Estado. De esta
convicción nace la defensa de la propiedad privada. El individuo precisa de protección
también en sus decisiones económicas para poder alcanzar los objetivos morales de su
vida. Y así, la Iglesia toma postura a favor del individuo cuando se trata de ponderar y
decidir qué tipo de propiedad ha de elegirse. Aunque no un derecho natural originario, la
propiedad privada sí es un derecho en virtud de la convivencia ordenada entre los hombres,
que se preocupan más y mejor de sí mismo que de los demás.
Como puede verse, volvemos a encontrarnos aquí con un principio fundamental —otro de
los puntos centrales de las diversas declaraciones eclesiásticas sobre las relaciones de
propiedad—, que no se pierde de vista ni siquiera cuando se trata de defender la
distribución equitativa de los bienes. La defensa de una redistribución más justa en casos
de evidentes desigualdades sociales se basa en la convicción de que los bienes terrenos,
antes de su división en propiedades privadas, estaban destinados al uso de todos los
hombres. Dentro de unas relaciones de propiedad privada, esta defensa se hace más urgente
cuando la propiedad privada no es ya capaz de desempeñar su función social de estimular
la creación de riqueza, es decir, la productividad del capital y del trabajo para el bien de la
sociedad, y de garantizar la paz de sus miembros. Pero la tendencia debe ser siempre la
consecución de unas relaciones de propiedad privada lo más amplia posible. O, dicho de
otro modo, el objetivo ha de ser una economía de mercado basada en la propiedad privada.
Pues quien defiende la propiedad privada, debe defender también el intercambio libre de
bienes entre propietarios privados, ya que, de otro modo, a la propiedad privada le faltaría
su característica esencial, a saber, la disposición de los bienes.
¿Quiere todo esto decir que la economía de mercado basada en la propiedad privada es el
sistema económico que la doctrina social católica defiende como el único justo en
cualquier situación, cultura o pueblo?
En teoría, el hombre es libre de organizar en cada caso sus relaciones con los demás y de
decidir cómo ha de realizar la sociedad humana su cometido ético-cultural. Los más
idealistas pueden ponerse de acuerdo a instaurar en común un régimen comunista. Pero a
nadie se le puede impedir que considere el fruto de su trabajo como propiedad suya, que
podrá utilizar a su arbitrio para el consumo o para la producción ulterior de bienes. En esta
línea, León XIII (Rerurm novarum n. 35) declaraba que el derecho a la propiedad es
inviolable. Y no puede suprimirse apelando al principio de la mayoría, como se hace con
las minorías derrotadas en una votación democrática. Mientras no se atente contra este
derecho y cada uno puede disponer libremente de sus bienes, los grupos concretos de una
sociedad podrán elegir la forma de propiedad que más les agrade y organizarse en
consecuencia.
No es, por tanto, necesario que en todas y cada una de las empresas se mantenga el mismo
tipo de relación entre capital y trabajo, de modo que sea siempre uno quien invierta el
capital y otro quien ponga el trabajo, como sucede en la empresa «capitalista». Puede
preferirse el contrato social al contrato de de trabajo. Pero esto no quiere decir que el
contrato de trabajo sea injusto (Quadragesimo anno n.64). La doctrina social católica no
defiende un tipo determinado de empresa, ni el capitalista ni el social. De hecho, Pío XI
recomendó de manera especial este último tipo (Quadragesimo anno n.65), ya que es
menos conflictivo que el capitalista.
Pero estas observaciones sobre la forma de propiedad en la empresa no nos dicen aún qué
sistema económico global propugna la doctrina social católica. Con todo, el hecho de que
asigne una posición tan central al derecho a la propiedad privada indica ya que, en
cualquier caso, queda excluido el sistema comunista, en el que no hay cabida para tal
derecho. Queda, por tanto, sólo un sistema en el que se reconoce la propiedad privada en
general, no sólo de los bienes de consumo, sino también, y sobre todo, de los de
producción, junto con la necesaria libertad de disposición. Tal sistema es la economía de
mercado.
El escepticismo de la Iglesia ante las ilusiones utópicas —por ejemplo, la de una sociedad
perfecta que sólo dependiera de la buena voluntad de sus miembros— y su conciencia de la
pecaminosidad y debilidad del hombre, se manifiestan también en su actitud frente a los
representantes del poder del Estado. Verdad es que la Iglesia, como hemos podido ver, no
tuvo ocasión en el pasado de propugnar el lema de «primero libertad y luego obligación»,
ya que ella misma defendía la doctrina, por lo demás nunca abandonada, de la legitimación
divina de la autoridad estatal, y los papas podían exigir de los príncipes el cumplimiento de
la ley moral mediante amenazas de excomunión. Pero todos los documentos eclesiásticos
demuestran hasta la saciedad que la Iglesia trataba siempre de encontrar el medio más
seguro de proteger a la persona contra los abusos de los representantes del poder del
Estado y de ayudarla en la consecución de su perfección moral y en sus reivindicaciones de
un trato justo por parte de la autoridad.
En la bula Creador omnium rerum Deus (1435), Eugenio IV amenazó con penas
eclesiásticas a quienes se atrevieran a deportar a los indígenas. Pío XI no podía frenar el
racismo del régimen nazi con meras amenazas de excomunión. Prefirió escribir una
encíclica (Mit brennender Sorge) para sacudir la conciencia de los pueblos. La total
secularización del Estado, que en un principio se manifestó en una declarada actitud
anticlerical y antirreligiosa, hizo necesario desplazar la resistencia contra el abuso del
poder estatal al individuo. El principio supremo del orden social —el principio de
subsidiariedad— se va orientando de una manera cada vez más clara hacia el individuo. La
autoridad estatal, desbordada por cuestiones de orden ideológico y moral, renuncia en
cierta medida a su competencia de delimitar autoritativamente el alcance y los límites del
bien común. Por otra parte, no puede abandonar por completo la idea del bien común, por
mucho que se declare neutral frente a los valores. En la práctica, no puede negarse a
reconocer los valores, ya que, cuando menos, debe defender la libertad de los elementos
más activos y válidos de la sociedad y estimular los que produzca la riqueza necesaria para
la sociedad, tanto en el orden espiritual como en el material.
El principio capital, sin duda alguna, de esta doctrina afirma que el hombre es
necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales, el
hombre, repetimos, en cuanto es sociable por naturaleza y ha sido elevado a un
orden sobrenatural.
Sin embargo, hoy más que nunca, es necesario que esta doctrina social sea no
solamente conocida y estudiada, sino además llevada a la práctica en la forma y
en la medida que las circunstancias de tiempo y de lugar permitan o reclamen.
Misión ciertamente ardua, pero excelsa, a cuyo cumplimiento exhortamos no
sólo a nuestros hermanos e hijos de todo el mundo, sino también a todos los
hombres sensatos. (Mater et magistra 218-221)
6. RESUMEN
De lo dicho podemos concluir que existe una doctrina social católica: una doctrina de un
bien común que hace referencia a valores sociales y que al mismo tiempo, contiene los
principios organizativos que han de tenerse en cuenta cuando se trata de regular las
relaciones humanas en orden a ese bien común. Podríamos decir que tal doctrina no es sino
un conjunto de «proposiciones abiertas». Sin embargo, por proposiciones abiertas no ha de
entenderse una afirmación que admite cualquier tipo de interpretación. Se trata, más bien,
de actitudes y orientaciones que apuntan en una dirección bien determinada. Así, por
ejemplo, no puede calificarse proposiciones abierta a cualquier interpretación la cláusula
general de que un conductor de automóvil ha de comportarse en la carretera como lo exige
la situación concreta con el fin de evitar accidentes, ya que dicha cláusula general entraña
una carácter imperativo y, por tanto, no es indiferente la aplicación concreta que cada uno
haga de ella.
Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a estas disparidades,
porque están plenamente convencidos de que la amplitud de las posibilidades
técnicas y económicas que tiene en sus manos el mundo moderno puede y debe
corregir este lamentable estado de cosas. Por ello son necesarias muchas reformas
en la vida económico-social y un cambio en la mentalidad y de costumbre en todos.
A este fin, la Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del evangelio, ha
concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto
en orden a la vida individual y social como en orden a la vida internacional, y los
ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos. (Gaudium et spes 63)