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Sociología de la música y teoría sociológica en la conformación de una


sociología sonora. .

Conference Paper · June 2016

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Cristián Martín Pérez-Colman


Complutense University of Madrid
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Cristián Martín PÉREZ COLMAN

XII CONGRESO ESPAÑOL DE SOCIOLOGÍA

GT 18 SOCIOLOGÍA DE LA CULTURA Y DE LAS ARTES

Sociología de la música y teoría sociológica en la conformación de una


sociología sonora

Como el sonido posee un impacto sentido casi inmediatamente y, cuando


experimentado, posee un efecto ubicuo/penetrante (pervasive), se hace
necesario modificar los modelos históricamente establecidos de sonido o
música como no-corpóreos, etéreos, incluso no-físicos. Hoy experimentamos
los sonidos a través de las tecnologías de amplificación de los medios de
comunicación y de proyección sonora que nos permiten experimentar los
sonidos como corpóreos; pero en tiempos pretéritos a tales experiencias se
les negaba cualquier valor estético. Así que, […+ ¿Cómo podemos pensar
nuestros cuerpos de forma diferente, de forma más adecuada a los aspectos
de su experiencia corporal? (Schulze, 2012: 201).

Introducción: el campo sonoro y la sociología

El sonido es una herramienta de trabajo fundamental para comprender los procesos de


desarrollo sociales, sean urbanos, semiológicos o demográficos. La teoría del campo sonoro o
teoría del oído social es una forma de acercarse al análisis de las dimensiones sonoras del
mundo social. Se trata de un modelo analítico que propone oír con la sociología y oír a la
sociología. Oír a los demás cómo oyen –el análisis del gusto musical, sea según la conformación
de oyentes (Adorno, 2009), sea según la conformación de clases de gusto (Bourdieu, 1988)-,
oír a los demás cómo hacen ruidos –sean los ruidos de la modernidad (Schafer, 1994) y la
industrialización musical (Théberge, 1989), sean los ruidos o formas de sonar de los distintos
tipos de música Country (Peterson, 1997)-, o, parafraseando a Peter Szendy, oír cómo oye a la
teoría sociológica (Max Weber oyendo el proceso de racionalización musical).

Del mismo modo que en el pensamiento contemporáneo se ha dado un giro corporal –desde
la sociología (Turner, 1994; García Selgas, 1994; LeBreton, 2005) hasta la musicología (Pelinski,

1
2005)-, la teoría del campo sonoro es también una recuperación de la dimensión corporal de la
vida social; en particular, recuperación de la dimensión corporal del sonido. En Pérez-Colman
(2015) propuse un primer acercamiento teórico analítico al campo sonoro, definiéndolo como
un «sistema [sonoro] solidario cuyas partes –espacios, actores, actantes o instituciones– están
ligadas y vibran al unísono» (ibíd.: 119) y presenté una serie de conceptos, algunos propios,
otros provenientes de la sociología, la antropología de la música o la ecología acústica, que
podrían ayudar a acercarnos al estudio y análisis de los fenómenos sonoros: el habitus o hexis
corporal de Pierre Bourdieu como orientación fenomenológica al entorno sonoro (ibíd.: 111),
más algunos conceptos provenientes de la ecología acústica de Murray Schafer, como el
paisaje sonoro como entorno acústico o los tipos de sonoridades dentro de un paisaje sonoro
(ibíd.: 112), también los campos de actividad de Thomas Turino (ibíd.: 114), o incluso las
discrepancias participatorias de Charles Keil (ibíd.: 115).

La tesis de la que partía era que el mundo de la vida sonora va ligado inextricablemente a la
audición: la RAE define al sonido como la «sensación producida en el órgano del oído por
el movimiento vibratorio de los cuerpos, transmitido por un medio elástico, como el
aire». Es decir, la RAE define al sonido como la relación perceptiva entre un sujeto que
posee las capacidades auditivas (sea un actor de carne y hueso, sea también un
ordenador al servicio de una investigación,1 sea incluso una institución de
consagración artística,2 sea la misma sociología) y una serie de fenómenos en acción,
interacción o movimiento vibratorio, dentro de un espacio determinado que permita la
circulación de esas ondas vibratorias, sea un campo de actividad musical, un campo de
distinción social o un campo lingüístico; en definitiva, un campo sonoro.

Por esto, asumir el mundo de la vida sonora como íntimamente ligado a la audición y a las
capacidades auditivas debería llevarnos en un primer momento, si nuestro objetivo es acercar
el campo sonoro a la teoría sociológica, a buscar ayuda en los presupuestos teóricos de la
sociología del cuerpo. Podemos recuperar una tradición sociológica –de George Simmel (1977)
a Marcel Mauss (1979), y de Norbert Elias (1987) a Pierre Bourdieu (1991)- que ha puesto el
foco de análisis en la corporalidad y que, centrándonos ahora en el campo sonoro, nos
permitirá mirar y sobre todo oír al cuerpo humano en acción.

Podemos rastrear este oír sociológico –u oído de la sociología- en la sociología de la música, y


en particular en su análisis de los procesos de racionalización musical (Weber, 2015), o en el
estudio del desarrollo de las formas de la música Country (Peterson, 1997); en una posible
tipologización de las formas mediadas de audición (Adorno, 2009), o en el tomar en cuenta a
las disposiciones corporales de atención puestas en juego en las actividades auditivas (DeNora,
2000). Esto nos permitirá volver sobre la sociología de la música, entendida ahora como uno
de los posibles itinerarios de una sociología sonora. Para, finalmente, presentar un caso
verdaderamente singular que la sociología sonora debería intentar estudiar y analizar: los
gritos atronadores en los conciertos de los Beatles, extraña mezcla de música, ritual y volumen
que conformaron un campo sonoro.

1
El ejemplo más claro son las 400.000 canciones que oyeron los ordenadores que participaron en el
informe de Serra et al. (2012).
2
Los premios Grammy, por ejemplo.

2
Cuerpo, oído, sonido: vibración consonante

El átomo o unidad mínima social en la que se generan sentimientos de membresía y cohesión,


sea un clan totémico, la experiencia de un concierto musical o una algarada, consta siempre de
unos mecanismos precisos de identificación y proyección. En esa identificación o proyección, la
sociología ha reconocido una consonancia, una alineación de ideas y percepciones que, con
independencia epistemológica del verdadero grado de comprensión mutua, permite a los
sujetos de la acción coordinarse y participar al unísono. En palabras de Durkheim, «los
miembros del clan y las cosas a éste adscritas forman, al estar reunidas, un sistema solidario
cuyas partes están ligadas y vibran al unísono» (Durkheim, 1992: 139). Se trata de la base
material de la vida social, los cuerpos de que se compone. Durkheim sitúa a los cuerpos, y a los
fenómenos que comprometen, en la base material de los objetos de estudio sociológicos. Sin
embargo, a pesar de estudiar la naturaleza de los fenómenos religiosos y ritualísticos en la
Australia nativa, y a pesar de preocuparse por el estudio del sustrato material de la vida, 3 no
llegó a preguntarse por la naturaleza sonora de la vida social. Naturaleza sonora en tanto
mundo sonoro en el que se producen y perciben sonidos.

En su ensayo «Digresión sobre la sociología de los Sentidos», Georg Simmel (1977) sí se


preguntó por la naturaleza de las bases perceptivas de la vida social. Describiendo al oído
como un fenómeno supra individual y como una orientación incesante hacia el mundo, para
Simmel «todo lo que suena en un espacio han de oírlo cuantos se hallan en él» (ibid.: 684).
Esta supra individualidad del oído, es decir, esta capacidad compartida, es la base material que
permite la coordinación y consonancia social que funde a un grupo humano en una
«comunidad de impresiones» (ibíd.: 685). Podríamos definir este fundirse en una comunidad
de impresiones sonoras de la misma forma en que Randall Collins describe los rituales de
interacción, señalando que ocurre «cuando los cuerpos humanos se acercan lo bastante como
para que sus sistemas nerviosos sincronicen recíprocamente sus ritmos y anticipaciones; la
estimulación del sustrato fisiológico que emociona un cuerpo individual procede de su
conexión con los ciclos de retroalimentación que recorren los cuerpos de otros participantes»
(Collins, 2009: 10).

La forma posterior en que pueda materializarse una comunidad de impresiones dependerá de


los desarrollos históricos que conformen las distintas técnicas corporales. Aunque Marcel
Mauss (1979) no incidió más que someramente en la constitución de distintas idiosincrasias
corporales vinculadas a formaciones sociales, su concepto de técnica como forma propia de
una comunidad o grupo humano («mi generación no ha nadado como lo hace la generación
actual», decía, por ejemplo) sirve para señalar cómo se diseña el cuerpo en función de un
orden social.

La diferencia entre la sociología del cuerpo que propone Mauss y aquella que se desprende de
la propuesta simmeliana, radica en que con Mauss y, con él, los durkheimianos, «se crean las

3
«La sociología no puede desentenderse de lo que concierne al sustrato de la vida colectiva»,
entendiendo al sustrato como la base material, incluyendo «hechos sociales de orden anatómico o
fisiológico» (Durkheim, 2002: 44).

3
bases para hablar propiamente de la construcción socio-histórica del cuerpo; [mientras que]
en el caso de Simmel [su sociología sirve] para abordar el estudio de la construcción corporal
de lo social» (Ramos Torre, 2007: 421). No se trata, como señala Ramón Ramos Torre, de una
reducción social o biológica, sino de la incidencia tanto de las formas de educación, en sentido
amplio, como de «las posibilidades sociales que están contenidas en las características del
cuerpo humano y […+ en sus sentidos» (ibíd.).

El caso del joven Mozart, a caballo entre el desarrollo del proceso de la civilización y el
surgimiento de las nociones de autonomía artística (Elias, 2002), es un claro ejemplo de la
imbricación o vibración consonante entre las condiciones de la existencia, social y personal, y
los procesos históricos de configuración y establecimiento de espacios sociales vinculados a la
producción y consumo culturales, estéticos o artísticos. La tragedia de Mozart, como la llama
Elias, consistió en intentar «transgredir *…+ los límites de la estructura de poder de su
sociedad, a cuya tradición estética se sentía aún muy vinculado *…+ y además es determinante
que lo hiciera en una fase de desarrollo de la sociedad en la que las relaciones de poder
tradicionales todavía estaban prácticamente intactas» (Ibíd.: 33). Como señala Michèle Dufour,
en la obra de Mozart, fundamentalmente en sus óperas, «se abre un horizonte amplio de
reflexiones que explora tensiones sociales y contradicciones psicológicas entre la libertad
individual y colectiva, ante los presagios de unos cambios imperativos en la organización de los
afectos que tantean un mundo mejor» (Dufour, 2016: 27): en sus obras podemos oír la
contradicción entre la moral cortesana o tradicional y el romanticismo burgués o moderno.

A diferencia de Beethoven, nacido sólo 15 años después de él, Mozart nunca llegó
completamente a emanciparse del mecenazgo ni a transformarse en un artista libre. Si bien en
el siglo XVIII, como menciona Elias, llegó a darse una «especie de mercado libre para la
producción literaria, [donde] existía una primera configuración del mercado editorial, [así
como] se estaba transformando un público burgués culto que se interesaba por la literatura
alemana, [dando inicio así, aunque de manera incipiente, a] la figura social del artista libre; [en
el ámbito del mundo musical] la decisión de Mozart de establecerse como un artista libre tuvo
lugar en una época en la que para un músico de elevada categoría no existía en la estructura
social un puesto semejante» (Ibíd.: 51-2). Sin embargo, la autonomía posterior del campo
musical, de algún modo, no habría sido posible sin ese choque de Mozart contra los límites
sociales de la música. Y esto, del mismo modo que el proceso de la civilización no se habría
dado sin ir estableciendo límites al comportamiento humano.

En El proceso de la civilización Elias (1987) señala que el proceso civilizatorio reposa no sólo en
el control afectivo de la agresividad y el cariño, mediante la interiorización de disposiciones
sociales, sino en el control de todas las manifestaciones corporales, desde la educación de las
maneras de comer, sujetar los tenedores, alejar progresivamente los cuchillos de la mesa
como espacio de socialización, hasta el ocultamiento de las satisfacciones corporales tales
como eructos, heces, pedos o sonarse la nariz. En este sentido, el humor escatológico de
Mozart –sus «bromas de referencia anal» (Elias, 2002: 152)-, queda situado también en un
momento de transición: todo parece retratar esa «transición de un arte artesano a un arte
artístico» (ibíd.: 199), transición consonante con el proceso civilizatorio que acompaña el
surgimiento, ascenso y consolidación de la burguesía europea. Íntima relación entre las
maneras de comportarse y las maneras de sonar.

4
Pierre Bourdieu también ha hecho lo suyo por recuperar en la teoría sociológica ese cuerpo
que Simmel o Mauss, y luego Elias, intentaron hacer presente, y que aquí proponemos oír. Es
decir, oír el cuerpo, nuestra propuesta, debe entenderse como parte de esa misma
recuperación del cuerpo como dimensión del análisis sociológico que viene ocurriendo desde
hace más de treinta años. Lo que me interesa de Bourdieu y su sociología del cuerpo es, por un
lado, la unidad analítica que conforman cuerpo y cognición bajo el concepto de habitus y, por
otro lado, cómo se expresa a través de la hexis corporal.

Bourdieu (1991) situó la corporalidad en el centro del espacio social, donde se ejercen y actúan
las primeras impresiones, y donde se generan las disposiciones y orientaciones específicas
correspondientes o consonantes que conforman dicho campo, sea un mercado lingüístico,
económico, sexual o sonoro-musical. Es para centrarse en la dimensión física del habitus que
recurre al término griego hexis. Hexis corporal que funciona como una «mitología política
realizada, incorporada, convertida en disposición permanente, manera duradera de
mantenerse, de hablar, de caminar, y, por ello, de sentir y pensar» (1991: 119) y, nosotros
agregaríamos, sonar. Como un esquema postural singular y sistemático, solidario con todo un
sistema de objetos, la hexis corporal está cargada de significaciones y valores, sistema de
objetos «que se lee con todo el cuerpo, en y por los movimientos y desplazamientos que
trazan el espacio de los objetos a la vez que son trazados por él» (ibíd.: 130).

Si bien el sonido del cuerpo en la obra de Bourdieu, por ejemplo, en La distinción, fue correlato
del gusto de clase o del establecimiento de prácticas de consumo, también es cierto que sitúa
al lenguaje como una técnica corporal, entendiendo las competencias lingüísticas como una
dimensión de la hexis corporal (Bourdieu, 2001: 59-60). Siguiendo sus hipótesis podríamos
acercarnos al estudio de acentos lingüísticos desde una sociología del cuerpo, tanto de las
técnicas implicadas en la vocalización regional, como de la corporeización de la voz social, así
como de los procesos históricos que la han configurado. Por extensión, podríamos ampliar esta
sociología del cuerpo a casi toda la producción sonora, incluyendo, claro está, a la música.

Una sociología de la música con el foco en la producción sonora

A la luz de estos desarrollos en teoría sociológica, y en particular en la sociología del cuerpo,


podemos apreciar y entender la sociología de la música como el análisis de la constitución y
establecimiento de formas estructuradas de hacer sonar a la sociedad. El proceso de
racionalización musical es su ejemplo más rotundo: el salto a una octava dividida en doce
sonoridades iguales –la llamada afinación temperada- determina en casi su totalidad nuestra
forma actual de oír y hacer música. La tesis de Max Weber, según la cual la armonía, el
temperamento y su medio técnico, el piano, conforman nuestra sensibilidad musical,
obligando a la música a seguir unos caminos sonoros en detrimento de otros (Weber,
2015:184) puede analizarse a partir de los postulados de Simmel, Mauss (y con él, Durkheim),
Elias y Bourdieu acerca del cuerpo.

El piano es un instrumento cómodo de tocar, somete al cuerpo mucho menos que aquellos
instrumentos, como los de cuerda o viento, que pueden ejercer un modelado corporal (callos,

5
heridas o deformaciones articulares).4 Dentro de su gran abanico de posibilidades, el piano no
suena igual al mando de un concertista clásico, de un músico de jazz o uno de salsa. Cada
género posee una idiosincrasia propia, tanto en las técnicas de aprendizaje como de ejecución,
y ello se traslada a la forma de sonar y generar participación. Para llegar a este instrumento, el
proceso histórico previo hubo de apoyarse en el desarrollo del teclado como representación
de la octava –siguiendo la progresión y evolución del órgano, que a su vez fue «una
combinación de la flauta de Pan y el principio de la gaita» (Weber, 2015: 168)-, y tuvo sus
antecedentes técnicos en el clavicordio y en el clavicémbalo (ibíd.: 176).

El piano, con su capacidad de modular la intensidad de las notas, permitiendo nuevos registros
de expresividad, no sólo permitió el desarrollo del Romanticismo, sino que fue el vehículo por
antonomasia, dentro de la industria de la música popular, de Tin Pan Alley o del Brill Building
en Nueva York.5 Primero en el mercado editorial, luego en el discográfico, siempre a través del
sonido intermitente de los pianos con que trabajaban los distintos compositores.

Esta industria musical, que con el modelo del Brill Building llegó a una suerte de producción
fordista, y a la que Weber no llegó a conocer, disgustó sensiblemente a Theodor Adorno, quien
veía en ella al totalitarismo. Adorno escapó de la Alemania nazi, y creyó identificar en la
producción cultural norteamericana, producción cultural que definió como industria cultural
(Horkheimer y Adorno, 1988), un mecanismo para someter a las masas, como había ocurrido
con el uso que el partido nazi hizo de los medios de comunicación. Si bien Adorno confundió la
parte con el todo, es cierto que cultura y propaganda van por los mismos cauces en la sociedad
industrializada de masas.

A pesar de una persistente sordera que tuvo hacia la industria discográfica en general y, como
señalan Noya, del Val y Muntanyola (2014: 547), hacia el jazz en particular, Adorno fue de los
primeros sociólogos que intentó oír a los tipos de comportamiento musical que esta industria
provocaba o generaba. Su tipología de los oyentes de música (Adorno, 2009) fue una manera
de oír a los demás oír. Y aunque está llena de juicios de valor (por no decir, sencillamente,
prejuicios), se trata de una tipología basada en la escucha, lo que convierte a los participantes
en oyentes, y no está basada, en cambio, en hábitos de consumo o de agregación, que
convertirían a los participantes en consumidores o miembros de alguna tribu urbana o moda.
Es decir, Adorno agrupó una serie de prácticas que tienen que ver más con la forma de
relacionarse con unas sonoridades (escuchar) que relacionarse con un espacio de ubicación
social según el gusto (comprar, distinguirse), como es en Bourdieu (1988).

Es precisamente la comparación con los sujetos bourdesianos de La distinción lo que hace tan
potente a la tipología de Adorno. Porque el consumo cultural como forma de situarse en un
espacio simbólico del gusto es tan solo una de las posibilidades de relacionarse con los sonidos
musicales. Y es una forma que Adorno tilda de «esnobismo cultural» (2009: 183). Estas formas
de escucha van del conocimiento acertado de lo que se escucha, el llamado «oyente experto»

4
Esto no quiere decir que no someta al cuerpo a dolencias y vicisitudes; téngase en cuenta, por ejemplo,
los dolores crónicos que desarrolló en sus brazos Clara Schumman.
5
Tin Pan Alley es el nombre con que se conocía la calle neoyorkina en Broadway donde se aglutinaban
las casas editoriales. Brill Building, o Edificio Brill, fue un edificio de oficinas, también en Broadway,
construido en los años ’30, que alojó a varios editores y compositores, y donde se manufacturaron
grandes éxitos del pop.

6
(ibíd.: 180), basado en las nociones adornianas de la escucha estructurada, pasando por «el
buen oyente» (ibíd.: 182), «el consumidor cultural» (ibíd.: 183) (el mencionado esnobista
cultural), «el oyente emocional» (ibíd.: 184), «el resentido» (ibíd.: 186) y «el oyente
entretenido» (ibíd.: 191).

Para Adorno, la escucha estructurada es la escucha acertada. Ésta remite tanto a la


predisposición del oyente, que tiene al acto de escucha como momento de total entrega y
atención al sonido, como a la naturaleza propia de la obra bien hecha, la cual ha de ser cerrada
y coherente (siempre según las premisas de Adorno). Sin embargo, a efectos cuantitativos,
Adorno reconoce que el tipo más importante es el llamado oyente entretenido, el cual recurre
a la música por costumbre y hábito (Adorno lo asemeja a un fumador) y que a día de hoy
podemos identificar como el gran producto de la industria discográfica, un oyente que necesita
el ruido de la música. Un oyente domesticado en las sonoridades propuestas por la industria
discográfica. La forma sociológica en que nos relacionamos con los sonidos es una de las
grandes aportaciones de Adorno, y aunque su tipología sea mejorable, ayuda a entender el
establecimiento de un campo sonoro a partir de la producción sonora y su asimilación (o
educación o entrenamiento).

Richard Peterson también se interesó por las formas en que se industrializó la producción
musical. Su estudio sobre el surgimiento del género country (Peterson, 1997) plantea, en
términos cercanos a la sociología del arte de Bourdieu (2002) por un lado, a pesar de las
diferencias entre ambos sociólogos, y cercana a la etnomusicología de Steven Feld (2005) por
el otro, una homología (en términos bourdianos) o iconicidad (según Feld) entre sociedad y
sonido, entre orígenes sociales y culturales y formas sonoras de experiencia. Su foco de
atención en este estudio está puesto, por decirlo de algún modo, hacia abajo, hacia las bases
sociales de la producción, y arriba, como Adorno, hacia las bases de la cultura industrial.
Peterson habla de una dinámica de interacción sonora dentro de la música country que se
funda en dos tendencias: por un lado, la versión comercial, sofisticada de la música country,
amable con el oído común: el estilo soft shell. Y por otro lado, el estilo tradicional, que
Peterson llama hard core, que, con su sonido más duro, es la versión auténtica, rústica, de la
música country (Peterson, 1997: 147).

La versión comercial no es tanto sofisticada como sino de más fácil absorción o asimilación,
basada en un respeto mayor al proceso de racionalización musical en tanto construye una
sonoridad temperada, mientras que la versión auténtica, tradicional, aunque muy popular
también, se construye a partir de (así como trata de proyectar) la experiencia vivida de las
durezas e inclemencia de la vida rural norteamericana, y no se preocupa tanto por afinar o
sonar bonito como por transmitir la rugosidad de la experiencia. Digamos que es un sonido
poco domesticado. Peterson señala que «la interacción dialéctica entre las tendencias soft
shell y hard core han servido para revitalizar continuamente la música country» (ibíd.: 155). Se
trata de dos formas sociales de sonar. Una, profunda, auténtica, visceral, desde abajo. La otra,
traducida, adaptada, sin callos, desde arriba.

Hablo de callos porque pienso en el cuerpo y la adaptación al entorno en que vivimos. Así
como tocar una guitarra puede generar callos en las yemas de los dedos, el sonido, según su
intensidad y naturaleza, al ser percibido por los recursos auditivos (auditory device) que la

7
música educa y permite (affords) en nuestra audición (Denora, 2000: 86), también, en su
incidencia física, crea una suerte de callosidad, una callosidad o adaptación auditiva. ¿Cómo
nos explicamos, no ya que se hagan, sino que se disfruten, músicas con timbres, texturas o
volúmenes tan exagerados cuya primera escucha llega a lastimar nuestros oídos (Johnson y
Cloonan, 2009)? Los sonidos del country hard core, aunque no son los sonidos de un heavy
metal extremo, son, con relación al estilo soft shell, una sonorización más descuidada, vitalista,
que requiere adaptación del aparato auditivo. Tenemos que volver a la simmeliana
construcción corporal de lo social, o, como lo señalaba Ramón Ramos, «las posibilidades
sociales del cuerpo»: esta adaptación acústica de nuestro sistema auditivo (adaptación onto-
acústica) sería similar a la adaptación que provoca el oído del proceso de racionalización
musical occidental (adaptación filo-acústica) cuando el establecimiento de un oído hecho a la
afinación moderna es en parte una eliminación progresiva de las discrepancias participatorias
históricas que ha generado la música como sonorización colectiva (Keil y Feld, 2005: 185). Esta
adaptación acústica sería la base de un campo sonoro.

Quien ha incidido recientemente en remarcar estas posibilidades sociales del cuerpo musical
ha sido Tia DeNora y su enfoque interrelacional entre cuerpo, sonidos y sociedad. El estudio
sociológico de la música, según DeNora, no puede eludir la materialidad animal pre-lingüística
de la que estamos hechos, y acomete el acercamiento al estudio de la relación entre cuerpo y
música desde una sociología del cuerpo (2000: 75). De este modo, resalta las interacciones
sonoras de los nonatos con el ritmo cardíaco de la madre, «la sinfonía intrauterina» (ibíd.: 77),
y cómo los sonidos de la música pueden llevar a una sincronización (entrainment) musical-
corporal (ibíd.: 78), porque «la música trabaja como un dispositivo de organización corporal
que facilita la conciencia encarnada (embodied awarness)» (ibíd.:84). DeNora se refiere de este
modo a orientaciones y expectativas dirigidas o focalizadas hacia el entorno físico que nos
rodea. Estas orientaciones y expectativas están basadas en nuestra naturaleza en tanto somos
criaturas animales (creaturely): no llegan a ser propositivas (non-propositional) o congintivas
(non-cognitive) y las compartimos de forma profunda con otras especies.

Esta fenomenología de nuestra percepción animal en el mundo sonoro que menciona DeNora
–y que se puede complementar con desarrollos recientes en teoría antropológica- cierra de
momento los elementos con que analíticamente intentamos construir el concepto de campo
sonoro: nuestra base material, ese legado del procesos de hominización, esa interrelación
histórica y biológica entre el animal que somos y la cultura en la que habitamos (Geertz, 1987).

Las gargantas Teenybopers: un campo sonoro pasado por alto

La línea teórica que va de Émile Durkheim a Randall Collins nos ayuda a pensar en las unidades
reducidas de la acción social: la situación cara a cara ritual en que los sentimientos de
membresía y cohesión son generados, reforzados o incluso menguados. De la efervescencia
colectiva a las cadenas de rituales de interacción, tenemos, en co-presencia física, vibraciones
al unísono (Durkheim, 1992: 139) o mecanismos de foco compartido y consonancia emocional
(Collins, 2009: 2). Esta co-presencia física nos lleva a mirar y oír a los cuerpos en interacción. ¿Y
de qué modo podrían darse vibraciones al unísono que sean constitutivas de campos sonoros?

8
El caso que quiero mencionar es el del griterío ensordecedor que se generaba en los
conciertos de los Beatles entre 1963 y 1966. Creo que se trata de un caso muy potente y algo
olvidado, pasado por alto. A pesar de la espectacularidad visual y sonora que suponía asistir a
uno de estos eventos (gritos, histeria, desmayos, cfr. Kane, 2007), la sociología no ha intentado
adentrarse en este tipo de comportamientos, lo que ha generado un vacío que se ha llenado
con interpretaciones psicologicistas (por ejemplo, Saibel, 2007). Cuando el mundo del rock se
normalizó en la academia en los años setenta, el análisis del consumo musical y sus
dimensiones culturales y simbólicas puso su atención en el fenómeno punk y sus posibles
antecedentes en la juventud de clase trabajadora de posguerra (Hall y Jefferson, 1976),
olvidándose de las teenybopers, salvo para hablar de las dimensiones de género (en el doble
sentido en castellano, sexual y musical) implícitas en su relación y oposición al cock rock (Frith
y McRobbie, 1990).

Un ejemplo sonoro del estruendo del griterío lo tenemos en The Beatles Live at the Hollywood
Bowl (EMI, 1977),6 donde, a pesar de haber sido grabado a partir de la mesa de mezclas
(soundboard)7 el sonido ambiente (es decir, las gargantas de las teenybopers) es tan fuerte que
se cuela indefectiblemente en los micrófonos dispuestos para recoger las voces,
amplificadores y batería. Sonoramente es como si a la música de los Beatles le fuera
inseparable una catarata de ruido blanco, como si los Beatles surfearan por encima de la ola de
gritos, haciendo que la distinción entre audiencias y artistas se vuelva porosa. Aunque la
separación física entre músicos y audiencias parece insalvable, unos sobre el escenario, otros
sobre las gradas, el fenómeno sonoro generado, el campo sonoro que se establece, no es del
todo un campo de actividad musical presentacional (Turino, 2008), donde unos van a ver y oír
y otros van a ser vistos y oídos, sino que suena como un campo de actividad musical
participatoria (ibíd.) en la que todos los presentes participan del ritual.

Creo que no erramos si seguimos a Paul Kohl (1996), para quien el beat boom o beatlemanía
fue un carnaval, cuyo frenesí fue un nivelador que derrumbó momentáneamente, como el
carnaval en la Edad Media, las jerarquías preexistentes. Las teenybopers o fans adolescentes
son expresión de esta nivelación. Se transforma la naturaleza de los conciertos, «cuando los
gritos ahogaban la música, como invariablemente ocurría, entonces eran las fans, y no el
grupo, quienes eran el show» (Ehrenreich, Hess y Jacobs, 1997: 536).

Las gargantas de las teenybopers nos ayudan a ampliar nuestra concepción del sonido y la
música y, con ello, también nuestra concepción de una sociología del sonido y de la música.
Esto no debe suponer ningún reto después de haber oído a las distintas vanguardias musicales
del último siglo, en las que, por ejemplo con la improvisación electroacústica (Gutiérrez, 2010),
participan distintas sonorizaciones que van más allá de la programación pentagramal. La
música concreta o electrónica podría ser otro ejemplo de frontera o límite sonoro que se ha
llevado un paso más allá, desplazando el espacio liminal que conforma el campo sonoro
(Santoro, 2016). Si la sociología de la música ha operado de una forma determinada,
dividiendo los campos de actividad, la producción y la escucha, en un primer momento, y luego

6
Publicado en 1977, contiene canciones grabadas en 1964 y 1965.
7
Sobre «soundboard»: se trata de la mesa de sonido, que es la mediación entre la producción y
recepción sonora de un concierto: micrófonos de voz, batería, a veces de instrumentos, a veces son los
instrumentos cableados directamente a la mesa y controlados por un técnico o ingeniero de sonido.

9
ha incorporado la mediación (Hennion, 2002), la teoría del campo sonoro debería servir al
sociólogo de la música para situar en una misma esfera sonora toda la actividad musical: la
producción, la mediación y la escucha. Las gargantas de las teenybopers encarnan en un primer
momento a las posiciones de consumo musical. Sin embargo, retomando a Ehrenreich et al.
(1997) y a Turino (2008), podemos constatar que las teenybopers alteran la naturaleza de los
conciertos. Sus gargantas suenan más que los decibelios eléctricamente amplificados de la
música de los Beatles. Suenan con ellos. Teenybopers y Beatles son los actores sonoros de los
conciertos de los Beatles. El campo sonoro de la beatlemanía separa músicos y audiencias (los
Beatles son semidioses) y a la vez los aúna (tan solo hay que oír sus conciertos). Al final, la
participación colectiva provoca un campo sonoro musical de actuación participatoria en el que
la audiencia se nivela, contagiándose de la embriaguez ritualística del concierto.

Conclusiones: una sociología sonora

Hacer una sociología de la música a partir de una sociología del cuerpo solo podía ocurrir
después de provocarse un giro corporal en el orden del pensamiento científico. Hasta hace
muy poco tiempo, música y cuerpo era casi un oxímoron. La música ha sido concebida en
Occidente desde la Gracia Clásica (pienso en Platón) como perteneciente al ámbito espiritual,
alejada del cuerpo y su experiencia –o, peor aún, asumiendo que la mezcla de música y cuerpo
podría ser peligrosa. Sin embargo, el sonido es una dimensión que contradice dicha
separación. La música, como sonido, es ante todo un fenómeno físico. Que sea invisible no
evita que se pueda sentir. De hecho, el sentido del oído es una forma de tacto a distancia, “el
oído y el tacto se encuentran donde las bajas frecuencias sonoras se transforman en
vibraciones táctiles (a unos 20 hertz)” (Schafer, 1994: 11). Por ello, a pesar de no habérsele
prestado atención hasta ahora, el sonido nos permite pensar en una sociología de la música y
del cuerpo.

El campo sonoro, como sistema solidario cuyas partes –sean éstas espacios, actores, actantes
o instituciones– están ligadas y vibran al unísono, es un campo de fuerzas, sociales y acústicas,
carnales y afectivas. De Simmel a Bourdieu, pasando por Mauss o Elias, tenemos en la teoría
sociológica una preocupación por la situación del cuerpo en sociedad. Sea una preocupación
por la construcción socio-histórica del cuerpo, o por la construcción corporal de lo social
(Ramos Torre, 2007), la teoría sociológica nos ha ido brindando pistas sobre cómo enfocar el
estudio y análisis del mundo sonoro: comunidades de impresiones (Simmel), técnicas
corporales (Mauss), control afectivo (Elias), hexis corporal (Bourdieu), todos estos conceptos
son de gran utilidad como punto de partida analítico. En la actualidad, la sociología de Randall
Collins permite una elaboración teórica a partir de los presupuestos de la teoría clásica que
bien podemos tomar, si no como punto de partida, sí como continuación en la construcción de
un modelo analítico. Su modelo de cadenas de rituales de interacción es útil para comprender
los procesos de interacción. El siguiente paso en el desarrollo de una teoría del oído social será
justamente el análisis de las interacciones sonoras. Aunque ya aludí a ellas (Pérez-Colman,
2015), queda pendiente su correcta elaboración. El modelo de Collins, que toma la co-
presencia física (igual que Durkheim) como central en la interacción y generación de sentidos,
membresía o energías emocionales, da en la tecla del nervio mismo de la teoría sociológica.

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La sociología de la música deberá incorporal la dimensión corporal, por lo tanto, o seguirá
reproduciendo los esquemas de pensamiento que han primado desde Platón hasta la
modernidad. Por eso la etnomusicología y el estudio de las músicas populares son
fundamentales para superar la vieja distinción entre cuerpo y mente. Y el sonido es clave para
ello. La sociología de la música weberiana, quizá sin saberlo, hacía referencia justamente a
cómo la producción sonora occidental había eliminado las disonancias e incomodidades
sonoras por medio de la afinación temperada y su medio técnico más logrado, el piano. La
antropología de la música, por el contrario, nos ha relatado cómo la participación, la
disonancia o la falta de liderazgo, a diferencia de los modelos musicales que se han canonizado
en occidente, son características de la experiencia musical y cotidiana de la mayoría de
culturas que han poblado este planeta. El camino que la música hizo después de Weber, las
vanguardias, música concreta, jazz, rock, etc., es el camino de vuelta que ahora hace la
sociología de la música: de vuelta al cuerpo, de vuelta a las disonancias y al cuestionamiento
de las jerarquías.

La sociología de la música actual, en ese giro corporal, está incorporando las dimensiones
físicas del cuerpo en sus análisis. Quizá no se haya sistematizado de forma completa, pero el
trabajo de Tia DeNora, por ejemplo, va en esa dirección (y detrás de ella, muchos sociólogos).
Rescatar las tipologías de escucha de Adorno es una forma también de recurrir al oído del
sociólogo, del sociólogo oyendo oír a los demás. Que se trata de una tipología mejorable no
hay dudas, pero creo que es muy interesante pensar en nuevas categorías de relación o
interacción con los sonidos y la música que vayan más allá del análisis de mercado.

Finalmente, con las gargantas de las teenybopers tenemos un caso de interacción sonora que
desafía a la sociología de la música y nos remite directamente al cuerpo. Esas gargantas que se
quedan afónicas suenan más que la música. ¿O son parte de la música? Los conciertos de los
Beatles han quedado olvidados frente a su producción discográfica, a la que se le han dedicado
muchas más páginas. El grito, tan ancestral, y tan opuesto a un concierto clásico (clásico, de
clase, clase alta, como señala Antonio Méndez Rubio, 2016:27), sólo puede ser evidencia de un
tipo de experiencia que vaya más allá de la estética o intelectual. No que la niegue o impida. El
grito significa algo más, significa que con el análisis estético, musical o económico, no vamos a
llegar a comprender del todo un concierto de los Beatles ni a sus audiencias, porque el caso de
las teenybopers se inscribe justamente en un espacio en el que las fronteras analíticas no se
sitúan con comodidad: se trata de la producción sonora conjunta entre músicos y audiencias.
Esto nos obliga a contemplar a una categoría analítica como la de consumidor u oyente no
como un sitio o emplazamiento estanco, inamovible, sino más bien como una situación vital en
los desplazamientos continuos que efectúa un determinado actor a lo largo de su biografía:
uno puede amar oír una música y ponerse a cantar con ella, en su casa, gracias a los nuevos
medios de comunicación, o en un concierto: se trataría de una participación, en el sentido
weberiano de acción social, pero también en el sentido etnomusicológico que intento
presentar. A solas o acompañados, nuestros actores oyen y producen sonoridades, guiados,
orientados por la imagen sonora de los demás, los demás en sus voces, en sus instrumentos,
en la industria discográfica. Sea en un bosque tropical, en el Azkena Rock o en medio de una
manifestación.

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Por último, al referirnos al campo sonoro que se genera en y con la beatlemanía (la música de
los Beatles amplificada electroacústicamente y las gargantas de las teenybopers) podemos
pensar la afectividad en un ritual de interacción. ¿Acaso la energía emocional generada en los
conciertos tuvo consecuencias a medio o largo plazo? El empoderamiento de esas mujeres casi
niñas se puede constatar si seguimos su evolución histórica: la cohorte femenina de posguerra
(tanto en EEUU como en Inglaterra, que son los casos aquí mencionados) ha sido la generación
de mujeres con más libertades ganadas a lo largo de la historia. Asumir de partida que fue el
beat boom, en tanto campo sonoro, quien liberó a las mujeres, es errar el juicio, y sin embargo
es innegable que las sospechas de relación o interrelación entre uno (campo sonoro) y otro
(liberación femenina) están justificadas. Quien haya vivido opresión, depresión, angustia o
dependencia, sabe de la catarsis que provoca el gritar, gritar mucho, y a ello hemos de sumarle
el hacerlo de forma colectiva, en una comunidad de impresiones, vibrando al unísono.

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