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Capítulo 1: *

Desigualdades aceptables e
inaceptables

An imbalance between rich and poor is the oldest and most fatal ailment of all republics.
Plutarco

La première égalité, c'est l'équité.


Victor Hugo, Les Miserables.

Pocos términos ocupan un lugar tan central en el debate económico y


social como el de desigualdad. Es difícil que el vocablo no figure en un discurso
o arenga política; invariablemente, en casi cualquier discusión pública se
invoca la idea de equidad y la necesidad de reducir las disparidades
económicas. La desigualdad figura año tras año entre las principales
preocupaciones de la opinión pública en todas las encuestas y sondeos. Esta
preocupación no es nueva: la rebelión contra las manifestaciones de excesiva
desigualdad económica ha sido central en casi todas las revoluciones y cambios
sociales a lo largo de la historia.
El concepto de desigualdad económica es simple de entender: alude a
diferencias entre personas o grupos en el ingreso, la riqueza y el acceso a otras
variables económicas. La idea de desigualdad es, además, tangible: la
experiencia cotidiana de todos nosotros nos enfrenta a situaciones diarias
donde la desigualdad económica resulta palpable, evidente, manifiesta. En
todas las sociedades del mundo las personas tienen oportunidades económicas y
acceso a recursos económicos diferentes, en algunos casos muy diferentes.
Según la revista Forbes, Carlos Slim, el magnate mexicano de las

* Versión preliminar del capítulo 1 del libro DesIguales. Debates y evidencia sobre desigualdad

en América Latina, por Leonardo Gasparini (CEDLAS-Universidad Nacional de La Plata y


Conicet).

1
telecomunicaciones tuvo durante el año 2014 ingresos por 9.653 dólares…por
minuto. El equivalente por mes suma 417 millones de dólares, un valor 139.000
veces superior al de un médico exitoso en Juárez, quien a su vez gana 8 veces
más que un operario industrial en Guadalajara, que supera en más de 3 veces
el ingreso de un vendedor callejero que alquila un cuarto en el humilde barrio
de Tepito, no muy lejos de la mansión de Slim en Lomas de Chapultepec. Las
diferencias se magnifican al pasar del ingreso a la riqueza. De hecho hay
quienes tienen riqueza negativa: las deudas superan a sus escasos activos. Slim
no está en ese grupo: Forbes estimó su riqueza en el año 2016 en 53.200
millones de dólares, suficientes como para repartir más de 1.500 dólares a cada
familia mexicana y continuar una vida de lujos.
Las desigualdades también se manifiestan en otras dimensiones más
allá de la monetaria. Mientras que el hijo de cualquier familia acomodada de
una ciudad grande latinoamericana tiene altas chances de ingresar a la
universidad y graduarse como profesional, las perspectivas de su contraparte
en un barrio marginal son muy distintas: muchos de ellos ni siquiera inician el
nivel educativo medio. Las brechas naturalmente también son manifiestas en
el acceso a la vivienda, la salud y el empleo, y se extienden a cada rincón de la
vida cotidiana: las personas más pobres tienen menos horas de ocio para pasar
con sus hijos, participan menos de la vida política, están más afectadas por el
problema de la inseguridad, se enferman con más frecuencia, se mueren antes.
La desigualdad no es una rareza de algunas sociedades modernas, sino
que es una característica distintiva de las formas de organización humana. Los
antropólogos discuten aún los orígenes de la desigualdad económica, pero
acuerdan en que las sociedades humanas son desiguales al menos desde el
surgimiento de la agricultura y el sedentarismo, hace más de 10.000 años. Casi
no hay ejemplos en la historia de sociedades igualitarias, donde primen los
valores de la cooperación, el altruismo y la armonía. En cambio, la desigualdad
económica y social, la concentración política y con frecuencia la violencia han
sido moneda corriente en todas las civilizaciones pasadas. Todas las maravillas
arquitectónicas del mundo que hoy admiramos - las pirámides egipcias, las
ruinas mayas, Machu Picchu, la Gran Muralla, los grandes palacios y
catedrales europeos - son obras faraónicas construidas en base a un orden
económico y político muy desigual. Este dato no implica que la desigualdad sea
un fenómeno inmutable, imposible de resolver, pero deja muy en claro que no
debe ser tarea sencilla eliminar las disparidades económicas. La contundencia
de la evidencia, actual e histórica, sugiere que existe alguna tendencia humana
profunda hacia organizaciones sociales desiguales.

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Pobreza y desigualdad
Distinto es el caso de la pobreza: mientras que la evidencia sugiere que
las desigualdades están tan presentes en la actualidad como en muchas
sociedades antiguas, el desarrollo económico y tecnológico ha permitido
avances, al menos contra las manifestaciones más extremas de la pobreza. No
hay ninguna duda que aún millones de personas en el mundo viven en
situaciones muy precarias y muchas mueren de hambre, lo que convierte a la
pobreza extrema en un drama mundial y en una vergüenza para nuestras
sociedades, pero en proporción el tamaño de ese drama es inferior al del pasado
histórico. Incluso, no es improbable la perspectiva de un futuro no muy lejano
(¿una generación?) sin pobreza extrema, al menos en la mayor parte del
planeta, incluido América Latina.
Es tiempo, antes de extender este argumento, de detenerse en algunas
precisiones básicas. Pese a que los términos pobreza y desigualdad aluden
ambos a problemas sociales y es común que aparezcan juntos en discursos y
documentos, son conceptualmente distintos. Mientras que la idea de
desigualdad implica la comparación de alguna variable económica entre
personas o grupos, la idea más extendida (no la única) de pobreza involucra
una comparación contra algún umbral o valor límite. Si el ingreso de dos
personas es distinto se dice que hay desigualdad, mientras que si el ingreso de
alguna de ellas (o de ambas) es inferior al umbral de la línea de pobreza, se
afirma que hay pobreza. Es posible que en una sociedad la desigualdad sea alta
y la pobreza baja, como ocurre en Estados Unidos, un país en el que poca gente,
en términos relativos, sufre carencias materiales extremas, pero donde las
brechas de ingreso son muy anchas. También es posible que la desigualdad sea
baja y la pobreza alta, como en algunos países de Asia y África, donde casi toda
la población sufre carencias semejantes. Aunque con frecuencia los indicadores
de pobreza y desigualdad siguen patrones similares en el tiempo, a veces
divergen. China es el caso más emblemático: el crecimiento económico
sostenido durante décadas permitió un aumento generalizado de los ingresos
para toda la población, aunque desbalanceado. En particular, el progreso en las
vastas áreas rurales del país fue notorio, permitiendo que millones de personas
superaran situaciones de pobreza extrema y hambrunas, pero más lento que el
crecimiento en las grandes áreas urbanas dinámicas, lo cual generó un enorme
ensanchamiento de las brechas de ingreso, riqueza y oportunidades
económicas.
A diferencia de la desigualdad, la pobreza es un problema que no ofrece
demasiadas complicaciones conceptuales: la consideración de la pobreza como
un mal social es hoy en día casi universal. El propio Adam Smith, a quienes

3
muchos invocan para evitar que el Estado se involucre en políticas
redistributivas, sostuvo a fines del siglo XVIII que “ninguna sociedad puede ser
próspera y feliz cuando la mayor parte de los miembros de su población son
pobres y miserables”. Esta es una proposición que a los oídos actuales suena
redundante. ¿Quién puede hoy pensar, y mucho menos afirmar públicamente,
lo contrario? Aunque parezca sorprendente, hace no tantos años era el
pensamiento generalizado de la élite rica y educada. La evaluación de la
pobreza como un fenómeno socialmente negativo es relativamente nueva en
términos históricos. De hecho, hasta los tiempos de Smith, y bajo el influjo de
las ideas mercantilistas, la pobreza era considerada una condición favorable al
desarrollo, dado que, se argumentaba, permitía incentivar el esfuerzo y
contener la fecundidad. La afirmación de Mandeville en 1732, quien sostenía
que para que la sociedad prospere “… es requisito que un gran número de
personas sean ignorantes y pobres” nos indignaría hoy, pero era a principios del
siglo XVIII una apreciación común y extendida.
Con la posible excepción de grupos libertarios o reaccionarios, felizmente
muy minoritarios, en la actualidad la mayor parte de la población justifica
acciones, ya sea públicas o privadas, para aliviar las situaciones de pobreza
material. Las discusiones actuales son acerca del grado o intensidad de la
ayuda, no de la existencia de la misma. El acuerdo acerca de la necesidad de
combatir la pobreza es tan generalizado que los organismos internacionales la
han fijado como objetivo prioritario, al menos en el discurso público. Las
Naciones Unidas, en la famosa declaración de Objetivos de Desarrollo del
Milenio, propusieron como meta mundial número uno la reducción a la mitad
de la pobreza en cada país entre 1990 y 2015. En los nuevos Objetivos de
Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, aceptados por todos los países
del mundo, la meta número uno para 2030 es “erradicar la pobreza extrema
para todas las personas en el mundo” y la número dos es “hambre cero”. De
igual forma, el lema central del Banco Mundial, el organismo de crédito en el
que participan casi todos los países del mundo, es “Por un mundo sin pobreza”.
Ni la desocupación, ni el medio ambiente, ni la igualdad de género, ni la
desigualdad ocupan ese lugar central, al menos en la retórica pública. El
objetivo de bajar la pobreza es claro, efectivo, urgente e incontrovertido.
En contraste, el argumento de la desigualdad como un mal social es
mucho más discutido. Después de todo, ¿cuál es el problema con que dos
personas tengan ingresos distintos? En particular, ¿cuál es el problema si
ninguna de ellas sufre privaciones? ¿En qué sentido las desigualdades
económicas nos resultan socialmente preocupantes? En la superficie, estas
preguntas podrían parecer de respuesta obvia, pero basta notar la cantidad de

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filósofos y científicos sociales que han escrito y debatido sobre el tema - Platón,
Rousseau, Marx, Rawls, Sen, por citar unos pocos - para reconocer su dificultad
conceptual. Reflexionar sobre estas preguntas no es un mero ejercicio
intelectual: las respuestas tienen implicancias directas y profundas sobre la
necesidad de hacer o no políticas redistributivas, sobre su intensidad y sobre el
papel del Estado, es decir sobre las cuestiones más centrales del debate en
política y economía.
A riesgo de sobresimplificar una controversia muy rica, existen dos
razones principales por las cuales la desigualdad es potencialmente
preocupante, y en consecuencia algún grado de política redistributiva es
deseable. La primera razón es indirecta: la desigualdad tiene consecuencias
negativas sobre otros fenómenos; es nociva en cuanto afecta otros objetivos
sociales deseados como el crecimiento, la estabilidad institucional o la
seguridad ciudadana. 1 La segunda razón es directa y más profunda: la
desigualdad es un mal social per se. Independientemente de si tiene o no
consecuencias sobre otros fenómenos, la desigualdad económica injusta es en sí
un motivo de preocupación y una motivación suficiente para plantear la
necesidad de políticas redistributivas.

Los efectos nocivos de la desigualdad


Imaginemos una sociedad ideal. Seguramente compartamos con los
lectores algunas características generales: sería una sociedad cohesionada,
inclusiva, con bajos niveles de conflicto y sin violencia, donde haya confianza en
el prójimo, instituciones estables y pleno funcionamiento de la democracia.
Pues bien, todas esas características están negativamente afectadas por el
nivel de desigualdad económica. Una vasta cantidad de estudios de muy
distintas disciplinas sugiere que cuando las brechas de ingreso, riqueza y
oportunidades económicas son muy anchas, las sociedades se segregan en
grupos que se alienan en sus propias realidades, debilitando la identidad
nacional y en consecuencia los conflictos se hacen más frecuentes y violentos. 2
La confianza en el prójimo, un pilar central sobre el que se construye una
sociedad, se reduce y las instituciones políticas se vuelven más inestables.
Algunas de las voces más autorizadas en temas distributivos, como el premio
Nobel Angus Deaton, el prestigioso Anthony Atkinson o el más mediático

1 Ver el World Development Report (2006) del Banco Mundial para una extensa discusión de
argumentos instrumentales que justifican el estudio de la desigualdad.
2 En un reciente trabajo Leonard Goff, John F. Helliwell y Guy Mayraz encuentran que es la

desigualdad en el bienestar subjetivo y no tanto en el ingreso lo que afecta tanto los niveles de
satisfacción como los de confianza social.

5
Thomas Piketty, recientemente han advertido que el aumento de la
desigualdad económica en los países desarrollados podría comprometer el
propio funcionamiento de la democracia: en un contexto de grandes
disparidades de riqueza el sistema político es más fácilmente capturado o
influenciado por los grupos económicamente más poderosos y los mecanismos
básicos de la democracia dejan de actuar con normalidad. Naturalmente, el
problema es potencialmente más grave en países como los latinoamericanos,
donde los niveles de desigualdad son más altos y los sistemas democráticos más
frágiles. En un estudio realizado en el CEDLAS de la Universidad Nacional de
La Plata con un equipo de economistas y especialistas en ciencias políticas
encontramos que en los países de América Latina la alta desigualdad está
fuertemente correlacionada con la volatilidad en las instituciones políticas, la
fragilidad en el cumplimiento de las leyes y el conflicto social. El efecto
desestabilizador de las grandes desigualdades no es solo una amenaza posible;
es un fenómeno que se ha repetido muchas veces en la historia.

“The causes which destroyed the ancient republics were numerous; but in Rome, one
principal cause was the vast inequality of fortunes” Noah Webster

Las consecuencias disfuncionales de la desigualdad no se agotan en la


inestabilidad institucional y abarcan aspectos de la vida civil. En particular,
varios estudios, tanto en América Latina como en otras regiones del mundo,
sugieren que la desigualdad incentiva los comportamientos violentos y genera
inseguridad. Un elemento clave en esta conexión es el sentimiento de injusticia
que genera la desigualdad: si las diferencias socioeconómicas son percibidas
como injustas, la aceptación de las normas sociales se debilita y los
comportamientos disruptivos y desafiantes se vuelven frecuentes.

Desigualdad y crecimiento
Muchos afirman que la elevada desigualdad es perjudicial también para
el crecimiento económico. En una sociedad muy desigual es más difícil que se
conjuguen las condiciones necesarias para el desarrollo sostenido. Ciertamente
puede haber episodios de crecimiento, pero es improbable que éste sea
continuado: tarde o temprano la desigualdad será un factor limitante. En su
excelente libro sobre los orígenes de la prosperidad, titulado “Por qué fracasan
los países”, Daron Acemoglu y James Robinson aseguran que la clave está en
el tipo de instituciones que se desarrollan y prevalecen en un país: extractivas o
inclusivas. Las primeras están diseñadas para extraer rentas y riqueza de un
conjunto de la sociedad a fin de beneficiar a una élite. Uno de sus ejemplos nos
toca de cerca: las instituciones que implantó la conquista española en América

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Latina - encomienda, mita, repartimiento - fueron claramente extractivas, ya
que se diseñaron con el objeto de extraer toda la renta posible de los pueblos
indígenas. Las economías altamente segmentadas resultantes en cada
territorio hispanoamericano generaron riquezas para la Corona española, los
conquistadores y sus descendientes, pero no contribuyeron a sentar las bases
del desarrollo futuro. El mismo argumento se aplica a las instituciones
diseñadas por Portugal en la ocupación de Brasil y por otras potencias europeas
en el Caribe, como Inglaterra en Jamaica, Francia en Haití o los Países Bajos
en la actual Surinam.
La relación entre desigualdad y crecimiento no se remite sólo a la
historia. Hay argumentos que subrayan los efectos nocivos que la desigualdad
actual puede tener sobre el crecimiento a través de las distorsiones en la
asignación de recursos y en las oportunidades de inversión, ya sea en capital
humano o físico. La desigualdad de ingresos o riqueza puede implicar que
quienes ocupen ciertas posiciones, realicen ciertas tareas o se embarquen en
ciertos emprendimientos no sean los más aptos, los más capacitados y
eficientes, sino simplemente aquellos que tuvieron la oportunidad económica de
hacerlo. Esta ineficiente asignación de recursos humanos tiene consecuencias.
Un ejemplo sencillo quizás aclare este argumento.
Álvaro es un joven que vive con sus padres empresarios en una amplia
casona en Las Condes, un barrio acomodado de Santiago. Diego, en cambio,
comparte un cuarto con varios hermanos en una casilla en San Joaquín, una
vecindad humilde de la capital chilena. Diego es especialmente perseverante,
ejecutivo, práctico, creativo, industrioso. Álvaro, por su parte, aunque muy
trabajador, no comparte todas esas cualidades. En una sociedad con igualdad
de oportunidades Diego alcanzaría, con alta probabilidad, una posición
económica superior a Álvaro. Pero estamos en América Latina y las cosas
funcionan diferente: Álvaro es quien logra terminar el MBA y con los contactos
de sus padres accede al puesto de manager en la empresa en la que Diego
trabaja de cadete, máximo puesto al que puede aspirar alguien que, a fuerza de
sacrificio, apenas pudo terminar la escuela secundaria en el turno nocturno.
Las consecuencias de esta situación van más allá de ofender el sentido de la
equidad. Las cualidades de Diego, ideales para el puesto de manager de la
empresa, son completamente desaprovechadas por la sociedad. Álvaro cumple
bien con su trabajo, pero su aporte al progreso de la empresa es
significativamente menor que el que podría ofrecer Diego, si hubiera tenido la
chance de acceder al puesto. Esta asignación equivocada de recursos humanos,
producto de la desigualdad de oportunidades inicial, tiene consecuencias sobre
la empresa, que produce e innova menos que su potencial y pierde quizás

7
posiciones en el mercado internacional. El impacto de un caso aislado es menor,
pero multiplicado por miles tiene efectos a nivel global. La desigualdad de
oportunidades implica una mala asignación de recursos humanos que afecta la
tasa de crecimiento del país. No solo la tasa de crecimiento material, sino
también de desarrollo humano: no son necesariamente los mejores los que
acceden a ser médicos, jueces, artistas, científicos y gobernantes, sino los que
tuvieron la oportunidad económica de sortear todos los escollos para llegar a
esas posiciones. Este libro podría haber sido mejor escrito por alguien que
jamás tuvo la oportunidad de hacerlo.

El ejemplo del fútbol


El caso del fútbol es ilustrativo. A diferencia de la enorme mayoría del
resto de las actividades, es relativamente fácil detectar el talento deportivo a
temprana edad. Adicionalmente, si esa presunción se concreta y el niño
talentoso se convierte en un futbolista exitoso, la retribución económica es
enorme. Como consecuencia de estas dos condiciones, existe una extraordinaria
red de búsqueda de talentos, que incluye tanto canales formales como
informales. Es muy difícil que un potencial gran futbolista en América Latina
no sea descubierto a tiempo. Alguien lo ve jugar en un potrero y le avisa al club
de barrio, que lo convence de acercarse y al poco tiempo ya lo están mirando de
clubes más importantes de la ciudad y su nombre pronto figura en la lista de
ojeadores profesionales que le arreglan una prueba en un club nacional
importante. Esa gigantesca red de búsqueda de talentos que brinda
oportunidades a casi toda la población por igual tiene sus frutos: hay una
enorme cantidad de jugadores latinoamericanos exitosos. Larga es la lista de
estrellas del fútbol que tuvieron una infancia humilde en distintos países de
América Latina y que fueron descubiertos a tiempo. Sin ese trabajo extenso y
continuo de brindar oportunidades a los talentosos no tendríamos ninguna
chance de competir de igual a igual con las selecciones de países más poblados
y económicamente más poderosos.
Ahora bien, ¿quién hace el mismo trabajo masivo de búsqueda de los
futuros cracks de la ciencia, de las nuevas estrellas de la ingeniería, de los
futuros pensadores y estadistas, de los genios del arte? La manifiesta
desigualdad de oportunidades hace que en estos casos la búsqueda funcione
más o menos eficientemente solo en el subgrupo económicamente más
acomodado de la población; en contraste, los talentos en los estratos más pobres
terminan no aflorando, se desperdician. Ciertamente, en ocasiones alguien se
filtra a costa de un gigantesco esfuerzo e inusual talento, pero para la gran
mayoría las barreras son demasiado altas. Está claro que el desperdicio de esos
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talentos tiene que tener consecuencias. En fútbol sería una selección sin
chances en las competencias internacionales; en economía las consecuencias
son menor crecimiento, menor desarrollo y menor bienestar.
Quizás sea uno de los desafíos más importantes para nuestras
sociedades: brindar oportunidades no sólo es un acto de justicia, sino que es un
motor importante del crecimiento. El fomento de la educación, el acceso al
crédito y otros instrumentos que serán discutidos en los próximos capítulos, son
parte de las instituciones inclusivas de las que hablan Acemoglu y Robinson, y
que son fundamentales para edificar un crecimiento robusto, sustentable e
inclusivo. Aún tenemos mucho que avanzar en ese sentido en América Latina.

Desigualdad y pobreza
Hemos insistido en que la pobreza y la desigualdad son dos fenómenos
relacionados, pero conceptualmente distintos. También acordamos que la
pobreza es vista como un mal social, sin mayores controversias, mientras que la
ubicación de la desigualdad en esa categoría requiere un mayor esfuerzo
argumental. Estamos, de hecho, desarrollando un primer argumento general en
ese sentido: la desigualdad tiene consecuencias nocivas sobre otros fenómenos
como la cohesión social, la seguridad, la estabilidad económica y el crecimiento.
Agreguemos a esta lista la vinculación entre desigualdad y pobreza.
Otra vez, un ejemplo simple puede ser útil. Supongamos una sociedad
compuesta por dos personas, Andrea y Belén, que obtienen ingresos de 300 y
1200 pesos, respectivamente. Asumamos que esa brecha está enteramente
justificada por sus talentos y méritos diferenciales: en esta sociedad ficticia
existe perfecta igualdad de oportunidades. Belén es probadamente más
talentosa, esforzada, responsable, creativa y perseverante que Andrea y en
consecuencia logra alcanzar un ingreso superior. En este escenario particular
es posible que la desigualdad no nos resulte éticamente preocupante.
Ahora bien, asumamos que la línea de pobreza es de 400 pesos. En ese
caso Andrea sufre de privaciones materiales, ya que su ingreso es de 300 pesos.
Andrea no alcanza a satisfacer sus necesidades básicas, padece hambre y sus
condiciones de vivienda son precarias. Aunque no nos resulte objetable per se,
la estructura desigual de ingresos está asociada a una situación de pobreza. Si
los ingresos fueran 500 y 1000, por ejemplo, en lugar de 300 y 1200, entonces
Andrea no sufriría privaciones. Insisto: quizás hay buenas razones para
justificar que Belén reciba ingresos cuatro veces superiores a los de Andrea,
pero ese reparto deja a Andrea en condiciones de indigencia. Una forma de
combatir el fenómeno éticamente condenable de la pobreza es a través de

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políticas que modifiquen la estructura de remuneraciones en la sociedad; en
este ejemplo, que transfieran ingresos de Belén a Andrea, aun cuando el
proceso que genera esa estructura de ingresos no nos parezca éticamente
objetable. La desigual distribución del ingreso, aunque quizás justificable, no es
compatible con un objetivo social superior: la ausencia de pobreza.
Las razones discutidas hasta ahora tienen un elemento en común: nos
molesta la desigualdad por sus consecuencias, por sus implicancias sobre otros
fenómenos como el crecimiento o la pobreza. Pero existe una razón más
profunda para preocuparse por la desigualdad económica: ésta puede ser un
mal en sí mismo, independientemente de que tenga o no consecuencias sobre
otros hechos. Pero, ¿qué hay de malo en la desigualdad?

Desigualdad e inequidad
La preocupación por la desigualdad proviene de presumir que las
diferencias económicas entre personas son consecuencia o reflejo de alguna
situación injusta, éticamente cuestionable y, por consiguiente, merecedora de
alguna acción reparadora. Nos preocupa la desigualdad porque pensamos que
es injusta. El concepto de desigualdad está estrechamente relacionado con el de
inequidad. De hecho, etimológicamente los dos términos son casi equivalentes:
ambos provienen del latino Aequitas, que era en la mitología romana la diosa
del comercio justo y de los comerciantes honestos. 3 Pese a esta raíz semejante y
a un uso coloquial a menudo intercambiable los dos términos son
conceptualmente diferentes. Desigualdad es un término descriptivo: que el
ingreso de una persona sea igual o no al ingreso de otra persona es un hecho de
la realidad, factible de comprobar sin involucrar ningún juicio de valor. En
contraste, inequidad es un concepto normativo. Para evaluar a una situación
desigual como justa o injusta es necesario tomar una posición ética que, o bien
desestime las diferencias como aceptables o justificadas, o bien las considere
moralmente cuestionables.
No es difícil pensar en situaciones del segundo tipo, en las que una
persona disfruta de un nivel de vida muy superior al de otra, no como
consecuencia de diferencias de esfuerzo, talento u otra cualidad virtuosa, sino
sólo de la fortuna de haber nacido en un hogar afluente, o pertenecer a algún
grupo de poder, o peor, como resultado de involucrarse en conductas de
violencia o corrupción. En esos casos la desigualdad es evaluada como
inequitativa, molesta nuestro sentido de la justicia. ¿Cómo no rebelarse ante el

3 En este libro usamos el término más moderno inequidad, en lugar del también correcto
iniquidad, para aludir al antónimo de equidad.

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contraste, visible en cualquier ciudad grande latinoamericana, entre la
mansión amurallada de algún magnate con fortuna de dudoso origen y el
hacinamiento, a pocas cuadras, de casillas en calles insalubres? Esas brechas
enormes son muy difíciles de justificar: la desigualdad, en tanto evoque esas
situaciones, es un fenómeno inaceptable. Las desigualdades injustas no se
limitan a esos ejemplos extremos. Entre el millonario y el desposeído hay una
población entera con ingresos muy diferentes. Por ejemplo, en promedio un
abogado exitoso en el área de Lima gana seis veces más que un empleado del
sector público, y éste tres veces más que un operario industrial registrado,
cuyos ingresos son más del doble de un trabajador informal en un pequeño
comercio. La brecha entre el primero y el último es de 36 veces, un valor
inferior a la distancia entre un magnate y un indigente, pero de cualquier
forma muy considerable. Las posibilidades de consumo, el acceso a la educación
y a la salud, las oportunidades brindadas a los hijos, las ocasiones de viajar por
el mundo, las perspectivas para la edad de retiro, la esperanza de vida: todo es
muy distinto entre el abogado y el ayudante de comercio. Parte de esa enorme
brecha es seguramente producto de razones sobre las que ni uno ni otro tienen
méritos ni culpas. El primero aprovechó un entorno familiar holgado para
estudiar y los contactos de su grupo social para ubicarse. El segundo no tuvo
esa suerte. Parte de la brecha no se explica ni por merecimientos, ni por
talentos, ni por esfuerzo, ni siquiera por suerte; es producto de una manifiesta
desigualdad en las oportunidades para progresar. Pero no todas las
desigualdades económicas tienen esta interpretación.

Desigualdades aceptables
Adrián y Miguel son dos hermanos mellizos que fueron criados en la
misma familia, con semejantes oportunidades. Adrián eligió esforzarse,
primero en el estudio y ahora en el trabajo, resignando horas a otras
actividades para progresar económicamente; Miguel, por el contrario, eligió una
vida menos sacrificada, abandonando antes el estudio y trabajando sólo lo
necesario. Hoy en día, en sus cuarenta, Adrián tiene un ingreso algo más alto
que el de su hermano, y gracias a lo que lleva acumulado, posiblemente pase el
resto de su vida en una posición económica más acomodada. Claramente, existe
desigualdad económica entre estos dos hermanos. Pero, ¿es esta desigualdad
inequitativa? ¿Es en este caso la desigualdad, que resulta evidente y medible,
un síntoma de inequidad, de injusticia distributiva que merezca acciones
reparadoras? Es posible que para muchos de los lectores la respuesta a las
preguntas anteriores sea negativa. Más aun, para algunos es posible que la
desigualdad del ejemplo sea vista como deseable: es justo que si los dos

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hermanos realizan niveles de esfuerzo distintos, sus premios económicos
difieran.
El ejemplo de los gemelos es extremo, pero ilustra un punto importante:
dado que el ingreso, la riqueza y otras variables económicas son en parte
consecuencia de acciones deliberadas de las personas que implican decisiones
sobre su esfuerzo, sacrificio y riesgo, las diferencias que resultan de estas
elecciones no son necesariamente injustas y, en consecuencia, no es evidente
que deban ser motivo de preocupación ni de políticas compensatorias. Es
posible que parte de la desigualdad económica en una sociedad no sea injusta.
Desigualdad e inequidad no son necesariamente sinónimos: una situación
puede ser desigual y equitativa a la vez.
Pocas dudas caben que Messi es uno de los jugadores de fútbol más
grandes de todos los tiempos. Cinco balones de oro y múltiples premiaciones lo
distinguen nítidamente por sobre el resto de sus colegas actuales, y
posiblemente sobre todos los del pasado. La presencia o no de Messi en un
partido afecta la concurrencia al Camp Nou, el estadio del Barcelona F.C.
donde juega el delantero argentino, e incide sensiblemente sobre la audiencia
televisiva mundial del partido. A nadie extraña que los ingresos de Messi sean
altos. Lo que es más importante para la discusión de este capítulo: a pocos les
molesta que los ingresos de Messi sean más altos que los de otros delanteros en
otros equipos del mundo. La razón de la aceptación de esta desigualdad de
ingresos manifiesta proviene de la evaluación de sus causas. En el caso de
Messi la causa es una objetiva diferencia de talento para jugar al fútbol. En
general, todos tendemos a aceptar como justas diferencias en premios que
respondan con claridad a méritos comprobables, independientemente de donde
éstos provengan, incluso de ventajas genéticas completamente ajenas a la
voluntad o el esfuerzo de las personas. 4

Igualdad de oportunidades
La discusión anterior pone de manifiesto un principio importante: no
parece adecuado comparar sólo resultados económicos, como el ingreso, sin
evaluar las circunstancias en las que éstos se generan. La idea más popular
que rescata este principio es la de igualdad de oportunidades. Hay igualdad de
oportunidades cuando todas las personas enfrentan las mismas opciones de

4 Esta idea está vinculada a la de meritocracia, un orden en el que los premios están

determinados solo por el mérito. Sus implicancias de política han recibido creciente atención
por parte de la teoría económica. Arrow et al. (2000) es una referencia obligada para quienes
estén interesados en el tema.

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elección, están limitadas por las mismas restricciones y tienen las mismas
alternativas al alcance. En ese escenario las diferencias económicas son
necesariamente producto de las diferencias en el esfuerzo, en las capacidades
innatas, en las elecciones de caminos distintos, pero no consecuencia de la
existencia de opciones y restricciones diferentes entre las personas. Alcanzar la
completa igualdad de oportunidades no es una tarea trivial, ya que exige poner
en un mismo plano de partida a todas las personas, de modo que sólo el
esfuerzo, el talento y las preferencias sean las que definan los ingresos. Si eso
ocurre, las desigualdades resultantes podrían ser consideradas aceptables, y en
consecuencia no serían motivo de preocupación social ni requerirían políticas
redistributivas. En un contexto de igualdad de oportunidades, la desigualdad
de ingresos es compatible con la equidad social.
En el mundo real, parte de las diferencias de ingresos entre las personas
efectivamente provienen de diferencias en talentos, capacidades innatas, edad,
disposición al esfuerzo, preferencias, aversión al riesgo y otros factores
meritorios, y por lo tanto esas desigualdades tienden a ser juzgadas como
socialmente aceptables. 5 Pero una parte sustancial de las desigualdades de
ingreso y riqueza del mundo actual tiene otros orígenes. Son las desigualdades
generadas por diferencias en oportunidades, o lo que los investigadores llaman
circunstancias. 6
Las circunstancias son un conjunto de factores que afectan el ingreso, la
riqueza y otros indicadores de bienestar económico, sobre los que la persona no
tiene o no ha tenido control. 7 Por ejemplo, el acceso a la educación forma parte
de las circunstancias, del conjunto de oportunidades. Algunos niños asisten a
escuelas secundarias de élite, otros lo hacen en establecimientos sobrepoblados
de baja calidad, mientras que otros ni siquiera tienen acceso a terminar la
escuela primaria. La educación a la que tiene acceso cada joven no es elegida,
sino que es parte de sus circunstancias, ya que está determinada por variables
como el ingreso de sus padres, las políticas educativas, la oferta escolar, el
ambiente social, la localización geográfica y otros factores sobre los cuales un
joven no tiene ningún control.
Hay muchas otras variables que cumplen con las tres condiciones básicas
para ser consideradas parte de las circunstancias: (1) afectar el ingreso,

5 Un enfoque relacionado es el de capacidades de Sen (1992, 2009). Según este autor el análisis

de equidad debe centrarse en determinadas funciones básicas (functionings). Equidad, de


acuerdo con este enfoque, es una situación de igualdad de capacidades para cumplir
satisfactoriamente esas funciones.
6 Roemer (1998) es una referencia clave en esta literatura.
7 Debe agregarse la condición de que estos factores no estén vinculados con sus capacidades

innatas.

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presente o futuro, de las personas; (2) no ser elegidas voluntariamente por las
personas, y (3) no representar algún factor meritorio innato, como el talento o
la predisposición al esfuerzo. Ejemplos de estas variables de circunstancias,
además del acceso a la educación básica, son el grupo étnico, el género, las
herencias recibidas, el capital social, el lugar de residencia. Una joven mulata
nacida en un hogar pobre en el sertão de Brasil, sin tierra y con una educación
formal escasa tiene una perspectiva de ingresos enormemente inferior a un
joven blanco proveniente de una familia rica de San Pablo con acceso a una
educación superior de élite. El talento y el esfuerzo seguramente afectarán las
perspectivas económicas de estos dos jóvenes, pero gran parte de la brecha de
ingresos que los separará cuando sean adultos se explica por esos factores de
circunstancia, que ninguno eligió ni sobre los cuales ha tenido ningún control.
Estas son las diferencias de ingreso que muchos consideran socialmente
inaceptables, que son motivo de preocupación y requieren políticas
redistributivas compensatorias.
Para evaluar la existencia o no de igualdad de oportunidades se necesita
entonces primero identificar los factores que determinan las brechas de
ingresos entre las personas y luego clasificarlos en dos grupos: factores
aceptables, como el talento o el esfuerzo, e inaceptables, como el capital
recibido, la raza o el acceso a la educación. Si la desigualdad en los ingresos es
consecuencia de factores en el segundo grupo, la desigualdad es injusta; en
cambio, la desigualdad de ingresos dentro de un grupo de personas que
comparten las mismas circunstancias, pero se diferencian solo por su talento,
su esfuerzo o sus preferencias no es considerada inequitativa. 8
El concepto general de igualdad de oportunidades es relativamente poco
controversial; el debate en cambio se intensifica a la hora de reconocer cuáles
son los factores que en el mundo real determinan los resultados económicos.
Personas más identificadas con la “derecha” tienden a pensar con más
frecuencia que una parte muy importante de los resultados económicos
provienen del esfuerzo, las decisiones voluntarias, la toma de riesgos y el
talento. En ese escenario, buena parte de las diferencias de ingreso entre las
personas son aceptables y no merecen la implementación de políticas
compensatorias, las cuales, además de ineficientes, son consideradas injustas
por favorecer a quienes menos se esfuerzan. En contraste, personas con ideas
de “izquierda” tienden a pensar que los resultados económicos dependen de

8 Un enfoque relacionado es el de capacidades de Sen (1992, 2009). Según este autor el análisis

de equidad debe centrarse en determinadas funciones básicas (functionings). Equidad, de


acuerdo con este enfoque, es una situación de igualdad de capacidades para cumplir
satisfactoriamente esas funciones.

14
factores que la persona no puede alterar, ya sea porque ocurrieron cuando era
niño (bajo nivel educativo, deficiente alimentación, ambiente familiar y social
difícil), o porque limitan sus decisiones presentes (discriminación, desempleo
involuntario, etc.). En ese contexto, las diferencias de ingresos son vistas como
inequitativas y en consecuencia merecedoras de acciones compensatorias. Es
posible que en el núcleo de muchas de las discrepancias ideológicas estén las
diferentes percepciones que las personas tienen sobre los factores que
determinan las brechas en los resultados socioeconómicos en el mundo real
(más sobre esto más abajo). 9
Si bien el concepto de igualdad de oportunidades es atractivo y de amplia
aceptación pública, su implementación empírica es compleja. La noción de
“oportunidad” no tiene un correlato empírico claro. Si indago al lector acerca de
su ingreso, la pregunta es clara y comprensible, y si el lector decide ser sincero
y cuidadoso la respuesta es precisa y concreta; de hecho es simplemente un
número. Ese número puede ser comparado con las respuestas de otros lectores,
y así con facilidad calcular la desigualdad del ingreso entre los lectores (bajo el
supuesto optimista de que existen más de dos lectores de este libro). Repetir
este ejercicio con el concepto de “oportunidades” en lugar de ingreso es mucho
más complejo, ya que se trata de una idea más ambigua, y de hecho,
multidimensional. Incontables son los factores que obstaculizaron o
permitieron a cada lector tener hoy un determinado pasar económico; varios de
esos factores son difíciles de recordar, de medir y de comparar. En una
entrevista en el show televisivo Today en 2015, Donald Trump, en ese momento
candidato a presidente de los Estados Unidos, afirmó “No ha sido fácil para mí.
Arranqué en Brooklyn. Mi padre me dio un pequeño préstamo de un millón de
dólares.” En la visión de Trump, sus oportunidades fueron semejantes a las de
cualquier otra persona común…

Alternativas justas
La igualdad de oportunidades es esencial para construir una sociedad
equitativa, pero no es suficiente; también es necesario que sean justas las
alternativas entre las cuales las personas son libres de elegir en igualdad de
condiciones. Un ejemplo extremo puede ayudar. Supongamos que hay dos
opciones para Martín y José, dos jóvenes en las afueras de San Salvador, la

9 En un extremo, Rawls (1971) no encuentra justificaciones morales para que existan

diferencias de nivel de vida entre individuos, por lo que en principio toda desigualdad es
inaceptable. En el otro extremo, Nozick (1974), un famoso filósofo libertario, encuentra toda
diferencia de ingresos aceptable y toda redistribución compulsiva como una violación de la
libertad individual.

15
capital de El Salvador: una es el trabajo duro y sacrificado como peón en la
industria de la construcción, con ingresos apenas de subsistencia; otra es
involucrarse en el narcotráfico y la corrupción, con perspectivas económicas
más auspiciosas. Las dos opciones están abiertas para Martín y José: hay
completa igualdad de oportunidades. Si Martín sigue la primera opción y José
la segunda y se materializan sus ingresos esperados, ¿debemos considerar a la
brecha de ingresos resultante como justa, ya que es el resultado de personas
eligiendo libremente en igualdad de condiciones?
Este ejemplo pone de manifiesto que la idea de equidad social es
compleja: no sólo exige que todos tenemos que entrar al juego en igualdad de
condiciones, sino que el propio juego debe ser justo. No alcanza con que todas
las personas tengan las mismas posibilidades de generar ingresos: el proceso
generador de ingresos debe ser moralmente aceptable. Es aceptable un sistema
en el que se premie el talento, el esfuerzo, la educación y la productividad, pero
no uno donde los ingresos se generen en función de la corrupción o el ejercicio
de la violencia.
Pero para alcanzar un estado de equidad social las exigencias al proceso
generador de ingresos no se agotan en suprimir la influencia de factores
negativos como la violencia o la corrupción.

Todo tiene un límite


Hemos discutimos antes el caso de Messi: su talento comprobado puede
justificar un ingreso más alto que el de otros jugadores de fútbol y el de otros
trabajadores en otros rubros. Ante este ejemplo, la gran mayoría de las
personas no tiene inconvenientes morales en aceptar que exista una brecha
económica. Las discrepancias emergen al evaluar el tamaño de esa brecha.
La revista France Football estimó que en 2015 Messi embolsó unos 65
millones de euros anuales, es decir unas 19.345 veces el salario mínimo de
algún trabajador formal en Argentina. Si hubiera seguido el camino de muchos
de sus vecinos en su Rosario natal Lionel Messi hubiera necesitado 1.612 años
de trabajo ininterrumpido para alcanzar la suma que hoy gana en un mes!
Para muchos estas brechas son exorbitantes, ofensivas del sentido de justicia
social. 10

10 No para todos: en una carta abierta publicada en noviembre de 2017 en el diario español El

País, el cantautor catalán Joan Manuel Serrat (posiblemente mi máximo ídolo poético/musical),
le pidió al presidente de Barcelona, Josep Maria Bartomeu, por la continuidad de Lionel Messi
afirmando: “Nunca se me ocurriría discutirle el salario al jugador que mejor se lo gana y se lo
hace ganar al equipo”.

16
Este caso es interesante porque se cumplen las dos condiciones básicas
que discutimos antes para clasificar a una situación como justa. En primer
lugar, la remuneración de un futbolista está en directa relación con su talento y
su esfuerzo: Messi está ahí exclusivamente por su capacidad innata y por su
enorme sacrificio; ni la violencia, ni la corrupción, ni el engaño, ni ningún otro
factor negativo lo llevó a obtener esos ingresos. En segunda lugar, en el caso del
fútbol la igualdad de oportunidades es casi total. Lo discutimos antes: casi
cualquier joven latinoamericano tiene hoy la oportunidad de ser Messi y ganar
la fortuna del delantero argentino (si tuviera su talento, claro). Sin embargo,
pese a que se cumplen estas dos condiciones – salarios que premian el mérito e
igualdad de oportunidades – las diferencias de ingresos resultantes en la
realidad pueden resultar moralmente chocantes. A muchos hay algo que nos
incomoda de un sistema que genera brechas tan gigantescas, aun teniendo en
cuenta el escenario ideal del ejemplo.
En síntesis, si bien en general todos tendemos a aceptar diferencias en
ingresos que surgen de fuentes aceptables, como el talento comprobado, no nos
parece justo convalidar cualquier brecha. Se acepta que una persona gane más
que otra si es más talentosa o se esfuerza más, pero se rechaza que la
diferencia de ingresos sea demasiado pronunciada. A muchos les parecería
razonable una sociedad donde las personas más inteligentes sean mejor
remuneradas, pero no convalidarían una sociedad con grandes brechas
socioeconómicas, aunque estas respondieran estrictamente a diferencias reales
de productividad basadas en la inteligencia. Es posible que muchos de nosotros
aceptemos ingresos altos, e incluso muy altos, de empresarios exitosos que han
dedicado mucho tiempo y esfuerzo a sus emprendimientos, pero no toleramos
que esas diferencias superen ciertos límites. Esos límites son necesariamente
subjetivos, dependen de juicios de valor y de las percepciones propias de cada
persona.

Dos corolarios
Supongamos que Andrés gana 200 y Julio 800. Claramente, existe
desigualdad de ingresos. Se trata de un fenómeno objetivo, medible y
verificable. Pero, ¿es esa brecha de ingresos inequitativa y en consecuencia
motivo de preocupación? Debería quedar claro de la discusión anterior que la
respuesta a esta pregunta es compleja e imposible de responder sin más
información. De hecho, para responderla necesitamos mucha información.
Necesitamos saber cuáles son las oportunidades abiertas a cada uno y los
factores que determinaron sus ingresos. ¿Cuáles eran las alternativas abiertas
para Andrés y Julio, y cuáles las razones que determinaron sus actuales
17
ingresos? ¿Se debe la brecha a diferencias de talento o esfuerzo, o es el producto
de discriminación, o de limitaciones al acceso a la educación cuando eran niños?
Naturalmente, es difícil conocer con certeza las respuestas a estas preguntas;
más aún cuando ampliamos la evaluación desde el caso de Andrés y Julio al de
sociedades de millones de personas. Pero ni siquiera alcanza con tener en claro
los hechos.
Entran en escena ahora los valores. Aún con información completa
acerca de las causas de la diferencia de ingreso entre Andrés y Julio surgirán
discrepancias acerca de lo justificable de esa brecha. Algunos aceptarán
grandes diferencias si éstas provienen por ejemplo del talento, otros pondrán
reparos a brechas exageradas, algunos no aceptarán ninguna diferencia por ese
motivo. Las discrepancias se repetirán ante cada factor determinante de la
brecha de ingresos; el esfuerzo, la suerte, sus oportunidades de niño, el capital
recibido, su nacionalidad, entre tantos otros. En resumen, la evaluación del
grado de inequidad asociado a una situación específica de desigualdad de
ingresos, como la brecha entre Andrés y Julio, está vinculada al diferencial de
ingreso que se considerada aceptable como consecuencia de cada uno de sus
determinantes.
Las discusiones acerca del grado de equidad de una determinada
situación, de un reclamo o de una política son muy frecuentes. Aparecen a cada
momento en las noticias, en las discusiones diarias, en la vida cotidiana.
Nuestra posición frente a cada caso está profundamente afectada por nuestra
percepción de cuáles son los factores que realmente determinan la desigualdad
y por nuestra evaluación de lo éticamente justificado de las brechas
resultantes.
Hay dos corolarios importantes de esta discusión. El primero es que las
ciencias tienen un papel relevante en el debate sobre la desigualdad, ya que son
las ciencias las que nos ayudan a entender cómo funciona el mundo, cuáles son
los factores que están detrás de cada resultado económico, cómo son los
procesos generadores de ingreso y cuáles las oportunidades abiertas a cada
persona. Las ciencias sociales tienen naturalmente una responsabilidad
central, pero el aporte de otras disciplinas como la genética o la neurociencia es
vital. Es claro que no alcanza con entender la realidad para derivar juicios
morales, pero hacer apreciaciones éticas sin base en las complejidades de la
realidad resulta muy poco constructivo.
El segundo corolario es un tanto frustrante. Dado que en la práctica la
determinación de la equidad de una situación concreta es muy compleja, la
enorme mayoría de los estudios sobre equidad y casi todas las discusiones de
políticas públicas se concentran simplemente en la desigualdad de ingreso o de
18
alguna otra variable monetaria sencilla como el gasto de consumo, o la riqueza,
en lugar de focalizarse en conceptos más ambiciosos, como el de oportunidades
o circunstancias. La literatura académica no se rinde y avanza gradualmente
en desarrollar mejores mediciones del grado de igualdad de oportunidades, pero
aún está lejos de proveer un paradigma de uso generalizado. En buena parte
del resto del libro vamos a focalizarnos entonces en analizar y discutir la
desigualdad de ingresos, no porque estemos convencidos de que es nuestro
mejor indicador de inequidad social, sino por la enorme complejidad de
construir estadísticas prácticas sobre conceptos más elusivos como las
oportunidades, las circunstancias o los procesos generadores de ingreso.
Más allá de que nos cueste acordar el concepto específico de equidad y
cómo medirlo en la práctica, lo cierto es que las razones por las cuales la
desigualdad es vista como un mal social, y que dieron origen unas páginas
atrás a esta discusión, continúan siendo válidas: ciertos grados y tipos de
desigualdad son éticamente condenables, y social y económicamente
disfuncionales. Pero no todas las desigualdades tienen ese carácter. De hecho,
algunos creen que cierto grado de desigualdad es un motor indispensable para
el progreso.

Desigualdad y progreso
Pablo es un joven que está planeando poner un puesto de reparación de
teléfonos celulares inteligentes en el barrio de Maranta, en Bogotá; para ello
necesita dejar de reunirse con sus amigos todas las tardes e invertir tiempo y
esfuerzo en familiarizarse con los nuevos modelos, pedir prestado dinero para
el alquiler del local, pensar como promocionar el nuevo servicio en el barrio. Lo
mueve una de las fuerzas que ha empujado a todos los emprendedores del
mundo: el progreso económico. Pablo hace el esfuerzo con la perspectiva de que
su negocio sea un éxito y le permita vivir más holgadamente, con suerte
hacerse rico en el futuro. No es lo único: también lo mueve el desafío, su
carácter industrioso, el querer demostrar su capacidad. Pero la perspectiva de
ingresos superiores está ciertamente entre los principales factores que lo
motorizan. Si una norma anunciara de repente igualdad total en los ingresos, si
el gobierno fijara sus ganancias en un valor idéntico para todos, si
independientemente de sus esfuerzos o ideas su nivel de vida fuera semejante
al de sus amigos del barrio, los incentivos a emprender el nuevo negocio se
reducirían fuertemente. Quizás igualmente se embarque en el proyecto por
diversión u otras razones, pero ante los primeros contratiempos posiblemente lo
abandone o desatienda.

19
Es una historia tan simple como repetida. La igualdad forzada destruye
los incentivos al esfuerzo, a la capacitación, a la inventiva, finalmente al
progreso. Si voy a obtener lo mismo que el resto independientemente de lo que
haga, ¿para qué esforzarme? Desde una perspectiva este razonamiento parece
mezquino, egoísta, alejado de los valores superiores del hombre. Una persona
debería esforzarse, ser creativa, comprometida y responsable en toda situación,
no en función de los beneficios materiales que reciba en retribución a ese
comportamiento. Lamentablemente, no parece que seamos así los humanos.
No somos tampoco el otro extremo: en distinto grado, cooperamos con nuestros
conocidos, ayudamos cuando las necesidades de otros tocan nuestra
sensibilidad, apoyamos medidas redistributivas del gobierno. Pero sin una
promesa de retribución económica, difícilmente desatemos a pleno nuestro
potencial de esfuerzo y creatividad. 11 Quizás sea un rasgo humano que pueda
cambiarse, tal vez sea posible construir una sociedad de gente comprometida,
esforzada y cooperativa, despreocupada de los incentivos materiales. Pero la
lista de fracasos en esos intentos es larga: desde los experimentos hippies de los
sesenta al socialismo, nadie lo ha logrado, al menos por mucho tiempo.
El progreso material y la desigualdad económica son dos fenómenos
estrechamente vinculados. En una sociedad dinámica, donde las personas
tienen incentivos para innovar, esforzarse, educarse, explorar e invertir, la
desigualdad económica es una consecuencia ineludible, aun en el caso en que
todas las personas partan exactamente de la misma situación inicial, y
enfrenten las mismas oportunidades. Es más, la desigualdad es el costo
inevitable para que esos incentivos se mantengan vivos. Toda vez que se ha
intentado forzar la eliminación total de esas desigualdades - aun con la mejor
de las intenciones - el resultado ha sido debilitar los incentivos al esfuerzo y la
innovación, con resultados finalmente frustrantes.
Quedan tres puntos importantes para cerrar esta discusión (por ahora).
El primero es que la desigualdad económica que podría ser justificable como
estímulo y a la vez resultado del progreso es aquella que surge de factores
virtuosos como el esfuerzo, la creatividad o la inversión en educación y
entrenamiento, pero naturalmente no la que es producto de la corrupción, la
discriminación, el abuso de poder, la violencia o la explotación. Estas acciones
generan desigualdad, pero no tienen ningún efecto estimulante para el
progreso. Acemoglu y Robinson argumentan que las economías basadas en
estas instituciones extractivas terminan estancándose inevitablemente y

11 Welch (1999) en un artículo provocativo publicado en el American Economic Review, titulado

“En defensa de la desigualdad”, recuerda que la desigualdad salarial genera incentivos a


invertir en capital humano, por lo que constituye una condición esencial para el progreso.

20
cristalizando niveles de desigualdad muy altos. En cambio, bajo instituciones
inclusivas y democráticas el progreso es más factible y las desigualdades
resultantes menores, más tolerables y más fáciles de aliviar. En síntesis, la
desigualdad tiene un vínculo importante con el progreso, pero no cualquier
desigualdad; hay desigualdades que sólo llevan al atraso.
El segundo punto pone un límite al argumento que vincula los incentivos
al progreso con la desigualdad. Thomas Piketty, en su libro El Capital en el
Siglo XXI, ilustra el argumento con el caso de Bill Gates, el gurú de la
informática, uno de los protagonistas de la reciente revolución tecnológica. Más
allá de su talento innato y tantos otros factores que se conjugan en una historia
exitosa extraordinaria, los incentivos al progreso económico fueron vitales para
estimular a pleno la genialidad de Gates y sus socios. El resultado fue una
extraordinaria combinación de progreso y desigualdad. Gates fue un pilar
central en la difusión de las computadoras, que revolucionó la economía y la
vida cotidiana de gran parte de las personas en todo el mundo, mientras que al
mismo tiempo amasaba una fortuna que lo ubicó en pocos años como el hombre
más rico del planeta. La objeción de Piketty empieza en este punto. No es
necesario “exagerar” en esos incentivos. Es entendible que la sociedad premie el
talento y es justificable que incentive el esfuerzo, el ingenio, la dedicación y
hasta la suerte con recompensas económicas, pero resulta injustificable la
magnitud de esas recompensas: injustificable desde el punto de vista de la
equidad, pero también desde el punto de vista de los incentivos. Gates no
necesitaba aspirar a una fortuna de 81.600 millones de dólares para desatar su
talento creador; Neymar no escatimaría su esfuerzo y talento si su ingreso
fuera inferior a los actuales 10 millones de euros anuales que gana; un
empresario exitoso no limitaría su espíritu emprendedor si la herencia que le
deja a sus hijos es inferior. La estructura de incentivos en las sociedades
modernas cumple un rol importante para el esfuerzo y el progreso, pero muchas
veces genera desigualdades exageradas, éticamente intolerables y sin ningún
sentido económico.
Un último punto referido al combo progreso-desigualdad. Como hemos
discutido, limitar la desigualdad en la estructura de remuneraciones puede
debilitar algunos incentivos y finalmente desacelerar el progreso económico.
Ahora bien, reconocer la existencia de estas vinculaciones no nos obliga a tomar
ningún camino específico. Con total legitimidad podemos preferir un sistema
con mínimas o nulas diferencias de ingresos, aun siendo conscientes de las
probables consecuencias en términos de progreso. Es completamente válido
ponderar con fuerza las virtudes de la igualdad y estar preparado para pagar
los costos de esa decisión. Lo que no es legítimo es tomar esa posición

21
desconociendo o descartando sin contemplar los argumentos y la abundante
evidencia que vincula los incentivos, el progreso y la desigualdad.
De hecho, sin llegar al extremo de pretender total igualdad, todas las
sociedades actuales toman decisiones en las que quizás se limita el potencial
productivo de la economía, pero con un objetivo superior, que es alcanzar una
distribución del ingreso más equitativa, y por ende una sociedad más armónica,
justa y cohesionada. Gravar con una suba de impuestos la producción y usar lo
recaudado para financiar la expansión de un sistema asistencial para adultos
mayores vulnerables no genera incentivos positivos para el crecimiento
económico. El impuesto posiblemente reduzca los incentivos a producir en el
país y retrase algunos proyectos de inversión productiva, mientras que el
beneficio a los adultos mayores vulnerables difícilmente se traduzca en un
aumento de la producción, la inversión o la innovación. Esta combinación de
política retrasa el progreso, pero muchos no dudaríamos en apoyarla con
vehemencia. Estamos dispuestos a crecer más lento, a demorar nuestro
progreso material, a pagar el costo de un menor nivel de vida para que hoy se
haga algo de justicia con un grupo de personas desfavorecidas. La equidad es
un objetivo importante, a menudo tan o más importante que el objetivo del
progreso. O al menos es lo que la ciencia nos sugiere.

La preocupación por la desigualdad


Algunas páginas atrás afirmamos que hay dos razones fundamentales
por las cuales preocuparse por la desigualdad económica: en primer lugar es
posible que tenga consecuencias negativas sobre otras variables, y en segundo
lugar es un reflejo de inequidad social, y en consecuencia es per se un fenómeno
negativo. Estas sin embargo son razones teóricas, que surgen de reflexionar
sobre el problema. Ahora bien, en la práctica, la gente común en el mundo real
¿se preocupa por la desigualdad?, ¿es parte de sus inquietudes?
Las declaraciones políticas acerca de la importancia de la igualdad son
habituales. La meta 10 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones
Unidas es “reducir la desigualdad en y entre los países”. Las propias Naciones
Unidas proclamaron al 20 de febrero como Día Mundial de la Justicia Social
con el argumento de que “… la justicia social, la igualdad y la equidad
constituyen los valores fundamentales de todas las sociedades”. Pero, ¿es esto
el reflejo de lo que ocurre a nivel de cada persona?
Las ciencias, tanto sociales como naturales, sugieren una respuesta
positiva. Existe abundante evidencia empírica en ciencias políticas,
antropología, historia, sociología, psicología, neurociencias y economía sobre el

22
disgusto del ser humano hacia ciertas situaciones de desigualdad, disgusto que
proviene en general de la percepción de que esas situaciones son la
manifestación de alguna injusticia, éticamente objetable. 12
En las encuestas sobre valores y percepciones, cada vez más frecuentes y
extensas, la mayoría de los entrevistados manifiesta preferencias por la
igualdad. Ejemplos de estos hallazgos son reportados en encuestas de todo tipo.
Algunos usan encuestas específicas propias de algunos países, como la General
Social Survey de Estados Unidos; otros aprovechan emprendimientos más
ambiciosos con mayor cobertura internacional, como el International Social
Survey Programme, la World Values Survey, la European Social Survey o la
Gallup World Poll. En algunos casos, los propios investigadores diseñan sus
cuestionarios o experimentos para evaluar las preferencias distributivas. 13 En
todos los casos, las respuestas apuntan a preferencias, con matices, por una
distribución más igualitaria del ingreso, la riqueza y las oportunidades
económicas.
Son interesantes los resultados de experimentos en los que los individuos
implícitamente manifiestan gusto por resultados más igualitarios. Por ejemplo,
Fehr y Schmidt reportan ese hallazgo en distintos tipos de juegos. En el juego
del ultimátum, por ejemplo, se les ofrece a dos personas repartir una suma de
dinero, digamos 100 dólares, aportada por el organizador del juego. El jugador
A debe decidir cómo repartir esa suma, mientras que B decide aceptar o no esa
propuesta. Lo interesante del juego es que si B no acepta, el juego termina y
tanto A como B se quedan sin nada. Si se suponen individuos racionales no
altruistas, la predicción del resultado de este juego es que A propone quedarse
con un valor muy parecido a 100 dólares, digamos 99 dólares y B decide
aceptar, dado que 1 dólar es mejor que nada. La realidad contradice esta
predicción: en los experimentos realizados las personas tipo A reparten los 100
dólares de manera mucho más equilibrada, aunque no totalmente igualitaria, y
las personas tipo B tienden a aceptar estas propuestas. Cuando hay un caso en
el que A propone una división muy sesgada, B la rechaza pese a que este
rechazo implica quedarse sin nada. Algunos interpretan estos resultados como
signo de las preferencias por resultados “justos”, que en este caso se identifican
como aquellos que implican repartos aproximadamente igualitarios.

12 Sobre la formación de preferencias con aversión a la desigualdad, consultar Dawes et al.


(2007), Fehr y Schmidt (1999) y Tricomi et al. (2010).
13 Entre otros, Amiel y Cowell (2000) usando encuestas a estudiantes, Corneo y Gruner (2000)

utilizan datos del International Social Survey Programme, García Valiñas et al. (2005) usan la
World Values Survey, y Keely y Tan (2008) la General Social Survey de Estados Unidos.

23
Es interesante una extensión del juego en la que los participantes deben
resolver un problema analítico antes de comenzar. El ganador de esta prueba
inicial tiene derecho a ser el participante A y el perdedor toma el lugar de B.
En estos casos el juego suele terminar en repartos más desequilibrados a favor
de A. Una interpretación es que el resultado de la prueba establece
implícitamente un orden de méritos entre los jugadores, que de alguna forma
legítima una división del premio más sesgada hacia el que se ha revelado como
más “talentoso”. El jugador A se siente merecedor de un premio algo mayor y B
lo convalida. De cualquier forma, aun en estos casos nunca se llega al caso de
total desigualdad.
Pero, ¿de dónde viene esa preferencia por la justicia, y en particular por
la igualdad? Según algunos, no hay que buscar muy lejos: está ahí nomás,
grabada en nuestro cerebro. En un artículo en la prestigiosa Nature Elizabeth
Tricomi y sus colegas reportan resultados de juegos semejantes a los relatados
arriba. Con una diferencia: quienes jugaban lo hacían con un casco. Un casco
con sensores, parte de un aparato de imágenes por resonancia magnética
funcional. Esto les permitió a los científicos detectar evidencia neuronal de la
aversión a la desigualdad. Existe una parte concreta de nuestros cerebros, más
precisamente en la corteza prefrontal ventromedial, que se estimula y que
genera displacer ante estímulos que se decodifican como desiguales.
Naturalmente, las experiencias de cada uno, el medio ambiente y la cultura
van moldeando esas preferencias, pero todos venimos de fábrica con alguna
preferencia por la igualdad.
Los estudios de bienestar subjetivo están en auge en economía. Surgen
de preguntar a la gente no por su ingreso o por alguna otra variable objetiva,
sino por la percepción de su nivel de bienestar, por su felicidad, por la
satisfacción con su vida. Naturalmente se trata de preguntas difíciles de
codificar, pero los economistas y otros científicos sociales lo intentan. De esos
estudios surgen resultados interesantes, aunque esperables; la felicidad
reportada varía con la edad, con el nivel socioeconómico y con el estado de
salud. Hay factores idiosincráticos que también afectan la felicidad reportada.
En un estudio con Pablo Gluzmann del CEDLAS, encontramos con datos de la
Encuesta Mundial de Gallup que, a igualdad de otros factores, es decir para
personas con semejante edad, nivel socioeconómico, etc., los caribeños tienden a
estar más conformes con su vida que los argentinos o uruguayos. Basta
comparar las músicas nacionales de ambos grupos de países para sospechar
estas diferencias. Pero lo que también encontramos es que a mayor
desigualdad, menor es el nivel de satisfacción personal declarado. La gente no
disfruta tanto la vida en lugares donde hay más desigualdades, incluso

24
aquellas personas que están en el lado afortunado de la balanza.
Naturalmente, el efecto es mayor en aquellas personas que manifiestan
preocuparse más por la justicia distributiva, pero el efecto es significativo
también para el resto. Una creciente ola de estudios confirma estos hallazgos
en muchas partes del mundo: a la gente le disgusta vivir en sociedades
desiguales.
Algunos sostienen argumentos aún más extremos. En un provocativo
estudio Eduardo Lora y coautores, del BID, brindan evidencia sobre la
existencia de una paradoja del crecimiento para América Latina: en períodos de
aumentos generalizados pero no uniformes de ingresos la felicidad promedio en
un país puede disminuir. Esta variante de la conocida paradoja de Easterlin
sugiere que si la felicidad individual depende no del ingreso absoluto sino del
ingreso relativo a un grupo social de referencia, el aumento generalizado
aunque desbalanceado de ingresos no necesariamente aumenta la felicidad de
todos, y es posible que ni siquiera lo haga en promedio. ¿Quién podría objetar
una política que genere un aumento de los ingresos para todos? Este resultado
nos dice que si el progreso es generalizado pero desigual, quizás nos haga a
muchos, a la mayoría, más infelices. La existencia de esta paradoja aún no está
bien establecida y es motivo de arduas disputas entre analistas, pero en todo
caso alerta sobre la importancia de considerar seriamente las cuestiones
distributivas. 14

Posturas distributivas

Hay pocos temas que dividan tanto las aguas ideológicas como las
posturas ante temas distributivos. La posición que una persona toma frente a
las desigualdades del mundo es reveladora de su ideología y sus preferencias
políticas. Aunque existen tantos matices como personas, es ilustrativo
simplificar la discusión en dos grupos. En un extremo están quienes piensan
que las desigualdades económicas son en buena parte justificables, ya que
provienen de diferencias de talento, méritos, esfuerzo, preferencias, edad y
suerte. Hay desigualdades injustas, pero no son las que mayoritariamente
explican la dispersión de ingresos en el mundo real. En el otro extremo se
sostiene que la mayoría de las desigualdades no son justificables, ya que
provienen de factores que la persona no puede controlar: sus oportunidades

14 Layard, Mayraz, y Nickell (2009) encuentran que el ingreso relativo afecta el bienestar

individual en datos de series de tiempo para países desarrollados. Usando datos de corte
transversal mayoritariamente para países en desarrollo Deaton (2008) y Stevenson y Wolfers
(2008) no encuentran evidencia a favor de esa hipótesis.

25
educativas, el ambiente en el que crece, la herencia recibida. Se reconoce que
hay ciertas desigualdades explicadas en el talento o el esfuerzo pero se sostiene
que el premio a estos atributos debe ser mínimo. ¿De qué depende que una
persona se identifique más con un grupo que con otro? Las razones son
múltiples, pero es útil destacar tres factores: las preferencias, los intereses y la
información.
En agosto de 2015 un estudio publicado en la revista de la Royal
Society británica reveló evidencia sobre un vínculo entre genética y
preferencias políticas. En particular, el gen DRD4, que tiene un papel en la
transmisión de la dopamina, podría intervenir en nuestras opciones políticas,
entre ellas en las preferencias por las políticas redistributivas. Es muy
probable que a partir de la revolución generada a partir de las posibilidades de
secuenciar el genoma humano, nuevos estudios confirmen que en parte nuestra
sensibilidad a la equidad y nuestras preferencias distributivas están afectadas
por la particular forma como los nucleótidos se ordenan en un ínfimo segmento
específico, el del gen DRD4 u otros a descubrir, de las macromoléculas de ADN,
en nuestros cromosomas. No se trata de ciencia ficción: es solo ciencia. Nuestra
biología nunca puede ser ignorada para entender cómo somos.
Pero aun los genetistas más fanáticos conceden que nunca los genes son
los únicos determinantes de una característica humana compleja. Las
preferencias distributivas de una persona sin duda son afectadas por un
conjunto de experiencias y factores culturales, que a lo largo de la vida van
moldeando el pensamiento, los juicios de valor y la ideología. La famosa batalla
“innato versus adquirido” (nature versus nurture) termina en el caso de las
preferencias distributivas igual que en otras áreas con tres conclusiones: (1)
ambos factores son importantes; (2) no sabemos bien cuál es la importancia
relativa de cada uno; (3) son necesarios más estudios.
Existen dos elementos centrales en la formación cultural de esas
preferencias: los intereses y la información. Las políticas, y en particular las
distributivas, afectan los intereses de cada uno de nosotros. El apoyo en teoría
a una determinada medida se puede desvanecer en la práctica al notar que nos
afecta negativamente. Las personas más ricas tienden a apoyar menos las
políticas redistributivas que las personas más pobres; entre las razones
seguramente figuran los intereses económicos. Es frecuente el cambio de
ideología en las personas con el paso del tiempo; pocos en nuestros cincuentas
pensamos como lo hacíamos en nuestros veintes. En ello influyen muchos
factores genuinos y atendibles como el mayor conocimiento, la experiencia y la
prudencia, pero en parte también un cambio en nuestros intereses: tenemos
más que perder que cuando comenzábamos.

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En las preferencias distributivas otro elemento es clave: la percepción de
la realidad. Si creo que las desigualdades en el mundo se generan
principalmente a partir del talento y el esfuerzo, y pienso que las políticas
redistributivas traban el progreso, es claro que mi postura será muy diferente a
la que surge de percepciones de la realidad opuestas. Esas percepciones que
condicionan mis preferencias redistributivas se van construyendo con el tiempo
sobre la base de procesar información. El resultado depende de la máquina de
procesar información -nuestros cerebros, afectados por cuestiones genéticas y
culturales-, y naturalmente también por la información recibida.
En un excelente trabajo Guillermo Cruces, Ricardo Pérez Truglia y
Martín Tetaz diseñaron un experimento en el que las personas inicialmente
estiman su posición en la distribución del ingreso y manifiestan sus
preferencias redistributivas. La estimación de la posición en el ranking
nacional de ingresos es una tarea difícil para no especialistas: las personas
terminan en general ubicándose en ese ranking en función de su grupo de
referencia local; sus amigos, sus colegas, sus vecinos. En una segunda etapa los
investigadores revelan a los entrevistados su verdadera posición en el ranking
nacional. Y acá viene lo interesante: aquellas personas que descubren que en
realidad son más pobres en términos relativos de lo que creían, revisan sus
respuestas y demandan niveles de redistribución más altos. Es la mejor
información sobre su verdadera ubicación en la distribución del ingreso lo que
modifica la inclinación de una persona hacia las políticas distributivas.
De esta discusión se desprende un corolario importante. Las ciencias
sociales tienen un enorme desafío en avanzar hacia la medición y comprensión
de la realidad y de los mecanismos que están detrás de los fenómenos sociales.
Tienen además la enorme responsabilidad de brindar la mayor y más objetiva
información sobre los mismos para contribuir a un debate lo más franco,
abierto, racional e informado posible. Lo que sigue del libro está guiado por ese
objetivo. Pero antes, un breve resumen para recapitular.

En resumen
El estudio de la desigualdad −su medición, sus determinantes, las
políticas dirigidas a reducirla− constituyen un área de enorme relevancia en las
ciencias sociales, y un campo en el que, como pocos, se cruzan la investigación
objetiva, los juicios de valor y las ideologías. Casi indefectiblemente toda
discusión distributiva tiene implícita una posición sobre lo aceptable o no de las
diferencias económicas entre las personas, sus causas y la necesidad de realizar
esfuerzos compensadores para reducirlas.

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Hay desigualdades que no son necesariamente injustas, que surgen del
premio al esfuerzo, la dedicación y el talento. Más aún, la existencia de
compensaciones distintas es un poderoso motor para el esfuerzo, la innovación,
y el riesgo; y en consecuencia para el progreso económico y social. Pero muchas
de las desigualdades del mundo real no pertenecen a ese grupo: son el
resultado de oportunidades distintas, de discriminaciones, de abusos de poder,
de violencia y corrupción. La desigualdad es un fenómeno social complejo,
multidimensional, elusivo. Como tal, admite matices e interpretaciones y no es
recomendable enfrentarlo con posturas ideológicas rígidas, ni atarse a ejemplos
o representaciones únicas. Los ingresos entre las personas son distintos por
múltiples razones. Algunas de ellas nos pueden parecer aceptables, como en el
caso de una persona talentosa o esforzada de ingresos altos, y otras
inaceptables, como en el caso de una persona de ingresos bajos ocasionados por
la falta de acceso a una educación formal de niño. No es razonable citar un
ejemplo del primer tipo para desestimar la relevancia de los problemas
distributivos, su estudio y toda política redistributiva, así como tampoco es
razonable citar un ejemplo del segundo tipo para argumentar que toda
desigualdad es condenable y justificar cualquier política redistributiva.
Finalmente, la desigualdad es un fenómeno de la realidad, y por lo tanto
casi trivialmente, es importante combinar la reflexión con la mayor carga de
evidencia empírica posible. ¿Cuán alta es la desigualdad?, ¿cómo ha
evolucionado en el tiempo?, ¿cuáles han sido los factores que la han moldeado?,
¿qué políticas han tenido algún efecto, y cuáles fracasado? Ninguna de estas
preguntas tiene una respuesta única y toda la evidencia es aun debatible, pero
no es poco lo que ha avanzado el conocimiento sobre estos temas. Informarse
sobre los hechos, las deficiencias en la información, las interpretaciones y las
hipótesis es importante para participar activamente en un debate más
informado y en consecuencia más productivo.

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