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Este libro habla sólo de cosas imposibles.

Un mujer madura que compra un día de sus veinte años; el recuerdo fugaz del paso de
un centauro por un río; el tiempo descubierto en un autito de juguete o aprisionado en
una habitación.

También narra de un halcón que canta con voz de mujer, de los libros que no deben ser
escritos, de los animales que vagan por la ruinas de Nueva York y de lo que sienten
quienes hacen el amor con el Diablo. Habla de un escritor que no sabe cuáles libros
salvar de un desastre. Dice de los sueños que encuentran los hombres en el vino
derramado y de las razones que tuvo un pueblo para edificar una ciudad y una torre
cuya cúspide alguna vez llegará al cielo.

Antonio Elio Brailovsky

antoniobrailovsky@gmail.com
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A partir del día de hoy, fecha de mi coronación, y en todo


el territorio de Francia, países europeos ocupados y posesiones de ultramar, queda
abolido para siempre el uso de la palabra imposible, tanto en lengua francesa como en
su traducción a todo idioma conocido, e inclusive a las lenguas muertas como el griego,
el sánscrito y el latín, y cualquier otra que llegase a conocerse.

La dicha palabra será desterrada del lenguaje corriente, prohibido su empleo en


documentos oficiales y en impresos de toda índole, tachada con una línea negra
dondequiera que se encontrare, fuesen periódicos o libros ya escritos, y no podrá figurar
en las próximas ediciones de la Gran Enciclopedia de Francia.

Su utilización estará sujeta a la misma pena que acarrea el empleo de las graves injurias
y las soeces obscenidades.

París. 2 de diciembre de 1804

Napoleón, Emperador
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1. EL CICLO DEL TIEMPO


¿Quién enseñará al hombre qué será después de

él debajo del sol?


(Eclesiastés, VI-12).

TODO EL TIEMPO DEL MUNDO

El sol de primavera se metía a través


de la ventana de mi aula de quinto grado, mientras allí adelante la maestra dibujaba
en el pizarrón unas nubes evaporándose del mar para volver a lloverse nuevamente,
reproduciendo el eterno retorno del agua.

-Pero el tiempo no llueve -pensaba yo, sintiendo que este año se había pasado más
rápidamente que el anterior y que a su vez el anterior había sido más corto que el
otro. Fue así que me pregunté si a medida que avanzara en la vida, los años se harían
cada vez más breves y esta única posesión que era mi propio tiempo, se me iría
diluyendo entre las manos.

Y pensé en aquel momento en las largas tardes de calor, en el patio de casa, cuando
aún no era ni martes, ni octubre, ni primavera. Cuando los días se dividían en de
escuela y de no escuela, y los días de calor venían juntos, y los de frío también, y ya
estaba.

Una tarde era entonces todo el tiempo del mundo.

Terminábamos de comer y todos se iban a dormir la siesta. Yo solo, en el silencio del


patio, preparando las maderitas y los soldaditos de plomo (los buenos) y los de plástico
(los malos). Teníamos un toldo verde y anaranjado, que estaba cerrado, sobre el que
daba el sol de lleno e inundaba el patio con una luz cálida. Bajo sus tonalidades
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rojizas, mis hombres conquistaban castillos y edificaban ciudades del futuro y las
destruían y reemplazaban por aeropuertos medievales, en una fantasía que sólo puede
existir antes que el estudio de la Historia y la Geografía impongan los límites de la
razón y de la sensatez.

Fluían situaciones y leyendas. Mis hombres escalaban murallas y rescataban heridos.


Un papel era un río; un trocito de cartón, un escudo invulnerable; cuatro baldosas, la
patria. Tenía los ensueños nítidos y coloreados de los que no han conocido la televisión,
de los que no han reemplazado la imaginación por la imagen.

Y cuando la victoria de los míos era total, y la bondad y la justicia reinaban por el
orbe, guardaba todas mis cosas porque ya era hora de salir. Pero no era una hora
determinada. No, era simplemente hora de salir. Y con la precisión cronométrica de
los que no saben para qué sirve un reloj, ni imaginan que exista un tiempo externo,
fuera de mí mismo y distinto de mí, salíamos todos a la calle simultáneamente. Todos
los días, sin nada concertado, espontáneamente. Simplemente, porque cada uno de
nosotros sentía que era hora de jugar.

Primero, jugábamos a la escondida (en singular, claro, diga lo que diga el diccionario).
y conteníamos la respiración en zaguanes oscuros o en escaleras húmedas, para que no
nos viera el que era piedra, y no salieran los dueños de las casas, que se ofendían
horriblemente, con esa violencia contenida que caracteriza al habitante de la gran
ciudad.

Cuando yo era piedra, generalmente en la puerta de casa, aprendía a contar


rápidamente -de diez en diez en vez de cien corridos- con esa actitud infantil que hacía
cosa de honor el no contar ochenta y mirar antes de tiempo. Por eso la escondida es
técnicamente impracticable como juego de adultos.

Cuando nos cansábamos de la escondida, eran los autitos. Había épocas de autitos y
todos los chicos del barrio y del mundo compraban autitos y hacían pistas y jugaban
por un cierto tiempo y después dejaban. Cuáles son las reglas extrañas de esta
unanimidad asombrosa, de esta estacionalidad determinante en personas que no
conocían calendarios ni recibían otros estímulos -nadie ha hecho jamás propaganda de
autitos de plástico. Es tan absurdo como hacerla de bolitas-. Qué era lo que nos
impulsaba a todos a saber al mismo tiempo y sin lugar a dudas que era la época de los
autitos, no lo sé. Pero tenía la fuerza de las intuiciones fundamentales.

A veces era en la plaza donde antes había estado la feria y las pistas las hacíamos con
tizas robadas de la escuela, que siempre guardábamos por si acaso., Cada tanto había
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unas marcas que indicaban que el que salía fuera de la pista debía retroceder a la
anterior, y el que volcaba, a la penúltima.

Otras veces era en el cordón de la vereda. Las marcas eran las junturas de los bloques
de granito._ La gran competencia era de esquina a esquina, pero soñábamos con una
larguísima carrera de autitos que diera la vuelta a la manzana. Cada uno preparaba el
suyo con pesos de masilla, plastilina, plomitos, gomitas entre las ruedas para
compensar cualquier torcedura de los ejes, y montones de artesanías caseras que
daban buena suerte.

Y jugábamos todas las carreras que queríamos, porque el tiempo en realidad no


existía, y la tarde no se iba a acabar nunca.

Yo pienso en mí, sentado en mi banco de quinto grado, pensando en mí mismo, en


aquel lejano momento en el que al agacharme ante el cordón de la vereda se abría
ante mí la pista inmensa. Me enfrentaba ante rocas, cañadones y colinas. Cada tiro era
materia de cálculos cuidadosos, lo mismo que al pasar a otro, con dos ruedas fuera de
la pista. Había que observar, pensar y tomar decisiones. El cielo se hacía de un azul
liso. El sol se fijaba en su sitio. Y yo tema todo el tiempo del mundo para llegar a la
esquina.
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VEINTE AÑOS

Banco del Tiempo decía el cartel puesto de árbol


en árbol en la plazoleta triangular de pastos resecos. Los jugadores de pelota de trapo,
pelota de cuero y pelota de plástico se detuvieron esta vez para ver a un viejo de ojos
secos y metálicos, que bajó de un sulky desvencijado un banco de madera labrada,
lustrado como un piano y se sentó sobre él en la plazoleta triangular, después de haber
colgado un cartel que decía Banco del Tiempo.

La barra brava se quedó mirándolo, la pelota olvidada para siempre, y era como si
alrededor de ese viejo el aire se hubiera hecho más espeso, de una consistencia
gomosa, que dejaba entrar las miradas pero las atrapaba para que no pudieran salir.

-Es el que pronostica la lluvia -dijo Carlos- El hombre de la radio.

-¿Pero, por qué dice Banco? -preguntó Luis.

-Porque él se sienta en ese banco para pronosticar -respondió Carlos.

***

-¿Qué hace ese hombre? -preguntó Rita.

-Compra y vende tiempo -contestó Leonor.


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La tarde caía suavemente, en copos delgadísimos, sobre las dos mujeres que tejían su
soledad frente al jardín. Las rosas anchas y carnosas se deshojaban irreversiblemente,
al rumor de la autopista recién abierta, que vinculaba el jardín con el mundo.

- Yo quiero un día de mis veinte años -dijo Rita.

***

-¿Pero no un recuerdo? -preguntó Rita.

-No un recuerdo -dijo el viejo-, un día nuevo, un día que no ocurrió nunca antes, pero
de los veinte años.

-¿Y cuál es el precio?

-Esos son los días más caros -respondió el viejo.

Rita abrió la cartera y dejó sobre el banco labrado, liso como un piano, dos monedas
de oro que heredara de su madre. El viejo la miró sin responder, y Rita sacó algunos
billetes descoloridos, los puso junto a las monedas y después fue dejando, con lentitud
creciente, un collar de perlas amarillentas, otros billetes y una pulsera de plata
ennegrecida, de la que colgaban los extremos de una cadenilla rota.

El viejo se quedó mirándola.

-¿No es suficiente? -preguntó Rita.

-No es el precio -contestó el viejo- El tiempo sólo se compra con tiempo.

El silencio fue haciéndose más grande hasta que el viejo le explicó que el tiempo lejano
se va desgranando al traerlo hasta aquí, que primero pierde los minutos que tenía en
los bordes y en los extremos y después se le desprenden de a horas enteras, que van
quedando olvidadas en los recovecos del tiempo, hasta que llegan a hoy apenas unos
jirones de ese tiempo inicial.

-Por eso son caros -le dijo- Hacen falta varios días de hoy para traer uno desde tan
lejos.
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-¿Cuántos? -preguntó Rita.

-Seis -dijo el viejo- y uno de comisión son siete.

-¿Para qué quiere ese día? -preguntó Rita.

- Yo vivo de ese tiempo -dijo el viejo-. Así me gano los días de mi vida. Uno por uno.

Aquí Leonor perdió algo del diálogo, por no atreverse a estar más cerca, y vio después
que el viejo sacaba unos pedazos de papel de astraza, escribía algo en ellos y se los
daba a firmar a Rita.

Acto seguido desplegó un toldo por encima del sulky y fue cerrándolo por los lados
hasta que Leonor pensó que adentro debería estar oscuro. Lo señaló y se volvió a
sentar en el banco de madera labrada, lustrado como un piano. Rita subió al sulky y
con paso tembloroso entró en sus veinte años.

***

Rita bajó del sulky una semana después, despeinada, sin zapatos ni cartera, los ojos
desencajados por una expresión que Leonor nunca le había visto.

Pasó delante de la barra brava sin verla y caminó tambaleándose por el medio de la
calle, entre las miradas opacas que atravesaban persianas y cortinas. Llegó a la casa
del jardín y se detuvo delante de Leonor, la miró varias veces hasta que finalmente
pudo verla y soltó un suspiro ahogado. Se llevó las manos a los pechos, los apretó con
fuerza y dijo:

- Tuve veinte años.

Leonor le vio una mirada ajena, como si los ojos de Rita hubieran visto su propio
nacimiento, o quizás su propia muerte.

-Ay, si todo era tan nuevo -dijo Rita-. Los colores eran más nítidos, más fuertes, como
después de la lluvia. Ahora todo me parece gris de vuelta.

La tarde volvía a caer sobre el jardín cerrado y solitario. Leonor sentada escuchando,
Rita de pie, a grandes voces y pasos largos. .
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-Eran mis veinte años -dijo Rita-. Mi madre estaba en casa. Se parecía a mí ahora, no
en los rasgos, pero tenía algo mío en la expresión.

Se detuvo un momento; las palabras le salían con dificultad.

-Pero no -agregó-, no era la misma expresión, porque ella me transmitía vitalidad, y


sin embargo ella está muerta y yo estoy viva, y cómo una muerta puede estar más viva
que yo.

Se sentó delante de Leonor y le apretó las manos hasta que a las dos les dolieron.

-Mi madre fue siempre una vieja gastada -dijo Rita-. Yo la veía así. Pero hoy la vi, y
tenía diez años menos que yo ahora, había criado cuatro hijos y todavía tenía el fuego
adentro. La abracé llorando y ella se sorprendió. "Cosas de chicos", me dijo. Subí la
escalera: estaba recién lustrada y tenía el mismo olor de mis recuerdos, pero más
fuerte, ¿sabés? Me sentía dentro de una foto, con el pelo suelto y el vestido rosa, largo,
con encajes. Entré a mi habitación y me puse a mirarme al espejo, como si yo fuera
otra, sin atreverme a pestañear, porque tenía miedo que al abrir los ojos de vuelta, me
viera como soy ahora. La miré a la otra a los ojos y me fui desnudando. ¿Te acordás
cómo eran tus pechos cuanto tenías veinte años?

***

- Yo quiero tener veinte años -dijo Luis.

- Todavía te faltan diez -contestó Carlos.

-Diez años son demasiados -dijo Luis, mientras levantaba hasta la altura de los ojos la
pelota, que se le había hecho sorprendentemente pesada, como si tuviera dentro todo
ese tiempo que había que recorrer hasta hacerse hombre.

-En la plaza hay un hombre que vende el tiempo -dijo Luis-. Voy a comprarle esos diez
años.

-¿Te vas a ir y me vas a dejar solo con mis diez años? -preguntó Carlos.

-Si querés podés venir.


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Carlos dejó caer las bolitas de una mano en otra, muy despacio, hasta llegar a la
puntera, la más suya de todas, miró el sol a través del vidrio de un azul intenso y
preguntó:

-¿Y nunca más diez años?

-Nunca más -contestó Luis.

-¿Y nunca once años, ni doce ni quince?

Luis no contestó.

-Nunca más bolitas, ni pelota, ni autos a cuerda -agregó Carlos- Nunca más barriletes,
ni correr por la calle, ni tirar piedras. Nunca jamás un tren eléctrico.

-Mujeres -dijo Luis con voz ahogada.

-¿Y si las mujeres no son lo que te imaginás? -siguió Carlos- ¿Y si después no te


gustan las mujeres? ¿No hay hombres a los que no les gustan las mujeres?

Luis bajó la vista y dejó la pelota en el suelo.

-¿Y perderte tus quince años? -preguntó Carlos- ¿Y después morirte de viejo sin
haber tenido nunca quince años?

-Está bien -dijo Luis-. Lo voy a hacer solamente por un día. Voy a comprarle un día de
mis veinte años.

***
-¿Un día del futuro? -preguntó el viejo.

-Un día del futuro -contestó Luis.

-Eso no puede ser.

-¿Por qué?

-Porque yo no sé si vas a vivir hasta los veinte años -contestó el viejo.

-Con más razón -dijo Luis-. Por eso mismo quiero ahora tener mis veinte años.
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-Pero no puedo darte un día real, porque no sé si ese día va a existir -dijo el viejo.

-Déme lo que más se le parezca.

-Puedo darte un día que nunca va a existir otra vez pero de tus veinte años.

-¿O sea que en mi vida voy a tener veinte años durante un año y un día? -preguntó
Luis.

-Si llegas a los veintiún años, sí.

El viejo sacó sus pedazos de papel de astraza, de formas inverosímiles, escribió sobre
ellos y se los dio a firmar a Luis.

Después armó el toldo sobre el techo del sulky y se sentó en el banco de madera
labrada, liso como un piano. Luis encendió el primer cigarrillo de su vida y se
adelantó a fumarlo en sus veinte años.

Carlos lo vio subir al sulky y cerrar el toldo por dentro. Cuando el viento comenzó a
mover la lona, Carlos tuvo la sensación de que dentro del sulky ya no había nadie.

***

-¿Cómo es tener veinte años? -preguntó Carlos.

Luis se quedó pensando y después dijo:

-Es todo más chico. Es como si las cosas se te achicaran de repente: las casas, los
árboles, los autos, los caballos; la placita, no te imaginás lo chica que es.

-¿Cómo eras? -preguntó Carlos.

- Yo era alto y tenía unas piernas muy largas -dijo Luis- y el cuerpo lleno de pelos,
pero no me molestaban. Me gustaban. Sí, me gustaban esos pelos.

-¿Qué más?

-Me sentía más fuerte, o más duro. Era como si las cosas se me hubieran hecho menos
sólidas, o como si los árboles, el hierro, los autos, se hicieran más blandos.
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-¿Y la luz? -preguntó Carlos- ¿Los colores eran los mismos?

-No -dijo Luis-. La luz es más opaca. Los colores son más suaves. Me parece que a
medida que uno vive, los colores van perdiendo fuerza.

-¿Y lo demás? -preguntó Carlos.

-Los olores son más fuertes -dijo Luis-. Los sonidos también: No, no es cierto, no son
más fuertes; lo que pasa es que distinguís más sonidos, sonidos más complicados. Lo
que perdés con los colores lo ganás con el oído.

-Me gustan más los colores que los sonidos -dijo Carlos- ¿Qué más?

-Era un día muy azul y no hacía ni frío ni calor.

-¿Y vos que hiciste?

-Conocí una mujer -dijo Luis.

***

-¿Qué hiciste el día de tus veinte años? -preguntó Leonor.

-Conocí un muchacho -dijo Rita-. Yo iba paseando por -el boulevard, con mi vestido
rosa y una sombrilla en la mano. El iba en un sulky: ojos negros, bigote en punta.
Tenía un traje a rayas grandes, grises y negras, y usaba corbata roja, voladora, de
poeta. Paró el sulky delante de mí, se bajó de un salto, se sacó el rancho, me hizo una
reverencia y me invitó a subir.

-¿Y después? -preguntó Leonor.

- Yo subí -dijo Rita-. Paseamos por el boulevard y seguimos por la alameda hacia el
camino. Él fue cortando flores y me las iba dando de a una, hasta que tuve la falda
llena de flores de todos los colores. Vimos el atardecer en el campo y después me llevó
a cenar al Club del Progreso. Tomamos champagne y comimos a la luz de las velas.
Después bailamos un vals y él me sostenía con firmeza por el talle.

-¿Qué más? -preguntó Leonor.


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-Después me llevó a una casa -dijo Rita con voz ahogada- e hicimos el amor. Y yo era
virgen.

***

-Entré fumando en mis veinte años -dijo Luis.

-¿Cómo ibas vestido? -preguntó Carlos.

-Melena larga, jeans, camisa azul con grandes dibujos blancos, botas. Me encontré
manejando un auto largísimo de color rojo, un modelo que todavía no existe, y yo
sabía manejar autos en mis veinte años. Me fui a pasear por el boulevard y allí la vi.
Era una rubia bajita, de pelo suelto; tenía puesto un short rosado y un pañuelo en vez
de blusa.

Le toqué bocina y le dije que subiera. Ella se sentó al lado mío y apoyó la cabeza en mi
hombro.

-¿Dónde fueron? -preguntó Carlos.

-La llevé a correr por la autopista -dijo Luis-. Ese auto levantaba hasta ciento ochenta.
Lo apreté a fondo, y más rápido iba, más se me abrazaba ella. Después fuimos a una
discoteca. Estaba todo oscuro y tomamos whisky. A mí no me gustó el whisky, pero me
gustó tomarlo, ¿sabés? porque yo era grande, tenía veinte años.

-¿Qué más? -preguntó Carlos. .

-La llevé a un hotel y me acosté con ella -dijo Carlos-. Después dormimos juntos.

Se hizo un silencio, y agregó:

-Esta mañana, cuando desperté, me encontré dentro del sulky. Estaba desnudo y hacía
frío.

***
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-¿Qué habrá sido de él? -dijo Rita.

-¿Qué edad tenía? -preguntó Leonor.

-La misma que yo.

-Han pasado cuarenta años -dijo Leonor- . Debe ser abuelo.

-Quizás no se haya casado -dijo Rita.

-¿Por qué no lo buscás? -dijo Leonor-. A lo mejor todavía vive en Capitán Balaguer.

-No me atrevo -dijo Rita-. Él me quería porque yo era joven y linda; ahora ¿qué
puedo ofrecerle?

-Esa no es la razón -dijo Leonor-. Él es un hombre maduro y sabe que la gente cambia
con los años.

-Es cierto -dijo Rita-. No es por él, es por mí, Porque él tuvo cuarenta años para
hacerse a la idea de que yo iba a envejecer. Pero fue ayer que yo hice el amor con él.

-Entonces volvé a buscarlo -dijo Leonor.

Rita la miró con unos ojos grandes, como si nunca antes hubiera pensado que el
pasado no está definitivamente muerto, sino que habita latente en nosotros, en zonas
grises donde el recuerdo puede volverse acción.

Leonor la vio alejarse a la carrera, calle abajo, hacia la plazoleta triangular.

***

-Cuando vuelva a tener veinte años -dijo Luis-, me voy a casar con ella.

-¿Y mientras tanto? -preguntó Carlos.

-La puedo buscar -dijo Luis-. Ella seguro que vive en el pueblo, ahora. .
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-Ahora tendrá diez años -dijo Carlos- y todavía no te conoce.

-La busco y me hago amigo de ella -dijo Luis-. Así sé que no la voy a perder. .

-¿Y ella? -preguntó Carlos- ¿A ella le importa tu amistad?

-¿Por qué no?

-Porque es una nena de diez años -dijo Carlos- y seguramente se pasa el tiempo
jugando con muñecas y recortando fotos de actores.

-¡Eso no me sirve! -dijo Luis-. Porque cuando uno se ha acostado con una mujer, no
puede ponerse a jugar a las muñecas con ella.

-Si uno tiene diez años -contestó Carlos- no le queda otro remedio.

-¡Entonces quiero volver a tener mis veinte años! -dijo Luis, mientras salía a la
carrera, calle arriba, hacia la plazoleta triangular.

***

Llovía. El agua golpeó con fuerza la cara de Rita y ella bajó la cabeza y avanzó
despacio, como si tuviera que empujar algo muy pesado para llegar hasta sus veinte
años.

Luis sonrió a esa imagen interior que lo miraba dulcemente, los ojos cálidos, los
pechos tibios, ofreciéndose al amor de un día, como si ella hubiera sabido que él tenía
un regreso prefijado, apenas un día para tener veinte años.

Rita tuvo un presentimiento y se detuvo en mitad de la calle. "¿Y si no está más?", se


preguntó. "¿Y si en realidad nunca estuvo, y yo no volví a tener veinte años?". Y
quizás había en el aire algo de la opresión de Rita, porque Luis sintió súbitamente el
temor de que el viejo de ojos metálicos ya no estuviera. Luis corrió, se resbaló y cayó
dos veces, y siguió, las manos embarradas, las rodillas sangrantes, llamando a gritos
ese tiempo de ser hombre, que una vez había probado y que ahora sentía que podía
escapársele.
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Por calles distintas, llegaron al mismo tiempo a la plazoleta triangular. Estaban los
árboles vacíos, allí donde Rita y Luis recordaban haber visto alguna vez un sulky, un
viejo de ojos metálicos sobre un asiento de madera labrada, lustrado como un piano, y
un cartel que decía Banco del Tiempo.

Las dos figuras solitarias avanzaron lentamente, debajo de la lluvia, hasta el centro de
la plaza, y tocaron los árboles vacíos. Allí una mujer de sesenta años y un chico de diez
se miraron sin querer reconocerse.
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ESTA CIUDAD

Una ancha marea de colores. La calle era


eso, colores, colores fijos y colores en movimiento, tan unidos los unos a los otros, tan
consustanciados entre sí como las hojas de un árbol, que en realidad hubiera podido
decirse que la calle era de un color único que se desdoblaba en vetas, en destellos, en
oleadas de muchos otros tonos que lo componían y que cambiaban a cada paso.

Los árboles se fundían en un follaje indeterminado. Los edificios no tenían aristas,


sino suaves contornos esfumados. Las paredes de esta ciudad eran lisas, de una
tersura brillante que ocultaba su rugosidad al tacto, como el revés de ciertas hojas,
lustrosas al sol, que esconde infinitas hileras de espinas diminutas.

Las plazas eran enormes espacios luminosos donde la luz caía a pico desde lo alto de
profundidades ignoradas, de caminos sin retorno, de lejanías cálidas donde puntos
oscuros se ocultaban en un cielo sin manchas ni nubes ni arrugas.

Ésta era su ciudad, y era una ciudad cálida y hermosa, de una tibieza acogedora cuyos
caminos se bifurcaban hacia mil realidades diferentes y únicas, cuyas noches tenían la
espesura de los secretos y cuyos habitantes poseían el misterioso don de esfumarse en
las sombras o diluirse en la seca luz del mediodía.

Hombres y mujeres silenciosos y discretos, que iban y volvían de sus ocupaciones con
diligencia de hormigas, sin prestar atención a nada que no estuviera fuera de sus
vidas, de tal suerte que un extranjero podría observarlos desde cualquier ángulo,
confundido entre ellos, a pesar de sus ropas distintas, de su piel de otro color, de su
idioma extraño y sonoro, de su andar pesado e inseguro como si aún estuviera en la
cubierta de su barco, Que lo traería de un viaje largo y lleno de peligros, solamente
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para llegar a esta ciudad y observara sus habitantes, anónimos e ignorados, que se
dejarían mirar, estudiar y analizar sin darse por enterados, sin notarlo siquiera.

Esta ciudad era entonces el mejor lugar del mundo para una adolescente que
comenzaba a serlo. Caminar sin rumbo por esas calles ignoradas, con una soledad
libre, compartida sólo por los troncos oscuros y silenciosos de los pinos. Caminar y
empezar a sentir allí, en esa abierta intimidad, este nuevo cuerpo que María Cristina
acababa de recibir y cuyos secretos mecanismos aún no comprendía cabalmente.

Largos paseos que se extendían hasta el atardecer, la más triste y dulce de las horas,
decía Maria Cristina, recordando unas poesías leídas sobre el banco de una plaza
desierta, justamente cuando el sol dedicaba sus últimas energías a aumentar su
tamaño, olvidado de su función esencial de proporcionar luz y pasar del naranja al
rojo, color que se apagaba hasta hacer más y más dificultosa la lectura de ese librito
encuadernado en rojo oscuro, del mismo color que tenía el sol a esta hora, triste y
dulce, decía el libro. Y leía hasta dejar de lado la letra demasiado pequeña y después
se quedaba viendo las ilustraciones de instrumentos musicales que serían arpas
dejadas olvidadas en un rincón, y unos pájaros tal vez fueran golondrinas, volviendo
una y otra vez a anidar en un lugar tan incómodo como sería un balcón.

Y por último, cuando ya no quedaba nada de luz, el tacto suave del cuero que se
adivinaba rojo, con esa consistencia que daba seriedad al libro, que hacia su contenido
más denso y respetable, mucho más respetable que esos libritos encuadernados en
rústica, donde lo efímero del papel denunciaba la superficialidad del contenido.

Otra era la sensación del cuero como la de su propia piel, nueva, recién creada, apenas
mujer, y el cuero rugoso y cálido, con una aspereza tibia, como sin duda serían las
manos firmes de un hombre que la recorriera hasta hacer suyos sus últimos secretos,
del mismo modo que ella recorría sus calles, esperando siempre el atardecer, con el
cual se ocultaban las zonas luminosas de la ciudad, las torres más altas y frías, los
mástiles más erguidos y reaparecían las partes oscuras, los s6tanos cálidos cuyas
paredes olían a vino de taberna ruidosa y alegre, donde alguna vez entraría tomada de
una mano curtida, que le recordaría lejanamente aquel tacto de los libros
encuadernados en cuero rojo, leídos durante su adolescencia.

Y estos meses eran un prolongado atardecer, caminando por las calles silenciosas e
indiferentes, haciéndose transparente en las esquinas, esfumándose en las cortadas,
desapareciendo en las bocacalles, sin que nadie reparara en esa mujer que nacía allí, a
la vista del sol y de los pájaros pero invisible a los hombres, como un mito antiguo,
para reaparecer alguna vez cuando rompiera esa crisálida, pensaba, que la envolvía
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con una materia semejante a los tules de las cortinas, que permiten ver la calle desde
el comedor, pero no el comedor desde la calle.

Pero un día la calle estaba llena de ojos. La ciudad era un sólo ojo inmenso,
mirándola. Las paredes desplegaron su rugosidad oculta, como flores carnívoras que
extendieran sus pétalos aserrados hacia insectos chiquititos, indefensos en medio de la
selva de ruidos y luces congelándose en formas precisas y duras, en aristas afiladas
como cuchillos que amenazaban al ingenuo transeúnte que paseaba desprevenido por
esas calles donde lo incierto se habla tornado hostil.

Esta ciudad era ahora un lugar lleno de sobresaltos, donde el peligro podía llegar de
cualquier lugar, en mil formas distintas, cuya naturaleza se corporizaba en los ojos
que la miraban. Y es que repentinamente los habitantes habían decidido, en una de
esas resoluciones unánimes, que se transmiten junto con el pensamiento, sin llegar a
aproximarse a las bocas, sin que nadie lo dijera explícitamente, que a partir de ese
momento iban todos a abandonar sus costumbres discretas y mudarlas por una
curiosidad feroz, por ojos que la desnudaban, la violaban y terminaban atravesándola
con un alfiler y disecándola sobre un cartón, sufriendo el mismo destino de los insectos
que se habían salvado de la planta carnívora, para caer después en las manos frías de
la ciencia.

María Cristina miró las decenas de ojos que la miraban y pensó en cómo se sentirían
las fieras del zoológico, en sus jaulas rodeadas de infinitos ojos que se renuevan, pero
que mantienen siempre la misma expresión, contentándose apenas con cambiar las
caras que los llevaban, pero nunca demasiado, hasta encontrar un denominador
común, un ojo único situado ante la única ventana de la jaula, con una expresión que
era la síntesis de todo lo que pensaban y sentían esos hombres que iban a mirar
animales exóticos, y tan distintos a ellos que ninguna comunicación era posible.

Fue con esta imagen, que María Cristina, en un solo movimiento, se quitó los lentes de
contacto y los arrojó al viento, que se llevó lejos las jaulas y los ojos y le devolvió la
suave tibieza de su ciudad anónima.
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EL LUGAR DEL ALBA


¿Has mandado tú a la mañana en tus días? ¿Has
mostrado al alba su lugar? (Job: XXXVIlI; 12).

El tiempo era un verde que se retorcía por toda la


habitación y que era de todos los colores y volvía a ser verde otra vez, en miles de
formas y en ninguna, creando auroras boreales sobre la mesa, que se agitaban como
cortinitas, y retorciendo los lápices como caracoles.

Allí abajo, en la lejanía, Juan Carlos Altamirano vio cómo sus manos crecían y se
alargaban, y después eran las manos de un mono y las de los grandes lagartos, y las
aletas de un pez, y finalmente volvían a ser las suyas propias, y la máquina, el ascensor
del tiempo, dejaba de ser una habitación y era praderas y cumbres y horizontes
antiguos y vacíos. Cuando se detuvo y todo fue otra vez como antes, el reloj calendario
marcaba las cinco de la tarde del 6 de diciembre. Juan Carlos Altamirano se acercó al
escritorio y levantó con cuidado esa hoja en blanco que estaba esperándolo en ese día
del futuro, y después dejó en el centro una firma temblorosa.

Regresó a su asiento, las cosas volvieron hacia atrás, el reloj dejó de serlo y los
fantasmas se adueñaron de todo hasta que fue otra vez 5 de diciembre y los hombres
se reunieron a emborracharse y festejar y gritar por los laboratorios.

Esperaron pacientemente un día entero, con horas que se dejaban caer sin prisa, como
si adivinasen que en adelante no sería así, que era la última vez que decidían ellas su
propio ritmo y el ritmo del mundo. A las cuatro de la tarde pusieron una hoja en
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blanco en la habitación vacía. A las cinco oyeron ruidos detrás de la puerta y se


miraron unos a otros en silencio expectante. Y a las seis entraron y recogieron la hoja
con una firma temblorosa y triunfante. Vieron todo cubierto por un polvo gris de olor
tenue, que penetraba en los poros de los rostros y de la madera. "Es el polvo del
tiempo", dijeron, y lo barrieron cuidadosamente para medirlo y pesarlo, pero se
evaporó apenas salieron de la habitación.

Juan Carlos Altamirano creía que el paso siguiente era hablar con una persona y lo
defendió acaloradamente. "Si no sirve para encontrarse con alguien, entonces no sirve
para nada", afirmó. E insistió tanto, que los otros científicos, todavía con la
borrachera del éxito, aceptaron un programa que de otro modo no hubieran
aprobado.

Durante todo el mes de diciembre, Juan Carlos Altamirano estuvo viajando cada día
al subsiguiente para entrevistarse con un colega y conversar largamente de física
nuclear, de política, de mujeres o de fútbol, hasta que en uno de esos viajes Goldman
anunció:

-Hay que buscar recursos de alguna parte. Suspendieron los fondos para el programa
de la máquina del tiempo.

- ¡Están locos! ¿Por qué lo hicieron?

-¡Qué sé yo! Recortes del gasto público, presiones de alguien, peligroso para la
seguridad nacional o algo así.

Juan Carlos Altamirano se levantó en silencio y se acercó a la ventana. Sobre el río de


La Plata estaba cayendo una llovizna suave que impregnaba de tristeza el paisaje.
¿También este proyecto iba a ser abandonado? ¿Y cuántos eran, con éste, los que
alguna vez se quedaron por el camino, por falta de dinero, de equipos, de apoyo?
¿Cuántos proyectos fracasados por envidia o por celos, o por influencias de un grupo
rival?

-¿Cuánto nos puede durar la plata que tenemos? -preguntó sin volverse.

-Tres o cuatro meses. Un poco más si nos apretamos el cinturón. Seis meses si
decidimos no cobrar el sueldo. Siete si nos vamos sin pagar la energía que gasta la
máquina. Pero creeme que esto se termina.
2

Juan Carlos Altamirano vio un remolcador que echaba humo en medio de la llovizna
y se preguntó cómo hacía el humo para no mojarse, para seguir allí, tan entero y
consistente como ellos mismos creían serlo.

-¡Qué raro! -murmuró- Ayer el día estaba bueno. No parecía que fuera a llover.

-También se equivocó el Servicio Meteorológico -respondió Goldman-. Habían


anunciado tiempo caluroso y seco.

-Creo que ya sé de dónde vamos a sacar la plata para continuar con este programa
-dijo Juan Carlos Altamirano.

Y desde ese día comenzó a publicar en los diarios un pronóstico meteorológico


asombrosamente preciso, por cuanto estaba copiado de la reseña del día siguiente. El
éxito resonante de sus pronósticos no aportó, sin embargo, el dinero que el programa
necesitaba. Por lo cual ordenó a su secretaria que tomara la temperatura ambiente, la
presión atmosférica, la humedad y la velocidad del viento una vez por hora y
entregase esos datos a Goldman, para que éste se los diera y así él los incorporó a un
pronóstico que parecía cosa de magia, y era tan exacto que los meteorólogos lo usaban
para calibrar sus propios instrumentos.

Así, lo tomaron por un curandero. Ya las puertas de la Universidad, en Núñez, se


reunió una inmensa multitud de lisiados, tuberculosos, epilépticos, mujeres que
querían abortar, enfermos de mal de amores, de mal de ojo, políticos que querían
saber si llegarían a presidente, vendedores de café y de cubanitos, periodistas,
espiritistas y monjitas que traían una imagen de la Virgen de Luján, por si acaso.

Cuando llegó la policía y los echó usando gases lacrimógenos, hubo que salir del paso
inventando una explicación extraña, que nadie creyó porque todos pensaron en un
trasfondo político. Pero los informes del tiempo dejaron de aparecer, con gran alegría
de los del Servicio Meteorológico.

Todo esto lo supo Juan Carlos Altamirano al ir desde un día anterior a encontrarse
con Goldman, quien le refirió lo que estaba ocurriendo, mientras ambos lloraban a
moco tendido en una atmósfera impregnada de gases.

Pero una mañana cualquiera, al detener el ascensor del tiempo, Juan Carlos
Altamirano encontró la habitación vacía, y sobre la mesa un mensaje escrito, con un
recorte de diario adjunto, que le anunciaba la muerte de Goldman la tarde anterior,
aquella de la cual él mismo provenía. Y en un chispazo de lucidez, sintió que el suyo
había sido un juego irresponsable, una chiquilinada de laboratorio, y que el dominio
2

del tiempo era el de la causalidad, en esa franja de penumbras que separa la vida de la
muerte.

Volvió el ascensor del tiempo hacía atrás (¿o hacia abajo? ¿o describiendo un trozo de
arco de un círculo enorme que quizás volverá a repetirse?) y habló largamente con
Goldman. Le contó los detalles de la muerte que tendría a las cinco y dieciocho de la
tarde, y los dos caminaron lentamente por la Plaza San Martín. Cortaron flores de un
palo borracho, las ofrecieron solemnemente a una adolescente que pasaba y esperaron
sobre la barranca, reloj en mano.

El camión venía del puerto, dio la vuelta por Retiro, y apenas pasó por la estatua de
Alem, lo vieron chocar contra un ómnibus y estrellarse en llamas contra una columna.
En ese momento se retiraron de allí, como si hubieran estado esperando precisamente
eso. Y nadie supo por qué sonreían.

Pusieron sobre la mesa dos recortes de diario, ambos del dieciocho de enero: en el
primero, un accidente de tránsito; en el otro, el mismo accidente y también la
necrológica de un conocido físico matemático. La comunicación a la Sociedad
Científica Argentina tenía noventa y seis páginas, la mitad de las cuales estaban
cargadas de fórmulas innecesarias. Un apéndice incluía las fotocopias de los recortes y
los comparaba en detalle. Había una extensión dedicada a los usos pacíficos de la
máquina del tiempo, en la que sugerían ponerla bajo control internacional.

Juan Carlos Altamirano se fue a dormir con el corazón tranquilo de los que acaban de
cambiar el mundo.

Y cuando volvió a entrevistarse a hablar con el Golman de una mañana cualquiera, la


habitación estaba vacía. Lo esperó un largo rato, y se decidió por fin a salir al tiempo
normal, al cotidiano, en un día distinto del suyo propio, encontrándose con los ojos
asombrados de los demás cuidadores del reloj: "Goldman murió el dieciocho de
enero". Ese era un día en el que Goldman no existía, como tampoco en el anterior ni
en el siguiente, como lo descubrió Juan Carlos Altamirano en un viaje afiebrado.

Supo entonces que cada uno de nosotros existe hoy y mañana y ayer, y puede ir a
buscarse y realmente encontrarse en cualquier punto de una ancha cinta del tiempo.
Pero este hombre robado a la muerte, arrancado al tiempo, vive solamente en un hilo
de presente, en una sola dimensión que se prolonga sin existir ayer ni mañana.

Juan Carlos Altamirano continuó graduando el ascensor del tiempo para volver a
encontrar a un Goldman sin pasado ni futuro, en el instante exacto que lo había
dejado, el único instante en que lo podía encontrar, el único en que existía realmente.
2

Se equivocó por minutos, por décimas, por millonésimas de segundo, y continuó


calibrando la máquina, haciéndola más precisa, una y otra vez, corriendo contra el
tiempo, contra todos los tiempos, inútilmente porque el alba no llegaría nunca,
buscando a un hombre que no sabía que era apenas una sombra, una ilusión, un
malabarismo. Porque si él no lo encontraba a Goldman, el otro lo buscaría a él. Pero
Goldman no debía subir a un ascensor del tiempo. No podía cortar su hilo de presente,
porque no tenía con qué reponerlo. Y es que en el momento en que se ponga en
movimiento la máquina, se cerrarán los círculos del tiempo y volverá a alcanzarlo el
camión de Plaza San Martín, En ese instante, concluirán y se unificarán las dos
historias superpuestas y él, simplemente, no existirá.
2

LOS RÍOS

Alguna vez, un caminante llegó hasta el río. Se


sentó sobre una piedra redonda y se quitó las sandalias. Lentamente, metió los pies
polvorientos en el agua helada y sintió cómo subía por el cuerpo ese frío que venía de
algún deshielo lejano.

En su infancia había jugado en sus márgenes, inmenso río caudaloso de su memoria,


que ahora se le antojaba un arroyito. ¿.Cuál era ese juego? Hoy, a tantos años de
aquella tarde en la que regresó al río y se mojó los pies, escribe y recuerda. ¿Cuál era
el juego de su infancia, el mismo que recordó la tarde que volviera al río?

Había jugado a que ésa era otra ribera, de aguas imprecisas, en la que, en un tiempo
desconocido, el centauro se llevó a Deyanira, diciendo que él conocía un vado, y esta
piedra redonda, la misma piedra redonda de mi infancia, piensa el viajero, fue el lugar
en que se apoyó Hércules, burlado, para lanzar sus flechas al centauro que le robaba
su mujer.

O quizás no fuera sobre una piedra sino sobre una raíz, y ahora recuerda el viajero
haber sido en la lejana infancia, Hércules furioso arrojando flechas, a veces desde esta
raíz y otras desde la piedra redonda.

Hoy -el hoy de sus recuerdos, porque han pasado muchos años y ya es viejo cuando
escribe esto-, hoy, pues, con el frío del tiempo subiendo por sus piernas, piensa qué
distinta le parece esta ribera de la otra, o quizás, de las otras dos, la de su infancia y la
del río que quiso cruzar el centauro.

Ya es viejo y escribe y piensa si no hay otro río más, si no está agregando un nuevo río
cada vez que piensa en él, cada vez que el agua se lleva el río en el que se había
metido, con los pies o con el pensamiento. Aparta de sí los recuerdos, imagina por un
2

instante al centauro atravesado por las flechas de Hércules y su sangre tiñendo las
aguas y formando así un río rojo y distinto.

-¿Cuál es, entonces, el río verdadero? - piensa el viejo-. ¿Cuál el agua más parecida a
la otra agua inmutable, que según dicen, la refleja desde el cielo? ¿El de Hércules o el
del centauro? ¿El de su infancia jugando a ser ambos, el agua fría de la edad madura
o el húmedo recuerdo de la vejez?

Hoy el deshielo trae las aguas llovidas en la mañana que naciera tu primer nieto. Ayer
-el ayer de tus veinte años-, la inundación arrastró los puentes de troncos, deshizo
viñedos y olivares, y se llevó flotando los bueyes río abajo.

De ese río vigoroso ahora queda una vaga memoria y el rastro de unas pajitas, ya
resecas, que cuelgan de las ramas de los árboles y que indican el nivel que alguna vez
alcanzaron las aguas. Así será, piensas, el recuerdo que los hombres tengan de tu paso
por el mundo.

Y en un otoño no muy lejano, quizás el que ahora comienza, el río quedará convertido
en un hilito de agua, irá secándose para acompañar tu retorno a la tierra.

"Nadie se baña dos veces en el mismo río", escribe Heráclito, y el tiempo nos borra el
resto de la tablilla de cera.
2

2. EL CICLO DE LA
DESESPERANZA
No anheles la noche, en que
desaparecen los pueblos de su lugar
(Job, XXXVI; 20).

EL HALCÓN

El halcón espera. Inmóvil sobre el palomar


encalado, las pupilas rojas como la sangre que le mancha las alas, la mirada fija en los
ojos de Alonso, que no se atreve a acercarse. La garra aprisiona una paloma muerta,
las demás están dispersas, revueltas entre plumas y sangre, vacías las cuencas de los
ojos. Alonso las cuenta: están todas, ninguna se ha salvado.

El halcón lo sigue mirando en silencio y Alonso no siente el sol que se levanta, derrite
la escarcha del suelo y comienza a lavar la sangre, que corre hasta sus pies.

Alonso recuerda:

-Madre, ¿es que yo no tengo padre?


2

-Sí lo tienes. Tu padre está en las Indias.

-¿Haciendo qué cosa?

-Buscando fortuna, que en España ya no hay lugar para un hidalgo pobre como él.

Alonso recordaba vagamente la figura de aquel hombre que diez años atrás había
partido en busca de la misma gloria que Fernando Cortés. Su padre era un hombre
seco, de una aridez castellana, a quien nunca había visto sonreír y que se sentaba
todas las tardes a ver caer el sol sobre lo que quedaba de sus campos, bebiendo en
silencio hasta quedarse dormido.

-Los cristianos viejos beben vino -decía-. A los moros se los prohíbe el Alcorán.

Un poco más tarde, el pastor traía las ovejas y la vaca de vuelta al corral y echaba una
manta sobre los hombros del padre de Alonso.

Algunas noches, Alonso se escapaba después de la cena para caminar en el olivar a la


luz de la luna, y era el quejido del viento que atravesaba las ramas retorcidas, y esas
mismas ramas como manos que alzaban algún clamor al cielo.

-¿Por qué lloran los olivos? -había preguntado Alonso alguna vez.

. -Toda España llora -le había respondido el pastor, mientras su padre guardaba
silencio-, que desde que descubrieron ese maldito oro de las Indias, ya no valen más el
aceite ni el vino, ni el trigo ni la lana. Solamente el oro, que hoy cuenta más que el
trabajo honrado.

Los ojos del halcón, Alonso, míralos y piensa qué más recuerdas de tu padre. Tenía los
ojos blandos y como llenos de agua. Miraba las cosas con tristeza, como despidiéndose
de ellas, sin fijarlos en las personas, sino llevándolos de objeto en objeto, verificando
que cada cosa estuviera en su lugar, porque los cambios sólo podían ser para peor.

Partió de noche y su madre tardó varios años en decirle que se había ido a las Indias.

-Los ojos de tu madre, Alonso, ¿cómo son los ojos de tu madre?

Tu madre no mira las cosas, tu madre mira a la gente a los ojos, y por los ojos se les
mete dentro de la cabeza y les saca lo que están pensando. Por las mañanas te roba los
sueños y se apodera con una mirada de tus últimos secretos. Si los ojos de tu padre son
de agua, los de tu madre son de hielo.
3

El halcón inclina la cabeza y con el pico desgarra la paloma muerta. Alonso mira el
hilo de sangre que cae por el palomar encalado y recuerda que alguna vez jugara a ser
su padre, allá en las Indias.

Había sido herido de un flechazo al escalar las murallas de plata de la Ciudad de los
Césares y una reina india, de ojos tan fríos como los de su madre, le indicó la Fuente
de la Juventud. Recorrió la selva espesa desde el establo hasta el granero, donde ahora
estaba el palomar, dejando un hilo de sangre delgadísimo sobre la tierra húmeda, en
medio del olor de los burros del establo y de los cóndores de las Indias, hasta llegar a
la fuente erizada de unicornios, que lo dejaron pasar, lavar sus heridas y descubrir
que la flecha clavada en su hombro era de oro purísimo.

Alonso mira el sol de frente, escucha el mugido de las vacas que los campesinos llevan
a ordeñar, el canto de los gallos, y por encima de la voz de todos los animales
domésticos, oye el jadeo poderoso del halcón, como una bestia enorme, delante de sí.

Alguna vez, frente a las fogatas de San Juan, Alonso había rogado a Dios que su padre
no escuchara esa noche el canto con que las sirenas -mitad mujer y mitad pájaro-
anuncian a los hombres que tienen cercana la muerte. Alonso se preguntaba quién
podría defender a los hombres de las sirenas, que los atraen con su canto para sacarles
los ojos.

Ahora se pregunta dónde encontrar quién defienda las palomas de los halcones.

Alonso vuelve a mirar el halcón inmóvil y le parece que está cantando. Se apagan los
ruidos del campo y el pájaro canta con voz de mujer, sin que él reconozca las palabras.
Alonso sigue con la vista las palomas muertas, las plumas dispersas y la sangre sobre
la cal, y escucha, ahora sí, la voz helada de su madre:

-Te dije que criar palomas no es oficio de hombres -le dice, recoge su halcón y con una
caperuza de cuero le tapa los ojos.

Al atardecer, Alonso empezó por primera vez a leer el Amadís de Gaula: Acaescióles
que vieron dos caballeros armados so un árbol, y se pusieron ante ellos en el camino, e
dijéronle: -Conviene que defendáis las doncellas con la espada, así como con la lanza; si
no, llevarlas hemos. -No las llevaréis -dijo él- en tanto que las defender pueda.

Y dejáronse ir a gran correr de sus caballos, e hiriéronse con sus lanzas bravamente. El
caballero quebró su lanza e Amadís lo hirió tan duramente que lo derribó.
3

El otro caballero vinose contra él muy recio, e Amadís lo hirió, e cortóle las correas del
arnés con la carne e huesos, e cayósele la espada de la mano.

El caballero túvose por muerto, y dijo: -¡Ay, señor, muerto soy!

E Amadís le dijo: -No ha eso menester; mas no os dejaré si no juráis que nunca tomaréis
dama ni doncella contra su voluntad.

En la alta noche, Alonso Quijano se quedó dormido con la cabeza sobre el libro y
cuando la vela se apagó por sí sola, comenzó a soñar con un hombre que defendía a los
débiles y se hacía llamar Don Quijote de la Mancha.
3

ME GUSTAN SUS CUERNOS

Porque en Toledo ya no quedan hombres, señores jueces.


Ni uno solo. Nos los quitaron las guerras incesantes, se fueron al África o a Flandes, a
conquistar México con Fernando Cortés o se ahogaron en la Armada Invencible.

Así, nos quedamos con la resaca de los perdedores. Aquí están los prisioneros
rescatados a precio de oro, que tras veinte años de cautiverio, regresan hechos eunucos
en los harenes del Sultán de Argel. También los que vuelven de las Indias, de ese
paraíso de Mahoma que es la Asunción del Paraguay, donde los cristianos tienen más
de sesenta indias a su servicio, para todos los goces que podéis imaginar. De allí sólo
vienen, señor Inquisidor, aquellos que, bañándose en el río, hayan perdido su hombría
en los dientes de un pez llamado piraña. .

Unos y otros vienen a mi posada, buscando penosamente con ojos y manos algo de ese
goce negado, el que se tiene con las partes que Dios les da a los hombres.

Y no se crea que es mejor con los otros, los que tienen sus vergüenzas enteras, que esos
llegan agitados y sin fuerzas para nada, los ojos sin expresión, el miembro blando y
colgante.

A veces vienen estudiantes debilitados tras varios días de ayunos, con los que piensan
purgar por adelantado el pecado que van a cometer. Otros son artesanos agotados por
una labor durísima, y me piden mis favores al fiado, y yo a veces los doy, y así tengo
una montaña de pagarés que no quiero ejecutar, porque, ¿qué gano yo enviando a la
cárcel a esos hombres arruinados? ¿Acaso me cobro yo embargando yunques y telares
que después nadie me quiera comprar?
3

Porque antes un tejedor vivía holgadamente y un espadero toledano era rico. Pero
hoy, señor, con este maldito oro de las Indias, todo se compra afuera y nada se hace
aquí, que las telas son de Italia y de Francia, y hasta las famosas espadas de Toledo
son apenas un recuerdo, ahora que el Rey nuestro señor surte sus ejércitos en
Alemania.

Esos hombres son en la cama la sombra de lo que alguna vez fueron.

Y si Toledo siquiera fuese puerto de mar, si pudiesen remontar el Tajo soberbios


galeones, veloces fragatas, entonces sí habría aquí siempre hombres de mar, curtidos
en viento y sal, hombres capaces de hacer gritar por tres veces a una mujer
pidiéndoles más.

Pero los de aquí, señores, vienen como dormidos en ese lugar y no hay fuerza humana
capaz de despertárselo. A veces no sé para qué vienen. Quizás cada tanto recuerden
que alguna vez fueron hombres y vienen a probar si siguen siéndolo.

¿Y los comerciantes? No señor, tampoco les comerciantes, ni los banqueros, ni los que
hacen la pequeña usura a la vuelta del mercado. Esos no vienen a verme. Tienen sus
mancebas, sí, y las tienen en palacios lujosos, pero yo bien sé que las tienen sólo para
mostrarlas, que ellas también lamentan sus noches vacías, su cuerpo sin hombre,
porque ellos, señor, de tanto amar el oro, ya no tienen deseo de mujer.

Fue por eso, señor, por falta de hombres, que yo lo llamé al Demonio, que si en Toledo
hubiera habido un sólo hombre de verdad, yo no necesitaba llamarlo.

Lo llamé con sangre. Al Diablo siempre se lo llama con sangre, Para pedirle el oro,
basta la de un carnero; para el poder y la gloria, hay que darle la sangre de un
hombre; para el amor, yo le ofrecí mi propia sangre menstrual.

Así me visitó Satanás y yo fui suya todas las noches durante un mes. Y yo, que conozco
a todos los hombres de Toledo, puedo decir que ninguno es como él.

Mienten los que dicen que el Diablo huele a humo y azufre. Mienten de envidia, señor
Inquisidor. Satanás huele a cuero y tabaco, su aliento a menta, sus partes al agua del
mar. No es cierto que su piel sea áspera y que tenga escamas.

Es suavísima y tiene la tersura de la piel del tigre.

Me gusta el Diablo, señor. Me gusta sentir en la lengua el sabor de sus cuernos, que no
son filosos, sino redondeados, y los cubre una pelusilla muy fina, como los de los
3

ciervos jóvenes. Me gusta su voz y su manera de morderme. Me gusta, señor, su forma


de hacerme el amor.

¿Que cómo lo hacía el Diablo? ¿De veras quiere saberlo, señor Notario? Pues lo hace
como ninguna de vuestras mercedes es capaz de hacerla, que yo bien los conozco a
todos, pues todos han pasado por mi casa. Satanás me abrazaba y me envolvía con sus
alas antes de penetrarme. Tiene el miembro muy grande y en forma de cabeza de
pájaro, con ojitos rojos y corvo pico de halcón. Al principio temí que ese pico me
hiriera, pero sólo lo usó para hacerme feliz. Con los ojos que tiene en el falo me
miraba por dentro:

-Tienes completamente rojo el guardainfante -me decía- Me recuerda a mi casa. Ya la


conocerás.

Y mientras me penetraba por delante, también dábamela por detrás con la punta de
su cola. Cuando yo comenzaba a gemir, clavada por delante y por atrás, él me
acariciaba la punta de los pechos con sus cuernos, y después abría las alas y los dos
nos alzábamos en el aire hasta que me desmayaba en sus brazos.

¿Qué cuántas veces? La primera noche, señor Alguacil, fueron seiscientas doce veces;
las siguientes noches ya no las conté. ¡No me mire de ese modo, señor Inquisidor! Le
pido el mismo respeto que tuve por usted cuando vino a mi casa, y usted quería y no
podía, y yo lo esperé y lo esperé; y en atención a su alta investidura lo aguardé toda la
noche, esperando por si sus partes se calentaban, cuando a cualquier otro lo hubiera
puesto en la calle si en una hora no conseguía obrar. Con las primeras luces del
amanecer, usted se fue de mi casa sin pagarme, y yo ni siquiera le reclamé el dinero
para no avergonzarlo.

Cuando Satanás se iba de mi casa, también era la penumbra del amanecer, pero me
dejaba colmada como lo hubiera hecho un ejército entero, mi cuerpo desbordado, mi
cama chorreando sus jugos de varón.

Hoy estoy encinta, señores, encinta de él. No, no tengo vergüenza, siento un orgullo
muy grande en llevar un hijo suyo en el guardainfante. Lo confieso todo, no oculto
nada, ¿no ven ustedes que no oculto nada? Pero no me dé tormento, señor Verdugo,
no lo haga, que podría dañarse al niño.

Por lo demás confieso, señor Inquisidor; anote usted bien, señor Notario: yo tuve
comercio carnal con el Demonio, sí, lo tuve y no quiero arrepentirme. No procuren
regenerarme ni salvar mi alma. Condénenme ustedes a la hoguera, así puedo
3

reunirme con él. Pero háganlo pronto, apresúrense, que ya estoy de cuatro meses y
quiero que mi hijo nazca en la casa de él.
3

TRANSMUTACIÓN

El sol sale de debajo de las piedras y se espeja en


cada uno de los cristales de arena, después de haber llenado el cielo y el horizonte y las
montañas tan distantes que quizás no existan. El capitán Balaguer marcha solo, al
frente de una tropa imaginaria, por una planicie donde el camino no se distingue del
resto de la tierra reseca, agrietada y brillante. Allá lejos los cerros, el monte detrás de
ellos y todavía más atrás una esperanza difusa, apenas una ilusión.

El sol quema las pupilas, y con los ojos entrecerrados, el capitán Balaguer camina,
preguntándose en qué dirección estará el próximo pueblo, si serán unitarios o
federales, cristianos o indios, patriotas o realistas. Y se mezclan en su cabeza, al sol
ardiente de la mañana o quizás ya de la tarde, una guerra y otra, un bando y otro, ya
sin recordar qué guerra es ésta, ni en qué bando está peleando.

Eran siete hombres que huían de San Juan hacia Córdoba, después del desastre,
buscando las fuerzas del manco Paz. Iban al trote lento, en el silencio nocturno, para
no cansar los caballos ni llamar la atención de los ranchitos lejanos, donde acechaban
delatores.

Hicieron un rodeo para evitar una tropa de carretas que había acampado junto al
camino. Los perros les ladraron desde lejos y ellos sintieron una cierta opresión por
esta huida sigilosa, como el dolor de algo que nos falta.

A medida que el sol va espesándole la sangre, los recuerdos se hacen más densos y de
una consistencia viscosa. Hace muchos años, cuando el capitán Balaguer era un
chiquilín cuyo bigote sólo podía verse desde muy cerca, los recuerdos eran de un agua
3

espesa, que se dejaba pintar con los colores más intensos. De agua fue la casona
señorial del virrey, de agua los telares y las mesas anchas de la propia casa paterna, de
hielo los ojos azules de su padre, de vapor de agua la difusa memoria de las reuniones
en el gran salón, de llovizna la mañana aquella en la Plaza Mayor, de granizo los
carruajes entrando en los dos patios adoquinados; de nieve la mantilla de su madre,
recortándose sobre las vestiduras negras, en luto perpetuo por la pérdida de una
juventud apenas imaginada.

Detrás, sus hombres derrotados, dispersos o muertos, o prisioneros Dios sabe de


quién; y él mismo, llevando la ilusión de estar en libertad por el desierto, como si
pudiéramos ser libres solos y sin saber adónde ir.

Y fue quizás bajo otro sol, en la luz pálida de una Buenos Ayres recostada contra ese
río acabado de nacer, que su padre llamaba desde siempre el mar, fue allí,
seguramente, que sus recuerdos se le fueron volviendo de aire.

Ahora el desierto era el patio de una casa enorme, en el que resonaban sus pasos sobre
el suelo de un blanco que quemaba los ojos, la misma casa en la cual los recuerdos
húmedos de la infancia fueron tornándose más livianos, hasta que se elevaron el
mismo día que la abandonó.

Recuerda el capitán Balaguer la época de hacerse hombre, las memorias traslúcidas


de la edad adulta subiendo por las piernas hasta quedarse en el pecho. Eran de aire
los caballos que salieron del Fuerte esa mañana fría, bajo un cielo tan azul que la
ciudad junto al río no lo había tenido nunca; de aire fueron los hombres que los
montaban y por eso iban desapareciendo y cambiándose por otros; de viento furioso
los combates; de niebla la carne de las mujeres de un día, abandonadas en la lenta
marcha por un mundo tan grande que no podía ser imaginado; de una brisa sutilísima
los macizos oscuros de los Andes, en esas noches tan limpias en las que, alejándose de
las interminables fogatas del ejército, podía uno tocar con las manos un cielo de aire.

Fue en una de esas noches serenas cuando San Martín tomó una guitarra y cantó, al
principio con la voz ronca de quien hace tiempo que no toca las seis cuerdas, y que fue
entonándose a medida que la noche subía hacia ellos. "El rey es un hombre
cualquiera/ -le cantaba San Martín al víento-. ¡Morir para que él viva/ la pu...cha, es
una zoncera!"

Y nuevamente la soledad bajo la luz ardiente del desierto, la única presencia de los
pastos filosos, redondeados por el viento que llega desde dentro del sol. Pero quizás no
estuviera solo, a lo mejor sus hombres han quedado aquí nomás, esperándolo detrás
de aquella loma, donde habrá un arroyo, y agua para refrescarse y hablar y reír
3

juntos, y que la incertidumbre y las penurias pasaran a ser un recuerdo difuso que va
olvidando de a poco, al ritmo de su propio tiempo interior. Detrás de esta loma otra, y
otra más, y un laberinto de lomas que ocultan amigos y enemigos, debajo de la arena
salobre, esperando tu paso con los brazos abiertos o los fusiles amartillados.

Al amanecer del cuarto día los alcanzó una partida que venía con caballos frescos.
Ellos no tenían uniforme, pero el bando por el que peleaban y el grado militar lo
llevaban en la cara.

-Son seis soldados y un oficial -dijo uno de los hombres.

-Los soldados quedan incorporados a nuestras filas -contestó Quiroga.

-¿Qué hacemos con el oficial, señor? -preguntó otro de los hombres.

Quiroga pensó un instante.

El capitán Balaguer siente cómo la sangre va haciéndose más espesa, condensando los
recuerdos difusos en unas pocas imágenes nítidas y oscuras que toman, ahora sí, la
consistencia de la tierra. De tierra negra y olorosa es el cuerpo de su mujer,
durmiendo desnuda sobre una cama de tientos; terrones gruesos son sus pechos
oscuros, esperándolo para siempre en una ciudad distante. De arcilla roja los rostros a
medio modelar de sus dos hijos, y del tercero, que no llegará a conocer; desfiladeros
de piedra, la voz ronca del cañón en Cepeda; de barro ya gris la casa imaginada, que
no construirá, y de arena los otros recuerdos, que van quedando atrás, desgranándose
a medida que él camina por el desierto y cada paso lo acerca más a la tierra.

¿Y cuál de todas estas piedras iguales marcará el camino, hacia dónde estará San
Juan? Qué son estas huellas en el suelo, las de los nuestros o las de los otros -los
innombrables, sedientos de tu sangre- o quizás las marcas de tus propios pies, ayer o
mañana, repitiendo las arenas iguales, así como repetiste tantas guerras iguales, sin
saber por qué peleabas, conociendo apenas el nombre de tus jefes, que hoy has
olvidado, y el color de ese trapo desteñido, tan parecido a la bandera desteñida de tu
enemigo.

-Déjenlo en el desierto -había dicho Quiroga, y entre todos lo ayudaron a desmontar


con la delicadeza y el respeto con que se trata a los hombres que llevan alguna señal,
quizás la de la muerte, en su cara.
3

-Déjenlo en el desierto -y las palabras de Quiroga fueron las últimas que se


pronunciaron en ese amanecer, mientras la partida se perdía en una dirección
cualquiera y el desierto volvía a la soledad.

Pero si yo he salido a buscar agua y detrás de esta loma están mis hombres
acampados, esperando que yo vuelva. O quizás el enemigo los haya hecho prisioneros.
O el calor los ha derretido, se han ido fundiendo a medida que los recuerdos se hacen
de fuego, la arena en llamas los ha quemado uno tras otro, y sólo quedo yo, sujeto al
mismo destino, porque lo primero que el sol te roba al licuarte es la memoria.
4

JORGE LUIS RELEE A POE

Jorge Luis relee a Poe. Alguna vez ha


dicho que pasada cierta edad, es mejor reencontrarse con los viejos amigos que alguna
vez escribieron, antes que buscar un paisaje literario nuevo.

Jorge Luis relee El pozo y el péndulo. Le contaron que ahora hay máquinas eléctricas
que son capaces de repetir un texto en voz alta. Pero también dijeron que lo hacen con
un zumbido ahumano, que recuerda a los robots malvados del peor cine de ciencia-
ficción.

Relee Jorge Luis a Poe en la voz de una persona sentada a su lado. Nunca lo dirá, pero
prefiere una voz masculina para los ensayos y una voz femenina para la narrativa.

Un hombre preso de la Inquisición, en una oscuridad absoluta que presagia la


ceguera. Algún crítico beato ha especulado que Poe era protestante y que por eso dijo
cosas horribles de los católicos. Jorge Luis nunca ha creído que las palabras tuvieran
otro sentido que ellas mismas y que usarlas como vehículo para las ideas es casi
profanarlas. Una celda a oscuras, dice Poe, un abismo en el centro, paredes que se
cierran para empujar a la víctima hacia el vacío, y una cuchilla que desciende
lentamente hacia un cuerpo humano.

Todo sucede a oscuras. La oscuridad importa. Alguna vez Jorge Luis calificó a la
noche como unánime. Más tarde intentó convencer al editor de cambiarlo porque lo
consideró presuntuoso. -No podemos -le dijo el editor-. Su noche unánime es ya un
clásico de la literatura.

La astronomía y la tortura son ambos oficios nocturnos. “No anheles la noche, en que
desaparecen los pueblos de su lugar”, dice el libro de Job, anunciando que de noche los
hombres serán arrancados de sus hogares. Allí Dios autoriza a Satanás a torturar a un
hombre justo, solamente para probar la autenticidad de su fe. Satanás tienta a Dios:
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“Job es un buen creyente, porque le va bien y es feliz. ¿Lo sería en caso de ser
desdichado?”. Cae Dios en la trampa del demonio mientras Job vuelve a bendecir al
mismo Dios que permite que lo torturen injustamente. Una de esas noches de intenso
dolor, lo visita un fantasma en una pesadilla y el fantasma le pregunta, en un texto que
nadie entiende cómo llegó a colarse en las Sagradas Escrituras: “¿Será el hombre más
justo que Dios? ¿Será el varón más limpio que el que lo hizo?”

Una pregunta que nadie podría formular a la luz del sol.

“De fierro, dice Jorge Luis, de encorvados tirantes de enorme fierro tiene que ser la
noche, para que no la revienten y la desfonden las muchas cosas que mis abarrotados
ojos han visto”. En esas noches de desastre, los ojos de Jorge Luis ven tanto que
terminan apagándose.

Casi todas las representaciones de Dante lo muestran con unos ojos penetrantes, que
parecen atravesar al que mira el cuadro o la escultura. Tal vez sólo una, la del Jardín
de los Poetas, lo muestre con las cuencas vacías, con los ojos tan desfondados como la
noche de Jorge Luis, por haber visto lo que no deben ver los hombres.

El Inquisidor de Poe se parece a esa ambigüedad de los horrores de Dante, que no


sabemos si los piensa Dios, el Demonio o ambos. En los sótanos de Stalin, en las
comisarías de la mitad del Caribe, el ritual de la violencia contra el cuerpo es casi el
mismo. Es la omnipresencia del dolor físico como una forma de doblegar el alma.
George Orwell da un paso más allá, cuando su Gran Hermano se mete en los terrores
del alma de cada uno y diseña una tortura como un traje a medida.

Las ratas en la cara del protagonista de Orwell contrastan con el delicado horror de
Aldous Huxley, de una sociedad felizmente adicta a las drogas, en la gran polémica de
la segunda mitad del siglo XX: ¿Cuál es la perfección de la tiranía? ¿Hay que prohibir
el pensamiento, hay que torturar al que piensa? ¿O mejor hay que lograr que la gente
ni siquiera piense en pensar?

Para algunos tiranos, la tortura es obligar a hacer daño a un ser querido. Así, el
invasor austríaco obliga a Guillermo Tell a tirar una fecha a una manzana ubicada en
la cabeza de su propio hijo. Previsiblemente, sólo un héroe suizo puede cumplir esa
hazaña que publicita al país de los relojeros. Jorge Luis pidió que su cuerpo
descansara para siempre en un lugar desde el que se viera uno de esos relojes. Y en
una extraña vuelta de tuerca, los norteamericanos filmaron “Rápida y mortal”, un
espaguetti western. Es decir, hicieron una película de vaqueros norteamericana que
imitó a una imitación italiana de una película de vaqueros. Y lo hicieron como le gusta
a Jorge Luis, como un juego de espejos dentro de otro. Como esa infinita galería
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ilusoria que generan dos espejos enfrentados, que nunca volverá a ver. Porque en ese
falso espaguetti western, un hipermalvado Gene Hackman obliga a una niña que
después crecerá y será Sharon Stone, a dispararle a la cuerda en la que van a ahorcar
al padre de ella. Así se lo cuenta una voz de mujer a Jorge Luis mientras ella ve la
película y él la escucha. Sharon Stone no es Guillermo Tell y arrastrará el resto de su
vida la tortura de haber matado a su padre.

¿Y si la tortura no fuese física? ¿Si se procurara infligir dolor al alma, sin tocar el
cuerpo?

No teniendo hijos y habiendo muerto sus padres, ¿cuál sería la íntima tortura que un
eventual tirano le infligiría a Jorge Luis? ¿Tal vez un exilio? Sócrates prefiere la
muerte a separarse de Atenas. Medea prefiere matar a sus hijos y ser ejecutada antes
de sufrir el exilio.

El tirano amenaza a Jorge Luis a exiliarse de su biblioteca. Lo alejará de sus libros.


Pero no de todos sus libros. ¿Acaso hay algo peor que quemar una biblioteca?

Sí, peor es destruir su biblioteca pero darle a elegir a él mismo qué libros llevar.

¿Cuáles libros salvaría del olvido inmediato para destinarlos a un olvido futuro?

En tiempos en que Urquiza reinaba en Entre Ríos, cuando un alumno era aceptado
por el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay recibía una pequeña mochila de
cuero. “De este tamaño”, separa los brazos Jorge Luis para mostrarle al Otro, al que
siempre lo acompaña desde los tiempos en que ambos podían ver. El alumno podía
llevarse solamente lo que cupiera en esa mochilita.

Jorge Luis se llevará al exilio los libros que puedan entrar en un espacio semejante.
Irán, sin duda, Poe y Job, los infiernos de Orwell, de Dante y de Huxley, y la imposible
precisión del relojero suizo.

El autor de los cuentos y milongas a los cuchilleros pondrá además en su mochila la


obra señera en su género, la mayor historia de cuchilleros jamás contada. La mano de
Jorge Luis busca “Los tres mosqueteros”. Lo leyó por primera vez en su infancia
lejana y recién a la tercera lectura se dio cuenta de que gran parte de la obra
transcurre en París pero que nunca describe esa ciudad. Sólo describe la vida de esos
malevos franceses. Comprende Jorge Luis que lo suyo no es admiración por el
heroísmo de los que arriesgan todo por una causa superior. No, lo suyo es el
deslumbramiento ante el coraje inútil, el jugarse la vida porque sí, por nada que valga
la pena, ni siquiera una pena pequeñita.
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Cuatro hombres que van a matar o hacerse matar para rescatar una joya que la reina
de Francia le dio a su amante inglés y que su real marido después le pidió ver. Y por
un capricho de esa mujer imbécil, estos cuatro hombres van a cometer unos cuantos
crímenes dignos de mejor causa. Pero el objeto más importante de la novela no son
los broches de diamantes de Ana de Austria, sino que es una pequeña y ajada hoja de
papel, en la que el cardenal Richelieu escribe: “Es por mi voluntad y por la necesidad
del Estado que el portador de la presente ha hecho lo que ha hecho”. Este certificado de
impunidad cambia de manos entre los héroes y los esbirros hasta que unos se
confunden con los otros. Un libro de cuentos judíos, que Jorge Luis agrega a la
mochila, advierte que los enemigos terminan pareciéndose: “Cuando el molinero se
pelea con el deshollinador, el molinero queda negro y el deshollinador queda blanco”. El
noble Athos, al que Alejandro Dumas colma de elogios es, también, el asesino de su
propia mujer.

Las manos de Jorge Luis acarician los lomos de los libros hasta que una imperceptible
rugosidad le anuncia que ha encontrado las “Mil y Una Noches” y las lleva hacia la
mochila. Alguna vez creyó que lo seducía el exotismo. Los genios dentro de botellas y
los camellos cargados de oro, las alfombras que vuelan y las montañas de piedra imán
que arrancan a la distancia los clavos de las embarcaciones. Pasaron muchos años
hasta que descubrió que lo seducía la voz de aquella mujer cuya narración incesante
construía un mundo al nombrarlo. Si los seres humanos estamos hechos de palabras,
la demostración no está en las obras que nos hablan del Verbo Divino, sino en la voz
nocturna de una mujer árabe.

Y si de Oriente se trata, Jorge Luis agrega el más gastado de sus libros, la edición de
un veneciano que se fue a China y abrió la Ruta de la Seda. “Los viajes de Marco
Polo” guardan un pequeño y casi infantil secreto. Son el origen de tantas de sus
historias que no puede permitirse nombrarlo nunca. El poeta inglés Samuel Taylor
Coleridge describe el palacio del emperador mongol Kublai Khan en un poema cuyos
versos dice haber soñado. Cuenta Jorge Luis de un escritor persa que dice que Kublai
soñó los planos de ese edificio y se pregunta si ambos no habrán soñado el mismo
palacio y si los planos y el poema no serían el reflejo de un palacio que existiría en una
forma de realidad diferente. El ilusionista tiene que esconder un objeto que se
encuentra a la vista de todos, tiene distraer la atención del viajero Marco que
realmente estuvo en ese palacio y cuyo relato el que dispara los demás.

Jorge Luis tienta con las manos la mochila, donde todavía hay lugar para un libro
más. Es el momento de despedirse de los que quedan. Con las palmas abiertas va
recorriendo los lomos por última vez, saca varios de los estantes, intenta recordar
cuáles son, lo logra en algunos de los casos. Las yemas de los dedos de Jorge Luis
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reconocen la encuadernación en tela roja de una colección del siglo XIX. De todos los
de Julio Verne, saca el cuarto de este estante, que sin duda, es “Veinte mil leguas de
viaje submarino”. El viaje como obvia metáfora de la vida. Pero hay más. Son los
grabados al aguafuerte que hoy sólo puede acariciar, en los que el Nautilus flota en
medio de un mar cuyo oleaje está formado por líneas negras paralelas. Verne leído en
una antigua biblioteca, paredes cubiertas por una boisserie de roble, pupitres con
lámparas verdes para descansar la vista. Si cada autor genera imágenes distintas en la
mente de cada lector, para Jorge Luis las historias de Verne sólo pueden transcurrir
dentro de esos aguafuertes. En la década de 1950, un director checo de nombre
impronunciable (tal vez Karel Zeman) generó la magia de poner actores en medio de
esos grabados. El libro en las manos ciegas de Jorge Luis remite a los antiguos
grabados en movimiento, a los barcos que navegan en aguas de papel, a hombres que
se mueven en medio de máquinas pintadas con las líneas de esos grabados
inverosímiles. Bajo la cubierta a rayas negras y blancas de un barco pirata, una
muchacha jovencísima plancha una falda encima de un cañón. Y es el barco, el viaje y
la aventura, pero también es la lejanísima piel de una mujer.
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TODA LA LEJANÍA DEL MUNDO

Las ventanas eran altas y estrechas. En los


mediodías soleados inundaban de luz la sala. Ahora, la penumbra del crepúsculo se
filtraba a través de los grandes vitrales, se deslizaba suavemente junto a los agujeros y
las roturas, por entre los cortinados que casi no existían. Apenas si proyectaba figuras
romboidales sobre la blanda alfombra deshecha. En Nueva York anochece con
rapidez, y las primeras y últimas tonalidades grises se expandían sobre las figuras
indefinidas que allí se movían lentamente.

Las hembras estaban echadas en el suelo, con las crías junto a ellas, protegiéndolas de
ese temor indefinido que acecha en las tormentas. Los machos, erguidos frente a las
altas ventanas y al hueco donde alguna vez hubo una puerta. Los relámpagos
recortaron sus siluetas sobre un marco confuso. Allí afuera gritaba el viento. Esa
noche, como todas las noches, no durmió nadie en la ciudad.

Venían desde lejos. A través de la oscuridad volvieron a ver sus bosques ancestrales, y
el blando colchón de hojas secas, donde las pisadas no resonaban sino que crujían. Y
sobre sus cabezas esa masa verde, demasiado alta para ser un techo, demasiado baja
para ser un cielo.
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Y el bosque de día era verde y de noche era negro y siempre tenía los mismos colores.
Hasta que un día, mucho antes de que llegase el frío, las hojas de los árboles se
ennegrecieron y arrugaron y el suelo se quedó sin pastos.

Impulsados por el hambre, recordaron las costumbres de sus antepasados y dejaron el


bosque. Vieron las montañas, los ríos y las llanuras, y supieron que no todas las noches
son negras. Conocieron las estrellas, que no se ven desde el bosque. Supieron del cielo
iluminado por la luna llena y de su color celeste oscuro. Y vieron que el mundo tiene
horizontes.

Entrevieron brumosamente en lo profundo de su memoria racial y supieron cuáles


eran los caminos que habían recorrido sus antecesores durante millones de años. Los
siguieron lentamente, con esa pasividad pulcra que tienen las cosas inexorables. Y las
aves voladoras podían ver desde lo alto las oscuras y pesadas siluetas de los bisontes.

Por debajo del polvo y del tiempo encontraron caminos que no se veían. Terminó el
calor y los campos se volvieron amarillentos y los vientos trajeron la nieve. Y los
bisontes seguían, en fila india, silenciosos, de cara al viento y a la nieve.

Así llegaron a un camino. Por el camino a una carretera y de allí a una autopista.
Autopistas y caminos vacíos, donde los pájaros no anidaban y que los ratones no se
atrevían a pisar. Ahora sí resonaban sus pasos sobre el pavimento. Resonarán de la
misma manera hasta que sus pisadas y los vientos y las nieves terminen por gastar el
piso, dejen al descubierto la tierra y los pastos crezcan a través el cemento muerto.

Tenían que ir por allí y no por otro lado. Porque eran sus caminos. Porque el sistema
de carreteras norteamericano fue diseñado por los bisontes. Sobre las sendas dejadas
por los bisontes en sus migraciones pasaron los primeros jinetes hacia el Oeste. Detrás
de ellos, las largas caravanas de carretas. Las sendas se hicieron caminos y los
caminos carreteras y autopistas. Y al final los bisontes habían vuelto a su ruta
primitiva.

Esa ruta pasaba por dentro de la mayor ciudad que los hombres habían alcanzado a
edificar. Los bisontes entraron en Nueva York y encontraron un refugio donde
proteger sus crías de la tormenta. Al día siguiente cruzaron las calles silenciosas y
desiertas, y desde lejos alguien vería la silueta de los bisontes pisando su propia
imagen, reflejada en el pavimento húmedo.

Nunca habían visto una ciudad, aunque la recordaran lejanamente. Cuando bebieron
el agua del río, no se dieron cuenta de que ya no hay aceite sobre el Hudson. Ni
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notaron esos trozos de latón retorcido, que alguna vez habían estado juntos y se
habían llamado Estatua de la Libertad.

Cruzaron el Central Park y recordaron sus bosques lejanos. El parque había crecido
como una selva y se expandía a costa de los edificios cercanos. Los bisontes no lo
sabían, pero los hijos de sus hijos, cuando crucen por el mismo camino, lo verán
devorar todo Manhattan.

Gustaron el musgo fijado sobre el óxido de los inmensos puentes desiertos. Mugieron
dentro de las calaveras de los teatros. Y en los bancos que un día compraron y
vendieron un mundo, dejaron que el cruel silencio de la moneda se depositara y
acumulara sobre sus jorobas lanudas.

Sus macizas cabezas rompieron las vidrieras de una joyería. Lamieron los ásperos
diamantes y el oro amargo. Y ensartaron doradas pulseras en sus cuernos cortos y
curvos.

Una montaña de escombros les cerró el paso. Bajaron entonces escaleras y escaleras
penumbrosas, atravesaron las plataformas vacías, saltaron sobre las vías y penetraron
en los túneles oscuros. Rodearon algunos vagones detenidos y siguieron, sin necesitar
de la suave claridad que fluía de los trozos derrumbados del túnel, y que marcaba
contraluces violáceos sobre los lomos poderosos.

En las calles sin árboles ni pájaros, pero con nieve, miraron los letreros y anuncios del
barrio chino, sin descubrir que eran signos diferentes de los que habían visto en otras
partes de la ciudad. Y no supieron por qué el barrio negro era distinto de los barrios
blancos.

Empujaron la puerta de vaivén de un bar y entraron. Echaron al suelo estanterías de


botellas con gran estrépito, lamieron los charcos de whisky escocés y sintieron un calor
distinto que se difundía bajo su piel gruesa. Durante un tiempo, lo que rumiaron
mantenía el lejano aroma del alcohol.

Entraron en una biblioteca de alfombras rojas y aparatos de aire acondicionado.


Probaron los libros. Les gustó Shakespeare, de tapas blandas y hojas sustanciosas,
encuadernadas con goma dulce. Encontraron aceptable Marx, de hojas crocantes y
delgadas, hojaldradas. Dejaron con repugnancia los Cervantes, encuadernados en
cuero mal curtido, que aún olía al animal que lo llevó. Olvidaron a Federico García
Larca, sin saber que seguirán inmersos en su Poeta en Nueva York. Vieron las paredes
de una sala cubiertas de fotos de actrices y actores sonrientes. Lamieron los labios
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pintados y los pechos desnudos, y las piernas de las mujeres y las guitarras de los
Beatles crujieron suavemente en sus mandíbulas.

Mascaron jabón en un supermercado y las burbujas que escapaban de sus bocas se


congelaron en el aire frío de la tarde. La marcha se hizo más apretada y salieron de
Nueva York.

La ciudad los vio alejarse desde lo alto de sus rascacielos, sobrevivientes, envueltos en
nubes oscuras como alcantarillas. Porque siempre había sido lo mismo. Porque lo que
le importa son las cosas y no quién las utilice. Y la ciudad siguió tranquila,
esperándolos y no esperándolos.
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3. EL CICLO DE LAS OBRAS


IMPOSIBLES
Y despertó Faraón, y he aquí que era sueño.

(Génesis, XLI, 7)

TABÚ

Cuando el sol se ocultó, el hombre lo despidió


en silencio. No le agradaba mostrarse demasiado efusivo con los dioses. Ellos
apreciaban, sin duda, su sobriedad. Los grandes edificios, los templos y las montañas
lejanas se reflejaron sobre las aguas rojizas, se fundieron y confundieron lentamente
hasta que la oscuridad se hizo más homogénea. La ciudad se llenó poco a poco de luces
en las casas y de hogueras en la cima de las pirámides, Y el hombre solitario que
esperaba en la ventana dio su serena bienvenida a las divinidades nocturnas.

Sus consejeros esperaron que volviera la cabeza y comenzaron la reunión. Le


entregaron el cetro de piedra gris y le colocaron el tocado de plumas de águila. Le
hablaron en voz baja, de la cosecha, de la feria que se celebraría en la ciudad y de los
tributos de los países vasallos. El contestaba y los demás iban anotando sus palabras.

Allá lejos, en las callejuelas de Tenochtitlán, la gente mencionaba en voz baja y con
temor el nombre de su Jefe.

Aquí, en su palacio, los pocos hombres que tenían el privilegio de hacerlo, miraron
reverentes sus ojos grises, agudos e inteligentes. Parecían tener una vida ajena a aquel
rostro duro, cuyas sombras cambiaban con los fulgores rojizos de las antorchas.

***
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Pregúntanse los sabios si los indios del México antiguo escribían y si lo hacían de la
misma manera que nosotros, con letras y palabras y frases, a la usanza de Castilla. Ellos
dibujaban sus historias para recordarlas mejor y así transmitirlas a sus descendientes,
pero los signos que rodean esos dibujos son incomprensibles y no se parecen a los signos
nuestros ni los griegos y ni siguiera los chinos.

Algunas personas piensan que los reynos del México y del Pirú pueden compararse y los
que se sabe de uno de esos pueblos ayudarnos a comprender lo que el otro podía fascer.
Sabido es que los Incas del Pirú carescian completamente de escriptura, y aunque hay
quién dice que la tuvieron, no es cierto, mentían o mintieron quienes se lo dijeron.

Lo verdadero es que sólo tuvieron unos nudos que les servían para contar, y así lo
hacían, agrupando cordeles en hileras, las unas para representar las unidades, las otras
decenas y centenas, y aun los hacían de distintos colores, para que el que leyese los
dichos nudos supiese qué cosa estaban contando.

De esos cordeles tenía el Inca una biblioteca tan bien provista, que podía saber de todas
las comarcas de su reyno cuál era el número de hombres y de mujeres, sus edades y
condición social, como también lo que producían anualmente sus sementeras de maíz y
aún sus animales domésticos, sus casas, caminos y puentes.

Así, el Inca sabía de sus vasallos mucho más de lo que nunca llegó a conocer emperador
alguno de la Antigüedad, ni siquiera los romanos, que preciábanse de saber cuanto
ocurría en sus dominios.

Dicen que estos nudos les servían no solamente para contar, sino también para operar
con ellos, y es fama que eran capaces hasta de multiplicar y dividir por muchas cifras
con los números dichos en cordeles llenos de nudos. Esto los sitúa muy por encima de
los romanos, para quienes las operaciones numéricas eran dificilísimas, ya que no
supieron colocar a cada cifra siempre en la misma posición. En cambio, los Incas, al
fijar un hilo para las unidades, otro para las decenas, y así siguiendo, hicieron lo mismo
que los arábigos, al inventar los números que ahora usamos, y pudieron multiplicar y
dividir con ellos.

Pero lo que más nos maravilla de todo esto, es que los Incas no hubiesen sido capaces de
usar la escriptura y que, habiendo demostrado tanta capacidad para el uso de los
números, no supieran usar las letras.

***
5

A la hora exacta -calculada por ancianos sacerdotes cuya misión era saber y hacer
saber la hora durante la noche, cuando duermen los relojes de sol- se abrieron las
puertas del salón. Un silencio gris invadió a los consejeros, tocándolos uno a uno. El
hombre entró despacio, arrastrando una caja cuyo peso era varias veces superior al
que él podría mover. Debajo de la caja, giraban unos cilindros de madera.

-Señor -dijo-, te traigo este invento para hacer crecer los templos y levantar las
cosechas. Con esto, pocos hombres harán el trabajo de muchos. Úsalo en la guerra y
tu victoria será tan segura, que terminarás con las guerras para siempre.

El Jefe de Hombres se permitió soñar un instante, mientras los consejeros lloraban en


los rincones. Vio los carros llevando enormes cosechas de cacao, que hace fértiles a las
mujeres y cuya bebida les hace crecer las tetas para amamantar los muchos hijos que
tendrán. Los vio cargados de algodón para vestirlos y de mandioca y maíz para
alimentarlos. Los carros con piedras levantarían pirámides más altas, y los dioses
serían mejor servidos si el pueblo era feliz.

Como todas las otras veces, lamentó que no fuera posible hacerlo. Y también lamentó
tener que matar la edad de oro, cada vez que renacía, siempre con inusitado vigor.

Los guardias estaban armados con largas mazas de piedra. No tenían cara. Los
soldados nunca tienen caras. Llevaron al hombre hasta un calabozo oculto, con una
ventanita triangular que dejaba que la claridad de la luna iluminara el musgo de las
paredes. El preso y el Jefe de Hombres pensaron en el carro y en la rueda, y se
hicieron las mismas preguntas. Pero uno de ellos creía conocer más respuestas que el
otro.

El Jefe de Hombres jugó pensativo con el carro y su carga. Eran piedras. Piedras para
construir templos y murallas y casas. Casas para su pueblo que vivía en chozas de
barro.

-Aquí está la tentación -murmuró.

La rueda significaba fuerza. Utilizarla era aceptar todo el poder del mundo. Los
dioses lo sabían, y era la tercera vez, en menos de un mes, que alguien le traía la
rueda.

***
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Existe, sin embargo, una leyenda tan extraña, que meresciera de ser contada, aunque
sólo para solaz y entretenimiento de nuestros lectores, ya que prudentísimos varones me
aseguraron que es completamente apócrifa.

Dicen algunos que en los tiempos inicios, los Incas escribían y que lo hacían sobre un
papel fortísimo, hecho de los juncos que se hallan sólo en las márgenes del gran lago de
Titicaca, los cuales, desecados y cortados en tiras, les proporcionaron un material
similar al papiro empleado por los egipcios de la época clásica.

Sobre los dichos papiros, los Incas contaban historia, hablaban de sus dioses y de sus
héroes, narraban los movimientos de los astros y decían maravillas sobre el arte de pulir
la plata y el oro o sobre la forma de cultivar las montañas de los Andes, aún en
pendientes tan escarpadas que ni los cóndores quieren posarse en ellas y aún los ángeles
temen hacerlo.

Hasta que una vez, bajo el reynado de Titu Inca Yupanqui, se desató una terrible
epidemia en todo el Imperio, tan grande como la Peste Negra que mató media Europa
unos siglos atrás. Dicen que los hombres caían enfermos por la mañana y se morían por
la tarde, en medio de indecibles sufrimientos, con el cuerpo cubierto de llagas que
crecían hasta reventárseles y una fiebre tan alta que les chamuscaba las ropas.

Era tan fuerte esa peste, que bastaba con ver de lejos a un enfermo para contagiarse y
así los pueblos quedaron silenciosos, los caminos vacíos y las montañas llenas de los
lamentos de quienes se refugiaban en la soledad para prevenirse del mal. Aún así, a
muchos los alcanzaron efluvios llevados por el viento, por los pájaros o quizás por sus
propios pensamientos, y murieron en los montes.

Llamó el Rey a todos sus sabios y adivinos y éstos dijéronle que la peste venía en castigo
por las muchas maldades cometidas, pero a medida que los días iban pasando, nadie
podía darle cuenta de por cuáles pecados se habían ofendido sus dioses paganos.

***
Esos hombres no sabían que su Jefe y sus antecesores conocían la rueda desde hacía
cientos de años. Era un secreto muy preciado, transmitido por cada uno de ellos a su
sucesor, en el momento de la muerte. Cualquier otro que llegara a enterarse
-mensajeros, esposas, servidores- debía ser asesinado, porque la rueda significaba
muerte y destrucción. Estaba asociada, de un modo oculto, al fin del tiempo, que
ocurriría cuando los hombres supieran más de lo necesario.
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Los Jefes de Hombres habían temido siempre que el uso de la rueda, o solamente su
conocimiento, pudieran acelerar el fin del tiempo. Sería, según las leyendas, a fines de
un siglo de 52 años.

-Mañana serán los festejos de despedida del siglo viejo -pensó el Jefe de Hombres. Se
preguntó si sus mayores se habían encontrado con ruedas al final de un siglo y si valía
la pena creer en el doble presagio.

Se acercó a la ventana y miró hacia la oscuridad. Una larguísíma hilera de antorchas


indicaba una caravana de mercaderes. Los lejanos puntitos de luz apretaron el paso.
Atravesaron la enorme calzada que unía la ciudad edificada en el centro del lago con
la tierra firme. Los imaginó alternativamente llevando sus mercancías a hombros o
arrastrándolas en carretas de formas diversas, y dudó. Allá lejos, los centinelas
cerraron los puentes levadizos y las puertas de madera y las de piedra. Se marcharon,
ajenos a todo, a cenar atole de maíz y porotos y a emborracharse ruidosamente con
pulque.

Las estrellas se fueron apagando y quedó la luna sola en la noche tranquila. Buscó sus
dos caras, una alegre, la otra enojada, según cómo incline uno la cabeza al mirarla. No
encontró ninguna de las dos. La diosa regordeta parecía muerta y su luz era cada vez
más triste. En la lejanía aparecieron nubes negras y el Jefe de Hombres sintió una
brisa fría que recorría su piel y recordó que el verano se iba y que venía el tiempo de
las hojas amarillas, quebradizas y marchitas.

Se acercó al carro, solitario como él en la sala oscura y lo destrozó con su hacha. Los
pedazos ardieron rápida y luminosamente. Advirtió a sus hombres, los que hicieron
rápidos preparativos, mientras él se iba a descansar en su cama de plumas verdes.

Esa noche no pudo dormir. Su cuarto se llenó de ruedas que crecían y arrasaban todo
a su paso. Vio rostros que giraban en ruedas, dragones, seres nuevos y
desconcertantes. Lo invadió un sentimiento de soledad total, de haber elegido entre los
dioses y los hombres y haberse equivocado. Tuvo imágenes de frío, de montañas que
rodaban y bloqueaban un camino que había estado antes abierto. Y soñó con muerte,
una muerte palpable, a punto tal que le sintió su consistencia de muerte, mientras la
veía viajar sobre ruedas.

***
Hizo el Rey grandes ayunos en honor de Viracocha y del Sol, y finalmente se le
aparescía un personaje en sueños que le mostró un espejo en el que se reflejaba una
5

montaña donde se estaban quemando todos los libros del reyno. Negóse el rey Titu Inca
Yupanqui y por tres noches seguidas se le aparesció la misma figura, con expresión cada
vez más sombría.

La primera noche, sólo el Rey tuvo el sueño; la segunda, también lo tuvieron sus sabios y
adivinos; la tercera noche, todo el pueblo de los Incas, desde el más anciano hasta el
último rapaz, soñó con el espejo que reflejaba los libros ardiendo.

Aceptó Titu Inca Yupanqui este mandato de sus dioses y mandó reunir al pueblo en su
ciudad para anunciarlo, y narran los antiguos que era tal el estrépito de la multitud y de
los grandes tambores de oro y de las cajas hechas con piel de león, que en la plaza del
Cuzco se caían al suelo las aves que cruzaban el espacio.

Mandó allí quemar los libros, papiros y pergaminos que tuviesen cualquier clase de
palabras escritas, ordenó apuñalar a todos quienes sabían leer y escribir, que por fortuna
no eran demasiados, e hizo destruir hasta el último pedazo de papel que tuviesen en sus
casas los habitantes del reyno. Y esta medicina les fue mejor que ninguna otra, porque
quemados los libros se acabó la peste y ellos vivieron en salud.

Tal es la historia y leyenda que ha llegado hasta mis oídos, y así la transcribo sin creerla,
por pertenecer al mismo género de cosas imposibles que la construcción de una máquina
capaz de llevarnos al pasado, o la anécdota que dice que los aztecas de México conocían
la rueda pero sus supersticiones les impidieron utilizarla.

(Fray Fernando de Montesinos: "Ophir de España: Memorias Antiguas, Historiales y


Políticas del Pírú", Madrid, 1643).

***
Cuando salió el lucero, ya estaba el Jefe de Hombres junto al altar, frente a los graves
dioses de piedra roja y los sacerdotes cubiertos con tocados de oro y túnicas de
colores. Tenía nuevas arrugas en la cara y el cabello de color más claro.

La gente esperaba alrededor, mientras el prisionero estaba atado a una roca


finalmente labrada. Un grito: ¡el amanecer! La multitud se mordió los labios y se paró
en puntas de pie para ver mejor. Los sacerdotes rezaban. El Jefe de Hombres se
acercó a la gran piedra plana y los ojos de los dos que conocían la existencia de la
rueda se enfrentaron por última vez en silencio, mientras los primeros rayos del sol
iluminaban la hoja del cuchillo de obsidiana.
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El Jefe de Hombres bajo rápidamente las escaleras, a la luz del día que aún no se
decidía a serio. Lo detuvieron mensajeros y les habló con voz cansada. Le entregaron
cartas y dibujos de grandes barcos, de altas velas ocres. Hombres de piel rosada y
barbas negras. Y carros con ruedas, tirados por bestias de cuatro patas, que se
acercaban a su ciudad.

Y mientras escuchaba estas noticias, y su vista vagaba por las largas sombras que
dejaba el sol al comenzar su viaje, Moctezuma pensó en los sueños que había tenido la
noche anterior.
5

FIESTA
"Vale más, cuando amanece el día, el
eructo de un borracho que el rezo de
un hipócrita "
.
(Omar Keyyam: Rubaiat)

-¡Viva Perón! -grita el guarda casi como


un saludo, dicho sin mirar a nadie en especial o quizás mirando hacia adentro,
mientras la gente subía y bajaba del tren, en medio del ruido, con paquetes de formas
inverosímiles, bolsos, valijas, cajones de frutas y de verduras, .empujándose unos a
otros en continua disputa por los asientos escasos.

-¡Viva Perón! -repite el guarda desganadamente, golpeando la campana, mientras un


hombre alto y canoso lo mira con una sorpresa apenas esbozada.

-El Hombre viene en el próximo tren -explica el guarda-; están de campaña electoral.

El tren se pierde en el desierto y en el extremo de la calle polvorienta comienzan a


desplegarse unas figuras, con tanta lentitud que es necesario fijar la vista para creer
en el movimiento de las banderas y cartelones.

***
~ Jacinto, ¿qué le has pedido al Señor de los Milagros?

-Que se descarrile el tren de los viernes.

-¿Y por qué?

-Porque viene lleno de vino.


5

Allí arriba, el Señor de los Milagros lo mira desde dentro de su madera pintada, los
ojos de vidrio fijos en la gente que baila y que canta, y la plaza se llena de bombos y
guitarras, mientras sube un olor espeso, de comida frita y de sudor, de caballo y de
planta, de incienso y de sangre caliente por la fiesta.

- Te lo juro -repite el Jacinto-; se lo he pedido.

***
-Que revienten todos -dice Soriano y la discusión queda así zanjada para siempre. Los
cuatro hombres asienten, se inclinan hacia adelante y comienzan a preparar ese
reventón colectivo que ya sienten como su obra grande, la que dará sentido a sus
vidas.

El Francés los mira secamente y con mucha lentitud comienza a enrollar unas hojas
de diario, que va dejando encima de la mesa, apiladas.

-Estos son los cartuchos de dinamita -dice con voz ausente- El mecanismo se arma así.

Y mientras el Francés va construyendo la muerte con palabras y gestos, con cables


que se prolongan desde sus índices y con relojes hechos del aire apenas abarcado por
sus manos, Soriano deja vagar la vista por los titulares de esos diarios enrollados,
apenas tres o cuatro letras que permiten adivinar nombres, hechos, lugares.

-Así se verá -piensa, y quizás realmente se viera así, cuando ellos hicieran llegar la
muerte allí cerca, en San Pedro de Guasayán.

***
-El Señor de los Milagros te lo va a dar -dice la Juana-; por algo es milagroso.

-Que la curandera le dé un refuercito -dice el Jacinto-. Que le haga un mal al tren.

Doña Clotilde escucha y los mira fijamente:

-No, changos, con esto no se juega -les dice.

- No, pero si va en serio -protesta el Jacinto-. De veras queremos que descarrile.

Clotílde accede, toma un puñado de arcilla roja, y con ese barro que parece más viejo
que sus dedos, modela una locomotora. Le habla en quechua, le clava unas agujas,
5

finalmente le quita las ruedas y sale, al sol cansado del atardecer, se llega hasta las vías
y la entierra entre los durmientes.

-Aquí te quedas -le dice- Aquí se quedará el tren -le dice al Jacinto y la Juana.

***
Es de noche y han dejado el jeep lejos para que no los oigan. Soriano cava, mientras
mira las luces distantes de las casas y las estrellas próximas. La pala hace saltar
chispas cada vez que golpea contra los rieles. El Francés suda bajo el peso de una
valija que no se atreve a apoyar en el suelo.

La envuelven en una manta, acondicionan los cables, ponen la valija entre los
durmientes y la cubren con tierra.

-Mañana vamos a ser libres -dice Soriano.

***
- Viva Perón -dice el guarda con voz cansada, como si toda la lejanía de ese pueblo
perdido hasta de sí mismo tuviera que caber en sus palabras. Allá lejos se ve un humo
que nadie podría diferenciar de los remolinos de tierra del desierto.

Los carteles están desplegados junto a la estación. El Jacinto golpea un bombo y la


Juana se apoya en un algarrobo, esperando ver la forma del tren y quizás, sí, una
silueta en una ventanilla, o aún mejor, escuchar la voz del hombre aquél cuando
saludara.

Soriano se tira al suelo, se arrastra entre dos filas altísimas de rollizos de quebracho,
que pronto serán durmientes o quizás fuego, se sube a una de ellas y ecuentra ya
preparada la caja. Revisa los cables otra vez, mira el contacto y se resiste a apretarlo
antes de tiempo.

La Juana piensa si ella vendrá con él, o si esta vez viajará solo y cómo será la vida
entre ellos, si serán felices y llegarán a tener hijos, y cómo será por dentro su casa.

Soriano piensa en la muerte, una muerte irreal bajo ese cielo tan azul que estaba allí
desde siempre, como si nunca hubiera existido esa noche en que la pala hacía saltar
chispas sobre los rieles.
5

El tren avanza lentamente, como hecho de humo y de sueño, en medio de gritos que
Soriano no oye, y es solamente una voz interior la que se abre paso entre el humo y los
cantos para anunciar el momento preciso.

-¡Ahora! -se dice a sí mismo Soriano y aprieta el contacto.

Un enorme chispazo oscurece el sol, mientras una columna de humo se eleva en medio
del silencio repentino, y pasa un tiempo dilatado, de sudor y espanto, hasta que
Soriano escucha finalmente la explosión.

La Juana no oye su propio grito y avanza hacia el tren envuelto en humo, la máquina
caída hacia un costado, hasta ver los vagones abiertos y un líquido rojo cayendo hacia
la tierra.

-Era el tren del vino -dice el Jacinto.

***
El Jacinto se adelanta a pasos muy cortos, acaricia la locomotora volcada y se acerca
a beber ese vino que sale como un chorrito suave por las heridas de los tanques. Los
carteles quedan olvidados sobre la tierra y la gente avanza, primero a ver los
destrozos, después a sentir ese regalo que acaba de caer del cielo, el manantial de vino
que un golpe hizo brotar del desierto.

El guarda suelta la campana que había agarrado con las dos manos, primero corre
hacia el tren caído y después sigue casi en puntas de pie, se saca la gorra, la llena de
vino y comienza a beber a grandes sorbos. .

Soriano mira esa gente que ha dejado sus banderas y emblemas, sus enemigos de un
momento atrás, baja de la alta pila de quebrachos y se lanza a la carrera, tropieza y
cae, se levanta, pierde el sombrero y el revólver y llega jadeando hasta el agua
primordial, vacila un momento más y después se abre paso a empujones, se arrodilla,
ahueca las manos como si estuviera junto a un arroyo, se las mira y después bebe casi
con desesperación, con una sed que le viene desde siempre, quizás desde antes de
nacer.

Doña Clotilde aparece con el paso seguro de los que sabían lo que iba a ocurrir. Lleva
un balde en cada mano. Los demás le abren paso sin comprender y ella los pone
debajo del chorro.
6

-Vayan a buscar botellas y baldes -les dice, casi sin mirarlos, y se forma casi enseguida
una fila largísima, compuesta por todos los habitantes de San Pedro de Guasayán, con
bolsas llenas de botellas, sartenes que todavía huelen a frituras recién sacudidas,
damajuanas de todas las formas, ollas oscurecidas por el carbón, barriles, los baldes
de todos los aljibes del pueblo, palanganas, floreros, escupideras, latas de kerosene
mal lavadas, cucharones, bolsas de hule y objetos inverosímiles de caucho, de madera,
de cobre, de barro cocido, de hierro y de piedra, objetos que no puede saberse para
qué sirvieron alguna vez y que ahora parecen creados para cumplir la sola finalidad
de llevar el vino hasta las casas.

***
El calor va apretando el aire a lo largo del camino interminable y el automóvil salta en
todos los pozos, mientras Gamboa, los pulmones llenos de tierra, tararea un tango y
juega con el chasquido seco del percutor del máuser. Han dejado en el borde del
asiento los sacos, que ahora parecen trapos informes, y es como si el paisaje siempre
igual estuviera hecho del mismo sudor pegajoso que ahora le ablanda los huesos.

Gamboa acaricia el arma caliente, como si fuera un animal, se tira el pelo para atrás y
a lo lejos ve las casas del pueblo. Se acercan, atraviesan las calles desiertas y llegan
hasta la estación donde ven un tren volcado y una larga hilera de personas entre el
tren y la estación.

-¿Qué llevan esos? -pregunta Gamboa.

-Parecen baldes -contesta uno de los hombres- Sí, son baldes. Se estará incendiando el
tren y lo irán a apagar.

Se acercan más y escuchan las risas y los cantos de todo un pueblo que festeja el
descarrilamiento y Gamboa abre los ojos de asombro y es tanta su sorpresa que no
reconoce ese olor profundo que sale de la tierra húmeda y que brota de las heridas del
tren.

-Huele a vino, señor -dice uno de los hombres.

Gamboa se baja del auto y empuja a algunos con la culata, deshace la fila a
empujones, pero la siente reconstruirse detrás de él, invulnerable a su autoridad. Se
enfurece, patea y vuelca los baldes y hace un disparo al aire:

-Soy el comisario Gamboa -grita- Hay que despejar esta vía para que pase el general
Perón.
6

-¡Viva Perón! -le contestan algunos brindando con lo que tienen a mano. El Jacinto
levanta un balde, la Juana un cucharón y el guarda su gorra, beben juntos a la salud
del Presidente, lo hacen a un lado y siguen recogiendo el vino.

Gamboa les apunta con el máuser, se ríen de él, y él se queda mirándose las manos con
el arma caliente y pesada, como si algo de lo que lo rodea no fuera cierto.

Deja sus tres hombres de custodia, que vuelven a disparar juntos al aire, se hace un
silencio de muerte y Gamboa examina la locomotora, sigue hasta ver la vía rota y los
durmientes deshechos y se encuentra con los ojos de asombro del maquinista, sentado
sobre los restos de un durmiente, como si el mundo acabara de derrumbarse.

Termina de inspeccionar y se lanza a la carrera hasta la estación, llega a la oficina del


telegrafista y la encuentra vacía.

-¿Dónde está el telegrafista? -grita.

Silencio. Busca al guarda y recuerda haberlo visto bebiendo de su gorra.

-¿Dónde está el jefe de estación? -vuelve a gritar.

Nuevamente silencio. La oficina vacía, el andén desierto. Nunca hubo ningún


telegrafista, siente. Esta estación no tuvo jamás un jefe.

Escucha un rumor afuera, se asoma a la ventana y ve la fila recompuesta y sus


hombres en ella, bebiendo junto al comisario y el intendente. Comprende que ha
quedado irremediablemente solo, se lanza hacia el telégrafo y transmite:

-15 DE ENERO. ATENTADO PROVOCO DESCARRILAMIENTO TREN DE


CARGA SAN PEDRO DE GUASAYAN. DESVIAR TREN PRESIDENCIAL.
MANDAR CUADRILLA. GAMBOA.

Gamboa retorna solo, el corazón agitado como escapando de la pesadilla de un pueblo


repentinamente enloquecido. Misión cumplida. El tren presidencial pasará por otro
lado; mañana estará allí una cuadrilla y reparará la vía. El no lo sabe y podría
imaginarlo pero se resiste a hacerlo: la cuadrilla estará allí al día siguiente, pero los
rieles tardarán tres meses en soldarse.

***
6

-Ferrocarriles del Estado, 15 de enero. A JEFE MANTENIMIENTO:


COMUNICÁMOSLE NECESIDAD ENVIAR URGENTE CUADRILLA
REPARACIONES SAN PEDRO DE GUASAYÁN. CONTROL TRÁFICO.

-Ferrocarriles del Estado, 15 de enero. A JEFE ESTACION SAN PEDRO DE


GUASAYÁN: CUADRILLA REPARACIONES ENVIADA. LLEGARÁ MAÑANA.
JEFE MANTENIMIENTO.

-Ferrocarriles del Estado, 15 de enero. A CONTROL TRÁFICO: CUADRILLA


ENVIADA. ESTACIÓN SAN PEDRO DE GUASAYÁN NO CONTESTA
TELÉGRAFO. JEFE MANTENIMIENTO.

-Ferrocarriles del Estado, 16 de enero. A JEFE MANTENIMIENTO: INSISTA.


CONTROL TRÁFICO.

- Ferrocarriles del Estado, 16 de enero. A JEFE ESTACION SAN PEDRO DE


GUASAYÁN: RESPONDA URGENTE INFORMANDO ESTADO VÍAS Y
TRABAJOS CUADRILLA REPARACIONES. JEFE MANTENIMIENTO.

-Ferrocarriles del Estado, 16 de enero. A CONTROL TRÁFICO: ESTACIÓN SAN


PEDRO DE GUASAYÁN NO CONTESTA TELÉGRAFO. TELÉGRAFO
FUNCIONA. INSISTIRÉ MAÑANA. JEFE MANTENIMIENTO.

Será inútil. Mañana tampoco contestarán. El jefe de estación y el guarda reciben al


atardecer a los hombres de la cuadrilla y los llevan a la calle, donde, debajo de un
algarrobo inmenso hay una mesa larga que se prolonga en tablas y caballetes y mesas
de cocina y de comedor, que sigue por debajo de los árboles que marcan el límite entre
la tierra de la vereda y la tierra de la calle, dobla la esquina y se pierde más allá. Los
llevan, los sientan ante esa mesa enorme que comparten desde hoy todos los
habitantes del pueblo y les muestran, frente a ellos, la calle llena de brasas hasta
donde alcanza la vista y sobre el fuego, apoyadas en los elásticos de camas
innumerables, están asándose todas las gallinas de San Pedro de Guasayán.

Al lado del fuego, el Jacinto canta, acompañándose con una guitarra, sentado en el
suelo, la botella entre los pies.

La Juana lo toma del brazo y le señala a los siete hombres de la cuadrilla, que llegan
tímidamente a incorporarse a la fiesta. La Francisca se levanta y los lleva hasta un
lugar vacío.

Se sonríen y beben juntos.


6

Tres días después, los Ferrocarriles del Estado enviarán un inspector que llegará para
preguntar por la cuadrilla y se sumará a la fiesta. Una semana más tarde llegará la
segunda cuadrilla para reemplazar a los hombres que parecen engullidos por el
desierto. Una tras otra, los Ferrocarriles del Estado enviarán siete cuadrillas para
reparar dos metros de vía. Y cada vez el jefe de estación los llevará de la mano hasta la
mesa inmensa, el Jacinto cantará algo, la Francisca les sonreirá, y ellos se sentarán a
beber vino junto con todos los habitantes de San Pedro de Guasayán.

-¡Viva Perón! -grita el loro del Jacinto, y Soriano, que al principio lo miraba
torvamente, ahora sonríe como si, finalmente no importara, o como si las palabras no
pudieran expresar esa nueva sensación que ahora estaban compartiendo.

El primer día había hablado el intendente, inaugurando la fiesta continua, y había


dicho un discurso que quizás el Jacinto escuchara, pero que ahora nadie recuerda y
del cual sólo quedan esas dos palabras que ahora repite, borracho, el loro.

***
El Ferrocarril sigue enviando cuadrillas inútiles, mientras el comisario Gamboa, el
único hombre del mundo exterior que sabe lo que pasa en San Pedro de Guasayán,
continúa su camino por otras rutas polvorientas, intentando olvidar esa pesadilla de
calor y vino. El ejército ha dispuesto tropas para custodiar la campaña electoral y los
comicios y no hay nadie que se ocupe de un pueblo perdido en el desierto, que no
contesta los telegramas ni devuelve las cuadrillas.

Hasta que un día cae a la hora de la siesta un jeep con seis soldados y un hombre
vestido de oscuro, que llevan una urna y padrones y boletas, recorren el pueblo
silencioso, miran con asombro las mesas extendidas y los restos del asado del
mediodía, llegan hasta la intendencia abandonada, pasan por la comisaría silenciosa,
donde los presos duermen su borrachera con la celda abierta y finalmente encuentran
alguna autoridad durmiendo en la calle, al pie del algarrobo.

Esa noche los soldados se suman a la fiesta y el hombre de negro se llega hasta el
intendente, le quiere decir algo y le muestra la urna, pero la autoridad decide que falta
leña para el asado, y la urna va a parar al fuego, mientras el Jacinto, por falta de
novillos, sacrifica el buey de una carreta.

-¿Qué es esa caja? -pregunta la Juana.

-Es una urna -le dice el intendente.


6

-¿Y para qué sirve?

-Para votar por Perón -contesta el intendente.

-¡Muera Perón! -grita Soriano.

-¡Viva Perón! -responde el loro.

***
Más tarde hace calor y van durmiéndose de a uno en la calle. El intendente ronca
sobre la alta silla que hizo sacar de su despacho, el hombre de negro duerme con la
cabeza apoyada sobre la mesa; el Jacinto agarrado a su guitarra, creyendo que es la
Juana; el jefe de estación debajo de la mesa, con la botella todavía en la mano. Al
amanecer, algunos se descubren desnudos y miran a su alrededor con extrañeza,
tratando de recordar cuál fue su pareja de la noche anterior.

Al día siguiente, el asado se hace tan grande que se le pega fuego a la casa del José y
todos se quedan mirándolo, cantando alrededor de las llamas que suben en medio de
la noche inverosímil, viendo las figuras que forman al abrazar las puertas y el techo,
imaginándolas personas y animales, pensándoles historias y sentimientos.

-El fuego es como el vino -dice el Jacinto- es casi una persona.

-Es más que una persona -contesta Soriano.

***
Tres noches después, la Juana llena apenas hasta la mitad un vaso de vino y descubre
que su barril está vacío.

-¿Me das vino? -le pide al Jacinto.

El Jacinto mira la botella vacía que tiene en las manos, corre a su casa y comienza a
sacar de a una, con desesperación creciente, innumerables botellas y frascos y
damajuanas vacíos. Descubren enseguida que están irremediablemente vacíos los
baldes del intendente, las ollas de doña Clotilde y las jarras del jefe de estación, y a
medida que avanza la noche, cada uno descubre, en el fondo de algún recipiente, las
últimas gotas de un vino repentinamente agriado, de una acidez intolerable, como si
su despedida fuera dejar en la boca ese sabor que indica que el tiempo del vino ha
terminado.
6

Se sientan en silencio a la mesa inmensa y pasan las horas sin que ninguno hable.
Dejan quemar el asado sin moverse de sus lugares, mirando algunos las brasas, que se
van apagando de a poco y otros mirando hacia adentro, hacia su propia tristeza.

Esa noche duermen todos en sus casas.

Ya está alto el sol cuando el Jacinto sale a la puerta. Recorre con lentitud la calle,
mientras siente por primera vez un dolor de cabeza intenso, como si ahora sí,
estuviera despertando de una borrachera. Por las ventanas abiertas ve los restos de
huesos tirados por las habitaciones, los muebles chamuscados, las botellas rotas y
sembradas por la calle, los rostros vacíos de los hombres y mujeres de San Pedro de
Guasayán, los establos y gallineros desiertos, las marcas de las fogatas en las veredas,
el vientre de la Juana y la Francisca creciendo apenas, y el polvo del desierto
cubriéndolo todo, muy lentamente.

-¡Viva Perón! -grita el loro.


6

EL NOMBRE
Era entonces toda la tierra de una lengua y unas mismas palabras. Y aconteció que,
como se partieron de Oriente, hallaron una vega en la tierra de Shinar, y asentaron allí.
Y dijeron los unos a los otros: Vaya, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego. Y fuéles el
ladrillo en lugar de piedra, y el betún en lugar de mezcla. Y dijeron: Vamos,
edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un
nombre, por si fuéramos esparcidos sobre la faz de toda la tierra.
(Génesis: XI; 1-4)

I
Al caer la tarde, Daniel caminó lentamente por la llanura verde, en cuya lejanía se
adivinaban las ovejas y las columnas de humo en las casas de los campesinos. Y entró
en esa explanada enorme, de arcilla cocida y estéril, donde no crecían plantas ni
jugaban los niños, sino que se elevaba solitaria y oscura, amenazando nubes sin poder
ser una de ellas. Habían comenzado a construirla en una hondonada, para no contar
con ninguna ventaja desde el principio, para que fuera obra exclusivamente de ellos,
para que no restara la posibilidad de un apoyo ni siquiera de las fuerzas del suelo.

A medida que la sombra de la torre caía sobre él, Daniel cruzaba por caminos y
montañas de ladrillos crudos y ladrillos recién cocidos; y ladrillos rotos y
pulverizados, que formaban puentes por encima de lagos de betún pestilente, y
armazones de troncos pulidos y gastados por el tiempo que habían sido utilizados para
subir ladrillos, con sol y con aguacero, en época de siembra, de cosecha y de granizo,
cuando los hombres olvidaban todas sus ocupaciones y se trepaban a ellos para
ayudarse a subir ladrillos y acercarlos a la gran obra.

Y la obra misma, hecha para desafiar un cielo que casi se tocaba con las manos, pero
que iban descubriendo se alejaba a medida que la torre iba creciendo. Y la torre tenía
6

que estar terminada para darle un nombre, para que el pueblo de Daniel pudiera salir
del anonimato y ser nombrado como lo serían todos los pueblos que vendrían después.

Daniel creyó oír todavía los ecos de voces agitadas sobre el campo, residuos sembrados
por la discusión de la tarde. Los hombres se habían reunido llevando sus lanzas, sus
cayados y sus cuernos de caza, para discutir acerca del sentido de aquella obra que les
habían legado los padres de sus padres. Desde tiempos inmemoriales venían
construyendo una ciudad en forma de torre, sin vivir en ella, porque el oráculo decía
que no podía ser habitada antes de estar concluida. Como si este cuerpo que
habitamos -pensaba Daniel- estuviera realmente concluido alguna vez.

-Esta obra, dijeron los príncipes de los mercaderes, es la muestra de nuestro poder y
deberá ser terminada con cualquier esfuerzo, con cualquier sacrificio.

Pero esa torre oscura era una prisión a la que los hombres ofrendaban los mejores
años de sus vidas, para hacer una escalera que no parecía llevar a ninguna parte. Los
hombres miraron esas montañas de ladrillos nuevos y lisos al tacto, que resonaban al
ser golpeados ligeramente y que reemplazarían a los ladrillos viejos y quebradizos que
habían puesto sus abuelos. Pensaron en sus propias casas, de barro crudo, y dudaron.

Las mujeres miraron las laderas resecas y antiguas de la torre, y los otros
contrafuertes, nuevos y brillantes, que sus hombres acababan de construir, y volvieron
a añorar la idea de noches tibias y silenciosas junto al hogar, donde hablaran del
trabajo del día o de los hijos que iban creciendo, en vez de estas noches agitadas y
ruidosas, en que las carretas pasaban continuamente, llevando ladrillos y
herramientas, y se oían los gritos de los capataces, mientras sus hombres estaban
afuera, levantando nuevas explanadas a la luz de las antorchas. '

Hablaron los artesanos que dibujaban los nuevos planos sobre enormes canteros de
arcilla. Explicaron que desde antes del tiempo habían comenzado a levantar una torre
maciza, y ésta crecía cada vez con mayor lentitud, dado que tenían que ensanchar
continuamente su base. Este ensanchamiento no era proporcional a la altura, y cada
vez que lograban hacer crecer la torre el equivalente al alto de un hombre, debían
construir nuevos terraplenes y murallas y contrafuertes, de manera que los que vivían
allí cerca tenían que mudar sus casas periódicamente, a medida que la torre se
extendía hacia el campo abierto y tapaba trigales, bloqueaba arroyos y se apoyaba
sobre las colinas que formaban el horizonte.

Hasta que los hombres llegaron a preguntarse sí la tierra era lo suficientemente


grande como para sustentar una torre del tamaño requerido, y decidieron medirla
antes de proseguir la construcción, con gran enojo de los mercaderes y sus príncipes
6

que, supieron en ese momento, tenían el acto de edificar como un fin en sí mismo, sin
que les importara realmente la terminación de la torre.

Se separaron, así, y se dirigieron a los cuatro confines del mundo, a pie o en carretas
pesadas, de ruedas anchas, tiradas por bueyes de cuernos romos y cabeza gacha, que
arrastraban un sinnúmero de pertenencias inútiles, por medio de las cuales los
hombres querían llevar la ilusión de seguir estando allí. Otros iban en caballos ligeros,
como escapando de una pesadilla, sin volver la cabeza atrás. Daniel terminó su lento
paseo, recogió un trocito de ladrillo, para alimentar recuerdos, y se dirigió al río,
donde lo esperaba un barco de velas blancas y proa elevada, pintada de rojo oscuro.
Se despidió de sus amigos, con la promesa de volver a reunirse y completar la obra.

II
Era entonces toda la tierra de una lengua y unas mismas palabras. Y aconteció que,
como se partieron de Oriente, hallaron una vega en la tierra de Shinar, y asentaron allí.
Y dijeron los unos a los otros: Vaya, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego. Y fuéles el
ladrillo en lugar de piedra, y el betún en lugar de mezcla. Y dijeron: Vamos,
edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un
nombre, por si fuéramos esparcidos sobre la faz de toda la tierra.
(Génesis: XI; 1-4)

Daniel cruzó el arroyo que marcaba el fin del bosque y siguió subiendo, por una senda
olvidada, que a ratos retornaba el cauce y lo obligaba a hacer equilibrios entre las
piedras húmedas y resbaladizas. Prefería ir por allí antes que por el camino ancho,
que llevaba desde la ciudad baja hasta la base de la ciudad torre, que estaban
construyendo casi en lo alto de la montaña.

Por el otro camino pasaban los carros de provisiones, y los que venían de las canteras
y de los hornos de ladrillos, que se extendían iguales, como viñedos en una plantación,
hasta donde alcanzaba la vista. Y subían y bajaban columnas de albañiles y
carpinteros, capataces y vendedores de pan y de frutas, con picos y palas y con
grandes canastas sobre sus cabezas. Hablaban todos al mismo tiempo y con esa
algarabía a Daniel se le escapaban de la cabeza ciertos hilitos de pensamiento que
pugnaban por formarse y que lo hacían sólo a medias.

La senda dio la vuelta a la ladera y terminó convergiendo con el camino principal. Ese
día, la caravana era silenciosa, y hombres y mujeres caminaban con lentitud y
energía. Llegaron hasta la torre que estaban construyendo en el lugar más elevado de
la región, para que estuviera más cerca del cielo.
6

Entraron todos en ella y pasaron por inmensas naves y salones de piedra blanca, cuyo
techo era tan alto que se perdía en la niebla, iluminadas por ventanas larguísimas, que
cortaban la luz en fajas paralelas, las que se destacaban nítidamente al rebrillar en las
motitas de polvo.

Y nuevos arcos y escaleras y corredores ascendentes, que habían construido ellos


mismos y en los cuales nadie vivía, y que ahora miraban con cierto temor místico,
como si no fuera su propia obra. Llegaron hasta el punto más alto que habían
alcanzado a construir y se preguntaron por qué lo habían hecho, por qué habían
aceptado ese legado de sus mayores y habían dedicado sus vidas a edificar la ciudad
torre.

Daniel se preguntó una vez más cuál era el nombre de su pueblo y no supo darse una
respuesta. Pensó que un nombre era apenas una palabra, un sonido vacío, y que lo que
importaba realmente eran los suyos, el tacto y la voz de su gente, tuvieran el nombre
que fuese; y sin embargo le dolía esa ausencia de nombre.

Como haber estado durante tantos años edificando una torre, sin saber por qué,
simplemente porque tantos antepasados lo habían hecho; hasta que un grupo de
jóvenes formularon la pregunta que todos escondían, después de haber viajado por
otras tierras y visitado otros pueblos, que tenían nombres y no construían torres hasta
el cielo.

Los jóvenes quisieron dejar de construir una torre que no cumplía función alguna y
que nadie sabría qué hacer con ella una vez terminada. Pero los que se habían
educado viendo la torre al levantarse y al acostarse, aprendiendo a distinguirla desde
antes de conocer las palabras, se negaron a perder lo que había sido el centro de sus
vidas.

Allí decidieron darse un dios que los justificara y en cuyo homenaje construir la torre.
Los montañeses imaginaron un dios alto y robusto, de cabeza nevada y brazos fuertes,
que fuera buen cazador. Los marineros querían un dios de las tormentas, que pudiera
aplacar las nubes y el rayo, hacer salir el sol y darles vientos suaves cuando estuvieran
en alta mar. Los agricultores pensaron en una diosa gorda, de pechos amplísimos, que
fuera capaz de parir todos los días y de transmitir su fertilidad a las tierras con sólo
mirarlas. Los soldados querían un dios de los ejércitos, que les enseñara a ser valientes
y crueles.

Y los pastores de las colinas, que eran pobres de imaginación, que llevaban una vida
sedentaria y tranquila, que no conocían los bosques espesos de los montañeses, que no
habían estado en alta mar, ni habían visto tierras lejanas ni animales exóticos, que no
7

sentían el desamparo de las grandes llanuras, ni el temor de la batalla, no encontraron


palabras para describir al dios que querían crear. Fue así que eligieron un dios
abstracto, del que no pudiera decirse nada, porque ellos mismos no tenían las
palabras necesarias.

Cada uno quiso imponer su dios por encima de los dioses de los demás, y con él, su
propia razón para construir la torre. Y a medida que las palabras de unos y otros iban
confundiéndose, y cada uno dejaba de entender el habla de su compañero, Daniel
sintió que esos dioses eran pretextos, que nadie creía en ellos realmente y que un dios
inventado y demostrado es apenas una mentira menor, de la cual los hombres no
tienen derecho ni siquiera a avergonzarse, y que un hombre sólo puede creer en un
dios contra su voluntad, cuando ese dios le impone su presencia a pesar suyo. Lo dijo,
y después de sus palabras se hizo un gran silencio.

Y ahora, cada vez que los hombres hacen un alto en las tareas del campo, levantan la
cabeza y ven, recortándose contra las montañas lejanas, las ruinas de una ciudad y
una torre a medio construir. Cuando los barcos vuelven a puerto y los viajeros
recorren la llanura, ven la torre sobre las colinas y saben que están cerca de casa y que
allí encontrarán abrigo y manos amigas. Y a ninguno de ellos le importa que la torre
esté sin terminar.

III
Era entonces toda la tierra de una lengua y unas mismas palabras. Y aconteció que,
como se partieron de Oriente, hallaron una vega en la tierra de Shinar, y asentaron allí.
Y dijeron los unos a los otros: Vaya, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego. Y fuéles el
ladrillo en lugar de piedra, y el betún en lugar de mezcla. Y dijeron: Vamos,
edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un
nombre, por si fuéramos esparcidos sobre la faz de toda la tierra.
(Génesis: XI; 1-4)

Daniel pensó con nostalgia en la vega de Shinar, mientras las mujeres lavaban sus
túnicas en el agua cenagosa y gris, que no servía para beber, y los camellos miraban
con envidia esa corriente oscura de la que los hombres los mantenían alejados.

Y su pueblo atado a ese desierto de arena, que parecía no tener límites ni puntos
cardinales, donde el paisaje huía continuamente y los médanos los acompañaban
adonde iban, cambiando de formas a influjos del viento, pero nunca demasiado, de
modo tal que los hombres se habían acostumbrado a recorrer grandes distancias con
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la sensación de estar detenidos en el mismo lugar, o con la idea de llevar las arenas y la
desolación adonde fuesen.

Pensó con ironía en el mandato de sus antepasados, y en la ciudad y la torre que


alguna vez construirían. En el desierto no había piedras, ni arcilla para cocer ladrillos,
y la ciudad era apenas un campamento con tiendas de lona que se agitaban al viento y
que era necesario asegurar con gruesas estacas de madera, que sin embargo se
desclavaban de la arena, como si hubieran estado afirmadas en el agua. Y el pueblo de
Daniel, yendo a ninguna parte por ese desierto sin confines, desandando en círculos
los años futuros, habiendo olvidado su ausencia de nombre y su destino de albañiles y
constructores.

Al amanecer, cuando las arenas estaban aún frías de la noche pasada, y ese frío les
otorgaba la ilusión de consistencia, los niños dibujaban sobre ellas una torre que no
llegaron a conocer. Y cada año quedaban menos de los que habían visto los cimientos
de la torre verdadera y sus recuerdos se esfumaban en la memoria, hundidos en la
monotonía de las arenas. Los chicos dibujaban torres arenosas y los viejos creían
recordar caravanas de beduinos en la vega de Shinar,

Y los caballos que habían llevado alguna vez a los soldados del pueblo tenían ahora
una joroba en el lomo, y los bueyes de cuernos romos y cabeza gacha tenían dos
jorobas, y las carretas casi olvidadas ya no tenían ruedas, porque las ruedas se hunden
en la arena, sino que eran plataformas que los bueyes llevaban sobre sus jorobas.

Y a medida que el tiempo les hacía olvidar los hechos vividos, trataban de recordar la
forma de los dibujos que habían hecho el día anterior y que el viento del mediodía
había borrado definitivamente. Fue así, que los dibujos se hicieron cada vez más
sencillos y definidos, pero al mismo tiempo, más alejados de su modelo originario, de
manera que era necesario saber previamente qué representaba cada dibujo para
poder reconocerlo. De este modo, el pueblo hizo el tránsito hacia nuevos símbolos y
aprendió a escribir. Y los nietos de aquellos pastores sencillos de Shinar, que habían
optado por un dios abstracto porque no se les ocurrían palabras para calificarlo,
tomaron una piel de carnero, la rasparon cuidadosamente con piedras chatas y
trazaron sobre ella algunos de los signos que acababan de aprender.

Daniel comprendió que la escritura era un arma poderosa contra el olvido secular, la
vejez de la memoria y las arenas del sueño. Fue así que ordenó escribir sobre esos
cueros el objetivo de vida, el proyecto compartido por su pueblo, el que habría de
justificarlos ante el tiempo, y les dio carácter sagrado, para que los hombres
respetaran lo que allí leyesen.
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Y escribieron allí la historia de la torre inconclusa y su decisión de volver algún día a


la tierra de sus antepasados y edificarla hasta el cielo. Y escribieron también el origen
de su pueblo a partir de la creación del mundo y cómo habían llegado hasta Shinar y
su partida de allí. Y escribieron además los muchos nombres de su pueblo, y los
repitieron muchas veces más, para tenerlos presente, por si fuesen esparcidos sobre la
faz de toda la tierra.

Daniel leía las palabras que iban escribiendo sobre los cueros que los ancianos
enrollaban y desenrollaban, y pensaba en la torre de ladrillos, a medio construir en la
hondonada, y en la torre de piedra, a medio construir en la montaña, y en esta nueva
torre de papel que su pueblo ahora comenzaba a construir. Comprendió que si lo más
suyo que tienen los hombres es su voz, era con palabras que su pueblo debía edificar
su torre. Y desde ese día, se dedicaron a escribir un libro y a leerlo y a volverlo a releer
y reescribir todos los días de sus vidas, un libro que fuera, a un tiempo, nombre,
ciudad y torre.

Pero así como las torres se construyen en el espacio, el tiempo es el lugar de las
palabras. Y si la tierra no fue lo suficientemente grande como para sustentar una torre
cuya cúspide llegara al cielo, tampoco el tiempo será tan extenso como para terminar
el libro del pueblo de Daniel, lanzado a la tarea de edificar una torre de papel que
abarque el pasado y el futuro, el principio y el fin de todos los tiempos.
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INDICE:
1. EL CICLO DEL TIEMPO

 TODO EL TIEMPO DEL MUNDO

 VEINTE AÑOS

 ESTA CIUDAD

 EL LUGAR DEL ALBA

 EL LUGAR DEL ALBA

2. EL CICLO DE LA DESESPERANZA

 EL HALCÓN

 ME GUSTAN SUS CUERNOS

 TRANSMUTACIÓN

 JORGE LUIS RELEE A POE

 TODA LA LEJANÍA DEL MUNDO

3. EL CICLO DE LAS OBRAS IMPOSIBLES

 TABÚ

 FIESTA

 EL NOMBRE

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