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La amistad de los artistas


En medio del ruido mediático de Arco, que vuelve a los artistas casi
invisibles, Txomin Badiola habla de amor y hermandad. De
intimidad compartida. Del sentido del arte hoy
TXOMIN BADIOLA

5 MAR 2019 - 03:14 CST

'El taller del pintor' (1855), de Gustave Courbet.

El arte es en la actualidad apenas un ente nebuloso destinado a la pregunta


perpetua sobre su naturaleza. Dejó hace tiempo de estar regido tanto por una
categoría trascendental como por unas características materiales, y ya ni
siquiera se le encuentra en la dialéctica entre lo que es y no es arte, propia del

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siglo XX. Y, a pesar de todo, sobrevive como el no-muerto de las novelas


góticas, condenado a durar eternamente sin saber cómo vivir. Es entonces
cuando la justificación de su propia existencia se hace más perentoria. En
ausencia de un discurso genérico, proliferan hoy a su alrededor todo tipo de
discursos parciales de intereses minoritarios que, transformados en
normativos, se pliegan sobre la actividad de los artistas como un nuevo
catecismo. A pesar de esta circunstancia tan difusa y a la vez ortopédica, se da
esa otra realidad inquebrantable y obcecada: la del/la artista trabajando. Una
realidad incierta, en la que le es difícil saber cómo y por qué hace lo que hace,
ya que su obra, cuando la jugada sale bien, es consecuencia de una cadena de
decisiones en apariencia arbitrarias y, a la vez, casi vergonzantes por su
insignificancia. Reconocer esta dimensión rudimentaria de la creación podría
ser, sin embargo, la condición para que, a la larga, ese escenario vivo, por muy
indecoroso y poco presentable que parezca, resultase determinante para dar
pie a elaboraciones discursivas de mayor calado. Lamentablemente no es algo
que suceda corrientemente, incluso los propios artistas tienden muchas veces
a adoptar como propios esos discursos ajenos y grandilocuentes desdeñando
los modos propios del conocer, en un acto de flagrante vergüenza
epistemológica.

Hay arte porque hay artistas. Conjurémonos de una vez frente a esa perversa
aspiración —algunas veces inconsciente, muchas otras no— de un arte sin
artistas que dejan traslucir los museos, las instituciones culturales e incluso las
galerías. Las obras de arte no surgen con la determinación histórica que hizo
concebir simultáneamente a Newton y a Leibniz el cálculo infinitesimal como
algo irremediable. Como dice G. Steiner, la obra “lleva consigo el escándalo de
su azar”, es dramáticamente contingente. Es la singularidad de Cervantes
enredada con las paradojas de su tiempo la que produce El Quijote. Esos
mismos tiempos, sin el artista, no lo habrían producido por sí mismos, ni
siquiera por mediación de un artista diferente. Hay arte, por tanto, porque hay
alguien concreto que reacciona de una manera singular a los problemas
compartidos de una época. Está muy bien olvidarse de esa figura heroica de un
artista idiosincrático y dueño de sí mismo en pleno dominio de sus excelsas

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habilidades; tal sujeto, como los dragones, ya solo existe en la imaginación


popular. Pero, liquidado el modelo, sigue habiendo artistas que trabajan desde
esta nueva condición contemporánea fragmentada y sin centro, algunos con
gran reconocimiento, los demás sobreviviendo o no, pero lo seguro es que su
realidad más verdadera y decisiva (la que se lleva en la soledad del estudio que,
como Courbet nos mostró, es un lugar superpoblado), la de todos ellos/as
nunca será merecedora de atención alguna. Ricardo Piglia lo expresó de otra
manera en Prisión perpetua. Allí afirmaba que “si la literatura —valdría decir el
arte— no existiera, esta sociedad no se molestaría en inventarla. Se inventarían
las cátedras de literatura, y las páginas de crítica de los periódicos y las
editoriales y los cocktails literarios y las revistas de cultura y las becas de
investigación, pero no la práctica arcaica, precaria, antieconómica que sostiene
la estructura”. De ahí la extrañeza con que encarnan los artistas su ambiguo
papel social: personificando el arquetipo heroico de la expectativa ajena y
sabiéndose a la vez perfectamente prescindibles por lo incomunicable de su
razón más genuina. No es algo nuevo, ya Baroja hace un siglo decía: “No sabe
uno si adoptar el gesto crispado de las gárgolas o poner la sonrisa estúpida de
una cariátide o, en fin, contentarse con ser un baldosín”.

Una forma del amor al arte que descubrí muy pronto consistía en procurarme la
amistad de los artistas. Al comienzo eran seres casi mitológicos, nombres con
los que llegué a entablar una relación afectiva parecida a la amistad. Con el
tiempo fueron encarnándose en entes terrenales, con los que resultaba más
fácil identificarse. Llegó el punto en el que estaba rodeado de ellos. Se ha dicho
que la mejor manera de odiar el arte es frecuentar a los artistas, puede ser. Sin
embargo, a mí la amistad de los artistas me dio, y me da, acceso a la intimidad
de una técnica para el manejo con la realidad que es la que me ayuda a seguir
amando al arte.

Sin esa intimidad el arte es poco más que una commodity para ser explotada
por la industria cultural; algo que está sostenido por una inercia política que le
adjudica un estatuto supuestamente relevante (en lo simbólico) aunque nunca

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explicitado más allá de los lugares comunes, algo que ha estado, está y deberá
estar bajo un escrutinio despiadado de la inteligencia, sufriendo todo tipo de
disoluciones dentro del caldo común de las prácticas culturales. Algo que,
además, es contemplado por la gente común con una mezcla de reverencia
impuesta por el peso de la historia o la economía y, a la vez, de indiferencia
jocosa y descreída. Más allá de estos utilitarismos, es esa intimidad compartida
la que hace de la aparente arbitrariedad e insignificancia, de su inutilidad en
suma, algo digno de dedicarle una vida. Además, como escribió Montaigne: “En
una época en la que hacer el mal es tan común, limitarse a hacer algo inútil es
casi loable”.

Por tanto, si a pesar de todo me es


posible seguir amando el arte es Dicen que la manera de
porque tengo la amistad de los odiar al arte es frecuentar
artistas: porque tengo un amigo a los artistas, pero a mí su
escultor que una vez me dijo que no amistad me ayuda a
podría hacer una escultura sin seguir amando el arte
pensar amorosamente en alguien.
Porque tengo una amiga artista que
me enseñó a ser otra. Porque tengo
un amigo escultor que necesita abrazarte con sus esculturas, aunque luego
tenga que dar dos pasitos atrás para no asfixiarse, otro que modulando sin fin
un cuerpo es capaz de crear los autorretratos de todo el mundo, y otro más que
ha conseguido hacer de la vergüenza ajena un arte y por ello se hace querer.
Porque tengo una amiga artista que se piensa tan inteligente y sensible —yo
creo que lo es aún más— que nunca se mostrará por miedo a que alguien
piense lo contrario. Porque tengo un amigo artista que dice no saber hacer
nada de lo que magníficamente hace; otro que con un volquete de minúsculas
chatarras puede construir pulsátiles constelaciones y se interesa solo por la
astrología. Porque asimismo tengo un amigo artista que con unas cuantas
varillas embadurnadas de cera puede pedir consuelo y a la vez darlo, ¿qué es
una obra de arte sino un SOS?

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También porque hubo un amigo artista que se creía el conservador de las


buenas doctrinas y que con cada academia masculina lleva 200 años
estallando braguetas. Porque hubo un amigo escultor que una vez me apuntó
con una pistola por no patalear su frustración de niño y así me convertí en su
padre. Porque hubo un amigo escritor de aspecto muy serio que me mostró el
amor a un caníbal sin dejar de amar a otro escritor de aspecto tan serio como el
suyo. Porque hubo un amigo artista con el que aprendí a entrar como un mono
loco en la cacharrería de la historia. Porque hubo un amigo poeta que me
describió las patas arácnidas de la sospecha. Porque hubo un amigo pintor que
ama a los caballos asustados y a los hombres desmembrados. Porque hubo un
amigo pintor que pintó a la muerte verde y sonriente, y salió a su encuentro
para yacer con ella.

Y además, porque tengo una amiga artista que cuando me pide ayuda es
siempre para hacer algo diferente a lo que puedo ofrecerle y, de ese modo, la
perplejidad llega a ser mi recompensa. Porque tengo un amigo cineasta que no
sabe contar historias, solo la Historia. Porque tengo un amigo escritor que
siempre coloca el centro del mundo en el pueblo de mi abuela. Porque tengo un
amigo pintor de mareas solidificadas, y otro que es don justo y don perfecto y a
veces llora por un juguete de su infancia. Porque tengo, en definitiva, amigos
artistas con la habilidad de exorcizar la ignominia de haber nacido después de
todo, incluso cuando el arte parece ya algo imposible.

Txomin Badiola es artista.

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