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CAUSAS Y ORÍGENES DE LA OBRA DE ERNESTO SÁBATO.

Resumen: El artículo tiene como objetivo centrar la importancia


fundamental de la problemática argentina de cara a la composición de la
obra narrativa de Ernesto Sábato. Para ello, se profundiza en los
componentes sociales y políticos de este país que han influido de manera
decisiva en la novelística del autor argentino.

Es curioso pero en pocas ocasiones se ha comprendido con la


exactitud debida lo importante que es profundizar en las circunstancias que
forjaron la Argentina en el siglo XX para comprender mejor los
continuados desgarros vitales que llevaron a Sábato a componer una obra
inseparable de las circunstancias autobiográficas del autor. Y, sin embargo,
si analizamos con detenimiento esta cuestión, nos daremos cuenta que es
fundamental para comprender el porqué de la gestación de toda la obra
narrativa de Ernesto Sábato.

Si nos fijamos, desde comienzos del siglo XX, la Argentina estaba


abocada a vivir en un dualismo contradictorio y sin solución que no
permitía realizar una síntesis necesaria y eficaz de los errores y aciertos
cometidos al forjar el país, no permitía vislumbrar qué fuerzas, en realidad,
estaban imponiéndose en el seno de una sociedad ciega para observar qué
batallas se estaban librando en el seno de la misma. Sin embargo, Sábato
pudo intuir, comprender tras el final de un largo proceso de búsqueda de sí
mismo y del “ser” de los habitantes de su país, de los argentinos, los
motivos últimos de esta dualidad que ya, desde su infancia y juventud, lo
sumergieron en crisis profundas en las que, inevitablemente, se forjaría su,
por entonces, impensable, lejana obra.

Sábato tendría acceso a los problemas de su país que luego


obsesionarían a tantos de sus personajes y sostendrían su investigación
literaria, desnuda de su patria, desde su infancia. Exactamente, sus padres
compartían con Caín –el mito del exiliado que simboliza a tantos
emigrantes llegados a Argentina durante el siglo XX- la profesión de
agricultor y el haber abandonado a la fuerza su patria de origen y Sábato,
desde muy pequeño, tuvo la oportunidad de familiarizarse con sus traumas.
Como, asimismo, en su juventud y una vez que tuvo que abandonar su
pequeño pueblo natal tuvo que sufrir el tremendo contraste entre la vida
colectiva, familiar, ritual, construida en las aldeas y el ritmo anónimo, ritual
vacío de espiritualidad, construido a través de un imaginario cruento que
caracteriza a las ciudades modernas. De esta manera, y teniendo en cuenta
que tanto La Plata como Buenos Aires estaban en trance de expansión en la
época en que Sábato las visita, pudo observar con claridad cuál era la
ideología, el “daimon” espiritual que subyacía en la construcción de las
ciudades argentinas. De este modo, no sólo pudo comprobar el cómo la
ciudad americana se construiría en torno a una lógica de poder que
fomentaba las desigualdades, el desarraigo y la soledad del individuo como
leyes necesarias para que la diabólica dinámica comercial, antihumana,
hobbessiana que las sustentaba pudiera seguir funcionando, sino, ante todo,
pudo mirar de frente al país real que la mediática educación concedida por
el Estado intentaba ocultar bajo una nebulosa sombra de heroísmo y un
nacionalismo casi marcial

Y es en esta primera impresión traumática que recibe al comprobar


la fragmentación, sentidos opuestos que se ocultan y esconden tras cada
una de las circunstancias sociales que van componiendo su país, donde
comienza a gestarse su necesidad de indagar en el ser nacional, en el drama
histórico de una Argentina dividida, cuya única posibilidad de subsistir es
la reconciliación de sus planos profundos, de sus distintos estratos, de sus
elementos antagónicos: civilización y barbarie, razón y mito, europeísmo y
tradición, metrópoli-provincia. Y donde comienza a nacer en él, su
necesidad de encontrar una síntesis, acaso imposible, que pueda integrar los
contrarios, esas continuas oposiciones que partirán su alma en dos y
amenazaban agrandar aún más en el futuro el foso que separaba a Abel de
Caín, las clases ricas y las desfavorecidas en su país.

No sólo esto, sino que es en aquella cruenta e irresoluble historia del


país argentino, en su contradictoria realidad, donde se gestará su primer
amor por la física como una manera de encontrar en la racionalidad de las
fórmulas matemáticas una vía de escape a las circunstancias sociales por
las que atraviesa el país y, a las cuales, en principio, no puede encontrar
solución.

Asimismo, es en la necesidad de buscar un asidero ético que le ayude


a confrontar esta realidad, donde deberíamos comenzar a buscar las causas
que le conducirán a una visión maniquea del mundo que luego le será muy
útil para poder interpretar los acontecimientos que permitirán que las dos
guerras mundiales tengan lugar y que serán esenciales en el desarrollo de
su obra narrativa. Y a la vez, no resulta extraño concebir que ya desde su
infancia (vivida bajo los dictados de una ideología que había ayudado a
configurar los hechos que desembocaron en la “Semana Trágica” o la
“Patagonia trágica” y cuya beligerancia se va ir extendiendo
progresivamente más) iría poco a poco familiarizándose con la violenta
historia real que, en verdad, había construido su patria y que propiciarían su
abrazo desde sus años de adolescencia a distintos grupos libertarios: “Hacia
los dieciséis años empecé a vincularme con grupos anarquistas y
comunistas, porque nunca soporté la injusticia social, y porque algunos
estudiantes eran hijos de obreros, de inmigrantes socialistas”.1

Como consecuencia de esta realidad, se ha de entender que,


exactamente, el héroe frustrado, castrado e impotente que encontraremos en
la obra de Sábato, se comienza a originar desde las características
específicas a través de las que el país argentino reedita, vive desde su
particular condición, las circunstancias que generarían el Apocalipsis de fe
que condujo a Occidente a las dos guerras mundiales. Y se comprenderá
mejor que será el profundizar en esta situación, la única manera de
formular un retrato veraz, fuera de los abalorios del poder interesado, del
rostro de una nación, que en nombre de los más exaltados valores
patrióticos “asesinó a obreros en los campos de quebrachos de La Forestal
y en las estancias laneras de la Patagonia entre 1917 y 1921”, o produjo el
“arreglo” de los resultados en todas las elecciones que hubo en la Argentina
entre 1931 y 1943”,2 que, como nos refiere Tomás Eloy Martínez, recibiera
el nombre por parte de los supuestos civilizadores de “fraude patriótico”.
Pues el desgarro inicial, original, que, más tarde, tendría como
consecuencia la construcción de la obra narrativa sabatiana, habría que
buscarlo en los gritos cainitas con que los emigrantes lloran su destierro, en
su desesperación y mezcla sin sentido que los unificará y hacinará en el
gran Buenos Aires, ajenos a un país que los margina, constreñidos por la
lacerante política airada con que los distintos partidos políticos los someten
a sus dictados.

1
Sábato, Ernesto, Antes del fin, Editorial Seix Barral, Barcelona , 2002, 51 pp.
2
Martínez, Tomás Eloy, Réquiem por un país perdido, Editorial Aguilar, Buenos Aires, 2003, 62
pp.
Porque es, en la medida en que la aristocracia y la oligarquía
adheridas al poder argentino no van a tener reparos en imponer su ley de
hierro para defender sus intereses como Sábato comienza a identificarse
con la estirpe cainita del pueblo argentino, con los desfavorecidos, los
maltratados por la cruel e inamovible llama de su gobierno y comienza a
sentir que ese dolor y lucha es también el suyo. Nos dice Sábato: “A los
obreros se les hablaba de libertad pero eran encarcelados por participar en
las huelgas; se les hablaba de justicia pero eran reprimidos y bárbaramente
torturados; el hábeas corpus y otros recursos constitucionales se burlaban
cínicamente en la práctica de todos los días”.3

Y teniendo en cuenta que esta oligarquía, este poder devorado por


sus ínfulas nacionalistas, comienza a comportarse e incluso anticipa los
hechos que se producirán en Occidente bajo el diabólico imperio
implantado por Hitler como Sábato comenzará –en la medida en que su
patria había sido construida y pensada como un reflejo de Occidente– a
buscar las razones de su desasosiego continuo, la angustia que rodeaba a
tantos ciudadanos de su patria, en Europa. Pero no a la inversa, como tantas
veces se ha querido destacar, sin comprender que la obra de Sábato no nos
habla de Occidente directamente sino de lo que realizó Occidente en
América, en su patria; los actos que realizara en ella y que permitieran que
la misma tuviera el contorno, la faz que descubriera desde su infancia.

Pues, en realidad, el viaje de Sábato a Europa no fue una búsqueda


de su lugar natal, la tierra de sus padres y abuelos perdida para siempre –
debido a que él ya nació en Argentina y siempre consideró que ésta era la
patria donde debía vivir, morir- sino que fue un viaje en busca del origen de

3
Sábato, Ernesto, Antes del fin, op.cit, 55 pp.
las causas que pudieron generar en América, en su patria una desazón y una
situación como la que se vivía desde principios de la década de los 30.

De hecho, hemos de sospechar que en los irracionales progroms


cometidos en Argentina contra los judíos en 1919 o en aquel
comportamiento de la Legión Cívica que, tal y como nos refiere Eloy
Martínez, “en los tiempos de José Félix Uriburu desfilaba por las calles de
Buenos Aires con los brazos extendidos al compás del estribillo “Haga
patria, mate un judío”,4 Sábato debió vislumbrar -al contemplar cara a cara,
de frente, el rostro diabólico de Abel- con meridiana claridad en qué podía
degenerar el reino único construido en su patria. Que tuvo que ser (mientras
los aullidos de apuestos y musculosos militares clamaban por la muerte de
los judíos residentes en Argentina) en estas circunstancias, cuando debió
comenzar a plantearse quién era el verdadero Dios que reinaba en su patria
argentina, en Occidente. Donde comenzaría una inmersión profunda a
través de las heridas sufridas en tantas batallas perdidas por los ciudadanos
anónimos de su patria, por intentar reconstruir en un puzzle exacto -casi un
algoritmo físico pero humano, tremendamente humano– las razones que
habían llevado a Occidente a su necesidad de expansión, de fustigar con su
visión única del mundo a diversos pueblos y razas del mundo y que
amenazaban con acabar con la vida y dejar sin territorio a todos aquellos
cuyo rostro no fuera de un solo y único color.

Y si en un primer momento esta búsqueda, lucha, resistencia –como


la llamará más tarde en uno de sus últimos y hermosos ensayos– fue
realizada gracias a su ingreso en el partido comunista, pronto el mismo
mecanismo diabólico interno que obraba en el partido le llevará a proseguir
solo una batalla demente, ciega y sin más armas que la fe por encontrar una

4
Martínez, Tomás Eloy, Réquiem por un país perdido, op.cit, 246 pp.
causa a la inmensa desolación vivida en su patria y al estéril desierto,
abrumado por las llamas de fuego del Apocalipsis, en que se estaba
convirtiendo Occidente.

Porque sería, exactamente, al comprobar cómo el utópico mensaje


libertario del comunismo leninista, troskista, habría ido corrompiéndose,
convirtiéndose en la dictadura totalitaria que sería luego el estalinismo,
cuando Sábato debió llegar al conocimiento de varias realidades esenciales
para comprender su obra. Conocimientos a los que arribaría no sólo al
observar cómo tantos de sus compañeros de lucha eran vejados, fulminados
en las purgas realizadas por el partido comunista sino, sobre todo, al
comprobar desangelado, que muchos de ellos –presuntos adalides de la
libertad y de los derechos básicos del hombre- mantenían una actitud
semejante en todo al rostro del fascismo o la encubierta democracia contra
la que decían luchar.

Esto es, la imposibilidad de aspirar a la paz, una reconciliación entre


los distintos poderes que se disputan el dominio sobre la tierra si Caín, al
verse otra vez con un arma entre las manos, utiliza la misma para golpear
sin piedad al poder que lo fustiga, igualándose por tanto a aquello que
odiaba. Y la necesidad de poner de manifiesto, dado la profunda levedad de
la condición humana, el dominio de las fuerzas carnales sobre las del
espíritu en un mundo sumergido en la tiniebla que no permite un momento
de reflexión para comenzar a releer la historia de nuevo y que, en el caso
occidental, asimila a opresores y oprimidos hasta convertirlos en dos
demonios servidores de un único Dios que disfruta con su matanza mutua.
Pues no sería muy arriesgado decir que es a partir de su frustrante
experiencia con el partido comunista y viendo a sus hermanos de sangre
luchar con las mismas armas que su enemigo y contrario irreconciliable por
la libertad que Sábato –siempre a ciegas y sin un plan previo establecido-
comenzara a trazar, a seguir –como aquel hombre del mito de la caverna
platónico atrapado en la sombra como sus hermanos pero aún así dispuesto
a seguir el rastro de una difusa luz- una senda que lo condujera de sus
clásicas lecturas marxistas hasta la Biblia y al mito gnóstico, como una
historia que permitiría revelar el sentido escondido en los libros sagrados
de las religiones y culturas monoteístas y su necesidad de implantar su
culto único a la humanidad. Porque, de esta manera no sólo podría
comprender los procesos que estaban ocurriendo en Occidente sino también
releer los acontecimientos sucedidos en su patria desde la historia
fundadora de Baistos y su hermano como una consecuencia del odio
implantado por Yahvé a Caín –según una lectura gnóstica del mito- para
que matase a su hermano provocando una guerra infinita, eterna e
inacabable entre ambos. Como, a la vez, podría acercarse a comprender, a
leer en la figura de los distintos fascismos que destrozaban Europa y
corrompían la tierra prometida de la Argentina, amenazaban con hacer de
América una tierra bastarda, el plan secreto compuesto por Luzbel, el
príncipe de las tinieblas, -y que, según el mito gnóstico, habría de
corresponderse con Yalbadaoth, más tarde Yahvé en la escritura bíblica-
para apoderarse de este mundo envolviendo a los hombres en la ceguera.

Por ello, no resulta extraño que en sus distintos viajes a Europa en la


década fundamental de los años 30, su sensibilidad conectara enseguida
con la de muchos de los miembros todavía activos del movimiento
surrealista. Al fin y al cabo, como ya dijera Octavio Paz, el movimiento
surrealista había sido el último movimiento espiritual, realmente religioso –
en su sentido de intentar religar al hombre con su origen sin desdeñar
ninguno de sus contrarios y partes que lo componen– que había dado
Occidente en el siglo XX. Y, dentro de las coordenadas implícitas que
generaba el movimiento como la obra de Magritte, Man Ray o Buñuel
explicitan perfectamente existía una necesidad de poner en cuestionamiento
el lenguaje supuestamente estancado, fijado de los textos artísticos o
religiosos durante siglos, los mensajes mediáticos que producía la
incipiente sociedad de consumo y los distintos estados totalitarios, para
conseguir desvanecer la ceguera original del ser humano. Para intentar que
abriera sus ojos a otra realidad que, poniéndole en contacto con ese aspecto
de su ser que el cartesianismo había intentado desterrar -su raíz mítica,
nocturna, simbólica–, le permitiera entender que la verdadera aventura del
ser humano radica en ir en busca del origen. Que, por tanto, lo que había
que repensar era nuestro pasado, esa presunta “sacralidad” de los textos
escritos que nos hablan de él y lo tornan inamovible permitiendo que los
distintos poderes puedan utilizarlos a su antojo para doblegar a los
ciudadanos con sus mensajes.

Es por ello por lo que Sábato no tendría problemas para conectar con
el surrealismo. Porque, desde el principio, el movimiento replanteaba la
posibilidad de que la línea recta y ascendente del progreso técnico y
¿humano? fijado por la modernidad, pudiera desdoblarse, hacerse curva,
espiral, ayudando a construir un signo abierto, mítico, vivo que permitiera
-como lo quisiera Deleuze, lo soñase Artaud y lo desease Octavio Paz-
volver a repensar Occidente desde sus cimientos, que abriese las puertas
para la llegada de un hombre nuevo que pudiera realizar la obra espiritual
prometida por Cristo en este mundo gracias al acto de su resurrección.
Intentaba acabar de una vez con el ciclo de muerte, violencia y odio que
lleva consigo la lucha circular y eternamente repetida entre las fuerzas
tantas veces cegadas del bien y del mal por hacerse con ese trono de poder
que los pueblos que pretenden conocer el nombre de Dios, sus secretos
designios y su historia sagrada han querido siempre usurpar.
Y, al mismo tiempo, siendo oriundo Sábato de un país donde la
imposibilidad para conectar con el compañero, con el “otro”, era un ritual
establecido, cotidiano hasta permitir que de Buenos Aires se pudiera decir
que era la ciudad donde más difícil era observar a un grupo de hombres
caminando unido por la calle, resulta claro que para él leer la obra de
Sartre, Ionesco o Beckett, significaría entrar en un espacio familiar. Tan
familiar como contemplar aquel hombre abstraído, solo y en constante
conversación insustancial consigo mismo o con los otros que poblaba su
país. Como, a la vez, no resulta extraño que Sábato simpatizara
rápidamente con la obra de Camus, pues en la misma encontraría ese
humanismo irredento capaz todavía de -aun en las peores circunstancias,
como ponía de manifiesto su Carta a un amigo alemán- encontrar una
mirada que pudiera romper el absurdo ciclo de violencia en el que la
humanidad hubiera caído, y del que, más tarde, se alimentaría en tantas
situaciones críticas para intentar conceder un sustento espiritual a los
ciudadanos de su patria.

Tarea esta que será la primera que realice Sábato cuando, con el
corazón destrozado tras los sucesos que se produjeron en el transcurso de la
segunda guerra mundial pero aún esperanzado en el hombre tras comprobar
que el mundo aún seguía en pie, decida abandonar para siempre su relación
con la física y dedicarse a la escritura plenamente.

En definitiva, la tarea ética que cumplir se le debió imponer como


necesaria tras observar que en su país y, dadas las exageradas diferencias
sociales, la aristocracia y las clases dirigentes podían llegar a realizar el
ejemplo de los regímenes fascistas europeos y acabar con gran parte de la
población que se consideraba indeseable. Al fin y al cabo, en Argentina ya
existían esa especie de campos de concentración que eran las villas donde
millares de personas vivían hacinadas en condiciones infrahumanas. Y,
efectivamente, la neutralidad de los gobiernos argentinos durante el
transcurso de las dos guerras mundiales, para Sábato significó una ayuda
implícita a los regímenes totalitarios.

De esta manera, Sábato pronto se lanzará a realizar una investigación


de carácter desgarrado por toda su obra narrativa con el fin de empezar a
construir un asidero en el que pueda refugiarse tanto él como el hombre
solitario y sin defensas ante la inhóspita realidad de su patria. Lo que lo
llevará a intentar responder la pregunta obsesionante sobre la naturaleza de
su país que conformará y dará pie a su obra narrativa y lo conducirá, como
indicara Caleb Bach “a la búsqueda incesante de una nueva voz que
pudiera expresar adecuadamente el problema de la identidad de la
Argentina, tanto en el plano individual como nacional”, 5 partiendo de una
complejidad enmarañada, fruto de la real diversidad que la patria argentina
conllevaba que atormentaría a tantos y tantos artistas y ciudadanos de su
patria. Dirá Sábato: “Todos estamos (…) obsesionados (y con razón) por el
problema nacional (…) Somos una nación en estado fluido, vivimos
atormentados por nuestra esencia”.6

Pues lo que Sábato se planteará crear, desde un principio, es un


rincón espiritual que permita un cobijo a sus ciudadanos. Hacerles
comprender que ellos también tienen voz y voto en la construcción de la
patria. Es decir, como él mismo señalará en uno de sus muchos diálogos

5
Bach, Caleb. Ernesto Sábato, palabras de la conciencia. Un existencialista argentino sondea la
tenebrosidad de la naturaleza humana, en Revista Iberoamericana. Homenaje a Ernesto Sábato
de sus colegas y amigos dirigido por Alfredo A. Roggiano. University of Pitspurgh, Vol. LVIII.
Enero-marzo 1992, Núm. 158, 48 pp.
6
En El argentino angustiado dentro de Medio siglo con Sábato. Entrevistas. Prólogo, recopilación y notas
de Julia Constenla, Ediciones B Argentina , Buenos Aires, 2000. 43 pp.
con la prensa de la época, hacerles entender que “la patria la hacemos
todos, no la hacen solamente los militares”, vislumbrar que “la Patria (…)
es un conjunto de valores espirituales” y que el problema de su nación es
básicamente “un problema espiritual”.7 En definitiva, como destacara Jorge
Montes, sacudir “las almas de los argentinos para que de una vez por todas
despierten y traten de alcanzar la grandeza que nuestra tierra nos permite
poseer”.8 Conseguir, en la medida en que sus ciudadanos integren –como él
hiciera desde su nacimiento- un rincón de aquella patria en sus corazones,
trascender su propia desgracia, aventurándose a vivir perpetuamente en
aquella tierra, desterrando aquella incomodidad descrita por Eloy Martínez
ante ella, aquel “perpetuo” deseo de “regresar y marcharse”, 9que jamás
puede permitir que el hombre se religue con la tierra, como apuntase
Héctor Murena, y sea uno con ella.

Y para ello, Sábato no miraría, no podría echar la vista atrás a la real


composición de su patria como reino único. Todo lo contrario. Una de sus
misiones sería denunciar el exacto parecido que la ideología dominante de
Argentina tenía con los regímenes fascistas europeos que había llevado a
permitir que el país se aislara absurdamente y, por tanto, ahondando en su
desgracia, del resto de sus hermanos americanos:

“Hay en nosotros un racismo que a veces es oculto, pero suele


llegar a ser descaradamente abierto. “Aquí no hay negros ni indios”,
decimos a menudo, dando por entendido que ser negro o indio es
una inferioridad. ¿Cómo en un continente casi dominado por esas
dos razas, y con los habituales sentimientos de inferioridad que
nuestra cultura occidental produce, pueden mirarnos con
simpatía?”.10
7
En Una histórica charla para argentinos. Ibíd, 182 y 183 pp.
8
En Sábato ¿Premio Nobel?, Ibíd, 239 pp.
9
Martínez, Tomás Eloy. Réquiem por un país perdido. op.cit, 57 p.p.
10
En Defectos y virtudes de los argentinos en Medio siglo con Sábato. Entrevistas. op. cit, 155 pp.
Porque, desde el momento en que Sábato se decidió a escribir, se
decidió a hablar, no dudó en denunciar cuáles eran los mayores males del
país, de esa rancia ideología que lo había construido. Y como su maestro en
La Plata, Ezequiel Martínez Estrada o aquel joven solitario, rebelde que
transitara la revista “Sur” alejado en parte de la ideología de sus directores,
Héctor A. Murena, no dudó en afirmar en qué consistía el pecado original
argentino. Es decir, en declarar sin miedos que una vez que en su país se
había extirpado la raíz indígena, se habían eliminado las bases que podrían
posibilitar toda convivencia grupal o entre razas. Y, por lo tanto, se había
creado un país ajeno a sí mismo en que la mayoría de sus habitantes
procedentes de Europa, al no haber nacido en él, se sentirían incapaces de
concebirlo como propio: “En nuestra tierra se masacró a los habitantes
originarios, lo que de por sí es trágico; gran cantidad de su población vino
de afuera, y hacia fuera sostuvieron su mirada hasta su muerte”. 11 Se habían
sentado las bases, las tristes piedras que levantarían un país, con unas
características y una problemática muy definidas, que le acercan y le alejan
de Europa, de sus hermanos americanos, hasta hacerlo único, dotarlo de su
radical especificidad, abocada a la melancolía y tantas veces condenada al
acontecimiento trágico, como él mismo nos referirá:

“No somos ni Europa propiamente dicha ni América latina


propiamente dicha. Millones de hombres provenientes de Europa o
descendientes de europeos dan el tono de esta nueva cultura. Para
bien o para mal somos fundamentalmente europeos. Pero lo grave es
que si racialmente lo somos, geográfica e históricamente
pertenecemos a un nuevo continente”.12

11
Sábato, Ernesto. España en los diarios de mi vejez. Seix Barral, Buenos Aires, 2004, 36 pp.
12
Defectos y Virtudes de los argentinos en Medio siglo con Sábato. Entrevistas. op.cit, 157 pp.
Además, observando que a pesar de la matanza racial cometida en
Argentina, aún quedaban rasgos autóctonos de indigenismo, tanto en el
norte como en el sur y que la emigración variada podía, debía ayudar a
enriquecer su patria, Sábato, como ya hicieran anteriormente Alberdi, José
Hernández, no podría más que preguntarse ante el intento de construir el
reino único y total en Argentina: “¿Es fatal esta diversidad para la nación?
¿Es cierto que impide o complica nuestra unidad y la formación de un
carácter nacional bien definido?”. 13

Y ante la imposibilidad de concebir la necesaria pluralidad de las


voces en la Argentina, para fundar, crear el verdadero país, ante la falta de
referentes que, en el presente continuo de su patria, pudieran explicar este
hecho, Sábato se decidirá a acometer su obra ensayística como un tejido
lógico que permita explicar al hombre de su país el porqué de su condición
actual. Por ello, y teniendo en cuenta que la búsqueda intelectual de
Occidente que acomete Sábato, se produce a partir de la “siempre
cuestionada” situación vital argentina, el pensamiento ensayístico del autor,
lejos de profundizar en las ariscas regiones que desnudan los cimientos de
la matriz occidental -como sí lo harán, por citar algunos nombres, Michel
Foucault o Jacques Derridá- se va a contentar con rozar, con apuntar
modestamente las razones de la perplejidad, las fuentes paradojales del
pensamiento occidental, sin necesidad de realizar un estudio
pormenorizado, un carnívoro festival deconstructivo sobre el pensamiento
occidental. Pues esta tarea acaso corresponda a los escritores europeos
hacerla con el rigor y la profundidad que sean necesarios. Y para Sábato, el
ensayo que, profundizando en su visión maniqueista del mundo,
corresponde a una visión ordenada y lumínica es en realidad un puente, una
explicación, que pueda ayudarle a comprender las causas que engendran las

13
Ibídem.
raíces del Apocalipsis de su patria desde su juventud, partiendo de las
condiciones que lo generan en Occidente.

De esta manera, no ha de extrañarnos que -aun pudiéndose


remontarse más allá en el tiempo– Sábato vuelva su mirada al
Renacimiento para comenzar a ofrecer didácticamente al ciudadano de su
patria el porqué de su soledad ante el universo. Porque es ahí donde ha de
comenzar a cifrarse, como de todos es sabido, la historia del país argentino,
la historización y des-mitificación de América acometida por Occidente. Y
porque es en la necesidad expansionista del Renacimiento y en las razones
que originan la misma, en su radical evolución técnica y cultura,
logocéntrica, donde Sábato encuentra el ejemplo más preclaro para
comenzar a hablar al ciudadano de su patria del pacto fáustico que
Occidente realizara con las fuerzas terrenas, diabólicas.

Es en esa voluntad de dominar a los diversos, en la necesidad de


construir objetos, máquinas que conciban al hombre occidental como señor
del mundo, donde Sábato quiere que sus compatriotas comiencen a
observar el feroz rostro de la civilización occidental, burguesa, apartada del
tiempo mítico que los desterró a la tierra anónima de la Argentina, para
terminar de comprender la terrible ideología que formó y que gobernó el
país. Donde, gracias al pensamiento lógico, pausado que configura los
mismos, va explicando las causas de su tremendo desamparo, les adentra
progresivamente en una de sus tesis fundamentales: cómo el hombre
occidental fue olvidándose de su ser, fue construyendo una civilización
basada en el temor y en la necesidad de sentirse superior al Dios que, según
la cultura judeo-cristiana, los condenase a esta vida de sufrimiento. La
manera en que, radicalmente, y gracias a su prometeico dominio de la
ciencia, finalmente, no sólo se igualó al temido y respetado Dios contra el
que luchaba sino que llegó, como muestra el ejemplo de la bomba atómica
estallada en Hiroshima, a superarlo en crueldad. Es decir, levanta los
fundamentos teóricos de lo que será su incursión narrativa en esta realidad
-esta ya basada en el mito– que lo llevarán a encontrar una respuesta
gracias a la simbología gnóstica de los -en verdad, y aunque,
paradójicamente, sean presentados de manera lógica y casual- irracionales
motivos que llevaron a Occidente a embarcarse en las dos guerras
mundiales.

Pues Sábato, en realidad, desea fervientemente que el hombre cainita


que compone su patria comprenda que el pecado original argentino,
americano, es en realidad pecado occidental. Es decir, segundo pecado
original occidental. Que entienda que las circunstancias en las que vive son,
en realidad, causadas por aquel reino que abandonaran, Occidente, con las
lágrimas en los ojos. Y que las consecuencias del exterminio de la raíz
indígena de América proceden, en último término, del talante
autodestructivo, dictatorial que llevó a Occidente a una posibilidad, todavía
tristemente real, de poder llegar a destruir el mundo entero. Que lo
condujeron al riesgo de acabar, como un colérico Dios que pusiera de
manifiesto, en realidad, por medio de estos actos, su impotencia, con la
creación maravillosa que como un regalo y nunca jamás como un castigo,
esa divinidad cuyo nombre es imposible de descifrar y que el hombre sólo
atisba a ver, según los místicos, en la comunión amorosa, quisiera conceder
a su más querida criatura: el hombre.

Porque, efectivamente, Sábato lee la historia de Occidente para


componer una obra que, con el cariz de una profecía, va sentenciando,
escrutando y prediciendo de manera simbólica los sucesos de la Argentina
contemporánea. Y si la lectura que hace de la realidad de su país es válida,
es porque su obra se conforma como un espejo sin vidrio por el que se
puede, a su vez, contemplar su particular visión sobre el Occidente
contemporáneo. Por ello, esta mirada que recoge la sustancia íntima de los
mitos constructores del actual Occidente se vuelca sobre sus narraciones
como un tejido silencioso, opaco que la recorre y permite componer una
historia secreta y verdadera, real, de Argentina, sin teorías acabadas ni
concluyentes, con toda la dificultad que ello implica. Pues nace del intento
de conjugar dos discursos, el europeo y el americano, que son, en algún
sentido, ajenos y que pudiendo ser complementarios, debieron finalmente
ser antitéticos sistemas de valores: enfrentados a extinguirse bajo la voz
única del más poderoso de ellos, aquel que, como cantaran sus profetas,
hubiera realizado la síntesis perfecta entre espíritu y ciencia, pudiendo
llegar al definitivo exterminio de todo el planeta bajo su rumbo
aparentemente seguro y confiado.

Y Sábato sabe que sólo ayudando a volver la vista al exiliado hombre


que compone su país hacia ese paraíso perdido que para los hombres de su
patria era Europa, y enseñándole el tiránico rostro del Dios -en realidad, un
demonio que reinaba en él-, podrá ayudarles a deconstruir, como a través
de sus novelas, los textos canónicos que cifraron una historia sagrada y
sangrienta que silenció la voz de tantos de ellos. Pues para Sábato, y en
esto radica el tremendo inconformismo y el demente gesto de su obra, no
hay tarea más urgente para evitar el suicidio en masa de su pueblo, su
atracción por la autodestrucción, muerte y tristeza que configuran su patria,
que escuchar la voz del Caín que habita en su país, el hombre casi
inexistente, para permitirle gozar aquello que nunca le permitió el tiránico
Dios Padre occidental: su posibilidad de justificarse, de decirse a sí mismo,
de narrar su tragedia y, por tanto, comenzar a jugar la carta frenética de
vencer a los dados muertos de la vida con que se le condenó casi desde su
nacimiento. Ya que siendo estas voces, como indica Julia Constela
-insistiendo en la heredad que del concepto de la diáspora judía recibe
Occidente a partir de la expulsión de los mismos de su seno y su encuentro
con América- las de “los pobres, los marginales, los que quedan al
costado”, “los desamparados” que “son, tal vez, los que no pudieron subir
al Arca, los que quedaron a merced del Diluvio durante cuarenta días con
sus noches”, permitirles hablar suponía comenzar a leer un reverso oculto
de la historia escrita. Empezar a establecer los flecos de una historia
rebelde, acaso impura, que pudiera establecer una relación dialógica con la
presuntamente histórica, real de la Biblia y, por tanto, permitir acceder a
quienes la quisieran leer a un nuevo estado de conocimiento que consintiera
en construir una mirada crítica desde la que mirar ahora, de manera
diferente, el supuestamente bendecido reino único construido en Occidente,
Europa, y, al mismo tiempo, Argentina. Significaría, comenzar a revelar la
historia escondida “tras la cortina de agua” de ese particular Diluvio que
tuvieron que sufrir, que fue el cruce del océano y donde “se fueron
perdiendo” entrando “de este modo en el cono de sombras que opaca un
pasado del que ya, definitivamente, dejaron de hacer parte”, como señala
Julia Constela.14 Empezar a escribir los particulares Evangelios Apócrifos
de la historia americana para empezar a señalar los errores cometidos en la
escritura oficial donada por tantos textos canónicos de Occidente a sus
fieles.

Por tanto, es en este intento de rescatar los eslabones perdidos, los


escombros caídos bajo los omnipotentes dictados de la civilización
occidental que había creído descubrir el nombre secreto de los dioses de la
tierra, gracias al poder que le concediera su investigación científica, en
donde Sábato vuelca el auténtico poder regenerador de su obra: conjugar un
14
Constenla, Julia. Sábato, el hombre. Una biografía. Editorial Espasa Calpe Argentina S.A./
Seix Barral, Buenos Aires,1997, 75 pp.
discurso que permita hablar a la anónima voz de su pueblo y regar con la
luz de las palabras las tinieblas de su vida cotidiana. En donde Sábato,
enfrentado a la contradicción artística por excelencia (corroer las palabras
en un parto impuro aun sabiendo que ninguna pueda retratar con eficacia al
ser humano si no se quiere atentar contra él y su misterio), se vincula a
aquella mirada posible, “esa mirada apocalíptica que hace estremecer los
escritos de los cronistas de la Antigüedad”, en la que Murena concibiera el
sentido último del arte. Lo que no deja de ser lógico si se entiende que es la
transitoriedad del destino vital del emigrante, su absoluta indefensión
abocado a un viaje en que, como a Job, se le pide una fe ciega en el poder
de lo invisible, y en un mundo conmocionado por el estallido de los
conflictos mundiales, Sábato encontraría la realidad adecuada para preñarse
a la exigencia solicitada con pasión por Murena a los artistas de su país, de
su época, tal vez de todos los tiempos: “tener siempre presente la idea de
que la creación entera puede terminar en el próximo instante”.15

Es por ello que la obra de Sábato intenta despejar interrogantes,


ofrecer respuestas. Porque no quiere dejar aún más solo al hombre que lo
rodea. Considera -y en este aspecto se encuentra cercano a los parámatros a
través de los que Sloterdijk ha mostrado cuál ha de ser la función de los
intelectuales en el mundo contemporáneo- que es la tarea del arte
acompañarle en su camino de destierro para que no perezca ahogado en su
propia pena.

Pues esta es la lucha sin descanso de la obra de Sábato o de la que


realizara José Donoso en Chile: dejar hablar libremente, sin temor, al
horror. A la espantada voz de sus congéneres atrapados en el semillero de
caos, dudas congénitas y violencia con que se construyó la historia del cono

15
Murena, H.A, El pecado original de América, Editorial Sur, Buenos Aires, 1954, 173 pp.
sur del continente hispanoamericano. Permitir que entre el vacío legado por
la cultura occidental tras el asesinato de la cultura indígena y la necesidad
de resurrección de ésta, desde su foso poroso en que como un obsceno
pájaro de la noche se revuelve desde su tumba para atacar a sus asesinos,
pueda ir forjándose una conversación extrañificada pero veraz que permita
aventurar cuáles son los signos de la americaneidad real, de vida auténtica
que quedan en sus respectivos países, a pesar de la violencia con que el
tentáculo occidental se implantara en los mismos. Y de esta manera
conseguir ofertar un repertorio cabal, lúcido, a partir de su recorrido
trasnochado, nocturno, de las distintas voces (unas en extinción y otras
emergentes, unas asfixiadas y otras dominantes), que han venido a
cruzarse, conformando un país donde, como en el caso argentino, la
voracidad congénita que lo engendró y el talante orgulloso y airado de sus
gobernantes, no le permite disfrutar aquella ansiada libertad de su
independencia (esclavizándole a sí mismo con una actitud intensamente
nihilista). Y, por tanto, mostrándose tan cercano en sus actitudes a aquella
trepidante figura espiritual que visualizase Nietzsche, siempre dispuesto a
rebelarse y soltar su rugido ahuyentador, cuando se le quiere apresar: el
león.

Porque recogiendo esta metáfora nietzscheana, que Elias Canetti


utilizó como símbolo de los regímenes totalitarios y que podría vincularse
sin problemas a la realidad de las oligarquías aristocráticas argentinas, sus
diferentes dictaduras, en la manera, en que como nos señalara el pensador
húngaro, el león rechazaría toda transformación, “para” así poder “alcanzar
a su presa” con más facilidad ya que “en su esencia y culminación
desprecia las transformaciones”, pues “se basta a sí mismo; se quiere sólo a
sí”, comprenderemos aún mejor el sentido del intento artístico, salto casi
suicida de Sábato, Mallea, Arlt o Marechal.
Así ya lo dejaba fijado Canetti. El león, una vez alzado con el cetro
del poder, y ejerciendo con sus rugidos la rabia y reivindicación de su
poder absoluto, enfebrecido en su latido poderoso “absoluto e
irresponsable”, que “no obra a favor de nada ni de nadie”, “y sólo por eso
aumenta el terror que infunde”, permitiéndose aquella “grandiosa
impresión de agarrar” aquello que desea y que le permite “no dejarse
agarrar”,16 no permitiría que los procesos necesarios que generan los
cambios en la sociedad que gobierna se produzcan.

Por tanto, vendría a ser una figura emblemática, uno de los disfraces
a través de los que el diablo pretendería engañar a los pueblos bajo su
dominio, prometiéndoles una libertad basada en la fuerza de su pasión, sus
gritos y su lucha que, en realidad, sería irreal pues estaría sustentada detrás
del rugido carnívoro, bestial y temible, con los que los obligaría a buscar la
libertad, asustados, por el camino equivocado. Esto es, por un lado, a través
del miedo a ser devorados por él que llevaría a estos pueblos a intentar
derrocar al poder por la fuerza y, por tanto, igualándose a él, cayendo en la
trama tendida por el diablo, al convertirse en el segundo demonio que
Sábato quisiera observar en la lucha comunista o en la de los grupos
terroristas peronistas. Y, por otro lado, conduciendo a los pueblos a dejarse
gobernar por la barbarie con que el león impone con sus rugidos continuos,
con su figura monstruosa gracias a la que muestra cuál es el camino para
llegar al poder, la constitución real de los ciudadanos que domina,
obligándolos a buscar la libertad a través de un neopaganismo que implanta
en la sociedad que domina la impiedad, la ley del más fuerte o, en la pasión
circense, que en el caso argentino vendría representada por el cariz mítico–
simbólico que cobra en esta sociedad el sano ejercicio futbolístico. Pues el
16
Canetti, Elias, Masa y poder, Alianza Editorial, Madrid, 1997, 202 y 203 pp.
león -diablo camuflado, nuevo disfraz de Yahvé- sabe cuál es el punto
sensible de los pueblos gobernados bajo sus garras. Conoce que el miedo
que su figura engendra y el deseo de ocupar el trono de su poder, lleva a los
hombres a un ejercicio desatado de la palabra y las pasiones que devienen
en ejercicio inane en el sentido en que permiten espolear aún más su porte
de egregio animal que ruge contento cuando observa a su pueblo
consumirse en gritos estériles que no permiten que nada cambie y que le
permiten acrecentar su poder, ayudan a consolidar el estado tiránico
establecido aparentemente a perpetuidad.

Y, si como Nietzsche quisiera señalar, la conciencia plena de su


libertad no llegaría a los hombres gobernados, regidos bajo el estigma o la
figura del león hasta que no alcanzaran la conciencia y mutabilidad de esta
libertad concertada en la figura del niño, no serían sino los artistas de la
Argentina, aquellos seres que buceando en la conciencia y las heridas de su
país pudieran extraer una luz del rugir airado de las bestias, pudieran
conceder un sentido ético a la tremenda fuerza desatada de pasión sin freno
del león.

Y es en este sentido en el que Sábato ha querido afrontar toda su


obra, mostrando a cada uno de los hombres de su país, del mundo, el
cónclave ético, existencial a través del cual mirar la verdad espiritual de la
libertad, comprendiendo el justo precio que hay que pagar por ella. Que en
el momento en que la misma se pervierte, se realiza una ofensa contra los
hombres y la divinidad que pudiera engendrarlos, y que cuando el hombre
olvida que tiene un nombre y un destino y se piensa como señor del mundo,
Fausto imparable sin responsabilidades para los demás, es porque el fin
está cerca. O, al menos, es tarea del arte hacer un ejercicio de memoria para
esta posibilidad no caiga en el olvido, como señalará Murena: “Los
hombres deberían recordar esta probabilidad a fin de que su sentir y su
pensar acerca de la creación estén a la altura de lo que como criaturas les ha
sido dado”.17

Probabilidad que será, aun a pesar de sus errores, el fundamento de


toda la obra de Sábato, unida a los destinos inciertos de su patria y a su
loable intento por encontrar los arrestos de ternura suficiente para conceder
un gesto de amor a los hijos de Caín, perdonar su falta sin negarla y atisbar
un alejado futuro para sus vidas. Por convencer al ser humano de su patria
que, exactamente, continuar lamentando la caída del ser humano, llorando
el exilio, es un ejercicio estéril que únicamente puede conducir a negar las
inmensas posibilidades que se esconden en la vida de cada uno de nuestros
días. Por conseguir invertir las palabras que aquel escéptico y apocalíptico
Endorsain dibujado por Arlt afirmase desesperado: “lo más terrible es que
para nosotros ha pasado ya el tiempo de adquirir una creencia, una fe”, 18 y
para, a pesar de las terribles circunstancias que pueblan su vida, hacerle
comprender como a Martín en Sobre héroes y tumbas, que es el camino de
la vida el único que podría cambiar estas mismas circunstancias, haciéndole
volver a restituir la fe perdida en la existencia.

Pues si algo tiene absolutamente claro Sábato –y más aún debido a


que él también sintió esa tentación de suicidio que, más tarde, asaltará a
Martín– es que profundizar en los visos apocalípticos de aquella mirada
que solicitaba Murena no significa sino comprender que, más allá de
aquella condena errante de la que su pueblo participara, la lucha verdadera
no es sino contra las palabras, los símbolos, las doctrinas de las distintas
religiones. En definitiva, contra los hombres que, sedientos por poseer el

17
Murena, H.A, El pecado original de América, op.cit, 173 y 174 pp.
18
Arlt, Roberto, Los siete locos. Ediciones Losada, Buenos Aires, 2001, 74 pp.
nombre secreto de Dios, no han permitido entender con claridad que, tal y
como señalaba Murena:

“Dios” –esa divinidad real que hubieran intentado suplantar


los distintos monoteísmos y fascismos europeos– “es absolutamente
libre”. Y en la medida en que el hombre es su hijo, ha de
“contemplarse como ser sobrenatural y ha de cumplir el sobrenatural
destino que en su alma lleva misteriosamente inscripto”.19

Y comprender que todo individuo, todo país que se rebele ante este
hecho, está condenado a la perdición. A perderse en el rugido fiero,
poderoso y mortal del león que no le permite tomar conciencia ni de la
fragilidad ni de la hermosura y la belleza del mundo que le rodea, cegado
como está por su necesidad de mostrar su fuerza, su poder juvenil al
mundo.

Ya la Biblia nos ilustraba con claridad esta posibilidad con dos


ejemplos que brillan indistintamente ubicados en el tiempo pero que vienen
ineludiblemente a confundirse. Daniel ha de salvar a los leones, ofrecer su
mano al pueblo o al enemigo si quiere encontrar un sentido a su vida y
Sansón que no tiene otro remedio que derrotarlos, matarlos, mostrándose
tan fiero como ellos tendrá más tarde que –una vez que se le ha cortado la
caballera que lo identifica con el animal muerto– pasar por un proceso de
redención, expiación y sacrificio para poder aspirar a un lugar sagrado en el
libro de los héroes justos de su pueblo. Y asimismo, está ya trazado en los
perdidos confines de la mitología greco-romana. Hércules, el futuro Cristo,
el Prometeo–Caín redimido no tiene otra opción que vencer a las fuerzas
animales que le sujetan a este mundo y que son tanto las suyas como las de
los otros, si quiere que el espíritu de su pueblo, del hombre, trascienda
mucho más allá de su encadenamiento terrenal.
19
Murena, H, El pecado original de América, op.cit, 174 pp.
Verdaderamente, el águila que en la heráldica recibe un valor
simbólico muy similar al león, no debería estar muy lejana en su
morfología de aquellos buitres que devorarán el cuerpo de Prometeo una y
otra vez por haberse atrevido a desafiar una prohibición que apartaba a su
pueblo y al hombre de la luz, del conocimiento. Siglos más tarde, Cristo o
San Sebastián deberán aceptar gustosamente las flechas, las picaduras de
los clavos que los hombres como leones rabiosos arrojan hacia ellos para
encontrar la paz. Para Sábato, Murena o Estrada, el fin del tiempo de los
mártires debería acercarse de una vez. Y el país argentino debería tomar
conciencia de que la fuerza descontrolada que lleva a Caín a matar a su
hermano es la misma que empuja a Judas y al conquistador hispano por
unos doblones de oro a traicionar a Cristo. Es la del león. Un ser que se
consume en sí mismo, su propia ira y que se enajena. Y en la medida en que
su país continúe respondiendo a este signo nunca será el país de todos sino
el de nadie. Será el país ajeno. Donde nada pertenece, en verdad, a nadie y
Goliath se impone a David.

Alejandro Hermosilla Sánchez.


Universidad de Murcia.

Nota bibliográfica: Alejandro Hermosilla Sánchez es doctor con mención


europea por la universidad de Murcia y se licenció en 1998 en la misma
Universidad con su tesina sobre la obra de Abel posse, Daimón: una odisea
al revés. Es colaborador habitual de la revista digital el coloquio de los
perros.

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