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Massimo La Torre
SOBRE DERECHO
Y UTOPÍA
Ensayos de filosofía política y social
Traducción castellana de
Murcia, 1999
6
Esta edición ha sido posible por una ayuda del Instituto Universitario Europeo de Florencia.
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© Massimo La Torre
I.S.B.N.: 84-8425-026-1
D.L.: MU-1633-1999
ÍNDICE
PREFACIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
PREFACIO
M. L. T.
11
CAPÍTULO I
El llanto y la utopía.
Condición humana, sociabilidad y civilización industrial
1. EL LLANTO …
1 Las citas son extraídas de la edición Seuil, París 1976, pp. 228-230.
Sobre derecho y utopía 13
«sketch» publicitario alguien que llore sollozando? Por el contrario todos ríen
normalmente, con dientes especialmente blancos y caras sin arrugas: todos
están llenos de alegría cuando pueden comprar una lavadora, un cepillo de
dientes, un detergente. «La felicidad moderna del hombre consiste en “diver-
tirse”. Divertirse significa consumir y comprar alimentos, bebidas, cigarrillos,
gente, libros, películas. Todo se consume, se engulle. El mundo es un gran
objeto que despierta nuestros apetitos, una gran manzana, una gran botella, un
gran seno...»2.
Sin embargo, siempre se continúa sufriendo, muriendo, queriendo com-
partir la propia vida con los demás, queriendo amar. Y esto se convierte, den-
tro del sistema industrial, en objeto de consumo, o bien es expulsado, puede
decirse, del diseño de las relaciones sociales. Es el caso de la muerte. Hoy se
está más sólo todavía cuando se muere, incluso si, y es la excepción, se estu-
vo terriblemente solo durante la vida. Nadie está allí para recoger los últimos
borbotones de la vida de un hombre, nadie vela el cadáver frío y verdoso por-
que en él todavía reconoce todo lo que era la persona viva: el techo de la casa
se derrumba rápidamente sobre aquella extraña y mísera cosa que era una
vida, para evitar la turbación de los vivos. La muerte altera la locura del con-
sumo y el normal abrirse y volver a cerrar de aquel sistema de compuertas que
es la regla social (aquí nos referimos a la regla social industrial y capitalista):
«La privatización de la muerte se incluye en los esfuerzos para aumentar la
funcionalidad de la cooperación social, para excluir decisiones imprevisibles
en cuanto que cuestionan un funcionamiento «sin roces» del engranaje engra-
naje. La tendencia a desproblematizar en nombre de la efectividad de las inte-
racciones sociales culmina con la eliminación de la muerte y de la limitación
del actuar»3. La muerte le recuerda al hombre, con su inmisericorde soledad
en presencia del momento supremo, trágicamente y en el mismo momento en
el que le anula, su esencial individualidad, y la imposibilidad de quedar redu-
cido a la dimensión social (y por consiguiente la vanidad de la regla social),
la diferencia de fondo entre individuo y sociedad. El «memento mori» es la
consciencia de esta exclusión y del irreductible estatuto autónomo del indivi-
duo. Frente al evento supremo, a la extinción de la vida, a este punto de hui-
da sin retorno, el hombre se encuentra sólo. Aquí la soledad es el evento
mismo, el hombre se encuentra sólo para morir incluso allí donde esté rodea-
do de la piedad y del dolor de los más queridos y de la participación de la
colectividad. La muerte es el supremo hecho natural, que se toma la revancha
sobre la constitución del ser humano (la cultura) y su mundo de símbolos, y
2 E. Fromm, The Art of Loving, trad. it. L'arte di amare, Il Saggiatore, XXI ed., Milano
1981, p. 111.
3 C. von Ferber, «Soziologische Aspekte des Todes», en Zeitschrift für evangelische Ethik,
7, 1963, p. 358.
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4 A. Camus, La peste, Gallimard, París 1980, pp. 12-13. En relación con la represión de la
conciencia de la muerte en la sociedad industrial avanzada, véase E. Fromm, Escape from Freedom,
trad. it., Ed. di Comunità, XI ed., Milano 1978, pp. 211-212. «Existe una emoción prohibida... ya
que su supresión incide profundamente en las raíces de la personalidad: el sentido de la tragedia»
(ibid., p. 211). Sobre el tema de la desaparición social de la muerte, y más en general sobre el sig-
nificado social de la muerte, existe hoy una literatura bastante abundante. Véase, por ejemplo,
S. Acquaviva, «Crisi nei significati della morte», Schema, n. 6, 1980-III, pp. 43-65.
Sobre derecho y utopía 15
6 Ibid., p. 67. Respecto a la relación entre economía y sociedad en los sistemas pre-capita-
listas, no se puede olvidar la obra de Karl Polanyi dirigida a demostrar que la economía estaba,
antes del surgir del capitalismo, «embedded» (incrustada) en el espacio social. Cfr. K. Polanyi,
Origins of Our Time: The Great Transformation.
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2. … Y LA UTOPÍA
do a Marcuse, la dimensión estética, es decir el dar vida, propio tanto del arte
como del sentimiento, del cual aquel es una expresión altamente formalizada,
a «aquella otra realidad, interna a la constituida, que es el universo de la espe-
ranza»10. En la dimensión estética el universo utópico actúa dentro de la socie-
dad existente, pero su existencia interna a tal sociedad, su interioridad respecto
a ésta es sólo temporal, y no también espacial. El tiempo de la creación artís-
tica y de la expresión del sentimiento es el tiempo mismo del dato social, pero
el espacio es diferente: el arte, el sentimiento, trascienden del espacio propio
de la sociedad histórica y ocupan otro territorio, definen una nueva realidad.
4). Utopía más allá de la sociedad existente (en el exterior del tiempo de
tal sociedad: exterioridad temporal). Aquí se trata del proyecto de una nueva
sociedad subversiva respecto a la existente, que sitúa la propia realización (a
diferencia de la «dimensión estética») en un tiempo futuro. Esta, podemos
afirmar, es la utopía en sentido estricto. La utopía en sentido estricto puede
actuar de dos maneras principales, según que diseñe una vía hacia la sociedad
futura o prefigure una imagen ya acabada del futuro (que llega a ser así la
sociedad «perfecta»), y por lo tanto constituya un plan social pormenorizado.
En el primer caso, el acento se sitúa sobre el método, sobre el medio, la uto-
pía está dentro de tal medio; en el segundo caso la utopía está en la meta, en
el fin, que se presenta inmóvil, no en movimiento, no resultado determinado
por el medio, sino como un a-priori traspuesto del plano lógico al histórico.
Al primer significado atribuible a la utopía «en sentido estricto» (utopía como
vía) pueden reconducirse, entre otros, tanto el marxismo como el anarquismo:
ambas doctrinas no prefiguran a priori una imagen acabada de la sociedad
futura sino que esbozan la evolución solamente a grandes rasgos. Ambas doc-
trinas fijan el elemento utópico (el proyecto social en este caso) en un medio;
para el marxismo este medio se inserta en la transformación de las relaciones
de producción, para el anarquismo el medio está completamente incluido en
la transformación de las relaciones interpersonales (dicho de otra manera, en
la cuestión de la relación sociedad-individuo, o todavía con terminología
moderna y quizá más apropiada en la cuestión de la relación entre «institu-
yente» e «instituido»). Escribía Landauer: «Aunque la utopía sea desmedida-
mente bella, ciertamente más que por lo que dice, por el modo en que lo dice,
lo que consigue la revolución es precisamente su propio final, que no se dife-
rencia demasiado de lo que había antes de ella»11. De esta frase de Landauer
puede extraerse la diferencia, quizá no todavía suficientemente clara, entre
aquello que hemos llamado «utopía en sentido restringido» (utopía más allá
10 H. Marcuse, The Aesthetic Dimension, trad. it. La dimensione estetica, Mondadori, Mila-
no 1978, p. 66. Cursivas del autor.
11 G. Landauer, Die Revolution (1907), cit. en M. Buber, Pfade in Utopia, trad. it. Sentieri
in Utopía, Ed. di Comunità, Milano 1967, pp. 64-65.
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«sociedad vieja», que por muy vieja y decrépita que sea es igualmente siem-
pre una sociedad. Hoy sin embargo el problema es distinto, dramáticamente
nuevo: no cambiar la sociedad, sino reencontrar una sociedad.
turas. Individuos, clases, naciones han sido muy diversas las unas de las
otras...»13. El Occidente debe su progreso científico-económico a la estructu-
ra social pluralista: «En mi opinión, Europa debe por completo su progresivo
y multiforme desarrollo a esta pluralidad de opciones alternativas»14.
Pero, y el mismo Mill es uno de los primeros en darse cuenta, estos dos
fundamentos de la sociabilidad (pluralismo social interno y externo) comien-
zan a deteriorarse con la revolución industrial y con la sociedad de masas.
«Anteriormente, clases diferentes, vecindades diferentes, comercios y oficios
diferentes vivían en lo que podemos llamar mundos diferentes; ahora, en gran
parte, en el mismo mundo. En comparación, hoy leen y escuchan las mismas
cosas, van a los mismos sitios, tienen sus esperanzas y sus temores dirigidos
a los mismos objetos...»15. Mill nos ofrece aquí, justo en el momento en que
advierte el declive del pluralismo, una implícita confirmación de la tesis que
identifica en el pluralismo una forma de utopía. Los diversos grupos sociales,
a los que se refiere el filósofo inglés, «vivían en lo que podemos denominar
mundos diversos»: cada grupo era respecto al otro un territorio extraño, un
«no-presente social»; y ello valía tanto más entre diferentes sociedades. Pién-
sese, por ejemplo, en la gran diferencia que existía hace un siglo entre la vida
de Londres y la de Estambul: un modelo era respecto al otro una utopía. Hoy
esta diferencia se ha anulado por el modelo capitalista-industrial que se ha
impuesto en todo el mundo: Ankara no se distingue en nada de cualquier ciu-
dad europea, en Ankara, como en Londres como en Madrid la gente lleva los
mismos vestidos, en términos generales come y bebe las mismas cosas, se
divierte de la misma manera.
La civilización industrial-capitalista y la sociedad de masas han vaciado
de contenido al pluralismo social: el capitalismo, haciendo de todo el mundo
un único mercado y afirmando universalmente el poder de la máquina, ha
anulado el pluralismo externo, de manera que las costumbres y los mismos
paisajes nacionales son hoy uniformes, impuestos como están por la raciona-
lidad industrial y no expresión de la cultura y de la sociabilidad de un grupo
o de un pueblo. Si hasta el 1700 el barroco de Mesina puede ser diverso del
barroco palermitano, en los umbrales del siglo XXI un edificio de París es
exactamente idéntico a aquel construido en Pekín o en Moscú. Pero la civili-
zación industrial corroe, quizá todavía antes que el pluralismo externo, el
interno. Aquí la integración, la uniformidad se hace más global, y actúa en
profundidad gracias también al manifestarse de la sociedad de masas. Piénse-
se en la Sicilia de hace un siglo: en ella nobles, burguesía y campesinos cons-
tituían verdaderamente otros tantos «mundos diferentes». Cada clase
16 G. Landauer, Die Revolution (1907), trad. it., Cacucci, Assisi 1970, pp. 58-59.
17 E. Fromm, «La condizione attuale dell'uomo», en E. Fromm, The Dogma of Christ, trad.
it., Dogmi, gregari e rivoluzionari, Ed. di Comunità, III ed., Milano 1977, p. 107.
18 M. Horkheimer, «La trasformazione dell'uomo dalla fine del secolo scorso», en M. Hork-
heimer, Gesellschaft in Übergang, trad. it. La società in transizione, Einaudi, Torino 1979, p. 90.
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Los partidos y los sindicatos no estarían, por su misma función social, domi-
nados por la lógica del beneficio y por la productividad, a pesar de que su orga-
nización reproduce la de la fábrica (y la del Estado). Estos, que podrían haber
constituido, en la crisis de la época de las antiguas formas de comunidad, las
alternativas, han fracasado miserablemente. Ello es así porque han asumido el
«principio político», contagiado del mito de la eficiencia y de la técnica,
haciendo de la colectividad una máquina y del individuo un engranaje suyo. Y
aunque les pueda costar entenderlo a unos liberales, es el principio político, lo
que Habermas define como «racionalidad estratégica».
24 Ibid., p. 53.
25 Ibid., p. 61.
32 Massimo La Torre
26 Ibid., p. 26.
33
CAPÍTULO II
2 H. Lefebvre, Lo Stato, trad. it., vol. 4, Le contraddizioni dello Stato moderno, Dedalo, Bari
1978, p. 67.
3 «En la medida en la que la realización del beneficio se imputa al Estado, la sociedad civil
desaparece. Se disuelve no porque las categorías de la renta y de la desocupación desaparecen
sino porque su cualificación reconduce directamente al Estado. Se disuelve porque las reglas del
mercado, que permanecen y a veces parecen reforzarse, pueden existir (esto es lo nuevo de la
situación) únicamente a través de la mediación cualificante del Estado. La autonomía de lo polí-
tico se quebranta y se reduce a puro hecho técnico, sin ninguna razón material de clase, cuan-
do el enlace con el beneficio de las otras formas de renta social se torna de momento
autónomamente fundado en lo social a momento cualificado de la acción del Estado [...] En este
nivel del desarrollo capitalista —y de las luchas obreras que lo determinan— la sociedad civil
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viene tras el Estado; la autonomía de lo político es por consiguiente sólo la reproducción ideo-
lógica de un orden muerto. Por el contrario, la realidad del Estado es exaltada, no como sede de
imposibles mediaciones sino como centro de imputación total de la actuación social, como
momento de cualificación predeterminada de éste» (A. Negri, Proletari e Stato. Per una discus-
sione su autonomía operaia e compromesso storico, Feltrinelli, Milano 1977, pp. 30-1).
4 J. M. Benoist, Revenir à Montesquieu, en «Le Monde», 4 mars 1980.
Sobre derecho y utopía 37
5 Para un ilustre antecedente de esta opinión, léase Vittorio Alfieri: «[...] que no existien-
do contra la tiranía otro remedio definitivo que la universal voluntad y opinión; y no pudiéndo-
se ésta cambiar sino lentísima e inciertamente sólo en el ámbito de los pocos que piensan, sienten,
razonan, y escriben; el más virtuoso individuo, el más educado, el más humano, se encuentra des-
graciadamente forzado a desear en su corazón que los tiranos mismos, más allá de cualquier
actuación razonable, más rápidamente y con mayor certeza, transformen esta universal voluntad
y opinión» (Della tirannide (1789), Rizzoli, Milano 1949, pp. 95-96).
6 K. Marx, F. Engels, Manifesto del Partito Comunista, trad. it., Editori Riuniti, Roma
1977, p. 58.
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7 A las cuales Chiodi hace corresponder dos contraejemplos situados el espacio del súbdi-
to: 1) el buen ciudadano (que acepta la ley como cuerpo de reglas que mantienen unida la colec-
tividad; conducta simbolizada por Sócrates que acepta la muerte aunque injusta que le es
decretada según aquellas reglas que él reconoce); 2) el anarquista (figura simétricamente opues-
ta al Príncipe: el que niega completamente el Poder). La tripartición Príncipe-Funcionario-Inte-
lectual es la traducción subjetivizada de la tesis por la cual en el sistema político «la violencia, la
ideología y el derecho son los tres ámbitos fundamentales en los que se sitúa su ejercicio efecti-
vo» (cfr. G. M. Chiodi, La menzogna del potere, Giuffrè, Milano, 1979).
8 Sobre la violencia como hecho primordial y constitutivo del Poder véase también: E.
Malatesta, Il programma anarchico (1920), ahora en Gli anarchici, editada por G. M. Bravo, vol.
I, Utet, Torino 1971. En este escrito malatestiano, la oposición Dominio-Servidumbre es conside-
rada al principio como relación vencedores-vencidos. De igual opinión es Proudhon cuando rela-
ciona el surgir de la propiedad al «derecho del más fuerte»: «del derecho de la fuerza se derivan
la explotación del hombre por parte del hombre, llamada de otro modo servidumbre, usura, o el
tributo impuesto por el vencedor al enemigo vencido, y toda esta familia tan numerosa de impues-
tos, contribuciones, regalías, servicios, descuentos, alquileres, arrendamientos, etc., en una pala-
bra la propiedad» (Qu'est-ce que la propriéte? ou Recherches sur le principe du droit et du
gouvernement (1840), Garnier-Flamarion, París 1966, p. 293). Escribe a propósito Franz Hoppen-
heimer: «El Estado [...] es una institución social, impuesta por un grupo humano vencedor sobre
un grupo derrotado, con el único fin de regular el dominio del grupo vencedor sobre el conquistado
y de asegurarse contra la revuelta interna y los ataques externos» (Der Staat, Fischer, Stuttgart 1956),
cit. en T. Bottomore, Politica e società, trad. it., Il Mulino, Bologna, 1980, cap. IV, n. 8, p. 124.
9 Diversamente a Lefebvre, al marxismo situacionista (que se refiere al joven Marx) y a
aquel más acentuadamente economicista, Mario Tronti (refiriéndose a la tradición leninista),
identificando en la mediación un hecho intrínsecamente autoritario —«la dirección y la media-
ción, es decir la autoridad» (Introduzione a: Il Político, antología de textos a cargo de M. Tronti,
vol. 1, tomo I, Feltrinelli, Milano 1979, p. 3) no preconiza su extinción sino que la asume y la
recupera (como ontología de la acción humana en la sociedad) en el ámbito de la práctica del
movimiento obrero: «El movimiento obrero ¿es el fin de la política, o es la política encarnada en
las masas? [...] ¿Muerte de la política o política de clase?» (ibid., p. 8). La respuesta es decidida:
«La vía es aquella otra. ¡Confiad en Dios, pero tened la pólvora seca! Maquiavelos pero con los
Ironsides» (p. 12). De esta disposición no se podía no derivar una descalificación de los derechos
civiles: «[...] es un hecho [...] que la unidad y la concentración del poder, y por tanto la realidad
del poder soberano, viene antes y fundamenta la libertad, la soberanía, la propiedad misma del
individuo burgués» (p. 7).
Sobre derecho y utopía 39
que dicha separación entre sociedad civil y sociedad política, o mejor entre
sociedad y poder político, es inexistente en el sistema feudal. Por lo tanto, el
Estado liberal es una zona de la sociedad burguesa, no es su forma completa.
La legitimación de los comportamientos sociales no pasa en ella exclusiva-
mente a través de la forma política; el Estado asume por el contrario el come-
tido de arbitrar los conflictos en el interior de la sociedad civil.
Mientras en el ordenamiento feudal las relaciones de clases se daban en la
forma de dominio, éstas eran por tanto inmediatamente políticas y el jefe era
inmediatamente poder político; con la formación de una zona separada de la
política y con la paralela monopolización de la violencia concentrada en las
manos del Estado, las relaciones de clase vigentes en el ordenamiento burgués
se dan en la forma de contrato, son inmediatamente económicas y el jefe no
es luego poder político. En esta última situación al Estado le aguarda una fun-
ción de arbitro, de componedor del conflicto, de garante del respeto de los
contratos estipulados por las partes en régimen de libre concurrencia. Mien-
tras en el sistema feudal el poder político penetra en los fundamentos del
organismo social, haciéndolo homogéneo y compacto puesto que está unifor-
memente politizado, el sistema burgués al concentrar (y delimitar) la zona del
poder político (con la formación del Estado centralizado) rompe la sociedad,
ya que la hace deforme (lo público y lo privado nuevamente se escinden) y
traslada el conflicto: 1) en el interior del sistema, entre sociedad civil y socie-
dad política; 2) en el interior de la sociedad civil, entre libre vendedores y
compradores de fuerza-trabajo y de productos de consumo, entre libres y con-
currentes vendedores de fuerza-trabajo y de productos de consumo, entre
libres y concurrentes compradores de fuerza-trabajo.
No se quiere con ello sostener que el Estado liberal fuera verdaderamen-
te neutral. Todo lo contrario, intervenía poderosamente en los conflictos de
clase, haciendo caer bruscamente la balanza de la parte del capitalista. Debe
recordarse, a propósito de esto, la naturaleza estrictamente censataria de la
representación política en el Estado liberal, y por lo tanto la visión de la socie-
dad civil como el agregado de los propietarios. En este sentido, el Estado libe-
ral era verdaderamente el Estado de la Burguesía, en cuanto la sociedad civil
de la que constituía la instancia política era enteramente sociedad de burgue-
añadiré que, cuando un pueblo ha destruido en su seno la aristocracia, corre por sí mismo hacia la
centralización. Bastan entonces muchos menos esfuerzos para empujarlo por esta pendiente que
para detenerlo. En su interior todos los poderes tienden naturalmente hacia la unidad, y sólo con
mucha pericia puede lograrse tenerlos separados. La revolución democrática, que ha destruido tan-
tas instituciones del Ancien Régime, debía por lo tanto consolidar ésta y la centralización encon-
traba naturalmente su lugar en la sociedad que ésta revolución había formado de modo que se ha
podido fácilmente tomarla por una de sus obras» (A. de Tocqueville, L'Ancien Régime et la Révo-
lution, cit., en J. P. Mayer, Alexis de Tocqueville et son oeuvre, introd. a A. de Tocqueville, De la
Démocratie en Amérique, Gallimard, París, 1968, pp. 19-20).
Sobre derecho y utopía 41
ses. Lo que se quiere afirmar es que el Estado liberal no pretendía agotar den-
tro de sí toda la socialidad, toda la riqueza de los comportamientos sociales.
Y mucho menos pensaba en la reglamentación (como prescripción normati-
va) de estos comportamientos que eran dejados, al libre juego del mercado, a
aquella «mano invisible» considerada de por sí suficiente instrumento de con-
servación del orden burgués. Es decir, el Estado como «guardián nocturno».
Que luego los siervos de la gleba, convertidos en propietarios, pagarán su
libertad con el desarraigo, la marginación, y la más terrible miseria, califica
social y éticamente a la sociedad burguesa, pero no altera los términos de la
relación que ésta tenía con la forma Estado.
La transformación de la sociedad civil de sociedad de propietarios en
sociedad de masas, con el advenimiento del movimiento obrero y con la
mejora económico-cultural de la condición de las clases trabajadoras a medi-
da que las feroces exigencias de la acumulación primitiva de capital venían
disminuyendo, el modelo originario del Estado liberal (Estado censatario, y
en consecuencia más o menos fielmente representativo) entra en crisis, y con
él la misma dinámica de los procesos de la representación política. Desde la
primera guerra mundial en adelante se sabe lo que ha ocurrido. La guerra que
es un «estado» extraño al universo ideológico de la burguesía (¿no es quizás
«burgués» aquel que no viste un uniforme?) exalta, el rol del Estado, y por
otra parte la guerra moderna exalta el rol de las masas (en el sentido peyora-
tivo de amontonamiento que puede tener esta palabra). Hoy la guerra es total,
ya no respeta la distinción entre «militar» y «civil».
La guerra por una parte militariza (y por consiguiente estataliza) la socie-
dad entera; por otra pone en funcionamiento (y por consiguiente mediatiza)
masas imponentes, que con el uniforme adquieren conciencia de sí, una iden-
tidad como cuerpo colectivo. Además, los encargos militares vinculan cada
vez más los destinos de la gran industria a las decisiones del poder político-
militar y no a la inversa. La guerra revaloriza la figura y el «status» del gue-
rrero, y lo hace autónomo, lo hace independiente del oro del mercader del
cual ha sido hasta ahora el siervo armado. Y en realidad uno de los motivos
conductores tanto del fascismo como del nacional-socialismo es el odio del
militar frustrado hacia su jefe, hacia el rico al que le debe su propio unifor-
me de gala: el odio del teniente Wilhelm Lohse hacia el banquero judío
Efrussi11.
El Estado se apodera gradualmente de la gestión industrial, poco a poco
asume para sí mismo el papel que antes pertenecía al capitalista clásico, el de
la caricatura del obeso con el sombrero de copa y el puro. Y allí donde no es
el Estado el que se apodera de la empresa transformándola, casi siempre para
salvarla (es el '29), es la empresa la que tiende cada vez más a parecerse al
Estado. La estructura de las sociedades por acciones hace que la propiedad y
la gestión tiendan a separarse, y que la gestión, con connotaciones de «admi-
nistración», «burocracia» en definitiva, se plasme en el modelo jerárquico de
la administración pública.
La separación entre sociedad civil y sociedad política se atenúa, se hace
indistinta, a través de toda una serie de graduaciones en el sentido de la pro-
gresiva superposición de las dos dimensiones. A ello contribuye el carácter
«social» asumido por el Estado por el impulso de las reivindicaciones del
movimiento obrero y en la crisis propia del orden liberalizador (salvaje-
mente concurrencial) del capitalismo. El Estado se presenta como garante
ya no de las reglas del juego (que se desarrolla más allá de sus muros), sino
del bienestar de los ciudadanos y de las condiciones generales de vida; ya
no es guardián, sino creador de las libertades civiles: se afirma la idea de
que «el gobierno puede y debe considerarse un instrumento para asegurar y
extender las libertades individuales»12. Pensiones, seguros, asistencia
social, enseñanza obligatoria, subvenciones públicas, y así sucesivamente,
aumentan desmedidamente la medida de las funciones de la Administra-
ción13. No es casual que hoy en Italia el número más alto de trabajos esté en
el sector terciario.
12 J. Dewey, Liberalism and Social Action, trad. it., La Nuova Italia, Firenze 1946, p. 6.
13 «Abro por casualidad, de los almanaques piamonteses que tengo en mi librería: 1848:
año fatídico: el Ministro de Exteriores tiene un primer oficial, seis jefes de división, tres secreta-
rios, once subsecretarios, veintiún agregados, un tesorero, dos escribientes, el de Interior dos pri-
meros oficiales, seis jefes de división, cinco jefes de sección, once entre secretarios y
subsecretarios, quince agregados, dieciséis escribientes; el de Finanzas tiene un primer oficial,
tres jefes de división, dieciséis entre secretarios y subsecretarios, cuatro agregados, dieciocho
escribientes; el de Obras Públicas tiene en total diecisiete empleados, el joven Ministerio de Edu-
cación, tiene seis. Desde la época de Vittorio Amadeo II, en ciento cincuenta años, la burocracia
casi no debe haber cambiado. Salto al almanaque de 1861, el año de la constitución del reino. El
Ministerio de Exteriores tiene cuatro jefes de división, cinco jefes de sección, nueve secretarios,
catorce agregados; el de Interior, organizado sobre seis divisiones y una inspección de las cárce-
les, ha ascendido a 186 funcionarios; el de Finanzas tiene un secretario general, un inspector
general, tres directores generales, cuenta ya con 270 funcionarios, más un cuerpo de técnicos ads-
critos al catastro, lo que suma 383 unidades. El Ministerio de Obras Públicas, que integra corre-
os, telégrafos y ferrocarriles, alcanza las 296 unidades; el Ministerio de Educación no tiene más
que ochenta y ocho. En 1884 el Ministerio de Exteriores tiene 60 funcionarios; el de Interior
permanece aproximadamente en la cifra de 1861; me faltan los datos de los otros ministerios, ya
que los almanaques no registran los funcionarios de categoría inferior a contable o archivero,
pero incluso con estas lagunas, Educación tiene ya 191 empleados. El crecimiento debe ser de
relativa lentitud hasta 1915; a primera vista no diría que entre 1884 y 1915 en las administracio-
nes centrales se hubiera doblado el número; bien distinto a lo ocurrido en los últimos treinta y
cinco años. Pero en estos últimos treintaycinco años ha tenido lugar el enorme desarrollo, tam-
bién, de los organismos provinciales: las Prefecturas, por lo que he oído en mi familia, eran en
torno a 1885 organismos de diez-quince personas, y desde 1915 hasta hoy diría que se ha dupli-
Sobre derecho y utopía 43
cado el personal; se han formado los enormes organismos paraestatales, Previsión Social, INAIL,
INA, INAM, etc.» (A.C. Jemolo, La crisi, dello Stato moderno, en AA.VV., La crisis del diritto,
Cedam, Padova 1953, pp. 123-4). Es interesante señalar que Jemolo identifica dos períodos de
aceleración de la expansión cuantitativa de la función pública en Italia, los años 1861-1884
(aquellos en los que se funda el Estado unitario), y los años siguientes a 1915 (aquellos marca-
dos por la Gran Guerra, que verán surgir a un tiempo el fascismo y el Estado social).
44 Massimo La Torre
los cuales apenas necesitan ser formulados en una declaración para que sean
válidos. Pero el pensamiento de que tales derechos fundamentales tienen el
propósito de ser transferidos a la ley, de ser aplicados en una jurisdicción de
órganos permanentes, seguía siendo extraño a la nación. Para hacer valer
aquellos derechos basta, según la opinión general, la voluntad y la fuerza del
pueblo»17. La concepción del juez como único garante de las libertades, y por
lo tanto de una libertad totalmente resuelta en la ley, es propia de la cons-
trucción doctrinal alemana del Rechtsstaat. En la concepción revolucionaria
de las «guarentigie» del individuo respecto a las constantes potencialidades
opresivas (absolutistas) del poder político, la defensa es externa a la Ley, a la
forma jurídica, y se resuelve en el derecho de resistencia.
La diferencia entre el liberalismo revolucionario y la teoría del Rechtss-
taat radica en el diverso rol que en las dos doctrinas asume la forma legal:
en la una no agota el entero sistema jurídico, que permanece un sistema
abierto mediante el reconocimiento a los comportamientos sociales en sí
considerados de una verdadera y auténtica juridicidad, en la otra la ley cons-
tituye la malla que filtra la juridicidad de estos comportamientos, y el siste-
ma por consiguiente está cerrado. Además en la moderna teoría democrática
del Estado de Derecho aparece un ulterior elemento de diferenciación. Entre
liberalismo y democracia lo spartiacque es el análisis y el juicio sobre la
naturaleza del poder político, y por lo tanto la posición respecto a éste. El
liberalismo desconfía del poder político porque lo considera como poten-
cialmente opresivo, fácilmente desembocable en el arbitrio, y construye en
consecuencia una barrera, un muro de mantenimiento de la agresividad esta-
tal con la proclamación de una serie de libertades negativas todas ellas en
torno a las prerrogativas de gobierno. Los derechos del ciudadano en el régi-
men político liberal son, por hacer una similitud, como una casa construida
en una pendiente (el Estado) que amenazadoramente domina la construcción
y siempre puede desmoronarse; para evitar entonces el derrumbamiento, es
necesario contener el terreno en pendiente comprimiéndolo con cemento (las
libertades negativas).
El hecho de que este muro de contención se haya demostrado insuficien-
te para el fin, ya que a menudo es demasiado débil para frenar la mole de la
pendiente, puede evidenciar la contradicción ínsita en la idea liberal del
Gobierno como mal menor pero necesario, y señalar que la conciencia de la
naturaleza en el fondo absolutista del poder político estaba oscurecida y no
suficientemente desarrollada, pero no acusar de fingimiento a una instancia
antiautoritaria sinceramente advertida. En el pensamiento democrático la des-
17 R. Gneist, Lo Stato secondo il diritto, trad. it. en Biblioteca di scienze politiche, dirigida
por A. Brunialti, vol. III, Utet, Torino 1891, p. 1233 (cursivas del autor).
Sobre derecho y utopía 47
otra cuya producción es a su vez determinada por otra, un regreso que desem-
boca al final en la norma fundamental, en la regla hipotética fundamental y
por lo tanto en el fundamento supremo de validez que constituye la base de la
unidad de esta concatenación productiva»18. La reine Rechtslehre está obliga-
da a abandonar una concepción totalmente formalista del derecho hacia refe-
rencias sociológicas y políticas. El «deber ser» formal, que explica el derecho
a través del derecho, la norma inferior mediante la norma superior, se detiene
frente a la Grundnorm, que puede ser explicada únicamente evadiendo el
campo rígidamente circunscrito del derecho positivo: retornando a la socie-
dad por tanto, y violando el fin de la pureza de la construcción jurídica19.
Kelsen considera que todo sistema jurídico no puede más que ser unitario
y único. Los diferentes sistemas jurídicos se disponen como subsistemas del
sistema general que es el derecho internacional. A diferencia de Gurvitch,
para el cual el derecho internacional (como el derecho sindical) constituye un
ejemplo eminente de «derecho social»20 y el campo privilegiado del pluralis-
mo jurídico, el jurista de Praga, para dar una plenitud lógica a su doctrina,
debe reconstruir el derecho internacional no ya como un derecho pacticio,
como suma de la pluralidad de diversos sistemas, sino como verdadero y
auténtico ordenamiento coactivo con sus auténticas y propias sanciones (la
represalia y la guerra). El derecho internacional se convierte en el derecho
principal, y los derechos nacionales en los subsistemas, normas derivadas. El
Estado deviene «un ordenamiento jurídico parcial derivado inmediatamente
del derecho internacional»21. «Dos conjuntos de normas aparentemente dis-
tintos pueden constituir un sistema unitario: o en el sentido de que un orde-
namiento se presenta como subordinado al otro en cuanto el uno encuentra en
22 Kelsen, op. cit., p. 137. La exaltación de lo existente implícita en la teoría kelseniana, por
la cual la efectividad, no constituyendo la condicio per quam del derecho es la condicio sine qua
non, está cargada de potencialidades autoritarias. Esta es la opinión de Balladore Pallieri, que
comenta de esta manera las implicaciones políticas de la reine Rechtslehre: «representa, aunque
ciertamente de manera involuntaria, la más completa y meditada justificación de aquella que
habíamos observado como la principal directriz del Estado moderno: la tendencia al totalitaris-
mo y al absolutismo. [...] Aunque sea democrática, como quiere Kelsen, la sociedad moderna:
pero permanece abierta de par en par la puerta a aquel totalitarismo democrático del que ya
hemos examinado los orígenes y los desarrollos. Con el agravante de que, donde se realizase la
aspiración kelseniana al universal reconocimiento de un único ordenamiento positivo que abar-
cara a la entera humanidad, faltaría también el único que hoy puede subsistir frente al totalita-
rismo de las comunidades políticas: su efectiva pluralidad actual y las limitaciones para cada una
que ella necesariamente comporta» (Dottrina dello Stato, Cedam, Padova 1964, p. 73).
50 Massimo La Torre
23 Este concepto ha sido introducido por el Grundgesetz en los arts. 10.II. y 11.II. El art. 10
tutela «el secreto epistolar, postal y de las telecomunicaciones», el art. 11, «la libertad de circu-
lación». Ambos artículos prevén la posibilidad de limitaciones de los derechos garantizados por
ellos «si la limitación sirve para la defensa del ordenamiento fundamental liberal y democrático
(art. 10.II c), «o en los casos en los que ello sea necesario para combatir un inminente peligro
para la existencia o para el ordenamiento fundamental y democrático del Bund o de un Land»
(art. 11, II C). En los correspondientes arts. de la Constitución italiana, arts. 15 y 16, la limita-
ción está prevista: a) para lo que concierne al derecho de circulación sólo «por motivos de sani-
dad o de seguridad», pero nunca por razones políticas; b) con referencia a la libertad y secreto
de la correspondencia o de toda otra forma de comunicación «sólo por acto motivado de la auto-
ridad judicial con las garantías establecidas por la ley». En uno y otro caso no existe referencia
alguna a limitaciones posibles extra sistema, y motivadas a través de conceptos no estrictamente
jurídicos.
24 Cfr. F. Tonnies, Gemeinschaft und Gesellschaft. Grundbegriffe der reinen Soziologie, Hans
Buske, Darmstadt 1935 (trad. it., Comunità, Milano 1979). Se precisa que la «Gemeinschaft»
de Tönnies no tiene nada que ver con la Volsgemeinschaft nazi ampliamente criticada por el
sociólogo alemán por su carácter marcadamente autoritario, ni mucho menos con los temas pro-
pagados por los militantes de la Jugendbewegung que, en el momento de la aparición en 1912 de
la segunda edición del libro, malentendiendo el pensamiento del autor, «creen poder encontrar en
su obra el fundamento científico de su irracionalismo y de su entusiasmo por la «fuerza vital de
la vida», sin darse cuenta de que [...] «casi ninguno en su época fue racionalista y científico como
él, y nada fue más extraño a su mentalidad que la impronta emocional y el irracionalismo
del movimiento de la juventud» (R. Treves, Introduzione a F. Tonnies, Comunità e società,
Comunità, Milano 1979, pp. XXVI-XVII). Mientras que el organicismo nacionalista alemán
es absolutamente irracional, impregnado como está de mitología nibelunga, de antisemitismo y
de «voluntad de poder», el organicismo comunitario de Tönnies se desarrolla en la senda de la
Sobre derecho y utopía 51
tradición positivista y socialista de la segunda mitad del siglo XIX. Para captar el espíritu de esta
obra recuérdese el subtítulo de la primera edición (1887), sustituido luego por el de «Conceptos
fundamentales de sociología pura»: Abhandlung des Kommunismus und des Sozialismus
als empirische Kulturformen. La perspectiva socialista de su pensamiento le valió a Tönnies el
aislamiento y la desconfianza del ambiente académico de su tiempo. Como es sabido, la distin-
ción entre «comunidad» y «sociedad» ha sido posteriormente revisada por los estudiosos de las
ciencias sociales. Entre otros, últimamente, Francesco Alberoni retoma la idea de «dos estratos
de lo social» con la teorización de la dinámica estado naciente-estado institucional, donde el
estado naciente es la forma de transición de un estado institucional a otro. Pero esta distinción
está bastante lejana del pensamiento de Tönnies, que Alberoni de hecho critica: «El estado
naciente, en cuanto forma de transición entre una situación social y otro, se puede encontrar prác-
ticamente a cualquier nivel de agregación social. El no haberlo reconocido como estado social en
sí ha creado una notable confusión en sociología. Pensemos, por poner sólo un ejemplo, en el
concepto de comunidad utilizado tanto para indicar una comunidad tradicional, estructurada,
estable (el pueblo) como para indicar lo opuesto de todo ello, y por tanto una nueva formación,
dinámica, en desarrollo, como un nuevo religioso o ideológico o nacional en su formación»
(F. Alberoni, Movimento e istituzione, Il Mulino, Bologna 1977, p. 31). Debajo, en la nota 25
(capt. I) Alberoni reprocha «el confuso debate que ha producido el libro de F. Tonnies (...) don-
de con la palabra comunidad se entienden, en concreto, estas dos cosas distintas y sin la mínima
idea de su diferencia». Para una fundamentación filosófica de la diferencia entre «comunidad» y
sociedad», cfr. R. De Stefano, Politica e stato, Editori meridionali riuniti, Reggio Calabria 1974,
sp. pp. 17-20.
52 Massimo La Torre
25 Para el concepto de «lugar común» en filosofía política, cfr. Chiodi, op. cit.
26 «La superación de la separación entre política y derecho (...) supone la verificación de la
concepción schmittiana del ‘político’, donde la única tensión cualificadora es aquella entre ami-
go y enemigo» (E. Stame, Crisi, Diritto, Politica, en «Quaderni Piacentini», año XVII, n. 72-3,
octubre 1979, p. 12).
Sobre derecho y utopía 53
27 Se refleja sobre los efectos del «deber de fidelidad política» exigido a los funcionarios de
la R.F.T. deber que va más allá del respeto de las leyes y se concreta en la adhesión ideológica a
la Razón de Estado y en la movilización permanente (política y no sólo administrativa) del fun-
cionario. Afirma el Bundesverfassungsgericht: «el deber de fidelidad política exige más que un
comportamiento formalmente correcto, por otra parte desinteresado, frío e internamente distan-
ciado frente al Estado y a la Constitución; exige sobre todo, del funcionario, que se aleje inequí-
vocamente de grupos o movimientos que critican, atacan y difaman a este Estado, sus órganos
constitucionales y su ordenamiento constitucional. Debe exigirse al funcionario público que
entienda y reconozca este Estado y su Constitución como alto valor positivo por el cual vale la
pena comprometerse. [...] El Estado [...] debe poder confiar en que el funcionario, en su servicio,
esté dispuesto a asumir responsabilidades en favor del Estado, que se comprometa por su Esta-
do, que se sienta en su Estado como en casa; que sirva al Estado [...]» (cit. en C. U. Schminck-
Gustavus, La rinascita del Leviatano. Crisi delle libertà politiche nella Repubblica federale
tedesca, trad. it., Feltrinelli, Milano, 1977, pp. 134-5).
54 Massimo La Torre
28 U. K. Preuss, Tesi sui mutamenti di struttura del dominio politico nello stato costituzio-
nale borghese, en AA.VV., Stato e crisi delle istituzioni, a cargo de L. Basso, Mazzotta, Milano
1978, p. 26.
29 Ibid., pp. 26-7. «El concepto de «ordenamiento liberal-democrático» ha sido definido
polémicamente como nueva supralegalidad constitucional, como totalidad político-ideológica, en
la cual se sincroniza la realidad constituida con la Constitución (...) En la actual interpretación en
concepto de ordenamiento liberal-democrático (...) se convierte en una petrificación del status
quo político-social, la legitimación ideológica del autoritarismo dominante» (Schminck-Gusta-
vus, La rinascita del Leviatano, cit., p. 132).
Sobre derecho y utopía 55
de tener lugar tanto a través de una acción dirigida a promover la observancia (o la ejecución),
por ejemplo, un premio, cuanto con una acción dirigida a contrarrestar la inobservancia (o la ine-
jecución), por ejemplo, una pena. La primera medida se puede llamar positiva, la segunda nega-
tiva» (N. Bobbio, Sanzione, in Novissimo Digesto, vol. XVI, p. 531). Sanciones positivas son,
por lo tanto, las medidas dirigidas a promover la observancia de una norma (es decir a determi-
nar un comportamiento positivo); sanciones negativas las medidas dirigidas a contrarrestar la
inobservancia de una norma (es decir a determinar un comportamiento negativo). En el primer
caso, (en las sanciones positivas) el objetivo del ordenamiento jurídico es provocar al sujeto y
hacerlo partícipe de alguna manera de la función estatal; en el segundo caso el objetivo es el de
mantener el sujeto en una situación de pasividad (en la aceptación y en la obediencia del man-
dato), y sobre todo extraño a la función estatal que se desarrolla fuera y contra él.
32 T. Martines, Diritto Costituzionale, Giuffré, Milano 1978, pp. 307-10.
Sobre derecho y utopía 57
33 «El paso de la concepción negativa a la concepción positiva del estado, del estado libe-
ral al estado-bienestar, tiene como consecuencia el aumento de las normas que requieren una
intervención activa del ciudadano respecto a aquellas que se contentan con una abstención. En
virtud de la correspondencia [...] entre normas positivas y medidas positivas, el aumento de las
normas positivas está destinado a favorecer el aumento de las medidas positivas; en otras pala-
bras, la organización del estado asistencial tiene como consecuencia un empleo cada vez más fre-
cuente de la técnica del alentamiento» (Bobbio, Sanzione, cit., pp. 533-4).
34 V. Tomeo, Prefazione, en E. Nocifora, Squilibri territoriali e sviluppo urbano, Casa del
libro editrice, Reggio Calabria 1980, p. X.
58 Massimo La Torre
36 Marconi tiene bien claro que la sociedad sin Estado preconizada por Lenin en Stato e
Rivoluzione no tiene capacidades liberatorias: «La condena del Estado no deja, en el modelo leni-
nista, espacio para ninguna forma de «liberación» humana. Las instituciones públicas deben dejar
el paso a un sistema de relaciones sociales coercitivas, a un mecanismo social en el cual la orden,
la división de las funciones, una forma de orden existe, sin que todo ello sea formalizable en un
sistema controlable de reglas» (P. Marconi, Stato e Rivoluzione, en «Mondoperaio», Vol. 33, nº 1,
gennaio 1980). En la sociedad comunista la extinción del Estado, su desaparición, no precede a
la destrucción de los mecanismos represivos, sino sólo a la destrucción de su formalización, con
la consecuencia (ya que formalizar es en alguna medida limitar de la misma manera que indivi-
dualizar significa circunscribir) de una difusión de los mecanismos represivos en el interior del
tejido social.
37 A propósito escribe De Stefano: «Como objetivo último de la aspiración política al Poder
se formula la idea de una dominación universal extendida a todo el género humano. Es sustan-
cialmente la idea de Imperio. Imperio y Poder son dos voces y dos ideas estrechamente conecta-
das, ya sea por su origen histórico ya sea por su significado esencial. Como ideal último del
Poder, el Imperio representa la comunidad política universal que agrupa bajo un sólo hombre a
todo el género humano. En una comunidad así que debería abarcar toda la tierra las fuerzas socia-
les de las que dispone el poder político ya no tendrían límites de espacio y naturalmente no esta-
rían condicionadas por fuerzas superiores» (Política e Stato, cit., pp. 30-1).
60 Massimo La Torre
40 Sobre ello, cfr. D. Zolo, Democrazia corporativa, produzione del consenso, socialismo,
en Ferrajoli, Zolo, Democrazia autoritaria e capitalismo maturo, cit., y esp. pp. 76-7.
62 Massimo La Torre
45 R. Guastini, I due poteri. Stato borghese e Stato operaio nell’analisi marxista, Il Muli-
no, Bologna 1978, pp. 41-2.
66 Massimo La Torre
CAPÍTULO III
1. PREMISA
1 Sobre el «egócrata», cfr. C. Lefort, Un homme en trop, II ed., Seuil, París 1986, p. 57
y ss.
2 Utilizo aquí alguna de mis notas tomadas de la conferencia Sorti del totalitarismo e impe-
rialismo soviético, impartida por Castoriadis en el Palazzo Dugnani, en Milán, en 27 de marzo
de 1982.
3 Esta es la tesis de Hannah Arendt, desarrollada en su célebre libro Le origini del totali-
tarismo, Comunitá, Milano 1967.
Sobre derecho y utopía 69
ran mucho si no existiera una notable identificación por parte del pueblo opri-
mido con sus gobernantes»4. Aquí encontramos el dato que vincula los regí-
menes fascistas con aquellos otros «socialistas». El paralelismo entre ellos se
encuentra no en su calificación como «dictadura» (como regímenes políticos
gobernados esencialmente por el terror ejercido por un puñado de hombres
sobre el resto de la sociedad) sino en el hecho de la confusión a) del partido
único con el Estado, y b) del Estado con la sociedad. Nacionalsocialismo ale-
mán, fascismo italiano, socialismo soviético, de un modo casi idéntico si bien
con una ideología de referencia diferente, constituyen «el intento de involucrar
toda la sociedad en una red capilar de organizaciones de masa, que debería per-
mitir reunir organizadamente, plasmar ideológicamente y controlar política-
mente en la mayor medida posible todo grupo social»5.
este modo arrastra a todos en la propia estructura del poder, hace de ellos un
instrumento del totalitarismo recíproco, del "autototalitarismo" social»6.
La ideología aquí no es ni a) «falsa conciencia», ni b) «doctrina política
operante en la práctica» (es decir «un conjunto de principios ideales y de pre-
supuestos e interpretaciones de hecho, más o menos coherente, que se refiere
al orden político y tiene la función de guiar los comportamientos políticos
colectivos»7), sino simbología legitimante y ocultante del poder: un cuerpo de
principios que tiene el cometido de movilizar a las masas en relación con los
objetivos del poder, pero que no es el auténtico cuerpo de principios directi-
vos de la acción del poder; al mismo tiempo legitima al poder y oculta sus
verdaderos fines. Así definida, la ideología no es sin embargo característica
exclusiva del sistema del «socialismo real», sino de cualquier sistema de
poder. El poder es de todas maneras mentira en cuanto que es de todas mane-
ras consenso, y para obtener éste debe elevar una cortina de humo (la ideolo-
gía) alrededor de su verdadera naturaleza (de sus fines) y mostrarse allí donde
no está y con modos que no tiene: «Pero el Estado miente en todas las len-
guas sobre el bien y el mal; y cualquier cosa que diga, miente y todo cuanto
posee lo ha robado. Todo es falso en el Estado; muerde con dientes que ha
robado el mordedor. Hasta sus vísceras son falsas. Confusión de las lenguas
sobre el bien y el mal: Esta muestra os doy como signo del Estado»8.
En los «países socialistas» la ideología es la materia energética que hace
posible, implicando y activando a los ciudadanos, el movimiento de los meca-
nismos del sistema que se va haciendo cada vez más total: es al mismo tiem-
po, a) coartada que suministra legitimación al sistema, b) principio de
cohesión del conjunto, que va adquiriendo progresivamente las señas de un
auténtico marco de relaciones formal. La ideología se convierte en una coar-
tada-puente que oculta al mismo tiempo la crueldad y el vacío moral (y
social) del primero y la miseria cotidiana de los segundos. A uno le consien-
te legitimarse y usurpar el consenso, a los otros sobrevivir sufriendo una mera
apariencia de dignidad humana. «La ideología —como coartada-puente
extendido entre el sistema y el hombre— salva el abismo entre intenciones
del sistema e intenciones de la vida; da a entender que las pretensiones del sis-
tema derivan de las necesidades de la vida: es una especie de mundo de la
«apariencia» expedido como realidad»9.
10 El sistema totalitario creó «toda una serie de organizaciones especiales que debían per-
mitir pronunciarse, por decirlo así, individualmente a los diversos grupos sociales y actuar de
Sobre derecho y utopía 73
duce la multiplicación de las jerarquías, y por otro lado cada nivel jerárquico
se atribuye una porción (ya sea un pedazo o una migaja) de poder. «Para este
sistema organizativo era necesario un gran número de funcionarios, que debí-
an organizar la actividad más y más hasta la última célula. Así, centenares de
millares de personas han sido investidas de funciones específicas y han teni-
do la sensación de ser corresponsables de la construcción del gran Reich»11
(sustitúyase «Reich» por «Estado socialista»).
No existe en el sistema del socialismo real un lugar donde se decida todo
(incluso formalmente) y un espacio de mera obediencia. Existen sin embargo
múltiples niveles de decisión y múltiples competencias a las que contribuye
la actividad de las masas. Pero estas competencias se encuentran firmemente
introducidas en el marco de las compatibilidades y del ritual del sistema.
Dichas formas de participación han hecho sostener a alguien, por ejemplo a
Rita Di Leo y a Giuseppe Boffa, que existe contradicción entre esta «auto-
gestión de la vida material» y el Estado centralizado y despótico. Pero lo que
Boffa llama la «autogestión de la vida material» no es otra cosa que la adhe-
sión de los súbditos a las decisiones adoptadas por los diversos niveles jerár-
quicos: la participación por lo tanto se encuentra circunscrita a un particular
nivel y no puede sobrepasarlo. Adviértase que no pretendo sostener que este
poder participativo extendido sea sólo aparente, al contrario es efectivo para
las competencias a las que se refiere, ni que se trate sólo de correas de trans-
misión entre vértices y base. La participación se detiene sin embargo en los
límites de las competencias institucionalmente fijadas, no pueden poner en
tela de juicio la estructura y las decisiones de la estructura jerárquica.
La organización post-totalitaria es muy compleja, y puede ser comprendi-
da si se constata que aquí es la ideología el marco de referencia de la consti-
tución material. De ello se desprende que el poder a fin de cuentas no tiene
rostro, es anónimo, que ésta o aquella persona en el vértice tienen una relati-
va importancia, y que lo fundamental es sin embargo el ritual y el cuadro de
manera que cada uno de estos tuviera la impresión de ser precisamente el centro de su interés.
Las organizaciones especiales para los médicos y para los juristas, para los empleados y los obre-
ros, para las mujeres y los adolescentes, constituían el esqueleto de una estructura organizativa
que, tras la conquista del poder político, ha mostrado la tendencia a acoger completamente a
todos los grupos de la población» (Kühnl, op. cit., p. 229). Kühnl escribe esto a propósito del
régimen nacionalsocialista, pero las mismas observaciones sirven para describir las metástasis
organizativa del «socialismo real».
11 Kühnl, op. cit., pp. 229-230. «Hombres que hasta aquel momento habían permanecido
poco menos que excluidos de los acontecimientos políticos y que habían sido siempre solamen-
te objeto de la voluntad ajena, se han visto confiar responsabilidades de mando, aunque sea en
un sector restringidísimo, como responsables de barrios y encargados de la defensa pasiva con-
tra los ataques aéreos. De esta manera el Estado fascista ha suscitado sentimientos de idealismo
y abnegación, ha movilizado las energías de grandes masas, les ha dado la sensación de ser suje-
tos activos y de estar llamados a participar en las grandes decisiones» (ibid., p. 230).
74 Massimo La Torre
12 V. Havel, op. cit., pp. 24-25. Que el régimen burocrático sea la sociedad de la «servi-
dumbre de todos» ha sido lúcidamente presentido por John Stuart Mill: «Pero donde todo es lle-
vado a cabo a través de la burocracia, nada se puede hacer que no plazca en realidad a la
burocracia. La constitución de tales países es la organización de la experiencia y de la habilidad
práctica de la nación en un cuerpo disciplinado que tiene como fin el gobierno del resto del país;
y cuando dicha organización más se perfecciona en sí, tanto mayor es el éxito que consigue en
atraer y educar por sí misma a las personas de más capacidad en provenientes de todas las clases
sociales, más completa es la servidumbre de todos, incluidos los miembros de la burocracia. Pues
los gobernantes son tan esclavos de organización y disciplina como los gobernados lo son de
los gobernantes. Un mandarín chino es instrumento y creación del despotismo del mismo modo
del mismo modo en que lo es el más humilde campesino. Un jesuita en particular es esclavo
de su congregación hasta el punto límite de la humillación, si bien la congregación en sí exis-
te por el poder colectivo y la importancia de sus miembros» (J. S. Mill, On Liberty, a cargo de
G. Himmelfarb, Harmondsworth 1976, p. 184). Más adelante Mill intuye la dimensión autoci-
nética del régimen burocrático ciando lo define como «un gran sistema que, como todos los
sistemas, procede conforme a normas fijas e invariables» (ibidem).
Sobre derecho y utopía 75
La guerra es paz
La libertad es esclavitud
La ignorancia es fuerza
21 Ibid, p. 68.
Sobre derecho y utopía 79
27 G. de Ruggiero, Storia del liberalismo europeo, Feltrinelli, Milano 1962, pp. 361-362.
28 V. Havel, op. cit., p. 28.
Sobre derecho y utopía 83
29 Para una distinción entre «oposición», «contestación» y «disidencia» en los países socia-
listas, cfr. I. Yannakakis «Differenze e analogie tra i movimenti del dissenso» en AA.VV., Libertà
e socialismo. Momenti storici del dissenso (Atti del convegno sul tema «Libertà e socialismo»,
Venezia, 15-18 noviembre 1977), Sugarco, Milano 1978, p. 145 ss.
30 De reivindicaciones «mínimas» y de programa «mínimo» habla, por ejemplo, J. Kuron,
en su escrito La situación actual y el programa de la oposición (1979), ahora en AA. VV., Capi-
re Danzica, a cargo de P. Bernocchi y F. Bottaccioli, ed. Quotidiano del lavoratori, Roma 1980,
pp. 129-133.
31 Charta '77, CSEO, Bologna 1978.
84 Massimo La Torre
34 «En el sistema soviético las reformas radicales son más o menos imposibles, ya que lle-
var a cabo reformas efectivas equivaldría a trastornar la naturaleza del sistema. Incluso las refor-
mas parciales, las únicas posibles, son inevitablemente inutilizadas por la naturaleza del sistema,
que en cuanto percibe la amenaza de las reformas las rechaza» (así lo afirma Vladimir Maksi-
mov, escritor soviético emigrado en Occidente, en una entrevista con G. Stewart, en La Repub-
blica del 18 de mayo de 1983). Sobre este punto, cfr. también L. Kolakowski, Il socialismo
burocrático è riformabile?, en Kolakowski, Marxismo. Utopia e antiutopia, Feltrinelli, Milano
1981, p. 114 ss.
35 «El fundamento del totalitarismo es la concepción hegeliana en la que el Estado es la
suma de todas las individualidades que no son particulares, absorbe la totalidad de los elementos
de un conjunto, el régimen en el que el poder confisca la totalidad de las actividades de la socie-
dad que domina. Hegel decía: «Fuera del estado el pueblo no sabe lo que quiere». El disenso sin
embargo concibe el Estado como un puro accidente de la historia, un elemento contingente y no
una necesidad. El individuo trasciende la contingencia, es superior al Estado» (J. Daniel, Il dirit-
to di dire no, en AA. VV. Libertà e socialismo. Momenti storici del dissenso, cit., p. 16.).
36 N. Chiaromonte, op. ult. cit., p. 316.
37 El sistema del poder anónimo encuentra su más pura y fría manifestación en la expe-
riencia de Camboya tras la caída de Phom Penh (1975) y la toma del poder por parte de los
Khmer rojos. En la estructura comunista creada por los Khmer rojos, cualquier forma de media-
ción social formal era abolida y la sociedad era concebida y tratada como un todo homogéneo (y
por lo tanto amorfo). El partido comunista de los Khmer rojos que dominaba despiadadamente
el país, se había desprendido de su denominación tradicional para llamarse simplemente Angkar
(Organización), volviéndose así abstracto y anónimo. «Una sociedad sometida a un control total
e indiscutido había sido creada como consecuencia lógica de la igualdad absoluta, y en su vérti-
86 Massimo La Torre
CAPÍTULO IV
1. PREMISA
1 Para un análisis reciente de este clásico de la filosofía política, cfr. J. Gray, Mill on
Liberty. A defence, Routledge & Kegan Paul, London, 1983.
2 J. S. Mill, Saggio sulla libertà, trad. it. de S. Magistretti, Il Saggiatore, Milano 1981. Res-
pecto al impacto de esta última traducción de On Liberty sobre el debate actual de la izquierda ita-
liana, cfr. las intervenciones aparecidas en Pagina, mayo-junio 1981, pp. 30-33, y N. Bobbio, Il
futuro della democrazia. Una difesa delle regole del gioco, Einaudi, Torino 1984, p. 102 ss.
88 Massimo La Torre
Los temas del ensayo sobre la libertad de Mill son fundamentalmente tres:
a. la cuestión de la libertad de pensamiento conectada al desarrollo de las
potencias intrínsecas de la personalidad humana y de sus conocimientos;
b. la defensa del individuo frente a las posibles intromisiones por parte del
Estado y de la colectividad;
c. la reestructuración de las instituciones políticas destinada a favorecer la
libertad de pensamiento y de acción de los individuos (aquello que desde
Constant en adelante se suele llamar «libertad negativa»), pero también la
participación activa de los individuos en los asuntos comunes y en la gestión
de la cosa pública (la «libertad positiva»).
El propósito principal de Mill es, ya desde las primeras páginas de su
libro, bastante claro. Quiere trazar una zona de inviolabilidad de la persona
humana, el «sagrado recinto» (como él lo denomina) dentro del cual la colec-
tividad y el aparato institucional de la sociedad no deben efectuar ninguna
intrusión.
Antes de continuar, es conveniente hacer alusión a una puntualización
hecha por el propio Mill. El objeto de las argumentaciones desarrolladas en
On Liberty no es el denominado libre arbitrio (que Mill, como se sabe, nie-
ga4), argumento esencialmente teorético y con implicaciones de carácter
metafísico. El tema principal del libro es al contrario la libertad política y
social, es decir un tema eminentemente práctico. La libertad que interesa a
nuestro autor en el ensayo del que nos ocupamos no es tanto aquella del ser
humano respecto a Dios y a las leyes del universo, cuanto la libertad del ciu-
dadano en relación con la comunidad y sus instituciones, o sea «la naturaleza
y los límites del poder que puede ser legítimamente ejercido por la sociedad
sobre el individuo»5.
Dos son los principios que constituyen la base justificativa de la filosofía
política de Mill. El primero es que el individuo no es responsable frente a la
sociedad en lo que concierne a las acciones que no ponen en juego intereses
diversos de aquellos del agente, es decir intereses ajenos. El segundo es que,
en lo que se refiere a las acciones que son perjudiciales respecto a los intere-
ses ajenos (esto es, que constituyen un daño o una amenaza de daño para el
otro), el individuo es plenamente responsable frente a la sociedad. En tal caso,
el individuo puede ser sometido a sanciones tanto sociales como legales, en
el caso de que la sociedad considere que una u otra sanción (o ambas) sean
necesarias para su defensa6.
En todos los asuntos que se refieren a las relaciones del individuo con los
otros sujetos humanos, él es responsable —según Mill— respecto a aquellos
cuyos intereses están en juego, y, si es necesario, respecto a la sociedad como
ente protector de tales intereses. Sin embargo —sostiene el filósofo inglés—
existe una esfera de acción respecto de la cual la sociedad, en cuanto realidad
distinta de los individuos que la componen, tiene sólo un interés indirecto.
Esta esfera es aquella parte de la vida y de la conducta de una persona que
concierne solamente a la persona misma, o, en el caso de que afecte también
a los otros, que lo hace con el libre y voluntario consentimiento de éstos últi-
mos.
Esta esfera —según Mill— constituye el ámbito de la libertad humana.
Comprende, en primer lugar, el foro interno de la conciencia y por consi-
guiente implica la libertad de conciencia en su sentido más amplio, como
libertad de pensar y de comprender, como absoluta libertad de opinión en
cualquier materia, ya sea práctica o especulativa, científica, moral o teológi-
ca. Téngase en cuenta que para Mill la libertad de expresar y hacer públicas
las propias opiniones es consecuencia inmediata del principio de libertad de
conciencia. Afirma claramente, en efecto, que la libertad de expresar la pro-
pia opinión no es otra cosa que la libertad de pensamiento en acción, es decir
el ejercicio concreto de tal libertad. De la libertad de pensamiento —escribe
Mill— «es imposible separar la conjunta libertad de hablar y de escribir»7.
Como se observa, Mill se encuentra bien lejos del liberalismo conservador y
legalista que interpreta restrictivamente la libertad de conciencia exclusiva-
mente como libertad de pensamiento, y que influye sobre todo en los sistemas
jurídicos de los Estados liberales de la primera mitad del siglo XIX.
8 Cfr. H. L. A. Hart, «Between Utility and Rights», en Columbia Law Review, 1979, ahora
también en H. L. A. Hart, Essays in Jurisprudence and Philosophy, Clarendon, Oxford 1983.
Sobre este tema, cfr, tility and Rights, edited by R. G. Frey, Basil Blackwell, Oxford 1985.
9 Piénsese, por lo que concierne a la cuestión de los límites de las competencias del Estado
moderno en el pensamiento de Ronald Dworkin, y en particular en su obra más conocida Taking
Rights Seriously. New Impression with a Replay to Critics, Duckworth, London, 1978. Para la bús-
queda de un equilibrio entre la libertad del individuo y la justicia social es obligada la referencia
a la comparación entre A Theory of Justice de John Rawls (Harvard University Press, Cambrid-
ge/Mass. 1971) y Anarchy, State and Utopia de Robert Nozick (Basic Books, New York 1974).
También respecto al debate contemporáneo sobre los derechos humanos Mill constituye un cons-
tante punto de referencia: cfr. por ejemplo D. N. MacCormick, Legal Rights and Social Demo-
cracy. Essays in Legal and Political Philosophy, II ed., Clarendon, Oxford 1984, p. 23 ss. En una
perspectiva milliana se sitúa también el intento de E. Pattaro, On Rights and Duties: Notes for a
Normative Ethics, en Archiv für Rechts - und Sozialphilosophie, 1986, 1. p. 67 ss. Cfr. también
E. Pattaro, «Individuo, libertà, stato», en Nuova civiltà delle macchine, primavera 1983, p. 21 ss.
Sobre derecho y utopía 91
El filósofo inglés concibe los derechos del individuo con dos significados
principales: por un lado como afirmación de un estatuto propio del individuo,
distinto del de la sociedad; por otro lado como protección ofrecida al indivi-
duo contra eventuales —y más bien probables (ya que Mill comparte el pesi-
mismo del pensamiento liberal sobre la naturaleza del poder político)—
excesos del gobierno —y no sólo de éste sino también de la sociedad en su
conjunto— en las áreas en las que se desarrolla la libre actividad de los indi-
viduos. Mill afirma sin reservas el valor de los derechos del hombre, y de este
modo lleva a cabo una reelaboración de la ética utilitarista que había recibido
de Bentham. La inspiración individualista del pensamiento de Mill se refleja
en su interpretación de la filosofía utilitarista con consecuencias muy rele-
vantes. El utilitarismo de Mill —como escribe Hart— «mantenía sólo la letra
al tiempo que cambiaba el espíritu de la originaria doctrina utilitarista en
muchos aspectos importantes»10.
Mill modera el principio utilitarista de la «máxima felicidad para el mayor
número» con el reconocimiento de algunos derechos inalienables del hombre.
En el célebre ensayo Utilitarism (1863), Mill afirma que «la justicia implica
algo, que no sólo es justo hacer e injusto no hacer, sino que cualquier indivi-
duo puede exigirnos tal acción, por tratarse de un derecho moral suyo»11. El
ámbito de lo justo se hace coincidir aquí con la esfera de los derechos de la
persona. El respeto de los derechos morales es considerado desde ese momen-
to como la más alta expresión de la utilidad general. De hecho —escribe
Mill— la justicia «es un término para algunas exigencias morales que, consi-
deradas colectivamente, están en la cima de la escala de la utilidad social»12.
Y en el ensayo sobre la libertad Mill mantiene que la utilidad que se conside-
ra como criterio último del juicio moral es «la utilidad en el sentido más
amplio, fundada sobre los intereses permanentes del hombre como ser pro-
gresista»13.
Los derechos del hombre son reconstruidos por Mill como un tipo espe-
cial de utilidad que —como señala Hart— en caso de conflicto prevalecerá
sobre la utilidad concebida como máximo bien del mayor número14. Además,
10 H. L. A. Hart, Utilitarianism and Natural Rights, en Tulane Law Review, 1979, ahora en
H. L. A. Hart, Essays in Jurisprudence and Philosophy, cit., p. 183. Una opinión opuesta parece
ser la de Norberto Bobbio que sin embargo subraya la continuidad entre el utilitarismo riguroso
de Bentham y la filosofía de Mill: cfr. N. Bobbio, Liberalismo e democrazia, Angeli, Milano,
1985, pp. 45-46.
11 J. S. Mill, Utilitaranism, en J. S. Mill, Utilitarianism, On Liberty and Considerations on
Representative Government, a cargo de H. B. Acton, J. M. Dent & Sons-E. P. Dutton. London-
New York 1977, pp. 46-47.
12 Ibid., p. 59.
13 J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 70.
14 Cfr. H. L. A. Hart, op. ult. cit., pp. 188-191.
92 Massimo La Torre
21 H. L. A. Hart, Law, Liberty and Morality, Oxford University Press, Oxford 1971, p. 79.
22 Cfr. T. Paine, Common Sense, a cargo de I. Kramnick, Penguin, Harmondsworth 1983,
p. 65.
23 J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 73. El Essay on Liberty de John Stuart Mill —señala Gio-
vanni Sartori— no fue escrito tanto para reivindicar una «libertad respecto al Estado» cuanto una
«libertad respecto a la sociedad» (cfr. G. Sartori, Democrazia e definizioni, III ed., Il Mulino,
Bologna 1972, p. 85).
24 J. S. Mill, Autobiography, edited by J. Stillingre, Oxford University Press, Oxford 1971,
pp. 127-128. Otro motivo de desacuerdo entre Mill y Comte es que éste último teoriza, en el
ámbito de una visión organicista de la sociedad, la inferioridad natural (y por lo tanto, en opinión
de Comte, también social) de la mujer respecto al hombre. Mill, defensor convencido de la cau-
sa de la emancipación de la mujer (a la cual dedica uno de sus ensayos más célebres, The Sub-
jection of Women, 1869), no podía no reaccionar frente a esta posición de Comte. La cuestión de
la opresión de las mujeres es tratada, si bien bastante marginalmente, también en On Liberty: cfr.
J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 175.
Sobre derecho y utopía 95
Tres son las objeciones que el filósofo inglés dirige hacia toda forma de
interferencia gubernamental que no implique violaciones de la libertad indi-
vidual25. Estas últimas son en realidad rechazadas a priori como absoluta-
mente inadmisibles, con la excepción de algunos casos señalados
anteriormente (que pueden reconducirse a la necesidad admitida por parte de
Mill de la garantía de la seguridad física de los miembros de la sociedad). Mill
no sólo considera ilícita la acción del Estado cuando implica restricción de la
libertad de los individuos, sino que entiende dañosa tal acción también cuan-
do no obstaculiza el movimiento de los individuos, sino que lo promueve. La
acción del Estado se considera dañosa, desde esta perspectiva, tanto cuando
ataca o restringe la libertad negativa, como cuando tiende a sustituir la liber-
tad positiva de los sujetos, reemplazándola o manipulándola. Esta acción de
intervención del Estado se considera perniciosa sobre todo —es ésta la pri-
mera objeción— porque cuando se trata de hacer cualquier cosa es probable
que esto sea hecho mejor por los individuos que por el gobierno. Ello es así
porque se considera que el más apto para dirigir un determinado asunto es
aquel que está personalmente interesado en él. Dicho principio implica el
rechazo de la interferencia de la administración y del poder legislativo en los
procesos ordinarios de producción y de distribución de bienes.
La segunda objeción dirigida por Mill a la intervención gubernamental en
los asuntos de la sociedad es la siguiente. En muchos casos —escribe Mill—,
incluso si los individuos no están en condiciones de hacer aquella cosa con-
creta mejor que los agentes del gobierno, no es menos deseable que sea lle-
vada a cabo por los individuos antes que por el gobierno, con la finalidad de
educar y reforzar las facultades y las capacidades de iniciativa de los miem-
bros concretos del cuerpo social. Por eso, por ejemplo, Mill recomienda la
introducción de los jurados populares en lugar de los tribunales compuestos
por magistrados profesionales y el desarrollo de las instituciones locales en el
32 A. Cavallari, «L'Italia che ho visto in quei tre anni», en La Repubblica del 5 de octubre
de 1984. Sobre este tema, cfr. M. D'Antonio, La costituzione di carta, II ed., Mondadori, Milano
1978, p. 160 ss. Sobre la naturaleza de «cliente» del italiano contemporáneo, son ilustrativas las
páginas de I. Silone, Uscita di sicurezza, Mondadori, Milano, 1980, pp. 168-174. Sobre la recien-
te configuración de las relaciones políticas como relaciones entre un «patrono» y un «cliente»,
que es un ulterior signo del actual proceso de privatización y feudalización de la esfera pública
en los piases occidentales y en especial en Italia, cfr. N. Bobbio, «La crisi della democrazia e la
lezione dei classici», en AA.VV., Crisi della democrazia e neocontrattualismo, Editori Riuniti,
Roma 1984, pp. 25-27.
33 Cfr. J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 182.
Sobre derecho y utopía 99
34 Cfr. I. Berlín, Due concetti di libertà, trad. it. en AA.VV., La libertà politica, a cura di A.
Passerin d'Entreves, Comunità, Milano 1974, p. 121.
35 Cfr. I. Kant, Fondazione della metafisica dei costumi, trad. it., Laterza, Bari 1980, p. 61.
36 J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 123.
37 Ibidem. Cfr. también J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 121. Sobre la antropología humanís-
tica, cfr. además B. Russell en colaboración con D. Russell, The Prospects of Industrial Civili-
zation, The Century Company, New York-London 1923, pp. 274-275.
38 Para una primera aproximación a estos temas, cfr. Rationalität. Philosophische Beiträge,
Herausgegeben von H. Schnädelbach, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1984, passim.
100 Massimo La Torre
vidades del gobierno —escribe Mill— tienden a ser para todos las mismas, y
puesto que, al contrario, por lo que concierne a los individuos y a las asocia-
ciones voluntarias, existe gran cantidad de experiencias y diversidad de expe-
rimentaciones, la organización política de un país puede actuar útilmente y
sobre todo constituirse como un órgano central que recoja y luego difunda el
saber resultante de las múltiples experiencias de los individuos y de los gru-
pos. Esta es una concepción de la instancia política central que recuerda
mucho aquella «comisión de estadística» que en los programas de reorgani-
zación social de los internacionalistas era concebida como alternativa a la
administración central del Estado47.
Mill considera que, como no podemos conocer a priori cual es el conoci-
miento más cierto, cuál es la experiencia más fructífera, es necesario lograr
que muchos conocimientos y muchas experiencias contrasten entre sí con el
fin de establecer cuál de ellas es la más afortunada. Lo que vale en el campo
del conocimiento vale todavía más en el ámbito de la práctica social48. Por lo
tanto, según Mill, el Estado se debe encargar de permitir a cualquier proyec-
to de práctica y de organización social beneficiarse de la experiencia de los
otros, en vez de no tolerar otras actividades que no sean aquellas que provie-
nen de sus órganos. A juicio de Mill, el principio práctico que debe inspirar la
organización política de una sociedad libre es, por lo tanto, el de la más gran-
de dispersión del poder político compatible con la eficiencia, y al mismo
tiempo la más extensa centralización posible y la más minuciosa difusión de
la información desde el centro hacia la periferia49.
Para entender mejor el carácter de la organización política promovida
por Mill es necesario dirigir la atención a la concepción que el filósofo
inglés tiene de un pueblo libre. ¿Cuál es, según Mill, el modelo antropoló-
gico del ciudadano libre? Mill establece una conexión entre civilización
desarrollada y vigencia de un «espíritu insurreccional»50. Si la población de
47 Cfr. por ejemplo J. Guillaume, Idées sur l'organisation sociale, Courvoisier, La Cahux-
de-Fonds 1876.
48 El relativismo cognoscitivo y el pluralismo de los conocimientos y de la experimentación
que se derivan son del mismo modo la «justificación» adoptada por Mill para la defensa de la eman-
cipación femenina y de un régimen de igualdad entre los sexos. Cfr. J. S. Mill, The Subjection of
Women, en J. S. Mill, On Liberty, Representative Government, The Subjection of Women, con
introducción de G. Fawcett, Oxford University Press, Oxford 1954, p. 431.
49 Cfr. J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 185. Sobre la compatibilidad entre centralización y
democracia entendida como autoorganización de la sociedad, cfr. C. Castoriadis, Democrazia e
centralizzazione, en AA. VV., Dissenso e democrazia nei paesi dell'Est. Dagli atti del convegno
internazionale di Firenze gennaio 1978, a cargo de P. Nadin, Vallecchi, Firenze 1980, p. 41 ss.
50 Cfr. J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 183. Al insurreccionismo de Mill se refiere en su
reinterpretación del liberalismo Carlo Rosselli, cfr. C. Rosselli, Socialismo liberale, a cargo de
J. Rosselli, Einaudi, Torino, 1979, p. 103.
Sobre derecho y utopía 103
un país —escribe el filósofo inglés— o una gran parte del mismo, es capaz
(y cita como ejemplo a los franceses) de improvisar y dirigir eficaces pla-
nes de acción en una insurrección; si un pueblo es capaz ( y cita a los ame-
ricanos) de llevar adelante, sin la intervención del gobierno y con suficiente
inteligencia, la gestión de la cosa pública; entonces aquel pueblo podrá lla-
marse libre. Este es el modelo de un pueblo libre: un pueblo capaz de defen-
derse militarmente y de administrarse económicamente por sí mismo, sin la
ayuda (o el estorbo) del gobierno. Un pueblo así difícilmente se dejará
esclavizar, por dos razones:
51 Para una interpretación de este tipo, cfr. D. Neri, Le libertà dell'uomo, Editori Riuniti,
Roma 1980, pp. 75-76.
104 Massimo La Torre
52 Una opinión contraria es la de Mauro Barberis que concluye así un estudio sobre el pen-
samiento de Constant: «Estando así las cosas, será necesario eliminar de una imagen así cons-
truida del liberalismo algunos connotaciones que no hemos encontrado en la obra de Constant:
el clasismo por ejemplo o el partido filopropietario, o el prejuicio antidemocrático, o el mode-
rantismo, o el conservadurismo» (M. Barberis, Il liberalismo empirico di Benjamin Constant.
Saggio di storiografia analitica, Ecig, Genova 1984, p. 199, cursiva en el texto).
53 C. Lefort, Les droits de l'homme en question, en Revue interdisciplinaire d'etudes juridi-
ques, 1984, 13, pp. 28-29.
Sobre derecho y utopía 105
con los otros?), la libertad consiste en que se me deje tranquilo lo más posi-
ble, de manera que no tenga que devanarme el seso en la famosa elección
entre «libertad abstracta» y «libertad concreta», democracia «formal» y
democracia «sustancial». Si no temo ser despertado a las seis de la mañana
por la NKVD o por la Gestapo, soy libre; en caso contrario, no lo soy, y no
hay más que decir»54. Aquí Caffi se refiere más que a la pareja libertad nega-
tiva/libertad positiva a aquella otra libertad abstracta/libertad concreta, con la
cual en ocasiones se tiende a confundir la primera. Esta segunda pareja (liber-
tad abstracta/libertad concreta) es introducida en la teoría política por la doc-
trina marxista. El marxismo nos enseña, en realidad, que la libertad negativa
es libertad «abstracta», y que la libertad «concreta» (que no consiste tampo-
co en la libertad positiva, por lo menos en el sentido atribuido por Constant)
resulta de la combinación de la colectivización de la propiedad con la dicta-
dura proletaria. Así, la libertad «concreta» se resuelve (a) en una determina-
da organización de la economía y (b) en alguna forma de participación en la
organización política del país, a través de la mediación orgánica de la van-
guardia proletaria. Puede concluirse que en la doctrina marxista la libertad
política se especifica por una parte en un status económico, y por otra en la
movilización del cuerpo social interesado (del sujeto de la «libertad»).
Uno de los ensayos de teoría política más interesantes escritos por John
Stuart Mill es el dedicado a la obra de Alexis de Tocqueville, La Democracia
en América. En este largo ensayo, en un determinado momento, siguiendo la
argumentación de Tocqueville, Mill se enfrenta a la cuestión del abstencio-
nismo político y del repliegue en el ámbito privado del ciudadano en las
sociedades democráticas. «El señor de Tocqueville —escribe Mill— es de la
opinión que una de las inclinaciones de un estado democrático es la de hacer
que cada uno, de algún modo, se refugie en sí mismo y se concentre en sus
intereses particulares, deseos y objetivos en el interior de sus propios asuntos
y del propio hogar»55. Para Mill, como para Tocqueville, tal tendencia es per-
niciosa. «Por ello, ya que el carácter de la sociedad cada vez es más demo-
crático, es siempre muy necesario alimentar el patriotismo56 a través de
medios artificiales; entre éstos ninguno es tan eficaz como las instituciones
libres, o bien una amplia y frecuente intervención de los ciudadanos en la ges-
tión de los asuntos públicos»57. Así, para evitar aquel repliegue en la esfera
privada que según algunos constituía la quinta esencia del pensamiento libe-
ral, Mill —siguiendo a Tocqueville— recomienda la adopción cada vez
mayor de free institutions, de instituciones políticas libres que se basen en la
generalizada y espontánea participación de los ciudadanos. Las «instituciones
libres» son concebidas por Mill como un correctivo a la tendencia de las
sociedades democráticas (aquí en el sentido de sociedades de masa) a aislar
al individuo de sus semejantes, al ciudadano de los otros consociados. A tales
instituciones libres Mill asigna la función de constituir una escuela de coope-
ración y de solidaridad. «No es sólo el amor al propio país el que reclama esta
dedicación, sino todo sentimiento que une sea por interés o por simpatía a los
hombres a sus vecinos y compañeros»58.
Sin embargo, Mill es —como se ha visto anteriormente— bien conscien-
te de la insuficiencia de la exclusiva participación en el poder político allí
donde ésta no esté acompañada de la libertad negativa, y también de las ten-
taciones autoritarias innatas en una participación que no tenga en cuenta el
estatuto autónomo del individuo. Lo cual no quiere decir que la participación,
la libertad positiva sea a su vez olvidada. Tampoco Mill cae en el defecto típi-
co de la teoría política liberal de limitar el radio de acción de la libertad posi-
tiva a la esfera política. La participación es, según Mill, no solamente
participación en la vida de las instituciones políticas, sino también en la de las
instituciones económicas, de la fábrica, en primer lugar. Sobre este particular,
el filósofo inglés llega a desear «la asociación de los mismos trabajadores en
un plano de igualdad, los cuales posean colectivamente el capital necesario
para sus asuntos y trabajen a las órdenes de managers elegidos y revocables
por ellos mismos»59. Va subrayado, además, que Mill considera que el princi-
pio del «libre cambio» no se basa sobre los mismos fundamentos sobre los
cuales, en su opinión, descansa el principio de la libertad individual. «La doc-
trina del libre cambio —escribe— no implica el principio de la libertad indi-
vidual»60. Mill, por lo tanto, distingue claramente entre libre cambio, doctrina
del libre mercado, y liberalismo. En este sentido, Rawls y no Nozick está más
próximo de la filosofía política de Mill.
En relación con esto se menciona la posición de Mill respecto a la suce-
sión hereditaria. El filósofo inglés se opone tanto al principio que concentra
la herencia en manos del primogénito como al de la división obligatoria del
patrimonio hereditario según cuotas iguales entre los descendientes, el siste-
ma llamado del partage forcé61. Indicativas de la aspiración a una plena jus-
ticia social que invade todo el pensamiento de Mill son las razones que él
aduce ya sea contra el principio de la primogenitura como contra el principio
del partege forcé.
El principio de la primogenitura es criticado por el hecho de que condu-
ce a la concentración de la riqueza. Para Mill, en realidad, «es deseable el
reparto de la riqueza, y no su concentración» y «el estado más sano de la
sociedad no es aquel en el cual fortunas inmensas son poseídas por pocos y
deseadas por muchos, sino aquel en el cual el mayor número posible posee
y se conforma con ingresos moderados que cada uno puede esperar conse-
guir»62. El principio de la división obligatoria del patrimonio hereditario
según cuotas iguales entre los descendientes es criticado por Mill, sobre
todo porque conduce al control por parte del Estado de las actividades del
propietario con el fin de proteger los derechos futuros y eventuales de los
herederos. Además, Mill subraya que la división por cuotas iguales, lejos de
favorecer la igualdad entre los herederos, puede beneficiar a los más capa-
ces (respecto a los menos capaces) y a aquellos que ya disponen de medios
para proveer su sustento (respecto de aquellos que carecen de tales medios).
A los menos capaces y a los menos acomodados, sin embargo, por un prin-
cipio de justicia, —sostiene Mill— les debería corresponder una cuota here-
ditaria mayor respecto a aquella destinada a los más capaces y a los más
acomodados.
60 J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 164. Que Mill no concibiese el liberalismo como doctrina
de la libertad aplicable sólo a las clases privilegiadas y en el interior del ámbito de acción de la
burguesía es señalado, entre otros, por Dino Cofrancesco: cfr. D. Cofrancesco, J. S. Mill e Toc-
queville nell'ottocento liberale, en J. S. Mill, Sulla «Democrazia in América» in Tocqueville, trad.
it., a cargo de D. Cofrancesco, Guida, Napoli 1971, p. 86.
61 Sobre las propuestas de Mill en el tema de la sucesión hereditaria, cfr. V. Ferrari Succes-
sione per testamento e trasformazioni sociali, Comunità, Milano 1972, pp. 22-23.
62 J. S. Mill, Principles of political Economy with Some of Their Applications to Social Phi-
losophy, VII ed., cit., Book V, Chap. IX, § 2, p. 538.
108 Massimo La Torre
63 Cfr. ibid, Book V, Chap. IX, § 4, pp. 540-541. Sobre la postura de Mill en relación con
la sucesión, cfr., también, ibid, Book II, Chap. II, §§ 3-4, pp. 140.
64 G. Humboldt, Saggio sui limiti dell'attività dello Stato, trad. it. cit., pp. 90-91. Que la
condena de la coacción expresada por Humboldt sea compartida plenamente por Mill es mante-
nido, entre otros, por H. B. Acton, Introduction, en J. S. Mill, Utilitarianism. On Liberty and
Considerations on Representative Government, a cargo de H. B. Acton, cit., p. 12.
65 J. S. Mill, On Liberty, cit., p. 72.
66 Que la concepción individualista de la sociedad y de la historia sea el punto en el cual
liberalismo y anarquismo se convergen, o por lo menos entran en contacto, es señalado por N.
Bobbio, Il futuro della democrazia, cit., p. 123.
Sobre derecho y utopía 109
67 No está de más recordar que On Liberty es recibido por sectores conservadores de la opi-
nión pública inglesa como un libro «anarquista». El liberalismo radical de Mill fue duramente
criticado por Matthew Arnold en el segundo capítulo («Doing as One Likes») de Culture and
Anarchy (1869). Según Arnold, la reivindicación de una completa libertad de palabra incluía una
incitación a la «anarquía» y a la «subversión».
68 Cfr. J. S. Mill, Autobiography, cit., p. 152.
69 Sobre Warren, y en general sobre la conexión entre anarquismo y tradición liberal esta-
dounidense, cfr. R. Rocker, Pioneri della libertà, trad. it. de Rossella Di Leo, Antistato, Milano
1982, especialmente p. 71 ss. Sobre Warren, cfr. también G. Woodcock, Anarchism. A History of
Libertarian Ideas and Movements, The World Publishing Company, Cleveland and New York
1962, p. 456 ss, y sobretodo R. Greagh, Laboratori d'utopia, trad. it., Antistato, Milano 1985, p.
59 ss. Un ejemplo reciente de continuidad entre anarquismo y liberalismo en el ámbito del pen-
samiento político estadounidense es el hermoso libro de P. Goodman, La società vuota, trad. it.
de M. Mazzini, Rizzoli, Milano 1970.
70 L. Fabbri, «L'anarchismo nella dottrina e nel movimento» en Pagine Libere, Lugano, 1
de junio de 1907, año I, n. 12, p. 761.
71 Cfr. O. Wilde, The Soul of Man under Socialism, ahora en O. Wilde, De Profundis and
other Writings, con introducción de H. Pearson, Penguin, Harmondsworth 1984, p. 19 ss.
110 Massimo La Torre
CAPÍTULO V
Discutiendo de democracia.
Representación política y derechos fundamentales
1. PREMISA
pios entre los que ocupa un puesto importante la libertad. La libertad (princi-
pio ético, o «valor») se realizaría así a través del empleo del método demo-
crático. De esta manera el método democrático ser concebido puede como el
resultado de la adhesión a principios universalizables, y no como uno de estos
principios.
Entre libertad y método democrático parece mediar la misma distancia
que entre la ética y la política1. Dicha distinción se advierte por los mismos
teóricos liberales que no califican su Estado como «ético» sino como «Esta-
do de Derecho». Mientras que el denominado «Estado ético» realiza en sí
mismo la justicia y los más altos valores y por consiguiente la actividad del
Estado es intrínsecamente justa (el Estado llega a ser un fin en sí mismo,
incluso el fin por excelencia), en el Estado de Derecho las dos esferas de la
ética y de la política permanecen claramente diferenciados y el Estado se con-
figura como uno de los medios para la realización de aquellos valores que tie-
nen su sede natural (de expresión y de realización) en la sociedad civil y en
última instancia en la conciencia de cada individuo. Haciendo nuestra una
distinción propuesta recientemente por John Rawls, podríamos quizás añadir
que el método democrático es expresión de una «political conception» y no
de una «comprehensive theory» vinculada a una concepción sustancial del
bien y de la moral2.
Utilizando el método democrático como prisma valorativo es posible cali-
ficar dos regímenes políticos de manera que definamos al uno «democrático»
y al otro «liberal», únicamente mediante el análisis de sus mecanismos legis-
lativos. No se puede hacer lo mismo, con un prisma semejante, en relación
con los otros ámbitos de la trama social, respecto a la estructura económica,
a los grupos primarios, a fenómenos como la alienación económica y la repre-
sión sexual. ¿Cómo se haría, utilizando la medida de la adecuación a la volun-
tad de la mayoría, para afrontar la problemática de la organización familiar?
¿Quizás la represión interna en un grupo primario depende de la mayor o
menor aplicación del método democrático? ¿Y cómo establecer a través de
éste el carácter de la dependencia entre salario y capital? Si por el contrario
sustituimos dicho método por la libertad, si por lo tanto sustituimos el méto-
do democrático por el valor, nuestra capacidad de juicio y de análisis se
amplia considerablemente. ¿Es libre el asalariado? ¿Es libre la mujer? Cier-
tamente, previamente, será necesario llegar a un acuerdo sobre el significado
que se atribuya a un término tan utilizado como el de libertad. Sin embargo
1 Sobre la relación entre ética y política, cfr. N. Bobbio, Etica e politica, en Etica e politi-
ca, a cargo de W. Tega, Pratiche, Parma 1984.
2 Véase J. Rawls, Political Liberalism, Columbia University Press, New York 1993, p. 12.
Sobre derecho y utopía 113
3 Sobre ello continúan siendo válidas las observaciones de F. Stame, Democrazia autori-
taria e movimenti di libertà, en «Quaderni Piacentini», abril 1977, y en particular, pp. 18-19. Para
Stame «es indudable que las técnicas jurídicas formuladas por el pensamiento liberal son com-
pletamente incapaces para controlar los fenómenos de expansión incontrolada del poder de las
sociedades modernas» (ibid, p. 18).
4 Sobre el «valor epistémico» de la democracia, véase C. S. Nino, The Epistemic Value of
Democracy, en «Ratio Juris», 1991, pp. 36-51. Cfr. también C. S. Nino, Positivism and Comu-
nitarianism: Between Human Rights and Democracy, en «Ratio Juris», 1994, en particular
pp. 36-37.
114 Massimo La Torre
2. EL MÉTODO DEMOCRÁTICO
5 Sobre esta distinción véase por ejemplo L. Ferrajoli, Il diritto come sistema di garanzie,
en «Ragion pratica», 1993, pp. 143 y ss.
6 Para una distinción en estos términos de «ley en sentido formal» y «ley en sentido mate-
rial», véase F. Neumann, The Rule of Law. Political Theory and the Legal System in Modern
Society, Berg, Leamington Spa 1986.
Sobre derecho y utopía 115
10 H. Kelsen, Socialismo e stato, trad. it., De Donato, Bari 1978, p. 174, cursivas en el
texto.
Sobre derecho y utopía 117
poder legislativo) y Magistratura (el poder judicial) reside una de las diferen-
cias más importantes entre el Estado de Derecho y el Estado absolutista. Esta
tripartición gira en torno al concepto de ley (general y abstracta) y no sería
posible en su ausencia. A su vez el concepto moderno de ley solamente es
posible en el ámbito de la distinción de tres momentos más o menos inde-
pendientes entre sí: la producción (la legislación), la aplicación (la adminis-
tración), la decisión (la jurisdicción).
Aquí puede constatarse la diferencia entre Estado de Derecho y Estado
democrático. En el primero la ley es el concepto cardinal del Ordenamiento
jurídico; la legislación (el Parlamento) expresa sólo un momento de una acción
compleja que culmina en un principio superior a los tres momentos indivi-
dualmente considerados: la ley. En el Estado democrático el concepto funda-
mental es el de soberanía popular, según el cual el momento de producción de
la ley (a través de la cual se expresa directamente esa soberanía) se considera
principal respecto a los momentos sucesivos de aplicación y decisión, subor-
dinados ya no a la ley en cuanto principio de organización del Estado (la ley
en cuanto tal) sino a la expresión de la soberanía popular especificada en la ley.
Mientras que en el Estado de Derecho la ley es relevante por sus caracte-
res formales, en el Estado democrático la ley vale en tanto que a través de ella
se expresa el proceso de deliberación popular. En el primer caso la ley cons-
tituye un valor en sí mismo, en el segundo asume sobre todo un valor instru-
mental respecto al fin de la soberanía popular. El Estado de Derecho se
encuentra por consiguiente totalmente comprendido en el ámbito del Ordena-
miento político-jurídico, todo se halla dentro del horizonte de la sociedad
política. El Estado democrático, por el contrario, remite a un principio meta-
jurídico (la soberanía popular), y encuentra su base en el ámbito de la socie-
dad civil. Mientras que en el Estado de Derecho la garantía de la libertad está
constituida por la descomposición del Poder político (en sentido amplio) en
tres subpoderes y en su sometimiento a la ley, en el Estado democrático esa
garantía reside en el ingreso de las instancias de la sociedad civil en la dimen-
sión política y por lo tanto en el sometimiento del Poder político (en sentido
amplio) a las necesidades y a los derechos de la sociedad civil.
La división de poderes —como se ha afirmado en otras ocasiones— nun-
ca resulta completa, se encuentra más bien sujeta a extralimitaciones recípro-
cas (competencias administrativas del Poder Judicial, competencias judiciales
del Parlamento, etc.). Mucho menos es perfecta: la relación entre los tres
poderes es a menudo desigual, desequilibrada en favor del Poder ejecutivo,
que se reserva un mayor peso que los otros dos y posibilidades de determinar
sus actuaciones. El Parlamento constituye de esta manera un ámbito, una arti-
culación, entre otras cosas cada vez más vacía de efectivo poder en el desa-
rrollo de los Estados contemporáneos, del poder estatal. Las libertades
Sobre derecho y utopía 121
18 Una parte relevante de la doctrina constitucionalista, negando que las elecciones den ori-
gen a una relación de representación, y negando por consiguiente que el Parlamento tenga algún
carácter representativo, habla de la elección como de una «designación de capacidad», es decir
como del mejor método de selección de los sujetos que constituyen el poder legislativo del Esta-
do (cfr. cuanto escribe el «padre» del moderno Derecho Público italiano, V. E. Orlando, Del fon-
damento giuridico della rappresentanza politica, en Orlando, Diritto pubblico generale. Scritti
varii, Giuffrè, Milano 1940).
Sobre derecho y utopía 123
19 P. Biscaretti di Ruffia, Diritto Costituzionale, Jovene Napoli 1972, p. 269, cursivas del
autor.
20 Ibid., p. 271.
21 Cfr. ibid., pp. 61-62.
124 Massimo La Torre
viduos cuyo rol sería el de actuar en nombre del entero grupo social para la
persecución de sus fines, y por lo tanto individuos cuyo «rol» sería el de acep-
tar (quizás digamos «sufrir») las decisiones tomadas en su nombre22. La
«representación» es por lo tanto concebida como una forma cualquiera de
dirección política, que se diferencia únicamente por el hecho de que los suje-
tos «competentes» para ejercer tal dirección son elegidos a través de un meca-
nismo particular: las elecciones. Por lo demás no existiría diferencia alguna
entre un régimen político «representativo» (o democrático) y una organiza-
ción política —supongamos— aristocrática. En esta perspectiva hablar de
«soberanía popular» o de «gobierno del pueblo», tendría una función mera-
mente ideológica o persuasiva. Para esta línea teórica entre democracia direc-
ta y democracia representativa existe solución de continuidad: se trata de dos
formas políticas radicalmente distintas. Pero precisamente aquí esta construc-
ción «funcionalista» de la representación política denuncia su límite: aquel de
deber renunciar a la «idea directiva» de la democracia, a su mito fundante: el
gobierno del pueblo.
23 Sobre este asunto, no ha perdido nada de frescura y vigor F. S. Merlino, Politica e magis-
tratura in Italia dal 1860 ad oggi, Gobetti, Torino 1925. Cfr. también M. D'Addio, Politica e
magistratura (1848-1876), Giuffrè, Milano 1966, y la más reciente aportación de C. Guarnieri,
Magistratura e politica in Italia, Il Mulino, Bologna 1993, pp. 83 y ss.
126 Massimo La Torre
miento de la sentencia) permanece de esta manera vinculado al compromiso del magistrado con-
creto, a sus convicciones ideológicas, y no a algún mecanismo institucional que instaure el con-
tacto directo entre función judicial, magistratura y sociedad civil. Sobre esta conexión institución
judicial-sociedad civil advierte de su exigencia el Secretario de Magistratura Democrática en su
informe al 4º Congreso de la asociación (vid. «Magistratura Democrática», marzo-junio 1879),
mas dicha conexión se define en el reconocimiento de Magistratura Democrática como «articu-
lación de la sociedad civil». Se define M. D. como «articulación de la sociedad civil» en tanto en
cuanto esta asociación reivindica la independencia y la especificidad del propio rol del juez:
«Hemos definido M. D. como articulación de la sociedad civil precisamente por esta su ubica-
ción no ya en el terreno de las políticas generales sino principalmente en el de las asociaciones
que actúan por segmentos de fines generales».
29 «Las vivas críticas dirigidas a la actual composición de las Corti di Assise —escribía
hace ya más de veinte años Girolamo Bellavista— merecen plena solidaridad. Los jueces popu-
lares a menudo se asemejan, frente a las iniciativas y a las opiniones del Presidente, a los dos últi-
mos invitados de la manzoniana mesa de Don Rodrigo. El juez colegial se convierte en tales
casos en bicrático, cuando no monocrático. El sistema es el fruto de un compromiso entre la
legislación fascista y la carta constitucional (art. 102 al final), que quiere la intervención popu-
lar en la administración de justicia; pero el compromiso convierte la participación en una espe-
cie de despreciable intervención pasiva, debido a la práctica sujeción del juez popular a la opinio
delicti, o no, del Presidente» (G. Bellavista, Lezioni di diritto processuale penale, Giuffrè, Mila-
no 1975, p. 168, cursivas en el texto).
128 Massimo La Torre
30 Cfr. U. Rescigno, «Divisione dei poteri», en Dizionario critico del diritto, a cargo de
Cesare Donati, Savelli, Roma 1980, p. 97.
31 La independencia (independencia del poder ejecutivo) del juez ha sido a menudo con-
fundida con su separación (independencia de la sociedad civil). Por lo que concierne a la sepa-
ración no nos consta que un ordenamiento jurídico estatal, sino en formas muy limitadas en los
países anglosajones, (donde el Derecho es esencialmente consuetudinario) se haya preocupado
nunca de reducirla o superarla. Por lo que afecta a la independencia respecto al poder ejecutivo,
es necesario in genere distinguir entre las dos ramas de la magistratura, el juez y el fiscal. En Ita-
lia hasta que no fue creado el Consejo Superior de la Magistratura, si formalmente la judicatura
resultaba ser independiente, no podía decirse lo mismo del fiscal. Respecto a la actual situación
de la justicia en Italia, cfr. A. Pizzorusso, L'organizzazione della giustizia in Italia, Nuova ed.
riveduta e aggiornata, Einaudi, Torino 1988, pp. 135 y ss.
32 L. Ferrajoli, op. cit., p. 155.
33 En este sentido se desarrolla la crítica de Ota Weinberger tanto a Habermas como a
Alexy. Léase, por ejemplo, O. Weinberger, Conflicting Views on Practical Reason. Against Pseu-
do-Arguments in Practical Philosophy, en «Ratio Juris», 1992, pp. 251-268.
34 Sobre la incompatibilidad entre la tradicional organización de un ejército y los principios
democráticos, léanse las páginas de C. Levi, Paura della libertà, III ed., Einaudi, Torino 1975,
pp. 95 y ss.
Sobre derecho y utopía 129
36 Entiendo aquí «élite política» en el sentido en el que Mosca habla de «clase política» (o
«clase de los gobernantes»). Para Mosca, en toda sociedad «existen dos clases de personas: la de
los gobernantes y la de los gobernados. La primera, que es siempre la menos numerosa, ejecuta
todas las funciones políticas, monopoliza el poder y goza de las ventajas que están unidas a éste;
mientas que la segunda, más numerosa, está dirigida y regulada por la primera de una manera
más o menos legal, es decir más o menos arbitraria y violenta, y le ofrece, por lo menos aparen-
temente, los medios materiales de subsistencia y aquellos que son necesarios para la vitalidad del
organismo político» (G. Mosca, Elementi di scienza politica, vol. 1, Laterza, Bari 1953, p. 78).
37 H. Kelsen, Teoria generale del Diritto e dello Stato, trad. it. de S. Cotta y G. Treves,
Comunità, Milano 1952, p. 296.
38 G. Sartori, La rappresentanza politica, cit., p. 573.
39 Ibid., p. 574.
40 Véase A. Pizzorno, Le radici della politica assoluta e altri saggi, Feltrinelli, Milano
1993, capítulo cuarto.
Sobre derecho y utopía 131
41 Sobre la relación entre el jefe carismático, el Führer, y su pueblo, léase la bella página
de T. Mann, Mario und der Zauberer. Ein tragisches Reiseerlebnis, en Mann, Die Erzählungen,
Fisher, Frankfurt a Main 1986, p. 831.
42 «La representación política se presenta (...) como la «representación integral y genérica
de los más dispares intereses de una colectividad concreta» y por lo tanto como una representa-
ción de intereses generales, o políticos (ROMANO): Y la responsabilidad política que determi-
na actúa sólo en el momento de la disolución de la Cámara, cuando los miembros de la
colectividad representada, con ocasión de su reconstitución electiva, pueden juzgar si la antedi-
cha labor representativa haya sido, o no, satisfactoriamente desempeñada por sus parlamenta-
rios» (P. Biscaretti di Ruffia, Diritto costituzionale, cit., p. 270).
132 Massimo La Torre
47 F. Galgano, Principio di maggioranza, en «Materiali per una storia della cultura ginridi-
ca», 1982, p. 293.
48 R. Dworkin, A Bill of Rights for Britain, Chatto & Windus, London 1990, p. 13.
49 M. Sandel, The Procedural Republic and the nencumbered Self, en «Political Theory»,
1984, p. 94.
50 Véase, por ejemplo, ibid., pp. 90-91.
Sobre derecho y utopía 135
51 Cfr. A. Caffi, Cristianesimo e ellenismo, en «Tempo presente», mayo 1958, p. 358. Una
interpretación análoga de la democracia nos es ofrecida por Claude Lefort cuando alaba la «fuer-
za de subversión del orden establecido» ínsita en los regímenes democráticos (véase C. Lefort,
L'invention démocratique, Fayard, París 1981, p. 24).
52 G. Sartori, Democrazia e definizioni, III ed., Il Mulino, Bologna 1972, p. 324.
136 Massimo La Torre
CAPÍTULO VI
El profeta mudo.
Política y cultura en el pensamiento de Andrea Caffi
1. PREMISA
Y luego están las cartas, género literario preferido por Caffi, y los muchí-
simos apuntes dispersos en cuadernos y fichas depositados y errantes por toda
Europa: comenzando por el largo manuscrito redactado a cuatro manos con-
juntamente con Antonio Banfi en Berlín4, a los papeles depositados en la
Biblioteca central de Moscú a las que se refiere Nicola Chiaromonte5, a los
cuadernos confiados al jovencísimo Alberto Moravia y luego perdidos6, al
volumen en preparación del que se habla en los informes de los agentes de la
policía fascista que vigilan los movimientos de nuestro autor en Francia7, a las
fichas de lectura encargadas por estudiosos de medio mundo (entre los cuales
pueden recordarse a Salvemini y a Tasca), o por alguna editorial parisina, y
conservadas quién sabe donde8.
A pesar de todo, las dos recopilaciones de sus escritos, Critica della
violenza, editados por Nicola Chiaromonte, y Scritti politici, editados por
Gino Bianco9, nos ofrecen material suficiente para diseñar un bosquejo de
la teoría política de Caffi. En lo que sigue me basaré en los escritos conte-
nidos en estas dos recopilaciones, y en tres ensayos, Maggia, mistica e
mito, Crisatianesimo e ellenismo, y L'avvenire del romanzo, publicados en
«Tempo presente» de Nicola Chiaromonte e Ignazio Silone entre 1958 y
1960.
La finalidad de este estudio es presentar la teoría social y política de
Caffi, y no colgarle una etiqueta cualquiera que ésta sea. Y más que su pen-
samiento político verdadero y auténtico, más que sus ideas políticas esti-
muladas por batallas políticas a menudo dramáticas, lo que me interesa y
—lo confieso— me intriga un poco es su concepción general de la socie-
dad y del Poder. En mi opinión el pensamiento de Caffi presenta impresio-
nantes afinidades con la filosofía política y social de Hannah Arendt. En
lo que sigue, por lo tanto, la comparación con las tesis de Arendt servirá
10 La grande y prolongada amistad de Arendt con Nicola Chiaromonte nos permite suponer
que la estudiosa alemana estuviera informada sobre la personalidad y la orientación teórica de
Caffi. En relación con esto puede recordarse que algunos escritos de Caffi habían aparecido en
los años cuarenta en «Politics», la revista estadounidense dirigida por Dwight MacDonald, y que
Critica della violenza, traducido al inglés por Raymond Rosenthal, es publicado por una edito-
rial americana (A Critique of Violence, Bobbs-Merrill, New York 1969).
11 Véase A. Caffi, Intorno a Marx e al marxismo, I, Marx, la scienza, la storia, en Caffi,
Critica della violenza, cit., p. 250.
12 G. Simmel, Das Gebiet der Soziologie, en Simmel, Das Individuum und die Freiheit, a
cargo de M. Landmann, Fischer, Frankfurt am Main 1993, p. 182.
140 Massimo La Torre
lo que los hombres creen que es. Esta idea central es retomada y desarrollada
por su «discípulo» Nicola Chiaromonte: «Cuando se habla no del mundo
natural sino de la realidad social, la distinción entre «apariencia» y «realidad»
(por no mencionar la pretensión de lograr «explicaciones últimas»), me pare-
ce muy dudosa, desde el momento que, para empezar, las ilusiones que los
hombres se hacen sobre su situación «real» no tienen menos «realidad» (ni
menos importancia práctica) que sus «explicaciones últimas». En la sociedad,
en realidad, se tiene que contar con los errores reales de los hombres no
menos que con sus opiniones verdaderas»15.
Para Caffi, por el contrario, la sociedad es producto de normas, y éstas son
el resultado de la actividad, consciente o inconsciente, de los seres humanos
y de sus ideas de acción expresadas en las normas mismas. «¿Cómo interpre-
tar —escribe— la noción marxista, según la cual «las relaciones de produc-
ción que constituyen la estructura económica» son «la base real sobre la que
se levanta una superestructura jurídica y política»? ¿Admitiremos quizá que
esta «base» pueda ignorar la superestructura en cuestión? ¿O bien que dichas
«relaciones determinadas y necesarias» que se afirman como instituciones
jurídicas, religiosas, etcétera, tienen menos realidad que la división del traba-
jo, la cooperación, la asimilación o el perfeccionamiento de ciertas técnicas
(las concreta y utilitariamente productivas, no las de la magia o el arte)? En
la realidad histórica, tal y como podemos conocerla, no se observa una sola
sociedad cuya cohesión, o estructura, no presente por lo menos tres clases de
hechos diferenciados mediante nuestro análisis razonado pero que, bien
entendido, se entrecruzan y se penetran recíprocamente en la actividad coti-
diana de los individuos asociados: a) los modos habituales, regulares, de pro-
curarse la subsistencia, de concebir y medir el bienestar material, de repartir
las cargas y los frutos de los esfuerzos más o menos organizados; b) las for-
mas de comunicación y de entendimiento intimo constantes, incorporadas en
el lenguaje y (siempre y necesariamente) en una mitología; c) las normas de
conducta explícitamente formuladas u observadas conforme a la tradición,
sostenidas por una noción de lo «sagrado» (o mana, o tabù), la cual se resu-
me a su vez en la noción de «justicia»»16.
Para Caffi, por consiguiente, la sociedad se compone de tres niveles nor-
mativos. Un primer nivel regula la producción y distribución de bienes. A
diferencia de Marx, para nuestro autor la producción no es una fuerza objeti-
17 Véase, por ejemplo, A. Caffi, Divagazione sugli intellettuali, en Caffi, Critica della vio-
lenza, cit., p. 323.
18 A. Caffi, Magia, mistica e mito, en «Tempo presente», mayo 1960, p. 287.
Sobre derecho y utopía 143
22 A. Caffi, «Homo faber» e «homo sapiens», en Caffi, Critica della violenza, cit., p. 306.
Cursivas en el texto.
23 Ibid., p. 313. Cursivas en el texto.
24 Ibid., p. 308.
25 Principalmente por el mismo hecho de la mortalidad de los individuos, y por la novedad
representada por el nacimiento de seres humanos siempre distintos. Al respecto, cfr. las conside-
raciones de H. Arendt, The Concept of History Ancient and Modern, en Arendt, Between Past and
Future. Eight Exercises in Political Thought, Penguin, Harmondsworth 1968, p. 61.
26 A. Caffi, op. ult. cit., p. 308.
27 Véase ibidem, y A. Caffi, Individuo e società, cit., pp. 55-56.
Sobre derecho y utopía 145
3. EL CONCEPTO DE PODER
Comencemos por el «pueblo», del que nuestro autor alimenta una imagen
bastante realista y en cierto sentido pesimista. En tal postura hay poco de la
exaltación de las virtudes populares tan usuales en las diferentes concepcio-
nes socialistas. Caffi se encuentra muy lejano del mito del pueblo corrompi-
do por la sociedad y sin embargo portador in nuce de virtudes fundamentales,
o de aquel (aparentemente) contrapuesto del pueblo incorrupto pero aturdido
por las mentiras del poder e ignorante de su fuerza de gigante. «Observado-
res superficiales y enternecidos —escribe— suponen en el pueblo una
«salud» física y moral particular y milagrosamente intacta, y de esta manera
suponen también todo un repertorio de cualidades específicas e inimitables:
buen sentido, instinto sagaz, generosidad, modestia, dignidad, sin constatar
los muchos matices y los muchos «reversos» de tales hipotéticas disposicio-
nes «naturales» y sin distinguir lo excepcional de lo corriente, el efímero
esplendor de la juventud de la pesada y duradera impronta de los destinos
irreparables, el ímpetu del corazón del mimetismo ritual. También, sobre
todo, se atribuye a este «potencial», que en cierto sentido es de origen fisio-
lógico, un contenido real de sabiduría y de potencia cuyos efectos milagrosos
se producirían de repente apenas rotas las cadenas de la esclavitud. Ahora, la
existencia de dichas cadenas no es un accidente absurdo: incluso queriendo
admitir que , en un principio, haya sido sólo la adversidad la que las produje-
ra, su conservación y su empeoramiento milenario no se explican sin la com-
plicidad esencial de los prisioneros. La historia contemporánea debería
habernos enseñado a desconfiar por lo menos un poco de la idea del buen pue-
blo. Después de todo, muchos de los secuaces de Mussolini y de Hitler son
«pueblo»»31.
El «pueblo» por lo tanto, según nuestro autor, es una entidad bastante
amorfa, moralmente más o menos insignificante, y en cierto sentido respon-
sable de su estado de opresión y explotación32. Sin embargo, en su opinión, se
encuentra vivo y fuerte en el «pueblo» el sentimiento de la «comunión» de la
acción colectiva y es este sentimiento lo que lo distingue de la «masa». En
relación con esto Caffi se refiere explícitamente a las ideas de Gerorges Gur-
vitch, un sociólogo y filósofo particularmente admirado por él, y unido a él
por la formación cultural rusa y por la referencia a la obra de Proudhon.
««Pueblo» y «masa» —escribe Caffi— son dos realidades muy diversas. Se
puede aceptar el esquema de Georges Gurvitch que, al distinguir la «comu-
nión», la «comunidad» y la «masa» como tres formas diversas de la relación
33 A. Caffi, Popolo, massa e cultura, en Caffi, Critica della violenza, cit., pp. 105-106.
34 C. Levi, Paura della libertà, III ed., Einaudi, Torino 1964, p. 110.
35 A. Caffi, L'avvenire del romanzo, en «Tempo presente», agosto 1958, p. 640.
148 Massimo La Torre
36 A. Caffi, Critica della violenza, en Caffi, Critica della violenza, cit., p. 86.
Sobre derecho y utopía 149
Caffi prefigura aquí una distinción —que será trazada brillantemente por
Hannah Arendt— entre dos diversas concepciones del poder, las cuales en
una primera aproximación pueden denominarse la concepción judeocristiana
y la concepción griega. La primera, que es la aceptada generalmente por el
pensamiento político occidental, concibe el poder en términos de una relación
orden-obediencia, como orden del hombre sobre el hombre, relación que en
última instancia se basa sobre el hecho «bruto» —y más bruto no podría ser—
de la violencia. En dicha tradición de pensamiento la teoría del poder llega a
ser teoría de la «soberanía». Significativamente, Bodino, que es uno de los
progenitores de dicha teoría, en el momento en el que se dispone a definir la
«soberanía», señala en passant que sobre dicha noción los clásicos griegos
tienen bien poco que decir48. La segunda concepción —la griega— conside-
ra, por el contrario, que violencia y poder son dos fenómenos distintos, que
más bien en el ámbito de las relaciones sociales la misma violencia no es un
mero hecho físico, y que esta presupone el poder. Lo contrario de la violen-
cia —desde este punto de vista— no es la no-violencia, sino más bien el
poder.
Pero, ¿qué es, para esta segunda tradición, el poder? Veamos la respues-
ta de Arendt: «El poder corresponde a la capacidad humana no sólo de
actuar, sino de actuar de acuerdo»49. Lo cual significa que «sin un pueblo o
un grupo no existe poder»50. Mientras la violencia tiene un carácter fuerte-
mente instrumental, éste no existe en el poder. «El poder, lejos de constituir
el medio para un fin, es de hecho la condición que consiente a un grupo de
personas pensar y actuar en los términos de la categoría medios-fin»51. El
poder es «inherente a la misma existencia de las comunidades políticas»52.
Ello ocurre allí donde se trata de coordinar las acciones de muchos sujetos.
«El poder se origina allí donde la gente se reune y actúa de acuerdo»53. El
poder, por consiguiente, en esta segunda acepción, es un fenómeno siempre
colectivo o social. No puede darse un detentador individual o aislado de una
forma de poder. Es el resultado no tanto sólo de agregaciones colectivas
cuanto sobre todo de agregaciones colectivas que se mueven según princi-
pios de cooperación.
4. POLÍTICA Y DEMOCRACIA
62 Véase A. Caffi, Sull'educazione, en Caffi, Critica della violenza, cit., pp. 325 y ss.
63 Cfr. H. Arendt, Walter Benjamin, en Arendt, Menschen in finsteren Zeiten, a cargo de U.
Ludz, Piper, München 1989, p. 218.
64 Véase, A. Caffi, op. ult. cit., p. 329.
65 A. Caffi, Società, élite e política, cit., p. 141.
Sobre derecho y utopía 157
que apoyan La «salud pública», la majestad del Estado, los gloriosos méritos
de los hombres de acción, la buena marcha de los negocios, muestra quizás
un escaso respeto a cualquier valor «sagrado». Es casi siempre un signo de
civilización avanzada la reducción de las ceremonias a formas discretas, la
«secularización» de los mitos en el arte»66. «Aparecerá entonces claro —con-
tinúa Caffi— que la fuerza, la continuidad, los éxitos al menos parciales
(puesto que las fuerzas opresivas pueden ser ciertamente aplastantes) de un
movimiento de emancipación humana estarán en función directa del grado de
desarrollo y de consistencia de la «sociedad», mientras que ninguna organi-
zación armada podrá aumentar las posibilidades, ni menos los progresos de
un movimiento así»67. Repensar el Estado, las formas políticas —esta es la
«modesta propuesta» de Andrea Caffi, la cual puede constatarse perfecta-
mente en un pasaje concluyente del Cristo si è fermato ad Eboli de Carlo Levi
cuyo pensamiento revela —como se ha visto anteriormente— sugerencias
«caffianas»: «Es necesario que nos hagamos capaces de pensar y crear un nue-
vo Estado, que ya no puede ser ni el fascista, ni el liberal, ni el comunista, for-
mas todas ellas diversas y sustancialmente idénticas de la misma religión
estatal. Debemos repensar los fundamentos mismos de la idea de Estado»68.
Si el poder es un hecho fundamentalmente basado en el consenso, enton-
ces también la revolución, la subversión del poder, debe serlo. Caffi anticipa
la tesis de Arendt según la cual «la violencia puede destruir el poder; pero es
profundamente incapaz de producirlo»69. «En todas las revoluciones corona-
das con éxito —escribe el intelectual petersburgués—, el factor decisivo ha
sido un factor «moral» o «psicológico», gracias al cual el armamento, siem-
pre superior, del Estado, ha sido inútil»70. De ahí deriva la particular posición
de Caffi frente a la democracia. De ésta, como régimen de gobierno, y como
posible método para la emancipación de los trabajadores, Caffi tiene una pési-
ma opinión. Distinto es por el contrario, en su opinión, el caso de la demo-
cracia como régimen de derechos, como forma política que permita a la
sociedad y al pueblo corroer el dominio de los aparatos jerárquicos, políticos
y económicos. Vale con recordar, a este propósito su afligida defensa de la
libertad denominada formal contra cuantos la menosprecian apoyando una
fantasmal libertad «sustancial»: «Donde quiera que se tenga vida en común
(¿y dónde no se tiene vida en común con los demás?) la libertad es que se me
deje en paz lo más posible, de manera que no tenga que devanarme el seso en
71 A. Caffi, Stato, nazione e cultura, en Caffi, Critica della violenza, cit., p. 169. Cursivas
en el texto.
72 A. Caffi, Cristianesimo ellenismo, cit., p. 358.
73 A. Caffi, Società, élite e politica, cit., p. 135.
74 Cfr. ahora el volumen de G. Berti, Francesco Saverio Merlino. Dall'anarchismo socia-
lista al socialismo liberale (1856-1930), Angeli, Milano 1993, capítulo cuarto.
75 Véase por ejemplo, A. Caffi, Il socialismo e la crisi momdiale, en Caffi, Scritti politici,
cit., pp. 373 y ss.
76 Véanse las cartas de Caffi a Prezzolini publicadas en «Il Borghese» del 20 de octubre de
1966, pp. 392-394.
77 Tomo esta idea de E. Bettiza, La parabola di un socialista, en «Corriere della sera», del
22 de mayo de 1971.
78 Véase, en particular, A. Caffi, La rivoluzione russa e l'Europa (1918), en Caffi, Scritti
politici, cit., pp. 1-61. Al respecto, cfr. L. Valiani, Un italiano tra i bolscevichi, en «L'Espresso»
del 11 de abril de 1971.
Sobre derecho y utopía 159
5. EL PROFETA MUDO
He titulado este estudio «El profeta mudo» con una referencia, más o
menos clara, a la homónima novela de Joseph Roth Der stumme Prophet, en
la que se ha creído encontrar una especie de reconstrucción novelesca de la
vida de Trotsky, y donde sin embargo —en mi opinión— no hay más que una
apología de una cierta figura de intelectual de la primera posguerra (con la
que el autor se identifica completamente). Decir que un profeta es «mudo» es
algo paradójico: un profeta es tal si está en condiciones de transmitir y —me
permitiría decir— de gritar un mensaje. Si se es mudo, ello no es posible.
Pues bien, esta contradicción se adapta bien a aquel singular personaje que
fue Caffi, en equilibrio siempre entre el empeño militante y la huida existen-
cial, entre lo público y lo privado, entre la palabra y el silencio.
El profeta es sobre todo un crítico de la sociedad, como nos ha recordado
Michael Walzer84, atribuyendo sin embargo a dicha figura los rasgos comu-
nistaristas y particularistas que se adaptan mal a la figura de Caffi. El profe-
ta, según Walzer, nunca puede asumir el punto de vista normativo, aquel que
82 Ibid., p. 389.
83 Al respecto, cfr. las recientes consideraciones de A. Pizzorusso, Maggioranze e mino-
ranze, Einaudi, Torino, 1993, capítulo primero.
84 Véase M. Walzer, Interpretation and Social Criticism, Harvard University Press, Cam-
bridge, Mass. 1987, capítulo tercero.
Sobre derecho y utopía 161
85 Véase Th. Nagel, The View from Nowhere, Oxford University Press, New York 1987.
86 Cfr. L. Abel, What is Society? The Ideas of Andrea Caffi, en «Commentary», 1970,
pp. 45 y ss.
162 Massimo La Torre
95 Léase, por ejemplo, J. Roth, Der stumme Prophet, Rohwohlt, Reinbek bei Hamburg
1980, p. 49, p. 63.
96 Véase, entre otros, J. Roth, Die Flucht ohne Ende, DTV, München, 1981, pp. 51-52, y
J. Roth, Der stumme Prophet, cit., p. 26, pp. 120-121. Véase también J. Roth, Der Antichrist,
Allert de Lange, Amsterdam 1934, pp. 99 y ss.
97 J. Roth, Die Kapuzinergruft, Verlag der Nation, Berlín 1984, p. 171. «Mein privates
Herz —escribe también Roth— schlägt in einer sentimentalen (und jüngst wieder etwas unmo-
dern gewordenen) Weise für die kleinen Wesen, denen man befiehlt und die gehorchen, gehor-
chen und läßt ich selten zu der Objektivität für die großen gelangen, die befehlen, befehlen,
befehlen» (J. Roth, Panoktikum, en Roth, Gesammelte Werke, a cargo de H. Kesten, vol. 3, Kie-
penhauer & Witsch, Köln 1975, p. 583). Esta idea recorre toda la obra del escritor austríaco des-
de sus principios: cfr. por ejemplo, J. Roth, Die Rebellion, DTV, München 1962, p. 8. Al respecto,
cfr. Ch. Foerster, Nachwort, en J. Roth, Die Kapuzinergruft, cit., pp. 177 y ss, y C. Magris, Lon-
tano da dove. Joseph Roth e la tradizione ebraico-orientale, III ed., ed. Einaudi, Torino 1982,
capítulo tercero.
98 Véase, por ejemplo, R. Musil, Der Mann ohne Eigenschaften, a cargo de A. Frisé,
Rowohlt, Reinbek bei Hamburg 1992, pp. 18-19.
99 Véase, por ejemplo, J. Roth, Der stumme Prophet, cit., p. 129.
100 J. Roth, Die Kapuzinergruft, cit., p. 162. Al respecto, cfr. D. Bronsen, Joseph Roth. Eine
Biographie, Kiepenheuer & Witsch, Köln 1874, capítulo quinto.
Sobre derecho y utopía 167
patria, alabada —por así decirlo— por Walter Benjamin101, y queridísima para
ambos. La diferencia entre los dos es que Roth se deja abrumar por su dolor
y el del mundo, por la superfluidad de la existencia. «So überflussig wie er
war niemand in der Welt» de esta manera concluye significativamente Die
Flucht ohne Ende, escrito a fines de los años veinte. En el escritor austríaco
la inteligencia humana debe rendirse frente al inescrutable designio del desti-
no (éste es el hilo conductor de novelas como Hiob y Tarabas, y de relatos
como Das falsche Gewicht). Su huida de la sociedad se convierte en huida del
mundo y en fin de la vida misma. Mientras en Roth el sentimiento obscurece
la razón, en Caffi por el contrario la disciplina del intelecto y el sentido de la
dignidad del existir humano no se desvanecen nunca.
EXCURSUS I
dían a las fuerzas productivas desarrolladas hasta ese momento. Aquellas con-
diciones, en vez de favorecer la producción, la dificultaban. Se transformaban
en otras tantas cadenas. Debían ser destrozadas, y fueron destrozadas»2.
Por fuerzas productivas debe entenderse: a) Las técnicas de producción;
b) las clases sociales que suministran el trabajo necesario para el empleo de
aquellas determinadas técnicas. Podemos por lo tanto decir que las fuerzas
productivas se componen por una parte de trabajo muerto (los medios de pro-
ducción), y por otra de trabajo vivo (la clase adscrita al funcionamiento de
los medios de producción). En la dinámica entre trabajo muerto y trabajo vivo
se asegura el predominio al trabajo muerto por dos motivos esenciales: a) el
trabajo muerto, o sea las técnicas de producción, determina el espacio, el
lugar las condiciones del trabajo vivo, esto es la clase; b) el trabajo muerto
tiene conciencia, conciencia de sí mismo, conciencia referida a una determi-
nada forma de producción mientras que la clase, para generar una función
activa y unitaria, es decir para ser realmente (subjetivamente) clase, necesita
de un ulterior requisito, la conciencia de clase (el partido).
Las relaciones de producción, a su vez, se articulan en: a) una relación
jurídica formalizada (por ejemplo, la propiedad privada burguesa); b) un
mecanismo económico que permita la división entre producción y apropia-
ción del producto (por ejemplo, el salario). Así podremos decir que la relación
de producción capitalista se articula: a) a través de la propiedad privada bur-
guesa; b) a través del mecanismo salarial que consiente la extracción de la
plusvalía. En la dinámica entre mecanismo económico y relación jurídico-for-
mal es esta última la que desempeña un papel predominante, llegando a deter-
minar al primero. Este es un punto bastante importante, sin el cual no sería
posible comprender cómo para Marx los conceptos de nacionalización y
socialización terminan por coincidir, o más exactamente cómo la socializa-
ción es una continuación/consecuencia de la nacionalización. Las relaciones
de producción se sutancian y se fijan en una relación jurídica de propiedad,
diferente según la situación tecnológica de las fuerzas productivas y las fases
históricas. En Marx no se encuentra presente la distinción entre propiedad y
posesión, y por consiguiente el conocimiento de la categoría propiedad como
interna a la categoría poder. He aquí por qué ha resultado tan difícil a los estu-
diosos de estricta observancia marxista explicar el fenómeno de la escisión
entre propiedad y gestión (posesión) en el interior de las grandes sociedades
por acciones y la aparición de nuevas clases dominantes vinculadas precisa-
mente a la posesión, y no a la propiedad, como los managers, para seguir con
el ejemplo de las grandes sociedades por acciones. Y a tal sobrevaloración del
2 K. Marx-F. Engels, Manifesto del partito comunista, trad. it., Editori Riuniti, Roma 1977,
p. 64.
Sobre derecho y utopía 171
3 «La ruptura con la denominación del modo de producción capitalista, o con el dominio
de las relaciones de producción capitalistas o de otras relaciones de producción correspondientes
a la propiedad privada de los medios de producción (...) se verifica, principalmente a nivel polí-
tico. Inviste el carácter de clase del poder estatal, o sea la naturaleza de la clase que detenta el
poder» (C. Bettelheim, Calcolo economico e forme di propietà, trad. it., Feltrinelli, Milano 1978,
p. 81). Esta sobrevaloración de lo político en el proceso de transformación social, esta su «auto-
nomización», para la que la conquista del poder estatal es un momento estratégicamente antece-
dente a la modificación en sentido socialista de las relaciones de producción, revela un desfase
en la estructura del edificio teórico marxista y en particular una estridente contradicción respec-
to a la centralidad de la estructura económica. Identificaba bien esta contradicción Bakunin: «La
situación política de cada país, dice Marx, es siempre el producto y la fiel expresión de su situa-
ción económica; para cambiar la primera, basta con transformar la segunda. Aquí está para Marx
todo el secreto de la evolución histórica. Él no tiene en consideración a los demás elementos de
la historia, como la manifiesta influencia de las instituciones políticas, jurídicas y religiosas sobre
la situación económica. Marx dice: «La miseria produce la esclavitud política, el Estado»; pero
no permite que se cambie la proposición y se diga: «La esclavitud política, el Estado, reproduce
a su vez, y perpetúa, la miseria, como condición de su existencia; de modo que para destruir la
miseria es necesario destruir el Estado». Y, cosa extraña, él que prohibe a sus adversarios iden-
tificar en la esclavitud política, en el Estado, la causa productora de la miseria, ordena a sus ami-
gos y discípulos del partido de la democracia socialista alemana considerar la conquista del
poder y de las libertades políticas como la condicción preliminar y absolutamente necesaria de
la emancipación económica» (M. A. Bakunin, Rivolta e libertà, selección de escritos a cargo de
M. Nejrotti, Editori Riuniti, Roma 1977, p. 231).
172 Massimo La Torre
4 «No ocultaremos que hemos luchado reiteradamente contra todo intento de fundar sobre
un humanismo, quizás algo materialista, la demostración de la necesidad histórica del paso al
socialismo y de la superioridad de éste último sobre el modo de producción capitalista. Ya que
Marx escribe que el capitalismo, desarrollando continuamente las fuerzas productivas, «crea pre-
cisamente sin saberlo las condiciones materiales de un modo de producción superior», la única
razón que demuestra esta necesidad y esta superioridad es el hecho de que la estructura de las
relaciones de producción socialistas corresponde funcionalmente a las condiciones de desarrollo
de las nuevas fuerzas productivas, gigantescas y siempre más socializadas, creadas por el capita-
lismo. Esta correspondencia es un hecho «no intencional» que expresa las «propiedades objeti-
vas» de una estructura social y, en su esencia, totalmente independiente de cualquier idea a priori
sobre la felicidad, la «esencia» del hombre, la «verdadera» libertad, o sobre un principio que tras-
cienda la historia y determine la esencia de lo verdadero, de lo bello, del bien» (M. Godelier,
Logica dialettica e analisi delle strutture, en M. Godelier-L. Sève, Marxismo e strutturalismo,
trad. it., Einaudi, Torino 1970, p. 126).
Sobre derecho y utopía 173
5 Stalin, Problemi economici del socialismo nell'URSS, trad. it., Laterza, Bari 1976, pp. 55-56.
6 K. Marx, Il Capitale, trad. it., vol. I, Editori Riuniti, Roma 1970, pp. 32-34.
7 «Para Marx, el progreso es algo que puede ser definido objetivamente, y que al mismo
tiempo se dirige hacia aquello que es deseable. La fuerza de la fe de Marx en el triunfo del libre
desarrollo del hombre nace no de la fuerza con la que Marx confía en ello, sino de la convicción
en la corrección del análisis según el cual es en tal dirección en la que el desarrollo histórico con-
ducirá al final al hombre» (E. Hobsbawm, Prefazione en K. Marx, Forme economiche precapi-
talistiche, trad. it., Editori Riuniti, Roma 1967, p. 10). «En el capitalismo la «ley de la
correspondencia» entre base y superestructura se perturba: existe contradicción entre fuerzas pro-
ductivas y relaciones sociales. En el socialismo por el contrario, en donde esta contradicción se
ha resuelto, la «correspondencia» entre fuerzas productivas y relaciones sociales ha vuelto a regir
«armónicamente». La transformación de la sociedad, el paso de un tipo de sociedad a otro no tie-
ne que realizar finalidades humanas. Tiene la única.... finalidad de restablecer el funcionamiento
pleno de la ley causal de la "correspondencia"» (L. Colletti, Tra marxismo e no, Bari 1979, p. 40).
174 Massimo La Torre
8 P. Clastres, La società contro lo stato, trad. it., Feltrinelli, Milano 1977, p. 139. El etno-
centrismo, y la concepción progresiva de la historia que presupone, son criticados y rechazados
de una manera clara por Claude Lévy-Strauss, en cuya línea de pensamiento se sitúan las inves-
tigaciones antropológicas de Clastres. Escribe por ejemplo Lévy-Strauss: «El desarrollo de los
conocimientos prehistóricos y arqueológicos tiende a ordenar en el espacio formas de civiliza-
ción que solíamos imaginar como sucesivas en el tiempo. Lo cual significa dos cosas: sobre todo
que el «progreso» (...) no es ni necesario ni continuo; procede a saltos a rebotes o, como dirían
los biólogos, por mutaciones. Dichos saltos y dichos rebotes no consisten siempre en andar siem-
pre más lejos en la misma dirección; se acompañan de cambios de orientación un poco a la mane-
ra del caballo en el ajedrez que dispone siempre de múltiples progresiones pero nunca en el
mismo sentido» (Razza e storia, en C. Lévy-Strauss, Razza e storia e altri studi di antropologia,
trad. it a cargo de P. Caruso), Einaudi, Torino 1979, p. 115). Por otro lado, según Lévy-Strauss,
concebir un único movimiento histórico válido para toda la humanidad significaría no tener en
Sobre derecho y utopía 175
cuenta su pluralismo interno, y ofrecer una imagen uniformemente homogénea: «Se trata preci-
samente de un intento de suprimir la diversidad de las culturas quizás fingiendo reconocerla en
su totalidad. Si de hecho se consideran las diversas situaciones en las que las sociedades huma-
nas, antiguas en el tiempo o remotas en el espacio, se encuentran, como fases o etapas de un úni-
co desarrollo que partiendo del mismo punto, deba hacerlas converger hacia la misma meta, está
clarísimo que la diversidad se vuelve ya sólo aparente» (Razza e storia, cit., p. 107).
9 P. Clastres, op. cit., p. 141.
10 Ibid., p. 143.
176 Massimo La Torre
13 Ibid., p. 146.
178 Massimo La Torre
Es de tal manera inadecuada aquella categoría causal que aquel hecho social
que mayores garantías debería tener de lograr un efecto concreto por su mis-
ma naturaleza obligatoria, la ley, nunca puede de manera absoluta (determi-
nistamente) obligar a un hacer (los juristas romanos decían exactamente nemo
ad factum cogi potest), y por lo tanto determinar necesariamente el compor-
tamiento prescrito16. Del mismo modo el poder necesita del consenso. No
exclusivamente, pero entre prescripción y situación efectiva entre mandato y
obediencia, entre norma y comportamiento, no existe nunca una completa
correspondencia total. Y es precisamente sobre este desajuste, sobre tal dis-
crepancia, sobre la inaplicabilidad a los comportamientos humanos del prin-
cipio de obligatoriedad causal, sobre el que se basa la especificidad del ser
humano: la conciencia moral17. Además, incluso prescindiendo de innumera-
bles variables y de los diversos espacios temporales, tampoco es imaginable
reproducir cualquier, aunque sea pequeño, evento social.
La concepción tradicional según la cual la ausencia del Estado determina
la falta de plenitud y la primitividad de las sociedades es el resultado de una
teoría de la historia «como movimiento necesario de la humanidad a través de
las formas de lo social que se reproducen y se encadenan mecánicamente»18.
16 «Pero, mientras las leyes físicas encubren una rígida necesidad que excluye toda libertad
y actividad humana, por el contrario las normas de conducta presuponen siempre la libertad y la
actividad del hombre. Su misma denominación muestra claramente su carácter diferencial: con-
ducta significa precisamente actividad y no es concebible una actividad sin libertad, siendo, toda
actividad por definición elección y decisión libre. Se comprende entonces como también la nece-
sidad, aquella necesidad que —ya lo hemos dicho— es inherente a la idea general de ley y se
vuelve a encontrar por lo tanto en todo tipo de ley, no puede no asumir una característica del todo
especial en el caso de las normas de conducta. También las normas de conducta responden a una
necesidad, según el común modo de ver las cosas. Pero ésta no consiste en una determinación
física inmediata e inmediatamente obligatoria, como para excluir toda libertad, y se manifiesta
más bien como una exigencia respecto a la libertad y a la actividad del individuo» (A. Falzea,
Introduzione alle sicenze giuridiche, parte prima, il concetto del diritto, Milano 1975, p. 17).
17 La diferencia entre orden y obediencia, la inoperatividad del principio de causalidad
necesaria respecto a los comportamientos humanos y sociales, expresa la libertad radical del indi-
viduo y al mismo tiempo coloca las bases de la ética (de un sistema de valores) como hecho
humano irrenunciable, como brújula del actuar social. En realidad entre la necesidad y la liber-
tad el train d'union es expresado por la exigencia, que se remite de cualquier modo a un valor.
«La conciliación entre los dos momentos contrastantes de la necesidad y de la libertad se obtie-
ne, precisamente, en cada norma con la resolución de la necesidad en exigencia. Por otra parte
toda exigencia manifiesta un valor: toda exigencia es una apelación que un valor o sistema de
valores hace a la libertad del hombre. El obrar humano, que la ley exige, permanece libre y lle-
ga a ser necesario sólo en el sentido que su cumplimiento es condición necesaria de la realiza-
ción de un valor. La necesidad normativa es por lo tanto una necesidad condicionada. Vale
solamente en la hipótesis de que un conjunto de valores humanos sea satisfecho» (A. Falzea, op.
cit., pp. 17-18).
18 Cfr. P. Clastres, Il problema del potere nelle società primitive, en «Volontà», nov.-dic.
1977, p. 412.
180 Massimo La Torre
Las sociedades primitivas, sin embargo, carecen de Estado ya que son socie-
dades contra el estado, ya que, conscientes del peligro del Estado, de la uni-
formidad como mal19, interponen constantemente, frente a la acción de los
mandatarios, recios obstáculos aptos para impedir la transformación de su
poder vacío en un poder lleno, en poder político20. La presencia del jefe sirve
para conjurar la irrupción del Estado y el reducido ámbito de la chieftainship
señala la dimensión concreta de la gestión colectiva de la comunidad. Por eso,
«cuando se rechaza esta neoteología de la historia y su continuidad fanática,
entonces las sociedades primitivas dejan de ocupar el nivel cero de la histo-
ria, porque contendrían en sí a un mismo tiempo toda la historia futura, ins-
crita anticipadamente en su ser. Liberada de este poco inocente exotismo, la
antropología estaría entonces en condiciones de estudiar seriamente el verda-
dero problema político: ¿por qué las sociedades primitivas son sociedades sin
Estado? Como sociedades completas, maduras, adultas, y no como embriones
infrapolíticos, las sociedades primitivas no tienen Estado porque lo rechazan,
porque rechazan la división del cuerpo social en dominantes y dominados»21.
Clastres, en definitiva, especifica otra ruptura coincidente con aquella
entre no-historia y no-Estado, e historia y Estado: la ruptura entre tiempo
cíclico y tiempo lineal. Las sociedades arcaicas son sociedades del tiempo
cíclico, ligadas a los ciclos naturales en los que la vida humana está firme-
mente unida a la naturaleza y el tiempo no puede acumularse (no es por lo tan-
to lineal), ya que no es imaginable la acumulación de los seres. Si es el ser el
fundamento de la vida social, rehuye a las operaciones aritméticas, a la suma,
a las mediciones. La suma se refiere sólo a las cantidades, a objetos por lo
demás absolutamente idénticos entre sí, y no a substancias únicas.
Queda el misterio de la aparición del Estado, misterio destinado a perma-
necer irresoluto, ya que Clastres ya no podrá resolver el arcano (murió trági-
camente en la primavera de 1977). Escribía el heredero libertario de
Levy-Strauss (así lo ha llamado Claude Roy), para concluir La società contro
lo stato: «La historia de los pueblos, que tienen una historia, es, se dice, la his-
toria de la lucha de clases. La historia de los pueblos sin historia es, se afir-
mará, con al menos la misma certeza, la historia de su lucha contra el
Estado»22. Continuamos en el campo de lo negativo sólo para quien no sabe
o no quiere comprender la positividad de la lucha contra la Historia. En esta
lucha se renuncia irremediablemente a vestir los ropajes del científico, y se
pertrecha del humanismo tan aborrecido por Stalin y Althusser.
19 Cfr. P. Clastres, La società contro lo stato, cit., cap. IX («Dell'uno senza il molteplice»).
20 Cfr. ibid., cap. II («Scambio e potere: filosofia della chieftainship amerindiana»).
21 P. Clastres, Il problema del potere nelle società primitive, loc. cit., pp. 412-413.
22 P. Clastres, La società contro lo stato, cit., p. 161.
181
EXCURSUS II
3 Como escribe Mihàly Vajda, «la burguesía es la primera clase dominante en la historia,
o sea el primer estrato bajo un determinado aspecto dominante, que no tiene un poder político,
incluso que en ocasiones se encuentra obligada a combatir por la propia específica posibilidad de
dominio contra el poder político» (M. Vajda, Sistemi sociali oltre Marx. Società civile e stato
burocrático all'Est, trad. it., Feltrinelli, Milano 1980, p. 62). De esta manera, «la totalidad social
que llamamos sociedad burguesa consiste en la separación de la sociedad civil en el sentido res-
tringido del término y del Estado y debe ser definida como un pluralismo de poder, un juego de
fuerzas entre los roles del poder económico y político por primera y única vez en la historia
humana separados los unos de los otros» (ibid., pp. 64-65).
4 J. Dewey, Liberalismo e azione sociale, trad. it., La nuova Italia, Firenze 1948, p. 69.
184 Massimo La Torre
5 S. D' Allura, Sviluppi della teoria rivoluzionaria sulla questione attuale dello Stato, tesi
di laurea, Università di Messina, Facoltà di lettere e filosofia, corso di laurea in filosofia, dirigi-
da por el prof. C. Valenti, año académico 1977-1978, inédita, p. 51.
6 J. M. Keynes, Inediti scritti sulla crisi, a cargo de M. Gobbini, Istituto della Enciclope-
día italiana, Roma 1976, pp. 114-115 (cursivas del autor).
Sobre derecho y utopía 185
13 Sobre este punto, cfr., R. Romeo, Il risorgimento in Sicilia, Laterza, Bari 1973, pp. 20-32.
14 Cfr. B. Rizzi, Il collettivismo burocratico, Sugarco, Milano 1977, pp. 57 y ss.
Sobre derecho y utopía 187
15 K. Marx, F. Engels, Manifesto del partito comunista, trad. it, Editori riuniti, Roma 1977,
pp. 88-89. Para interesantes reflexiones sobre este «clásico» del pensamiento político, V. C.
Lefort, Relecture du manifeste Communiste, en C. Lefort, Essais sur le politique, Seuil, Paris
1986, pp. 178 ss.
16 K. Marx, F. Engels, op. cit., p. 88. Cursivas del autor.
188 Massimo La Torre
ra con la lucha por la liberación del Estado de los grilletes impuestos por el
poder privado y monopolista»17.
Pero el estatalismo del movimiento obrero no se halla completo en los
contenidos de sus reivindicaciones, sino también: a) en la aceptación de la
división de dos planos, el político y el económico, en la organización de la
lucha social, y en el consiguiente predominio del político sobre el económico
(piénsese en la concepción del partido como «vanguardia» y del sindicato
como «correa de transmisión» del partido); y b) en la estructuración jerárqui-
ca interna de sus organizaciones (partido y sindicato en concreto). Horkhei-
mer describe lucidamente este mirarse al espejo del movimiento obrero en las
teorías del Estado autoritario: «Las grandes organizaciones promovían una
idea de socialización difícilmente distinguible de la de estatalización, nacio-
nalización y publificación en el capitalismo de Estado (...). La imaginación,
ahora, ya no se eleva del sólido terreno de los datos fácticos sino es para
situar, en lugar del aparato estatal existente, las burocracias partidistas y sin-
dicales y, en lugar del principio del beneficio, los planes anuales de los fun-
cionarios»18. Se verifica en el movimiento obrero un fenómeno análogo al del
divorcio entre propiedad y gestión en las grandes sociedades por acciones:
«Con el crecer del aparato cada vez es más difícil técnicamente controlar y
sustituir a estos dirigentes, de modo que entre la práctica utilidad de su per-
manencia, y su decisión personal de no irse, parece reinar una armonía prees-
tablecida. El dirigente y su camarilla llegan a ser, en la organización obrera,
tan independientes, como en el ámbito opuesto el management del monopo-
lio industrial frente a la asamblea de los acccionistas»19.
25 F. Piperno, «Orizzonti possibili. (Lo stato metastabile)», en Metropoli, año II, n.2, abril
1980. Sobre la «colonización» de la vida cotidiana, v. J. Habermas, Theorie des Kommunikativen
Handels, Vol. 2, Zur Kritik der funktionalistischen Vernunft, 3 ed., Suhrkamp, Frankfurt a.M.
1985, pp. 520 y ss.
26 Hay quien, al respecto, sostiene que en las sociedades industriales avanzadas occidenta-
les ya no nos hallamos en presencia de un Estado en el sentido estricto del término. Esta es la
opinión, por ejemplo, de Helmut Willke, Entzauberung des Staates. Überlegungen zu einer sozie-
talen Steuerungstheorie, Athenäum, Königstein 1983.
27 A. Illuminati, Gli inganni di Sarastro. Ipotesi sul politico e sul potere Einaudi, Torino
1980, p. 6. Más adelante el autor confirma el «específico pluralismo que surge, tras Keynes, den-
tro del Estado y no entre «sociedad política» y «sociedad civil» articulada, cuando el capitalismo
de Estado redistribuye dentro y entre los aparatos los contrastes entre las diferentes fracciones de
la burguesía» (ibidem).
28 Cfr. F. Neumann, Behemoth. The Structure and Practice of National Socialism (1933-
1944), Cass, London 1967. Es interesante señalar que para un estudioso de los regímenes socia-
listas del Este uno de los aspectos distintivos del totalitarismo es la privatización de los poderes
públicos: «Quizás el carácter estructural más importante del totalitarismo del siglo XX es la pri-
vatización de la esfera pública» (J. T. Gross, «A note on the Nature of Soviet Totalitarianism»,
en Soviet Studies, 1982, p. 376).
29 M. Horkheimer, Lo Stato autoritario, cit., p. 132.
Sobre derecho y utopía 191
30 G. Marramao, op. cit., loc. cit., p. 33. De esta opinión es también Wittfogel: «La segun-
da revolución industrial que estamos viviendo en la actualidad, perpetúa el principio de una
sociedad policéntrica a través de grandes complejos burocratizados que se controlan y condicio-
nan mutua y lateralmente: entre ellos, los más importantes son el gobierno, las grandes organi-
zaciones económicas y agrícolas y los sindicatos de trabajadores» (K. A. Wittfogel, Il dispotismo
orientale, trad. it., vol. II, Vallecchi, Firenze 1968, pp. 704-705). Para Wittfogel la dinámica
«lateral», horizontal, entre grandes concentraciones de poder político-económico, y directamen-
te proporcional a la burocratización de la esfera decisional y a la paralela suavización de la diná-
mica vertical entre «base» y «vértice». «La disminución de los controles verticales desde abajo
(por parte de los electores, de los accionistas y de los afiliados a los sindicatos), procede de igual
manera con la extensión de los controles laterales. Estos últimos no son nuevos [...]. Pero, a pesar
de que su importancia haya crecido, las recientes revoluciones comunistas y fascistas demuestran
que son escasamente eficaces para impedir una acumulación totalitaria de poder» (K. A. Wittfo-
gel, op. cit., pp. 704-705, nota a). Los controles laterales (es decir el pluralismo corporativo) no
son, por consiguiente, —según este estudioso— incompatibles con la tendencia totalizante del
Estado contemporáneo, del que representarían más bien una específica manifestación.
31 K. Marx-F. Engels, Manifesto del partito comunista, cit., p. 89.
32 Cfr. M. Vajda, op. cit., en particular, pp. 61-62.
193
EXCURSUS III
1. PREMISA
Anarchy and Liberty3; C. Ruby (ed.) Law and Anarchism4; Thom Holterman,
Recht en politieke organisatie. En onderzoek naar convergentie in opvattin-
gen omtrent recht en politieke organisatie bij sommige anarchisten en som-
mige rechtsgeleerden5. Recuérdense también dos ensayos de Zenon
Bankowski: Anarchy Rule: o.k.?6, escrito en respuesta a D. Tur, Anarchy ver-
sus Authority: Towards a Democratic Theory of Law7; y Anarchism, Marxism
and the Critique of Law8.
En este renovado clima de interés por el pensamiento anarquista en gene-
ral y por su concepción jurídica en particular, que puede aumentar también
por el eco producido por un libro ya clásico de Robert Nozick, Anarchy, Sta-
te and Utopia9, y que ha encontrado un reconocimiento en el volumen XIX
del anuario estadounidense Nomos dedicado por entero al anarchismo10, se
inserta un reciente estudio que versa precisamente sobre «anarchismo y Dere-
cho»: Marco Cossutta, Anarchismo e diritto. Componenti giusnaturalistiche
del pensiero anarquico11. En esta nota no pretendo sin embargo detenerme en
la estructura o en el contenido sumario, o sobre los méritos o deméritos de
esta última publicación. Lo que me propongo es por el contrario la discusión
de sus tesis centrales, es decir de la afirmación según la cual «la doctrina anar-
quista se inscribe en el amplio y heterogéneo mundo iusnaturalista»12.
2. IUSNATURALISMO Y DEFINICIONES
3 Cambridge University Press, Cambridge 1982. De este autor véase también Anarchy and
Cooperation, Wiley, London-New York 1976.
4 Black Rose Books, Montreal 1982. Este volumen recoge alguna de las ponencias pre-
sentadas al Congreso internacional de estudios sobre «Derecho y anarquismo» organizado en
enero de 1979 en Rotterdam por el Departamento de Derecho constitucional de la Facultad de
Ciencias sociales de la Erasmus Universiteit.
5 Tjeenk Willink, Zwolle 1986. También merece ser citado: M. Larizza Lolli, Stato e pote-
re nell'anarchismo, Angeli, Milano 1986.
6 En «Archiv für Rechts-und Sozialphilosophie», Bd. 63, 1977, pp. 327-336.
7 En loc. ult. cit., pp. 305-325.
8 En Legality, Ideology and State, a cargo de D. Sugarmann, Academic Press, London and
New York 1983, pp. 267-292.
9 Basic Books, New York 1974. Véase también J. M. Buchanan, The Limits of Liberty. Bet-
ween Anarchy and Leviathan, University of Chicago Press, Chicago 1975.
10 Anarchism, «Nomos» XIX, ed. de J. R. Pennock y J. W. Chapman, New York University
Press, New York 1978.
11 Coop. studio, Trieste 1987.
12 M. Cossutta, op. cit., p. 125.
Sobre derecho y utopía 195
natural) del que el legislador humano (el derecho positivi) no puede apartar-
se de ninguna manera; que b) que considerará sin validez alguna un derecho
positivo no conforme al derecho natural, por lo cual será posible rebelarse
contra el primero en nombre del segundo»13. La definición de Cossutta es sin
embargo demasiado restringida y corre el riesgo de no comprender una
importante serie de doctrinas iusnaturalistas. Ello se debe a que considera que
el derecho de resistencia contra la ley positiva inválida (injusta) es un requi-
sito esencial del iusnaturalismo. Existen por el contrario versiones iusnatura-
listas que no contemplan tal derecho.
En realidad el iusnaturalismo asume una connotación diversa dependien-
do de la manera en la que se conciba el derecho positivo al cual se contrapo-
ne. De esta manera disponemos a lo largo de la historia del pensamiento
iusnaturalista de tres manifestaciones principales de la contraposición entre
derecho natural y derecho positivo, según que este último sea concebido esen-
cialmente como (i) derecho «histórico», (ii) derecho «estatal», (iii) derecho
«humano». En el primer caso el derecho natural se presentará principalmen-
te como «derecho eterno», válido semper et ubique. En el segundo caso el
derecho natural se concebirá como «derecho no estatal» o «anti-estatal». En
el tercer caso el derecho natural será «natural» stricto sensu, esto es, derecho
que escapa a la determinación y a la voluntad del hombre.
Estas tres diversas del derecho natural, dependiendo de la manera de
entender el derecho positivo (del cual el derecho natural es concebido como
lo opuesto), pueden hallarse en las definiciones de iusnaturalismo ofrecidas
por uno de los más importantes estudiosos de la materia, Guido Fassò. Fassò
escribe tres voces diversas «iusnaturalismo» para tres distintas enciclopedias.
Cada una de estas tres voces nos ofrece una acepción del iusnaturalismo que
tiene una correspondencia casi exclusiva con una de las contraposiciones
consideradas con anterioridad.
Las definiciones de «iusnaturalismo» expuestas por Fassò en sus tres
voces de enciclopedia dedicadas a aquella doctrina son las siguientes:
13 Ivi, p. 21.
14 G. Fassò, Giusnaturalismo, ahora en G. Fassò, Scritti di filosofia del diritto, vol. 3, a car-
go de E. Pattaro, C. Faralli, G. Zucchini, Giuffrè, Milano, 1982, p. 1300.
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15 G. Fassò, Giusnaturalismo, ahora en G. Fassò, Scritti di filosofia del diritto, vol. 3, cit.,
pp. 1366-1367.
16 G. Fassò, Giusnaturalismo, ahora en G. Fassò, Scritti di filosofia del diritto, vol. 3, cit.,
p. 1240.
17 Vid. Marqués De Sade, La philosophie dans le boudoir ou les instituteurs immoraux, a
cargo de Y. Belaval, Gallimard, Paris 1976, p. 220 y ss.
18 G. Fassò, Giusnaturalismo, ahora en G. Fassò, Scritti di filosofia del diritto, vol. 3, cit.,
p. 1367.
Sobre derecho y utopía 197
19 Vid. A. Passerin d'Entreves, La dottrina del diritto naturale, trad. it., III ed. ampliada,
Comunità, Milano 1980, p. 58 y ss., p. 70 y ss.
20 Lo cual también es afirmado con energía por Fassò. Véase G. Fassò, Giusnaturalismo,
ahora en G. Fassò, Scritti di filosofia del diritto, vol. 3, cit., pp. 1246-1247.
21 Véase, E. Cassirer, Vom Wesen und Werden des Naturrechts, en «Zeitschrift für
Rechtsphilosophie in Lehre und Praxis», Bd. 6, 1932/1934, p. 5.
198 Massimo La Torre
23 Recuérdense los tres aspectos del iuspositvismo identificados por Norberto Bobbio:
(i)como «modo de acometer el estudio del derecho», (ii) como «teoría», (iii) como «ideología».
En (i) se trata de estudiar el derecho tal y como «es», sin confundir el plano descriptivo con el
prescriptivo; en (ii) el Estado es considerado la única fuente de producción del Derecho; en (iii)
la legitimidad moral de un acto se hace corresponder con su licitud jurídica, es decir la morali-
dad se hacer depender de la legalidad. Vid. N. Bobbio, Giusnaturalismo e positivismo giuridico,
Comunità, Milano 1965, pp. 105 y ss.
24 Sostiene la tesis de la conexión entre positivismo jurídico y noncognitivismo, H. Kelsen,
Was ist die Reine Rechtslehre?, en Demokratie und Rechtsstaat. Festgabe zum 60. Gerburtstag
von Zaccaria Giacometti, Polygraphischer Verlag, Zürich 1953, p. 153, H. L. A. Hart, Positivism
and the Separation of Laws and Morals, en «Harvard Law Review», 1958, pp. 953 y ss., y más
recientemente O. Weinberger, Bausteine des Institutionalistischen Rechtspositivismus, en O.
Weinberger, Recht, Institution und Rechtspolitik. Grundprobleme der Rechtstheorie und Sozialp-
hilosophie, Steiner, Stuttgart 1987, pp. 41-42. En contra, sin embargo, N. Bobbio, Giusnatura-
lismo e positivismo giuridico, cit., pp. 150-151.
25 Como es sabido, Nietzsche contrapone, por ejemplo en lo que concierne a la insurrección
del lenguaje, la Erfindung a la Ursprung, la creación humana al nacimiento espontáneo. Al res-
pecto, cfr. M. Foucault, A verdade e as formas juridicas, Pontificia Universidade Católica de Río
de Janeiro 1978.
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4. ANARCHISMO Y NO-COGNITIVISMO
31 W. Godwin, Enquiry concerning Political Justice and its Influence on Modern Morals
and Happinness, a cargo de I. Kramnick, Penguin, Harmondsworth 1976, p. 236.
32 P. A Kropotkin, Il mutuo appoggio. Un fattore dell'evoluzione, trad. it., II ed., Edizioni
della Rivista «Anarchismo», Catania 1979, p. 178, p. 179. También Saverio Merlino se adhiere
en un primer momento al evolucionismo Kropotkiano. «No son por consiguiente —escribe el
joven Merlino— el socialismo y la anarquía invenciones de espíritus inquietos o sueños de men-
te enferma, como les gusta a muchos representarlos: son el fruto, el resultado necesario de la evo-
lución social» (F. S. Merlino, ¿Socialismo o monopolismo?, reproducido en Gli anarchici, vol. 1,
a cargo de G. M. Bravo, U.T.E.T., Torino 1971, pp. 1176-1177).
33 P. A. Kropotkin, L'etica, trad. it. Edigraf, Catania 1972, p. 29. Cursivas en el texto.
34 Ibid., p. 15.
35 B. Traven, Die weiße Rose, en B. Traven, Werkausgabe, Vol. 5, Diogenes, Zürich 1983,
p. 28.
Sobre derecho y utopía 203
elección ética puede ser contrastada, en última instancia, solo mediante otra
elección ética47. Lo mismo es válido para Malatesta, que dirige una polémica,
al principio implícita y luego abierta, contra el cientifismo y el cognitivismo
de Kropotkin48. Para este último, como ya se ha visto, el fundamento del anar-
quismo descansa en el orden natural de las cosas, y en especial en la «evolu-
ción» de la vida. De esta manera Malatesta, en sus años maduros, se cuidará
de dar a sus panfletos de propaganda nombres que indican claramente el ele-
mento voluntarista que en su opinión se encuentra en la base de la concepción
anarquista: «La agitación», «Voluntad», «Pensamiento y voluntad»49.
Por lo demás también Saverio Merlino, al que hemos visto asumir posi-
ciones cognitivistas, es en buena medida un noncognitivista. De hecho, en su
crítica del marxismo, reprochará a Marx no haber visto que la cuestión social
es principalmente cuestión «jurídica»50, es decir normativa, que versa no
sobre un «ser» sino sobre un «deber ser». El socialismo para Merlino (como
para Bakunin, Landauer, Mühsam) es un problema eminentemente moral, y
la doctrina socialista no puede ser teoría descriptiva (como pretende Marx)
sino que es eminentemente teoría normativa, prescriptiva. Cuando posterior-
mente Merlino se ocupa específicamente de ética, asume sin duda un plante-
amiento relativista. «Es necesario abandonar —escribe— la idea de que el
hombre obedezca a una ley suprema de la que surgen, del mismo modo para
todos, normas fijas e inmutables de conducta, que serían las virtudes, y, nega-
tivamente, los vicios. La normas de conducta vienen formándose por vía de
la experiencia y de adaptaciones concretas: inciertas y contradictorias en un
principio, lentamente se van consolidando y amalgamando. En consecuencia,
la moral es relativa»51. La posición noncognitivista y el rechazo del iusnatu-
ralismo se expresan posteriormente muy firmemente en la obra póstuma de