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TIQQUN 2.

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Imaginaire
ÍNDICE

1. INTRODUCCIÓN A LA GUERRA CIVIL ............ 3


2. LA HIPÓTESIS CIBERNÉTICA .......................... 47
3. TESIS SOBRE LA COMUNIDAD TERRIBLE . 112
4. EL PROBLEMA DE LA CABEZA* .................... 145
5. UNA METAFÍSICA CRÍTICA PODRÍA NACER
COMO CIENCIA DE LOS DISPOSITIVOS* ......... 164
6. INFORME EN LA S.A.S.C. SOBRE UN DISPOSITIVO
IMPERIAL [NO TRADUCIDO] ................................... 199
7. EL PEQUEÑO JUEGO DEL HOMBRE DEL
ANTIGUO RÉGIMEN [NO TRADUCIDO] ................ 199
8. ECOGRAFÍA DE UNA POTENCIA ........................ 199
9. ESTO NO ES UN PROGRAMA [NO
TRADUCIDO] ............................................................ 254
10. ¿CÓMO HACER? .............................................. 254
1. INTRODUCCIÓN A LA GUERRA CIVIL
Nosotros, decadentes, tenemos los nervios frágiles. Todo o casi todo nos hiere, y
lo demás sólo es una causa de irritación probable, por lo cual nos prevenimos de que
nunca se nos toque. Soportamos dosis de verdad cada vez más reducidas, casi
nanométricas actualmente, y antes que esto preferimos largos sorbos de antídoto.
Imágenes de felicidad, sensaciones plenas y bien conocidas, palabras dulces, superficies
alisadas, sentimientos familiares, e interiores interiores, en pocas palabras, narcosis por
kilos, y sobre todo: nada de guerra, sobre todo, nada de guerra. Respecto a lo que puede
ser expresado, todo este contexto amniótico-asegurador se reduce al deseo de una
antropología positiva. Tenemos necesidad de que SE nos diga lo que es “un hombre”, lo
que “nosotros” somos, lo que nos está permitido querer y ser. En definitiva, ésta es una
época fanática en muchos aspectos y muy particularmente con respecto a ese asunto del
HOMBRE, en el cual UNO sublima la evidencia del Bloom. La antropología positiva, en la
manera en que domina, no es tal sólo en virtud de una concepción irénica, un poco tonta
y amablemente católica, de la naturaleza humana: es ante todo positiva en la medida en
que presta al “Hombre” cualidades, atributos determinados, predicados sustanciales. Es
por esto que incluso la antropología pesimista de los anglosajones, con su hipóstasis de
los intereses, de las necesidades, del struggle for life, entra en el proyecto para
tranquilizarnos, pues provee también algunas convicciones practicables acerca de la
esencia del hombre.
Pero a nosotros, a nosotros que no queremos acomodarnos en ninguna clase de
confort, que tenemos en efecto los nervios frágiles, pero también el proyecto para
volverlos cada vez más resistentes, cada vez más inalterados, a nosotros, nos hace falta
una cosa completamente distinta. Nos hace falta una antropología radicalmente
negativa, nos hacen falta algunas abstracciones suficientemente vacías, suficientemente
transparentes, como para impedirnos prejuzgar nada, una física que reserve a cada ser y
a cada situación su disposición al milagro. Conceptos rompehielos para acceder, dar
lugar, a la experiencia. Para hacerse sus receptáculos.
De los hombres, es decir, de su co-existencia, no podemos decir nada que no nos
sirva ostensiblemente como tranquilizante. La imposibilidad de augurar nada acerca de
esta implacable libertad nos lleva a designarla mediante un término no definido, una
palabra ciega, con la cual se ha acostumbrado nombrar a aquello de lo que no se
comprende nada, puesto que no se quiere comprender, comprender que el mundo nos
requiere. Este vocablo es el de guerra civil. La opción es táctica; de lo que se trata es de
reapropiarse preventivamente de aquello con lo cual nuestras operaciones estarán
necesariamente cubiertas.

LA GUERRA CIVIL, LAS FORMAS-DE-VIDA

Quien en la guerra civil no tome partido será golpeado por la infamia y perderá todo derecho político.
Solón, Constitución de los atenienses

1 La unidad humana elemental no es el cuerpo — el individuo, sino la forma-de-vida.

2 La forma-de-vida no es el más allá de la nuda vida; es más bien su polarización


íntima.

3 Cada cuerpo es afectado por su forma-de-vida como por un clinamen, una inclinación,
una atracción, un gusto. Aquello hacia lo cual se inclina un cuerpo se inclina también
hacia él. Esto vale sucesivamente para cada nueva situación. Todas las inclinaciones son
recíprocas.
Glosa: A la mirada superficial puede parecer que el Bloom proporcionaría la prueba de lo contrario, el
ejemplo de un cuerpo privado de inclinación, de proclividad, reticente a toda atracción. Confrontados
con él, nos damos cuenta de que el Bloom no recubre tanto una ausencia de gusto como un singular
gusto por la ausencia. Sólo este gusto puede dar cuenta de los esfuerzos que el Bloom libra positivamente
para mantenerse dentro del Bloom, para mantenerse a distancia de aquello que se inclina hacia él y
declinar toda experiencia. Parecido en esto al religioso que, al no poder oponer a “este mundo” otra
mundanidad, convierte su ausencia en el mundo en crítica de la mundanidad, el Bloom busca en la huida
fuera del mundo la salida de un mundo sin afuera. En toda situación, replicará con el mismo
desprendimiento, con el mismo deslizamiento fuera de situación. El Bloom es por tanto ese cuerpo
distintivamente afectado por una pendiente hacia la nada.

4 Este gusto y este clinamen pueden ser conjurados o asumidos. La asunción de una
forma-de-vida no es solamente el saber de tal inclinación, sino el pensamiento de ésta.
Llamo pensamiento a lo que convierte la forma-de-vida en fuerza, en efectividad
sensible.
En cada situación se presenta una línea distinta de todas las demás, una línea de
incremento de potencia. El pensamiento es la aptitud para distinguir y seguir esta línea.
El hecho de que una forma-de-vida sólo pueda ser asumida siguiendo su línea de
incremento de potencia lleva consigo esta consecuencia: todo pensamiento es
estratégico.
Glosa: Para nuestros ojos tardíos, la conjuración de toda forma-de-vida aparece como el destino propio
de Occidente. La manera dominante de esta conjuración, en una civilización que ya no podemos llamar
nuestra sin consentir a nuestra propia liquidación, se ha manifestado paradójicamente como deseo de
forma, como persecución de una semejanza arquetípica, de una Idea de sí situada delante, ante sí. Y no
cabe duda de que dondequiera que se haya expresado con alguna amplitud, este voluntarismo de la
identidad lo ha tenido muy difícil para enmascarar el nihilismo helado, la aspiración a la nada que forma
su eje.
Pero la conjuración de las formas-de-vida tiene también su modo menor, más disimulado, que se
llama consciencia, y en su punto culminante lucidez; “virtudes” todas que UNO aprecia más en la medida
en que acompañan a la impotencia de los cuerpos. Por consiguiente, SE llamará “lucidez” al saber de
determinada impotencia que no contenga ningún poder para escaparle.
Así, la asunción de una forma-de-vida es totalmente lo opuesto a una tensión de la consciencia o de
la voluntad, a un efecto de una u otra.
La asunción es más bien un abandono, es decir, a la vez una caída y una elevación, un movimiento y
un reposar-en-sí.

5 “Mi” forma-de-vida no se relaciona con lo que soy, sino con cómo soy lo que soy.
Glosa: Este enunciado opera un ligero desplazamiento. Un ligero desplazamiento en el sentido de una
salida de la metafísica. Salir de la metafísica no es un imperativo filosófico, es una necesidad fisiológica.
En el extremo presente de su despliegue, la metafísica se resume en una orden planetaria de ausencia. Lo
que el Imperio exige de cada persona no es que se conforme a una ley común, sino a su identidad
particular; pues es de la adherencia de los cuerpos a sus cualidades supuestas, a sus predicados, que
depende el poder imperial de controlarlos.
“Mi” forma-de-vida no se relaciona con lo que soy, sino con cómo soy lo que soy; dicho de otra
manera: entre un ser y sus “cualidades” está el abismo de su presencia, la experiencia singular que yo
hago de él, en determinado momento y en determinado lugar. Para mayor desgracia del Imperio, la
forma-de-vida que anima a un cuerpo no está contenida en ninguno de sus predicados —grande, blanco,
loco, rico, pobre, carpintero, arrogante, mujer o francés—, sino en el cómo singular de su presencia, en
el irreductible acontecimiento de su estar-en-situación. Y es en el mismo lugar en que la predicación se
ejerce con la máxima violencia, en el apestoso dominio de la moral, que su fracaso es también el máximo
júbilo: cuando, por ejemplo, nos encontramos ante un ser completamente abyecto pero cuyo modo de ser
abyecto nos afecta hasta alcanzar en nosotros toda repulsión y nos manifiesta de este modo que la
abyección misma es una cualidad.
Asumir una forma-de-vida quiere decir ser fiel a sus inclinaciones más que a sus predicados.

6 La cuestión de saber por qué tal cuerpo es afectado por tal forma-de-vida en vez de
por tal otra está tan desprovista de sentido como la de saber por qué hay algo en vez de
nada. Esta cuestión señala solamente el rechazo, a veces el terror, a conocer la
contingencia. A fortiori, a tomar acto de ella.
Glosa α: Una cuestión más digna de interés sería la de saber cómo un cuerpo se agrega sustancia, cómo
un cuerpo deviene espeso, se incorpora la experiencia. ¿Qué hace que unas veces experimentos
polarizaciones pesadas, que van lejos, y otras polarizaciones débiles, superficiales? ¿Cómo extraerse de
la masa dispersiva de los cuerpos bloomescos, de este movimiento browniano mundial en el que los más
vivos pasan de microabandono en microabandono, de una forma-de-vida atenuada a otra, según un
constante principio de prudencia: jamás llevarse más allá de cierto nivel de intensidad? ¿Cómo han
podido los cuerpos volverse hasta este punto transparentes?

Glosa β: Existe toda una concepción bloomesca de la libertad como libertad de elección, como
abstracción metódica de cada situación, concepción que forma el más seguro antídoto contra toda
libertad real. Pues la única libertad sustancial es la de seguir la línea de incremento de potencia de
nuestra forma-de-vida hasta el fin, hasta el punto en que se desvanece, liberando en nosotros un poder
superior de ser afectado por otras formas-de-vida.

7 La persistencia de un cuerpo para dejarse afectar —a pesar de la variedad de las


situaciones que atraviesa— por una única forma-de-vida, es función de su grieta.
Cuanto más agrietado está un cuerpo, es decir, cuanto más ha ganado su grieta en
extensión y profundidad, menos numerosas son las polarizaciones compatibles con su
supervivencia, y más tenderá a recrear las situaciones en las que se encuentra
comprometido a partir de sus polarizaciones familiares. Con la grieta de los cuerpos
crecen la ausencia en el mundo y la penuria de las inclinaciones.

Glosa: Forma-de-vida, es decir: mi relación conmigo mismo es sólo una pieza de mi relación con el
mundo.

8 La experiencia que una forma-de-vida hace de otra forma-de-vida no es comunicable


a esta última, incluso si es traducible; y todos saben lo que se juega con las
traducciones. Sólo son ostensibles unos hechos: comportamientos, actitudes, decires:
chismes; las formas-de-vida no se reservan ninguna posición neutra, ningún refugio
protegido para un observador universal.

Glosa: Por supuesto, no faltan candidatos para reducir las formas-de-vida al esperanto objetual de las
“culturas”, “estilos”, “modos de vida” y otros misterios relativistas. La intención de estos desgraciados
no tiene por su cuenta ningún misterio: se trata siempre de hacernos entrar en el gran juego
unidimensional de las identidades y las diferencias. Así se manifiesta la más babosa hostilidad hacia toda
forma-de-vida.

9 En sí mismas, las formas-de-vida no pueden ser dichas, descritas, solamente


mostradas, nombradas, es decir, dentro de un contexto necesariamente singular. Su
juego, en cambio, considerado localmente, obedece a estrictos determinismos
significantes. Si son pensados, estos determinismos se vuelven reglas, susceptibles
entonces de enmiendas. Cada secuencia de este juego está delimitada, en cada uno de
sus extremos, por un acontecimiento. El acontecimiento saca al juego de sí mismo, hace
un pliegue en él, suspende los determinismos pasados, augura otros, en función de los
cuales exige ser interpretado. En todas las cosas, nosotros comenzamos desde en medio.

10 La guerra civil es el libre juego de las formas-de-vida, el principio de su co-


existencia.

Glosa α: La distancia requerida para la descripción como tal de una forma-de-vida es propiamente la de
la enemistad.

Glosa β: La idea misma de “pueblo” —de raza, de clase, de etnia o de nación— como captación masiva
de una forma-de-vida siempre ha sido desmentida por el hecho de que las diferencias éticas en el seno de
cada “pueblo” siempre han sido más grandes que las diferencias éticas entre los “pueblos” mismos.

11 Guerra porque, en cada juego singular entre formas-de-vida, la eventualidad del


enfrentamiento bruto, del recurso a la violencia, nunca puede ser anulada.
Civil porque las formas-de-vida no se enfrentan como Estados, como
coincidencias entre población y territorio, sino como partidos, en el sentido en que esta
palabra se entendía hasta el advenimiento del Estado moderno, es decir, puesto que a
partir de ahora hace falta precisarlo, como máquinas de guerra partisanas.
Guerra civil, en fin, porque las formas-de-vida ignoran la separación entre
hombres y mujeres, existencia política y nuda vida, civiles y tropas regulares;
porque la neutralidad es aún un partido en el libre juego de las formas-de-vida;
porque este juego no tiene ni comienzo ni fin que se pueda declarar, fuera de un
final físico del mundo que ya nadie podría precisamente declarar;
y sobre todo porque no conozco ningún cuerpo que no se encuentre arrastrado sin
remedio en el curso excesivo y peligroso del mundo.

12 El punto de vista de la guerra civil es el punto de vista de lo político.


Glosa α: La “violencia” es una novedad histórica: nosotros, decadentes, somos los primeros en conocer
esta cosa curiosa: la violencia. Las sociedades tradicionales conocían el robo, la blasfemia, el parricidio,
el rapto, el sacrificio, la afrenta y la venganza; los Estados modernos ya, tras el dilema de la
cualificación de los hechos, tendían a ya sólo reconocer la infracción a la Ley y la pena que venía a
corregirla. Pero no ignoraban las guerras exteriores y, en el interior, la disciplinarización autoritaria de
los cuerpos. Sólo los Bloom, de hecho, sólo los átomos pusilánimes de la sociedad imperial, conocen “la
violencia” como mal radical y único que se presenta bajo una infinidad de máscaras, detrás de las cuales
es tan vitalmente importante reconocerla para erradicarla más fácil. En realidad, la violencia existe para
nosotros como aquello de lo cual hemos sido desposeídos, y que nos es preciso ahora reapropiarnos.
Cuando el biopoder se pone a hablar, al respecto de los accidentes de tráfico, de “violencia en
carretesra”, se comprende que en la noción de violencia la sociedad imperial sólo designa su propia
vocación a la muerte. Aquí, la sociedad imperial se ha forjado el concepto negativo mediante el cual
rechaza todo aquello que en ella sigue siendo portador de intensidad. De manera cada vez más expresa,
la sociedad imperial se vive a sí misma, en todos estos aspectos, como violencia. Y lo que se expresa, en
la persecución que libra a ésta, es su propio deseo de desaparecer.

Glosa β: SE detesta hablar de guerra civil. Y cuando a pesar de todo SE lo hace, es para asignarle un
lugar y circunscribirla en el tiempo. Así será “la guerra civil en Francia” (1871), en España (1936-
1939), la guerra civil en Argelia y tal vez pronto en Europa. En ocasiones uno notará que los franceses,
siguiendo su naturaleza emasculada, traducen la estadounidense “Civil War” como “Guerre de
Sécession”, para significar mejor su determinación a tomar incondicionalmente siempre el partido del
vencedor dondequiera que sea también el del Estado. Sólo podemos desprendernos de esta costumbre de
otorgar un comienzo, un fin y un límite territorial a la guerra civil, en resumen, de hacer de ella una
excepción en el curso normal de las cosas antes que considerar sus infinitas metamorfosis a través del
tiempo y el espacio, elucidando la maniobra que recubre. Así, recordaremos que aquellos que, en los
comienzos de los años sesenta, pretendieron liquidar la guerrilla en Colombia previamente hicieron
llamar “la Violencia” al episodio histórico que querían clausurar.

13 Cuando dos cuerpos afectados —en cierto lugar, en cierto momento— por la misma
forma-de-vida llegan a encontrarse, hacen la experiencia de un pacto objetivo, anterior a
toda decisión. Esta experiencia es la experiencia de la comunidad.
Glosa: Hay que imputar la privación de dicha experiencia a ese viejo fantasma del metafísico que
atormenta todavía al imaginario occidental: el fantasma de la comunidad humana, también conocida con
el nombre de Gemeinwesen por cierto público para-bordiguista. Es sin duda porque no tiene acceso a
ninguna comunidad real, y por lo tanto en virtud de su extrema separación, como el intelectual
occidental ha podido forjarse este pequeño fetiche distractor: la comunidad humana. Ya sea que adopte
el uniforme nazihumanista de la “naturaleza humana” o los enfermizos hábitos ya colgados de la
antropología, ya sea que se repliegue sobre la idea de una comunidad de la potencia cuidadosamente
desencarnada o que se lance de cabeza hacia la perspectiva menos refinada del hombre total —el que
totalizaría el conjunto de los predicados humanos—, es siempre el mismo terror de tener que pensar su
situación singular, determinada, finita, lo que va a buscar refugio en el fantasma reconfortante de la
totalidad, de la unidad terrestre. La abstracción subsecuente puede llamarse multitud, sociedad civil
mundial o género humano, esto no tiene ninguna importancia: es la operación lo que cuenta. Todas las
recientes burradas sobre la sociedad cibercomunista y el hombre cibertotal no toman vuelo sin una cierta
oportunidad estratégica en el momento mismo en que se levanta mundialmente un movimiento con la
pretensión de refutarlas. Después de todo, la sociología bien había nacido cuando aparecía en el núcleo
de lo social el conflicto más irreconciliable que haya habido jamás, y justamente donde este conflicto
irreconciliable —la lucha de clases— se manifestaba más violentamente, en Francia, en la segunda
mitad del siglo XIX, y digámoslo así: en respuesta a esto.
En el momento en que “la sociedad” misma ya sólo es una hipótesis, y no una de las más plausibles,
pretender defenderla contra el fascismo latente de toda comunidad es un ejercicio de estilo empapado de
mala fe. Pues, ¿quién al día de hoy se reclama todavía de “la sociedad” sino los ciudadanos del Imperio,
aquellos que hacen bloque, o más bien, aquellos que hacen montón contra la evidencia de su implosión
definitiva, contra la evidencia ontológica de la guerra civil?

14 Sólo hay comunidad en las relaciones singulares. Nunca hay la comunidad, hay algo
de comunidad, que circula.
Glosa α: La comunidad jamás designa a un conjunto de cuerpos concebidos independientemente de su
mundo, sino a una cierta naturaleza de las relaciones entre esos cuerpos y de esos cuerpos con su
mundo. La comunidad, desde que pretende encarnarse en un sujeto aislable, en una realidad distinta,
desde que pretende materializar la separación entre un afuera y su adentro, se confronta con su propia
imposibilidad. Este punto de imposibilidad es la comunión. La total presencia de sí de la comunidad, la
comunión, coincide con la disipación de toda comunidad en las relaciones singulares, con su ausencia
tangible.

Glosa β: Todo cuerpo está en movimiento. Incluso inmóvil, viene todavía en presencia, pone en juego el
mundo que lleva consigo, avanza hacia su destino. Es por esto mismo que ciertos cuerpos avanzan juntos,
tienden, se inclinan uno hacia otro: se da entre ellos algo de comunidad. Otros se evaden, no se
componen, desentonan. En la comunidad de cada forma-de-vida también tienen cabida comunidades de
cosas y de gestos, comunidades de hábitos y de afectos, una comunidad de pensamientos. Es indiscutible
que los cuerpos privados de comunidad también están de ese modo privados de gusto: no ven que ciertas
cosas van juntas, y otras no.

15 La comunidad no es nunca la comunidad de los que están ahí.

16 El encuentro de un cuerpo afectado por la misma forma-de-vida que yo, la


comunidad, me pone en contacto con mi propia potencia.

17 El sentido es el elemento de lo Común, lo cual quiere decir que todo acontecimiento,


en cuanto irrupción del sentido, instaura un común.
El cuerpo que dice “yo” dice, en realidad, “nosotros”.
El gesto o el enunciado dotados de sentido recortan en la masa de los cuerpos una
comunidad determinada, que en primer lugar será preciso asumir para poder asumir
dicho gesto o enunciado.

18 Cuando llegan a encontrarse dos cuerpos animados —en cierto lugar, en cierto
momento— por formas-de-vida absolutamente extrañas una para otra, hacen la
experiencia de la hostilidad. Este encuentro no funda ninguna relación, más bien
testimonia la no-relación previa.
El hostis fácilmente puede ser identificado y su situación conocida; él mismo no
podría ser conocido, es decir, conocido como singular. La hostilidad es precisamente la
imposibilidad, para unos cuerpos que de ninguna manera pueden componerse, de
conocerse como singulares.
Conocida como singular, toda cosa escapa de este modo hacia la esfera de la
hostilidad, deviene amiga o enemiga.
19 Para mí, el hostis es una nada que exige ser aniquilada, ya sea dejando de ser hostil o
dejando de existir.

20 El hostis puede ser aniquilado, pero la hostilidad, en cuanto esfera, no puede ser
reducida a nada. El humanista imperial, el que se jacta de que “nada de lo que es
humano le es ajeno”, nos recuerda solamente cuántos esfuerzos le fueron necesarios
para volverse hasta este punto ajeno a sí mismo.

Glosa: Toda comunidad lo es a la vez en acto y en potencia, es decir que cuando se pretende puramente
en acto, por ejemplo en la Movilización Total, o puramente en potencia, como en el aislamiento celeste
del Bloom, no hay comunidad.

21 La hostilidad se practica de forma diversa, con resultados y métodos variables. La


relación mercantil o contractual, la difamación, la violación, el insulto y la destrucción
pura y simple se ordenan por sí mismas unas junto a otras: son prácticas de reducción;
en última instancia, UNO lo comprende. Otras formas de la hostilidad toman caminos
más tortuosos y, de este modo, menos aparentes. Así el potlach, los cumplidos, la
cortesía, la prudencia, la hospitalidad, que UNO reconoce más raramente como otras
tantas prácticas de aplastamiento; y que, sin embargo, lo son.

22 Nada de lo que se recubre habitualmente con el nombre de “indiferencia” existe. O


bien una forma-de-vida me es desconocida, en el caso de que no sea nada para mí, ni
siquiera indiferente. O bien me es conocida y existe para mí como si no existiera, en
cuyo caso me es simplemente, y con toda evidencia, hostil.

23 La hostilidad me aleja de mi propia potencia.

Glosa: En su Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Benveniste no consigue explicarse que en


latín hostis haya podido significar a la vez “extraño”, “enemigo”, “huésped” y “aquel que tiene los
mismos derechos que el pueblo romano”, o más aún, “aquel a quien me une una relación de potlach”, es
decir, una relación de reciprocidad forzada dentro del don. Sin embargo, es muy evidente que el derecho,
las leyes de hospitalidad, el aplastamiento bajo una montaña de regalos o bajo una ofensiva armada, son
otras tantas formas de borrar el hostis, de impedirle ser para mí algo singular. De esta manera, lo
mantengo en su extrañeza; corresponde únicamente a nuestra debilidad para rechazar admitirlo. El
tercer artículo de La paz perpetua, en el cual Kant considera las condiciones de la desintegración final
de todas las comunidades particulares y de su reintegración formal en el Estado universal, enuncia no
obstante sin ambigüedad: “El derecho cosmopolita debe restringirse a las condiciones de la hospitalidad
universal.” Más cerca de nosotros, Sebastian Roché, creador desconocido de la noción de “incivilidad”,
doctrinario francés de la tolerancia cero, héroe de la República imposible, ¿no ha titulado su último
libro, publicado en marzo de 2000, con el nombre de su utopía: La sociedad de la hospitalidad? ¿Acaso
será que Sebastian Roché lee a Kant, a Hobbes, el France-Soir o directamente los pensamientos del
ministro del Interior?

24 Entre las latitudes extremas de la comunidad y de la hostilidad se extiende la esfera


de la amistad y de la enemistad. La amistad y la enemistad son nociones ético-políticas.
Que una y otra den lugar a intensas circulaciones de afecto es algo que prueba
únicamente que las realidades afectivas son objetos de arte, que el juego de las formas-
de-vida puede ser elaborado.
Glosa α: En medio de la amplia colección de medios que Occidente ha puesto en marcha contra toda
comunidad, hay uno que ocupa desde alrededor del siglo XII un lugar a la vez predominante e
insospechable: me refiero al concepto de amor. Es preciso reconocerle, a través de la falsa alternativa
que ha terminado por imponer en todas partes (“¿me amas o no me amas?”), un tipo de eficacia
bastante temible en lo que se refiere a enmascarar, reprimir y pulverizar toda la gama altamente
diferenciada de los afectos, todos los grados por cierto patentes de las intensidades que pueden
producirse en el contacto de los cuerpos. Con esto, ha servido para reducir la extrema posibilidad de
elaboración de los juegos entre formas-de-vida. La miseria ética presente, que funciona como una
especie de permanente chantaje en la pareja, le debe mucho seguramente.

Glosa β: Como prueba de lo anterior, bastará con acordarse de cómo, a lo largo del proceso de
“civilización”, la criminalización de todas las pasiones ha ido a la par de la santificación del amor como
sola y única pasión, como la pasión por excelencia.

Glosa γ: Naturalmente, esto vale para la propia noción de amor, y no para lo que, contra sus propios
designios, ésta ha permitido a pesar de todo. No hablo solamente de algunas perversiones memorables,
sino también del pequeño proyectil “te amo”, que es siempre un acontecimiento.

25 El amigo es aquel a quien me vincula una elección, una entente, una decisión tal que
el incremento de su potencia conlleve también al incremento de la mía. El enemigo es,
simétricamente, aquel a quien me vincula una elección, un desacuerdo tal que el
incremento de mi potencia exige que lo enfrente, que merme sus fuerzas.

26 Lo que está en juego en el enfrentamiento con el enemigo jamás es su existencia,


sino su potencia.
Además de que un enemigo aniquilado ya no puede reconocer su derrota, acaba
siempre por volver, como espectro primero, y más tarde, como hostis.

Glosa: Fulgurante réplica de Hannah Arendt a un sionista que, tras la publicación de Eichmann en
Jerusalén, y en medio del escándalo subsecuente, le reprochaba no amar al pueblo de Israel: “Yo no amo
a los pueblos. Yo sólo amo a mis amigos.”
27 Toda diferencia entre formas-de-vida es una diferencia ética. Esta diferencia autoriza
un juego, unos juegos. Estos juegos no son políticos en sí mismos: lo devienen a partir
de un determinado grado de intensidad, es decir, por eso, a partir de un determinado
grado de elaboración.

Glosa: No reprochamos a este mundo que se entregue a la guerra de manera demasiado feroz, ni que la
frene por todos los medios, sino solamente que la reduzca a sus formas más nulas.

28 No voy a intentar, aquí, demostrar la permanencia de la guerra civil por medio de la


celebración más o menos estupefacta de algunos bellos episodios de la guerra social, o
por medio de la recensión de los momentos de expresión privilegiados del antagonismo
de clase. No será cuestión de la revolución inglesa, rusa o francesa, de la
Makhnovtchina, de la Comuna, de Gracchus Babeuf, de mayo del 68, ni siquiera de la
guerra de España. Tendrán que agradecérmelo los historiadores: nunca roería su pastel.
Siguiendo un método claramente más astuto, mostraré cómo la guerra civil se prosigue
ahí mismo donde se ha dado por ausente, por provisionalmente contenida. Se tratará de
exponer los medios de una empresa continua de despolitización que corre hasta nosotros
partiendo desde la Edad Media, en la cual, es bien sabido, “todo es político” (Marx). En
otras palabras, el conjunto no será captado a partir de la línea de cresta histórica, sino
desde una suerte de línea existencial de baja altitud continua.

29 Existen dos maneras, mutuamente hostiles, de nombrar: una para conjurar y otra
para asumir. El Estado moderno y luego el Imperio hablan de “guerra civil”, pero
hablan de ella para someter más fácilmente a la masa de aquellos que lo darían todo
para conjurarla. También yo hablo de “guerra civil”, e incluso como de un hecho
originario. Hablo de guerra civil a fin de asumirla en dirección a sus formas más altas.
Es decir: según mi gusto.

30 Llamo comunismo al movimiento real que elabora en todo lugar y en todo instante la
guerra civil.

31 Mi intención propia no deberá aparecer primero, de manera explícita. Será en todas


partes sensible a aquellos que están familiarizados a ella, y en todas partes ausente a
aquellos que no saben nada de ella. Por lo demás, los programas sólo sirven para aplazar
aquello que promueven. Kant veía el criterio de moralidad de una máxima en el hecho
de que su publicidad no viniera a contradecir su ejecución. La moralidad de mi designio
no podrá por tanto exceder la siguiente fórmula: propagar una cierta ética de la guerra
civil, un cierto arte de las distancias.

Glosa: Así como el fin de la Edad Media está marcado por la escisión del elemento ético en dos esferas
autónomas —la moral y la política—, así el acabamiento de los “Tiempos Modernos” está marcado por
la reunificación en cuanto separados de estos dos dominios abstractos. Reunificación mediante la cual fue
obtenido nuestro nuevo tirano: LO SOCIAL.

EL ESTADO MODERNO, EL SUJETO


ECONÓMICO

La historia de la formación del Estado en Europa es la historia de la neutralización de los contrastes


confesionales, sociales y de otro tipo en el seno del Estado.
Carl Schmitt, Neutralidad y neutralización

32 El Estado moderno no se define como un conjunto de instituciones cuyos diversos


tipos de agenciamiento ofrecerían la oportunidad de un interesante pluralismo. El
Estado moderno, mientras permanece, se define éticamente como el teatro de
operaciones de una bífida ficción: que existiría algo así como neutralidad y centralidad,
habiendo formas-de-vida.
Glosa: Las frágiles construcciones del poder son reconocibles por su pretensión incesantemente
renovada a establecer como evidencias lo que son sólo ficciones. En el curso de los Tiempos Modernos,
una de entre estas ficciones parece ser el decorado de todas las demás: la ficción de una neutralidad
central. La Razón, el Dinero, la Justicia, la Ciencia, el Hombre, la Civilización o la Cultura: por todas
partes el mismo movimiento fantasmagórico: plantear la existencia de un centro, y que este centro sería
neutro, éticamente. El Estado, por tanto, como condición histórica del florecimiento de estas cursilerías.

33 El Estado moderno se dio como etimología la raíz indoeuropea st- de la fijeza, de las
cosas inmutables, de lo que es. La maniobra ha engañado a más de uno. Ahora que el
Estado ya sólo se encarga de sobrevivir, la conmoción se esclarece: es la guerra civil —
stasis en griego— la que figura la permanencia, y el Estado moderno sólo habrá sido un
proceso de reacción a esta permanencia.
Glosa α: Contrariamente a lo que SE intenta acreditar, la historicidad propia a las ficciones de la
“modernidad” nunca es la de una estabilidad adquirida para siempre, de un umbral al fin superado, sino
precisamente la de un proceso de movilización sin fin. Bajo las fechas inaugurales de la historiografía
oficial, bajo la gesta edificante del progreso lineal, no habrá dejado de acometerse todo un trabajo
ininterrumpido de reagenciamiento, de corrección, de perfeccionamiento, de revoque, de desplazamiento,
e incluso a veces, de reconstrucción a un alto costo. Es este trabajo, y sus fracasos repetidos, los que
dieron nacimiento a toda la pacotilla nerviosa de lo nuevo. La modernidad: no un estadio donde UNO
estaría instalado, sino una tarea, un imperativo de modernización, de flujo tendido, crisis tras crisis,
vencido únicamente por nuestra lasitud y escepticismo, finalmente.

Glosa β: “Este estado de cosas estriba en una diferencia, que no se ha recalcado lo suficiente, entre las
sociedades modernas y las sociedades antiguas, en lo que se refiere a las nociones de guerra y de paz. La
relación entre el estado de paz y el estado de guerra es, de antaño a hoy, exactamente inversa. La paz es
para nosotros el estado normal, que una guerra viene a romper; para los antiguos, el estado normal es el
estado de guerra, al que una paz viene a poner fin.”
Benveniste
Vocabulario de las instituciones indoeuropeas

34 En teoría y en práctica, el Estado moderno nace para poner fin a la guerra civil,
entonces llamada “de religión”. Es pues, históricamente y por su propia declaración,
segundo con respecto a la guerra civil.
Glosa: Los Seis Libros de la República de Bodin son publicados cuatro años después de la Matanza de
San Bartolomé, y el Leviatán, de Hobbes, en 1651, esto es, once años después del comienzo del
Parlamento Largo. La continuidad del Estado moderno, desde el Absolutismo hasta el Estado benefactor,
será la de una guerra incesantemente inacabada librada contra la guerra civil.

35 Con la Reforma, y luego con las guerras de religión, se pierde en Occidente la unidad
del mundo tradicional. El Estado moderno surge, entonces, como portador del proyecto
para recomponer esta unidad, secularmente esta vez, no ya como unidad orgánica, sino
como unidad mecánica, como máquina, como artificialidad consciente.
Glosa α: Lo que, durante la Reforma, había debido arruinar toda la organicidad de las mediaciones
consuetudinarias, es la brecha abierta por una doctrina que profesa la estricta separación de la fe y las
obras, del reino de Dios y el reino del mundo, del hombre interior y el hombre exterior. Las guerras de
religión ofrecen entonces el absurdo espectáculo de un mundo que se dirige al abismo por haberlo
simplemente entrevisto, de una armonía que se fragmenta bajo la presión de mil pretensiones absolutas y
discordantes de unidad. Por el efecto de las querellas entre sectas, las religiones introducen así cada una
contra su voluntad la idea de la pluralidad ética. Pero aquí la guerra civil es todavía concebida por esos
mismos que la suscitan como algo que debía muy pronto encontrar su término, no siendo asumidas las
formas-de-vida sino condenadas a la conversión según uno u otro de los patrones existentes. Los diversos
levantamientos del Partido Imaginario se han encargado desde entonces de volver caduca la reflexión de
Nietzsche, que escribía en 1882: “El más grande progreso de las masas ha sido hasta el día de hoy la
guerra de religión, pues es la prueba de que la masa ha comenzado a tratar las ideas con respeto.”

Glosa β: Alcanzado el otro extremo de su órbita histórica, el Estado moderno vuelve a encontrar a su
viejo enemigo: las “sectas”. Pero en esta ocasión, él no es la fuerza política ascendente.
36 El Estado moderno pone fin a la confusión que el protestantismo había traído
primero al mundo, reapropiándose de la operación de éste. El fallo acusado por la
Reforma entre el fuero interno y las obras externas, es aquello mediante lo cual el
Estado moderno, instituyéndolo, consiguió extinguir las guerras civiles “de religión”, y
con ellas las religiones mismas.

37 El Estado moderno expira las religiones porque toma su relevo en la cabecera del
más atávico fantasma de la metafísica — el fantasma de lo Uno. De aquí en adelante, el
orden del mundo que se esconde de sí mismo tendrá que ser incesantemente
restablecido, conservado con todas las fuerzas. La policía y la publicidad serán los
medios nada ficticios que el Estado moderno pondrá al servicio de la supervivencia
artificial de la ficción de lo Uno. Toda su realidad se condensará en esos medios, con los
cuales asegurará el mantenimiento del orden, pero de un orden exterior, ahora público.
Es por esto que todos los argumentos que hará valer en su favor se reducirán finalmente
a éste: “Fuera de mí, el desorden.” Pero fuera de él no está el desorden, fuera de él una
multiplicidad de órdenes.

Glosa: A partir de aquí habrá, por un lado, la conciencia moral, privada, “absolutamente libre” y, por el
otro, la acción política, pública, “absolutamente sometida a la razón de Estado”. Y éstas serán dos
esferas distintas, e independientes. El Estado moderno se engendra a sí mismo a partir de la nada,
sustrayendo del tejido ético tradicional el espacio moralmente neutro de la técnica política, de la
soberanía. El gesto de esta creación es el de un autómata melancólico. Cuanto más se encuentran los
hombres alejados de este momento de fundación, más se ha perdido el sentido de este gesto. La tranquila
desesperanza es lo que se expresa aún en la antigua fórmula: cuius regio, eius religio.

38 El Estado moderno, que pretende poner fin a la guerra civil, es más bien la
continuación de ésta por otros medios.
Glosa α: ¿Hay necesidad de abrir el Leviatán para saber que “si la mayoría ha proclamado a un
soberano mediante sufragios concordes, cualquiera que estuviera en desacuerdo debe en adelante
consentir con el resto, o dicho de otra manera, aceptar ratificar todas las acciones que pudiera llevar a
cabo el soberano, o bien exponerse a ser eliminado por los demás. […] Y ya sea que forme parte del
grupo o no, que su aprobación sea solicitada o no, debe o bien someterse a los decretos del grupo, o
permanecer en el estado de guerra en que antes se encontraba, estado en el cual cualquiera puede
eliminarlo sin injusticia”? La suerte de los communards, de los prisioneros de Action Directe o de los
insurgentes de junio de 1848 informa ampliamente sobre el origen de la sangre con la cual se hacen las
repúblicas. Aquí reside el carácter propio, y el principal escollo, del Estado moderno: éste sólo se
mantiene mediante la práctica de eso mismo que pretende conjurar, mediante la actualización de eso
mismo que declara como ausente. Algo de esto es sabido por los polis, quienes deben
contradictoriamente aplicar un “estado de derecho” que, de hecho, reposa sobre ellos solos. Por tanto, el
destino del Estado moderno era el de nacer en principio como el aparente vencedor de la guerra civil,
para ser después vencido por ella. El de sólo haber sido finalmente un paréntesis y un partido en el curso
paciente de la guerra civil.

Glosa β: En todas las partes en que el Estado moderno extendió su reino, se autorizó a sí mismo unos
mismos argumentos, construcciones semejantes. Estas construcciones están reunidas en su más alto
grado de pureza y dentro de su encadenamiento más estricto en Hobbes. He aquí por qué todos aquellos
que han pretendido medirse con el Estado moderno han experimentado primero la necesidad de medirse
con este singular teórico. Todavía hoy, en la cima del movimiento de liquidación del orden estato-
nacional, resuenan públicamente los ecos del “hobbesianismo”. Así, cuando el gobierno francés, durante
el tortuoso caso de la “autonomía de Córcega”, termina por ajustarse a partir del modelo de la
descentralización imperial, su ministro del Interior dimitió con esta conclusión sumaria: “Francia no
necesita una nueva guerra de religión.”

39 El proceso que, a escala molar, toma el aspecto del Estado moderno, a escala
molecular se denomina sujeto económico.
Glosa α: Nosotros nos hemos interrogado ampliamente sobre la esencia de la economía, y más
específicamente sobre su carácter de “magia negra”. La economía no se comprende como régimen del
intercambio, y por tanto de la relación entre las formas-de-vida, fuera de una captación ética: la de la
producción de un cierto tipo de formas-de-vida. La economía aparece mucho antes que las instituciones
con las que usualmente se señala su emergencia —el mercado, la moneda, el préstamo con intereses, la
división del trabajo— y aparece como posesión, como posesión, precisamente, mediante una economía
psíquica. Es en este sentido que se trata de una verdadera magia negra, y es únicamente en este nivel que
la economía es real, concreta. Es por esto que es aquí que su conexión con el Estado es empíricamente
constatable. El crecimiento por rachas del Estado es aquello que, progresivamente, creó la economía en
el hombre, creó al “Hombre”, en calidad de criatura económica. Con cada perfeccionamiento del
Estado se perfecciona la economía en cada uno de sus sujetos, y viceversa.
Sería fácil mostrar de qué modo, en el curso del siglo XVII, el Estado moderno naciente impuso la
economía monetaria y todo lo que se relaciona a ella para poder extraer de ahí con qué alimentar el
despegue de sus aparatos y sus incesantes campañas militares. Por lo demás, esto ya ha sido hecho. Pero
tal punto de vista capta sólo superficialmente el nudo que liga Estado y economía.
Entre otras cosas, el Estado moderno designa un proceso de monopolización creciente de la
violencia legítima, un proceso, por tanto, de deslegitimación de toda violencia que no sea la suya. El
Estado moderno sirvió así al movimiento general de una pacificación que sólo se mantiene, desde el fin
de la Edad Media, por medio de su acentuación continua. No es sólo que a lo largo de esta evolución
obstaculice de modo cada vez más drástico el libre juego de las formas-de-vida; es que trabaja
asiduamente en ellas mismas para destrozarlas, para desgarrarlas, para extraerles su nuda vida,
extracción que es el movimiento mismo de la “civilización”. Cada cuerpo, para volverse sujeto político
en el seno del Estado moderno, tiene que pasar por el centro de mecanizado que lo convertirá en tal:
tiene que empezar por dejar de lado sus pasiones, impresentables, sus gustos, irrisorios, sus
inclinaciones, contingentes, y tiene que dotarse en lugar de todo esto de intereses, que son ciertamente
más presentables, e incluso representables. Así pues, cada cuerpo, para volverse sujeto político, tiene que
proceder a su autocastración como sujeto económico. Idealmente, el sujeto político se habrá entonces
reducido a una pura voz/voto [voix].
La función esencial de la representación que una sociedad proporciona de sí misma es la de influir
sobre el modo en que cada cuerpo se representa a sí mismo y, de este modo, sobre la estructura psíquica.
El Estado moderno es pues primero que nada la constitución de cada cuerpo en Estado molecular,
dotado, a modo de integridad territorial, de una integridad corporal, perfilado como entidad cerrada
dentro de un Yo opuesto al “mundo exterior” así como a la sociedad tumultuosa de sus inclinaciones, las
cuales hay que contener, y en fin requerido a relacionarse con sus semejantes como buen sujeto de
derecho, para tener tratos con los otros cuerpos en función de las cláusulas universales de una especie
de derecho internacional privado de las costumbres “civilizadas”. Así, cuanto más se constituyen las
sociedades en Estados, más se incorporan sus sujetos a la economía. Se auto- e inter-vigilan, controlan
sus emociones, sus movimientos, sus inclinaciones, y creen poder exigir de los demás la misma
contención. Se aseguran de nunca descuidarse nunca en los lugares donde podría serles fatal, y se
arreglan un pequeño rincón de opacidad donde dispondrán de todo el ocio para “aflojarse”. En el
resguardo, atrincherados en el interior de sus fronteras, calculan, prevén, se conforman como el
intermediario entre el pasado y el futuro, y atan su suerte al encadenamiento probable de uno y otro. Eso
es todo: se encadenan, a sí mismos y los unos a los otros, contra cualquier desbordamiento. Fingido
dominio de sí, contención, autorregulación de las pasiones, extracción de una esfera de la vergüenza y el
miedo —la nuda vida—, conjuración de toda forma-de-vida, y a fortiori de todo juego elaborado entre
ellas.
Así, la amenaza lúgubre y densa del Estado moderno produce primitivamente, existencialmente, la
economía, a lo largo de un proceso que se puede hacer remontar al siglo XII, a la constitución de las
primeras cortes territoriales. Como bien notó Elias, la curialización de los guerreros ofrece el ejemplo
arquetípico de esta incorporación de la economía que tiene ubicados sus jalones desde el código de
comportamiento cortés del siglo XII hasta la etiqueta de la corte de Versalles, primera realización de
envergadura de una sociedad perfectamente espectacular donde todas las relaciones están mediadas por
imágenes, y todo esto pasando por los manuales de civilidad, de prudencia y de saber-vivir. La violencia,
y rápidamente todas las formas de abandono que fundaban la existencia del caballero medieval, se ven
lentamente domesticadas, es decir, aisladas como tales, desritualizadas, excluidas de toda lógica, y
finalmente reducidas mediante la mofa, el “ridículo”, la vergüenza de tener miedo y el miedo de tener
vergüenza. Es a través de la difusión de este autoconstreñimiento, de este terror al abandono, que el
Estado logró crear al sujeto económico, contener a cada uno en su Yo, es decir, en su cuerpo, extraer
algo de nuda vida de cada forma-de-vida.

Glosa β: “En cierto sentido, el campo de batalla se trasladó al fuero interno del hombre. Es ahí donde
éste tendrá que resolver una parte de las tensiones y pasiones que anteriormente se exteriorizaban en el
cuerpo a cuerpo en el que los hombres se enfrentaban directamente. […] Los impulsos, las emociones
apasionadas, que ya no se manifiestan en la lucha entre los hombres, suelen dirigirse al interior del
individuo, contra la parte ‘vigilada’ de su Yo. Y esta lucha casi automática del hombre consigo mismo,
no siempre conoce una solución feliz.” (Norbert Elias, El proceso de civilización)
Tal como lo testimonió a lo largo de los “Tiempos Modernos”, el individuo producido por este
proceso de incorporación de la economía lleva consigo una grieta. Es a través de esta grieta que chorrea
su nuda vida. Sus gestos mismos están agrietados, rotos desde el interior. Ningún abandono, ninguna
asunción, puede ocurrir ahí donde se desencadena el proceso estatal de pacificación, la guerra de
aniquilamiento dirigida contra la guerra civil. En lugar de las formas-de-vida, encontramos aquí, de
manera casi paródica, subjetividades, una sobreproducción ramificada, una arborescente proliferación
de subjetividades. En este punto converge la doble desgracia de la economía y el Estado: la guerra civil
se ha refugiado en cada uno, el Estado moderno ha puesto a cada uno en guerra contra sí mismo. Es de
aquí que nosotros partimos.

40 El gesto fundador del Estado moderno —es decir, no el primero, sino el que reitera
sin cesar— es la institución de esa escisión ficticia entre público y privado, entre
política y moral. Es de este modo que acaba agrietando los cuerpos, que tritura las
formas-de-vida. Este movimiento de escisión entre libertad interior y sumisión exterior,
entre interioridad moral y conducta política, corresponde a la institución como tal de la
nuda vida.
Glosa: Los términos de la transacción hobbesiana entre el súbdito y el soberano son conocidos por
experiencia: “yo cambio mi libertad por tu protección. En compensación por mi obediencia exterior
absoluta, tú debes garantizarme la seguridad”. La seguridad, que está primero planteada como puesta a
resguardo del peligro de muerte que “los otros” hacen pesar sobre mí, toma a lo largo del Leviatán una
extensión muy distinta. Leemos, en el capítulo XXX: “Por seguridad no entiendo aquí la mera
preservación, sino también todas las demás satisfacciones de esta vida que cada uno puede adquirir por
medio de una actividad legítima, sin peligro ni daño para la República.”

41 La operación estatal de neutralización, según se la considere de uno u otro borde de


la grieta, instituye dos monopolios quiméricos, distintos y solidarios: el monopolio de lo
político y el monopolio de la crítica.
Glosa α: Por un lado, ciertamente, el Estado pretende arrogarse el monopolio de lo político, del cual el
famoso “monopolio de la violencia” no es más que su huella más groseramente constatable. Pues la
monopolización de lo político exige también degradar la unidad diferenciada de un mundo en una
nación, y luego esta nación en una población y un territorio, desintegrar toda la organicidad de la
sociedad tradicional para someter los fragmentos restantes a un principio de organización, y finalmente,
tras haber reducido la sociedad a una “mera masa indistinta, a una multitud descompuesta en sus
átomos” (Hegel), presentarse como el artista que va a dar forma a su materia bruta, y esto bajo el
principio legible de la Ley.
Por otro lado, la escisión entre privado y público da origen a esta segunda irrealidad, que es
simétrica a la irrealidad del Estado: la crítica. El lema de la crítica corresponde naturalmente a Kant
formularlo en ¿Qué es la Ilustración? Curiosamente se trata también de una frase de Federico II:
“Razonad tanto como queráis y sobre todo lo que queráis, ¡pero obedeced!” La crítica desprende por
tanto, simétricamente al espacio político, “moralmente neutro”, de la Razón de Estado, el espacio moral,
“políticamente neutro”, del libre uso de la Razón. Es la publicidad, primero identificada con la
“República de las Letras” pero rápidamente desviada como arma estatal contra todo tejido ético rival,
ya sean las inextricables solidaridades de la sociedad tradicional, la Corte de los Milagros o el uso
popular de la calle. A la abstracción de una esfera estatal de la política autónoma, responderá en
adelante esta otra abstracción: la esfera crítica del discurso autónomo. Y del mismo modo en que el
silencio tenía que rodear los gestos de la razón de Estado, la proscripción del gesto tendrá que rodear
las habladurías, las elucubraciones de la razón crítica. La crítica se pretenderá, por tanto, tanto más
pura y radical cuanto más ajena sea a cualquier positividad a la que podría ligar sus fabulaciones.
Recibirá así, a cambio de su renuncia a cualquier pretensión inmediatamente política, es decir, a
disputar al Estado su monopolio, a cambio de esto, por tanto, recibirá el monopolio de la moral. Podrá
interminablemente protestar, siempre y cuando nunca pretenda existir de otro modo. Gestos sin discurso
por un lado, discursos sin gesto por el otro, a ambos el Estado y la Crítica aseguran mediante instancias
propias —la policía y la publicidad— la neutralización de todas las diferencias éticas. Es así como SE ha
conjurado, con el juego de las formas-de-vida, lo político mismo.

Glosa β: A uno le sorprenderá muy poco, después de esto, que la crítica haya dado sus obras maestras
más acabadas precisamente ahí donde los “ciudadanos” hayan sido los más perfectamente desposeídos
de todo acceso a la “esfera política”, y de hecho a toda práctica; donde toda existencia colectiva haya
sido puesta bajo el control del Estado, quiero decir: bajo los absolutismos francés y prusiano del siglo
XVIII. Que el país del Estado sea asimismo el país de la Crítica, que Francia, puesto que de ella se trata,
sea en todos sus aspectos, e incluso usualmente de manera confesa, tan ferozmente dieciochesca, esto no
tiene nada de sorprendente. Asumiendo la contingencia del teatro de nuestras operaciones, no nos
desagrada evocar aquí la permanencia de un carácter nacional, agotado en todas las otras partes. En
lugar de mostrar cómo, generación tras generación, desde hace más de dos siglos, el Estado ha hecho las
críticas y las críticas, a cambio, han hecho al Estado, juzgo más instructivo reproducir las descripciones
de la Francia prerrevolucionaria hechas a mediados del siglo XIX, esto es, a corta distancia de los
acontecimientos, por un espíritu a la vez muy prudente y aborrecible: “La administración del Antiguo
Régimen había privado por adelantado a los franceses de la posibilidad y las ganas de ayudarse
mutuamente. Al sobrevenir la Revolución, en vano se habría buscado en casi toda Francia a diez
hombres habituados a actuar regularmente en común, y a velar ellos mismos por su propia defensa: el
poder central era el encargado de la misma.”
“Francia [era] uno de los países donde toda vida política se había extinguido desde hacía mucho y
por completo, donde los particulares más habían perdido la familiaridad con los asuntos públicos, el
hábito de lectura de los hechos, la experiencia de los movimientos populares y casi la noción de pueblo.”
“Dado que no existían ya instituciones libres ni, por consiguiente, clases políticas, ni cuerpos
políticos vivos, ni partidos organizados y dirigidos, y que en ausencia de todas esas fuerzas regulares la
dirección de la opinión pública, una vez que ésta renació, tocó en suerte únicamente a los filósofos, cabía
esperar una Revolución hecha con la mira puesta no tanto en determinados hechos particulares cuanto
en principios abstractos y en teorías muy generales.”
“La condición misma de estos escritores los preparaba para disfrutar las teorías generales y
abstractas en materia de gobierno, y para confiarse a ellas ciegamente. En el alejamiento casi infinito de
la práctica en que ellos vivían, ninguna experiencia venía a mitigar los ardores de su condición.”
“No obstante, habíamos conservado una libertad entre las ruinas de todas las demás: podíamos
filosofar casi sin restricción sobre el origen de las sociedades, sobre la naturaleza esencial de los
gobiernos y sobre los derechos primordiales del género humano.”
“Todos aquellos a los que dañaba la práctica cotidiana de la legislación pronto se prendaron de
dicha política literaria.”
“Cada pasión pública se disfrazó así de filosofía; la vida política fue violentamente retrotraída a la
literatura.”
Y finalmente, a la salida de la Revolución: “Ustedes perciben un poder central inmenso, que ha
atraído y absorbido en su unidad el conjunto de parcelas de autoridad y de influencia antaño dispersas
en una muchedumbre de poderes secundarios, de órdenes, de clases, de profesiones, de familias y de
individuos, y como desperdigadas en todo el cuerpo social”. (Alexis de Tocqueville, El Antiguo Régimen
y la Revolución, 1856)

42 Que ciertas tesis, como aquella de la “guerra de todos contra todos [chacun contre
chacun]”, se encuentren izadas al rango de máximas de gobierno, es algo que depende
de las operaciones que autorizan. Así uno se preguntará, en este caso preciso, ¿cómo la
“guerra de todos contra todos” pudo desencadenarse antes de que cada uno fuera
producido como cada uno? Y se verá entonces de qué modo el Estado moderno
presupone el estado de cosas que produce; de qué modo fija en antropología la
arbitrariedad de sus propias exigencias; de qué modo la “guerra de todos contra todos”
es más bien la indigente ética de la guerra civil que el Estado moderno ha impuesto por
todas partes bajo el nombre de economía; y que no es más que el reino universal de la
hostilidad.
Glosa α: Hobbes acostumbraba bromear sobre las circunstancias de su nacimiento, provocado por un
súbito espanto de su madre: “El miedo y yo —decía— nacimos gemelos”. Por mi parte, prefiero atribuir
más la miseria de la antropología hobbesiana a una excesiva lectura del imbécil de Tucídides que a su
carta astral. Podremos leer bajo esta luz más correcta los disparates de nuestro cobarde:
“Para hacerse una idea clara de los elementos del derecho natural y de la política, es importante
conocer la naturaleza del hombre.”
“La vida humana puede ser comparada con una carrera. […] Pero tenemos que suponer que en esta
carrera no se tiene otro objetivo ni otra recompensa que adelantar a nuestros competidores.”
Elementos de Derecho Natural y Político, 1640

“En esto se manifiesta claramente que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder
común que mantenga a todos en respeto, se encuentran en esa condición que se llama guerra, y esta
guerra es guerra de todos contra todos. Pues la GUERRA no consiste solamente en batallas o en combates
efectivos, sino en una extensión de tiempo en la que la voluntad de enfrentarse en batallas está
suficientemente patente.”
“Además, los hombres no sacan placer, sino por el contrario una gran cantidad de dolor,
permaneciendo en compañía donde no hay poder capaz de mantenerlos en respeto a todos.”
Leviatán

Glosa β: Lo que Hobbes nos entrega aquí es la antropología del Estado moderno, antropología positiva
aunque pesimista, política aunque económica, la del citadino atomizado que “cuando va a dormir, echa
los cerrojos de sus puertas” y “cuando se halla en su propia casa, cierra sus cofres con llave”
(Leviatán). Otros nos han mostrado cómo el Estado encontró interés político en invertir en algunos
decenios, al final del siglo XVII, cualquier ética tradicional, en elevar la avaricia, la pasión económica,
del rango de vicio privado al de virtud social (cf. Albert O. Hirschmann). Y así como esta ética, la ética
de la equivalencia, es la más nula que los hombres nunca hayan compartido, las formas-de-vida que le
corresponden, el empresario y el consumidor, se destacan por una nulidad cada vez más acusada según
pasan los siglos.

43 Rousseau creyó poder oponer a Hobbes el “que el estado de guerra nace del estado
social”. Haciendo esto, oponía al mal salvaje del inglés su Buen Salvaje, a una
antropología otra antropología, optimista esta vez. Pero el error, aquí, no era el
pesimismo, era la antropología; y el querer fundar sobre ella un orden social.
Glosa α: Hobbes no forma su antropología sobre la simple observación de las trastornos de su tiempo, de
la Fronda, de la revolución en Inglaterra, del naciente Estado absolutista en Francia y de la diferencia
entre estos últimos. Desde hacía dos siglos, circulaban relatos de viajes y testimonios de los exploradores
del Nuevo Mundo. Poco propenso a asumir como hecho originario un “estado de naturaleza, es decir, de
libertad absoluta, como el de hombres que no son ni soberanos ni súbditos, esto es, un estado de
anarquía y de guerra”, Hobbes manda la guerra civil que constata en las naciones “civilizadas” a una
recaída dentro de un estado de naturaleza que hay que conjurar por todos los medios. Estado de guerra
del que los salvajes de América, mencionados con horror tanto en De Cive como en el Leviatán, ofrecen
un ejemplo repugnante, ellos que “a excepción del gobierno de pequeñas familias, cuya concordia
depende de la concupiscencia natural, no tienen gobierno en absoluto, y viven hasta la fecha de manera
cuasi-animal” (Leviatán).

Glosa β: Cuando tocamos en la llaga del pensamiento, el espacio entre una pregunta y su respuesta
puede contarse en siglos. Fue pues un antropólogo quien, algunos meses antes de suicidarse, respondió a
Hobbes. La época, que había cruzado el río de los “Tiempos Modernos”, se encontraba entonces en la
otra orilla, ya profundamente comprometida con el Imperio. El texto aparece en 1977, en el primer
número de Libre, bajo el título de Arqueología de la violencia. SE ha intentado comprenderlo, así como
su continuación La desgracia del guerrero salvaje, independientemente del enfrentamiento que en esa
misma década opuso la guerrilla urbana a las viejas estructuras del Estado burgués deteriorado,
independientemente de la RAF, independientemente de las BR y de la Autonomía difusa. E incluso con
esta cobarde reserva, los textos de Clastres incomodan todavía.
“¿Qué es la sociedad primitiva? Es una multiplicidad de comunidades indivisas que obedecen todas a
una misma lógica centrífuga. ¿Cuál es la institución que expresa y garantiza a la vez la permanencia de
esta lógica? Es la guerra, como verdad de las relaciones entre las comunidades, como principal medio
sociológico de promover la fuerza centrífuga de dispersión contra la fuerza centrípeta de unificación. La
máquina de guerra es el motor de la máquina social, el ser social primitivo descansa enteramente sobre la
guerra, la sociedad primitiva no puede subsistir sin la guerra. Cuanto mayor es la guerra, menor es la
unificación, y el mejor enemigo del Estado es la guerra. La sociedad primitiva es sociedad contra el
Estado en cuanto que es sociedad-para-la-guerra. Aquí nos vemos otras vez llevados hacia el pensamiento
de Hobbes. […] Él supo ver que la guerra y el Estado son términos contradictorios, que no pueden existir
juntos, que cada uno implica la negación del otro: la guerra impide el Estado, el Estado impide la guerra.
El error, enorme pero casi inevitable en un hombre de su tiempo, fue haber creído que la sociedad que
persiste en la guerra de todos contra todos no es precisamente una sociedad; que el mundo de los Salvajes
no es un mundo social; que, por consiguiente, la institución de la sociedad pasa por el fin de la guerra, por
la aparición del Estado, máquina antiguerrera por excelencia. Incapaz de pensar el mundo primitivo como
un mundo no-natural, Hobbes en cambio vio que no se puede pensar la guerra sin el Estado, que se debe
pensarlos en una relación de exclusión.”

44 La irreductibilidad de la guerra social en la ofensiva jurídico-formal del Estado no


reside marginalmente en el hecho de que subsiste siempre una plebe por pacificar, sino
centralmente en los medios mismos de esta pacificación. Las organizaciones que toman
al Estado como modelo conocen así, bajo el nombre de “informal”, aquello que en ellas
depende justamente del juego de las formas-de-vida. En el Estado moderno, esta
irreductibilidad se manifiesta mediante la extensión infinita de la policía, es decir, de
todo aquello que tiene la carga vergonzosa de realizar las condiciones de posibilidad de
un orden estatal tan vasto como impracticable.

45 En cada instante de su existencia, la policía recuerda al Estado la violencia, la


trivialidad y la oscuridad de su origen.

Glosa α: Desde la creación por Luis XIV de la lugartenencia de París, la práctica de la institución
policial no ha cesado de confirmar la manera en que el Estado moderno progresivamente ha creado su
sociedad. La policía es la fuerza que interviene “donde algo no marcha”, es decir, donde un
antagonismo entre formas-de-vida, un salto de intensidad política se abre luz. Con el pretexto de
preservar con su brazo policial un “tejido social” que destruye con el otro, el Estado se presenta
entonces como mediación existencialmente neutra entre las partes y se impone, a través de la desmesura
misma de sus medios coercitivos, como el terreno pacificado del enfrentamiento. Es así como, en función
de este escenario invariable, la policía ha producido el espacio público, como espacio cuadriculado por
ella; y es así como el lenguaje del Estado se ha extendido a la cuasi-totalidad de la actividad social, se
ha vuelto el lenguaje social por excelencia.

Glosa β: “La vigilancia y la previsión de la policía tienen la finalidad de mediar al individuo con la
posibilidad universal que está dada para alcanzar los fines individuales. Tiene que preocuparse por el
alumbrado de las calles, la construcción de puentes, la taxación de las necesidades cotidianas, así como
por la salud. Ahora bien, aquí prevalecen dos puntos de vista principales. Uno afirma que la vigilancia
sobre todo lo demás corresponde a la policía, el otro, en esta materia, que la policía nada tiene que
determinar, puesto que cada uno se rige en función de la necesidad del otro. Ciertamente, el individuo
particular tiene que tener el derecho de ganarse su pan de esta o aquella manera, pero, por otra parte,
también el sector público tiene el derecho de exigir que lo que es estrictamente necesario sea provisto de
manera conveniente.”
Hegel
Principios de la filosofía del derecho
(adición al § 236), 1833

46 El Estado moderno ha fracasado de tres maneras: como Estado absolutista primero,


como Estado liberal luego, y en breve como Estado benefactor. El paso de uno a otro se
comprende sólo en relación con tres formas sucesivas, y correspondientes punto por
punto, de la guerra civil: la guerra de religión, la lucha de clases, el Partido Imaginario.
Cabe señalar que el fracaso en cuestión no reside en absoluto en el resultado, sino que
es el proceso mismo, en toda su duración.
Glosa α: Acabado el primer momento de pacificación violenta, instaurado el régimen absolutista, la
figura del soberano encarnado permanecía como el símbolo inútil de una guerra pasada. En lugar de
actuar en el sentido de la pacificación, éste provocaba, por el contrario, el enfrentamiento, el desafío, la
revuelta. La asunción de su forma-de-vida singular —“ésta es mi voluntad”— tenía como precio, muy
evidentemente, la represión de todas las demás. El Estado liberal corresponde a la superación de esta
aporía, la aporía de la soberanía personal, pero a la superación de ésta sobre su propio terreno. El
Estado liberal es el Estado frugal, que pretende no estar ahí más que para asegurar el libre juego de las
libertades individuales y con este fin empieza por arrebatar a cada cuerpo intereses, para luego atarlo a
ellos y reinar apaciblemente sobre este nuevo mundo abstracto: “la república fenoménica de los
intereses” (Foucault). Dice no existir más que para el buen orden, el buen funcionamiento de la
“sociedad civil” que él mismo ha creado fragmento tras fragmento.
Curiosamente, se constata que la época dorada del Estado liberal, que se extiende de 1815 a 1914,
correspondió a la multiplicación de los dispositivos de control, a la puesta en vigilancia continua de la
población, a la disciplinarización general de ésta, a la sumisión consumada de la sociedad a la policía y
a la publicidad. “Esas famosas grandes técnicas disciplinarias que toman a su cargo el comportamiento
de los individuos día por día y hasta en el más fino de los detalles son exactamente contemporáneas, en
su desarrollo, en su explosión, en su diseminación a través de la sociedad, contemporáneas exactamente
de la era de las libertades.” (Foucault) Y es que la seguridad es la condición primordial de la “libertad
individual”, aquella que no es nada a fuerza de detenerse donde comienza la de los demás. El Estado que
“quiere gobernar sólo lo suficiente para poder gobernar lo menos posible” debe, de hecho, saberlo todo,
y desarrollar un conjunto de prácticas, de tecnologías para ello. La policía y la publicidad son las dos
instancias con las cuales el Estado liberal volverá para sí transparente la opacidad fundamental de la
población. Vemos aquí de qué manera insidiosa el Estado liberal impulsará a su perfección al Estado
moderno, poniendo como pretexto que tiene que poder estar en todas partes para no tener que estar
efectivamente en todas partes, que tiene que saber todo para poder dejar libres a sus sujetos. El principio
del Estado liberal podría formularse así: “Para que el Estado no esté en todas partes, hace falta que el
control y la disciplina lo estén.” “Y el gobierno, limitado en principio a su función de vigilancia, sólo
tendrá que intervenir cuando vea que algo no pasa como lo quiere la mecánica general de los
comportamientos, de los intercambios, de la vida económica, etc. […] El Panóptico es la fórmula misma
de un gobierno liberal.” (Foucault, Nacimiento de la biopolítica) La “sociedad civil” es el nombre que el
Estado liberal dará a continuación a aquello que será su producto y su afuera al mismo tiempo. No nos
extrañaremos, por consiguiente, de que un estudio sobre los “valores” de los franceses crea poder
concluir, sin tener jamás la impresión de estar enunciando una paradoja, que en 1999 “los franceses
están cada vez más atados a la libertad privada y al orden público” (Le Monde, 16 noviembre de 2000).
Evidentemente, entre los idiotas que aceptan responder a un sondeo, que por tanto creen todavía en la
representación, exista una mayoría de enamorados infelices, emasculados del Estado liberal. En suma, la
“sociedad civil francesa” no designa sino el buen funcionamiento del conjunto de las disciplinas y
regímenes de subjetivación autorizados por el Estado moderno.

Glosa β: Imperialismo y totalitarismo marcan las dos maneras con las que el Estado moderno intentó
saltar por encima de su propia imposibilidad, mediante la huida hacia delante en la expansión colonial
más allá de sus fronteras primero, y después mediante la profundización intensiva de su penetración en
el interior de sus propias fronteras. En todos los casos estas reacciones desesperadas del Estado, que
pretendía tanto más ser todo a medida que tomaba consciencia de hasta qué punto ya no era nada,
tuvieron su conclusión en las formas de guerra civil que él sostenía que lo habían precedido.

47 La estatización de lo social tenía que pagarse fatalmente con una socialización del
Estado, y por tanto llevar a la disolución respectiva del Estado y la sociedad. SE llama
“Estado benefactor” a esta indistinción en la cual ha sobrevivido un tiempo, en el seno
del Imperio, la forma-Estado caducada. En el desmantelamiento actual de éste, se
expresa la incompatibilidad del orden estatal y de sus medios (la policía y la
publicidad). Asimismo, entonces, ya no hay sociedad, en el sentido de una unidad
diferenciada; ya sólo hay un amontonamiento de normas y dispositivos mediante los
cuales mantienen juntos los pedazos dispersos del tejido biopolítico mundial; mediante
los cuales se previene cualquier desintegración violenta de éste. El Imperio es el gestor
de esta desolación, el regulador último de un proceso de implosión tibia.
Glosa α: Existe una historia oficial del Estado en la que éste aparece como el único protagonista, en la
que los progresos del monopolio estatal de lo político son unas de tantas batallas ganadas sobre un
enemigo invisible, imaginario, y precisamente sin historia. Existe luego una contrahistoria, hecha desde
el punto de vista de la guerra civil, en la que lo que está en juego en todos esos “progresos”, la dinámica
del Estado moderno, se deja entrever. Esta contrahistoria muestra un monopolio de lo político
constantemente amenazado por la reconstitución de mundos autónomos, de colectividades no-estatales.
Todo lo que el Estado ha abandonado a la esfera “privada”, a la “sociedad civil”, y que ha decretado
como insignificante, no-político, deja siempre suficiente espacio al libre juego de las formas-de-vida
como para que el monopolio de lo político parezca, en uno u otro momento, disputado. Es así como el
Estado es llevado a asediar, rastreramente o con un gesto violento, la totalidad de la actividad social, a
hacerse cargo de la totalidad de la existencia de los hombres. Y es entonces que “el concepto del Estado
al servicio del individuo saludable se sustituye con el concepto del individuo saludable al servicio del
Estado” (Foucault). En Francia esta inversión se obtuvo ya cuando fue votada la ley del 9 de abril de
1898 que concierne a “la responsabilidad de los accidentes de los que son víctimas los obreros durante
su trabajo”, y a fortiori la ley del 5 de abril de 1910 sobre la jubilación de los obreros y campesinos, que
establece el derecho a la vida. Tomando de esta manera el lugar, a lo largo de los siglos, de todas las
mediaciones heterogéneas de la sociedad tradicional, el Estado debía obtener el resultado inverso al
pretendido, y finalmente sucumbir a su propia imposibilidad. Queriendo concentrar el monopolio de lo
político, lo había politizado todo; todos los aspectos de la vida se habían vuelto políticos, no en sí
mismos en cuanto contenidos singulares, sino precisamente en cuanto que el Estado, tomando en ellos
posición, también se había constituido aquí como un partido. O de cómo el Estado, llevando por todas
partes su guerra contra la guerra civil, ha propagado sobre todo la hostilidad en su lugar.

Glosa β: El Estado benefactor, que toma primero el relevo del Estado liberal en el seno del Imperio, es el
producto de la difusión masiva de las disciplinas y regímenes de subjetivación propios del Estado liberal.
Sobreviene en el momento en que la concentración de esas disciplinas y regímenes —con la
generalización de las prácticas de las aseguradoras, por ejemplo— alcanza tal grado en “la sociedad”
que ésta ya no consigue distinguirse del Estado. Los hombres han sido socializados entonces hasta tal
punto, que la existencia de un poder separado, personal, del Estado llega a ser un obstáculo para la
pacificación. Los Bloom ya no son sujetos, ni económicos ni aún menos de derecho: son creaturas de la
sociedad imperial; es por esto que en primer lugar deben ser tomados a cargo en cuanto seres vivos para
poder a continuación seguir existiendo ficticiamente en cuanto sujetos de derecho.

EL IMPERIO, EL CIUDADANO

Así el Santo se coloca por encima del pueblo y el pueblo no siente nada su peso; dirige al pueblo y el
pueblo no siente en absoluto su mano. Por eso todo el imperio ama servirle y no se cansa de hacerlo.
Como no disputa por la primer fila, no hay nadie en el imperio que pueda disputársela.
Lao-Tse
Tao Te King

48 La historia del Estado moderno es la historia de su lucha contra su propia


imposibilidad, es decir, de su desbordamiento por el conjunto de los medios
desplegados para conjurar ésta. El Imperio es la asunción de esa imposibilidad, y, de
este modo, también de esos medios. Diremos, para mayor exactitud, que el Imperio es el
recogimiento del Estado liberal.
Glosa α: Existe pues la historia oficial del Estado moderno, es el gran relato jurídico-formal de la
soberanía: centralización, unificación, racionalización. Y existe su contrahistoria, que es la historia de
su imposibilidad. Si se quiere una genealogía del Imperio es más bien de este lado por donde habrá que
buscar: en la masa creciente de las prácticas que es necesario sancionar, de los dispositivos que es
necesario ubicar, para que la ficción continúe. En otras palabras, el Imperio no empieza históricamente
ahí donde acaba el Estado moderno. El Imperio es más bien lo que, a partir de cierto punto, pongamos
1914, permite el mantenimiento del Estado moderno como pura apariencia, como forma sin vida. La
discontinuidad, aquí, no está en la sucesión de un orden a otro, sino que atraviesa el tiempo como dos
planos de consistencia paralelos y heterogéneos, como esas dos historias a las que acabo de referirme y
que son ellas mismas paralelas y heterogéneas.

Glosa β: Por recogimiento, se entenderá aquí la última posibilidad de un sistema agotado, la cual
consiste en darse la vuelta para después, mecánicamente, hundirse en sí mismo. El Afuera deviene el
Adentro, y el Adentro se ilimita. Lo que anteriormente estaba presente en un determinado lugar
delimitable deviene posible en todas partes. Lo que está recogido no existe ya positivamente, de manera
concentrada, sino que permanece fuera de la vista, suspendido. Es la artimaña final del sistema, y
asimismo el momento en que es a la vez lo más vulnerable e inatacable. La operación con la cual el
Estado liberal se recoge imperialmente puede ser descrita así: el Estado liberal había desarrollado dos
instancias infrainstitucionales con las cuales tenía a raya y controlaba la población: por un lado la
policía, entendida en el sentido original del término —“La policía vela por todo lo que concierne a la
felicidad de los hombres. […] La policía vela por lo vivo”. (N. de La Mare, Tratado de la policía, 1705)—
, y por el otro la publicidad, como esfera de aquello que es igualmente accesible a todos, y por tanto
independientemente de sus formas-de-vida. Cada una de estas instancias no designaba en realidad sino
un conjunto de prácticas y de dispositivos sin continuidad real, aparte de su efecto convergente sobre la
población, ejerciéndose la primera como sobre el “cuerpo” de ésta, y la otra como sobre el “alma”.
Bastaba entonces con controlar la definición social de la felicidad y con mantener el orden en la
publicidad para asegurarse un poder sin partición. En esto, el Estado liberal podía efectivamente
permitirse ser frugal. A lo largo de los siglos XVIII y XIX se desarrollan por tanto la policía y la
publicidad, a la vez al servicio y fuera de las instituciones estato-nacionales. Pero es sólo con la Primera
Guerra Mundial que llegan a ser el pivote del recogimiento del Estado liberal en Imperio. Asistimos
entonces a esta cosa curiosa: conectándose las unas en las otras en favor de la guerra, y de manera
ampliamente independiente de los Estados nacionales, estas prácticas infrainstitucionales dan origen a
los dos polos suprainstitucionales del Imperio: la policía se vuelve el Biopoder, y la publicidad se
transforma en Espectáculo. A partir de este punto, el Estado no desaparece, se vuelve solamente segundo
respecto de un conjunto transterritorial de prácticas autónomas: las del Espectáculo y las del Biopoder.

Glosa γ: 1914 es la fecha del colapso de la hipótesis liberal, a la cual había correspondido la “Paz de los
Cien Años” salida del Congreso de Viena. Y cuando en 1917, con el golpe de Estado bolchevique, cada
nación se ve como cortada en dos por la lucha mundial de clases, toda ilusión de un orden inter-nacional
pasó a la historia. En la guerra civil mundial, los Estados pierden su estatuto de neutralidad interior. Si
un orden puede seguir siendo contemplado, tendrá por tanto que ser supranacional.

Glosa δ: En cuanto asunción de la imposibilidad del Estado moderno, el Imperio es de igual modo la
asunción de la imposibilidad del imperialismo. La descolonización habrá sido un momento importante
del establecimiento del Imperio, lógicamente marcado por la proliferación de Estados fantoches. La
descolonización significa esto: han sido elaboradas nuevas formas de poder horizontales,
infrainstitucionales, que funcionan mejor que las viejas.

49 La soberanía del Estado moderno era ficticia y personal. La soberanía imperial es


pragmática e impersonal. A diferencia del Estado moderno, el Imperio puede
legítimamente proclamarse democrático, siempre que no prohíba ni privilegie a priori
ninguna forma-de-vida.
Y por una buena razón, ya que es lo que asegura la atenuación simultánea de
todas las formas-de-vida; y su libre juego en esta atenuación.
Glosa α: Sobre los escombros de la sociedad medieval, el Estado moderno intentó recomponer la unidad
alrededor del principio de la representación, es decir, del hecho de que una parte de la sociedad podría
encarnar la totalidad de ésta. El término “encarnar” no es utilizado aquí a falta de otro, mejor. La
doctrina del Estado moderno es explícitamente la secularización de una de las más temibles operaciones
de la teología cristiana: aquella cuyo dogma es figurado por el símbolo de Nicea. Hobbes le consagra un
capítulo del apéndice al Leviatán. Su teoría de la soberanía, que es una teoría de la soberanía personal,
se apoya en la doctrina que hace del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo tres personas de Dios “en el
sentido de aquello que desempeña su propio papel o el de otro”. Lo que permite definir al soberano
como el actor de aquellos que han decidido “designar a un hombre, o una asamblea, para asumir su
personalidad” y esto de tal manera que “cada uno se confiesa y reconoce como el autor de todo lo que
habrá hecho o hecho hacer, en cuanto a las cosas que conciernen a la paz y la seguridad común, aquel
que ha asumido así su personalidad” (Leviatán). Y así como en la teología iconófila de Nicea, el Cristo o
el icono no manifiestan la presencia de Dios, sino por el contrario su ausencia esencial, su retirada
sensible, su irrepresentabilidad, así el Estado moderno, el soberano personal, no lo es sino porque la
“sociedad civil” se ha retirado, ficticiamente, de él. El Estado moderno se concibe, por tanto, como esa
parte de la sociedad que no forma parte de la sociedad, y que por eso mismo está en condiciones de
representarla.

Glosa β: Las diferentes revoluciones burguesas nunca han menoscabado el principio de la soberanía
personal, en el sentido en que asamblea o líder elegido directa o indirectamente no rompen en absoluto
con la idea de una representación posible de la totalidad social, es decir, de la sociedad como totalidad.
Así, el paso del Estado absolutista al Estado liberal no hacía más que liquidar a su vez a aquel, el Rey,
que había liquidado perfectamente el orden del que surgió, el mundo medieval, que debía aparecer como
su último vestigio vivo. Es en cuanto obstáculo para el proceso que él mismo había iniciado que el rey
fue juzgado, y su muerte fue el punto final de una frase que él mismo había escrito. Sólo el principio
democrático, promovido desde el interior por el Estado moderno, había de arrastrarlo hacia su
disolución. La idea democrática, que no profesa nada más que la equivalencia absoluta de todas las
formas-de-vida, no es distinta de la idea imperial. Y la democracia es imperial en la medida en que la
equivalencia entre las formas-de-vida no puede ser establecida más que negativamente, por el hecho de
impedir por todos los medios que las diferencias éticas alcancen en su juego el punto de intensidad en el
que devienen políticas. Pues entonces se introducirían en el espacio liso de la sociedad democrática
algunas de esas líneas de rupturas y de esas alianzas, de esas discontinuidades mediante las cuales la
equivalencia entre las formas-de-vida quedaría arruinada. Es por esto que el Imperio y la demokracia no
son otra cosa, positivamente, que el libre juego de las formas-de-vida atenuadas, como se dice de los
virus que son inoculados a modo de vacuna. Marx, en uno de sus únicos textos sobre el Estado, la Crítica
de la filosofía del derecho de Hegel, defendía en estos términos la perspectiva imperial, aquela del
“Estado material” que él opone al “Estado político”.
“La república política es la democracia en el interior de la forma abstracta de Estado. Es por esto
que la forma abstracta de Estado de la democracia es la República.”
“La vida política en el sentido moderno es la escolástica de la vida del pueblo. La monarquía es la
expresión acabada de esta alienación. La república es la negación de esta alienación en el interior de su
propia esfera.”
“Todas las formas de Estado tienen a la democracia por verdad y por consiguiente son no
verdaderas en la medida en que no son la democracia.”
“En la verdadera democracia el Estado político desaparecería.”

Glosa γ: El Imperio no se comprende por fuera del viraje biopolítico del poder. Al igual que el Biopoder,
el Imperio no corresponde a una edificación jurídica positiva, a la instauración de un nuevo orden
institucional. Ambos designan más bien una resorción, la retracción de la vieja soberanía sustancial. El
poder siempre ha circulado dentro de dispositivos materiales y lingüísticos, cotidianos, familiares,
microfísicos, siempre ha atravesado la vida y el cuerpo de los sujetos. Pero el Biopoder, y en esto se da
una novedad real, consiste en que ya sólo haya esto. El Biopoder consiste en que el poder ya no se alce
delante de la “sociedad civil” como una hipóstasis soberana, como un Gran Sujeto Exterior, consiste en
que no sea ya aislable de la sociedad. El Biopoder quiere solamente decir esto: el poder se adhiere a la
vida y la vida al poder. Aquí asistimos por tanto, en relación a su forma clásica, a un radical cambio de
estado del poder, a su paso del estado sólido al estado gaseoso, molecular. Por decirlo con una fórmula:
el Biopoder es la SUBLIMACIÓN del poder. El Imperio no se concibe por debajo de tal comprensión de la
época. El Imperio no es, no podría ser, un poder separado de la sociedad; ésta no lo soportaría, de la
misma forma en que aplasta con su indiferencia los últimos vestigios de la política clásica. El Imperio es
inmanente a “la sociedad”, es “la sociedad” en cuanto que ésta es un poder.

50 El Imperio existe positivamente sólo en la crisis, es decir, de manera todavía


negativa, reaccional. Si estamos incluidos en el Imperio es por la sola imposibilidad de
excluirse de él completamente.
Glosa α: El régimen imperial de pan-inclusión funciona invariablemente de acuerdo con la misma
dramaturgia: algo, por una razón cualquiera, se manifiesta como extranjero o ajeno al Imperio, o como
algo que intenta escapar de él, terminar con él. Este estado de cosas define una situación de crisis, a la
que el Imperio responde con un estado de emergencia. Entonces solamente, en el momento efímero de
estas operaciones reactivas, SE puede decir: “el Imperio existe”.

Glosa β: No es que la sociedad imperial haya llegado a ser una plenitud sin resto: el espacio dejado
vacío por el desmedro de la soberanía personal permanece tal cual, frente a la sociedad. Este espacio, el
lugar del Príncipe, está ocupado actualmente por la Nada del Principio imperial, que sólo se materializa,
sólo se concentra, en la ira contra aquello que pretenda mantenerse afuera. Es por esto que el Imperio
carece de gobierno, y en el fondo de emperador, porque aquí sólo hay actos de gobierno, todos
igualmente negativos. Lo que, en nuestra experiencia histórica, más se aproxima a este nuevo curso es de
nuevo el Terror. Donde “la libertad universal no puede producir ni una obra positiva ni una operación
positiva, lo único que le queda es la operación negativa; ésta es solamente la furia de la destrucción”.
(Hegel)

Glosa γ: El Imperio está tanto más a la obra cuanto más la crisis está en todas partes. La crisis es el
modo de existencia regular del Imperio, como el accidente es el único momento en que se precipita la
existencia de una compañía de seguros. La temporalidad del Imperio es una temporalidad de la
emergencia y la catástrofe.

51 El Imperio no sobreviene al término de un proceso ascendente de civilización, como


su coronamiento, sino al término de un proceso involutivo de desagregación, como
aquello que debe frenarlo, y si es posible congelarlo. Es por esto que el Imperio es kat-
echon. “‘Imperio’ designa aquí el poder histórico que consigue retener el advenimiento
del Anticristo y el fin del eón actual.” (Carl Schmitt, El nomos de la Tierra) El Imperio
se aprehende como el último bastión contra la irrupción del caos, y actúa dentro de esta
perspectiva mínima.
52 El Imperio presenta en su superficie el aspecto de un recuerdo paródico de toda la
historia, ahora congelada, de “la civilización”. Pero a esta impresión no le hace falta
cierta exactitud intuitiva: el Imperio es efectivamente la última parada de la civilización
antes de su término, el extremo final de su agonía, donde todas las imágenes de la vida
que se le va desfilan ante ella.

53 Con el recogimiento del Estado liberal en el Imperio, SE ha pasado de un mundo


parcelado por la Ley a un espacio polarizado por normas. El Partido Imaginario es la
otra cara de este recogimiento.
Glosa α: ¿Qué significa el Partido Imaginario? Que el Afuera se ha trasladado al interior. El
recogimiento se ha llevado a cabo sin revuelo, sin violencia, como en una noche. Exteriormente, nada ha
cambiado, al menos nada notable. UNO se asombra sólo con la aparición de la nueva inutilidad de tantas
cosas familiares; así los viejos repartos, que han dejado de operar para llegar a ser de un solo golpe tan
volumninosos.
Una pequeña neurosis persistente pretende que SE siga tratando de distinguir lo justo de lo injusto, lo
sano de lo enfermo, el trabajo del ocio, el criminal del inocente o lo ordinario de lo monstruoso, pero es
necesario rendirse ante la evidencia: esas antiguas oposiciones han perdido todo poder de
inteligibilidad.
Sin embargo, no están en absoluto suprimidas, sino que permanecen simplemente, sin consecuencias.
Pues la norma no ha abolido la Ley, solamente la ha vaciado y dirigido hacia sus propios fines, la ha
orientado a su inmanencia contable y gestora. Entrando en el campo de fuerza de la norma, la Ley ha
tirado los oropeles de la trascendencia para ya sólo funcionar en una especie de estado de excepción
indefinidamente prorrogado.
El estado de excepción es el régimen normal de la Ley.
En ninguna parte hay ya un Afuera visible —la Naturaleza pura, la Gran Locura clásica, el Gran
Crimen clásico o el Gran Proletariado clásico de los obreros con su Patria realmente existente de la
Justicia y la Libertad han desaparecido, pero sólo han desaparecido en la realidad porque primero
habían perdido toda fuerza de atracción imaginaria—, en ninguna parte hay ya un Afuera, pues hay en
todas partes, en cada punto del tejido biopolítico, algo de Afuera. La locura, el crimen o el proletariado
muerto de hambre no habitan ya algún espacio delimitado y conocido, no tienen ya su mundo fuera del
mundo, su gueto propio con o sin muros; se han vuelto, a lo largo de la evaporación social, una
modalidad reversible, una latencia violenta, una dudosa posibilidad de cada cuerpo. Y es esta duda lo
que justifica el proseguimiento del proceso de socialización de la sociedad, el perfeccionamiento de todos
los micro-dispositivos de control; no que el Biopoder pretenda regir directamente sobre hombres o
cosas, sino más bien sobre posibilidades y condiciones de posibilidad.
Todo lo que sobresalía en el Afuera, la ilegalidad, por tanto, pero también la miseria o la muerte, en
la medida en que SE consigue gestionarlas, sufren una integración, que las elimina positivamente y les
permite entrar en la circulación. Es por esto que la muerte no existe, en el seno del Biopoder: porque ya
sólo hay asesinato, que circula. A través de las estadísticas, es toda una red de causalidades lo que ahora
incrusta a cada viviente en el conjunto de las muertes que ha exigido su supervivencia (excluidos,
pequeños indonesios, accidentados en el trabajo, etíopes de todas las edades, celebridades muertas en
choques, etc.). Pero es también médicamente que la muerte se ha vuelto asesinato, con la multiplicación
de esos “cadáveres con corazón palpitante”, de esas “muertes rosas”, que habrían desaparecido desde
hace mucho tiempo si no estuvieran conservados artificialmente para servir como reserva de órganos
para algún inepto trasplante, si no estuvieran conservados para ser desaparecidos. La verdad es que ya
no hay un margen identificable porque la liminaridad se ha vyelto la condición íntima de todo lo
existente.
La Ley fija repartos, establece distinciones, delimita lo que le contravenga, toma nota de un mundo
ordenado al que ella da forma y duración; la Ley nombra, no deja ya de nombrar, de enumerar lo que
está fuera-de-la-ley, pronuncia su afuera. La exclusión, la exclusión de aquello que la funda —la
soberanía, la violencia— es su gesto fundacional. Por el contrario, la norma ignora incluso la idea de
una fundación. La norma no tiene memoria, se mantiene en una relación muy estrecha con el presente,
pretende abrazar la inmanencia. Mientras que la Ley se da figura, venera la soberanía de aquello que no
es incluido por ella, la norma es acéfala y se felicita cada vez que SE corta la cabeza de algún soberano.
No tiene hieros, lugar propio, pero actúa invisiblemente sobre la totalidad de un espacio cuadriculado y
sin bordes al que ella da distribución. Aquí nadie es excluido o rechazado a una exterioridad designable;
el estatuto mismo de excluido es sólo una modalidad de la inclusión general. No es ya, por tanto, sino un
solo y único campo, homogéneo pero difractado en infinitos matices, un régimen de integración sin
límites que trabaja conteniendi las formas-de-vida en un juego de baja intensidad. Reina en ella una
inaprensible instancia de totalización que disuelve, digiere, absorbe y desactiva a priori toda alteridad.
Un proceso de inmanentización omnívora se despliega a escala planetaria. La meta: hacer del mundo un
tejido biopolítico continuo. Mientras tanto, la norma vela.
Bajo el régimen de la norma, nada es normal, todo está por ser normalizado. Lo que funciona es un
paradigma positivo del poder. La norma produce todo lo que es, en cuanto que ella misma es, SE dice, el
ens realissimum. Lo que no entra en su modo de develamiento no es, y lo que no es no entra en su modo
de develamiento. La negatividad jamás es reconocida aquí como tal, sino como una simple defecto con
respecto de la norma, un agujero a ser remendado en el tejido biopolítico mundial. La negatividad, esa
potencia cuya existencia no está considerada, se encuentra aquí lógicamente abandonada a una
desaparición sin huellas. No sin razón, pues el Partido Imaginario es el Afuera de este mundo sin Afuera,
la discontinuidad esencial alojada en el corazón de un mundo vuelto continuo.
El Partido Imaginario es la sede de la potencia.

Glosa β: Nada ilustra mejor la manera en que la norma ha subsumido la Ley que la manera en que los
viejos Estados territoriales de Europa han “abolido” sus fronteras, en favor de los acuerdos de
Schengen. La abolición de las fronteras de la que se trata aquí, es decir, la renuncia al atributo más
sagrado del Estado moderno, no tiene naturalmente el sentido de su desaparición efectiva, sino que por
el contrario significa la posibilidad permanente de su restauración, a merced de las circunstancias. Así
las prácticas de las aduanas, cuando las fronteras son “abolidas”, de ningún modo vienen a
desaparecer, sino que por el contrario resultan extendidas, en potencia, a todos los lugares, a todos los
instantes. Bajo el Imperio, las fronteras se han vuelto como las aduanas — móviles.

54 El Imperio no tiene, jamás tendrá, una existencia jurídica, institucional, porque no la


necesita. El Imperio, a diferencia del Estado moderno, que se pretendía como un orden
de la Ley y la Institución, es el garante de una proliferación reticular de normas y
dispositivos. En tiempos normales, estos dispositivos son el Imperio.
Glosa α: Cada intervención del Imperio deja tras de sí normas y dispositivos gracias a los cuales el lugar
donde había sobrevenido la crisis será gestionado como espacio transparente de circulación. Es así
como la sociedad imperial se anuncia: como una inmensa articulación de dispositivos que inerva con
una vida eléctrica la inercia fundamental del tejido biopolítico. En el cuadriculado reticular, amenazado
continuamente de avería, de accidente, de bloqueo, de la sociedad imperial, el Imperio es lo que asegura
la eliminación de las resistencias para la circulación, lo que liquida los obstáculos para la penetración,
para el atravesamiento de todo por los flujos sociales. Y es también él quien asegura las transacciones,
quien garantiza, en una palabra, la supraconductividad social. He aquí por qué el Imperio no tiene
centro: porque él es lo que hace que cada nodo de su red pueda ser uno. Como mucho, podemos
constatar a lo largo del ensamblaje mundial de los dispositivos locales condensaciones de fuerzas, el
despliegue de esas operaciones negativas mediante las cuales progresa la transparencia imperial. El
Espectáculo y el Biopoder no aseguran menos la normalización transitiva de todas las situaciones, su
puesta en equivalencia, que la continuidad intensiva de los flujos.

Glosa β: Por supuesto, hay zonas de aplastamiento, zonas donde el control imperial es más denso que en
otras, donde cada intersticio de lo existente paga su tributo al panoptismo general, y donde finalmente la
población no se distingue ya de la policía. Inversamente, hay zonas en las que el Imperio parece ausente
y hace saber que “ahí ya no se atreve siquiera a aventurarse”. Sucede que el Imperio calcula, el Imperio
pesa, evalúa, y luego decide estar presente aquí o allá, manifestarse o retirarse, y esto en función de
consideraciones tácticas. El Imperio no está en todas partes, y no está ausente de ninguna parte. A
diferencia del Estado moderno, el Imperio no pretende ser la cosa más alta, el soberano siempre visible y
siempre resplandeciente, el Imperio sólo pretende ser el último resorte de cada situación. Así como un
“parque natural” no tiene nada de natural en la medida en que las potencias de artificialización han
juzgado preferible y decidido dejarlo intacto, así el Imperio todavía está presente donde está
efectivamente ausente: por medio de su retirada misma. El Imperio es por tanto tal como puede ser en
todas partes, se mantiene en cada punto del territorio, en el intervalo que hay entre la situación normal y
la situación excepcional. El Imperio puede su propia impotencia.

Glosa γ: La lógica del Estado moderno es una lógica de la Institución y la Ley. La Institución y la Ley
están desterritorializadas, en principio abstraídas, distinguiéndose de este modo de la costumbre,
siempre local, siempre impregnada éticamente, siempre susceptible de contestación existencial, a la cual
la Institución y la Ley le han arrebatado en todas partes su lugar. La Institución y la Ley se erigen frente
a los hombres, verticalmente, sacando su permanencia de su propia trascendencia, de la
autoproclamación inhumana de sí mismas. La Institución, al igual que la Ley, establece repartos, nombra
para separar, para ordenar, para poner fin al caos del mundo, o más bien para rechazar el caos hacia un
espacio delimitable, el del Crimen, de la Locura, de la Rebelión, de lo que no está autorizado. Y ambas
están unidas en el hecho de que no tienen que dar explicación a nadie, sin importar de qué se trate. “La
Ley es la Ley”, dice el caballero.
Incluso si no le repugna servirse de ellas, como al resto, a modo de armas, el Imperio ignora la
lógica abstracta de la Ley y la Institución. El Imperio no conoce más que las normas y los dispositivos.
Al igual que los dispositivos, las normas son locales, están en vigor aquí y ahora tanto como esto
funcione, empíricamente. Las normas no tienen guardados en sí su origen y su porqué; no es en ellas
donde hay que buscarlos, sino en un conflicto, en una crisis que los ha precedido. Lo esencial ya no
reside actualmente, por tanto, en una proclamación liminar de universalidad, que pretendería a
continuación hacerse respetar en todas partes; la atención se dirige más bien sobre las operaciones,
sobre la pragmática. Sin duda hay una totalización, aquí también, pero ésta no nace de una voluntad de
universalización: se forma mediante la articulación misma de los dispositivos, mediante la continuidad de
la circulación entre ellos.

Glosa δ: Bajo el Imperio se asiste a una proliferación del derecho, a una aceleración crónica de la
producción jurídica. Esta proliferación del derecho, lejos de sancionar cualquier triunfo de la Ley,
traduce, por el contrario, su extrema devaluación, su caducidad definitiva. La Ley, bajo el reino de la
norma, es ya únicamente un modo entre tantos otros, y no menos ajustable y reversible que los demás, de
retroactuar sobre la sociedad. Es una técnica de gobierno, una manera de poner término a una crisis, y
nada más. La Ley, que había sido ascendida por el Estado moderno al rango de única fuente del derecho,
es ya únicamente una de las expresiones de la norma social. Los jueces mismos no tienen ya la tarea
subordinada de calificar los hechos y de aplicar la Ley, sino la función soberana de evaluar la
oportunidad de tal o cual juicio. Por consiguiente, lo confuso de las leyes, donde encontraremos cada vez
más referencias a nebulosos criterios de normalidad, no constituirá en ella un vicio agobiante, sino al
contrario una condición de su duración y de su aplicabilidad a todo caso particular. La judicialización
de lo social y el “gobierno de los jueces” no son más que esto: el hecho de que éstos no decretan más
que en nombre de la norma. Bajo el Imperio, “un proceso antimafia” no hace otra cosa que coronar la
victoria de una mafia, la que juzga, sobre otra, la que es juzgada. Aquí, el Derecho se ha vuelto un arma
como cualquier otra en el despliegue universal de la hostilidad. Si los Bloom ya no consiguen,
tendencialmente, relacionarse unos con otros e intertorturarse sino en el lenguaje del Derecho, el
Imperio, por su parte, no afecciona particularmente este lenguaje, lo usa según la ocasión, según la
oportunidad; e incluso entonces continúa, en el fondo, hablando el único lenguaje que conoce: el de la
eficacia, de la eficancia para restablecer la situación normal, para producir el orden público, el buen
funcionamiento general de la Máquina. Dos figuras cada vez más parecidas a esta soberanía de la
eficacia se imponen entonces, en la convergencia misma de sus funciones: el poli y el médico.

Glosa ε: “La Ley debe ser utilizada simplemente como un arma más en el arsenal del gobierno, y en este
caso no representa nada más que una cobertura de propaganda para desembarazarse de los miembros
indeseables del sector público. Para la mejor eficacia, convendrá que las actividades de los servicios
judiciales estén ligadas al esfuerzo de guerra de la manera más discreta posible.”
Frank Kitson
Low intensity operations Subversion — Insurgency and Peacekeeping, 1971

55 Es ciudadano todo aquello que presente un grado de neutralización ética o una


atenuación compatibles con el Imperio. Aquí, la diferencia no está absolutamente
prohibida, es decir, mientras se despliegue sobre el fondo de la equivalencia general. La
diferencia, de hecho, sirve incluso como unidad elemental a la gestión imperial de las
identidades. Si el Estado moderno reinaba sobre la “república fenoménica de los
intereses”, se puede decir que el Imperio reina sobre la república fenoménica de las
diferencias. Y es por esta farsa depresiva que SE conjura ahora la expresión de las
formas-de-vida. Así el poder imperial puede permanecer impersonal: porque él mismo
es el poder personalizante; así el poder imperial es totalizante: porque es ése mismo que
individualiza. Más que con individualidades o subjetividades, con lo que tenemos que
tratar aquí es con individualizaciones y subjetivaciones, transitorias, desechables,
modulares. El Imperio es el libre juego de los simulacros.
Glosa α: La unidad del Imperio no se obtiene a partir de algún suplemento formal a la realidad, sino a la
escala más baja, al nivel molecular. La unidad del Imperio no es otra cosa que la uniformidad mundial
de las formas-de-vida atenuadas que produce la conjunción del Espectáculo y el Biopoder. Uniformidad
tornasolada más que abigarrada, ciertamente hecha de diferencias, pero de diferencias con respecto a la
norma. De diferencias normalizadas. De desviaciones estadísticas. Nada prohíbe, bajo el Imperio, ser un
poco punk, ligeramente cínico o moderadamente sadomasoquista. El Imperio tolera todas las
transgresiones siempre y cuando permanezcan soft. Aquí ya no tenemos que vérnoslas con una
totalización voluntarista a priori, sino con una calibración molecular de las subjetividades y los cuerpos.
“A medida que el poder se vuelve más anónimo y funcional, aquellos sobre quienes se ejerce tienden a
ser más fuertemente individualizados.” (Foucault, Vigilar y castigar)
Glosa β: “Todo el mundo habitado se encuentra a partir de ahora en una fiesta perpetua. Ha soltado las
armas que portaba antaño y se ha vuelto, despreocupado, hacia todo tipo de festividades y diversiones.
Todas las rivalidades han desaparecido, y una sola forma de competición preocupa actualmente a todas
las ciudades, aquella que consiste en ofrecer el mejor espectáculo de belleza y encanto. El mundo entero
está repleto ahora de gimnasios, fuentes, puertas monumentales, talleres, academias. Y se puede afirmar,
con una certeza científica, que un mundo que estaba agonizante se ha restablecido y ha recibido un nuevo
soplo de vida. […] El mundo entero ha sido acondicionado como un parque de diversiones. El humo de
las aldeas incendiadas y de las hogueras —encendidas por los amigos o los enemigos— se ha
desvanecido más allá del horizonte, como si un viento poderoso lo hubiera disipado, y ha sido
reemplazado por la multitud y la variedad innumerables de los espectáculos y los juegos cautivadores.
[…] Hasta tal punto que los únicos pueblos de los que debemos compadecernos, a causa de las buenas
cosas de las que están privados, son aquellos que están fuera de tu imperio, si es que se encuentra aún
alguno.”
Elio Arístides
In Romam oratio, 144 d.C.

56 En lo sucesivo, ciudadano quiere decir: ciudadano del Imperio.


Glosa: Bajo Roma, ser ciudadano no era algo exclusivo de los romanos, sino de todos aquellos que, en
cada provincia del Imperio, manifestaban una conformidad ética suficiente con el modelo romano. Ser
ciudadano designaba un estatuto jurídico sólo en la medida en que éste correspondía primeramente a un
trabajo individual de autoneutralización. Como se ve, el término ciudadano no pertenece al lenguaje de
la Ley, sino al de la norma. El llamado al ciudadano es así, desde la Revolución, una práctica de
emergencia; una práctica que responde a una situación de excepción (“la Patria en peligro”, “la
República amenazada”, etc.). El llamado al ciudadano nunca es entonces el llamado al sujeto de
derecho, sino el mandato hecho al sujeto de derecho a que salga de sí y entregue su vida, a que se
comporte ejemplarmente, a que sea más que un sujeto de derecho para que pueda seguir siéndolo.

57 La deconstrucción es el único pensamiento compatible con el Imperio, si no es que


su pensamiento oficial. Los que la han festejado como “pensamiento débil” han
acertado: la deconstrucción es esa práctica discursiva completamente dirigida hacia un
único objetivo: disolver, descualificar toda intensidad, y en sí misma jamás producirla.
Glosa: Nietzsche, Artaud, Schmitt, Hegel, san Pablo, el romanticismo alemán, el surrealismo: parece que
la deconstrucción tuviera vocación de tomar como blanco para sus fastidiosos comentarios a todo
aquello que, en el pensamiento, se hizo uno u otro día portador de intensidad. Dentro de su propio
dominio, esta nueva forma de policía que se hace pasar por una continuación inocente de la crítica
literaria más allá de su fecha de caducidad, se revela con una eficacia bastante temible. Llegará pronto a
colocar alrededor de todo aquello del pasado que continúa siendo virulento, cordones sanitarios de
digresiones, de reservas, de juegos de lenguajes y de guiños, previniendo con la pesadez de sus
volúmenes en prosa cualquier prolongamiento del pensamiento en el gesto, luchando, en resumen, paso a
paso contra el acontecimiento. Ninguna sorpresa de que esta espesa corriente de la habladuría mundial
haya nacido de una crítica de la metafísica como privilegio concedido a la presencia “simple e
inmediata”, a la palabra antes que a la escritura, a la vida antes que al texto y a la multiplicidad de sus
significaciones. Resultaría ciertamente posible interpretar la deconstrucción como una simple reacción
bloomesca. El deconstructor, que ya no consigue tener un dominio del más pequeño detalle de su mundo,
que ya casi no está literalmente en el mundo, que ha hecho de la ausencia su modo permanente de ser,
trata de asumir su bloomitud con una bravuconería: se encierra en el círculo cerrado de las realidades
que aún le tocan porque comparten su grado de evaporación: los libros, los textos, las películas y las
canciones. Deja de ver en lo que lee algo que pudiera relacionarse con su vida, y más bien ve en lo que
vive un tejido de referencias a lo que ya ha leído. La presencia y el mundo en su conjunto, en la medida
en que el Imperio le concede sus medios, adquieren para él un carácter de pura hipótesis. La realidad y
la experiencia ya sólo son para él unos ruines argumentos de autoridad. Existe algo de militante en la
deconstrucción, como un militantismo de la ausencia, una retirada ofensiva hacia el mundo cerrado pero
indefinidamente recombinable de las significaciones. La deconstrucción tiene de hecho una función
política precisa, bajo sus apariencias de simple fatuidad: la de hacer pasar por bárbaro todo lo que
viniera a oponerse violentamente al Imperio, por místico a quienquiera que tome su presencia de sí como
centro de energía de su revuelta, por fascista toda consecuencia vivida del pensamiento, todo gesto. Para
estos agentes sectoriales de la contrarrevolución preventiva, de lo que se trata es solamente de prorrogar
la suspensión epocal que les hace vivir. La inmediatez, como explicaba ya Hegel, es la determinación
más abstracta. Y como han comprendido bien nuestros deconstructores: el porvenir de Hegel es el
Imperio.

58 El Imperio no concibe la guerra civil como una afrenta hecha a su majestad, como un
desafío a su omnipotencia, sino simplemente como un riesgo. Así se explica la
contrarrevolución preventiva que el Imperio no ha cesado de librar contra todo aquello
que podría ocasionar agujeros en el tejido biopolítico continuo. A diferencia del Estado
moderno, el Imperio no niega la existencia de la guerra civil, la gestiona. De otra
manera, por lo demás, tendría que privarse de ciertos medios, bastante cómodos para
pilotarla o contenerla. Donde sus redes penetren todavía sólo insuficientemente, se
aliará pues el tiempo que sea necesario con alguna mafia local, inclusive con tal o cual
guerrilla, si éstas le garantizan mantener el orden sobre el territorio que les ha
correspondido. No hay nada más extraño al Imperio que la cuestión de saber quién
controla qué, con tal de que haya control. De donde se sigue que no reaccionar es
todavía, aquí, una reacción.

Glosa α: Resulta agradable observar las cómicas contorsiones a las que obliga el Imperio, durante sus
intervenciones, a aquellos que, aun queriendo oponerse a él, rechazan asumir la guerra civil. Así las
buenas almas que no eran capaces de comprender que la operación imperial en Kosovo no estaba
dirigida contra los serbios, sino contra la guerra civil misma, que comenzaba a extenderse bajo formas
excesivamente visibles en los Balcanes, no tenían otra opción, en su compulsión de tomar posición, que
tomar la causa de la OTAN o la de Milošević.

Glosa β: Poco después de Génova y sus escenas de represión a la chilena, un alto funcionario de la
policía italiana entrega a La Repubblica esta conmovedora toma de consciencia: “Bueno, voy a decirle
una cosa que me cuesta y que nunca he dicho a nadie. […] La policía no está ahí para poner orden, sino
para gobernar el desorden.”

59 La reducción cibernética coloca idealmente al Bloom como retransmisor transparente


de la información social. Así pues, el Imperio se representará gustosamente como una
red de la cual cada uno sería un nodo. La norma constituye entonces, en cada uno de
estos nodos, el elemento de la conductividad social. Antes que la información, es en
realidad la causalidad biopolítica la que circula aquí, con mayor o menor resistencia,
según el gradiente de normalidad. Cada nodo —país, cuerpo, empresa, partido
político— es considerado responsable de su resistencia. Y esto vale hasta el punto de
no-conducción absoluta, o de refracción de los flujos. El nodo en cuestió será entonces
decretado culpable, criminal, inhumano, y será objeto de la intervención imperial.
Glosa α: Ahora bien, como nadie está nunca demasiado despersonalizado como para conducir
perfectamente los flujos sociales, cada uno está siempre-ya, y ésta es una condición misma de su
supervivencia, en falta con respecto de la norma; norma que por otro lado sólo será establecida a
posteriori, tras la intervención del Imperio. A este estado nosotros lo llamaremos falta blanca. Ésta es la
condición moral del ciudadano bajo el Imperio, y la razón por la cual no hay, en realidad, ningún
ciudadano, sino solamente pruebas de ciudadanía.

Glosa β: La red, con su informalidad, su plasticidad, su inacabamiento oportunista, ofrece el modelo de


las solidaridades débiles, de los vínculos flojos con los cuales está tejida la “sociedad” imperial.

Glosa γ: Lo que aparece finalmente en la circulación planetaria de la responsabilidad, cuando el


apresamiento del mundo alcanza el punto en que se busca culpables a los estragos de una “catástrofe
natural”, es cuán esencialmente construida es toda causalidad.

Glosa γ: El Imperio tiene la costumbre de eso que él llama “campañas de sensibilización”. Éstas
consisten en la elevación deliberada de la sensibilidad de los receptores sociales ante tal o cual
fenómeno, es decir, en la creación de ese fenómeno en cuanto fenómeno, y en la construcción de la red de
causalidades que permitirán materializarlo.

60 La extensión de las atribuciones de la policía imperial, del Biopoder, es ilimitada,


porque lo que tiene misión circunscribir, detener, no es del orden de la actualidad, sino
de la potencia. La arbitrariedad se llama aquí prevención, y el riesgo es esa potencia
que se encuentra por todas partes en acto en cuanto potencia que funda el derecho de
injerencia universal del Imperio.
Glosa α: El enemigo del Imperio es interior. Es el acontecimiento. Es todo aquello que podría suceder, y
que pondría en apuros al tejido de las normas y los dispositivos. El enemigo está pues, lógicamente, por
todas partes presente, bajo la forma del riesgo. Y la solicitud es la única causa reconocida de las brutales
intervenciones imperiales contra el Partido Imaginario: “Observen cómo estamos listos para
protegerlos, ya que, tan pronto como algo extraordinario suceda, evidentemente sin tener en cuenta esas
viejas costumbres que son las leyes o las jurisprudencias, vamos a intervenir con todos los medios que
sean necesarios.” (Foucault)

Glosa β: No cabe duda de que existe un carácter ubuesco del poder imperial, el cual paradójicamente no
parece hecho para mermar la eficiencia de la Máquina. De la misma manera, existe un aspecto barroco
del edificio jurídico bajo el cual vivimos. De hecho, el mantenimiento de una cierta confusión permanente
en lo que respecta a los reglamentos en vigor, a los derechos, a las autoridades y a sus competencias,
parece vital para el Imperio. Pues es ella la que le permite poder hacer uso, cuando llegue el momento,
de todos los medios.

61 No es adecuado distinguir entre polis y ciudadanos. Bajo el Imperio, la diferencia


entre la policía y la población queda abolida. Cada ciudadano del Imperio puede, en
cualquier momento, y al grado de una reversibilidad propiamente bloomesca, revelarse
como un poli.
Glosa α: La idea de “que el delincuente es el enemigo de la sociedad entera” Foucault la ve aparecer en
la segunda mitad del siglo XVIII. Bajo el Imperio esta idea es extendida a la totalidad del cadáver social
recompuesto. Cada uno es para sí mismo y para los demás, en virtud de su estado de falta blanca, un
riesgo, un hostis potencial. Esta situación esquizoide explica la renovación imperial de la delación, de la
vigilancia mutua, del endo- e inter-policiaje. Pues no sólo se trata de que los ciudadanos del Imperio
denuncien todo aquello que les parezca “anormal” con un frenesí tal que la policía no consigue ya
seguirles la pista, se trata incluso de que a veces ellos se denuncian a sí mismos para acabar de una vez
con la falta blanca, para que, cuando caiga el juicio sobre ellos, su situación indecisa, su duda en cuanto
a su pertenencia al tejido biopolítico, sea liquidada. Y es por medio de este mecanismo de terror general
que son repelidos con todos los medios, puestos en cuarentena y aislados espontáneamente todos los
dividuos de riesgo, todos aquellos que, siendo susceptibles de una intervención imperial, podrían
arrastrar en su caída, por efecto de capilaridad, las mallas adyacentes de la red.

Glosa β:
“— ¿Cómo definir a los policías?
Los policías provienen del sector público y el sector público forma parte de la policía. Los agentes de
policía son aquellos que son pagados para dedicar todo su tiempo al cumplimiento de deberes, deberes
que son igualmente los de todos sus conciudadanos.
—¿Cuál es el papel prioritario de la policía?
Tiene una misión amplia, centrada en la resolución de problemas (problem solving policing).
—¿Cuál es el criterio de la eficacia de la policía?
La ausencia de crimen y desorden.
—¿De qué se ocupa específicamente la policía?
De los problemas y las preocupaciones de los ciudadanos.
— ¿Qué es lo que determina la eficacia de la policía?
La cooperación del sector público.
—¿Qué es el profesionalismo policial?
Una capacidad para permanecer en contacto con la población para anticipar los problemas.
— ¿Cómo considera la policía los procedimientos judiciales?
Como un medio entre tantos otros.”
Jean-Paul Brodeur, profesor de criminología en Montreal
citado en Guía práctica de la policía de proximidad, París, marzo de 2000

62 La soberanía imperial consiste en que ningún punto del espacio ni del tiempo, ni
ningún elemento del tejido biopolítico, esté al resguardo de su intervención. El
almacenamiento del mundo, la trazabilidad generalizada, el hecho de que los medios de
producción tiendan a volverse inseparablemente medios de control, la subsunción del
edificio jurídico en simple arsenal de la norma, todo esto tiende a hacer de cada uno un
sospechoso.

Glosa: Un teléfono móvil se vuelve un soplón, un medio de pago una declaración de tus hábitos
alimenticios, tus padres se transforman en delatores, una factura de teléfono se vuelve el expediente de
tus amistades: toda la sobreproducción de información inútil de la que eres objeto se revela crucial por
el simple hecho de ser en todo momento utilizable. Que ésta sea de este modo disponible hace pesar
sobre cada gesto una amenaza suficiente. Y el baldío donde el Imperio abandona su movilización mide
bastante exactamente el sentimiento de su propia seguridad que le habita, cuán poco en peligro se siente
por ahora.

63 El Imperio es apenas pensado, y tal vez difícilmente pensable, en el seno de la


tradición occidental, es decir, en los límites de la metafísica de la subjetividad. A lo
sumo se ha podido pensar en ésta la superación del Estado sobre su propio terreno; y
esto ha producido los irrespirables proyectos de Estado universal, las especulaciones
sobre el derecho cosmopolita que vendría finalmente a instaurar la paz perpetua o, más
aún, la ridícula esperanza de un Estado democrático mundial, que es la perspectiva
última del negrismo.
Glosa α: Quienes no logran concebir el mundo de otra manera que dentro de las categorías que el Estado
liberal les proporcionó, usualmente parecen confundir al Imperio con tal o cual organismo
supranacional (el FMI, el Banco Mundial, la OMC o la ONU, y ocasionalmente la OTAN y la Comisión
Europea). De contracumbre en contracumbre, los vemos cada vez más apoderados, a nuestros
“antiglobalización”, por la duda: ¿y si en el interior de esos pomposos edificios, detrás de esas
soberbias fachadas, no hubiera NADA? En el fondo, guardan la intuición de que esos grandes cascarones
mundiales están vacíos, y es, por otra parte, debido a ello mismo que los asedian. Los muros de esos
palacios no están hechos más que de buenas intenciones, cada uno de ellos fue edificado en su tiempo
como reacción a alguna crisis mundial; y desde entonces fueron dejados ahí, deshabitados, para todos
los fines inútiles. Por ejemplo, para servir de señuelo a las tropas del negrismo contestatario.

Glosa β: No es fácil saber a dónde quiere llegar alguien que, al término de una vida de palinodias,
afirma en un artículo titulado El “Imperio”, fase superior del imperialismo que “en el actual estadio
imperial, ya no hay imperialismo”, que decreta la muerte de la dialéctica para concluir que es preciso
“teorizar y actuar a la vez en y contra el Imperio”; alguien que se sitúa unas veces en la posición
masoquista de exigir a las instituciones que se autodisuelvan, otras en la de suplicarles que existan. Por
eso no hay que partir de sus escritos, sino de su acción histórica. También para comprender un libro
como Imperio —esa tipo de baturrillo teórico que opera en el pensamiento la misma reconciliación final
de todas las incompatibilidades que el Imperio sueña con realizar en los hechos— resulta más instructivo
observar las prácticas que se proclaman como propias. En el discurso de los burócratas espectaculares
de los Tute bianche, el término de “pueblo de Seattle” ha sido así sustituido, desde hace algún tiempo,
por el de “multitud”. “El pueblo —recuerda Hobbes— es algo que es uno solo, teniendo una voluntad, y
a lo cual se puede atribuir una acción propia; pero nada similar a esto se puede decir de la multitud. Es
el pueblo quien reina en cualquier tipo de Estado: pues, incluso en las monarquías, es el pueblo quien
manda, y quien decide mediante la voluntad de un único hombre. Pero son los particulares, esto es, los
súbditos, quienes conforman la multitud. Paralelamente, en un Estado popular y en uno aristocrático, la
masa de los habitantes es la multitud, y la corte o el consejo es el pueblo.” Toda la perspectiva negrista
se limita por tanto a esto: forzar al Imperio, mediante la escenificación de la emergencia de una así
llamada “sociedad civil mundial”, a darse las formas de un Estado universal. Viniendo de personas que
siempre han aspirado a posiciones institucionales, quienes por tanto siempre han fingido creer en la
ficción del Estado moderno, esta estrategia aberrante se vuelve límpida; y las contraevidencias de
Imperio adquieren por sí mismas una significación histórica. Cuando Negri afirma que es la multitud la
que ha engendrado al Imperio, que “la soberanía ha tomado una nueva forma, compuesta por una serie
de organismos nacionales y supranacionales unidos bajo una lógica única de gobierno”, que “el Imperio
es el sujeto político que regula efectivamente los intercambios mundiales, el poder soberano que
gobierna el mundo” o incluso que “este orden se expresa bajo una forma jurídica”, de ningún modo da
cuenta del mundo que le rodea, sino de las ambiciones que le animan. Los negristas quieren que el
Imperio se dé unas formas jurídicas, quieren tener frente a ellos una soberanía personal, un sujeto
institucional con el cual contratarse o que podrían hacerse suyo. La “sociedad civil mundial” de la que
apelan formar parte, traiciona sólo a su deseo de un Estado mundial. No cabe duda de que adelantan
algunas pruebas, o eso que al menos consideran tal, de la existencia de un orden universal en formación:
tales serían las intervenciones en Kosovo, en Somalia, o en el Golfo y su legitimación espectacular a
través de “valores universales”. Pero aun cuando el Imperio se dotara de una fachada institucional
postiza, su realidad efectiva no se quedaría menos concentrada en una policía y en una publicidad
mundiales, el Biopoder y el Espectáculo respectivamente. Que las guerras imperiales se presenten como
“operaciones de policía internacional” puestas en marcha a través de unas “fuerzas de intervención”,
que la guerra misma sea puesta fuera-de-la-ley mediante una forma de dominación que querría hacer
pasar sus propias ofensivas por simples asuntos de gestión interior, por una cuestión policial y no
política —asegurar “la tranquilidad, la seguridad y el orden”—, Schmitt ya lo había entrevisto hace
sesenta años y no contribuye en absoluto a la elaboración progresiva de un “derecho de policía” como
quiere creer Negri. El consenso espectacular momentáneo contra tal o cual “Estado canalla”, contra tal
o cual “dictador” o “terrorista”, no funda más que la legitimidad temporal y reversible de la
intervención imperial que se reivindica suyo. La reedición de los tribunales de Núremberg degenerados
para cualquier cosa, la decisión unilateral mediante instancias judiciales nacionales de juzgar crímenes
que han tenido lugar en países en los cuales ni siquieran son considerados como tales, no sanciona el
avance de un derecho mundial naciente, sino la subordinación consumada del orden jurídico al estado de
emergencia policial. En estas condiciones, no se trata de militar a favor de un Estado universal salvador,
sino ciertamente de desolar al Espectáculo y al Biopoder.

64 La dominación imperial, tal como comenzamos a reconocerla, puede ser calificada


como neo-taoísta, en la medida en que sólo se la encuentra pensada a fondo en el seno
de esta tradición. Hace veintitrés siglos, un teórico taoísta afirmaba que: “Existen tres
medios para asegurar el orden. El primero se llama interés, el segundo se llama miedo y
el tercero denominaciones. El interés une el pueblo al soberano; el temor asegura el
respeto de los órdenes; las denominaciones incitan a los inferiores a tomar el mismo
camino que los amos. […] Esto es lo que llamo abolir el gobierno por medio del
gobierno mismo, los discursos por medio del discurso mismo”. Concluía sin más: “En el
gobierno perfecto, los inferiores carecen de virtud.” (Han Feizi, El Tao del Príncipe)
Muy probablemente, el gobierno se perfecciona.

65 Todas las estrategias imperiales, es decir, tanto la polarización espectacular de los


cuerpos sobre ausencias adecuadas como el terror constante que UNO se empeña en
mantener, tienen como propósito que el Imperio no aparezca nunca como tal, como
partido. Esta clase de paz muy especial, la paz armada que caracteriza al orden
imperial, se experimenta de una manera más sofocante a medida que ella misma es el
resultado de una guerra total, muda y continua. Lo que está en juego en la ofensiva,
aquí, no es ganar algún enfrentamiento, sino al contrario hacer que el enfrentamiento no
tenga lugar, conjurar el acontecimiento desde su raíz, prevenir todo salto de intensidad
en el juego de las formas-de-vida, mediante lo cual lo político advendría. El hecho de
que nada suceda es ya para el Imperio una victoria masiva. Frente al “enemigo
cualquiera”, frente al Partido Imaginario, su estrategia consiste en “sustituir el
acontecimiento que querrían que fuera decisivo, pero que sigue siendo aleatorio (la
batalla), con una serie de acciones menores aunque estadísticamente eficaces, que
nosotros llamaremos, por oposición, la no-batalla.” (Guy Brossollet, Ensayo sobre la
no-batalla, 1975)

66 El Imperio no se opone a nosotros como un sujeto que nos haría frente, sino como un
medio que nos es hostil.
Glosa: Algunos han querido caracterizar la época imperial como la de los esclavos sin amos. Si bien esto
no es falso, sería más adecuadamente especificada como la época del Dominio sin amos [Maîtrise sans
maîtres], del soberano inexistente, como el caballero de Calvino, cuya armadura está vacía. El sitio del
Príncipe permanece, invisiblemente ocupado por EL PRINCIPIO. Aquí se da, a la vez, una ruptura absoluta
con la vieja soberanía personal y una consumación de ésta: el gran desasosiego del Amo ha sido siempre
el de no tener por súbditos más que esclavos. El Principio reinante realiza la paradoja ante la cual había
tenido que inclinarse la soberanía sustancial: tener hombres libres por esclavos. Esta soberanía vacía no
es, propiamente hablando, una novedad histórica, aunque visiblemente así lo sea para Occidente. De lo
que se trata aquí es de deshacerse de la metafísica de la subjetividad. Los chinos, que se llevaron sus
cuarteles fuera de la metafísica de la subjetividad entre los siglos VI y III antes de nuestra era, se
forjaron entonces una teoría de la soberanía impersonal que puede ser bastante útil para comprender los
resortes actuales de la dominación imperial. A la elaboración de esta teoría queda asociado el nombre
de Han Feizi, principal figura de la escuela calificada, por error, como “legista”, ya que desarrolla un
pensamiento acerca de la norma más que de la Ley. Su doctrina, compilada hoy bajo el título de El Tao
del Príncipe, dictó la fundación del primer Imperio chino verdaderamente unificado, mediante el cual fue
clausurado el período llamado de los “Reinos combatientes”. Una vez establecido el Imperio, el
Emperador, el soberano de Qin, hizo quemar la obra de Han Fei en el 213 a.C. No fue sino hasta el siglo
XX que fue exhumado el texto que había comandado toda la práctica del Imperio chino; por tanto,
cuando éste se derrumbaba.
El Príncipe de Han Fei, aquel que ocupa la Posición, es Príncipe sólo a causa de su impersonalidad,
de su ausencia de cualidad, de su invisibilidad, de su inactividad, es Príncipe sólo en la medida de su
resorción en el Tao, en la Vía, en el curso de las cosas. No es un Príncipe en el sentido personal, es un
Principio, un puro vacío, que ocupa la Posición y permanece en el no-actuar. La perspectiva del Imperio
legista es la de un Estado que sería perfectamente inmanente a la sociedad civil: “La ley de un Estado
donde reina el orden perfecto es obedecida tan naturalmente como cuando uno come porque tiene
hambre y se cubre uno cuando tiene frío: ninguna necesidad de dar órdenes”, explica Han Fei. La
función del soberano consiste aquí en articular los dispositivos que lo volverán superfluo, que permitirán
la autorregulación cibernética. Si, por ciertos aspectos, la doctrina de Han Fei recuerda a ciertas
construcciones del pensamiento liberal, nunca tuvo la ingenuidad de este último: ella se sabe como teoría
de la dominación absoluta. Han Fei prescribe al Príncipe mantenerse en la Vía de Lao Tse: “El Cielo es
inhumano: trata a los hombres como perros de paja; el Santo es inhumano, trata a los hombres como
perros de paja.” Incluso sus más fieles ministros tienen que saber lo ínfimos que son con respecto de la
Máquina Imperial; esos mismos que todavía ayer se creían sus amos deben temer que caiga sobre ellos
alguna operación de “moralización de la vida pública”, algún hambre voraz de transparencia. El arte de
la dominación imperial consiste en absorberse en el Principio, en desvanecerse en la nada, en volverse
invisible y con ello verlo todo, en volverse inaprensible y con ello tomarlo todo. La retirada del Príncipe
no es aquí más que la retirada del Principio: fijar las normas en función de las cuales los seres serán
juzgados y evaluados, velar por que las cosas sean nombradas del modo “que conviene”, regular la
medida de las gratificaciones y de los castigos, regir las identidades y atar a los hombres a éstas.
Atenerse a esto y permanecer opaco. Tal es el arte de la dominación vacía y desmaterializada, de la
dominación imperial de la retirada.

“El Príncipe está en lo invisible,


el Uso en lo imprevisible.
Vacío y tranquilo, carece de ocupación.
Escondido, desenmascara las taras.
Ve sin ser visto,
escucha sin ser escuchado.
conoce sin ser percibido.
Comprende a dónde quieren llevarle los discursos;
no se altera ni se mueve.
Examina y confronta;
cada quien está en su sitio.
No se comunican;
todo está en orden.
Oculta sus huellas,
revuelve sus rastros;
nadie lo alcanza.
Prohíbe la inteligencia;
abandona todo talento;
se halla fuera del alcance de sus súbditos.
Escondo mis intenciones,
examino y confronto.
Les tomo por las manos;
les aprieto sólidamente.
les impido esperar;
abolo incluso el pensamiento;
suprimo hasta el deseo. […]
La Vía del Amo: hacer de la retirada una obra maestra, reconocer a los hombres competentes sin
ocuparse de tareas; hacer las buenas elecciones sin planearlo. Es así como uno le responde sin que él
pregunte, como uno acaba con la labor sin que él lo exija.”
La Vía del Amo

“No devela sus resortes.


Constantemente inactivo.
Cosas suceden en las cuatro esquinas del mundo.
Lo importante: tomar el centro.
El sabio capta lo importante.
Los cuatro orientes responden.
Tranquilo, inactivo, espera
que uno llegue a servirle.
Todos los seres que el universo encubre
se anuncian por su claridad en su oscuridad. […]
No cambia ni muta,
moviéndose con los Dioses
sin tener nunca descanso.
Seguir la razón de las cosas:
cada ser tiene un sitio,
todo objeto un uso.
Todo está donde se debe.
De arriba hacia abajo, el no-actuar.
Que el gallo vele en la noche,
que el gato atrape los ratones,
cada quien tiene su empleo;
y el Amo carece de emociones.
El método para tomar al Uno:
partir de los Nombres.
A nombres correctos, cosas seguras. […]
El Amo obra por el Nombre. […]
Sin actuar, gobierna. […]
El amo de sus súbditos
tala el árbol constantemente
para que no prolifere.”
Manifiesto doctrinal

UNA ÉTICA DE LA GUERRA CIVIL

Nueva forma de comunidad: afirmarse guerreramente. De lo contrario el espíritu se debilita. Nada de


“jardines”, “alejarse de las masas” no basta. ¡Guerra (¡pero sin pólvora!) entre pensamientos diversos!
¡Y entre sus ejércitos!
Nietzsche
Fragmentos póstumos

67 Todos aquellos que no pueden o no quieren conjurar las forma-de-vida que los
mueven han de rendirse a esta evidencia: son, somos, los parias del Imperio. Existe,
anclado en alguna parte de nosotros, un punto de opacidad sin retorno similar a la marca
de Caín y que llena a los ciudadanos de terror cuando no de odio. Maniqueísmo del
Imperio: de un lado, la nueva humanidad radiante, cuidadosamente reformateada,
transparente a todos los rayos del poder, idealmente desprovista de experiencia, ausente
de sí incluso en el cáncer: son los ciudadanos, los ciudadanos del Imperio. Y luego hay
nosotros. Nosotros no es ni un sujeto ni una entidad formada, ni tampoco una multitud.
Nosotros es una masa de mundos, de mundos infraespectaculares, intersticiales, con
existencia inconfesable, tejidos de solidaridades y de disensiones impenetrables al
poder; y luego son también los extraviados, los pobres, los prisioneros, los ladrones, los
criminales, los locos, los perversos, los corrompidos, los demasiado-vivos, los
desbordantes, las corporeidades rebeldes. En resumen: todos aquellos que, siguiendo su
línea de fuga, no se encuentran a gusto en la tibieza climatizada del paraíso imperial.
Nosotros es todo el plano de consistencia fragmentado del Partido Imaginario.

68 En la medida en que nos mantenemos en contacto con nuestra propia potencia,


aunque sólo fuera pensando nuestra experiencia, nosotros representamos, en el seno de
las metrópolis del Imperio, un peligro. Nosotros somos el enemigo cualquiera. Aquel
contra el cual todos los dispositivos y las normas imperiales son agenciados.
Inversamente, el hombre del resentimiento, el intelectual, el inmunodeficiente, el
humanista, el injertado o el neurótico ofrecen el modelo del ciudadano del Imperio. De
ellos se puede estar seguro de que no hay nada que temer. Debido a su estado, están
ancados a condiciones de existencia de una artificialidad tal que únicamente el Imperio
puede asegurárselas; y toda modificación brutal de éstas significaría su muerte. Ellos
son los colaboradores-natos. No es solamente el poder, es la policía quien pasa a través
de sus cuerpos. La vida mutilada no aparece solamente como una consecuencia del
avance del Imperio, es en primer lugar una condición suya. La ecuación ciudadano =
poli se prolonga en la extremada grieta de los cuerpos.

69 Todo lo que el Imperio tolera es para nosotros semejantemente exiguo: los espacios,
las palabras, los amores, las cabezas y los corazones: otras tantos instrumentos de
tortura. Dondequiera que vayamos se forman casi espontáneamente alrededor de
nosotros unos de esos cordones sanitarios tetanizados, tan reconocibles en las miradas y
en los gestos. Basta con bien poco para ser identificado por los ciudadanos anémicos del
Imperio como un sospechoso, como un dividuo de riesgo. Una negociación permanente
tiene lugar para que nosotros renunciemos a esa intimidad con nosotros mismos que
tanto se nos ha reprochado. Y en efecto, no siempre aguantaremos así, en esta posición
desgarrada de desertor interior, de extranjero apátrida, de hostis muy cuidadosamente
enmascarado.

70 Nosotros no tenemos nada que decir a los ciudadanos del Imperio: para esto haría
falta que tuviéramos algo en común. Para ellos, la regla es simple: o desertan, se lanzan
al devenir y se unen a nosotros, o permanecen donde están y serán entonces tratados de
acuerdo con los principios bien conocidos de la hostilidad: reducción y aplastamiento.

71 La hostilidad que, dentro del Imperio, rige tanto la no-relación consigo mismo como
la no-relación global de los cuerpos entre ellos, es para nosotros el hostis. Todo lo que
quiere arrebatárnoslo tiene que ser aniquilado. Quiero decir que es la esfera misma de la
hostilidad lo que debemos reducir.

72 La esfera de la hostilidad sólo puede ser reducida extendiendo el dominio ético-


político de la amistad y la enemistad; es por esto que el Imperio no consigue reducirla, a
pesar de todas sus protestas a favor de la paz. El devenir-real del Partido Imaginario no
es más que la formación por contagio del plano de consistencia donde amistades y
enemistades se despliegan libremente y se vuelven legibles a sí mismas

73 El agente del Partido Imaginario es aquel que, partiendo de donde se encuentra, de su


posición, desencadena o prosigue el proceso de polarización ética, de asunción
diferencial de las formas-de-vida. Este proceso no es otro que el tiqqun.

74 El tiqqun es el devenir-real, el devenir-práctico del mundo; el proceso de revelación


de toda cosa como práctica, es decir, como tomando lugar dentro de sus límites, dentro
de su significación inmanente. El tiqqun es que cada acto, cada conducta, cada
enunciado dotados de sentido, es decir, en cuanto acontecimiento, se inscribe por sí
mismo en su metafísica propia, en su comunidad, en su partido. La guerra civil quiere
solamente decir: el mundo es práctico; la vida, heroica, en todos sus detalles.

75 El movimiento revolucionario no fue derrotado, como lamentan los estalinistas de


siempre, debido a su insuficiente unidad, sino a causa del nivel demasiado débil de
elaboración de la guerra civil en su seno. A este respecto, la confusión sistemática entre
hostis y enemigo ha tenido el efecto debilitante que conocemos, desde lo trágico
soviético hasta lo cómico grupuscular.
Entendámonos: el Imperio no es el enemigo con el cual tendríamos que medirnos,
y, de igual modo, las otras tendencias del Partido Imaginario no alcanzan para nosotros
el grado suficiente de hostis para ser liquidadas, sino todo lo contrario.

76 Toda forma-de-vida tiende a constituirse en comunidad, y de comunidad en mundo.


Cada mundo, cuando se piensa a sí mismo, es decir, cuando se capta estratégicamente
en su juego con los otros mundos, se descubre como configurado por una metafísica
particular, que es, más que un sistema, una lengua, su lengua. Y es entonces, cuando se
ha pensado así mismo, que este mundo deviene contaminante: ya que sabe de qué ethos
es portador, ha pasado a ser amo en un determinado sector del arte de las distancias.

77 El principio de la serenidad más intensa consiste, para cada cuerpo, en ir hasta el


final de su forma-de-vida presente, hasta el punto en que la línea de incremento de
potencia se desvanece. Cada cuerpo quiere agotar su forma-de-vida, dejarla muerta tras
de sí. Después pasa a otra más. Ha ganado en espesor: su experiencia le ha alimentado.
Y ha ganado en soltura: ha sabido desprenderse de una figura de sí.

78 Donde estaba la nuda vida tiene que advenir la forma-de-vida. La enfermedad y la


debilidad no son afecciones de la nuda vida, genérica, sin ser en primer lugar afecciones
que tocan singularmente a ciertas formas-de-vida, orquestadas por los imperativos
contradictorios de la pacificación imperial. Repatriando así sobre el terreno de las
formas-de-vida todo aquello que es exiliado al lenguaje pleno de confusiones de la nuda
vida, volcamos la biopolítica en política de la singularidad radical. Una medicina está
por ser reinventada, una medicina política que partirá de las formas-de-vida.

79 En las condiciones presentes, bajo el Imperio, toda agregación ética sólo puede
constituirse como máquina de guerra. Una máquina de guerra no tiene la guerra por
objeto; al contrario: sólo puede “hacer la guerra a condición de que cree otra cosa al
mismo tiempo, aunque sólo sean nuevas relaciones sociales no-orgánicas” (Deleuze-
Guattari, Mil mesetas). A diferencia tanto de un ejército como de cualquier
organización revolucionaria, la máquina de guerra sólo tiene una relación de
suplemento con la guerra. Es capaz de tretas ofensivas, está en condiciones de librar
batallas, de tener un recurso sutil a la violencia, pero no lo necesita para llevar una
existencia plena.

80 Aquí se plantea la cuestión de la reapropiación de la violencia, de la cual hemos sido


tan perfectamente desposeídos, con todas las expresiones intensas de la vida, por las
democracias biopolíticas. Comencemos por acabar con la vieja concepción de una
muerte que sobrevendría al término, como punto final de la vida. La muerte es
cotidiana, es ese empequeñecimiento continuo de nuestra presencia bajo el efecto de la
imposibilidad de abandonarse a nuestras inclinaciones. Cada una de nuestras arrugas,
cada una de nuestras enfermedades, es un gusto al que no hemos sido fieles, el producto
de una traición hacia una forma-de-vida que nos anima. Ésta es la muerte real a la que
estamos sometidos, y cuya causa principal es nuestra falta de fuerza, el aislamiento que
nos impide devolverle al poder cada uno de sus golpes, abandonarnos sin la seguridad
de que tendremos que pagarlo. He aquí por qué nuestros cuerpos experimentan la
necesidad de agregarse como máquinas de guerra, pues sólo esto nos vuelve igualmente
capaces de vivir y de luchar.

81 De lo que precede se deducirá sin esfuerzos esta evidencia biopolítica: no hay muerte
“natural”, todas las muertes son muertes violentas. Esto vale existencial e
históricamente. Bajo las democracias biopolíticas del Imperio, todo ha sido socializado;
cada muerte entra en una red compleja de causalidades que hacen de ella una muerte
social, un asesinato; ya sólo hay asesinato, que unas veces es condenado, otras
amnistiado, y la mayor parte de ellas ignorado. En este punto, la cuestión que se plantea
ya no es la del hecho del asesinato, sino la de su cómo.

82 El hecho no es nada, el cómo es todo. Que no exista ningún hecho que no sea
previamente calificado lo prueba de manera suficiente. El golpe maestro del
Espectáculo consiste en haberse hecho del monopolio de la calificación, de la
denominación; y, a partir de esta posición, en traficar su metafísica de contrabando,
entregando como hechos el producto de sus interpretaciones fraudulentas. Una acción
de guerra social es un “acto de terrorismo”, mientras que una intervención mayor de la
OTAN, decidida de la manera más arbitraria, es una “operación de pacificación”; un
envenenamiento masivo es una epidemia, y se denomina “Cárcel de Alta Seguridad” la
práctica legal de la tortura en las prisiones democráticas. Frente a esto, el tiqqun es por
el contrario la acción de devolver a cada hecho su propio cómo, de tomarlo incluso por
únicamente real. La muerte en duelo, un hermoso asesinato premeditado, una última
frase genial pronunciada con pathos, bastan para borrar la sangre, para humanizar lo que
se considera lo más inhumano: el asesinato. Pues en la muerte más que en otra parte, el
cómo reabsorbe al hecho. Entre enemigos, por ejemplo, el arma de fuego será excluida.

83 Este mundo está atrapado entre dos tendencias, una a su libanización, otra a su
helvetización; tendencias que pueden, zona por zona, cohabitar. Y en efecto, éstas son
aquí dos maneras singularmente reversibles, aunque aparentemente divergentes, de
conjurar la guerra civil. El Líbano, antes de 1974, ¿no era apodado la “Suiza del Medio
Oriente”?

84 En el curso del devenir-real del Partido Imaginario, nos encontraremos sin duda con
estas sanguijuelas lívidas: los revolucionarios profesionales. Contra la evidencia de que
los únicos momentos bellos del siglo fueron despreciativamente llamados “guerras
civiles”, correrán todavía a denunciar en nosotros “la conspiración de la clase
dominante para aplastar la revolución mediante una guerra civil” (Marx, La guerra civil
en Francia). Nosotros no creemos en la revolución, ahora más en unas “revoluciones
moleculares”, y sin reservas en asunciones diferenciadas de la guerra civil. En un
primer momento, los revolucionarios profesionales, cuyos desastres repetidos apenas se
han enfriado, nos difamarán como diletantes, como traidores a la Causa. Querrán
hacernos creer que el Imperio es el enemigo. Nosotros objetaremos a Su Tontería que el
Imperio no es el enemigo, sino el hostis. Que no se trata de vencerlo, sino de
aniquilarlo, y que, a las malas, podemos prescindir de su Partido, siguiendo en esto los
consejos de Clausewitz acerca de la guerra popular: “La guerra popular, al igual que
algo vaporoso y fluido, no debe condensarse en ninguna parte ni formar un cuerpo
sólido; de otro modo, el enemigo envía una fuerza adecuada contra su núcleo, lo aplasta
y toma numerosos prisioneros; entonces desaparece el coraje, todos piensan que la
cuestión principal está decidida, que cualquier esfuerzo ulterior sería inútil y las armas
caen de las manos del pueblo. Sin embargo, es preciso que este vapor se condense en
algunos puntos, forme masas más compactas, nubes amenazadoras desde las cuales de
vez en cuando se produzca un relámpago formidable. Estos puntos se situarán
principalmente en los flancos del teatro de guerra del enemigo. […] No se trata de
destrozar el núcleo, sino solamente de corroer la superficie y los bordes.” (De la guerra)

85 Los enunciados que preceden quieren introducir a una época amenazada de forma
cada vez más tangible por el rompimiento en bloque de la realidad. La ética de la guerra
civil que se ha expresado aquí recibió un día el nombre de “Comité Invisible”. Es la
firma de una fracción determinada del Partido Imaginario, su polo revolucionario-
experimental. Con estas líneas, esperamos desbaratar las ineptitudes más vulgares que
puedan ser proferidas acerca de nuestras actividades, así como sobre el período que se
abre. Todo esta previsible habladuría, ¿cómo no lo intuiríamos, ya, en la fama que el
shogunato Tokugawa se hizo al final de la era Muromachi, y de la cual uno de nuestros
enemigos observaba correctamente: “A través de su propia agitación, en el alza de
pretensiones ilegítimas, esta época de guerras civiles se revelaría como la más libre que
haya conocido Japón. Una manada de personas de todos los tipos se dejaba deslumbrar.
Es por esto que se insistirá tanto sobre el hecho de que solamente fue la más violenta”?
2. LA HIPÓTESIS CIBERNÉTICA
“Podemos soñar con un tiempo en el que la máquina para gobernar remplazará —para bien o para mal,
¿quién sabe?— la insuficiencia hoy en día evidente de los dirigentes y los aparatos habituales de la
política.”
Padre Dominico Dubarle, Le Monde, 28 de diciembre de 1948
“Existe un contraste notable entre el refinamiento conceptual y el rigor que caracterizan a los
planteamientos de orden científico y técnico, y el estilo sencillo e impreciso que caracteriza a los
planteamientos de orden político. […] Somos conducidos a preguntarnos si existe un tipo de situación
infranqueable, que marcaría los límites definitivos de la racionalidad, o si podemos esperar que esta
impotencia será algún día superada y que la vida colectiva será al fin enteramente racionalizada.”
Un enciclopedista cibernético en los años 70

I
“No existe, probablemente, ningún dominio del pensamiento o de la actividad material del hombre, del
que se pueda decir que la cibernética no tendrá, tarde o temprano, un papel que jugar.”
Georges Boulanger, El dossier de la cibernética, utopía o ciencia de mañana en el mundo de hoy, 1968
“El gran circunverso quiere circuitos estables, ciclos iguales, repeticiones previsibles, contabilidades sin
confusión. Quiere eliminar cualquier pulsión parcial, quiere inmovilizar el cuerpo. Así como la ansiedad
de aquel emperador del que habla Borges, que deseaba un mapa tan exacto del imperio que recubriera el
territorio en todos sus puntos y por lo tanto lo reprodujera a su escala: los súbditos del monarca tardaron
tanto tiempo y gastaron tanta energía en acabarlo y en mantenerlo que el imperio ‘mismo’ cayó en ruinas
a medida que su relieve cartográfico se fue perfeccionando; tal es la locura del gran Cero central, su deseo
de inmovilización de un cuerpo que no puede ‘ser’ más que representado.”
Jean-François Lyotard, Economía libidinal, 1973

“HAN DESEADO UNA AVENTURA y quieren vivirla contigo. Ésta es finalmente la


única cosa que hay que decir. Creen decididamente que el futuro será moderno:
diferente, apasionante, difícil seguramente. Poblado de cyborgs y emprendedores sin
recursos, de fervientes corredores de bolsa y hombres-turbina. Así es ya el presente para
aquellos que quieren verlo. Creen que el porvenir será humano, incluso femenino — y
plural; para que cada uno lo viva, y que todos participen en él. Ellos son esa Ilustración
que habíamos perdido, la infantería del progreso, los habitantes del siglo XXI.
Combaten la ignorancia, la injusticia, la miseria, los sufrimientos de todo tipo. Están allí
donde ello se altera, allí donde algo sucede. No quieren dejar escapar nada. Son
humildes y audaces, están al servicio de un interés que les supera, guiados por un
principio superior. Saben plantear los problemas, pero también encontrar las soluciones.
Nos harán franquear las fronteras más peligrosas, nos tenderán la mano desde las orillas
del futuro. Son la Historia en marcha, al menos lo que de ella queda, ya que lo más
difícil está tras nosotros. Son unos santos y profetas, verdaderos socialistas. Hace
mucho tiempo que comprendieron que mayo de 1968 no fue una revolución. Ellos
conforman la verdadera revolución. Ya no es sino una cuestión de organización y
transparencia, de inteligencia y cooperación. ¡Vasto programa! Y además…”
¿PERDÓN? ¿QUÉ? ¿QUÉ DICES? ¿Qué programa? Las peores pesadillas, como
ustedes bien saben, son con frecuencia las metamorfosis de una fábula, como aquellas
que SE nos contaban cuando éramos niños a fin de dormirnos y de perfeccionar nuestra
educación moral. Los nuevos conquistadores, aquellos que aquí llamaremos los
cibernéticos, no conforman un partido organizado —lo cual nos hubiera hecho la tarea
más fácil— sino una constelación difusa de agentes, conducidos, impulsados,
deslumbrados por la misma fábula. Son los asesinos del tiempo, los cruzados de lo
Mismo, los enamorados de la fatalidad. Son los sectarios del orden, los apasionados de
la razón, el pueblo de los intermediarios. Los Grandes Relatos pueden estar
completamente muertos, como lo repite a placer la vulgata posmoderna, pero la
dominación sigue estando constituida por ficciones-maestras. Éste fue el caso de aquella
Fábula de las abejas que publicó Bernard de Mandeville en los primeros años del siglo
XVIII y que tanto hizo para fundar la economía política y justificar las avanzadas del
capitalismo. La prosperidad y el orden social y político ya no dependían de las virtudes
católicas del sacrificio sino de la persecución a partir de cada individuo de su propio
interés. Los “vicios privados” eran declarados garantía del “bien común”. Mandeville,
“el Hombre-Diablo”, como SE lo llamaba entonces, fundaba de este modo, y contra el
espíritu religioso de su tiempo, la hipótesis liberal que más tarde inspirará a Adam
Smith. Aunque esta fábula sea reactivada de manera regular, bajo las formas renovadas
del liberalismo, hoy en día es obsoleta. De lo cual se seguirá, para los espíritus críticos,
que el liberalismo ya no es más algo a criticar. Es otro modelo el que ha tomado su
lugar, aquel mismo que se esconde tras los nombres de Internet, de nuevas tecnologías
de la información y la comunicación, de “Nueva Economía” o de ingeniería genética. A
partir de ahora, el liberalismo no es más que una justificación persistente, la coartada del
crimen cotidiano perpetrado por la cibernética.
Críticas racionalistas de la “creencia económica” o de la “utopía neotecnológica”,
críticas antropológicas del utilitarismo en las ciencias sociales y de la hegemonía del
intercambio mercantil, críticas marxistas del “capitalismo cognitivo” al que querrían
oponerle el “comunismo de las multitudes”, críticas políticas de una utopía de la
comunicación que permite que resurjan los peores fantasmas de exclusión, críticas de
las críticas del “nuevo espíritu del capitalismo” o críticas del “Estado penal” y de la
vigilancia que se ocultan tras el neoliberalismo, los espíritus críticos parecen poco
inclinados a tener en cuenta la emergencia de la cibernética como nueva tecnología de
gobierno que federa y asocia tanto la disciplina como la bio-política, tanto la policía
como la publicidad, sus predecesores en el ejercicio de la dominación, que hoy en día ya
son demasiado poco eficaces. Lo cual quiere decir que la cibernética no es, como SE la
quisiera entender de forma exclusiva, la esfera separada de la producción de
informaciones y de la comunicación, un espacio virtual que se superpondría al mundo
real. Es sin duda, más bien, un mundo autónomo de dispositivos confundidos con el
proyecto capitalista en cuanto es un proyecto político, una gigantesca “máquina
abstracta” hecha de máquinas binarias efectuadas por el Imperio, forma nueva de la
soberanía política, y, habría que decirlo, una máquina abstracta que se ha vuelto
máquina de guerra mundial. Deleuze y Guattari asocian esta ruptura a una forma nueva
de apropiación de las máquinas de guerra por parte de los Estados-nación: “es
solamente después de la Segunda Guerra Mundial que la automatización y luego la
automación de la máquina de guerra han producido su verdadero efecto. Ésta, si
tenemos en cuenta los nuevos antagonismos que la atravesaban, ya no tenía por objeto
exclusivo la guerra, sino que se responsabilizaba de la paz y tenía por objeto la paz, la
política, el orden mundial, en resumen, la finalidad. Es aquí donde aparece la inversión
de la fórmula de Clausewitz: es la política lo que deviene la continuación de la guerra,
es la paz lo que libera técnicamente el proceso material ilimitado de la guerra total. La
guerra deja de ser la materialización de la máquina de guerra, es la máquina de guerra
lo que deviene ella misma guerra materializada”. Y es por esto que la hipótesis
cibernética no es tampoco algo a criticar. Es algo a combatir y a vencer. Es una cuestión
de tiempo.
Así pues, la hipótesis cibernética es una hipótesis política, una nueva fábula que
tras la Segunda Guerra Mundial suplantó definitivamente a la hipótesis liberal. De
forma opuesta a esta última, ella propone concebir los comportamientos biológicos,
físicos y sociales como integralmente programados y re-programables. Más
precisamente, ella se representa cada comportamiento como “pilotado” en última
instancia por la necesidad de supervivencia de un “sistema” que lo vuelve posible y al
cual él debe contribuir. Es un pensamiento del equilibrio nacido en un contexto de
crisis. Mientras que 1914 sancionó la descomposición de las condiciones antropológicas
de verificación de la hipótesis liberal —la emergencia del Bloom, la quiebra,
manifestada en carne y hueso en las trincheras, de la idea de individuo y de toda
metafísica del sujeto— y 1917 su contestación histórica con la “revolución”
bolchevique, 1940 marca la extinción de la idea de sociedad, tan evidentemente
trabajada por la autodestrucción totalitaria. En cuanto experiencias-límite de la
modernidad política, el Bloom y el totalitarismo fueron pues las refutaciones más
sólidas de la hipótesis liberal. Lo que más tarde Foucault llamará, con un tono travieso,
“muerte del Hombre”, no es, por lo demás, otra cosa que el estrago suscitado por esos
dos escepticismos, uno en dirección al individuo, el otro a la sociedad, y provocados por
la Guerra de los Treinta Años que afectó a Europa y al mundo durante la primera mitad
del siglo pasado. El problema que plantea el Zeitgeist de estos años consiste
nuevamente en “defender la sociedad” contra las fuerzas que conducen a su
descomposición, en restaurar la totalidad social a pesar de una crisis general de la
presencia que aflige a cada uno de sus átomos. La hipótesis cibernética responde por
consiguiente, en las ciencias naturales al igual que en las ciencia sociales, a un deseo de
orden y certeza. Como agenciamiento más eficaz de una constelación de reacciones
animadas por un deseo activo de totalidad —y no solamente por una nostalgia de ésta,
como en las diferentes variantes de romanticismo—, la hipótesis cibernética es pariente
tanto de las ideologías totalitarias como de todos los holismos, místicos, solidaristas
como en Durkheim, funcionalistas o bien marxistas, de los cuales ella no hace sino
tomar el relevo.
En cuanto posición ética, la hipótesis cibernética es complementaria, aunque
estrictamente opuesta, al pathos humanista que se reaviva desde los años 40 y que no es
otra cosa que una tentativa de hacer como si “el Hombre” pudiera pensarse intacto
después de Auschwitz, de restaurar la metafísica clásica del sujeto a pesar del
totalitarismo. Pero mientras que la hipótesis cibernética incluye a la hipótesis liberal al
mismo tiempo que la sobrepasa, el humanismo sólo apunta a extender la hipótesis
liberal a las situaciones cada vez más numerosas que se le resisten: ésta es toda la “mala
fe” de la empresa de un Sartre, por ejemplo, sólo por volver contra su autor una de sus
categorías más inoperantes. La ambigüedad constitutiva de la modernidad, considerada
de manera superficial ya sea como proceso disciplinario o bien como proceso liberal, ya
sea como realización del totalitarismo o como advenimiento del liberalismo, está
contenida y suprimida en, con y por la nueva gubernamentalidad que emerge, inspirada
por la hipótesis cibernética. Ésta no es otra cosa que el protocolo de experimentación a
tamaño natural del Imperio en formación. Su realización y su extensión, al producir
efectos de verdad devastadores, corroen ya todas las instituciones y las relaciones
sociales fundadas sobre el liberalismo y transforman tanto la naturaleza del capitalismo
como las posibilidades de su contestación. El gesto cibernético se afirma mediante una
denegación de todo lo que escape a la regulación, de todas las líneas de fuga por las que
se compone la existencia en los intersticios de la norma y de los dispositivos, de todas
las fluctuaciones comportamentales que no siguieran in fine unas leyes naturales. En la
medida en que ha conseguido producir sus propias veredicciones, la hipótesis
cibernética es hoy en día el antihumanismo más consecuente, aquel que quiere mantener
el orden general de las cosas al mismo tiempo que se vanagloria de haber superado lo
humano.
Como todo discurso, la hipótesis cibernética sólo se ha podido verificar
asociándose a los entes o a las ideas que la refuerzan, experimentándose a su contacto,
plegando el mundo a sus leyes en un proceso continuo de autovalidación. De ahora en
adelante, es un conjunto de dispositivos que ambiciona tomar a su cargo la totalidad de
la existencia y de lo existente. El griego kybernesis significa, en sentido propio, “acción
de pilotar una nave”, y, en sentido figurado, “acción de dirigir, de gobernar”. En su
curso de 1981-1982, Foucault insiste en la significación de esta categoría de “pilotaje”
en el mundo griego y romano al sugerir que ella podría tener un alcance más
contemporáneo: “La idea del pilotaje como arte, como técnica teórica y práctica a la
vez, necesaria para la existencia, es una idea importante, creo, y que merecería
eventualmente ser analizada con un poco de detenimiento, en la medida en que, como
ven, hay por lo menos tres tipos de técnicas que se refieren con mucha regularidad a ese
modelo del pilotaje: en primer lugar, la medicina; segundo, el gobierno político; tercero,
la dirección y el gobierno de sí mismo. En la literatura griega, helenística y romana,
estas tres actividades (curar, dirigir a los otros, gobernarse a sí mismo) se refieren muy
regularmente a dicha imagen del pilotaje. Y creo que esta imagen del pilotaje resalta
bastante bien un tipo de saber y de prácticas entre los que los griegos y los romanos
reconocían un parentesco indudable, y para las cuales trataban de establecer una tekhné
(un arte, un sistema meditado de prácticas referido a principios generales, nociones y
conceptos): el Príncipe, en la medida en que debe gobernar a los demás, gobernarse a sí
mismo, curar los males de la ciudad, los males de los ciudadanos y los suyos propios;
quien se gobierna como se gobierna una ciudad, curando sus propios males; el médico,
que tiene que emitir su juicio no sólo sobre los males del cuerpo sino sobre los males
del alma de los individuos. En fin, como ven, tenemos aquí todo un paquete, todo un
conjunto de nociones en el espíritu de los griegos y los romanos que competen, me
parece, a un mismo tipo de saber, un mismo tipo de actividad, un mismo tipo de
conocimiento conjetural. Y considero que se podría rehacer toda la historia de esta
metáfora prácticamente hasta el siglo XVI, precisamente cuando la definición de un
nuevo arte de gobernar, centrado en la razón de Estado, distinguirá, ahora de una
manera radical, gobierno de sí/medicina/gobierno de los otros — por otra parte, no sin
que la imagen del pilotaje, como ustedes bien saben, siga ligada a la actividad, una
actividad que se llama precisamente actividad de gobierno.”
Lo que los oyentes de Foucault se supone que bien saben, y que él se cuida mucho
de exponer, es que hacia finales del siglo XX, la imagen del pilotaje, es decir, de la
gestión, se ha vuelto la metáfora cardinal para describir no solamente la política sino
también toda la actividad humana. La cibernética deviene el proyecto de una
racionalización sin límites. En 1953, cuando publica The Nerves of Government en
pleno período de desarrollo de la hipótesis cibernética en las ciencias naturales, Karl
Deutsch, un universitario estadounidense en ciencias sociales, se toma en serio las
posibilidades políticas de la cibernética. Él recomienda abandonar las viejas
concepciones soberanistas del poder que desde mucho tiempo atrás han sido la esencia
de la política. Gobernar equivaldrá a inventar una coordinación racional de los flujos de
informaciones y decisiones que circulan en el cuerpo social. Tres condiciones
asegurarán esto, dice: instalar un conjunto de captores para no perder ninguna
información procedente de los “sujetos”; tratar las informaciones mediante correlación
y asociación; situarse a proximidad de cada comunidad viviente. La modernización
cibernética del poder y de las formas caducas de autoridad social se anuncia por tanto
como producción visible de la “mano invisible” de Adam Smith que servía hasta
entonces como piedra angular mística a la experimentación liberal. El sistema de
comunicación resultará el sistema nervioso de las sociedades, la fuente y el destino de
todo poder. La hipótesis cibernética enuncia, de este modo, ni más ni menos, la política
del “fin de la política”. Representa un paradigma y una técnica de gobierno a la vez. Su
estudio muestra que la policía no es solamente un órgano del poder sino también una
forma del pensamiento.
La cibernética es el pensamiento policial del Imperio, animada por completo,
histórica y metafísicamente, por una concepción ofensiva de la política. En la actualidad
acaba por integrar las técnicas de individuación —o de separación— y de totalización
que se habían desarrollado separadamente: de normalización, “la anatomo-política”, y
de regulación, la “bio-política”, por decirlo como Foucault. Llamo policía de las
cualidades a sus técnicas de separación. Y, siguiendo a Lukács, llamo producción social
de sociedad a sus técnicas de totalización. Con la cibernética, producción de
subjetividades singulares y producción de totalidades colectivas se engranan para
replicar la Historia bajo la forma de un falso movimiento de evolución. Ella efectúa el
fantasma de un Mismo que siempre consigue integrar al Otro: como lo explica un
cibernético, “toda integración real se funda en una previa diferenciación”. A este
respecto, sin duda nadie mejor que el “autómata” Abraham Moles, su ideólogo francés
más celoso, ha sabido expresar esta pulsión de muerte sin reparto que anima a la
cibernética: “Concebimos que una sociedad global, un Estado, puedan encontrarse
regulados de tal suerte que estén protegidos contra todos los accidentes del devenir: tal
como en sí mismos la eternidad los cambia. Es el ideal de una sociedad estable
traducido por medio de mecanismos sociales objetivamente controlables”. La
cibernética es la guerra librada a todo lo que vive y a todo lo que dura. Al estudiar la
formación de la hipótesis cibernética, propongo aquí una genealogía de la
gubernamentalidad imperial. Y a continuación le opongo otros saberes guerreros, que
ella borra cotidianamente y por los cuales acabará siendo derribada.

II
“La vida sintética es ciertamente uno de los productos posibles de la evolución del control
tecnoburocrático, de igual manera que el retorno del planeta entero al nivel inorgánico es —bastante
irónicamente— otro más de los resultados posibles de esta misma revolución que toca a la tecnología de
control.”
James R. Beniger, The Control Revolution, 1986
Incluso si los orígenes del dispositivo Internet son hoy en día bien conocidos,
merece la pena desctacar nuevamente su significación política. Internet es una máquina
de guerra inventada por analogía con el sistema de autopistas — que fue asimismo
concebido por el Ejército Estadounidense como instrumento descentralizado de
movilización interior. Los militares estadounidenses querían un dispositivo que
preservara la estructura de mando en caso de ataque nuclear. La respuesta consistió en
una red electrónica capaz de redirigir automáticamente la información incluso si la
cuasitotalidad de los vínculos eran destruidos, permitiendo así a las autoridades
sobrevivientes permanecer respectivamente en comunicación y tomar decisiones. Con
un dispositivo así podría ser mantenida la autoridad militar de cara a la peor de las
catástrofes. Internet es, por tanto, el resultado de una transformación nomádica de la
estrategia militar. Con una planificación así en su raíz cabe dudar de las características
pretendidamente antiautoritarias de este dispositivo. Al igual que el Internet, que de ella
deriva, la cibernética es un arte de la guerra cuyo objetivo es salvar la cabeza del
cuerpo social en caso de catástrofe. Lo que aflora histórica y políticamente durante el
período entreguerras, y a lo cual responde la hipótesis cibernética, fue el problema
metafísico de la fundación del orden a partir del desorden. El conjunto del edificio
científico, en lo que éste debía a las concepciones deterministas que encarnaba la física
mecanicista de Newton, se desmorona en la primera mitad del siglo. Es preciso
imaginarse a las ciencias de esta época como territorios desgarrados entre la
restauración neopositivista y la revolución probabilista, y luego tanteando hacia un
compromiso histórico para que la ley sea redefinida a partir del caos, lo seguro [certain]
a partir de lo probable. La cibernética atraviesa ese movimiento —iniciado en Viena en
el cambio de siglo y luego transportado a Inglaterra y los Estados Unidos en los años 30
y 40— que construye un Segundo Imperio de la Razón, en el cual se ausenta la idea de
Sujeto hasta entonces juzgada indispensable. En cuanto saber, reúne un conjunto de
discursos heterogéneos que conforman la prueba común del problema práctico del
dominio de la incertidumbre. Tan bien que ellos expresan fundamentalmente, en sus
diversos dominios de aplicación, el deseo de que un orden sea restaurado y, más aún, de
que sepa mantenerse.
La escena fundadora de la cibernética tiene lugar entre los científicos en un
contexto de guerra total. Sería vano buscar aquí alguna razón maliciosa o los rastros de
un complot: encontramos más bien a un simple puñado de hombres ordinarios,
movilizados para los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Norbert
Wiener, científico estadounidense de origen ruso, está a cargo de desarrollar con
algunos colegas una máquina de predicción y de control de las posiciones de los
aviones enemigos con vistas a su destrucción. En ese entonces no era posible prever con
certeza más que correlaciones entre ciertas posiciones del avión y ciertos de sus
comportamientos. La elaboración del “Predictor”, la máquina de previsión encargada a
Wiener, requiere pues un método particular de tratamiento de las posiciones del avión y
de comprensión de las interacciones entre el arma y su blanco. Toda la historia de la
cibernética apunta a conjurar esta imposibilidad de determinar al mismo tiempo la
posición y el comportamiento de un cuerpo. La intuición de Wiener consiste en traducir
el problema de la incertidumbre en un problema de información al interior de una serie
temporal donde ciertos datos ya son conocidos, otros aún no, y en considerar al objeto y
al sujeto del conocimiento como un todo, como un “sistema”. La solución consiste en
introducir constantemente en el juego de los datos iniciales la desviación [l'écart]
constatada entre el comportamiento deseado y el comportamiento efectivo, de suerte
que ambos coincidan cuando la desviación se anule, como lo ilustra el mecanismo de un
termostato. El descubrimiento supera considerablemente las fronteras de las ciencias
experimentales: controlar un sistema dependería en última instancia de la institución de
una circulación de informaciones denominada “feedback” o retro-acción. El alcance de
estos resultados para las ciencias naturales y sociales es expuesto en 1948 en París, en
una obra que responde al sibilino título de Cybernetics, que para Wiener designa la
doctrina del “control y la comunicación en el animal y la máquina”.
La cibernética emerge, por tanto, bajo el abordo inofensivo de una simple teoría
de la información, una información sin origen preciso, siempre-ya ahí en potencia en el
entorno de cualquier situación. Ella pretende que el control de un sistema se obtiene
mediante un grado óptimo de comunicación entre sus partes. Este objetivo reclama en
primer lugar la extorsión continua de informaciones, procesos de separación entre los
entes y sus cualidades, de producción de diferencias. Dicho de otro modo, el dominio de
la incertidumbre pasa por la representación y la memorización del pasado. La imagen
espectacular, la codificación matemática binaria —aquella que inventa Claude Shannon
en Mathematical Theory of Communication el mismo año en que se enuncia la hipótesis
cibernética— por un lado, la invención de máquinas de memoria que no alteren la
información y el increíble esfuerzo para su miniaturización —que es la función
estratégica determinante de las nanotecnologías actuales— por el otro, conspiran para
crear tales condiciones a nivel colectivo. Así conformada, la información debe retornar
a continuación hacia el mundo de los entes, religándolos unos con otros, del mismo
modo en que la circulación mercantil garantiza su puesta en equivalencia. La
retroacción, clave de la regulación del sistema, reclama ahora una comunicación en
sentido estricto. La cibernética es el proyecto de una re-creación del mundo por medio
de la puesta en bucle infinita de estos dos momentos: la representación que separa, la
comunicación que religa, la primera que da la muerte, la segunda que imita la vida.
El discurso cibernético comienza por enviar al estante de los falsos problemas las
controversias del siglo XIX que oponían las visiones mecanicistas a las visiones
vitalistas u organicistas del mundo. Postula una analogía de funcionamiento entre los
organismos vivos y las máquinas, asimilados bajo la noción de “sistema”. A partir de
esto la hipótesis cibernética justifica dos tipos de experimentaciones científicas y
sociales. La primera apunta a hacer una mecánica de los seres vivientes, para dominar,
programar y determinar al hombre y la vida, a la sociedad y su “devenir”. Alimenta
tanto el retorno del eugenismo como el fantasma biónico. Busca científicamente el fin
de la Historia; aquí nos hallamos inicialmente en el terreno del control. La segunda
apunta a imitar con máquinas lo viviente, primero en cuanto individuos, lo que conduce
tanto a los desarrollos de robots al igual que de la inteligencia artificial; después en
cuanto colectivos, lo que conduce a la puesta en circulación de informaciones y a la
constitución de “redes”. Aquí nos situamos más bien en el terreno de la comunicación.
Si bien están socialmente compuestos de poblaciones muy diversas —biólogos,
médicos, informáticos, neurólogos, ingenieros, consultores, policías, publicistas, etc.—
las dos corrientes de cibernéticos no permanecen menos reunidas por el común fantasma
de un Autómata Universal, análogo al que Hobbes tenía del Estado en el Leviatán,
“hombre (o animal) artificial”.
La unidad de las avanzadas cibernéticas proviene de un método, es decir que ella
se ha impuesto como método de inscripción del mundo, estrago experimental y
esquematismo proliferante a la vez. Esta unidad corresponde a la explosión de las
matemáticas aplicadas consecutiva a la desesperanza que causó el austríaco Kurt Gödel
cuando demostró que toda tentativa de fundación lógica de las matemáticas, y de
unificación de las ciencias de este modo, estaba condenada a la “incompletitud”. Con la
ayuda de Heisenberg, acaba por desmoronarse más de un siglo de justificación
positivista. Es Von Neumann quien expresa en el último extremo este abrupto
sentimiento de aniquilamiento de los fundamentos. Él interpreta la crisis lógica de las
matemáticas como la marca de la imperfección ineluctable de toda creación humana.
Quiere por consiguiente establecer una lógica que pueda ser al fin coherente, ¡una lógica
que sólo podría provenir del autómata! De matemático puro pasa a ser el agente de un
mestizaje científico, de una matematización general que permitirá reconstruir desde
abajo, desde la práctica, la unidad perdida de las ciencias cuya expresión teórica más
estable debía ser la cibernética. No hay demostración, no hay discurso, no hay libro, no
hay lugar que desde entonces no sea animado por el lenguaje universal del esquema
explicativo, por la forma visual del razonamiento. La cibernética transporta el proceso
de racionalización común a la burocracia y al capitalismo, al primer piso de la
modelización total. Herbert Simon, el profeta de la Inteligencia Artificial, retoma en los
años 60 el programa de Von Neumann con el fin de construir un autómata de
pensamiento. Se trata de una máquina dotada de un programa, llamado sistema-experto,
que debe ser capaz de tratar la información con el fin de resolver los problemas que
conoce cada dominio de competencia particular, y, por asociación, ¡el conjunto de
problemas prácticos encontrados por la humanidad! El General Problem Solver (GPS),
creado en 1972, es el modelo de esa competencia universal que resume todas las demás,
el modelo de todos los modelos, el intelectualismo más aplicado, la realización práctica
del adagio preferido de los pequeños amos sin dominio [maîtres sans maîtrise], según el
cual “no hay problemas; sólo hay soluciones”.
La hipótesis cibernética progresa indistintamente como teoría y como tecnología,
la una asegurando siempre a la otra. En 1943, Wiener conoce a John Von Neumann,
encargado de construir máquinas lo suficientemente rápidas y potentes como para
efectuar los cálculos necesarios para el desarrollo del proyecto Manhattan, en el que
trabajaban 15 000 científicos e ingenieros, así como 300 000 técnicos y obreros, bajo la
dirección del físico Robert Oppenheimer: la computadora y la bomba atómica nacen
juntas. Desde el punto de vista del imaginario contemporáneo, “la utopía de la
comunicación” es pues el mito complementario a aquel de la invención de lo nuclear:
siempre se trata de completar el ser-conjunto mediante exceso de vida o mediante
exceso de muerte, mediante fusión terrestre o mediante suicidio cósmico. La cibernética
se presenta como la respuesta mejor adaptada al Gran Miedo de la destrucción del
mundo y la especie humana. Von Neumann es su agente doble, el “inside outsider” por
excelencia. La analogía entre las categorías de descripción de sus máquinas, los
organismos vivos, y las de Wiener, sella la alianza de la informática y la cibernética.
Harán falta algunos años para que la biología molecular, al principio de la
descodificación del ADN, utilice a su vez la teoría de la información para explicar al
hombre en cuanto individuo y en cuanto especie, confiriendo por ello mismo una
potencia técnica sin igual en la manipulación experimental de los seres humanos en el
plano genético.
El desplazamiento de la metáfora del sistema hacia la de la red en el discurso
social entre los años 50 y los años 80 apunta hacia la otra analogía fundamental que
constituye a la hipótesis cibernética. Asimismo, indica una transformación profunda de
esta última. Ya que si SE ha hablado de “sistema”, entre cibernéticos, es por
comparación con el sistema nervioso, y si hoy en día SE habla en las ciencias cognitivas
de “red” es que SE piensa en la red neuronal. La cibernética es la asimilación de la
totalidad de los fenómenos existentes a los del cerebro. Al colocar la cabeza como alfa
y omega del mundo, la cibernética se ha asegurado de este modo estar siempre a la
vanguardia de las vanguardias, aquella tras la cual ninguna dejaría de correr. En su
punto de partida, ella instaura en efecto la identidad entre la vida, el pensamiento y el
lenguaje. Este monismo radical se funda sobre una analogía entre las nociones de
información y energía. Es introducida por Wiener injertando el discurso de la
termodinámica del siglo XIX sobre el suyo propio. La operación consiste en comparar
el efecto del tiempo sobre un sistema energético con el efecto del tiempo sobre un
sistema de informaciones. Un sistema, en cuanto sistema, nunca es puro ni perfecto: hay
degradación de la energía a medida que ésta se intercambia del mismo modo como hay
degradación de la información a medida que ésta circula. Esto es lo que Clausius
denominó entropía. La entropía, considerada como una ley natural, es el Infierno del
cibernético. Ella explica la descomposición de lo viviente, el desequilibrio en economía,
la disolución del vínculo social, la decadencia… En un primer momento, especulativo,
la cibernética pretende fundar así el terreno común a partir del cual la unificación de las
ciencias naturales con las ciencias humanas tiene que ser posible.
Lo que se llamará “segunda cibernética” será el proyecto superior de una
experimentación sobre las sociedades humanas: una antropotecnia. La misión del
cibernético consiste en luchar contra la entropía general que amenaza a los seres
vivientes, a las máquinas, a las sociedades, es decir, en crear las condiciones
experimentales de una revitalización permanente, en restaurar continuamente la
integridad de la totalidad. “Lo importante no es que el hombre esté presente, sino que
exista en cuanto soporte viviente de la idea técnica”, hace constatar el comentador
humanista Raymond Ruyer. Con la elaboración y el desarrollo de la cibernética, el ideal
de las ciencias experimentales, ya al comienzo de la economía política vía la física
newtoniana, viene nuevamente a echar mano fuerte al capitalismo. Se llama desde
entonces “sociedad contemporánea” al laboratorio donde se experimenta la hipótesis
cibernética. A partir del final de los años 60, gracias a las técnicas que ella ha instruido,
la segunda cibernética ya no es una hipótesis de laboratorio sino una experimentación
social. Apunta a construir aquello que Giorgio Cesarano llama una sociedad animal
estabilizada que “[entre las termitas, las hormigas y las abejas] tiene como presupuesto
natural de su funcionamiento automático, la negación del individuo; así, la sociedad
animal en su conjunto (termitero, hormiguero o colmena) se concibe en cuanto
individuo plural, cuya unidad determina, y es determinada, por la repartición de los
roles y las funciones — en el marco de una ‘composición orgánica’ en la que es difícil
no ver el modelo biológico de la teleología del Capital”.

III
“No hace falta ser profeta para reconocer que las ciencias modernas que se van estableciendo, estarán
dentro de poco determinadas y dirigidas por la nueva ciencia fundamental, la cibernética. Esta ciencia
corresponde a la determinación del hombre como ser cuya esencia es la actividad en el medio social. Ella
es en efecto la teoría que tiene por objeto dirigir la posible planificación y organización del trabajo
humano.”
Martin Heidegger, El fin de la filosofía y la tarea del pensar, 1966
“En todo caso, la cibernética se ve obligada a reconocer que hasta el momento no es posible llevar a cabo
una regulación general de la existencia humana. Por ello, en el dominio universal de la ciencia
cibernética, el hombre cuenta por ahora, todavía, como 'factor de perturbación'. Los planes y las acciones
del hombre, aparentemente libres actúan de manera perturbante. Aunque recientemente la ciencia se ha
apoderado también de este campo de la existencia humana. Ha emprendido la investigación y
planificación estrictamente metódica del posible porvenir del hombre actuante. Ella toma en cuenta las
informaciones sobre aquello que es planificable en el hombre.”
Martin Heidegger, La proveniencia del arte y la determinación del pensar, 1967

En 1946 tiene lugar en Nueva York una conferencia de científicos cuyo objeto es
extender la hipótesis cibernética a las ciencias sociales. Los participantes se reúnen en
torno a una descalificación ilustrada de las filosofías filisteas de lo social que parten del
individuo o de la sociedad. La socio-cibernética se tendrá que concentrar en torno a
fenómenos intermediarios de feedback sociales, como aquellos que la escuela
antropológica estadounidense cree descubrir entonces entre “cultura” y “personalidad”
para construir una caracterología de las naciones destinada a los soldados
estadounidenses. La operación consiste en reducir el pensamiento dialéctico a una
observación de procesos de causalidades circulares en el seno de una totalidad social
invariante a priori, en confundir contradicción e inadaptación, como ocurre en la
categoría central de la psicología cibernética, el double bind. En cuanto ciencia de la
sociedad, la cibernética apunta a inventar una regulación social que pase por encima de
esas macro-instituciones que son el Estado y el Mercado en beneficio de micro-
mecanismos de control, en beneficio de dispositivos. La ley fundamental de la
sociocibernética es la siguiente: crecimiento y control evolucionan en razón inversa. Es
por tanto más fácil construir un orden social cibernético a pequeña escala: “el
restablecimiento rápido de los equilibrios exige que las desviaciones [écarts] sean
detectadas en los lugares mismos donde se producen, y que la acción correctora se
efectúe de manera descentralizada”. Bajo la influencia de Gregory Bateson —el Von
Neumann de las ciencias sociales— y de la tradición sociológica estadounidense
obsesionada con la cuestión de la desviación [déviance] (el hobo, el inmigrante, el
criminal, el joven, yo, tú, él, etc.), la socio-cibernética se dirige prioritariamente hacia el
estudio del individuo como lugar de feedbacks, es decir, como “personalidad
autodisciplinada”. Bateson se vuelve el educador social jefe de la segunda mitad del
siglo XX, al principio tanto del movimiento de la terapia familiar como de las
formaciones en las técnicas de venta desarrolladas en Palo Alto. Y es que la hipótesis
cibernética exige una conformación radicalmente nueva del sujeto, individual o
colectivo, en el sentido de un vaciado. Descalifica la interioridad como mito, y con ella
toda la psicología del siglo XIX, incluido el psicoanálisis. Ya no se trata de arrancar al
sujeto de los vínculos tradicionales exteriores, como pedía la hipótesis liberal, sino de
reconstruir vínculo social privando al sujeto de toda sustancia. Hace falta que todos
devengan una envoltura sin carne, el mejor conductor posible de la comunicación
social, el lugar de un bucle retroactivo infinito que se lleva a cabo sin nodos. De este
modo, el proceso de cibernetización consuma el “proceso de civilización”, incluso en la
abstracción de los cuerpos y de sus afectos en el régimen de los signos. “En este sentido
—escribe Lyotard— el sistema se presenta como la máquina vanguardista que arrastra a
la humanidad detrás de ella, deshumanizándola para rehumanizarla en un nivel distinto
de capacidad normativa. […] Tal es el orgullo de los decisores, tal es su ceguera. […]
Incluso la permisividad con respecto a los diversos juegos está situada bajo la condición
de la performatividad. La redefinición de las normas de vida consiste en el
mejoramiento de la competencia del sistema en materia de poder.”
Así pues, aguijoneados por la Guerra Fría y la “caza de brujas”, los socio-
cibernéticos rastrean incansablemente lo patológico tras lo normal, el comunista que
dormita en cada uno. En los años 50 forman a tal efecto la Federación de la Salud
Mental, donde se elabora una solución original, cuasi-final, para los problemas de la
comunidad y de la época: “La meta última de la salud mental es ayudar a los hombres a
vivir con sus semejantes en el interior de un mismo mundo… El concepto de salud
mental es coextensivo al orden internacional y a la comunidad mundial que han de ser
desarrollados con el fin de que los hombres puedan vivir en paz unos con otros”.
Repensando los problemas mentales y las patologías sociales en términos de
información, la cibernética funda una nueva política de los sujetos que descansa sobre la
comunicación, la transparencia consigo mismo y con los demás. Wiener a su vez tiene
que reflexionar, a petición de Bateson, en una socio-cibernética de mayor envergadura
que el proyecto de un higienismo mental. Constata sin dolor el fracaso de la
experimentación liberal: en el mercado, la información siempre es impura e imperfecta
a causa tanto de la mentira publicitaria, de la concentración monopolística de los medios
de comunicación, como del desconocimiento de los Estados que contienen, en cuanto
colectivo, menos informaciones que la sociedad civil. La extensión de las relaciones
mercantiles, al acrecentar la tala de las comunidades, de las cadenas de retroacción,
vuelve aún más probables las distorsiones de comunicación y los problemas de control
social. No solamente el vínculo social ha sido destruido por el proceso de acumulación
pasado, sino que el orden social se manifiesta cibernéticamente imposible en el seno del
capitalismo. La fortuna de la hipótesis cibernética es por tanto comprensible a partir de
las crisis con las que se topa el capitalismo en el siglo XX, las cuales cuestionan las
pretendidas “leyes” de la economía clásica. Y es en esta brecha que se precipita el
discurso cibernético.
La historia contemporánea del discurso económico ha de ser considerada desde el
ángulo de esta ascenso del problema de la información. Desde la crisis de 1929 hasta
1945, la atención de los economistas se dirige hacia las cuestiones de anticipación, de
incertidumbre ligada a la demanda, de reajuste entre producción y consumo, de
previsión de la actividad económica. La economía clásica descendiente de Smith
flaquea como los demás discursos científicos directamente inspirados en la física de
Newton. El rol preponderante que tomará la cibernética dentro de la economía después
de 1945, se comprende a partir de una intuición de Marx que constataba que “en la
economía política, la ley está determinada por su contrario, a saber, la ausencia de leyes.
La verdadera ley de la economía política es el azar”. A fin de probar que el capitalismo
no es factor de entropía y de caos social, el discurso económico privilegiará, a partir de
los años 40, una redefinición cibernética de su psicología. Ésta se apoya en el modelo de
la “teoría de juegos” desarrollado por Von Neumann y Oskar Morgenstern en 1944. Los
primeros socio-cibernéticos muestran que el homo œconomicus no podría existir más
que a condición de una transparencia total de sus preferencias consigo mismo y con los
demás. A falta de poder conocer el conjunto de los comportamientos de los demás
actores económicos, la idea utilitarista de una racionalidad de las elecciones micro-
económicas no es más que una ficción. Bajo la iniciativa de Friedrich von Hayek, el
paradigma utilitarista es pues abandonado en beneficio de una teoría de los mecanismos
de coordinación espontánea de las elecciones individuales que reconozca que cada
agente no tiene sino un conocimiento limitado de los comportamientos ajenos y de los
suyos propios. La respuesta consiste en sacrificar la autonomía de la teoría económica
injertándola en la promesa cibernética de equilibraje de los sistemas. El discurso híbrido
que resulta de ello, llamado a partir de entonces “neoliberal”, presta al mercado unas
virtudes de asignación óptima de la información —y ya no de las riquezas— dentro de
la sociedad. Por esta razón, el mercado es el instrumento de la coordinación perfecta de
los actores gracias al cual la totalidad social encuentra un equilibrio duradero. El
capitalismo deviene aquí indiscutible en la medida en que es presentado como simple
medio, el mejor medio, para producir la autorregulación social.
Del mismo modo que en 1929, el movimiento de contestación planetario de 1968
y, más aún, la crisis posterior a 1973, vuelven a plantear a la economía política el
problema de la incertidumbre, esta vez sobre un terreno existencial y político. Uno se
embriaga de teorías rimbombantes: por allí el viejo baboso de Edgar Morin y su
“complejidad”, por allá Joël de Rosnay, ese bobo iluminado, y su “sociedad en tiempo
real”. La filosofía ecologista se nutre de esta nueva mística del Gran Todo. La totalidad,
ahora, no es ya un origen a reencontrar sino un devenir a construir. El problema de la
cibernética no es ya el de la previsión del futuro, sino el de la reproducción del
presente. Ya no es cuestión de orden estático, sino de dinámica de auto-organización. El
individuo ya no está acreditado por ningún poder: su conocimiento del mundo es
imperfecto, sus deseos le son desconocidos, es opaco para sí mismo, todo le escapa, de
modo que es espontáneamente cooperativo, naturalmente empático, fatalmente
solidario. Él no sabe nada de todo esto pero SE sabe todo de él. Aquí se elabora la forma
más avanzada del individualismo contemporáneo, sobre la cual se injerta la filosofía
hayekiana para la cual, toda incertidumbre, toda posibilidad de acontecimiento, no es
más que un problema temporal de ignorancia. Convertido en ideología, el liberalismo
sirve de cobertura a un conjunto de prácticas técnicas y científicas nuevas, una “segunda
cibernética” difusa, que borra deliberadamente su nombre de bautismo. Desde los años
60 el término mismo de cibernética se ha disuelto dentro de unos términos híbridos. El
estallido de las ciencias no permite ya en efecto ninguna unificación teórica: la unidad
de la cibernética se manifiesta a partir de ahora prácticamente por el mundo que ella
configura día a día. Es el instrumento media el cual el capitalismo ha ajustado
respectivamente su capacidad de desintegración y su búsqueda de ganancia. Una
sociedad amenazada por una descomposición permanente podrá ser aún mejor
controlada cuando se forme una red de informaciones, un “sistema nervioso” autónomo,
que permitirá pilotearla, escriben en su informe de 1978 para el caso francés esos monos
de Estado que son Simon Nora y Alain Minc. Lo que hoy en día SE llama “Nueva
Economía”, que unifica bajo una misma denominación controlada y de origen
cibernético al conjunto de las transformaciones que han conocido desde hace treinta
años los países occidentales, es un conjunto de nuevos sujetamientos [assujettisements],
una nueva solución al problema práctico del orden social y de su porvenir, es decir, una
nueva política.
Bajo la influencia de la informatización, las técnicas de reajuste de la oferta y la
demanda, provenientes del período 1930-1970, han sido depuradas, recortadas y
descentralizadas. La imagen de la “mano invisible” no es ya una ficción justificadora
sino el principio efectivo de la producción social de sociedad, tal como se materializa en
los procedimientos de la computadora. Las técnicas de intermediación mercantil y
financiera han sido automatizadas. Internet permite simultáneamente conocer las
preferencias del consumidor y condicionarlas con la publicidad. En un nivel distinto,
toda la información sobre los comportamientos de los agentes económicos circula en
forma de títulos que los mercados financieros toman a su cargo. Cada actor de la
valorización capitalista es el soporte de bucles de retroacción cuasi-permanentes, en
tiempo real. Tanto en los mercados reales como en los mercados virtuales, cada
transacción da lugar, a partir de ahora, a una circulación de información sobre los
sujetos y los objetos del intercambio que supera la mera fijación del precio, vuelta algo
secundario. Por un lado, uno ha rendido cuentas de la importancia de la información
como factor de producción distinto del trabajo y del capital, y decisivo para el
“crecimiento” en la forma de conocimientos, de innovaciones técnicas, de competencias
distribuidas. Por el otro, el sector especializado de la producción de informaciones no ha
dejado de aumentar su talla. Y es debido al reforzamiento recíproco de estas dos
tendencias por lo que el capitalismo presente debe ser calificado como economía de la
información. La información ha devenido la riqueza a extraer y a acumular,
transformando al capitalismo en auxiliar de la cibernética. La relación entre capitalismo
y cibernética se ha invertido a lo largo del siglo: mientras que, tras la crisis de 1929, SE

ha construido un sistema de informaciones sobre la actividad económica a fin de servir a


la regulación —éste fue el objetivo de todas las planificaciones—, la economía, tras la
crisis de 1973, hace descansar el proceso de autorregulación social sobre la valorización
de la información.
Nada expresa mejor la victoria contemporánea de la cibernética que el hecho de
que el valor puede ser extraído como información sobre la información. La lógica
mercantil-cibernética, o “neoliberal”, se extiende a toda la actividad, incluida la aún-no
mercantil, con el apoyo sin fallas de los Estados modernos. De manera más general, la
precarización de los objetos y los sujetos del capitalismo tiene como corolario un
crecimiento de la circulación de informaciones a su respecto: esto también es cierto
tanto para el trabajador-parado como para la vaca. La cibernética apunta por
consiguiente a inquietar y a controlar en el mismo movimiento. Está fundada sobre el
terror, que es un factor de evolución —de crecimiento económico, de progreso moral—
pues provee la oportunidad para una producción de informaciones. El estado de
emergencia, que es lo propio de las crisis, es lo que permite a la autorregulación ser
relanzada, autoconservarse como movimiento perpetuo. Tan bien que a la inversa del
esquema de la economía clásica, donde el equilibrio de la oferta y la demanda debería
permitir el “crecimiento” y con ello el bienestar colectivo, es, de aquí en adelante, el
“crecimiento” lo que es un camino ilimitado hacia el equilibrio. Así pues, es exacto
criticar la modernidad occidental como proceso de “movilización infinita”, cuyo destino
sería “el movimiento hacia más movimiento”. Pero desde un punto de vista cibernético
la autoproducción que caracteriza tanto al Estado y al Mercado como al autómata, al
asalariado o al parado, es indiscernible del autocontrol que la atempera y ralentiza.
IV
“Si las máquinas motrices han constituido la segunda edad de la máquina técnica, las máquinas de la
cibernética y de la informática forman una tercera edad que recompone un régimen de avasallamiento
generalizado: ‘sistemas hombres-máquinas’, reversibles y recurrentes, sustituyen a las antiguas relaciones
de sujetamiento no-reversibles y no-recurrentes entre los dos elementos; la relación del hombre y la
máquina se hace en términos de mutua comunicación interna, y ya no de uso o acción. En la composición
orgánica del capital, el capital variable define un régimen de sujetamiento del trabajador (plusvalía
humana) que tiene como marco principal la empresa o la fábrica; pero, cuando el capital constante crece
proporcionalmente cada vez más, en la automación, aparece una nueva esclavitud, al mismo tiempo que
el régimen de trabajo cambia, que la plusvalía deviene maquínica y que el marco se extiende por
completo a la sociedad. Asimismo se podría decir que un poco de subjetivación nos alejaba del
avasallamiento máquinico, pero que mucha nos conduce de nuevo a él.”
Gilles Deleuze, Félix Guattari Mil Mesetas, 1980
“El solo momento de permanencia de una clase en cuanto tal es asimismo el que posee la consciencia
para sí: la clase de los gestores del capital en cuanto máquina social. La consciencia que la connota es,
con la mayor coherencia, la del apocalipsis, de la autodestrucción.”
Giorgio Cesarano, Manual de supervivencia, 1975

Considerado esto, la cibernética no es simplemente uno de los aspectos de la vida


contemporánea, su cara neotecnológica por ejemplo, sino el punto de partida y el punto
de llegada del nuevo capitalismo. Capitalismo cibernético — ¿qué significa esto? Esto
quiere decir que desde los años 70 nos enfrentamos a una formación social emergente
que toma el relevo del capitalismo fordista y que resulta de la aplicación de la hipótesis
cibernética a la economía política. El capitalismo cibernético se desarrolla a fin de
permitir al cuerpo social devastado por el Capital, reformarse y ofrecerse para un ciclo
más en el proceso de acumulación. Por un lado el capitalismo debe crecer, lo que
implica una destrucción. Por el otro debe reconstruir “comunidad humana”, lo que
implica una circulación. “Hay —escribe Lyotard— dos usos de la riqueza, es decir, de
la potencia-poder: uno reproductivo y otro saqueador. El primero es circular, global,
orgánico; el segundo es parcial, mortífero, celoso. […] El capitalista es un conquistador
y el conquistador es un monstruo, un centauro: su tren delantero se alimenta de
reproducir el sistema reglado de las metamorfosis controladas bajo la ley de la
mercancía-patrón, y su tren trasero de saquear las energías sobreexcitadas. Con una
mano se apropia de algo, por tanto conserva, es decir, reproduce en la equivalencia,
reinvierte; con la otra toma y destruye, roba y huye, abriendo otro espacio, otro tiempo”.
Las crisis del capitalismo, tal como las comprendía Marx, siempre provienen de una
desarticulación entre el tiempo de la conquista y el tiempo de la reproducción. La
función de la cibernética es la de evitar estas crisis asegurando la coordinación entre “el
tren trasero” y el “tren delantero” del Capital. Su desarrollo es una respuesta endógena
aportada al problema planteado al capitalismo, que es el de desarrollarse sin
desequilibrios fatales.
En la lógica del Capital, el desarrollo de la función de pilotaje, de “control”,
corresponde a la subordinación de la esfera de la acumulación a la esfera de la
circulación. Para la crítica de la economía política, la circulación no debería ser menos
sospechosa, en efecto, que la producción. Ella no es, como Marx lo sabía, sino un caso
particular de la producción tomada en sentido general. La socialización de la economía
—es decir, la interdependencia entre los capitalistas y los demás miembros del cuerpo
social, la “comunidad humana”—, la ampliación de la base humana del Capital, hace
que la extracción de la plusvalía, que está en la base de la ganancia, no esté ya centrada
en la relación de explotación instituida por el asalariado. El centro de gravedad de la
valorización se desplaza al lado de la esfera de la circulación. A falta de poder reforzar
las condiciones de explotación, lo que implicaría una crisis del consumo, la
acumulación capitalista podrá no obstante proseguir a condición de que se acelere el
ciclo producción-consumo, es decir, de que se acelere tanto el proceso de producción
como la circulación mercantil. Lo que ha quedado perdido en el nivel estático de la
economía podrá ser compensado en el nivel dinámico. La lógica de flujos dominará a la
lógica del producto acabado. En cuanto factor de riqueza, la velocidad primará sobre la
cantidad. La cara oculta del mantenimiento de la acumulación es la aceleración de la
circulación. Los dispositivos de control tienen por consiguiente como función el
maximizar el volumen de los flujos mercantiles minimizando los acontecimientos, los
obstáculos, los accidentes que los ralentizarían. El capitalismo cibernético tiende a
abolir el propio tiempo, a maximizar la circulación fluida hasta su punto máximo, la
velocidad de la luz, como ya lo tienden a realizar ciertas transacciones financieras. Las
categorías de “tiempo real” o de “justo a tiempo” demuestran bastante este odio a la
duración. Por esta misma razón, el tiempo es nuestro aliado.
Esta propensión del capitalismo al control no es nueva. No es posmoderna más
que en el sentido en que la posmodernidad se confunde con la modernidad en su cuarto
menguante. Es por esta misma razón que se desarrolló la burocracia a finales del siglo
XIX y las tecnologías informáticas tras la Segunda Guerra Mundial. La cibernetización
del capitalismo comenzó a finales de los años 1870 con un control creciente de la
producción, la distribución y el consumo. Desde este momento la información sobre los
flujos lleva consigo una importancia estratégica central como condición de la
valorización. El historiador James Beniger cuenta que los primeros problemas de
control surgieron cuando las primeras colisiones de trenes tuvieron lugar, poniendo en
peligro tanto a éstos como a las mercancías y las vidas humanas. La señalización de las
vías férreas, los aparatos de medida de los tiempos de recorrido y de transmisión de los
datos tuvieron que ser inventados a fin de evitar tales “catástrofes”. El telégrafo, los
relojes sincronizados, los organigramas dentro de las grandes empresas, los sistemas de
pesaje, las hojas de ruta, los procedimientos de evaluación de los resultados, los
mayoristas, la cadena de montaje, la toma centralizada de decisión, la publicidad en los
catálogos y los medios de comunicación de masas fueron parte de los dispositivos
inventados durante este período para responder, en todas las esferas del circuito
económico, a una crisis generalizada del control asociada a la aceleración de la
producción que provocaba la revolución industrial en los Estados Unidos. Los sistemas
de información y control se desarrollan por tanto al mismo tiempo que se extiende el
proceso capitalista de transformación de la materia. Se forma y aumenta de tamaño una
clase de intermediarios, de middlemen, que Alfred Chandler denominó la “mano
visible” del Capital. A partir del fin del siglo XX, SE constata que la previsibilidad
deviene una fuente de ganancia en la medida que es una fuente de confianza. El
fordismo y el taylorismo se inscriben dentro de este movimiento, así como el desarrollo
del control sobre la masa de los consumidores y sobre la opinión pública mediante el
marketing y la publicidad, encargados de arrancar por la fuerza y luego de poner a
trabajar las “preferencias” que, según la hipótesis de los economistas marginalistas, son
la verdadera fuente del valor. La inversión en las tecnologías de planificación y de
control, organizacionales o puramente técnicas, deviene más y más rentable. Luego de
1945, la cibernética provee al capitalismo una nueva infraestructura de máquinas —las
computadoras— y sobre todo una tecnología intelectual que permiten regular la
circulación de los flujos dentro de la sociedad, hacer de ésta unos flujos exclusivamente
mercantiles.
Que el sector económico de la información, de la comunicación y del control haya
tomado una parte creciente dentro de la economía desde la Revolución Industrial, que el
“trabajo inmaterial” aumenta en relación al trabajo material, esto no tiene, por tanto,
nada de sorprendente ni de nuevo. Ese sector moviliza actualmente, en los países
industrializados, más de 2/3 de la fuerza de trabajo. Pero esto no basta para definir al
capitalismo cibernético. Éste, puesto que hace depender de continuo su equilibrio y su
crecimiento de sus capacidades de control, ha cambiado de naturaleza. La inseguridad,
mucho antes que la escasez, es el núcleo [nœud] de la economía capitalista actual.
Como lo presienten Wittgenstein a partir de la crisis de 1929 y Keynes tras de él —
existe un vínculo muy fuerte entre el “estado de confianza” y la curva de eficiencia
marginal del Capital, escribe este último en el capítulo XII de la Teoría general en
febrero de 1934—, la economía descansa en definitiva sobre un “juego del lenguaje”.
Los mercados, y con ellos las mercancías y los comerciantes, la esfera de la circulación
en general y, consecuentemente, la empresa, la esfera de la producción en cuanto lugar
de previsión de rendimientos por venir, no existen sin convenciones, normas sociales,
normas técnicas o normas de lo verdadero, un meta-nivel que hace existir los cuerpos,
las cosas en cuanto mercancías, incluso antes de que sean objeto de un precio. Los
sectores del control y la comunicación se desarrollan porque la valorización mercantil
necesita la organización de una circulación en bucle de informaciones, paralela a la
circulación de las mercancías, la producción de una creencia colectiva que se objetiva
en el valor. Para advenir, todo intercambio requiere “inversiones de forma” —una
información sobre y una puesta en forma de aquello que es intercambiado—, un
formateo que vuelve posible la puesta en equivalencia antes de que tenga efectivamente
lugar, un condicionamiento que es también una condición del acuerdo sobre el mercado.
Esto es cierto para los bienes; y lo es también para las personas. Perfeccionar la
circulación de informaciones será equivalente a perfeccionar el mercado en cuanto
instrumento universal de coordinación. Contrariamente a lo que suponía la hipótesis
liberal, para sostener el capitalismo frágil, el contrato no se basta a sí mismo dentro de
las relaciones sociales. SE toma consciencia, después de 1929, de que todo contrato debe
ser provisto de controles. La entrada de la cibernética en el funcionamiento del
capitalismo apunta a minimizar las incertidumbres, las inconmensurabilidades, los
problemas de anticipaciones que podrían inmiscuirse en toda transacción mercantil. Ella
contribuye a consolidar la base sobre la cual pueden tener lugar los mecanismos del
capitalismo, contribuye a lubricar la máquina abstracta del Capital.
Con el capitalismo cibernético, el momento político de la economía política
domina por consiguiente su momento económico. O como lo comprende Joan Robinson
desde la teoría económica al comentar a Keynes: “En cuanto se admite la incertidumbre
de las anticipaciones que guían al comportamiento económico, el equilibrio deja de
tener importancia y su lugar es tomado por la Historia”. El momento político, entendido
aquí en el sentido amplio de aquello que sujeta [assujettit], de aquello que normaliza, de
aquello que determina lo que pasa a través de los cuerpos y puede registrarse como
valor socialmente reconocido, de aquello que extrae forma de las formas-de-vida, es
esencial tanto para el “crecimiento” como para la reproducción del sistema: por un lado
la captación de energías, su orientación, su cristalización, deviene la fuente primaria de
valorización; por el otro la plusvalía puede provenir de cualquier punto del tejido
biopolítico a condición de que éste se reconstituya una y otra vez. Que el conjunto de
los gastos pueda tendencialmente metamorfosearse en cualidades valorizables significa
asimismo que el Capital compenetra todos los flujos vivientes: socialización de la
economía y antropomorfosis del Capital son dos procesos solidarios e indisociables.
Para que éstos se lleven a cabo, es necesario y suficiente que toda acción contingente
sea tomada al interior de un mixto de dispositivos de vigilancia y de aprehensión
[saisie, como se verá en el sentido de “captura de datos”]. Los primeros están inspirados
en la prisión, en cuanto ésta introduce un régimen de visibilidad panóptico, centralizado.
Han sido durante mucho tiempo el monopolio del Estado moderno. Los segundos están
inspirados en la técnica informática, en cuanto ésta aspira a un régimen de cuadriculado
descentralizado y en tiempo real. El horizonte común de ambos dispositivos es el de una
transparencia total, el de una correspondencia absoluta entre el mapa y el territorio, de
una voluntad de saber a un grado de acumulación tal que deviene voluntad de poder
[pouvoir]. Una de las avanzadas de la cibernética ha consistido en clausurar los sistemas
de vigilancia y seguimiento al asegurarse de que los vigilantes y los seguidores sean a
su vez vigilados y/o seguidos, y todo ello al grado de una socialización del control que
es la marca de la pretendida “sociedad de la información”. El sector del control se
autonomiza a causa de que se impone la necesidad de controlar el control, siendo
duplicados los flujos mercantiles por flujos de informaciones cuya circulación y
seguridad deben a su vez ser optimizadas. En la cumbre de este escalonamiento de los
controles, el control estatal, la policía y el derecho, la violencia legítima y el poder
judicial, desempeñan un rol de controladores en última instancia. Esta sobrepuja de
vigilancia que caracteriza a las “sociedades de control” es explicada de manera sencilla
por Deleuze: “tienen fugas por doquier”. Esto es lo que el control confirma
constantemente en su necesidad. “En las sociedades de disciplina no parábamos de
recomenzar (de la escuela al cuartel, etc…), mientras que en las sociedades de control
jamás terminamos nada”.
Así pues, no hay nada sorprendente en ver al desarrollo del capitalismo
cibernético acompañarse de un desarrollo de todas las formas de represión, de un hiper-
seguritarismo. La disciplina tradicional, la generalización del estado de emergencia, de
la emergenza, son llevadas a aumentar en un sistema orientado completamente hacia el
miedo de la amenaza. La contradicción aparente entre un reforzamiento de las funciones
represivas del Estado y un discurso económico neoliberal que preconiza lo “menos de
Estado” —que permite, por ejemplo, que Loïc Wacquant se lance a una crítica de la
ideología liberal que oculta el ascenso del “Estado penal”— sólo se puede comprender
haciendo referencia a la hipótesis cibernética. Lyotard lo explica: “En todo sistema
cibernético existe una unidad de referencia que permite medir la desviación [écart]
producida por la introducción de un acontecimiento en el sistema, para enseguida,
gracias a esta medida, traducir este acontecimiento en información para el sistema, si se
trata, finalmente, de un conjunto regulado en homeostasia, anular esa desviación y
reconducir el sistema a la cantidad de energía o de información que precedentemente
era la suya. […] Detengámonos aquí un poco. Veamos cómo la adopción de este punto
de vista sobre la sociedad, o sea la fantasía despótica que tiene el amo de colocarse en el
presunto lugar del cero central y de identificarse de ese modo con la Nada matricial […]
sólo puede coaccionarlo a extender su idea de la amenaza y por lo tanto de la defensa.
Porque ¿cuál es el acontecimiento que no comportaría amenaza, desde este punto de
vista? Ninguno; todos, por el contrario, puesto que son perturbaciones de un orden
circular, que reproducen lo mismo, que exigen una movilización de la energía con fines
de apropiación y de eliminación. ¿Es esto ‘abstracto’? ¿Hace falta un ejemplo? Es el
proyecto mismo que perpetra, en Francia y en las altas esferas, la institución de una
Defensa Operacional del Territorio, garantizada por un Centro de Operaciones del
Ejército Terrestre, cuya especificidad es la de evitar toda amenaza ‘interna’, aquello que
surge en los oscuros repliegues del cuerpo social, y de la que el ‘estado-mayor’ pretende
ser nada menos que su cabeza clarividente: esta clarividencia se llama fichero nacional;
[…] la traducción del acontecimiento en información para el sistema se denomina
informe […]; y, por último, la ejecución de las órdenes reguladoras y su inscripción en
el ‘cuerpo social’, sobre todo cuando uno se imagina esto presa de alguna intensa
emoción, por ejemplo en el miedo pánico que lo sacudiría en cualquier sentido en caso
de que se desencadenara la guerra nuclear (entiéndase además: vaya uno a saber dónde
se levantaría una ola, que se juzgara insana, de protesta, contestación, deserción civil)
— esta ejecución requiere la infiltración asidua y fina de los canales emisores dentro de
la ‘carne’ social, o sea, como lo dice de maravilla cierto oficial superior, la ‘policía de
los movimientos espontáneos’”. La prisión está pues en la cumbre de una cascada de
dispositivos de control, siendo en última instancia el garante de que ningún
acontecimiento perturbador, tal que consiga trabar la circulación de personas y bienes,
habrá tenido lugar en el cuerpo social. Consistiendo la lógica de la cibernética en
reemplazar las instituciones centralizadas, las formas sedentarias de control, por
dispositivos de trazado, por formas nómadas de control, la prisión, como dispositivo
clásico de vigilancia, es evidentemente conducia a ser prolongada mediante dispositivos
de aprehensión, como por ejemplo el brazalete electrónico. El desarrollo de las
community police en el mundo anglosajón, o en el caso francés de la “policía de
proximidad”, responde asimismo a una lógica cibernética de conjuración del
acontecimiento, de organización de la retroacción. De acuerdo con esta lógica, las
perturbaciones dentro de una zona serán tanto mejor ahogadas cuanto se vean
amortiguadas por las subzonas más próximas del sistema.
Si la represión tiene el rol, en el capitalismo cibernético, de conjuración del
acontecimiento, la previsión es su corolario, en la medida en que apunta a eliminar la
incertidumbre ligada a todo futuro. Ésta es la apuesta de las tecnologías estadísticas.
Mientras que las del Estado benefactor se dirigían completamente hacia la anticipación
de los riesgos, probabilizados o no, las del capitalismo cibernético apuntan a multiplicar
los dominios de responsabilidad. El discurso del riesgo es el motor del despliegue de la
hipótesis cibernética: es primeramente difundido para ser a continuación interiorizado.
Porque los riesgos son tanto mejor aceptados cuanto más suceda que los que están
expuestos a ellos tengan la impresión de que han escogido tomar tales riesgos, de que se
sienten más responsables de ellos y más aún cuando tienen el sentimiento de poder
controlarlos y dominarlos por ellos mismos. Pero, como lo admite un experto, el “riesgo
cero” no existe: “la noción de riesgo debilita mucho los vínculos causales, pero
haciendo esto no los hace desaparecer. Al contrario, los multiplica. […] Considerar un
peligro en términos de riesgo supone forzosamente admitir que nunca podremos
precavernos absolutamente de él: se lo podrá gestionar o domesticar, pero nunca
anularlo.” Es en virtud de su permanencia para el sistema que el riesgo es un
instrumento ideal para la afirmación de nuevas formas de poder que favorecen la
influencia creciente de los dispositivos sobre los colectivos y los individuos. Elimina
todo tema de conflicto mediante la aglomeración obligatoria de los individuos en torno
a la gestión de amenazas que supuestamente conciernen a todo el mundo de la misma
manera. El argumento que SE querría hacernos admitir es el siguiente: cuanta más
seguridad hay, más producción concomitante de inseguridad habrá. Y si piensas que la
inseguridad crece a medida que la previsión es cada vez más infalible, es que tú mismo
tienes miedo de los riesgos. Y si tienes miedo de los riesgos, si no confías en el sistema
para controlar integralmente tu vida, tu miedo corre peligro de ser contagioso y de
presentar un riesgo muy real de desconfianza hacia el sistema. Dicho de otro modo,
tener miedo de los riesgos es ya representar, uno mismo, un riesgo para la sociedad. El
imperativo de circulación mercantil sobre el cual reposa el capitalismo cibernético se
metamorfosea en fobia general, en fantasma de autodestrucción. La sociedad de control
es una sociedad paranoica, lo cual es confirmado sin mucho trabajo por la proliferación
en su seno de las teorías de la conspiración. Es a sí que cada individuo es subjetivado en
el capitalismo cibernético como dividuo de riesgos, como el enemigo cualquiera de la
sociedad equilibrada.
No hace falta sorprenderse entonces de que el razonamiento de esos colaboradores
natos del Capital que son François Ewald o Denis Kessler en Francia sea el de afirmar
que el Estado benefactor, característico del modo de regulación social fordista, al
reducir los riesgos sociales, haya acabado por desresponsabilizar a los individuos. El
desmantelamiento de los sistemas de protección social, al cual asistimos desde el
comienzo de los años 80, apunta por consiguiente a responsabilizar a cada uno,
haciendo llevar a todos los “riesgos” que por sí solos hacen sufrir a los capitalistas en el
conjunto del “cuerpo social”. En el fondo se trata de inculcar el punto de vista de la
reproducción de la sociedad a cada individuo, que ya no deberá esperar nada de ella,
sino que deberá sacrificarle todo. Ocurre que la regulación social de las catástrofes y de
lo imprevisto ya no puede ser gestionada, como lo era en la Edad Media durante las
lepras, mediante la mera exclusión social, la lógica del chivo expiatorio, la contención y
el cercamiento. Si todo el mundo tiene que devenir responsable del riesgo que hace
correr a la sociedad, es que UNO ya no puede excluir nada sin privarse de una fuente
potencial de beneficio. Así pues, el capitalismo cibernético consigue que vayan de la
mano socialización de la economía y ascenso del “principio-responsabilidad”. Produce
al ciudadano en cuanto“dividuo de riesgos” que autoneutraliza su potencial de
destrucción del orden. De esta manera se trata de generalizar el auto-control, disposición
que favorece la proliferación de dispositivos y que asegura un retransmisor [relais]
eficaz. Toda crisis, en el capitalismo cibernético, prepara un reforzamiento de los
dispositivos. Tanto la contestación anti-OGM como la “crisis de las vacas locas” de
estos últimos años en Francia, han permitido, en definitiva, instituir una trazabilidad
inédita de los dividuos y las cosas. La profesionalización acrecentada del control —que
es, junto con los seguros, uno de los sectores económicos cuyo crecimiento resulta
garantizado por la lógica cibernética— no es sino la otra cara del ascenso del ciudadano,
como subjetividad política que ha autorreprimido totalmente el riesgo que representa
objetivamente. La vigilancia ciudadana contribuye de este modo al mejoramiento de los
dispositivos de pilotaje.
Mientras que el ascenso del control a finales del siglo XIX pasaba por una
disolución de los vínculos personalizados —lo que condujo a que SE haya podido hablar
de “desaparición de las comunidades”—, en el capitalismo cibernético pasa por un
nuevo tejido [acción de tejer] de vínculos sociales enteramente atravesados por el
imperativo de pilotaje de sí y de los otros, al servicio de la unidad social: es ese devenir-
dispositivo del hombre que figura al ciudadano del Imperio. La importancia actual de
estos nuevos sistemas ciudadano-dispositivo, que profundizan las viejas instituciones
estatales y propulsan la nebulosa asociativo-ciudadana, demuestra que la gran máquina
social que ha de ser el capitalismo cibernético no puede prescindir de los hombres, pese
a que ciertos cibernéticos incrédulos hayan perdido el tiempo creyéndolo, como lo
muestra esta toma de consciencia disgustada de mediados de los años 80:
“La automatización sistemática sería efectivamente un medio radical para rebasar
los límites físicos o mentales que están en la fuente de los errores humanos más
comunes: pérdidas momentáneas de vigilancia debidas a la fatiga, al estrés o a la rutina;
incapacidad provisional para interpretar simultáneamente una multitud de informaciones
contradictorias y, por tanto, para dominar situaciones demasiado complejas;
eufemización del riesgo bajo la presión de las circunstancias (emergencias, presiones
jerárquicas…); errores de representación que conducen a sobreestimar la seguridad de
sistemas habitualmente muy fiables (se cita el caso de un piloto que rechazaba
categóricamente creer que uno de sus reactores estaba ardiendo). No obstante, es preciso
preguntarse si la puesta fuera de circuito del hombre, considerado como el eslabón débil
de la interfaz hombre/máquina, no corre peligro, en definitiva, de crear nuevas
vulnerabilidades, aunque no fuera más que extendiendo los errores de representación y
las pérdidas de vigilancia que son, como hemos visto, la contrapartida frecuente de un
sentimiento de seguridad exagerado. En todo caso, el debate amerita ser abierto.”
En efecto.

V
“La ecosociedad es descentralizada, comunitaria, participativa. La responsabilidad y la iniciativa
individual existen verdaderamente. La ecosociedad reposa sobre el pluralismo de las ideas, los estilos y
las conductas de vida. Por consiguiente: la igualdad y la justicia social están en progreso. Pero también
hay una conmoción de los hábitos, los modos de pensar y las costumbres. Los hombres han inventado una
vida diferente en una sociedad en equilibrio. Se dan cuenta de que el mantenimiento de un estado de
equilibrio era más delicado que el mantenimiento de un estado de crecimiento continuo. Gracias a una
nueva visión, a una nueva lógica de la complementariedad, a nuevos valores, los hombres de la
ecosociedad han inventado una doctrina económica, una ciencia política, una sociología, una tecnología y
una psicología del estado de equilibrio controlado.”
Joël de Rosnay, El macroscopio, 1975
“Capitalismo y socialismo representan dos organizaciones de la economía derivadas del mismo sistema
básico: el de la cuantificación del valor agregado. […] Considerado desde este punto de vista, el sistema
llamado ‘socialismo’ no es más que el subsistema corrector aplicado al ‘capitalismo’. Podemos de esta
manera decir que el capitalismo más extravagante es socialista a partir de ciertos aspectos suyos, y que
todo el socialismo es una ‘mutación’ del capitalismo destinada a intentar estabilizar el sistema a través de
una redistribución — redistribución que se estima necesaria para asegurar la supervivencia de todos e
incitarlos a un consumo más largo. Llamaremos en este borrador ‘capitalismo social’ a una organización
de la economía concebida para establecer un equilibrio aceptable entre capitalismo y socialismo.”
Yona Friedman, Utopías realizables, 1974

Los acontecimientos de Mayo del 68 provocaron en el conjunto de las sociedades


occidentales una reacción política de la cual UNO apenas se acuerda de su magnitud hoy
en día. Muy pronto, la reestructuración del capitalismo se organizó, como se pone en
marcha un ejército. Se vieron, junto con el Club de Roma, multinacionales como Fiat,
Volkswagen o Ford pagar a economistas, sociólogos y ecologistas para que éstos
determinaran las producciones a las cuales debían renunciar las empresas a fin de que el
sistema capitalista funcionara mejor y se reforzara. En 1972, el informe del
Massachusetts Institute of Technology financiado por el susodicho Club de Roma, Los
límites del crecimiento, provocó un gran revuelo pues recomendaba detener el proceso
de acumulación capitalista, incluyendo también en los países llamados en vías de
desarrollo. Desde lo más alto de la dominación SE reivindicaba el “crecimiento cero” a
fin de preservar las relaciones sociales y los recursos del planeta, SE introducían
componentes cualitativos en el análisis del desarrollo contra las proyecciones
cuantitativas centradas en el crecimiento, y SE exigía en definitiva que éste fuera
completamente redefinido; toda esta presión se acentuó aún más cuando estalló la crisis
de 1973. El capitalismo parecía estar haciendo su autocrítica. Pero si he hablado una vez
más de guerra y de ejército, es porque el informe del MIT, elaborado por el economista
Dennis H. Meadows, se inspiraba en los trabajos de un tal Jay Forrester al cual el UR
Air Force le había encargado preparar un sistema de alerta y defensa —el SAGE
System— que coordinaría por primera vez radares y computadoras con el objetivo de
detectar e impedir un posible ataque del territorio estadounidense con misiles enemigos.
Forrester había montado infraestructuras de comunicación y control entre hombres y
máquinas en las cuales éstos se encontraban interconectados por primera vez en “tiempo
real”. Luego fue elegido en la escuela de administración del MIT para extender sus
habilidades en materia de análisis sistémico al mundo económico. Aplicó los mismos
principios de orden y defensa a las empresas, luego será el turno de las ciudades y,
finalmente, del conjunto del planeta en su World Dynamics que inspiró a los relatores
del MIT. De este modo la “segunda cibernética” fue determinante para fijar los
principios de reestructuración del capitalismo. Con ella, la economía política devenía
una ciencia de lo vivo. Analizaba el mundo en cuanto sistema abierto de transformación
y de circulación de flujos de energía y de flujos monetarios.
En Francia, un conjunto de pseudocientíficos —el iluminado De Rosnay y el
baboso Morin, pero también Henri Atlan, Henri Laborit, René Passet, y el arribista
Attali— se reunieron para elaborar, a raíz del MIT, Diez mandamientos para una nueva
economía, un “ecosocialismo” decían ellos, siguiendo un enfoque sistémico, es decir,
cibernético, obsesionado por el “estado de equilibrio” de todo y de todos. No es inútil a
posteriori, cuando UNO escucha a la “izquierda” de hoy en día y también a la “izquierda
de la izquierda”, recordar algunos de los principios que De Rosnay presentaba en 1975:

1. Conservar la variedad de los espacios al igual que


de las culturas, la biodiversidad al igual que la
multiculturalidad.
2. Velar por que no se abra, por no dejar escapar, la
información contenida en los bucles de regulación.
3. Restablecer los equilibrios del conjunto del sistema
mediante descentralización.
4. Diferenciar para integrar mejor, ya que conforme a
lo que presentía Teilhard de Chardin, el iluminado-
jefe de todos los cibernéticos, “toda integración
real se funda en una diferenciación previa. […] Lo
homogéneo, la mezcla, el sincretismo, son la
entropía. Sólo la unión en la diversidad es
creadora. Incrementa la complejidad, conduce a
niveles más elevados de organización”.
5. Para evolucionar: dejarse agredir.
6. Preferir los objetivos, los proyectos, a la
programación detallada.
7. Saber utilizar la información.
8. Saber mantener tensiones en los elementos del
sistema.

Ya no se trata, como UNO podía fingir todavía creerlo en 1972, de cuestionar el


capitalismo y sus efectos devastadores, sino más bien de “reorientar la economía de
manera en que sirvan mejor, a la vez, las necesidades humanas, el mantenimiento y la
evolución del sistema social, y la prosecución de una auténtica cooperación con la
naturaleza. La economía de equilibrio que caracteriza la ecosociedad es por tanto una
economía ‘regulada’, en el sentido cibernético del término”. Los primeros ideólogos del
capitalismo cibernético hablan de abrir a una gestión comunitaria del capitalismo desde
abajo, a una responsabilización de cada cual gracias a la “inteligencia colectiva” que
resultará de los progresos de las telecomunicaciones y de la informática. Sin cuestionar
ni la propiedad privada ni la propiedad estatal, SE invita a una co-gestión, a un control
de las empresas por parte de las comunidades de asalariados y usuarios. La euforia
reformadora de la cibernética es tal que, en los primeros años de los 70, SE evocaba sin
ningún estremecimiento, como si desde el siglo XIX no se hubiera tratado más que de
esto, la idea de un “capitalismo social”, tal como lo defendió por ejemplo el arquitecto
ecologista y grafómano Yona Friedman. Así se cristalizó eso que SE acabó por llamar
“socialismo de tercera vía”, y su alianza con la ecología, de la cual SE conoce hoy su
influencia política en Europa. Si fuera preciso retener un acontecimiento que, en
aquellos años, en Francia, expuso la progresión tortuosa hacia esta nueva alianza entre
socialismo y liberalismo, no sin la esperanza de que emerja otra cosa, sería sin discusión
el caso LIP. Con él, todo el socialismo —hasta en sus corrientes más radicales como
puede ser el “comunismo consejista”—, que fracasó en hacer caer el agenciamiento
liberal, y que, sin sufrir propiamente hablando descomposición alguna, acabó
simplemente absorbido por el capitalismo cibernético. La reciente adhesión del
ecologista Cohn-Bendit, el amable líder de Mayo del 68, a la corriente liberal-libertaria
no es más que una consecuencia lógica del más profundo de los vuelcos de las ideas
“socialistas” sobre sí mismas.
El actual movimiento “antiglobalización” y la contestación ciudadana en general,
no presentan ninguna ruptura en el interior de esta formación de enunciados elaborada
hace 30 años. Ellos reclaman simplemente la aceleración de su aplicación. Aquí sale a la
luz, tras las estruendosas contracumbres, una misma visión fría de la sociedad como
totalidad amenazada por estallidos, un mismo objetivo de regulación social. Se trata de
restaurar la cohesión social pulverizada por la dinámica del capitalismo cibernético y
de garantizar, en última instancia, la participación de todos en esta última. Por ello no
sorprende ver al economicismo más árido impregnar de manera tan tenaz y nauseabunda
las filas de los ciudadanos. El ciudadano desprovisto de todo se proyecta como experto
amateur de la gestión social, y concibe la nulidad de su vida como sucesión
ininterrumpida de “proyectos” a realizar: como lo señala con una ingenuidad fingida el
sociólogo Luc Boltanski, “todo puede acceder a la dignidad del proyecto, incluyendo las
empresas hostiles al capitalismo”. Así como el dispositivo “autogestión” fue seminal en
la reorganización del capitalismo desde hace treinta años, la contestación ciudadana no
es otra cosa que el instrumento actual de la modernización de la política. Este nuevo
“proceso de civilización” descansa sobre la crítica de la autoridad desarrollada en los
años 70, en el momento en que se cristalizaba la segunda cibernética. La crítica de la
representación política en cuanto poder separado, ya recuperada por el nuevo
management en la esfera de la producción económica, es hoy en día reinvertida en la
esfera política. Vemos por todos lados que la horizontalidad de las relaciones y la
participación en proyectos son lo que debe reemplazar a la autoridad jerárquica y
burocrática polvorienta, y contra-poderes y descentralizaciones que se supone van a
deshacer los monopolios y el secreto. Así se extienden y se estrechan sin obstáculos las
cadenas de interdependencia social, por aquí hechas de vigilancia, por allá de
delegación. Integración de la sociedad civil por parte del Estado e integración del
Estado por parte de la sociedad civil se engranan cada vez mejor. Así se organiza la
división del trabajo de gestión de las poblaciones necesario para la dinámica del
capitalismo cibernético. La afirmación de una “ciudadanía mundial” deberá
previsiblemente darle el último toque.
A partir de los años 70 el socialismo ya no es más que un democratismo, en lo que
sigue absolutamente necesario para la progresión de la hipótesis cibernética. Es preciso
comprender el ideal de democracia directa, de democracia participativa, como deseo de
una expropiación general por parte del sistema cibernético de toda la información
contenida en sus partes. La demanda de transparencia, de trazabilidad, es una demanda
de circulación perfecta de la información, un progresismo en la lógica de flujos que rige
al capitalismo cibernético. Es entre 1965 y 1970 cuando un joven filósofo alemán,
supuesto heredero de la “teoría crítica”, fundaba el paradigma democrático de la
contestación actual al entrar con estrépito en varias controversias con sus mayores. Al
sociocibernético Niklas Luhmann, teórico hiperfuncionalista de sistemas, Habermas
oponía la imprevisibilidad del diálogo, de las argumentaciones, irreductibles a simples
intercambios de información. Pero sobre todo es contra Marcuse que fue elaborado este
proyecto de una “ética de la discusión” generalizada que debía radicalizar, criticándolo,
el proyecto democrático de la Ilustración. A Marcuse que explicó, comentando las
observaciones de Max Weber, que “racionalización” quiere decir que la razón técnica,
al comienzo de la industrialización y el capitalismo, es indisolublemente una razón
política, Habermas replica que un conjunto de relaciones intersubjetivas inmediatas
escapan a las relaciones sujeto-objeto mediatizadas por la técnica, y que en definitiva las
enmarcan y orientan. Dicho de otro modo, frente al desarrollo de la hipótesis
cibernética, la política debería apuntar a autonomizar y extender esa esfera de los
discursos, a multiplicar las palestras democráticas, a construir y buscar un consenso que,
en suma por naturaleza, resultaría emancipador. Además de que él reduce el “mundo
vivido”, la “vida cotidiana”, el conjunto de cuanto huye de la máquina de control, a
interacciones sociales, a discursos, Habermas ignora, más profundamente aún, la
heterogeneidad fundamental de las formas-de-vida consigo mismas. Al igual que el
contrato, el consenso se asocia al objetivo de unificación y pacificación mediante
gestión de las diferencias. En el marco cibernético, toda fe en el “actuar
comunicacional”, toda comunicación que no asume la posibilidad de su imposibilidad,
acaba por servir al control. Es por esto que la ciencia y la técnica no son simplemente,
como lo piensa el idealista Habermas, ideologías que vendrían a recubrir el tejido
concreto de las relaciones intersubjetivas. Son “ideologías materializadas”, dispositivos
en cascada, una gubernamentalidad concreta que atraviesa estas relaciones. Nosotros no
queremos más transparencia o más democracia. Ya hay demasiada. Queremos por el
contrario más opacidad y más intensidad.
Pero yo no habría terminado aquí con el socialismo tal como lo ha dejado sin
vigencia la hipótesis cibernética mientras no haya evocado otras voces; quiero hablar de
la crítica centrada en las relaciones hombres-máquinas que, desde los años 70, acomete
contra el supuesto meollo del problema cibernético al plantear la cuestión de la técnica
más allá de la tecnofobia —la de un Theodore Kaczynski o la del mono letrado de
Oregón, John Zerzan— y de la tecnofilia, y que pretende fundar una nueva ecología
radical que no sea tontamente romántica. A partir de la crisis económica de los años 70,
Iván Illich se encuentra entre los primeros en expresar la esperanza de una refundación
de las prácticas sociales, no ya solamente a través de una nueva relación entre sujetos,
como en Habermas, sino también entre sujetos y objetos, a través de una “reapropiación
de los instrumentos” y de las instituciones, que deberían ser ganadas mediante una
“convivialidad” general; convivialidad que estaría en condiciones de socavar la ley del
valor. El filósofo de las técnicas Simondon hace incluso de esta reapropiación la palanca
de la superación de Marx y del marxismo: “El trabajo posee la inteligencia de los
elementos, el capital posee la inteligencia de los conjuntos; pero no será reuninendo la
inteligencia de los elementos y la inteligencia de los conjuntos como se pueda conseguir
la inteligencia del ser intermediario y no mixto que es el individuo técnico. […] El
diálogo entre el capital y el trabajo es falso porque está en el pasado. La colectivización
de los medios de producción no puede operar una reducción de la alienación mediante sí
misma; sólo puede operarla si es la condición previa para la adquisición por parte del
individuo humano de la inteligencia del objeto técnico individuado. Esta relación del
individuo humano con el individuo técnico es la más delicada de formar.” La solución
al problema de la economía política, de la alienación capitalista al igual que de la
cibernética, residiría en la invención de una nueva relación con las máquinas, de una
“cultura técnica” que hasta hoy habría hecho falta a la modernidad occidental. Tal
doctrina es lo que justifica desde hace treinta años el desarrollo masivo de la enseñanza
“ciudadana” de las ciencias y las técnicas. Debido a que lo viviente, contrariamente a
cuanto supone la hipótesis cibernética, es esencialmente diferente de las máquinas, el
hombre tendría una responsabilidad de representación de los objetos técnicos: “El
hombre como testigo de las máquinas —escribe Simondon— es responsable de su
relación; la máquina individual representa al hombre, pero el hombre representa el
conjunto de las máquinas, ya que no existe una máquina de todas las máquinas,
mientras que puede existir un pensamiento que apunte hacia todas las máquinas”. En su
forma utópica actual, como en Guattari al final de su vida u hoy en día en un Bruno
Latour, esta escuela pretenderá “hacer hablar” a los objetos, representar sus normas en
la palestra pública a través de un “parlamento de las cosas”. Llegado el momento, los
tecnócratas tendrían que abrir espacio a “mecanólogos” y otros “mediólogos” de los que
no se ve en qué diferirían de los tecnócratas actuales, si no es en que están más
acostumbrados a la vida técnica, en que son ciudadanos idealmente acoplados a sus
dispositivos. Lo que nuestros utopistas fingen ignorar es que la integración de la razón
técnica por parte de todos no mermaría en absoluto las relaciones de fuerza existentes.
El reconocimiento de la hibridez hombres-máquinas en los agenciamientos sociales no
haría ciertamente más que extender la lucha por el reconocimiento y la tiranía de la
transparencia en el mundo inanimado. En esta ecología política renovada, socialismo y
cibernética alcanzan su punto de convergencia óptimo: el proyecto de una República
verde, de una democracia técnica —“una renovación de la democracia podría tener
como objetivo una gestión pluralista del conjunto de sus componentes maquínicos”,
escribe Guattari en su último texto publicado—, la visión mortal de una paz civil
definitiva entre humanos y no-humanos.

VI
“Así como la modernización lo hizo en la era previa, la posmodernización o informatización actual marca
un nuevo modo de devenir humano. En lo que a la producción del alma concierne, como diría Musil, uno
debería reemplazar las técnicas tradicionales de las máquinas industriales por la inteligencia cibernética
de las tecnologías de la información y la comunicación. Debemos inventar lo que Pierre Lévy llama una
antropología del ciberespacio.”
Michael Hardt, Toni Negri, Imperio, 2000
“La comunicación es el tercero y último medio fundamental de control imperial. […] Los sistemas
contemporáneos de comunicación no están subordinados a la soberanía; por el contrario, la soberanía
parece estar subordinada a la comunicación. […] La comunicación es la forma de la producción
capitalista con la que el capital ha logrado someter total y globalmente a la sociedad bajo su régimen,
suprimiendo todo camino alternativo.”
Michael Hardt, Toni Negri, Imperio, 2000

La utopía cibernética no solamente ha vampirizado el socialismo y su potencia de


oposición haciendo de él un “democratismo de proximidad”. En esos años 70 llenos de
confusión también contaminó el marxismo más avanzado, haciendo que su perspectiva
sea insoportable e inofensiva. “Y en todas partes —como escribe Lyotard en 1979—,
con diferentes nombres, la Crítica de la economía política y la crítica de la sociedad
alienada que era su correlato son utilizadas a modo de elementos dentro de la
programación del sistema”. Frente a la hipótesis cibernética unificante, el axioma
abstracto de un antagonismo potencialmente revolucionario —lucha de clases,
“comunidad humana” (Gemeinwesen) o “social-viviente” contra Capital, general
intellect contra proceso de explotación, “multitud” contra “Imperio”, “creatividad” o
“virtuosismo” contra trabajo, “riqueza social” contra valor mercantil, etc.— sirve, en
definitiva, al proyecto político de una mayor integración social. La crítica de la
economía política y la ecología no critican el género económico propio del capitalismo,
ni la visión totalizante y sistémica propia de la cibernética, e incluso hacen de éstos
paradójicamente los motores de sus filosofías emancipadoras de la historia. Su
teleología ya no es la del proletariado o de la naturaleza, sino la del Capital. Su
perspectiva es profundamente en la actualidad la de una economía social, de una
“economía solidaria”, de una “transformación del modo de producción”, no ya por
colectivización o estatización de los medios de producción, sino por colectivización de
las decisiones de producción. Como lo muestra por ejemplo un Yann Moulier Boutang,
finalmente de lo que se trata es de que sea reconocido “el carácter social colectivo de la
creación de riqueza”, de que el oficio de vivir como ciudadano sea valorizado. Este
supuesto comunismo queda reducido a un democratismo económico, al proyecto de
reconstrucción de un Estado “posfordista”, desde abajo. La cooperación social se
plantea aquí como siempre-ya dada, sin inconmensurabilidades éticas, sin interferencias
en la circulación de los afectos, sin problemas de comunidad.
El itinerario de Toni Negri al interior de la Autonomía, y luego el de la nebulosa
de sus discípulos en Francia y en el mundo anglosajón, muestra en qué medida el
marxismo autorizaba tal deslizamiento hacia la voluntad de voluntad, la “movilización
infinita”, confirmando su derrota ineluctable, llegado el momento, ante la hipótesis
cibernética. Esta última no ha tenido ningún problema para conectarse a la metafísica de
la producción que recubre a todo el marxismo y que Negri lleva al colmo considerando
todo afecto, toda emoción, toda comunicación en última instancia como un trabajo.
Desde este punto de vista, autopoiesis, autoproducción, autoorganización y autonomía
son categorías que desempeñan un rol homólogo en las distintas formaciones
discursivas en que ellas han emergido. Las reivindicaciones inspiradas por esta crítica
de la economía política, tanto la de renta básica como la de “papeles para todos”, sólo
acometen contra los fundamentos de la mera esfera productiva. Si algunos de los que
piden hoy una renta básica han podido romper con la perspectiva de una puesta en
trabajo de todos —es decir, en la creencia en el trabajo como valor fundamental— que
predominaba antes también en los movimientos de parados, es paradójicamente a
condición de haber conservado una definición heredada, restrictiva, del valor como
“valor-trabajo”. Es de este modo como pueden ignorar que finalmente contribuyen a
mejorar la circulación de los bienes y las personas.
Ahora bien, es precisamente porque la valorización no se puede asignar ya en
último término a lo que tiene lugar en la mera esfera productiva por lo que se debería en
adelante desplazar el gesto político —pienso por ejemplo en la huelga, sin hablar de
huelga general necesariamente— hacia las esferas de la circulación de los productos y
de la información. ¿Quién no ve que la demanda de “papeles para todos”, si es
satisfecha, no contribuiría más que a una mayor movilidad de la fuerza de trabajo a
nivel mundial, cosa que han comprendido bien los pensadores liberales
estadounidenses? En cuanto a la garantía salarial, si se obtuviera, ¿no introduciría
simplemente una renta suplementaria en el circuito del valor? Representaría el
equivalente formal de una inversión del sistema dentro del “capital humano”, de un
crédito; anticiparía una producción por venir. En el marco de la reestructuración
presente del capitalismo, su reivindicación podría compararse con una proposición
neokeynesiana de reactivación de la “demanda efectiva” que pueda servir como red de
seguridad para el desarrollo anhelado de la “Nueva Economía”. De ahí también la
adhesión de varios economistas a la idea de una “renta universal” o “renta de
ciudadanía”. Lo que justificaría esto, según el parecer de Negri y sus fieles, es una
deuda social contraída por el capitalismo hacia la “multitud”. Y si dije más arriba que
el marxismo de Negri había funcionado, como todos los demás marxismos, a partir de
un axioma abstracto sobre el antagonismo social, es que él necesita concretamente la
ficción de la unidad del cuerpo social. En sus días más ofensivos, como los que se
vivieron en Francia durante el movimiento de los parados del invierno de 1997-1998,
sus perspectivas apuntan a fundar un nuevo contrato social, ya fuera llamado
comunista. En el seno de la política clásica, el negrismo desempeña el rol de vanguardia
de los movimientos ecologistas.
Para encontrar la coyuntura intelectual que explica en esta ocasión esta fe ciega en
lo social, concebido como objeto y sujeto posible de un contrato, como conjunto de
elementos equivalentes, como clase homogénea, cuerpo orgánico, hace falta volver a
finales de los años 50, cuando la descomposición progresiva de la clase obrera en las
sociedades occidentales atormenta a los teóricos marxistas, ya que trastoca el axioma de
la lucha de clases. En ese entonces algunos creen encontrar en los Grundrisse de Marx
una exhibición, una prefiguración de lo que estaba deviniendo el capitalismo y su
proletariado. En el fragmento sobre las máquinas, Marx considera, en plena fase de
industrialización, que la fuerza de trabajo individual puede dejar de ser la fuente
principal de la plusvalía ya que el “saber social general, el conocimiento”, devendrían la
potencia productiva inmediata. Ese capitalismo, que hoy SE dice cognitivo, ya no sería
contestado por el proletariado que nació en las grandes manufacturas. Marx supone que
lo sería por el “individuo social”. Y precisa así la razón de ese proceso ineluctable de
revuelco: “El capital pone en marcha todas las fuerzas de la ciencia y la naturaleza,
estimula la cooperación y el comercio sociales para liberar (relativamente) la creación
de la riqueza del tiempo de trabajo. […] Serán aquí las condiciones materiales las que
harán estallar los fundamentos del capital”. La contradicción del sistema, su
antagonismo catastrófico, provendría del hecho de que el Capital mide todo valor como
tiempo de trabajo, siendo a la vez llevado a disminuir este último a causa de las
ganancias en productividad que permite la automación. En suma, el capitalismo está
condenado porque demanda a la vez menos trabajo y más trabajo. Las respuestas a la
crisis económica de los años 70, el ciclo de luchas que dura más de diez años en Italia,
dan un latigazo inesperado a esta teleología. La utopía de un mundo donde las máquinas
trabajarán por nosotros parece algo a nuestro alcance. La creatividad, el individuo
social, el general intellect —juventud estudiante, marginales cultivados, trabajadores
inmateriales, etc.— libres de la relación de explotación, serían el nuevo sujeto del
comunismo que viene. Para algunos, sea Negri o Castoriadis, pero también los
situacionistas, esto significa que el nuevo sujeto revolucionario se reapropiará su
“creatividad”, o su “imaginario”, confiscados por la relación de trabajo, y hará del
tiempo de no-trabajo una nueva fuente de emancipación para sí mismo y para la
colectividad. En cuanto movimiento político, la Autonomía se fundamentará en estos
análisis.
En 1973, Lyotard, que ha frecuentado bastante tiempo a Castoriadis en el seno de
Socialisme ou Barbarie, nota la indiferenciación entre este nuevo discurso marxista o
posmarxista del general intellect y el discurso de la nueva economía política: “El cuerpo
de las máquinas que ustedes llaman sujeto social y fuerza productiva universal del
hombre, no es otra cosa que el cuerpo del Capital moderno. El saber que en él se pone
en juego no es de ningún modo cuestión de todos los individuos, está separado, es un
momento en la metamorfosis del capital, que le obedece tanto como lo gobierna.” El
problema ético que plantea la esperanza que descansa en la inteligencia colectiva, que
hoy en día encontramos en las utopías de usos colectivos autónomos de las redes de
comunicación, es el siguiente: “no se puede decidir que el papel principal del saber sea
el de ser un elemento indispensable en el funcionamiento de la sociedad, y actuar en
consecuencia a este respecto, más que si se ha decidido que ésta es una gran máquina.
Inversamente, no se puede contar con su función crítica y pretender orientar su
desarrollo y su difusión en este sentido más que si se ha decidido que ella no es un todo
integrado, y que permanece acosada por un principio de contestación”. Al conjugar los
dos términos, no obstante irreconciliables, de esta alternativa, el conjunto de las
posiciones heterogéneas cuya matriz hemos encontrado en el discurso de Toni Negri y
sus adeptos, y que representan el punto de acabamiento de la tradición marxista y su
metafísica, están condenadas a la errancia política, a la ausencia de destino distinto al
que les prepara la dominación. Lo esencial aquí, y que es algo que seduce a tantos
aprendices intelectuales, es que estos saberes nunca sean poderes, que el conocimiento
nunca sea conocimiento de sí, que la inteligencia permanezca siempre separada de la
experiencia. La intención política del negrismo es la de formalizar lo informal, hacer
explícito lo implícito, patente lo tácito, en pocas palabras, valorizar lo que se encuentra
fuera-de-valor. Y en efecto, Yann Moulier Boutang, perro fiel de Negri, acaba por
escupir la sopa en 2000, en medio de un estertor irreal de cocainómano debilitado: “El
capitalismo en su nueva fase, o en su última frontera, necesita el comunismo de las
multitudes”. El comunismo neutro de Negri, la movilización que él dirige, no solamente
es compatible con el capitalismo cibernético, es en lo sucesivo su condición de
efectuación.
Una vez digeridas las proposiciones del Informe del MIT, los economistas del
crecimiento subrayaron en efecto el papel primordial que en la producción de plusvalía
tiene la creatividad, la innovación tecnológica, al lado de los factores Capital y Trabajo.
Así también, otros expertos, igualmente informados, afirmaron entonces doctamente
que la propensión a innovar dependía del grado de educación, de formación, de salud,
de las poblaciones —siguiendo al economicista más radical, Gary Becker, SE llamará a
esto el “capital humano”—, de la complementariedad entre los agentes económicos —
complementariedad que puede favorecerse por la implementación de una circulación
regular de informaciones, mediante las redes de comunicación—, así como de la
complementariedad entre la actividad y el entorno, lo viviente humano y lo viviente no-
humano. Lo que conseguiría explicar la crisis de los años 70 sería que existe una base
social, cognitiva y natural, para el mantenimiento del capitalismo y su desarrollo, que se
habría descuidado hasta entonces. Más profundamente, esto significa que el tiempo de
no-trabajo, el conjunto de los momentos que escapan de los circuitos de la valorización
mercantil —es decir, la vida cotidiana— son también un factor de crecimiento, detentan
un valor en potencia en la medida en que permiten sustentar la base humana del capital.
SE ven desde entonces a ejércitos de expertos recomendar a las empresas la aplicación
de soluciones cibernéticas a la organización de la producción: desarrollo de las
telecomunicaciones, organización en redes, “management participativo” o por proyecto,
paneles de consumidores y controles de calidad contribuyen a aumentar las tasas de
beneficio. Para los que querrían salir de la crisis de los años 70 sin poner en entredicho
el capitalismo, “relanzar el crecimiento”, y no ya pararlo, implicaba por consiguiente
una profunda reorganización en el sentido de una democratización de las elecciones
económicas y de un sostén institucional en el tiempo de la vida, como por ejemplo en la
demanda de “gratuidad”. Sólo a este respecto es como hoy en día SE puede afirmar que
el “nuevo espíritu del capitalismo” viene en herencia de la crítica social de los años 60-
70: en la exacta medida en que la hipótesis cibernética inspira el modo de regulación
social que emerge en tal momento.
Por lo tanto, no resulta de ninguna manera sorprendente que la comunicación, esa
puesta en común de saberes impotentes que realiza la cibernética, autorice hoy a los
ideólogos más avanzados el poder hablar de “comunismo cibernético”, como lo hacen
Dan Sperber y Pierre Lévy (el cibernético-jefe del mundo francófono, el colaborador de
la revista Multitudes, el autor del aforismo: “la evolución cósmica y cultural culmina
hoy en el mundo virtual del ciberespacio”). “Socialistas y comunistas —escriben Hardt
y Negri— han demandado por mucho tiempo que el proletariado tenga acceso libre y
control de las máquinas y materiales que utiliza para producir. En el contexto de la
producción inmaterial y biopolítica, sin embargo, esta demanda tradicional toma un
nuevo aspecto. No solamente la multitud utiliza máquinas para producir, sino que
también deviene más y más maquínica, mientras que los medios de producción están
más y más integrados en las mentes y cuerpos de la multitud. En este contexto, la
reapropiación significa tener libre acceso y control sobre el conocimiento, la
información, la comunicación y los afectos, puesto que éstos son algunos de los medios
primarios de la producción biopolítica.” En ese comunismo, se maravillan ellos, UNO no
compartirá las riquezas sino las informaciones, y todo el mundo será a la vez productor
y consumidor. ¡Cada cual devendrá su “automedia”! ¡El comunismo será un comunismo
de robots!
Que ella rompa solamente con los postulados individualistas de la economía o que
considere la economía mercantil como una cara parcial de una economía más general —
lo que implican todas las discusiones sobre la noción de valor, como aquellas del grupo
alemán Krisis, y todas las apologías del don frente al intercambio inspiradas en Mauss,
incluyendo la energética anticibernética de un Bataille, así como todas las
consideraciones sobre lo simbólico, ya sea en Bourdieu o Baudrillard— la crítica de la
economía política permanece in fine tributaria del economicismo. En una perspectiva de
salvación por medio de la actividad, la ausencia de un movimiento de trabajadores que
corresponda al proletariado revolucionario imaginado por Marx será conjurada por el
trabajo militante de su organización. “El partido —escribe Lyotard— debe mostrar la
prueba de que el proletariado es real, y sólo lo puede hacer ya si muestra la prueba de un
ideal de la razón. Sólo puede mostrarse a él mismo como prueba, y hacer una política
realista. El referente de su discurso permanece directamente impresentable, no
ostensible. El diferendo reprimido vuelve al interior del movimiento obrero, en
particular bajo la forma de conflictos recurrentes sobre la cuestión de la organización.”
La búsqueda de una clase de productores en lucha hace de los marxistas los más
consecuentes de los productores de una clase integrada. Ahora bien, lo que no es
indiferente, existencial y estratégicamente, es el oponerse políticamente antes que
producir antagonismos sociales, el ser para el sistema un contradictor o el ser su
regulador, el crear en vez de querer que la creatividad se libere, el desear antes que
desear el deseo, en pocas palabras, el combatir la cibernética en vez de ser un
cibernético crítico.
Estando habitado por la pasión triste del origen, uno podría buscar en el
socialismo histórico las premisas de esta alianza que devino manifiesta desde hace
treinta años, ya sea en la filosofía de las redes de Saint-Simon, en la teoría del equilibrio
de Fourier o en el mutualismo de Proudhon, etc. Pero lo que los socialistas tienen en
común desde hace dos siglos, y que comparten con aquellos que en sus filas se declaran
comunistas, es el luchar solamente contra uno solo de los efectos del capitalismo: bajo
todas sus formas, el socialismo lucha contra la separación al recrear el lazo social entre
sujetos, entre sujetos y objetos, sin luchar contra la totalización que hace que UNO pueda
asimilar lo social a un cuerpo y el individuo a una totalidad cerrada, un cuerpo-sujeto.
Pero existe también otro terreno común, místico, sobre el fondo del cual la transferencia
de las categorías de pensamiento del socialismo y de la cibernética se han podido aliar:
el de un humanismo inconfesable, de una fe incontrolada en el genio de la humanidad.
Así como resulta ridículo el ver un “alma colectiva” detrás de la construcción de una
colmena a partir de las actitudes erráticas de las abejas, como lo hacía a principios de
siglo el escritor Maeterlinck en una perspectiva católica, el mantenimiento del
capitalismo no es para nada tributario de la existencia de una consciencia colectiva de la
“multitud” alojada en el corazón de la producción. Con la excusa del axioma de la lucha
de clases, la utopía socialista histórica, la utopía de la comunidad, habrá sido en
definitiva una utopía del Uno promulgada por la Cabeza sobre un cuerpo que no puede
hacer nada. En la actualidad, todo socialismo —ya sea que reivindique más o menos
explícitamente algunas categorías de democracia, producción o contrato social—
defiende al partido de la cibernética. La política no-ciudadana debe asumirse como anti-
social tanto como anti-estatal, debe rechazar el contribuir a la resolución de la “cuestión
social”, recusar la formulación del mundo bajo forma de problemas, rechazar la
perspectiva democrática que estructura la aceptación mediante cada uno de los
requerimientos de la sociedad. En cuanto a la cibernética, en la actualidad ya es
meramente el último socialismo posible.

VII
“La teoría es el goce por la inmovilización. […] Lo que a ustedes les empalma, teóricos, y les arroja a
nuestra pandilla, es la frialdad de lo claro y lo distinto; de hecho, sólo de lo distinto, que es lo oponible,
pues lo claro es sólo una redundancia sospechosa de lo distinto, traducido en filosofía del sujeto. Detener
la barra ustedes dicen: salir del pathos, — ése es el pathos de ustedes.”
Jean-François Lyotard, Economía libidinal, 1973

Cuando se es escritor, poeta o filósofo, es costumbre apostar por la potencia del


Verbo para coartar, desbaratar o acribillar los flujos informacionales del Imperio, las
máquinas binarias de la enunciación. Ya han ustedes escuchado a esos cantores de la
poesía que serían algo así como la última defensa cara a la barbarie de la comunicación.
Incluso cuando identifica su posición con la de las literaturas menores, de los
excéntricos, de los “locos literatos”, cuando acorrala los idiolectos que en toda lengua
trabajan para mostrar aquello que se escapa del código, para hacer implosionar la idea
misma de comprensión, para exponer el malentendido fundamental que echa por tierra
la tiranía de la información, el autor que, además, se sabe actuado, hablado, atravesado
por intensidades, no deja por ello de estar menos animado ante su página en blanco por
una concepción profética del enunciado. Para el “receptor” que yo soy, los efectos de
sideración que ciertas escrituras se han puesto a buscar deliberadamente a partir de los
años 60 no son a este respecto menos paralizantes de lo que era la vieja teoría crítica
categórica y sentenciosa. Ver desde mi silla a Guyotat o Guattari gozando cada línea,
retorciéndose, eructando, peyéndose y vomitando su devenir-delirio, no es algo que me
haga correrme, empalmarme o refunfuñar más que bastante raramente, es decir,
solamente cuando un deseo me lleva hasta las riberas del voyeurismo. Performances, es
seguro, ¿pero performances de qué? Performances de una alquimia de internado donde
la piedra filosofal está acorralada a golpe de tinta y de cogidas mezcladas. La intensidad
proclamada no es suficiente para engendrar el paso de intensidad. En cuanto a la teoría
y la crítica, éstas permanecen enclaustradas en el interior de una policía del enunciado
claro y distinto, tan transparente como debiera serlo el paso de la “falsa consciencia” a
la conciencia ilustrada.
Lejos de ceder a cualquier mitología del Verbo o a una esencialización del
sentido, Burroughs propone en La revolución electrónica algunas formas de lucha
contra la circulación controlada de los enunciados, algunas estrategias ofensivas de
enunciación que resalten esas operaciones de “manipulación mental” que le inspiran sus
experiencias de “cut-up”, una combinatoria de enunciados fundada en el azar. Al
proponer hacer de la “interferencia” un arma revolucionaria, consigue innegablemente
sofisticar las búsquedas precedentes de un lenguaje ofensivo. Pero al igual que la
práctica situacionista del “desvío” [détournement], que nada en su modus operandi
permite distinguir de aquella de la “recuperación” —lo cual explica su espectacular
fortuna—, la “interferencia” es meramente una operación reactiva. Lo mismo ocurre en
esas formas de lucha contemporáneas en Internet que se inspiran en estas instrucciones
de Burroughs: piratería, propagación de virus, spamming, no pueden servir in fine más
que para desestabilizar temporalmente el funcionamiento de la red de comunicación.
Pero en lo que nos ocupa aquí y ahora, Burroughs está obligado a admitirlo en términos
desde luego heredados de las teorías de la comunicación, que hipostasían la relación
emisor-receptor: “Sería más útil descubrir cómo podrían ser alterados los modelos de
exploración a fin de permitir al sujeto liberar sus propios modelos espontáneos”. El
meollo de toda enunciación no es la recepción sino más bien el contagio. Llamo
insinuación —el illapsus de la filosofía medieval— a la estrategia que consistirá en
seguir la sinuosidad del pensamiento, las palabras errantes que se apoderan de mí
constituyendo al mismo tiempo el terreno vago donde vendrá a establecerse su
recepción. Jugando con la relación entre el signo y sus referentes, usando clichés a
contra-empleo, como en la caricatura, dejando que el lector se aproxime, la insinuación
hace posible un encuentro, una presencia íntima, entre el sujeto de la enunciación y
aquellos que se conectan al enunciado. “Bajo las consignas hay contraseñas —escriben
Deleuze y Guattari—. Palabras que estarían como de paso, componentes de paso,
mientras que las consignas marcan paradas, composiciones estratificadas, organizadas”.
La insinuación es la bruma de la teoría y conviene a un discurso cuyo objetivo es el
permitir las luchas contra el culto a la transparencia que, desde el origen, está asociado a
la hipótesis cibernética.
Que la visión cibernética del mundo sea una máquina abstracta, una fábula
mística, una fría elocuencia a la que continuamente se le escapan múltiples cuerpos,
gestos, palabras, no basta para llegar a la conclusión de su fracaso ineluctable. Si a este
respecto hay algo que le haga falta a la cibernética, es precisamente aquello mismo que
la sostiene: el placer de la racionalización ultrajante, el ardor que provoca el “tautismo”,
la pasión de la reducción, el goce del aplanamiento binario. Acometer contra la
hipótesis cibernética, hay que repetirlo, no equivale a criticarla y a oponerle una visión
concurrente del mundo social, sino experimentar al lado de ella, efectuar otros
protocolos, crearlos desde cero y gozar de ellos. A partir de los años 50, la hipótesis
cibernética ejerció una fascinación inconfesada en toda una generación “crítica”, de los
situacionistas a Castoriadis, de Lyotard a Foucault, Deleuze y Guattari. Se podrían
cartografiar sus respuestas como sigue: los primeros se opusieron desarrollando fuera un
pensamiento, omnisciente; los segundos haciendo uso de un pensamiento del medio, por
un lado “un tipo metafísico de diferendo con el mundo, que apunta hacia los mundos
supraterrenos trascendentes o hacia los contra-mundos utópicos”, por el otro “un tipo
poiético de diferendo con el mundo que ve en lo real mismo la pista que conduce a la
libertad”, como lo resume Peter Sloterdijk. El éxito de toda experimentación
revolucionaria futura se medirá esencialmente por su capacidad para dejar caduca esta
oposición. Esto comienza cuando los cuerpos cambian de escala, se sienten espesar, son
atravesados por fenómenos moleculares que escapan a los puntos de vista sistémicos, a
las representaciones molares, y hacen de cada uno de sus poros una máquina de visión
enganchada a los devenires más que una cámara fotográfica, que enmarca, que delimita,
que asigna a los seres. En las líneas que siguen insinúo un protocolo de experimentación
destinado a deshacer la hipótesis cibernética y el mundo que ella persevera en construir.
Pero al igual que para otros artes eróticos o estratégicos, su uso no se decide ni se
impone. Sólo puede provenir del más puro involuntarismo, lo cual implica desde luego
una cierta desenvoltura.

VIII
“También nos hace falta la generosidad y la indiferencia a la suerte que trae consigo la familiaridad a los
peores desmedros, a falta de una gran alegría, y que el mundo que viene nos aportará.”
Roger Caillois
“Constantemente lo ficticio paga más caro su fuerza, cuando más allá de su pantalla transparenta lo real
posible. No hay duda de que en la actualidad la dominación de lo ficticio se ha hecho totalitaria. Pero es
justamente éste su límite dialéctico y ‘natural’. O bien en la última hoguera desaparece hasta el deseo y
con él su sujeto, la corporeidad en devenir de la Gemeinwesen latente, o bien todo simulacro es disipado:
la lucha extrema de la especie se desencadena contra los gestores de la alienación y, en el decline
sangriento de todos los ‘soles del porvenir’, comienza por fin a aparecer un porvenir posible. En lo
sucesivo la única opción que tienen los hombres para ser es la de separarse definitivamente de cualquier
‘utopía concreta’.”
Giorgio Cesarano, Manual de supervivencia, 1975

No todos los individuos o los grupos, no todas las formas-de-vida, pueden ser montados
en bucle de retroacción. Los hay demasiado frágiles. Que amenazan con romperse.
También demasiado fuertes, que amenazan con romper.
Esos devenires,
en vías de ruptura,
suponen que en un momento de la experiencia vivida los cuerpos pasen por el agudo
sentimiento de que todo esto se puede acabar abruptamente,
en uno u otro momento,
que la nada,
que el silencio,
que la muerte están al alcance del cuerpo y el gesto.
Esto puede acabar.
La amenaza.

Obstruir el proceso de cibernetización, hacer que se vuelque el Imperio pasará por


una apertura al pánico. Y ya que el Imperio es un conjunto de dispositivos que apuntar a
conjurar el acontecimiento, un proceso de control y de racionalización, su caída será
siempre percibida por sus agentes y aparatos de control como el más irracional de los
fenómenos. Las líneas que siguen dan una visión general de lo que podría ser tal punto
de vista cibernético sobre el pánico e indican bastante bien a contrario su potencia
efectiva: “El pánico es pues un comportamiento colectivo ineficaz, puesto que no está
adaptado al peligro (real o supuesto); se caracteriza por la regresión de las mentalidades
a un nivel arcaico y gregario, desemboca en reacciones primitivas de fuga desquiciada,
de agitación desordenada, de violencias físicas y, de manera general, a actos de auto- o
hetero-agresividad; las reacciones de pánico dependen de las características del alma
colectiva: alteración de las perpepciones y del juicio, alineación respecto a los
comportamientos más frustrados, sugestionabilidad, participación en la violencia sin
noción de responsabilidad individual.”
El pánico es lo que hace panicar a los cibernéticos. Representa el riesgo absoluto,
la amenaza potencial permanente que ofrece la intensificación de las relaciones entre
formas-de-vida. Por ello, es preciso hacer que se torne algo espantoso, como se esfuerza
en ello el mismo cibernético asalariado: “El pánico es peligroso para la población a la
que alcanza; aumenta el número de víctimas que resultan de un accidente debido a
reacciones inapropiadas de fugas, puede incluso ser el único responsable de muertes y
heridos; siempre se repiten los mismos escenarios: actos de furor ciego, pisoteo,
aplastamiento…” La mentira de tal descripción consiste en imaginar los fenómenos de
pánico como siendo algo exclusivo de un medio cerrado: en cuanto liberación de los
cuerpos, el pánico se autodestruye, puesto que todo el mundo busca fugarse por una
salida demasiado estrecha.
Pero es posible considerar, como en Génova en julio de 2001, que un pánico de
escala suficiente como para desbaratar las programaciones cibernéticas y atravesar
varios medios, supere el estado de aniquilamiento [anéantissement], como lo sugiere
Canetti en Masa y poder: “Si no se estuviera en un teatro, se podría huir en conjunto,
como una manada de bestias en peligro, y aumentar la energía de la fuga mediante
movimientos sincronizados. Un miedo masivo de esta especie, activo, es el gran
acontecimiento colectivo que experimentan todos los animales que viven en manada y
que, como buenos corredores, se salvan juntos.” A este respecto creo que es un hecho
político de la mayor importancia el pánico que provocó Orson Welles en más de un
millón de personas en octubre de 1938, al anunciar en la radio la llegada inminente de
los marcianos a Nueva Jersey, en una época en que la radiofonía era todavía
suficientemente virgen como para poder atribuir a sus emisiones un cierto valor de
verdad. Puesto que “cuanto más se lucha por la propia vida, más evidente aparece que
se lucha contra los otros que lo obstaculizan a uno por todos lados”, el pánico revela
también, aparte de un gasto inaudito e incontrolable, la guerra civil en su estado nudo: él
es “una desintegración de la masa en la masa”.
En situación de pánico, comunidades se desprenden del cuerpo social concebido
como totalidad y desean escapar de él. Pero como están aún cautivas de dicho cuerpo
social, física y socialmente, están obligadas a atacarlo. El pánico manifiesta, más que
cualquier otro fenómeno, el cuerpo plural e inorgánico de la especie. Sloterdijk, ese
último hombre de la filosofía, prolonga esta concepción positiva del pánico: “Desde una
perspectiva histórica, los alternativos son probablemente los primeros hombres en
desarrollar una relación no histérica con el apocalipsis posible. […] La conciencia
alternativa actual se caracteriza por algo que se podría calificar como relación
pragmática con la catástrofe”. A la cuestión, “la civilización, en la medida en que tiene
que edificarse sobre esperanzas, repeticiones, seguridades e instituciones, no tiene como
condición la ausencia, ni siquiera la exclusión del elemento pánico”, como lo implica la
hipótesis cibernética, Sloterdijk opone que “solamente son posibles las civilizaciones
vivientes gracias a la proximidad de experiencias pánicas”. Éstas conjuran así las
potencialidades catastróficas de la época al reencontrar su familiaridad originaria.
Ofrecen la posibilidad de convertir estas energías en “un éxtasis racional mediante el
cual el individuo se abre a la intuición: ‘yo soy el mundo’”. Lo que en el pánico rompe
las barreras y se transforma en carga potencial positiva, en intuición confusa (dentro de
la con-fusión) de su superación, es que cada cual es en él algo así como la fundación
viviente de su propia crisis, en vez de sufrirla como una fatalidad exterior. La búsqueda
del pánico activo —“la experiencia pánica del mundo”— es pues una técnica de
asunción del riesgo de desintegración que cada cual representa para la sociedad en
cuanto dividuo de riesgo. Lo que aquí cobra forma es el fin de la esperanza y de toda
utopía concreta, como puente elevado hacia el hecho de no esperar ya nada, de no tener
nada que perder. Y es una manera de volver a introducir, mediante una sensibilidad
particular ante los posibles de las situaciones vividas, ante sus posibilidades de
hundimiento, ante la extrema fragilidad de su programación, una relación serena con el
movimiento de fuga que va delante del capitalismo cibernético. En el crepúsculo del
nihilismo, de lo que se trata es de hacer del miedo algo tan extravagante como la
esperanza.
En el marco de la hipótesis cibernética, el pánico se comprende como un cambio
de estado del sistema autorregulado. Para un cibernético, todo desorden no puede partir
más que de las variaciones entre comportamientos medidos y comportamientos
efectivos en los elementos del sistema. Se denomina “ruido” a un comportamiento que
escape del control, manteniéndose indiferente al sistema, y que, por consiguiente, no
puede ser tratado por una máquina binaria, reducido a un 0 o a un 1. Estos ruidos son las
líneas de fuga, la errancias de los deseos que no han entrado todavía en el circuito de
valorización, lo no-inscrito. Hemos denominado Partido Imaginario al conjunto
heterogéneo de tales ruidos que proliferan bajo el Imperio sin por ello invertir su
equilibrio inestable, sin modificar su estado, siendo por ejemplo la soledad la forma más
extendida de estos pasajes hacia el Partido Imaginario. Wiener, cuando funda la
hipótesis cibernética, imagina la existencia de sistemas —denominados “circuitos
cerrados reverberantes”— donde proliferarían los desvíos entre comportamientos
deseados por el conjunto y comportamientos efectivos de tales elementos. Considera
entonces que estos ruidos podrían acrecentarse brutalmente y en serie, como cuando las
reacciones de un piloto hacen que se rompa su vehículo tras haberse metido por una vía
congelada, o tras haber golpeado una barrera de seguridad de una autopista. Al ser por
tanto una cierta sobreproducción de malos feedbacks, que distorsionan lo que se debería
señalar, que amplifican lo que se debería contener, todas estas situaciones señalan la vía
de una pura potencia reverberante. La práctica actual de bombardeo de informaciones
sobre ciertos puntos nodales de la red Internet —el spamming— apunta a producir tales
situaciones. Toda revuelta bajo y contra el Imperio sólo puede concebirse a partir de una
amplificación de tales “ruidos” capaces de constituir lo que Prigogine y Stengers —que
invitan a una analogía entre mundo físico y mundo social— han denominado “puntos de
bifurcación”, umbrales críticos a partir de los cuales deviene posible un nuevo estado
del sistema.
El error común de Marx y de Bataille, con sus categorías de “fuerza de trabajo” o
de “gasto”, ha sido el haber situado la potencia de derrocamiento [renversement] del
sistema fuera de la circulación de los flujos mercantiles, en una exterioridad pre-
sistémica, antes y después del capitalismo, en la naturaleza para el primero, y para el
segundo en un sacrificio fundador, que deberían ser la palanca a partir de la cual
podemos pensar la metamorfosis sin fin del sistema capitalista. En el primer número de
Le Grand Jeu, el problema de la ruptura del equilibrio es planteado en términos más
inmanentes si bien todavía un poco ambiguos: “Esta fuerza que es, no puede quedarse
sin empleo en un cosmos pleno como un huevo, y en el seno del cual todo actúa y
reactúa sobre todo. Solamente entonces un chasquido, una palanca desconocida, debe
hacer que esta corriente de violencia se desvíe repentinamente hacia otro sentido. O más
bien hacia un sentido paralelo, pero gracias a un desajuste súbito, en otro plano. Su
revuelta debe devenir la Revuelta invisible.” No se trata simplemente de una
“insurrección invisible de un millón de espíritus”, como lo pensaba el celestial Trocchi.
La fuerza de aquello que llamamos política extática no proviene de un afuera sustancial
sino del desvío [écart], de la pequeña variación, de los remolinos que, partiendo del
interior del sistema, lo empujan localmente hacia su punto de ruptura y por tanto de las
intensidades que todavía se dan entre formas-de-vida, a pesar de la atenuación de las
intensidades que éstas mantienen. Más precisamente, proviene del deseo que excede el
flujo en la medida en que lo nutre sin ser en él trazable, en que pasa bajo su trazado y
que a veces se fija, se instancia entre unas formas-de-vida que juegan, en situación, el
papel de atractores. Como se sabe, está en la naturaleza del deseo el no dejar huellas allí
por donde pase. Volvamos a ese instante en el que el sistema en equilibrio puede
bascular: “Cerca de los puntos de bifurcación —escriben Prigogine y Stengers—, ahí
donde el sistema puede ‘elegir’ entre dos regímenes de funcionamiento y no está,
propiamente hablando, ni en uno ni en el otro, la desviación respecto a la ley general es
total: las fluctuaciones pueden alcanzar el mismo orden de magnitud que los valores
macroscópicos promedios. […] Regiones separadas por distancias macroscópicas son
correlacionadas: las velocidades de las reacciones que se producen ahí se regulan una
sobre la otra, los acontecimientos locales repercuten se por tanto a través de todo el
sistema. Se trata aquí realmente de un estado paradójico, que desafía todas nuestras
‘intuiciones’ en lo que respecta al comportamiento de las poblaciones, un estado en el
que las pequeñas diferencias, lejos de anularse, se suceden y se propagan sin cesar. El
caos indiferente del equilibrio deja el paso a un caos creador, tal como lo evocaron los
antiguos, un caos fecundo de donde puedan surgir estructuras diferentes.”
Sería ingenuo deducir directamente un nuevo arte político a partir de esta
descripción científica de los potenciales de desorden. El error de los filósofos y de todo
pensamiento que se despliegue sin reconocer en él, dentro de su propia enunciación,
aquello que debe al deseo, es el de situarse artificialmente por encima de los procesos
que objetiva, incluso desde la experiencia; a lo cual no escapan, por lo demás, Prigogine
y Stengers. La experimentación, que no es la experiencia consumada sino su proceso de
cumplimiento, se sitúa en la fluctuación, en medio de los ruidos, en el acecho de la
bifurcación. Los acontecimientos que se verifican en lo social, en un nivel lo bastante
significativo como para influir en los destinos generales, no constituyen la simple suma
de los comportamientos generales. Inversamente, los comportamientos individuales no
influyen por sí mismos sobre los destinos generales. Quedan no obstante tres etapas que
no conforman más que una, y que a falta de ser representadas se experimentarán
directamente sobre los cuerpos como problemas inmediatamente políticos: quiero hablar
aquí de la amplificación de los actos no-conformes; de la intensificación de los deseos y
de su acuerdo rítmico; del agenciamiento de un territorio, si es cierto que “la fluctuación
no puede penetrar de un solo golpe el sistema en su totalidad. Primero tiene que
establecerse en una región. Según que esta región inicial sea más o menos pequeña que
una dimensión crítica […] la fluctuación experimentará una regresión o bien, por el
contrario, penetrará todo el sistema”. Son tres problemas, por tanto, los que demandan
ejercicios con vistas a una ofensiva antiimperial: problema de fuerza, problema de
ritmo, problema de impulso.
Estas cuestiones, [que han sido] consideradas desde el punto de vista neutralizado
y neutralizante del observador de laboratorio o de salón, es preciso retomarlas a partir
de sí mismo, hacer de ellas la prueba. Amplificar unas fluctuaciones, ¿qué significa esto
para mí? ¿Cómo pueden unas desviaciones, las mías por ejemplo, provocar el desorden?
¿Como se pasa de las fluctuaciones dispersas y singulares, de los desvíos de cada cual
respecto a la norma y los dispositivos, a unos devenires, a unos destinos? ¿Como
aquello que se fuga en el capitalismo o aquello que escapa de la valorización puede
hacer fuerza y trastornarse en contra suya? Este problema lo resolvió la política clásica
mediante la movilización. Movilizar, esto quería decir adicionar, agregar, reunir,
sintetizar. Quería decir unificar las pequeñas diferencias, las fluctuaciones, haciéndolas
pasar por un gran fallo, una injusticia irreparable, por reparar. Las singularidades
estarían ya ahí. Bastaría con subsumirlas bajo un único predicado. La energía también
estaría siempre-ya ahí. Bastaría con organizarla. Yo sería la cabeza, ellos el cuerpo. Así
el teórico, la vanguardia o el partido han hecho funcionar la fuerza de la misma manera
que el capitalismo, a base de puesta en circulación y de control con el fin de aprehender,
igual que en la guerra clásica, el corazón del enemigo y de tomar el poder tomando su
cabeza.
La revuelta invisible, el “golpe-del-mundo” del que hablaba Trocchi, actúa por el
contrario sobre la potencia. Es invisible debido a que es imprevisible a los ojos del
sistema imperial. Amplificadas, las fluctuaciones con respecto a los dispositivos
imperiales no se agregan jamás. Son tan heterogéneas como lo son los deseos, y nunca
podrán formar una totalidad cerrada, y menos una multitud, cuyo nombre es meramente
un señuelo a no ser que signifique multiplicidad irreconciliable de las formas-de-vida.
Los deseos se fugan, hacen o no clinamen, producen o no intensidades, y, más allá de la
fuga, continúan fugándose. Permanecen reacias a toda forma de representación, sea en
forma de cuerpo, clase o partido. Así pues, resulta necesario deducir de esto que toda
propagación de fluctuaciones será también propagación de la guerra civil. La guerrilla
difusa es esa forma de lucha que debe producir una invisibilidad de este tipo para los
ojos del enemigo. El que una fracción de la Autonomía en la Italia de los años 70
recurriera a la guerrilla difusa se explica precisamente en virtud del carácter cibernético
avanzado de la gubernamentalidad italiana. Esos años eran los del desarrollo del
“consociativismo”, que anunciaba el actual ciudadanismo, la asociación de los partidos,
los sindicatos y las asociaciones para la repartición y la cogestión del poder. Pero lo más
importante aquí no es el compartir sino la gestión y el control. Este modo de gobierno
va mucho más allá del Estado benefactor al crear cadenas de interdependencia más
largas entre ciudadanos y dispositivos, extendiendo así los principios de control y
gestión de la burocracia administrativa.

IX
“Es ahí que los programas generalizados se rompen los dientes. Sobre los extremos del mundo, sobre los
pedazos de los hombres que no quieren programas.”
Philippe Carles, Jean-Louis Comolli, “Free Jazz, fuera del programa, fuera del sujeto, fuera del campo”,
2000
“Los pocos rebeldes activos deben poseer las cualidades de velocidad y resistencia, la ubicuidad y la
independencia de las arterias de abastecimiento.”
T. E. Lawrence, “Ciencia de la guerra de guerrillas”, Encyclopædia Britannica, tomo X, 1926

Debemos a T. E. Lawrence la elaboración de los principios de la guerrilla a partir


de su experiencia en el combate al lado de los árabes contra los turcos, en 1916. ¿Qué
dice Lawrence? Que la batalla no es más el proceso único de la guerra, así como que la
destrucción del corazón del enemigo no es más su objetivo central, a fortiori si este
enemigo carece de rostro, como es el caso frente al poder impersonal que materializan
los dispositivos cibernéticos del Imperio: “La mayoría de las guerras son guerras de
contacto, esforzándose ambas fuerzas por permanecer cerca a fin de evitar toda sorpresa
táctica. La guerra árabe debía ser una guerra de ruptura: contener al enemigo mediante
la amenaza silenciosa de un vasto desierto desconocido, sin descubrirse más que en el
momento de ataque.” Deleuze, incluso si opone demasiado rígidamente la guerrilla, que
plantea el problema de la individualidad, a la guerra, que plantea el de la organización
colectiva, precisa que de lo que se trata es de abrir lo más posible el espacio y de
profetizar o, mejor aún, “de fabricar lo real, no de responderle”. La revuelta invisible o
la guerrilla difusa no sancionan una injusticia, crean un mundo posible. En el lenguaje
de la hipótesis cibernética, conozco cómo crear la revuelta invisible o la guerrilla difusa,
a nivel molecular, de dos maneras distintas. Primer gesto, fabrico lo real, estropeo y me
estropeo estropeando. Todos los sabotajes tienen ahí su fuente. Lo que representa mi
comportamiento en ese momento no existe para el dispositivo que se estropea conmigo.
Ni 0 ni 1, yo soy el tercero absoluto. Mi goce excede al dispositivo. Segundo gesto, no
respondo a los bucles retroactivos humanos o maquínicos que intentan acotarme, como
Bartleby “prefiero no”, me mantengo en el desvío, no entro en el espacio de los flujos,
no me conecto, me quedo. Hago uso de mi pasividad como una potencia contra los
dispositivos. Ni 0 ni 1, yo soy la nada absoluta. Primer tiempo: gozo perversamente.
Segundo tiempo: me reservo. Más allá. Más acá. Cortocircuito y desconexión. En
ambos casos, el feedback no tiene lugar, hay una carnada de línea de fuga. Línea de
fuga exterior de un lado que parece surgir de mí; línea de fuga interior del otro que me
conduce hacia mí mismo. Todas las formas de interferencia parten de estos dos gestos,
líneas de fuga exteriores e interiores, sabotajes y retiradas, búsqueda de formas de lucha
y asunción de formas-de-vida. El problema revolucionario consistirá en lo que sigue en
conjugar ambos momentos.
Lawrence cuenta que ésta fue también la cuestión que tuvieron que resolver los
árabes junto a los cuales se alistó contra los turcos. En efecto, su táctica consistía
“siempre en proceder por toques y repliegues; ni empujes ni golpes. El ejército árabe no
trató nunca de mantener o mejorar la ventaja, sino que se retiraba y volvía a golpear en
algún otro lugar. Usaba la menor fuerza en el menor tiempo y en el lugar más alejado.”
Se privilegian los ataques contra lo material, y especialmente contra los canales de
comunicación más que contra las instituciones mismas, como privar a un tramo de vías
férreas de sus rieles. La revuelta sólo deviene invisible en la medida en que alcanza su
objetivo, que es el de “privar al adversario de cualquier objetivo”, de nunca proveer
blancos al enemigo. En tal caso impone al enemigo una “defensa pasiva” muy costosa
en términos de material y de hombres, en energías, y extiende en el mismo movimiento
su propio frente al religar respectivamente los focos de ataque. Así pues, la guerrilla
tiende desde su invención a la guerrilla difusa. Este tipo de lucha produce además
relaciones nuevas muy distintas a las que tienen vigencia en los ejércitos tradicionales:
“La máxima irregularidad y flexibilidad eran las metas. La diversidad desorientaba los
servicios de inteligencia del enemigo. […] Todos podían irse a casa cuando la
convicción les fallara. El único contrato que les unía era el honor. Consecuentemente, el
ejército árabe carecía de disciplina, en el sentido en que ésta restringe y asfixia la
individualidad y en que constituye el mínimo común denominador de los hombres.” No
obstante, Lawrence no idealiza, como están tentados a hacerlo los espontaneístas en
general, el espíritu libertario de sus tropas. Lo más importante es poder contar con una
población simpatizante, que tiene el papel de lugar de reclutamiento potencial a la vez
que de difusión de la lucha. “Una rebelión puede ser llevada por dos por ciento de
elementos activos y noventa y ocho por ciento de simpatizantes pasivos”, pero esto
necesita tiempo y operaciones de propaganda. Recíprocamente, todas las ofensivas de
interferencia de las líneas adversas implican un servicio de inteligencia [service de
renseignements, lit. “servicio de informaciones”] perfecto “que debe permitir elaborar
planes con una certidumbre absoluta” a fin de jamás proveer objetivos al enemigo. Éste
es precisamente el papel que podría en lo sucesivo tener una organización, en el sentido
que este término tenía en la política clásica, de tal función de investigación
[renseignements] y transmisión de saberes-poderes acumulados. Así, la espontaneidad
de los guerrilleros no será necesariamente opuesta a una organización cualquiera, en
cuanto depósito de informaciones estratégicas.
Pero lo importante es que la práctica de la interferencia, tal como la concibió
Burroughs, y luego de él los hackers, es vana si no se ve acompañada por una práctica
organizada de investigaciones [renseignements] acerca de la dominación. Esta
necesidad se refuerza por el hecho de que el espacio en el cual podría darse la revuelta
no es el desierto del que habla Lawrence. El espacio electrónico de Internet tampoco es
ese espacio liso y neutro del que hablan los ideólogos de la era de la información. Por
otra parte, los estudios más recientes confirman que Internet está a merced de un ataque
dirigido y coordinado. La conexión ha sido concebida de tal manera que la red aún
podría funcionar tras una pérdida del 99% de los 10 millones de “routers” —los nodos
de la red de comunicación donde se concentra la información— destruidos de forma
aleatoria, conforme a lo que inicialmente habían querido los militares estadounidenses.
Por contra, un ataque selectivo, concebido a partir de informaciones [renseignements]
precisas acerca del tráfico, y que apunte a 5% de los nodos más estratégicos —los nodos
de las redes de alta velocidad de los grandes operadores, los puntos de entrada de las
líneas transatlánticas—, bastaría para provocar un colapso del sistema. Sean virtuales o
reales, los espacios del Imperio están estructurados en territorios, estriados por las
cascadas de dispositivos que trazan la fronteras para luego borrarlas cuando se vuelven
inútiles, con un constante escaneo que es el motor mismo de los flujos de circulación. Y
en tal espacio estructurado, territorializado y desterritorializado, la línea del frente con
el enemigo no puede ser tan clara como en el desierto de Lawrence. El carácter flotante
del poder y la dimensión nómada de la dominación exigen por consiguiente un aumento
de actividad de inteligencia [renseignement], lo cual implica una organización de la
circulación de los saberes-poderes. Tal debería ser el papel de la Sociedad por el
Desarrollo [Avancement] de la Ciencia Criminal (SASC).
En Cibernética y sociedad, al mismo tiempo que presiente demasiado tardíamente
que el uso político de la cibernética tiende a reforzar el ejercicio de la dominación,
Wiener se plantea una cuestión similar, antes de la crisis mística en la que acabará su
vida: “Toda la técnica del secreto, de la interferencia de los mensajes y del bluff
consiste en asegurar que el propio campo puede hacer un uso más eficaz de las fuerzas y
operaciones de comunicación que el otro campo. En esta utilización combativa de la
información, es tan importante dejar abiertos los propios canales de información como
obstruir los canales de los que dispone el adversario. Una política global en materia de
secreto casi siempre implica la consideración de bastantes cosas más que el secreto
mismo.” El problema de la fuerza, reformulado como problema de la invisibilidad, se
vuelve por tanto un problema de modulación de la apertura y el cierre. Éste requiere la
organización y la espontaneidad a la vez. O por decirlo de otra manera, la guerrilla
difusa requiere hoy de la constitución de dos planos de consistencia distintos aunque
entremezclados, uno donde se organice la apertura, la transformación del juego de las
formas-de-vida en información, otro donde se organice el cierre, la resistencia de las
formas-de-vida a su puesta en información. Curcio: “El partido-guerrilla es el máximo
agente de la invisibilidad y de la exteriorización del saber-poder del proletariado, en él
cohabitan invisibilidad con respecto al enemigo y exteriorización hacia el enemigo, en
el más alto nivel de síntesis.” Se objetará que, después de todo, de lo que se trata aquí es
sólo de una forma más de máquina binaria, ni mejor ni menos buena que las que se
efectúan en la cibernética. Se estará equivocado, ya que con eso no se está viendo que al
comienzo de estos dos gestos se halla una distancia fundamental con respecto a los
flujos regulados, una distancia que es la condición misma de la experiencia en el seno
de un mundo de dispositivos, una distancia que es una potencia que puedo convertir en
espesor y en devenir. Pero sobre todo, se estará equivocado porque pensar así conlleva a
no comprender que la alternancia entre soberanía e impoder no es algo que se programe,
que el curso que dibujan estas posturas corresponde al orden de la errancia, que los
lugares que de él salen elegidos, en el cuerpo, en la fábrica, en los no-lugares urbanos y
periurbanos, son imprevisibles.

X
“La revolución es el movimiento, pero el movimiento no es la revolución.”
Paul Virilio, Velocidad y política, 1977
“En un mundo de escenarios bien arreglados, de programas minuciosamente calculados, de partituras
impecables, de opciones y de acciones bien colocadas, ¿qué es lo que obstaculiza, qué es lo que colea,
qué es lo que tambalea?
El tambaleo indica al cuerpo.
Del cuerpo.
El tambaleo indica al hombre del talón fragil.
Un Dios lo contenía a partir de él. Él fue Dios por el talón. Los Dioses se tambalean cuando no son
jorobados.
El desarreglo es el cuerpo. Lo que se tambalea, hace mal, contiene mal, el agotamiento de la respiración y
el milagro del equilibrio. Y la música no se mantiene en pie más que un hombre.
Los cuerpos todavía no están bien regulados por la ley de la mercancía.
Ello no marcha. Ello sufre. Ello se desgasta. Ello se equivoca. Ello escapa.
Demasiado caliente, demasiado frío, demasiado cerca, demasiado lejos, demasiado rápido, demasiado
lento.”
Philippe Carles, Jean-Louis Comolli, “Free Jazz, fuera del programa, fuera del sujeto, fuera del campo”,
2000

Se ha insistido a menudo —y T. E. Lawrence no es una excepción— en la


dimensión cinética de la política y de la guerra como contrapunto estratégico a una
concepción cuantitativa de las relaciones de fuerza. Ésta es la perspectiva típica de la
guerrilla, en contraste con la guerra tradicional. Ha sido dicho que, a falta de ser masivo,
un movimiento debería ser rápido, más rápido que la dominación. Es así por ejemplo
como la Internacional Situacionista formula su programa en 1957: “Hay que tener en
cuenta que vamos a asistir, a participar, en una carrera de velocidad entre los artistas
libres y la policía por experimentar y desarrollar las nuevas formas de
condicionamiento. En esta carrera, la policía lleva ya una ventaja considerable. No
obstante de su resultado depende la aparición de entornos apasionantes y liberadores o
el refuerzo —científicamente controlable, sin fisuras— del entorno del viejo mundo de
opresión y de horror. […] Si el control de estos nuevos medios no es totalmente
revolucionario, podemos vernos arrastrados al ideal civilizado [policé] de una sociedad
de abejas.” Frente a esta última imagen, evocación explícita pero estática de la
cibernética consumada tal como el Imperio le da figura, la revolución debiera consistir
en una reapropiación de los instrumentos tecnológicos más modernos, reapropiación
que debiera permitir contestar a la policía sobre su mismo terreno, creando un contra-
mundo con los mismos medios que ella emplea. Se concibe aquí la velocidad como una
de las cualidades más importantes para el arte político revolucionario. Pero esta
estrategia implica atacar unas fuerzas sedentarias. Ahora bien, bajo el Imperio, éstas
tienden a desmoronarse al mismo tiempo que el poder impersonal de los dispositivos
deviene nómada y atraviesa todas las instituciones haciéndolas implosionar.
A la inversa, la lentitud es lo que ha informado otra cara de las luchas contra el
Capital. El sabotaje ludista no debe ser interpretado desde una perspectiva marxista
tradicional, como una simple rebelión primitiva en relación al proletariado organizado,
como una protesta del artesanado reaccionario contra la expropiación progresiva de los
medios de producción provocada por la industrialización. Se trata de un acto deliberado
de ralentización [ralentissement] de los flujos de mercancías y personas, que se adelanta
a la característica central del capitalismo cibernético en la medida que éste es
movimiento hacia el movimiento, voluntad de potencia, aceleración generalizada.
Taylor por otra parte concibió la Organización Científica del Trabajo como una técnica
de combate contra el “frenado obrero” que representa un obstáculo efectivo para la
producción. En el orden físico, las mutaciones del sistema dependen también de una
cierta lentitud, como indican Prigogine y Stengers: “Cuanto más rápida es la
comunicación en el sistema, cuanto más grande es la proporción de las fluctuaciones
insignificantes, incapaces de transformar el estado del sistema, más estable es dicho
estado.” Así pues, las tácticas de ralentización son portadoras de una potencia
suplementaria en la lucha contra el capitalismo cibernético, puesto que no lo atacan
únicamente en su ser sino en su proceso. Pero hay más: la lentitud también es necesaria
para vincular entre sí formas-de-vida de una forma que no sea reductible a un simple
intercambio de informaciones. Ella expresa la resistencia de la relación a la interacción.
Más acá o más allá de la velocidad y de la lentitud de la comunicación, existe el
espacio del encuentro, que permite trazar un límite absoluto a la analogía entre el
mundo social y el mundo físico. Es en efecto porque dos partículas nunca se
encontrarán que los fenómenos de ruptura no pueden ser deducidos de las observaciones
de laboratorio. El encuentro es ese instante duradero en el que se manifiestan
intensidades entre las formas-de-vida en presencia de cada cual. Él es, más acá de lo
social y la comunicación, el territorio que actualiza las potencias de los cuerpos y que se
actualiza en las diferencias de intensidad que ellos desprenden, que ellos son. El
encuentro se sitúa más acá del lenguaje, más allá de las palabras, en las tierras vírgenes
de lo no-dicho, en el nivel de una puesta en suspenso, de esta potencia del mundo que es
también su negación, su “poder-no-ser”. ¿Quién es otro [autrui]? “Otro mundo posible”,
responde Deleuze. El otro encarna esa posibilidad que tiene el mundo de no ser, o de ser
otro. Es por esto que que en las sociedades llamadas “primitivas” la guerra lleva consigo
esa importancia primordial de aniquilar cualquier otro mundo posible. Sin embargo no
sirve de nada pensar el conflicto sin pensar el goce, pensar la guerra sin pensar el amor.
En cada tumultuoso nacimiento del amor, renace el deseo fundamental de transformarse
transformando el mundo. El odio y la sospecha que los amantes suscitan en torno a ellos
son la respuesta automática y defensiva a la guerra que mantienen, por el solo hecho de
amarse, contra un mundo en el que toda pasión debe despreciarse y morir.
La violencia es por mucho la primera regla de juego del encuentro. Y es ella lo
que polariza las diversas errancias del deseo cuya libertad soberana invoca Lyotard en
su Economía libidinal. Pero a causa de que él se niega a ver que los goces se
concuerdan entre sí sobre un territorio que los precede y en el que se frecuentan las
formas-de-vida, a causa de que rechaza comprender que la neutralización de toda
intensidad es ella misma una intensificación, nada menos que la del Imperio, a causa de
que no puede deducir de ello que, siendo inseparables, pulsiones de muerte y pulsiones
de vida no son neutras de cara a otro singular, Lyotard no puede finalmente superar el
hedonismo más compatible con la cibernetización: ¡suéltense, abandónense, dejen pasar
los deseos! ¡Gocen, gocen, siempre quedará algo para ello! No cabe duda de que la
conducción, el abandono o la movilidad en general son capaces de acrecentar la
amplificación de los desvíos con respecto a la norma, a condición de reconocer qué es lo
que interrumpe los flujos en el seno mismo de la circulación. Frente a la aceleración que
provoca la cibernética, la velocidad o el nomadismo sólo pueden representar
elaboraciones secundarias vis-à-vis de las políticas de ralentización.
La velocidad revuelve las instituciones. La lentitud corta los flujos. El problema
propiamente cinético de la política no es pues el de elegir entre dos tipos de revuelta
sino el de abandonarse a una pulsación, el de explorar otras intensificaciones que no
sean las dirigidas por la temporalidad de la emergencia. El poder de los cibernéticos ha
consistido en dar un ritmo al cuerpo social que impide tendencialmente cualquier
respiración. El ritmo, tal como Canetti plantea su génesis antropológica, está
precisamente asociado a la carrera: “El ritmo es originalmente un ritmo de los pies.
Todo hombre camina, y como camina sobre dos piernas y con sus pies golpea
alternadamente sobre el suelo, ya que sólo avanza si cada vez hace ese mismo
movimiento de pies, se produce, sea o no su intención, un ruido rítmico.” Pero esta
carrera no es previsible, como sí lo sería la de un robot: “Los dos pies nunca pisan con
la misma intensidad. La diferencia entre ambos puede ser mayor o menor, según las
disposiciones y el ánimo personales. Pero uno también puede marchar más rápido o más
despacio, uno puede correr, detenerse de golpe, saltar.” Esto quiere decir que el ritmo es
lo contrario de un programa, que depende de las formas-de-vida y que los problemas de
velocidad pueden ser reducidos a cuestiones de ritmo. Todo cuerpo, en la medida en que
es cojo, porta consigo un ritmo que manifiesta que en su naturaleza yace el sostener
posiciones insostenibles. Este ritmo que proviene de los cojeos de los cuerpos, del
movimiento de los pies, Canetti añade que se encuentra en en el origen de la escritura,
es decir, de la Historia, en cuanto huellas de la marcha de los animales. El
acontecimiento no es otra cosa que la aparición de tales huellas, y hacer la Historia
equivale por tanto a improvisar en búsqueda de un ritmo. Sin importar cuál sea el
crédito que se otorgue a las demostraciones de Canetti, ellas indican, como lo hacen las
ficciones verdaderas, que la cinética política será mejor comprendida como política del
ritmo. Esto significa como mínimo que al ritmo binario y tecno impuesto por la
cibernética han de oponerse otros ritmos.
Pero esto también significa que estos otros ritmos, en cuanto manifestaciones de
un cojeo ontológico, siempre han tenido una función política creadora. Canetti, de
nuevo él, cuenta que por un lado “la repetición rápida por la cual los pasos se suman a
los pasos da la ilusión de un número mayor de seres. No se mueven del lugar, prosiguen
la danza siempre en el mismo sitio. El ruido de sus pasos no se apaga, se repiten y
conservan por mucho tiempo siempre la misma sonoridad y vivacidad. Reemplazan con
su intensidad el número que les hace falta”. Por otro lado, “cuando su pisoteo se
refuerza, es como si pidieran un refuerzo. Ejercen, sobre todos los hombres que se
encuentran cerca, una fuerza de atracción que no se debilita mientras no abandonen la
danza”. Buscar el buen ritmo abre pues a una intensificación de la experiencia al igual
que a un incremento numérico. Es un instrumento de agregación tanto como una acción
ejemplar a imitar. A escala del individuo al igual que a escala de la sociedad, los propios
cuerpos pierden su sentimiento de unidad para desmultiplicarse como armas
potenciales: “La equivalencia de los participantes se ramifica en la equivalencia de sus
miembros. Todo aquello que un cuerpo humano puede tener de móvil adquiere una vida
propia, cada pierna y cada brazo vive como por sí solo.” La política del ritmo es por
tanto la búsqueda de una reverberación, de un otro estado comparable a un trance del
cuerpo social, a través de la ramificación de cada cuerpo. Y es que existen dos
regímenes posibles del ritmo en el Imperio cibernetizado. El primero, al que se refiere
Simondon, es el del hombre técnico que “asegura la función de integración y prolonga
la autorregulación hacia fuera de cada mónada de automatismo”, técnicos cuya “vida
está hecha con el ritmo de las máquinas que la rodean y que religa unas a las otras”. El
segundo ritmo apunta a socavar dicha función de interconexión: es profundamente des-
integrador sin ser simplemente ruidista. Es un ritmo de la desconexión. La conquista
colectiva de ese tempo exacto disonante pasa por un previo abandono a la
improvisación.

“Subiendo el telón de las palabras, la improvisación deviene gesto,


acto aún no llamado,
forma aún no nombrada, normada, honrada.
Abandonarse a la improvisación
para liberarse ya —por bellos que sean—
de los relatos musicales ya ahí del mundo.
Ya ahí, ya bellos, ya relatos, ya mundo.
Deshacer, oh Penélope, las fajas musicales que forman
nuestro caparazón sonoro,
que no es el mundo, sino el hábito ritual de mundo.

Abandonada, ella se ofrece a lo que flota en torno al sentido,


en torno a las palabras,
en torno a las codificaciones,
ella se ofrece a las intensidades,
a las reservas, a los impulsos, a las energías,
en suma, a lo poco nombrable.
[…] La improvisación acoge la amenaza y la supera,
la desposee de sí misma, la registra, potencia y riesgo.”

XI
“La bruma, la bruma solar es lo que va a llenar el espacio. La rebelión misma es un gas, un vapor. La
bruma es el primer estado de la percepción naciente, y forma el espejismo en el que las cosas suben y
bajan, como bajo la acción de un pistón, y los hombres levitan, suspendidos de una cuerda. Ver brumoso,
ver turbio: un esbozo de percepción alucinatoria, un gris cósmico. ¿Se trata del gris que se parte en dos, y
que da el negro cuando la sombra gana o cuando la luz desaparece, pero asimismo del blanco cuando lo
luminoso deviene a su vez opaco?”
Gilles Deleuze, “La vergüenza y la gloria: T. E. Lawrence”, Crítica y clínica, 1993
“Nada ni nadie ofrece como regalo una aventura alternativa: no hay otra aventura posible que la de
conquistar un destino. No podrás conseguir esta conquista más que partiendo del sitio espacio-temporal
donde ‘tus’ cosas te imprimen como una de las suyas.”
Giorgio Cesarano, Manual de supervivencia, 1975

En la perspectiva cibernética la amenaza no puede ser acogida ni a fortiori


superada. Es necesario que sea absorbida, eliminada. Ya he dicho que la imposibilidad
infinitamente prorrogada de este aniquilamiento del acontecimiento es la última certeza
sobre la cual es posible fundar prácticas de oposición al mundo gobernado por los
dispositivos. La amenaza, y su generalización bajo forma de pánico, plantea problemas
energéticos irresolubles a quienes defienden la hipótesis cibernética. Simondon explica
así que las máquinas que tienen un alto rendimiento en información, que controlan con
precisión su entorno, tienen un rendimiento energético débil. Inversamente, las
máquinas que demandan poca energía para poder llevar a cabo su misión cibernética,
producen un mal informe de la realidad. La transformación de las formas en
informaciones contiene en efecto dos imperativos opuestos: “La información es, en un
sentido, aquello que aporta una serie de estados imprevisibles, nuevos, que no forman
parte de ninguna consecuencia definida por anticipado; es pues aquello que exige, del
canal de información, una disponibilidad absoluta en relación a todos los aspectos de la
modulación que ella encamina; el canal de información no debe aportar por sí mismo
ninguna forma predeterminada, no debe ser selectivo. […] En un sentido opuesto, la
información se distingue del ruido porque se le puede asignar un cierto código, una
relativa uniformización; en todos los casos en que el ruido no puede ser disminuido
directamente debajo de un cierto nivel, se lleva a cabo una reducción del margen de
indeterminación y de imprevisibilidad de las señales de información.” Dicho de otro
modo, para que un sistema físico, biológico o social tenga la suficiente energía como
para poder asegurar su reproducción, hace falta que sus dispositivos de control recorten
en la masa de lo desconocido, rebanen en el conjunto de los posibles, aquello que
depende del azar [hasard] puro y que se excluye del control por vocación, de aquello
que puede entrar en él en cuanto riesgo [aléa, también “azar”], susceptible por
consiguiente de un cálculo de probabilidad. Se sigue que, para todo dispositivo, como
en el caso específico de los aparatos de grabación sonora, “un compromiso debe ser
adaptado que conserve un rendimiento de información suficiente como para cubrir las
necesidades prácticas y un rendimiento energético lo suficientemente elevado como
para mantener el ruido de fondo a un nivel que no entorpezca el nivel de la señal”. Por
ejemplo, en el caso de la policía, se tratará de hallar el punto de equilibrio entre la
represión —que tiene por función el disminuir el ruido de fondo social— y la
inteligencia [renseignement] —que informa sobre el estado y los movimientos de lo
social a partir de las señales que éste emite.
Así pues, provocar el pánico querrá primeramente decir extender la niebla de
fondo que se superpone a la puesta en marcha de los bucles retroactivos y que dificulta
el registro de los desvíos de comportamiento por parte del equipamiento cibernético. El
pensamiento estratégico ha comprendido tempranamente el alcance ofensivo de esta
niebla. Cuando Clausewitz se percata por ejemplo de que la “resistencia popular
evidentemente no es apta para proporcionar grandes golpes”, sino que, “como algo
vaporoso y fluido, no debe condensarse en ninguna parte”. O cuando Lawrence opone a
los ejércitos tradicionales que “se asemejan a plantas inmóviles”, la guerrilla,
comparable a “una influencia, una idea, una especie de entidad intangible, invulnerable,
sin frente ni retaguardia, y que se esparce por todas partes a la manera de un gas”. La
niebla es el vector privilegiado de la revuelta. Transplantada al mundo cibernético, la
metáfora hace referencia también a la resistencia a la tiranía de la transparencia que
impone el control. La bruma altera todas las coordenadas habituales de la percepción.
Provoca la indiscernibilidad de lo visible y lo invisible, de la información y el
acontecimiento. Es por esto que representa una condición de posibilidad de este último.
La niebla hace posible la revuelta. En un cuento titulado “El amor es ciego”, Boris Vian
imagina lo que constituirían los efectos de una niebla bien real sobre las relaciones
existentes. Los habitantes de una metrópoli se levantan una mañana invadidos por una
“marejada opaca” que progresivamente modifica todos los comportamientos. Las
necesidades que imponen las apariencias devienen rápidamente caducas y la ciudad
permite que se extienda una experimentación colectiva. Los amores devienen libres,
facilitados por la desnudez permanente de todos los cuerpos. Las orgías se esparcen. La
piel, las manos, las carnes, recobran sus prerrogativas puesto que “el dominio de lo
posible se extiende cuando no se tiene miedo de que la luz se encienda”. Incapaces de
hacer que dure una niebla que no han contribuido a formar, los habitantes se ven
entonces desamparados cuando “la radio informa que algunos científicos notan una
regresión regular del fenómeno”. A partir de lo cual, todos deciden reventarse los ojos
con el fin de que la vida continúe feliz. Paso al destino: la niebla de la que habla Vian se
conquista. Se conquista mediante una reapropiación de la violencia, una reapropiación
que puede avanzar hasta la mutilación. Esa violencia que no quiere educar en nada, que
no quiere construir nada, no es ese terror político objeto de tantas glosas de almas
buenas. Esa violencia consiste por entero en el desmonte de las defensas, en la apertura
de los recorridos, de los sentidos, de los espíritus. “¿Es siempre pura?”, pregunta
Lyotard. “¿Una danza es verdadera? Se podría decir eso, siempre. Pero en ello no está
su potencia.” Decir que la revuelta debe devenir niebla significa que debe ser
diseminación y disimulación a la vez. Así como la ofensiva debe hacerse opaca a fin de
triunfar, así la opacidad debe hacerse ofensiva para durar: tal es la cifra de la revuelta
invisible.
Pero esto también indica que su primer objetivo será el de resistir a toda tentativa
de reducción por exigencia de representación. La niebla es una respuesta vital al
imperativo de claridad, de transparencia, que es la primera impronta del poder imperial
sobre los cuerpos. Devenir niebla quiere decir que asumo finalmente la parte de sombra
que me dirige y me impide creer en todas las ficciones de la democracia directa en la
medida en que éstas querrían ritualizar una transparencia de cada cual ante sus propios
intereses y de todos ante los intereses de todos. Devenir opaco como la niebla equivale a
reconocer que uno no representa nada, que uno no es identificable, equivale a asumir el
carácter intotalizable del cuerpo físico al igual que del cuerpo político, equivale a
abrirse a unos posibles todavía desconocidos. Equivale a resistir con todas las fuerzas a
toda lucha por el reconocimiento. Lyotard: “Lo que ustedes nos exigen, teóricos, es que
nos constituyamos en identidades, en responsables. Ahora bien, si de algo estamos
seguros es de que esa operación (de exclusión) es una farsa, de que las incandescencias
no son la obra de nadie y no pertenecen a nadie.” Así pues, no se tratará tanto de volver
a formar algunas sociedades secretas o algunas conspiraciones conquistadoras como fue
el caso en la francmasonería, el carbonarismo, o como lo que aún fantaseaban las
vanguardias del último siglo — pienso especialmente en el Collége de Sociologie.
Constituir una zona de opacidad en la que circular y experimentar libremente sin
conducir los flujos de información del Imperio equivale a producir “singularidades
anónimas”, a recrear las condiciones de una experiencia posible, de una experiencia que
no sea inmediatamente aplanada por una máquina binaria que le asigne un sentido, de
una experiencia densa que transforme los deseos y sus instanciaciones en un más allá de
los deseos, en un relato, en un cuerpo espesado. Por eso cuando Toni Negri interroga a
Deleuze acerca del comunismo, éste se guarda bien de asimilarlo a una comunicación
realizada y transparente: “Preguntas si las sociedades de control o de comunicación no
suscitarán formas de resistencia capaces de hacer posible cierto comunismo concebido
como ‘organización transversal de individuos libres’. Yo no sé, quizá. Pero eso no sería
en la medida en que las minorías pudieran tomar la palabra. Tal vez la palabra, la
comunicación, están podridas. Están penetradas completamente por el dinero, y no por
accidente, sino por naturaleza. Es necesario un desvío [détournement] de la palabra.
Crear siempre ha sido una cosa distinta a comunicar. Lo importante será tal vez el crear
vacuolas de no-comunicación, interruptores para escapar del control.” En efecto, lo
importante para nosotros son esas zonas de opacidad, la apertura de cavidades, de
intervalos vacíos, de bloques negros en la red [maillage, de network] cibernética del
poder. La guerra irregular con el Imperio, a escala de un lugar, de una lucha, de un
motín, comienza desde este momento por medio de la construcción de zonas opacas y
ofensivas. Cada una de estas zonas será a la vez núcleo a partir del cual experimentar
sin ser aprehensible, y nube propagadora de pánico en el conjunto del sistema imperial,
máquina de guerra coordinada y subversión espontánea en todos los niveles. La
proliferación de estas zonas de opacidad ofensiva (ZOO), la intensificación de sus
relaciones, provocará un desequilibrio irreversible.
A fin de indicar bajo qué condiciones se puede “crear opacidad”, como arma y
como interruptor de los flujos, conviene tornarse una vez más hacia la crítica interna del
paradigma cibernético. Provocar el cambio de estado en un sistema físico o social
necesita que el desorden, los desvíos respecto a la norma, se concentren en un espacio,
real o virtual. Para que unas fluctuaciones de comportamiento se contagien es necesario,
en efecto, que alcancen en primer lugar un “tamaño crítico”, cuya naturaleza precisan
Prigogine y Stengers: “Resulta del hecho de que el ‘mundo exterior’, el entorno de la
región fluctuante, tiende siempre a amortiguar la fluctuación. El tamaño crítico mide la
relación entre el volumen, donde tiene lugar las reacciones, y la superficie de contacto,
lugar del acoplamiento. Así pues, el tamaño crítico está determinado por una
competición entre el ‘poder de integración’ del sistema y los mecanismos químicos que
amplifican la fluctuación en el interior de la subregión fluctuante”. Esto quiere decir que
todo despliegue de fluctuaciones en un sistema está condenado al fracaso si no dispone
previamente de un anclaje local, de un lugar a partir del cual los desvíos que surjan aquí
sean capaces de contaminar el conjunto del sistema. Lawrence lo confirma, una vez
más: “La rebelión ha de tener una base inatacable, un lugar protegido no meramente del
ataque sino del miedo al ataque.” Para que exista un lugar así le hace falta “la
independencia de las arterias de abastecimiento”, sin la cual ninguna guerra es factible.
Si la cuestión de la base es central en toda revuelta, es también en razón de los
principios mismos de equilibrado de los sistemas. Para la cibernética, la posibilidad de
un contagio que haga bascular el sistema tiene que ser amortiguada por el entorno más
inmediato de la zona de autonomía donde tienen lugar las fluctuaciones. Esto significa
que los efectos de control son más potentes en la periferia más próxima a la zona de
opacidad ofensiva que se crea, en torno a la región fluctuante. Por consiguiente, el
tamaño de la base deberá ser tanto más grande cuanto más insistente sea el control de
proximidad.
Estas bases deben estar inscritas tanto en el espacio como en las cabezas: “La
revuelta árabe —explica Lawrence— existía en los puertos del mar Rojo, en el desierto
o en el espíritu de los hombres que la suscribían.” Son territorios en la misma medida en
que son mentalidades. Llamémoslos planos de consistencia. Para que se formen y se
refuercen zonas de opacidad ofensiva es necesario, en primer lugar, que tales planos
existan, que conecten los desvíos entre sí, que hagan palanca, que operen el
trastornamiento del miedo. La Autonomía histórica —por ejemplo la de la Italia de los
años 70—, al igual que la Autonomía posible, no es otra cosa que el movimiento
continuo de perseverancia de los planos de consistencia que se constituyen como
espacios irrepresentables, como bases de secesión con respecto de la sociedad. La
reapropiación por parte de los cibernéticos críticos de la categoría de autonomía —con
sus nociones derivadas: auto-organización, auto-poiesis, auto-referencia, auto-
producción, auto-valorización, etc.— es, desde este punto de vista, la maniobra
ideológica central de estos últimos veinte años. A través del prisma cibernético, darse a
sí mismo sus propias leyes o producir subjetividades no contradice en nada la
producción del sistema y su regulación. Al hacer un llamado, hace diez años, a la
multiplicación de las Zonas de Autonomía Temporal (TAZ) en el mundo virtual al igual
que en el mundo real, Hakim Bey permanecía de este modo víctima del idealismo de
aquellos que quieren abolir lo político sin haberlo pensado previamente. Se veía
obligado a separar dentro de la TAZ el lugar para prácticas hedonistas, para expresión
“libertaria” de las formas-de-vida, del lugar de la resistencia política, de la forma de
lucha. Si la autonomía es aquí pensada como temporal, es porque pensar su duración
exigiría concebir una lucha que se articule con la vida, considerar por ejemplo la
transmisión de saberes guerreros. Los liberales-libertarios del tipo de Bey ignoran el
campo de las intensidades en el que su soberanía exige desplegarse, y su proyecto de
contrato social sin Estado postula en el fondo la identidad de todos los seres, ya que de
lo que se trata en definitiva es de maximizar sus placeres en paz, hasta el fin de los
tiempos. Por un lado, las TAZ son definidas como “enclaves libres”, lugares cuya ley es
la libertad, las buenas cosas, lo Maravilloso. Por el otro, la secesión con respecto del
mundo del que provienen los “pliegues” en los que se alojan entre lo real y su código,
deberían constituirse únicamente tras una sucesión de “rechazos”. Esa “ideología
californiana”, al plantear la autonomía como atributo de sujetos individuales o
colectivos, confunde intencionalmente dos planos inconmensurables: la
“autorrealización” de las personas y la “autoorganización” de lo social. Dado que la
autonomía es, en la historia de la filosofía, una noción ambigua que expresa al mismo
tiempo el franqueamiento de toda constricción y la sumisión a unas leyes naturales
superiores, ella puede servir de alimento para los discursos híbridos y reestructurantes
de los cyborgs “anarco-capitalistas”.
La autonomía de la que yo hablo no es temporal ni simplemente defensiva. No es
una cualidad sustancial de los seres sino la condición misma de su devenir. No parte de
la supuesta unidad del Sujeto sino que engendra multiplicidades. No acomete sólo
contra las formas sedentarias del poder, como el Estado, para a continuación surfear
sobre sus formas circulantes, “móviles”, “flexibles”. Se da los medios tanto para durar
como para desplazarse, tanto para retirarse como para atacar, tanto para abrirse como
para cerrarse, tanto para conectar los cuerpos mudos como las voces sin cuerpo. Piensa
esta alternancia como resultado de una experimentación sin fin. “Autonomía” quiere
decir que hacemos crecer los mundos que somos nosotros. El Imperio, armado con la
cibernética, reivindica para sí solo la autonomía, la autonomía en cuanto sistema
unitario de la totalidad: de este modo se ve obligado a aniquilar toda autonomía dentro
de aquello que le es heterogéneo. Nosotros decimos que la autonomía es para todo el
mundo, y que la lucha por la autonomía debe amplificarse. La forma que actualmente
toma la guerra civil es ante todo la de una lucha contra el monopolio de la autonomía.
Esa experimentación será el “caos fecundo”, el comunismo, el fin
de la hipótesis cibernética.
3. TESIS SOBRE LA COMUNIDAD TERRIBLE

Hay ahí algo de la pobre y breve infancia, algo de la felicidad perdida que nunca se recupera, pero
también algo de la vida activa de hoy, de su pequeño entusiasmo incomprensible y sin embargo
persistente e imposible de extinguir.
FRANZ KAFKA

…arroja unas rosas en el abismo y di: “¡He aquí mi agradecimiento para el monstruo que no consiguió
tragarme!”
FRIEDRICH NIETZSCHE, Fragmentos póstumos

1 GÉNESIS
o historia de una historia

1 “ESO QUE POR ALGÚN TIEMPO HABÍA SIDO COMPRENDIDO, para otro ha sido olvidado.
Hasta el punto de que ya nadie percibe que la historia carece de época. Y de hecho, ya
no pasa nada. Ya no hay acontecimiento. Sólo hay noticias. Observar a los personajes
en la cumbre de los imperios. E invertir la frase de Spinoza. Nada que comprender. Sólo
que reír y que llorar.” (Mario Tronti, La política en el crepúsculo)

1 BIS. Finalizado, el tiempo de los héroes. Desaparecido, el espacio épico del relato que
se disfruta decir y que se disfruta escuchar, que nos habla de lo que podríamos ser pero
que no somos.
Lo irreparable es en adelante nuestro ser-así, nuestro ser-nadie. Nuestro ser-Bloom.
Y esto forma parte de lo irreparable de lo que es preciso partir, ahora que el nihilismo
más feroz hace estragos al interior de las propias filas de los dominadores.
Es preciso partir, debido a que “Nadie” es el otro nombre de Ulises, y a que no debe
importar a nadie regresar a Ítaca, o naufragar.

2 YA NO HAY TIEMPO para soñar en eso que uno será, en eso que uno hará, ahora que
podemos ser todo, que podemos hacer todo, ahora que toda nuestra potencia nos lo ha
dejado, con la certeza de que el olvido de la alegría nos impedirá desplegarla.
Es aquí que es preciso desprenderse, o dejarse morir. El hombre es por mucho algo
que debe ser superado, pero por esto mismo debe primero ser escuchado en lo que tiene
de más expuesto y de más raro, para que su resto no se pierda en el paso [pasaje,
transición]. El Bloom, residuo insignificante de un mundo que no deja de traicionarlo y
exiliarlo, exige partir en armas; exige el éxodo.
Pero la mayoría de las veces, aquel que parte no encuentra a los suyos, y su éxodo
redeviene exilio.

2 BIS. Desde el fondo de este exilio provienen todas las voces, y dentro de este exilio
todas las voces se pierden. El Otro no nos acoge; nos devuelve y remite al Otro en
nosotros. Abandonamos este mundo en ruinas sin remordimientos y sin pena, apresados
por algún vago sentimiento de premura. Lo abandonamos como las ratas abandonan la
nave, pero sin forzosamente saber si está amarrado al muelle. No hay nada “noble” en
esta huida [fuite, también fuga], nada grande que pueda ligarnos los unos a los otros.
Finalmente, quedamos a solas con nosotros mismos, ya que no hemos decidido
combatir sino conservarnos. Y esto no es todavía una acción, solamente una reacción.

3 UNA MUCHEDUMBRE DE HOMBRES que huyen es una muchedumbre de hombres solos.

4 NO ENCONTRARSE es imposible; los destinos tienen su clinamen. Incluso en el umbral


de la muerte, incluso en la ausencia con nosotros mismos, los otros no dejan de
tropezarse con nosotros sobre el terreno liminar de la huida.
Nosotros y los otros: nosotros nos separamos por aborrecimiento, pero no
conseguimos reunirnos por elección. Y sin embargo, nos encontramos unidos. Unidos y
fuera del amor, al descubierto y sin protección recíproca. Es así como éramos antes de
la huida, es así como hemos sido siempre.

5 NOSOTROS NO QUEREMOS solamente huir, incluso si hemos abandonado este mundo


porque nos parecía intolerable. No hay ninguna cobardía aquí: hemos partido en armas.
Lo que queríamos no era luchar contra alguien, sino con algo. Y ahora que ya no
estamos solos, haremos callar esa voz que hay adentro, seremos compañeros para
alguien, ya no seremos los indeseables.
Será necesario esforzarse, será necesario callarse, ya que si nadie nos ha necesitado
hasta aquí, ahora las cosas han cambiado. No plantear más preguntas, aprender el
silencio, aprender a aprender. Pues la libertad es una forma de disciplina.

6 LA PALABRA AVANZA, prudente, y llena los espacios entre las soledades singulares,
infla los agregados humanos en grupos, los coloca juntos contra el viento, el esfuerzo
los reúne. Es casi un éxodo. Casi. Pero ningún pacto los mantiene juntos, salvo la
espontaneidad de las sonrisas, la crueldad inevitable, los accidentes de la pasión.
7 ESTE PASO, semejante al de los pájaros migratorios, al murmuro de los dolores
errantes, da poco a poco forma a las comunidades terribles.

2 EFECTIVIDAD
de por qué la esquizofrenia es más que una enfermedad
y de cómo, mientras soñamos con éxtasis, llegamos al endopoliciaje [endoflicage].

1 “NOS DICEN: ¿pero el esquizofrénico no tiene también un padre y una madre?


Lamentamos decir que no, que como tal no los tiene. Sólo tiene un desierto y tribus que
lo habitan, un cuerpo pleno y multiplicidades que se aferran a él.”
Gilles Deleuze, Félix Guattari, Mil mesetas

1 BIS. La comunidad terrible es la única forma de comunidad compatible con este


mundo, con el Bloom. Todas las otras comunidades son imaginarias, no
verdaderamente imposibles, sino posibles solamente por momentos, y en cualquier caso
nunca en la plenitud de su actualización. Emergen en las luchas, y son entonces
heterotopías, zonas de opacidad ausentes de toda cartografía, perpetuamente en curso de
constituirse y perpetuamente en vías de desaparición.

2 LA COMUNIDAD TERRIBLE no es solamente posible; ya es real, está siempre-ya en acto.


Es la comunidad de los que permanecen/quedan/restan [restent, juego de palabras a lo
largo del texto intraducible adecuadamente que hay que pensar en términos de resto].
Jamás está en potencia, no tiene ni devenir ni futuro, ni fines realmente externos a sí
misma ni deseo de devenir algo más, solamente de persistir. Es la comunidad de la
traición, puesto que va en contra de su propio devenir; se traiciona sin transformarse ni
transformar el mundo alrededor de ella.

2 BIS. La comunidad terrible es la comunidad de los Bloom, pues en su seno ninguna


desubjetivación es bienvenida. Además, para entrar en ella fue preciso ponerse primero
entre paréntesis.

3 LA COMUNIDAD TERRIBLE no ek-siste, excepto en las disensiones que por momentos la


atraviesan. El resto del tiempo, la comunidad terrible es, eternamente.
4 A PESAR DE ESTO, la comunidad terrible es la única que es posible encontrar, porque el
mundo —en cuanto lugar físico de lo común y el compartir— ha desaparecido y porque
sólo quedó de él una cuadrícula imperial que surcar. La mentira del “hombre” mismo no
encuentra más mentirosos en los que afirmarse.
Los no-hombres, los ya-no-hombres, los Bloom, ya no consiguen pensar, como ha
podido hacerse esto en otro tiempo, pues el pensamiento era un movimiento dentro del
tiempo, y éste ha cambiado de consistencia. Además, los Bloom han renunciado a soñar,
y habitan distopías acondicionadas, lugares sin lugar, intersticios sin dimensión de la
utopía mercantil. Son planos y unidimensionales, ya que, sin ser capaces de reconocerse
en ninguna parte, ni en sí mismos ni en los demás, no reconocen ni su pasado ni su
futuro. Día tras día, su resignación borra el presente. Los ya-no-hombres pueblan la
crisis de la presencia.

5 EL TIEMPO de la comunidad terrible es espiraloide y de consistencia turbia. Es un


tiempo impenetrable donde la forma-proyecto y la forma-costumbre pesan sobre las
vidas y las dejan sin espesor. Se lo puede definir como el tiempo de la libertad ingenua,
donde todo el mundo hace lo que quiere, porque éste es un tiempo que no permite
querer otra cosa que lo que ya está ahí.
Se puede decir que es el tiempo de la depresión clínica, o bien el tiempo del exilio y
de la prisión. Es una espera sin final, una extensión uniforme de discontinuidades sin
orden.

6 EL CONCEPTO DE ORDEN, al interior de la comunidad terrible, ha sido abolido en


provecho de la efectividad de las relaciones de fuerza y el concepto de forma en
beneficio de la práctica de la formalización, la cual, al no tener influencia sobre los
contenidos a los que se aplica, es eternamente reversible. En torno a falsos rituales, a
falsos plazos (manifestaciones, vacaciones, cesantías, asambleas diversas, reuniones
más o menos festivas), la comunidad se coagula y se formaliza sin nunca tomar forma.
Pues la forma, al ser sensible y corruptible, expone al devenir.

6 BIS. En el seno de la comunidad terrible, la informalidad es el soporte más apropiado


para la construcción inconfesada de jerarquías despiadadas.
7 LA REVERSIBILIDAD es el signo bajo el cual se coloca todo acontecimiento que tiene
lugar en la comunidad terrible.
Pero es esta misma reversibilidad, con su cortejo de temores e insatisfacciones, lo que
es irreversible.

8 EL TIEMPO DE LA REVERSIBILIDAD infinita es un tiempo ilegible, no-humano. Es el


tiempo de las cosas, de la luna, de los animales, de las mareas; no de los hombres, y aún
menos de los ya-no-hombres, pues estos últimos ya no son capaces de pensarse,
mientras que los primeros lo conseguían todavía.
El tiempo de la reversibilidad no es sino el tiempo de lo que es incognoscible a sí
mismo.

9 ¿POR QUÉ LOS HOMBRES no abandonan la comunidad terrible? — se preguntarán. Se


podría responder que no lo hacen porque el mundo-ya-no-mundo es aún más inhabitable
que ella; pero se caería en la trampa de las apariencias, en una verdad superficial, pues
el mundo está tejido con la misma inexistencia agitada que la comunidad terrible; existe
entre ambos una continuidad oculta que, para los habitantes del mundo y para los de la
comunidad terrible, sigue siendo indescifrable.

10 LO QUE DEBE más bien ser destacado es que el mundo obtiene su existencia mínima,
la que nos permite descifrar su inexistencia sustancial, de la existencia negativa de la
comunidad terrible (por marginal que pueda ser), y no, como podría creerse, lo
contrario.

11 LA EXISTENCIA NEGATIVA de la comunidad terrible es en última instancia una


existencia contrarrevolucionaria, pues, ante la subsistencia residual del mundo, aquélla
se contenta con pretender una mayor plenitud.

12 LA COMUNIDAD TERRIBLE es terrible porque se autolimita al mismo tiempo que no


descansa en ninguna forma, pues no conoce el éxtasis. Razona con las mismas
categorías morales que el mundo-ya-no-mundo, sin siquiera tener las razones para
hacerlo. Conoce los derechos y las injusticias, pero siempre los codifica en base a la
coherencia perdida del mundo que ella contesta [se opone]. Critica la violación de un
derecho, la pone en evidencia, exige atención de ella. Pero ¿quién ha establecido (y
violado) ese derecho? El mundo al que ella rechaza pertenecer. ¿Y a qué atención dirige
su discurso? A la del mundo que ella niega. Así pues, ¿qué desea la comunidad terrible?
El mejoramiento del estado de cosas existente. ¿Y qué desea el mundo? Lo mismo.

13 LA DEMOCRACIA es el medio de cultivo de toda comunidad terrible. El mundo-ya-no-


mundo es el mundo donde el litigio originario y fundador de lo político se borra en
provecho de una visión gestionaria de la vida y lo viviente, el biopoder. En este sentido,
la comunidad terrible es una comunidad biopolítica ya que también funda su
unanimidad masiva y cuasi-militar en la represión del litigio fundador de lo político, el
litigio entre formas-de-vida. La comunidad terrible no puede permitir en su seno la
existencia de un bios, de una vida no conforme conducida libremente, sino sólo de una
supervivencia [survie, literalmente sobre-vida] en sus filas. De la misma manera, la
continuidad escondida entre el tejido biopolítico de la democracia y las comunidades
terribles se debe al hecho de que el litigio es abolido en ellas mediante la imposición de
una unanimidad desigualmente compartida y a la vez violentamente encerrada en una
colectividad que se supone que hace posible la libertad. Así pues, sucederá,
paradójicamente, que las filas de la democracia biopolítica resulten más confortables
que las de la comunidad terrible, mientras el espacio de juego, la libertad de los sujetos
y las constricciones impuestas por la forma-política, se encuentran como siendo algo
inversamente proporcional, en un régimen biopolítico de verdad [de en el sentido de
relativo a la verdad].

14 CUANTO MÁS abierto a la libertad presuma ser un régimen biopolítico de verdad, más
éste será policial, y más, al mismo tiempo que delega a la policía la tarea de reprimir las
insubordinaciones, dejará a sus sujetos en un estado de inconsciencia relativa, de cuasi-
infancia. En cambio, en un régimen biopolítico de verdad donde SE pretenda realizar la
libertad sin poner en discusión en discusión su forma, SE exigirá de aquellos que
participan en esto el introyectar a la policía en su bios, con el poderoso pretexto de que
no hay otra opción.
Elegir la pseudolibertad individual concedida por las democracias biopolíticas —ya
sea por necesidad, ya por juego o por sed de goce— equivale, para cualquiera que haya
formado parte de una comunidad terrible, a una degradación ética real, pues la libertad
de las democracias biopolíticas nunca es otra que la libertad de comprar y venderse.

15 DE MANERA SIMILAR, desde el punto de vista de las democracias biopolíticas


unificadas como Imperio, los que se posicionan del lado de las comunidades terribles
pasan de un régimen político de intercambio mercantil (de gestión) a un régimen
político militar (de represión). Agitando el espectro de la violencia policial, las
democracias biopolíticas consiguen militarizar las comunidades terribles, consiguen
hacer que la disciplina en su seno sea más dura que en cualquier otro lugar; y esto a fin
de producir un crescendo en espiral que supuestamente hace al fin preferible la
mercancía a la lucha, la libertad de circular, tan calurosamente recomendada por la
policía y la propaganda mercantil —“circulen, ¡no hay nada que ver!”—, a la libertad de
ver otra cosa, el motín por ejemplo.
Para los que aceptan trocar la libertad más alta, la de luchar, por la más reificada, la
de comprar, las democracias políticas acondicionan, desde hace veinte años,
confortables sitios de emprendedores biopolíticos fuertemente conectados (¿qué sería de
ellos sin sus redes?). Hasta que los fight clubs proliferen universalmente, start-up,
agencias de publicidad, bares branchés [“conectados” a las últimas tendencias, a la
moda, hipsters] y coches de polis no dejarán de pulular en función de un crecimiento
exponencial. Y las comunidades terribles serán el modelo de este nuevo viraje de la
evolución mercantil.

16 COMUNIDADES TERRIBLES y democracias biopolíticas pueden coexistir en una


relación vampírica porque las dos se viven como mundos-ya-no-mundos, o sea, como
mundos sin afuera. Su ser-sin-afuera no es una convicción terrorista excitada para
garantizar la fidelidad de los sujetos que forman parte de la democracia biopolítica o de
la comunidad terrible, sino que es una realidad en la medida en que se trata de dos
formaciones humanas que coinciden casi por completo.
No hay participación consciente en la democracia biopolítica sin participación
inconsciente en una comunidad terrible, y viceversa. Pues la comunidad terrible es sólo
la comunidad de la contestación social o política, la comunidad militante, y
tendencialmente todo aquello que busca existir en cuanto comunidad en el seno de la
democracia biopolítica (la empresa, la familia, la asociación, el grupo de amigos, la
banda de adolescentes, etc.). Y esto en la medida en que todo compartir sin fin —en el
doble sentido del término— es una amenaza efectiva para la democracia biopolítica, que
se funda en una separación tal que sus sujetos ya no son siquiera individuos sino
solamente dividuos repartidos entre dos participaciones necesarias aunque
contradictorias, entre su comunidad terrible y la democracia biopolítica. Por eso, una de
esas dos participaciones tiene que ser inevitablemente vivida como clandestina, indigna,
incoherente.
La guerra civil, expulsada de la publicidad, se ha refugiado al interior de los
individuos. La línea del frente que ya no pasa justo en medio de la sociedad, pasa en
adelante justo en medio del Bloom. El capitalismo exige la esquizofrenia.

17 EL PARTIDO IMAGINARIO es la forma que toma esa esquizofrenia cuando deviene


ofensiva. Se está en el Partido Imaginario no cuando no se está ni en una comunidad
terrible ni en la democracia biopolítica, sino cuando se obra para destruir ambas.

18 LO QUE SE DESMORONA, se desmorona, pero no puede ser destruido. No obstante, la


vida entre los escombros no sólo es posible, sino efectivamente presente. La inteligencia
superior del mundo está en la comunidad terrible. La salvación del mundo en cuanto
mundo, en cuanto que persiste en su estado de descomposición relativa, residiría, por
tanto, en el adversario que ha jurado destruirlo. Pero este adversario, ¿cómo podría
destruirlo sino al precio de su propia desaparición en cuanto adversario? Podría, nos
dicen, constituirse positivamente, fundarse, darse leyes propias. Pero la comunidad
terrible no tiene vida autónoma, no encuentra en ninguna parte un acceso al devenir.
Ella es precisamente la última treta de un mundo en desagregación destinada a ser capaz
de sobrevivir un poco más todavía.

3 AFECTIVIDAD
de por qué a menudo se desea lo que conlleva nuestra desgracia (tanto y tan bien
que se llega incluso a añorar la bella época de los matrimonios arreglados)
y de por qué las mujeres no dicen lo que piensan.
También se habla aquí de la insuficiencia de las buenas intenciones.

¡Atención! Capítulo de lectura peligrosa ya que todo el mundo está puesto en entredicho.

YOCASTA.— ¿Qué es el exilio? ¿De qué sufre el exiliado?


POLINICES.— Del peor de los males: no tener derecho a la parresía.
YOCASTA.— Eso que dices es una condición de esclavo, no decir lo que se piensa.
POLINICES.— Y de tener que plegarse a las necedades de quienes mandan.
YOCASTA.— Sí, y consiste en esto: hacer de estúpido con los estúpidos.
POLINICES.— Pero por el interés uno fuerza su temperamento
EURÍPIDES, Las fenicias
1 LA PARRESÍA es el uso peligroso, afectual, del discurso, es el acto de verdad [relativo a
la verdad] que cuestiona las relaciones de poder tal como se dan hic et nunc en la
amistad, en la política, en el amor. El parresiastés no es quien dice la verdad más
dolorosa para romper los vínculos que unen a los demás y que se fundan en el rechazo a
aceptar esa verdad como ineluctable. Quien hace uso de la parresía se pone en peligro
antes que nada él mismo mediante un gesto de exposición de sí en los eslabones
relacionales. La parresía es el acto de verdad que escapa al punto de vista de surplomb
[término usado en el gobierno o la administración para designar una posición que
sobresale a todas].
Ahí donde la parresía no es posible, los seres se hallan en exilio, actúan como
esclavos. Incluso si la comunidad terrible es, para sus habitantes, como una catedral en
el desierto, es en su interior que se soporta el exilio más amargo. Pues, en cuanto
máquina de guerra omnilateral que debe mantener con el exterior un equilibrio vital de
naturaleza homeostática, la comunidad terrible no puede tolerar la circulación en sus
filas de discursos peligrosos para sí misma. Para perpetuarse, la comunidad terrible
necesita relegar el peligro hacia el exterior: éste será el Extranjero, la Competencia, el
Enemigo, los polis. Así, la comunidad terrible aplica en su propio seno la más estricta
policía de los discursos, deviniendo para sí misma su propia censura.

2 AHÍ DONDE LA PALABRA muda de la represión hace escuchar su voz, ninguna otra
palabra tiene ya derecho de ciudad, en la medida en que permanece cortada de una
efectividad inmediata. La comunidad terrible es una respuesta a la afasia que impone
todo régimen biopolítico, pero es una respuesta insuficiente pues se perpetúa por medio
de la censura interna, disminuyendo incluso los márgenes del orden simbólico del
patriarcado. Por tanto, con frecuencia no es más que otra forma de policía, otro lugar
para continuar en el analfabetismo emocional o en un estado de minoría infantil, con el
pretexto de una amenaza exterior. Pues el niño no es tanto quien no habla, sino quien
está excluido de los juegos de verdad.

3 EL MUNDO-YA-NO-MUNDO, este mundo descuartizado, vive en la patética


autocelebración que SE insiste en llamar “Espectáculo”. El Espectáculo corroe la duda,
reduce la consciencia a una pasividad anestésica. Lo que la democracia biopolítica exige
a la consciencia es asistir a la destrucción, no en cuanto destrucción efectiva, sino en
cuanto espectáculo. Por su lado, la comunidad terrible exige asistir a la destrucción en
cuanto destrucción, y por tanto hacerla alternar, para que pueda durar, con breves
períodos de reconstrucción colectiva.

3 BIS. No hay discursos de verdad, sólo hay dispositivos de verdad. El Espectáculo es el


dispositivo de verdad que consigue hacer funcionar en su beneficio cualquier otro
dispositivo de verdad. Espectáculo y democracia biopolítica convergen en la aceptación
de cualquier régimen de discurso falso proferido por cualquier tipo de sujeto, siempre
que esto permita la continuación de la paz armada en vigor. La proliferación de la
insignificancia apunta a recubrir la totalidad de lo existente.

4 LA COMUNIDAD TERRIBLE conoce el mundo, pero no se conoce [a sí misma]. Y esto es


así a causa de que ella es, en su aspecto afirmativo, un ser no reflexivo sino estadizo. En
cambio, en su aspecto negativo, existe en la medida en que niega el mundo, y se niega
por tanto a sí misma, al estar hecha a imagen de él. No hay ninguna consciencia por
debajo de la existencia, y ninguna autoconsciencia por debajo de la actividad, pero
sobre todo no hay consciencia en la actividad de autodestrucción inconsciente. Desde el
momento en que la comunidad terrible se perpetúa actuando bajo la mirada hostil de
otro, introyectando esta mirada y constituyéndose como objeto y no como sujeto de esa
hostilidad, sólo puede amar y odiar por reacción.

5 LA COMUNIDAD TERRIBLE es un aglomerado humano, no un grupo de compañeros. Los


miembros de la comunidad terrible se encuentran y se agregan más por accidente que
por elección. No se acompañan, no se conocen.

6 LA COMUNIDAD TERRIBLE está atravesada por todo tipo de complicidades —¿y cómo
podría subsistir si no?—, pero a diferencia de los ancestros a los que apela, esas
complicidades no determinan en ningún caso su forma. Su forma es más bien la de la
DESCONFIANZA [méfiance]. Los miembros de la comunidad terrible desconfían los unos
de los otros porque no saben nada de sí mismos ni de los demás, y porque nadie de entre
ellos conoce la comunidad de la que forma parte: se trata de una comunidad sin relato
posible, así que impenetrable, y de la que no se puede hacer la experiencia más que en
la inmediatez; pero ésta es una inmediatez inorgánica que no devela nada. La exposición
que se practica en ella es mundana y no política: incluso en la soledad heroica del
vándalo [casseur, literalmente “rompedor”, usado también despectivamente en el
ámbito de la protesta] es el cuerpo en movimiento y no la coherencia entre él y su
discurso. Es por esto que la clandestinidad, el pasamontañas o la teatralización de una
riña [le jeu de la gué-guerre] fascinan y engañan a la vez: el poli provocador es también
un vándalo…

6 BIS. “Estamos en presencia de un aparato de desconfianza total y circulante porque


carece de un punto absoluto. La perfección de la vigilancia es una suma de insidias.”
(Foucault sobre el Panopticón)

7 NO OBSTANTE, existiendo las complicidades, los miembros de la comunidad terrible


sospechan que el proyecto también existe, pero que estarían siendo dejados fuera de él.
De ahí la desconfianza. La desconfianza que mantienen entre sí los miembros de la
comunidad terrible es de otra manera mayor que la que mantienen hacia los ciudadanos
del resto del mundo: estos últimos, en efecto, no esconden el hecho de tener mucho que
esconder, conocen la imagen que se supone tienen y dan del mundo del que forman
parte.

8 SI, A PESAR DE SU PANOPTISMO interno, la comunidad terrible no se conoce, esto es así


porque ella no es conocible, y, en esta medida, es tan peligrosa para el mundo al igual
que para sí misma. Ella es la comunidad de la inquietud; pero también es la primera
víctima de tal inquietud.

8 BIS. La comunidad terrible es una suma de soledades que se vigilan sin protegerse.

9 EL AMOR entre los miembros de la comunidad terrible es una tensión inagotable, que
se nutre de lo que el otro vela y no devela: su banalidad. La invisibilidad de la
comunidad terrible para consigo misma le permite amarse ciegamente.

10 LA IMAGEN PÚBLICA, exterior, de la comunidad terrible es lo que menos le interesa a


la propia comunidad, pues la conoce como postiza a sabiendas. Igualmente irrisoria es
su imagen de sí misma, la publicidad propia que la comunidad despliega en su seno,
pero que no engaña a nadie.
Pues lo que mantiene junta a la comunidad terrible es precisamente lo que se
encuentra por debajo de su publicidad, lo que justamente deja entrever a sus propios
miembros y apenas intuir al exterior. Ella es informada por la banalidad de su privado,
por el vacío de su secreto y por el secreto de su vacío; para perpetuarse también
produce y secreta la comunidad pública.
10 BIS. La banalidad de lo privado de las comunidades terribles se esconde, pues esta
banalidad es la banalidad del mal.

11 LA COMUNIDAD TERRIBLE no descansa en sí misma, sino en el deseo que el exterior le


dirige, y que inevitablemente cobra la forma del malentendido.

12 LA COMUNIDAD TERRIBLE, como toda formación humana en la sociedad capitalista


avanzada, funciona sobre una economía de placer sadomasoquista. La comunidad
terrible, a diferencia de todo lo que no es ella, no se confiesa a sí misma su masoquismo
fundamental, y los deseos de los que participa se agencian sobre este malentendido.
Lo “salvaje” suscita en efecto un deseo, pero este deseo es un deseo de
domesticación, y por tanto de aniquilamiento, así como la criatura ordinaria,
confortablemente asentada en su día a día, es erótica únicamente en la medida en que se
le querrían imponer deshonras atroces. El hecho de que este metabolismo emotivo
permanezca escondido es una fuente inagotable de sufrimiento para los miembros de la
comunidad terrible, que devienen incapaces de evaluar las consecuencias de sus gestos
afectivos (consecuencias que desmienten sistemáticamente sus previsiones). De este
modo, los miembros de las comunidades terribles desaprenden progresivamente a amar.

13 LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL en el seno de la comunidad terrible se funda en la


humillación sistemática, en la pulverización de la autoestima de sus miembros. Nadie
debe poder creerse portador de una forma de afectividad que tenga derecho de ciudad al
interior de la comunidad. El tipo hegemónico de afectividad al interior de la comunidad
terrible corresponde paradójicamente a la forma que es concebida como la más retrasada
en el exterior. La tribu, el pueblo, el clan, la banda, el ejército o la familia son las
formaciones humanas reconocidas universalmente como las más crueles y las menos
gratificantes, pero a pesar de todo persisten en el seno de las comunidades terribles. Las
mujeres deben asumir en ellas una forma de virilidad que incluso los hombres rehúsan
en adelante al interior de las democracias biopolíticas; y ello a la vez que se perciben
como mujeres en una feminidad decadente con respecto al fantasma masculino
dominante en el propio seno de la comunidad terrible, que es el de la mujer plástica y
“sexy” (a imagen de esa pura envoltura carnal que es la Jovencita) presta para el uso y
el consumo de la sexualidad genital.
14 EN LAS COMUNIDADES TERRIBLES, las mujeres, a falta de ser capaces de devenir unos
hombres, deben devenir como los hombres, a la vez que se mantienen furiosamente
heterosexuales y prisioneras de los estereotipos más gastados. Si en la comunidad
terrible nadie tiene el derecho a decir la verdad sobre las relaciones humanas, para las
mujeres esto es doblemente cierto: la mujer que hace uso de la parresía en el seno de la
comunidad terrible será inmediatamente catalogada como histérica.

14 BIS. En el seno de toda comunidad terrible se hace la experiencia del sorprendente


silencio de las mujeres. La patofobia de la comunidad terrible a menudo se manifiesta,
en efecto, como represión indirecta de la palabra femenina, extraña y perturbadora, pues
es palabra de carne. No es que se haga callar a las mujeres; simplemente ocurre que el
espacio-límite con la locura, donde podría darse su palabra de verdad, se encuentra
discretamente borrado, día tras día.

15 “NO ES que las mujeres hayan tenido problemas en llevar a cabo las acciones: eran
incluso más audaces y capaces, estaban más preparadas y convencidas que los hombres.
Sólo se les concedía una menor autonomía a nivel de las iniciativas: era como si una
diferencia aflorara instintivamente en la preparación y en las discusiones colectivas de
trabajo, y su voz contara menos.
“El problema estaba en el grupo: era un comportamiento anodino, un no-dicho, o
incluso un ‘cállate’ soltado en plena discusión. […] Esta suerte de discriminación no era
la obra de una decisión a priori, más bien era algo que se aportaba desde el exterior, en
parte inconscientemente, algo que estaba por debajo de la voluntad. Algo que no se
puede resolver en una declaración ideológica o mediante una elección racional.”
I. Faré, F. Spirito, Mara y los demás

15 BIS. Puesto que la comunidad terrible se funda en unas relaciones [rapports]


inconfesadas, ella acaba inevitablemente por hundirse en las relaciones [relations] más
residuales y “primitivas”. Las mujeres están destinadas en ella a la gestión de las cosas
concretas, de los asuntos corrientes, y los hombres a la violencia y a la dirección. En
esta abrumadora reproducción de clichés obsoletos, la única relación [rapport] posible
entre el hombre y la mujer es el relación de seducción. Pero como la seducción
generalizada conduciría a la comunidad terrible a la explosión, ésta está estrictamente
encauzada al interior de la forma-pareja heterosexual y monógama, que domina en ella.
16 “BIEN ES VERDAD QUE LAS BANDAS también están minadas por fuerzas muy diferentes
que instauran en ellas centros internos de tipo conyugal y familiar, o de tipo estatal, y
que las hacen pasar a una forma de sociabilidad totalmente distinta, sustituyendo los
afectos de manada por sentimientos de familia o inteligibilidades de Estado. El centro, o
los agujeros negros internos, pasan a ocupar el papel principal. Ahí, en esa aventura que
también se produce en las bandas humanas cuando reconstituyen un familiarismo de
grupo, o incluso un autoritarismo, un fascismo de manada, el evolucionismo puede ver
un progreso.”
G. Deleuze, F. Guattari, Mil mesetas

16 BIS. También las amistades, en el seno de la comunidad terrible, entran en el


imaginario estilizado y raquítico que conviene a toda sociedad heterosexual monógama.
Puesto que las relaciones interpersonales jamás deben ponerse en discusión y se supone
que “van de suyo”, la cuestión de las relaciones hombres-mujeres no tiene que ser
abordada y se verá sistemáticamente decidida “a la manera antigua”, ya sea proto-
burguesa o bárbaro-proletaria. Por tanto, las amistades permanecen rigurosamente
monosexuales, con hombres y mujeres que se frecuentan con una irreductible extrañeza
que les permitirá, llegado el momento, componer eventualmente — una pareja.

17 EL FAMILIARISMO de ninguna manera implica la existencia de familias reales; por el


contrario, su difusión masiva sobreviene en el momento mismo en que la familia en
cuanto entidad cerrada estalla, contaminando a cambio toda la esfera de las relaciones
que hasta hoy se le escapaban. “El familiarismo —dice Guattari— consiste en negar
mágicamente la realidad social, en evitar todas las conexiones con los flujos reales.” (La
revolución molecular) Cuando la comunidad terrible nos dice, para tranquilizarnos, que
sólo es en el fondo una “gran familia”, nos vienen a modo de recuerdos todo lo
arbitrario, todo el enclaustramiento, la morbidez y el moralismo que han acompañado a
la institución familiar en el curso de su existencia histórica; salvo que ahora, bajo
pretexto de preservarnos, todo esto se nos impone menos la institución, es decir, sin que
uno lo pueda denunciar.

17 BIS. La parte de humillación y envilecimiento de los hombres consiste en la


obligación que les es hecha de exhibir constantemente sus capacidades mediante una u
otra forma de performance viriloide. El contratipo no tiene lugar en la economía
afectiva de la comunidad terrible, en la cual prevalece únicamente, en última instancia,
el estereotipo; de hecho, sólo el Líder [Meneur; leader en un sentido despectivo:
cabecilla, liderete, caudillo, etc.] es objetivamente deseable. Toda otra posición es
insoportable sin la confesión implícita de una incapacidad innata de existir
singularmente; pero las desviaciones con respecto al estereotipo son alimentadas sin
cesar por el despiadado metabolismo afectivo de la comunidad terrible. Cuando el
contratipo, por ejemplo, intenta desprenderse de sí, resulta violentamente repelido a la
celda de su “insuficiencia”. El contratipo-chivo expiatorio funciona como el espejo
deformante de cada uno, que tranquiliza inquietando.
Implícitamente, se permanece en la comunidad terrible para no ser ni el Líder ni el
contratipo, mientras que estos últimos permanecen en ella porque no tienen elección.

18 CADA COMUNIDAD TERRIBLE cuenta con su Líder, y viceversa.

18 BIS. Dondequiera que las relaciones no son problematizadas, las formas antiguas
afloran con toda la potencia de su brutalidad a-discursiva: el fuerte levanta la mano
sobre el débil, el hombre sobre la mujer, el adulto sobre el niño y así sucesivamente.

19 EL LÍDER no necesita afirmarse, inclusive puede jugar [jouer, desempeñar un papel]


al contratipo o ironizar sobre la virilidad. Su carisma no necesita ser conformante, pues
está objetivamente probado por los parámetros biométricos del deseo de la comunidad
terrible y por la sumisión efectiva de los demás hombres y mujeres. La comunidad
terrible es la comunidad de los cornudos [cocus].

20 EL SENTIMIENTO FUNDAMENTAL que liga la comunidad terrible a su Líder no es la


sumisión sino la disponibilidad, o sea, una variante sofisticada de la obediencia. El
tiempo de los miembros de la comunidad debe permanentemente ser pasado por la criba
de la disponibilidad: potencial disponibilidad sexual hacia el Líder, disponibilidad física
para las tareas más diversas, disponibilidad afectiva a sufrir cualquier herida debida a la
inevitable distracción de los demás. En la comunidad terrible, la disponibilidad es la
introyección artística de la disciplina.

21 TANTO EL DESEO DEL LÍDER como el deseo de ser Líder se saben condenados a un
fracaso inevitable. Ya que la mujer del Líder (nadie lo ignora) es la única en no ser
víctima de su mascarada seductora en la medida en que verifica cotidianamente su nada:
lo privado de los dominadores siempre es lo más miserable. De hecho, en el seno de la
comunidad terrible, el Líder es deseable, como puede serlo la mujer sofisticada y
altanera en la democracia biopolítica. El deseo sexual que hombres y mujeres dirigen al
Líder y que lo rodea con un aura tan intensa que hace girar espontáneamente todas las
miradas hacía él, no es otra cosa que un deseo de humillación. Se quiere desnudar al
Líder, ver al Líder satisfacer verdaderamente y sin dignidad el cortejo de envidias que
suscita para prevalecer. Todo el mundo aborrece al Líder así como los hombres han
detestado a las mujeres durante milenios. Todo el mundo desea en el fondo domesticar
al Líder ya que todo el mundo detesta la fidelidad que le es profesada.

TODO EL MUNDO DETESTA SU AMOR POR EL LÍDER.

22 LO PERSONAL, en la comunidad terrible, no es político.

23 EL LÍDER es las más de las veces un varón debido a que actúa en nombre del Padre.

24 ACTÚA EN NOMBRE del Padre aquel que se sacrifica. El Líder es en efecto aquel que
perpetúa la forma sacrificial de la comunidad terrible mediante su propio sacrificio y
mediante la exigencia de sacrificio que hace pesar en los demás. Pero como el Líder no
es el Tirano —al mismo tiempo que es, por ello con más razón, tiránico— no dice
abiertamente a los demás lo que deben hacer; el Líder no impone su voluntad, pero sí la
deja imponerse orientando secretamente el deseo de los demás, que siempre es en última
instancia el deseo de complacerle. A la pregunta “¿Qué debo hacer?”, el Líder
responderá “Lo que quieras”, pues sabe que su existencia en la comunidad terrible
impide en los hechos a los demás el querer algo distinto a lo que él quiere.

25 QUIEN ACTÚA en nombre del Padre no puede ser cuestionado. Ahí donde la fuerza se
erige como argumento, el discurso se retira como habladuría o excusa. En la medida en
que haya un Líder —y por tanto su comunidad terrible— no habrá parresía y los
hombres, las mujeres y el Líder mismo estarán en exilio. No se puede poner en
discusión la autoridad del Líder en la medida en que los hechos prueban que se lo ama a
la vez que se detesta su amor por él. A veces el Líder se pone en cuestión a sí mismo, y
es entonces que otro toma su lugar o que la comunidad terrible, vuelta acéfala, perece
por una desgarradora hemorragia.
26 EL LÍDER es realmente el mejor de su grupo. No usurpa la plaza de nadie y todo el
mundo es consciente de ello. No tiene que batirse por el consenso, ya que es él quien
más se sacrifica o quien más se ha sacrificado.

27 EL LÍDER nunca está solo, pues todo el mundo está detrás de él, pero al mismo
tiempo es el icono mismo de la soledad, la figura más trágica e incauta de la comunidad
terrible. Es únicamente en virtud del hecho de que ya se encuentra a merced del cinismo
y de la crueldad de los demás (aquellos que no están en su lugar), que el Líder es por
momentos verdaderamente amado y querido.

4 FORMA
de las razones de la existencia de los infames
y de cómo los hermanos de hoy forman los enemigos de mañana.
Del discreto encanto de la ilegalidad
y de sus trampas ocultas.

1 LA COMUNIDAD TERRIBLE es un dispositivo de poder posautoritario. No cuenta con


burocracia ni forma vinculante en apariencia, pero para producir tanta verticalidad en el
seno de lo informal tiene que recurrir a configuraciones arcaicas, a roles pasados que
sobreviven aún en las bodegas atestadas del inconsciente colectivo. En esto la familia no
es su modelo organizacional sino su antecedente directo en la producción de coacción y
de insoluble cohabitación de odio y amor.

2 EN CUANTO FORMACIONES posautoritarias, las empresas de la “nueva economía”


constituyen a título completo comunidades terribles. Y no hay que ver una
contradicción en la aproximación de la vanguardia del capitalismo y la vanguardia de su
contestación: ambas son prisioneras del mismo principio económico, de la misma
preocupación de eficiencia y organización incluso si se colocan sobre terrenos
diferentes. De hecho, se sirven de la misma modalidad de circulación del poder, y en
esto son políticamente próximas.

3 LA COMUNIDAD TERRIBLE, semejante en esto a la democracia biopolítica, es un


dispositivo que gobierna el paso de la potencia al acto entre los individuos y entre los
grupos. En el seno de este dispositivo no aparecen jamás más que unos fines y los
medios para alcanzarlos, pero el medio sin fin que preside a este proceso, al mismo
tiempo que permanece inconfesable, no aparece jamás, puesto que éste no es otro que la
ECONOMÍA. Es sobre la base del criterio económico que roles, derechos, posibilidades e
imposibilidades son aquí distribuidos.

4 EN LA MEDIDA EN QUE la comunidad terrible se otorgue la práctica de la performance


económica de su enemigo como coartada para justificar la suya propia, ella no saldrá de
ninguno de sus impases.
La “estrategia”, dadá de las comunidades terribles, sólo traiciona en realidad la
proximidad incestuosa entre la crítica y su objeto, proximidad que acaba la mayoría de
las veces por devenir familiaridad e incluso parentesco tan estrecho que resultar difícil
desentrañar su distancia.
La reivindación centrada [ciblée], en cuanto no sueña con destruir el contexto que la
hace nacer, o bien la exposición de los engranajes del poder que no sueña con demoler,
conducen tarde o temprano al camino sin poesía de la gestión, volviendo por tanto a
conducir a la raíz de toda comunidad terrible.

5 LA INFORMALIDAD, en la comunidad terrible, está siempre regida por una muy rígida
distribución implícita de responsabilidades. Es únicamente sobre la base de una
modificación explícita de las responsabilidades y de su prioridad que la circulación del
poder puede ser modificada.

6 LA COMUNIDAD TERRIBLE es la continuación de la política clásica por otros medios.


Llamo “política clásica” a la política que coloca en su centro a un sujeto cerrado, pleno
y autosuficiente en su variante de derecha, y a un sujeto en estado de incompletitud
contingente debido a circunstancias por transformar para reunir la suficiencia monádica
en su variante de izquierda.

7 LA COMUNIDAD TERRIBLE, finalmente, no puede excluir a nadie, porque no tiene ley ni


forma explícita. Únicamente puede incluir.
Para renovarse, tiene por lo tanto que destruir gradualmente a quienes forman parte de
ella, bajo pena de estancación completa. Vive del sacrificio al igual que el sacrificio es
su condición de pertenencia. Sólo él, por lo demás, funda la confianza efímera y
recíproca de sus miembros. ¿Tendría ella, sin esto, una enorme necesidad de acción?
¿Emplearía tal ardor para renovarse por medio de la agitación más frenética?
7 BIS. Cuanto menos tiene una comunidad el sentimiento de su existencia, tanto más
experimenta la necesidad de actualizar exteriormente su propio simulacro, en el
activismo, en la formación compulsiva y finalmente en el cuestionamiento permanente,
metaestático de sí. La autocrítica colectiva casi incansable a la que se libran cada vez
más visiblemente tanto el management de vanguardia como los grupos neomilitantes
informales, informa bastante sobre la debilidad decisiva de su sentimiento de existir.

8 ALGUNAS COMUNIDADES terribles de lucha fueron fundadas por los supervivientes de


un naufragio, de una guerra, de una devastación cualquiera aunque de una cierta
amplitud sin embargo. La memoria de los supervivientes no es entonces la memoria de
los vencidos, sino la de los excluidos del combate.

8 BIS. Por esta razón, la comunidad terrible nace como exilio en el exilio, memoria en el
seno del olvido, tradición intransmisible. El superviviente nunca es aquel que estaba en
el centro del desastre, sino aquel que se encontraba a la distancia, que habitaba el
margen de él. Por eso, en el tiempo de la comunidad terrible, el margen se ha hecho
centro y el concepto de centro ha perdido toda validez.

9 LA COMUNIDAD TERRIBLE carece de fundación, porque carece de consciencia de su


comienzo y porque carece de destino; se registra únicamente sobre la marcha, como una
cosa siempre-ya pasada, y, por tanto, únicamente a través de la mirada de los demás, de
la repetición, de la anécdota: “¿te acuerdas de…?”.

10 LA COMUNIDAD TERRIBLE es un presente que pasa y no se supera, y por esta razón


carece de mañana. Ha atravesado la débil línea que separa la resistencia de la
persistencia, el déjà-vu de la amnesia.

11 LA COMUNIDAD TERRIBLE sólo experimenta el sentimiento de su existencia en la


ilegalidad. Además, todo intercambio humano sadomasoquista fuera de la relación
mercantil está condenado a largo plazo a la ilegalidad, en cuanto metáfora violenta de la
inconfesable miseria de la época. Es en la ilegalidad solamente que la comunidad
terrible se percibe y ek-siste, aunque negativamente sin duda, como afuera de la esfera
de la legalidad, como creación que se libera de ella misma. Al mismo tiempo que no
reconoce la legalidad como legítima, la comunidad terrible ha podido hacer de su
negación el espacio de su existencia.
11 BIS. Es sobre la base del masoquismo que la comunidad terrible concluye fugitivas
alianzas con los oprimidos, a riesgo de encontrarse muy rápido colocada en el rol
inasumible del sádico. Acompaña así a los excluidos a lo largo de la vía de la
integración, los mira alejarse llenos de ingratitud y devenir lo que ella quería conjurar
[eludir].

12 (DE LA PRIVACIÓN DEL SECRETO. EL ARREPENTIMIENTO — LA INFAMIA). La fuerza y la


fragilidad de la comunidad terrible es su manera de habitar el riesgo. En efecto, ella sólo
vive intensamente cuando se encuentra en peligro. Este peligro contiene el
arrepentimiento de sus miembros. El arrepentimiento —desde el punto de vista del
infame— está lejos de ser ilegítimo porque aquel que se arrepiente es alguien que ha
tenido una “iluminación”: desde los ojos de la mirada inquisidora que lo sospecha, todo
de un golpe, él se reconoce como miembro del proyecto sospechado. Él confiesa una
verdad que nunca ha vivido, y que no suponía incluso antes que una inquisición lo exige
de él.

12 BIS. Todo arrepentido es esencialmente un mitómano (igual a quienes han visto a la


virgen María), actualiza ante la autoridad su propia esquizofrenia. Haciéndolo, deviene
individuo, pero sin haber asumido su dividualidad: se cree a sí mismo —o más bien
quiere creerse— al fin en lo justo, en la coherencia. Intercambia sus complicidades
pasadas reales por una complicidad inexistente con el enemigo de siempre; se toma a sí
mismo como enemigo. Lo cual, dicho sea de paso, deviene efectivo a partir de su
arrepentimiento. Pero la infamia no hace más que trocar un sadomasoquismo
inconsciente y moderadamente destructor por otro sadomasoquismo, consciente y
éticamente indigno esta vez. Sacrifica la duplicidad del esquizofrénico para caer en la
del traidor.

13 “LAS MUJERES eran tratadas como objetos sexuales, salvo cuando participaban en
acciones: eran entonces tratadas como hombres. Se daba aquí la única relación de
igualdad. A menudo ellas hacían más que los hombres, tenían realmente más coraje.
[…] Es así como, por primera vez, surgió el problema de los traidores: a causa de la
insensibilidad del grupo. […] Hella y Anne-Katrine no dijeron nada sobre mí, fui el
único del grupo que no acabó adentro. Yo tenía otra relación con ellas, se trataba de su
gran amor de ellas dos por mí…”
Bommi Baumann, Cómo empezó todo

13 BIS. En cuanto la verdad de la comunidad terrible ha sido develada por el


arrepentido, ésta está condenada, porque vive de la ignorancia de su secreto, protegida
por su sombra, en lugar de protegerlo. Los secretos vergonzosos de las comunidades
terribles acaban en las bocas indiferentes de los hombres de Ley y la hipocresía
ambiental que los ha conservado. El cómplice de ayer se escandaliza, compromete su
devenir-infame en la variante del delator o del disociado.
Así la pedofilia, la violación conyugal, la corrupción, el chantaje mafioso,
comportamientos fundadores del ethos dominante hasta ayer, serán de un solo golpe
denunciados como comportamientos criminales.

14 LA NECESIDAD DE JUSTICIA es una necesidad de castigo. Aquí aflora la raíz común,


sadomasoquista, que rige la conformidad ética de las comunidades terribles y su vínculo
inconfesado con el Imperio.

15 (DE LA PRIVACIÓN DEL PELIGRO: LA LEGALIZACIÓN — LA TRAICIÓN DE LOS IDEALES)


El asedio que mantiene juntos los escombros de las democracias biopolíticas, el asedio
del biopoder, reside en la posibilidad de privar en cada instante a las comunidades
terribles de la libertad de vivir en el riesgo. Esto se hace por medio de un doble
movimiento: de sustracción-represión, o sea: de violencia, y a la vez de adición-
legitimación, o sea: de condescendencia. Por medio de estos dos movimientos, el
biopoder priva a la comunidad terrible de su espacio de existencia y la condena a la
persistencia, puesto que es él quien delimita la zona que le reserva. Operado así,
transforma la utopía en atopía y la heterotopía en distopía. Localizada e identificada, la
comunidad terrible, que hace todo para escapar de las cartografías, deviene un espacio
como otro.

15 BIS. Es sincronizando el tiempo desfallecido [vaseux] e informe de la comunidad


terrible con la temporalidad del afuera, como el biopoder priva a la comunidad terrible
del riesgo y el peligro. Basta con que el biopoder reconozca a la comunidad terrible para
que ésta pierda el poder de romper el curso ordenado del desastre mediante la irrupción
de su clandestinidad. En cuanto la comunidad terrible está insertada del mismo modo
que tantas otras grietas en la publicidad, es localizada y territorializada en un afuera de
la legalidad que es inmediatamente englobado; en cuanto afuera.
16 UNA VEZ MÁS es la invisibilidad de la comunidad terrible consigo misma lo que la
pone a merced de un reconocimiento unilateral con el que no puede de ninguna manera
interactuar.

16 BIS. Si bien la comunidad terrible rechaza el principio de representación, no escapa,


sin embargo, a la representación. La invisibilidad de la comunidad terrible consigo
misma la hace infinitamente vulnerable a la mirada del otro, porque, y esto es bien
sabido, la comunidad terrible sólo existe ante los ojos de los demás.

5 LOS QUE PERMANECEN


LOS QUE PARTEN
de la gente que vive como sonámbulo
de los corazones rotos y de los rompecorazones
Algunas notas más sobre el mal uso de las buenas intenciones
(Lo que demuestra que la estrategia por sí sola no basta y que las relaciones
humanas no son una “cuestión de psicoanálisis”)
Aber Freunde! Wir kommen zu spät!
(¡Pero amigo! ¡Llegamos demasiado tarde!)

HÖLDERLIN

1 SE ENTRA en la comunidad terrible porque, en el desierto, quien busca no encuentra


nada más. Se atraviesa esta arquitectura humana vacilante y provisional. Al comienzo,
se cae enamorado. Se siente, entrando en ella, que ha sido construida con las lágrimas y
el sufrimiento, y que exige aún más de éstos para continuar existiendo; pero esto
importa poco. La comunidad terrible es primero que nada el espacio de la abnegación, y
esto conmueve, esto estimula, el “reflejo de la preocupación”.

2 MAS LAS RELACIONES, en el seno de la comunidad terrible, están gastadas; ya no son


jóvenes ¡ay! cuando nosotros llegamos. Como los guijarros del lecho de un río muy
rápido, las miradas, los gestos y la atención son consumidos. Algo falta trágicamente a
la vida en la comunidad terrible, porque la indulgencia ya no encuentra en ella su lugar,
y la amistad, tantas veces traicionada, se da con una parsimonia agobiante.
Que se lo quiera o no, los que pasan por una, los que llegan a una, pagan las fechorías
de los demás. Las personas a las que querrían amar están ya demasiado abismadas, de
manera clara, para prestar atención a sus buenas intenciones.
“Con el tiempo pasará…” Será preciso, por tanto, vencer la desconfianza de los
demás, o más exactamente, aprender a ser desconfiados como los demás, para que la
comunidad terrible pueda todavía abrir sus brazos descarnados. Es por la capacidad de
ser duro con los nuevos que llegan, finalmente, que uno demostraría su solidaridad con
la comunidad terrible.

2 BIS. “Esta crueldad se hallaba en su risa, en aquello que les daba placer, en la manera
en que se comunicaban entre sí, en la manera en que vivían y morían. El infortunio del
prójimo era su mayor fuente de alegría, y me preguntaba si, en su mente, ésta reducía o
acrecentaba la probabilidad de ver este infortunio afectarlos a ellos mismos. Pero el
infortunio personal, de hecho, no era una probabilidad, era una certeza. Así pues, la
crueldad formaba parte de ellos mismos, de su humor, de sus relaciones, de sus
pensamientos. Y no obstante, tan completo era su aislamiento, en cuanto individuos,
que no creo que ellos imaginaran que esta crueldad afectaba a los demás.”
Colin Turnbull, El pueblo de la montaña

2 TER. En la comunidad terrible uno siempre llega demasiado tarde.

3 LA FUERZA de la comunidad terrible le viene de su violencia. Su violencia es su


verdadera razón y su verdadero desafío. Pero no arroja sus consecuencias porque en
lugar de servirse de ella para cautivar, hace un uso de ella que aparta lo que le es
exterior, y desgarra lo que está en su seno. La precisión extrema de su violencia está
mermada por su rechazo a interrogar el origen de ésta, pues dicha violencia no es, como
SE dice, el odio del enemigo.

4 LA COMUNIDAD TERRIBLE es una comunidad hemorrágica. Su temporalidad es


hemorrágica, pues el tiempo de los héroes es un tiempo que se vive como declive,
ocasión frustrada, déjà-vu. Los seres no hacen en ella advenir el acontecimiento, pero lo
esperan como espectadores. Y en esta espera su vida se desangra en un activismo que
supuestamente ocupa y prueba la existencia del presente, hasta el cansancio.
Más que de pasividad habría que hablar aquí de una inercia agitada. Porque ninguna
posición se presenta como definitivamente adquirida en la descomposición del cuerpo
social de la que es sinónimo la democracia biopolítica, un máximum de inercia y un
máximum de movilidad aquí son asimismo posibles. Pero una “estructura de
movimiento”, para permitir la movilidad, debe construir una arquitectura que las
personas puedan atravesar. Esto se hace por tanto, en la comunidad terrible, a través de
las singularidades que aceptan la inercia, incluso si al hacerlo hacen posible y a la vez
radicalmente imposible la comunidad. Sólo el Líder tiene la tarea ingrata de dirigir y
regular el equilibrio perdido entre intertes y agitados.

4 BIS. En la medida misma en que la comunidad terrible se funda en la partición entre


miembros estáticos y miembros móviles, ella ha perdido su apuesta de antemano, se ha
frustrado en cuanto comunidad.

5 LA MIRADA DE LOS INERTES es el recuerdo más doloroso para quien ha pasado por la
comunidad terrible. Destinados a enseñar algo que ellos mismos no han conseguido
sumarse, los inertes a menudo vigilan, como policías melancólicos al borde de
territorios desérticos.
Ellos habitan un espacio que ciertamente les pertenece; pero, puesto que es
estructuralmente público, ellos están aquí en cada momento a la misma altura que
cualquier otro. No pueden prevalerse el derecho a tener su lugar en este espacio, porque
la renuncia previa a este derecho es lo que les ha permitido acceder a ella. Los inertes
habitan la comunidad como los sin techo habitan la estación, pero cada paso los
atraviesa, porque esta estación es ellos mismos y su construcción es congruente con la
construcción de su vida.
Los inertes son unos angéles desesperados y aturdidos que, al no haber encontrado la
vida en ningún repliegue del mundo, están dispuestos a habitar un lugar de paso. Pueden
sumergirse por un tiempo indeterminado en la comunidad: su soledad es infinitamente
impermeable.

6 A LOS QUE SIEMPRE ESTÁN ahí todo el mundo los conoce. Son apreciados y detestables
como todos los que cuidan y permanecen [restent] ahí donde los demás viven y pasan
(la enfermera, la madre, los ancianos, los vigilantes de los parques públicos). Son el
falso espejo de la libertad, son los asiduos, los esclavos de una servidumbre inédita que
los ilumina con una luz resplandeciente: los combatientes, los irreductibles, los sin
espacio privado, los sin paz. La rabia por combatir la terminan por buscar en sus vidas
mutiladas; atribuyen sus heridas a una lucha noble e imaginaria, aunque se han hecho
daño a sí mismos entrenándose hasta el cansancio. En realidad, nunca han tenido la
oportunidad de descender al campo de batalla: el enemigo no los reconoce, los toma por
una simple interferencia, los aparta mediante su indiferencia a la muchedumbre, a la
insignificancia ordinaria, a la ofensiva suicida. El alfabeto del biopoder no tiene letras
para retener sus nombres; para él, ellos han desaparecido ya, si bien resisten como
fantasmas desasosegados. Están muertos y sobreviven por sí mismos en el transito de
las miradas que los atraviesan, sobre las cuales carecen más o menos de control, con las
cuales comparten la mesa, la cama, la lucha, hasta que los transeúntes [passants] parten,
o hasta que permanecen apagándose, deviniendo los inertes de mañana.

6 BIS. “En los grupos, numerosas mujeres habían tenido una experiencia de empleadas o
secretarias. Aportaban a los grupos toda la eficacia de su profesionalismo luego de
abandonar su trabajo. Nada había cambiado para ellas desde este punto de vista, excepto
el hecho de que ellas hacían la lucha armada. […] Las reuniones eran el centro vital y
‘significante’ de las casas. Por lo demás, las condiciones materiales de la vida cotidiana
enteramente dirigida hacia la lucha externa no tenía ningún problema. Hacíamos
encargos enormes en el supermercado y cuando habíamos asegurado la comida y con
qué dormir, no había ya problemas internos.”
I. Faré, F. Spirito, Mara y los demás

7 LOS MÁS MUERTOS e implacables de los inertes son aquellos que han sido
abandonados. Aquellos cuyx amigx o amante partió, permanecen [restent], porque todo
lo que queda de aquel o aquella que desapareció permanece en la comunidad terrible y
en los ojos que lo han visto en ella. Quien ha perdido a la persona amada no tiene ya
nada que perder, y esta nada la da a menudo a la comunidad terrible.

7 BIS. “[…] la guerra contra un enemigo exterior pacifica, más o menos por necesidad
forzada, a aquellos que llevan la misma lucha; la pertenencia a un grupo unificado por
una revuelta absoluta no deja lugar a las diferencias, a las luchas internas; la fraternidad
se vuelve el pan indispensable y cotidiano en los momentos en que las contradicciones
más descuartizadas no estallan. La pacificación interna es un momento de asepsia
proyectada en la pantalla gigante de la lucha ‘contra’.”
I. Faré, F. Spirito, Mara y los demás
8 EL HORIZONTE, para los militantes, es la línea en dirección de la cual es preciso
siempre marchar. Porque es allí, en alguna parte, que se encuentran todos aquellos que
han perdido.

0 NOTAS PARA
UNA SUPERACIÓN
algunas indicaciones para superar el malestar presente: notas no exhaustivas y no
programáticas…

¡Oh mis hermanos, mis niños, mis compañeros, los amé con toda mi cólera, pero no sabía cómo
decírselos, no sabía vivir con ustedes, no era capaz de alcanzarlos, de tocar sus almas frías, sus
corazones desiertos! ¡No encontraba las palabras del coraje, las palabras vivientes para que la risa
fuerce sus pechos y los llene de aire! Perdía la maldad de quererlos de pie, la rabia de dirigir hacia
ustedes mis ojos abiertos, el lenguaje para que consigan mi rechazo a vernos envejecer antes de haber
vivido, bajar los brazos sin haberlos elevado primero, descender antes de haber querido subir. Yo no era
demasiado fuerte para expulsar el sueño, impedir que los arroje fuera del mundo y del tiempo, hacerlo
huir lejos de ustedes, ya que por mi cuenta, temporada tras temporada, me debilitaba, sentía mis
miembros debilitarse, mis pensamientos deshacerse, mi cólera desaparecer, y su inexistencia ganarme…
J. LEFEBVRE, La Société de la consolation

1 LA COMUNIDAD POLÍTICA, muy a pesar suyo, es como todo lo demás [tout le reste, todo
el resto], pues está en todo lo demás.

2 DEMOCRACIA BIOPOLÍTICA y comunidad terrible —una en cuanto axiomática de la


distribución de relaciones de fuerza, la otra en cuanto sustrato efectivo de relaciones
inmediatas— constituyen las dos polaridades de la dominación actual. A tal punto que
las relaciones de poder que rigen las democracias biopolíticas no podrían realizarse
propiamente hablando sin las comunidades terribles, que conforman el sustrato ético de
dicha realización. Con más exactitud, la comunidad terrible es la forma pasional de esta
axiomática que por sí sola le permite desplegarse en territorios concretos.
En última instancia, es sólo mediante la comunidad terrible que el Imperio consigue
semiotizar las formaciones sociales más heterogéneas bajo la forma de la democracia
biopolítica: en ausencia de comunidades terribles, la axiomática social de la democracia
política no tendría cuerpos sobre los que efectuarse. Sin esta mediación, no se explican
todos los fenómenos de intrincación entre lo arcaico (neoesclavismo, prostitución
globalizada, neofeudalismo de empresa, tráficos humanos de todo tipo…) y la
hipersofisticación imperial.
Esto para nada significa que a los gestos de destrucción que apuntan a la comunidad
terrible se vincule un valor subversivo cualquiera. En cuanto régimen de efectuación de
dicha axiomática, la comunidad terrible no cuenta con ninguna vitalidad propia. No
cuenta con nada en sí misma que la ponga en condiciones de metamorfosearse en otra
cosa, de ubicar a los seres en un vínculo revuelto respecto al estado presente de las
cosas; nada que salvar. Y es un hecho que el presente está saturado hasta tal punto de
comunidades terribles que el vacío determinado por toda ruptura parcial, voluntarista,
con ellas, llega a ser llenado a una velocidad espantosa.
Así pues, si es absurdo preguntarse qué hacer con las comunidades terribles, ellas que
están siempre-ya hechas y siempre-ya en disolución, ellas que reducen al silencio toda
insumisión interna (la parresía así como todo lo demás), es en cambio de una
importancia vital aprehender en qué condiciones concretas podría ser arruinada la
solidaridad entre democracias biopolíticas y comunidades terribles. Para ello será
preciso ejercitar una cierta mirada, la “mirada del ladrón”, aquel que desde el interior
del dispositivo materializa la posibilidad de escaparse de él. Compartiendo esta mirada,
los cuerpos más vivos harán advenir aquello hacia lo cual la comunidad terrible hace,
incluso contra su voluntad, ciegamente seña: su propia desagregación.
Ya que las comunidades terribles nunca son realmente víctimas de su mentira, ellas
están precisamente atadas a su ceguera, lo cual les permite subsistir.

2 BIS. Hemos llamado comunidad terrible a todo medio que se constituya sobre la base
del compartir las mismas ignorancias — y en este caso, también la ignorancia del mal
que él produce. Es a menudo inoperante el criterio vitalista que haría del malestar
experimentado al interior de una formación humana la piedra angular para descubrir en
ella la comunidad terrible. La más “exitosa” de las comunidades terribles enseña a sus
miembros a amar sus propios defectos y a hacerlos amables. En este sentido, la
comunidad terrible no es el lugar donde más se sufre, sino meramente el lugar donde
menos se es libre.

3 LA COMUNIDAD TERRIBLE es una presencia en la ausencia, pues es incapaz de existir


por sí misma, pero sí solamente en relación a algo más, exterior a ella. Así pues, es
desenmascarando no ya los compromisos y los defectos sino los parentescos
inconfesables de la comunidad terrible, como se la puede abandonar en cuanto falsa
alternativa a la socialización dominante. Es convirtiendo su esquizofrenia infamante —
“tú no eres más que con nosotros, no eres demasiado puro”— en esquizofrenia
contaminante —“todo el mundo existe también con nosotros, y es esto lo que mina el
orden presente”—, como los miembros de la comunidad terrible pueden escapar del
double bind en el que están encerrados.

4 NO ES destituyendo a un líder particular como uno se libera de la comunidad terrible;


el lugar vacante pronto será tomado por cualquier otro, puesto que el Líder no es sino la
personificación del deseo de todos a hacerse dirigir. Sin importar lo que se diga de él, el
Líder participa en la comunidad terrible mucho más de lo que él la dirige. Él es su
secreción y su tragedia, su modelo y su pesadilla. Sólo se debe a la educación
sentimental de cada quien el subjetivar o desubjetivar al Líder de otra manera para que
él no lo haga por sí mismo. Deseo y poder nunca están encadenados en una
configuración única: basta con hacerlos valsear [fig. desplazarlos violentamente], con
estropear su baile.
A menudo basta con una cierta mirada de escepticismo para demoler duraderamente
al Líder en cuanto tal, y con ello su lugar.

5 TODA LA DEBILIDAD de la comunidad terrible se debe a su clausura, a su incapacidad


para salir de sí misma. No siendo un todo viviente sino una construcción defectuosa, es
tan incapaz de adquirir una vida interior como de nutrir a esta misma de alegría. Así se
paga el error de haber confundido la felicidad con la transgresión, pues es a partir de
esta última como continuamente se reforma el sistema de reglas no escritas, y tanto más
implacables, de la comunidad terrible.

6 ASÍ SE EXPLICA el miedo a la “recuperación” propio de la comunidad terrible: es la


mejor justificación de su clausura y moralismo. Bajo pretexto de que “no nos
venderemos”, uno se impide comprender que ya se nos ha comprado para permanecer
ahí donde estamos. La resistencia, aquí, deviene retención: la vieja tentación de
encadenar la belleza a su hermana, la muerte, que empuja a los orientales a llenar sus
jaulas con magníficos pájaros que nunca volverán a ver el cielo, a los padres celosos a
encerrar a sus más bellas hijas y a los avaros a llenar sus armarios de lingotes de oro,
acaba por invadir a la comunidad terrible. Tanta belleza encarcelada se marchita.
E incluso las princesas encerradas en las torres saben que la llegada de los príncipes
azules es sólo el preludio de la segregación conyugal, que lo que hace falta es abolir de
un solo golpe las prisiones y a los liberadores, que lo que necesitamos no son programas
de liberación sino prácticas de libertad.
Ninguna salida de la comunidad terrible es posible sin la creación de una situación
insurreccional, y viceversa. Ahora bien, lejos de preparar unas condiciones
insurreccionales, la definición de sí como diferencia ilusoria, como ser sustancialmente
otro, no es más que un residuo consciencial determinado por la ausencia de tales
condiciones. La exigencia de una coherencia identitaria de cada cual equivale a la
exigencia de castración generalizada, del endopoliciaje difuso.

6 BIS. El fin de la comunidad terrible coincide con la apertura al acontecimiento: es en


torno al acontecimiento que las singularidades se agregan, aprenden a cooperar y a
tocarse. La comunidad terrible, en cuanto entidad animada por un inagotable deseo de
autoconservación, pasa los posibles por la criba de la compatibilidad con su existencia,
en vez de organizarse en torno a su surgimiento.
Es por esto que toda comunidad terrible mantiene con el acontecimiento una relación
de conjuración defensiva y concibe la relación con lo posible en términos de producción
o de exclusión, siempre tentada como está por la opción del dominio, siempre
secretamente atraída por su latencia totalitaria.

7 “EL HOMBRE NO VALE en función del trabajo útil que provee, sino en función de la
fuerza contagiosa de la que dispone para arrastrar a los demás a un gasto libre de su
energía, de su alegría y de su vida: un ser humano no es solamente un estómago que
llenar, sino un desbordamiento de energía que prodigar.” (Bataille)
Se sabe por experiencia que en la vida pasional —y por tanto en la vida a secas—
nada se paga y que quien gana es siempre quien da más y sabe gozar mejor. Organizar
la circulación de otras formas de placer significa alimentar un poder enemigo con toda
lógica de opresión. Bien es cierto, por consiguiente, que para no tomar el poder es
preciso tener ya bastante.
Oponer a la combinatoria del poder otro registro del juego no equivale a condenarse a
no ser tomados en serio, sino a hacerse portadores de otra economía del gasto y del
reconocimiento. El margen de goce que existe dentro de los juegos de poder se alimenta
de sacrificios y humillaciones mutuamente intercambiadas; el placer de mandar es un
placer que se paga, y en esto, el modelo de la dominación biopolítica es compatible por
completo con todas las religiones que fustigan la carne, con la ética del trabajo y el
sistema penitenciario, así como la lógica mercantil y hedonista lo es con la ausencia de
deseo, que ella palía.
En realidad, la comunidad terrible nunca consigue encauzar la potencia de devenir
inherente a toda forma-de-vida, y esto es lo que permite estropear las relaciones de
fuerza internas de ésta y cuestionar el poder hasta en sus formas posautoritarias.

8 TODA AGREGACIÓN HUMANA que se coloque vis-à-vis de su afuera en una perspectiva


exclusivamente ofensiva u obsidional es una comunidad terrible.
Para acabar con la comunidad terrible es preciso en primer lugar renunciar a definirse
como el afuera sustancial de aquello que, haciendo tal cosa, creamos como afuera – “la
sociedad”, “la competencia”, “los Bloom” o cualquier otra cosa. El verdadero otro lugar
que nos queda por crear no puede ser sedentario, es una nueva coherencia entre los seres
y las cosas, una danza violenta que da a la vida su ritmo, actualmente sustituido por las
macabras cadencias de la civilización industrial, una reinvención del juego entre las
singularidades — un nuevo arte de las distancias.

9 LA EVASIÓN ES COMO LA APERTURA de una puerta bloqueada: primero se tiene la


impresión de mirar menos lejos: se aparta la vista del horizonte y entonces se arreglan
los pormenores para salir.
Pero la evasión sólo es una simple huida: deja intacta la prisión. Lo que nos hace falta
es una deserción, una fuga que aniquile al mismo tiempo la prisión en su totalidad.
Propiamente hablando, no existe ninguna deserción individual. Cada desertor lleva
consigo un poco de la moral de las tropas. Por su simple existencia, es la recusación en
acto del orden oficial; y todas las relaciones en las que entra se encontrarán
contaminadas por la radicalidad de su situación.
Para el desertor, está en juego una cuestión de vida o muerte que las relaciones que él
entable no ignoren ni su soledad, ni su finitud, ni su exposición.

10 EL PRESUPUESTO FUNDAMENTAL de una agregación humana sustraída de la empresa


de la comunidad terrible es una nueva conjugación de las tres coordenadas
fundamentales de la existencia física: la soledad, la finitud y la exposición. En la
comunidad terrible estas coordenadas se conjugan en el plano del miedo en función del
eje de los imperativos de supervivencia. Pues es el miedo lo que proporciona su
consistencia necesaria a todos los fantasmas que acompañan a la existencia replegada
sobre esos imperativos — a la cabeza de los cuales está el fantasma de la penuria, tan a
menudo introyectado como horizonte a priori y suprahistórico de la “condición
humana”.
En su Presentación de Sacher-Masoch, Deleuze demuestra que, más allá de la
fijación psiquiátrica sobre el masoquismo como perversión y más allá de la caricatura
del masoquismo como contratipo de lo sádico, las novelas de Masoch ponen en escena
un juego de denigramiento sistemático del orden simbólico del Padre, juego que implica
—es decir, presupone al mismo tiempo que pone en acto— una comunidad de
afecciones que supera la repartición de los cuerpos entre hombres y mujeres; todos los
elementos que constituyen la escena masoquista convergen en el efecto buscado: la
ridiculización práctica del orden simbólico del Padre y la desactivación de sus atributos
esenciales — la suspensión indefinida de la pena y la rarefacción sistemática del objeto
del deseo.
Todos los dispositivos que aspiran a producir en nosotros una identificación personal
con las prácticas que derivan de la dominación están igualmente, incluso si no lo están
exclusivamente, consagradas a producir en nosotros un sentimiento de vergüenza, de
vergüenza tanto de ser uno mismo como de ser un hombre, un resentimiento que apunta
a nuestra propia identificación con la dominación. Son esta vergüenza y este
resentimiento los que proveen el espacio vital de la replicación continua del orden y de
la acción del Líder.
Encontramos aquí la confirmación de la existencia del nexus inextricable entre miedo
y superstición constatado en el alba de todas las revoluciones, entre crisis de la
presencia y suspensión indefinida de la pena, entre economía de la necesidad y ausencia
de deseo. Y dicho sea de paso, y solamente para recordar cuán profunda es la
estratificación de los procesos de sujetamiento que sostienen la existencia de la
comunidad terrible en el momento presente.
¿De qué manera el “juego de Masoch” puede ser generalizado, y, revocando la
alternativa entre dominación y sumisión, evolucionar en huelga humana?
¿De qué manera el hecho de reírse de los nexus de la dominación puede producir la
superación del estadio de la puesta en escena y dejar el campo libre a la expresión de
formas-de-vida practicables?
Y, para regresar a nuestra cuestión de partida, ¿de qué manera tales formas-de-vida
podrán conjugar de nuevo soledad, finitud y exposición?
Esta cuestión es la de una nueva educación sentimental que inculque el desprecio
soberano de toda posición de poder, que mine la conminación a desearlo y que nos
libere de ser responsables de nuestro ser cualquiera, y de tal manera solitario, finito,
expuesto.
Nadie es responsable del rol que ocupa, pero sí únicamente de la identificación con su
propio rol.
La potencia de toda comunidad terrible es así potencia de existir al interior de sus
sujetos en su ausencia.
Para liberarse de ella, nos hace falta comenzar por aprender a habitar el intervalo
entre nosotros y nosotros mismos, que, dejado vacío, deviene el espacio de la
comunidad terrible.
Luego desprendernos de nuestras identificaciones, devenir infieles a nosotros
mismos, desertarnos.

Ejercitándose en devenir los unos para los otros el lugar de una tal deserción,
encontrando en cada encuentro la ocasión para una decisiva sustracción con respecto a
nuestro propio espacio existencial,
calculando que sólo una fracción infinitesimal de nuestra vitalidad nos ha sido sustraída
por la comunidad terrible y se ha fijado en la enorme maquinaria de los dispositivos,
experimentando en nosotros mismos el ser extraño que siempre-ya nos ha desertado y
que funda cualquier posibilidad de vivir la soledad como condición del encuentro, la
finitud como condición de un placer inaudito, la exposición como condición de una
nueva geometría de las pasiones,
ofreciéndonos como el espacio de una fuga infinita,
maestros de un nuevo arte de las distancias.

Aber das Irrsal hilft.


(Mas la errancia ayuda.)
Hölderlin
POST-SCRIPTUM

Todo el mundo conoce las comunidades terribles, por haber pasado una temporada en
una o por seguir todavía en una. O simplemente porque son cada vez más fuertes que
las demás y porque a causa de esto se permanece siempre en parte en una — al mismo
tiempo que se sale de ella. La familia, la escuela, el trabajo o la prisión son las caras
clásicas de esta forma contemporánea del infierno, pero son las menos interesantes
pues pertenecen a una figura pasada de la evolución mercantil y no hacen ya otra cosa
que sobrevivir, actualmente. Hay comunidades terribles, en cambio, que luchan contra
el estado de cosas existente, que son a la vez atractivas y mejores que “este mundo”. Y
al mismo tiempo su manera de ser más próximas a la verdad —y por tanto a la
alegría— las aleja más que cualquier otra cosa de la libertad.
La pregunta que se plantea a nosotros, de manera final, es de naturaleza ética antes
que política, pues las formas clásicas de lo político se hallan dentro del estiaje y sus
categorías nos van como nuestra ropa de la infancia. La cuestión es saber si preferimos
la eventualidad de un peligro desconocido a la certeza del dolor presente. Es decir, si
queremos continuar viviendo y hablando en acuerdo (disidente ciertamente, pero
siempre en acuerdo) con lo que se ha hecho hasta aquí —y, por tanto, con las
comunidades terribles—, o si queremos interrogar a la pequeña parte de nuestro deseo
que la cultura no ha infestado todavía con su gravoso atolladero, probar —en nombre
de una felicidad inédita— un camino diferente.

Este texto nació como una contribución a ese otro viaje.


4. EL PROBLEMA DE LA CABEZA*

La democracia reposa sobre una neutralización de antagonismos relativamente débiles y libres;


excluye toda condensación explosiva. […] La única sociedad repleta de vida y de fuerza, la única
sociedad libre, es la sociedad bi o policéfala, que ofrece a los antagonismos fundamentales de la vida
una salida explosiva constante, pero limitada a las formas más ricas. La dualidad o la multiplicidad de
las cabezas tiende a realizar en un mismo movimiento el carácter acéfalo de la existencia, porque el
mismo principio de la cabeza es reducción a la unidad, reducción del mundo a Dios.
Acéphale, n° 2-3, enero de 1937

Considero toda la gesta de las «vanguardias», en su supuesta sucesión. De ésta se


desprende un mandato, un mandamiento. Un mandamiento que pide comprenderlas. Las
«vanguardias» exigen ser tratadas de una cierta manera; y no creo que hayan sido
nunca algo más, a final de cuentas, que esta exigencia, y la sumisión a esta exigencia.
Escucho la historia de las Brigadas Rojas, de la Internacional Situacionista, del
futurismo, del bolchevismo o del surrealismo. Rechazo comprenderlas cerebralmente, y
levanto mi dedo en búsqueda de un contacto: no siento nada. O más bien, sufro algo: la
sensación de una intensidad vacía.
Observo el desfile de las vanguardias: nunca dejaron de agotarse en la tensión
consigo mismas. Las hazañas, las purgas, las grandes fechas, las rupturas estrepitosas,
los debates de orientación, las campañas de agitación y las escisiones son los puntos de
referencia que llevan a su fracaso. Desgarrada entre el estado presente del mundo y su
estado final hacia el cual la vanguardia debe conducir al rebaño humano, descuartizada
en la sofocante tensión entre lo que es y lo que debería ser, extraviada en la
autoteatrilización organizacional de sí, en la contemplación verbal de su propia potencia
proyectada en el cielo de las masas y la Historia, fallando constantemente para no vivir
nada, si no es por la mediación de la representación siempre-ya histórica de cada uno de
sus movimientos, la vanguardia gira alrededor de la ignorancia de sí que la consume.
Hasta que se colapsa, por debajo de todo nacimiento, sin siquiera haber alcanzado su
propio comienzo. La pregunta más ingenua sobre las vanguardias —la de saber a la
vanguardia de qué, exactamente, se considerarían— encuentra aquí su respuesta: las
vanguardias están primero que nada a la vanguardia de sí mismas, persiguiéndose.
Hablo aquí como quien participa dentro del caos que se desarrolla actualmente
alrededor de Tiqqun. No diré «nosotros», ya que nadie podría, sin usurpación, hablar en
nombre de una aventura colectiva. Lo mejor que yo puedo hacer es hablar
anónimamente, no de sino en la experiencia que hago. La vanguardia, en cualquier caso,
no será tratada como un demonio exterior del cual habría siempre que cuidarse.
Existe, entonces, una comprensión vanguardista de las «vanguardias», una gesta
de las «vanguardias» que no es en ningún momento distinta de la vanguardia misma. No
se explicaría, sin esto, que los artículos, estudios, ensayos y hagiografías de los que
siguen siendo objeto puedan invariablemente dejar la misma impresión de trabajo de
segunda mano, de especulación supletoria. Se trata entonces de que se escribe sólo la
historia de una historia, de que sobre aquello que se discurre es en este caso ya un
discurso.
Cualquiera que haya sido seducido un día por una de las vanguardias, cualquiera
que haya sido colmado por su leyenda autárquica, no ha dejado de experimentar, al
contacto de este o aquel profano, este vértigo: el grado de indiferencia de la masa de los
hombres con su sitio, el carácter impenetrable de esta indiferencia y por debajo de todo
esa insolente felicidad que los no-iniciados osan, a pesar de todo, manifestar en su
ignorancia. Así, el vértigo del que hablo no es lo que separa dos consciencias
divergentes de la realidad, sino dos estructuras distintas de la presencia — una que
reposa en sí misma, y otra que se encuentra como suspendida en una infinita proyección
más allá de sí.
Aquí se comprende que la vanguardia es un régimen de subjetivación, y de ningún
modo una realidad sustancial.
Es inútil precisar que para caracterizar este régimen de subjetivación, será
necesario previamente extraerlo; y que aquel que consienta con este desvío se expone a
la pérdida de un gran número de encantamientos, y raramente en ser parte de una
melancolía sin retorno. Visto desde este ángulo, en efecto, el universo brillante y
virtuoso de las vanguardias ofrece más bien el aspecto de una idealidad espectral, de un
montón maloliente de anteformas arrugadas.
El que quiera encontrar algo aceptable en esta visión deberá entonces colocarse en
una especie de calculada ingenuidad, bien hecha para disipar tan compactas brumas de
nada. A esta comprensión sensible de las vanguardias responde un abrupto sentimiento
de nuestra común terrenalidad.

TRES CONSIGNAS
En todos los dominios, el régimen de subjetivación vanguardista se señala por el
recurso a una «consigna». La consigna es el enunciado cuyo tema es la vanguardia.
«Transformar el mundo», «cambiar la vida» y «crear situaciones» forman una trinidad,
la trinidad más popular de entre las consignas soltadas por la vanguardia durante más de
un siglo. Se podría remarcar con cierta mala voluntad que, en el mismo intervalo, nadie
más ha transformado el mundo, cambiado la vida o creado situaciones nuevas como la
dominación mercantil en su devenir-imperial, es decir, el enemigo declarado de las
vanguardias; y que esto, esta revolución permanente, el Imperio la ha llevado a cabo la
mayoría de las veces sin rodeos; pero descansando en eso, uno se equivocaría de blanco.
Lo que hay que observar es más bien el inigualable poder de inhibición de estas
consignas, su terrible poder de sideración. En cada una de ellas, el efecto dinámico
esperado da vueltas de acuerdo con un principio idéntico. La vanguardia exhorta al
hombre-masa, al Bloom, a tomar por objeto algo que siempre-ya le comprende —la
situación, la vida, el mundo—, a colocar ante sí lo que por esencia está alrededor de él,
a afirmarse en cuanto sujeto frente a lo que precisamente no es ni sujeto ni objeto, sino
más bien la indiscernibilidad de uno y otro. Es curioso que la vanguardia nunca haya
hecho sonar el mandato de ser un sujeto tan violentamente como entre los años 10 y 70
del siglo, es decir, en el momento histórico en que las condiciones materiales de la
ilusión del sujeto tendían a desaparecer lo más drásticamente. Al mismo tiempo, esto
enseña bastante sobre el carácter reactivo de la vanguardia. Es así que este mandato
paradójico no debía, de ningún modo, tener por efecto arrojar al hombre occidental
hacia el asalto de las Bastillas difusas del Imperio, sino más bien obtener en él una
escisión, un atrincheramiento, un aplastamiento esquizoide del yo en un confín del yo
mismo; un confín donde el mundo, la vida y las situaciones, en resumen, su propia
existencia, sería en adelante aprehendida como ajena, como puramente objetiva. Esta
constitución precisa del sujeto, reducido a contemplarse él mismo en medio de lo que le
rodea, puede ser caracterizada como estética, en el sentido en que el advenimiento del
Bloom corresponde también a una estetización generalizada de la experiencia.

IR A LAS MASAS EN VEZ DE PARTIR DE SÍ

En junio de 1935, el surrealismo llegó a los últimos límites soportables de su


proyecto de formar la vanguardia total. Después de ocho años dedicados a tratar de
mantenerse bajo el servicio del Partido Comunista Francés, una lluvia demasiado gruesa
de agravios le hizo tomar nota de su desacuerdo definitivo con el estalinismo. Un
discurso escrito por Breton, aunque leído por Eluard en el «Congreso de los Escritores
en defensa de la Cultura» debía entonces marcar el último contacto de importancia entre
el surrealismo y el PCF, entre la vanguardia artística y la vanguardia política. Su
conclusión ha permanecido famosa: «“Transformar el mundo”, dijo Marx; “cambiar la
vida”, dijo Rimbaud: para nosotros estas dos consignas son una sola». Breton no sólo
formulaba la frustrada esperanza de un acercamiento, sino que también expresaba el
hecho de la íntima conexión entre el vanguardismo artístico y el vanguardismo político,
su común naturaleza estética. Así, de la misma manera en que el surrealismo tendió
hacia el PCF, el PCF tendió hacia el proletario. En Los militantes, escrito en 1949,
Arthur Koestler proporciona un testimonio precioso de esta forma de esquizofrenia, de
ventriloquia de clase, que es tan notable en el discurso surrealista, pero con menos
frecuencia reconocido en el delicuescente KPD de comienzos de los años 30: «Un rasgo
particular de la vida de Partido, en esta época, era el “culto al proletario” y el desprecio
a los intelectuales. Ésta era la aflicción y obsesión de todos los intelectuales comunistas
que provenían de las clases medias. Se nos toleraba en el Movimiento, pero en él no
teníamos derechos completos: se nos convencía de esto día y noche. […] Un intelectual
nunca podría convertirse en un verdadero proletario, pero su deber era serlo tanto como
fuera posible. Algunos intentaban renunciar a las corbatas, vistiendo chalecos de
proletario y manteniendo las uñas negras. Pero tal impostura esnob no fue oficialmente
fomentada». Y añade por su propia cuenta: «Y mientras que no había hecho otra cosa
que sufrir de hambre, me consideraba a mí mismo como un retoño provisionalmente
desclasificado de la burguesía. Pero cuando en 1931 me aseguré finalmente una
situación satisfactoria, sentí que había llegado el momento de agrandar las filas del
proletariado». Si hay pues una consigna, ciertamente informulada, y que la vanguardia
jamás ha conseguido, ésta es: ir a las masas en vez de partir de sí. Es también frecuente
que el hombre de vanguardia, después de haber ido a las masas por una vida entera sin
nunca haberlas encontrado —ahí, al menos, donde él las esperaba— consagra su vejez a
ridiculizarlas. El hombre de vanguardia podrá de esta manera, avanzando en los años,
tomar la pose ventajosa del hombre de Antiguo Régimen y hacer de su rencor un
negocio rentable. De esta manera, vivirá bajo latitudes ideológicas en efecto cambiantes,
pero siempre a la sombra de las masas que se había inventado.
PARA SER TOTALMENTE CLAROS

Nuestro tiempo es una batalla. Esto comienza a saberse. Su puesta en juego es la


superación de la metafísica, o más exactamente la Verwindung1 de ésta, una superación
que sería en primer lugar un permanecer-junto. El Imperio designa al conjunto de
fuerzas que trabajan para conjurar esta Verwindung, para prorrogar indefinidamente la
suspensión epocal. La estrategia más retorcida puesta al servicio de este proyecto,
aquella de la que hay que sospechar por todos lados en que sea una cuestión de
«posmodernidad», consiste en impulsar una así llamada superación estética de la
metafísica. Naturalmente, el que sabe a qué metafísica aporética la lógica de la
superación querría traernos, y que por tanto percibe de qué manera solapada la estética
puede servir en adelante como refugio a la misma metafísica, la metafísica «moderna»
de la subjetividad imaginará sin pena a qué se quiere exactamente llegar, con esta
maniobra. Pero, ¿cuál es esta amenaza, esta Verwindung que el Imperio concentra tantos
dispositivos para conjurar? Esta Verwindung no es otra cosa que la presunción ética de
la metafísica, y por ello también de la estética, en cuanto forma última de ésta. La
vanguardia sobrevive precisamente en este punto, como centro de confusión. Por un
lado, la vanguardia aspira a producir la ilusión de una posible superación estética de la
metafísica, pero por el otro hay siempre, en la vanguardia, algo que la excede y que es
de orden ético, que tiende entonces a la configuración de un mundo, a la constitución en
ethos de una vida compartida. Este elemento es lo reprimido esencial de la vanguardia,
y mide toda la distancia que, en el primer surrealismo por ejemplo, separa a la rue
Fontaine de la rue du Château. Es así que desde la muerte de Breton, los que no
renunciaron a reivindicarse del surrealismo tienden a definirlo como una «civilización»
(Bounoure) o más sobriamente como un «estilo», a la manera del barroco, el clasicismo
o el romanticismo. La palabra constelación podría ser más apropiada. Y de hecho, es
incontestable que el surrealismo no ha dejado de vivir, tanto que estaba vivo, de la
represión de su propensión a volverse mundo, a darse una positividad.

LAS MOMIAS

Desde el comienzo de siglo, no se puede dejar de reconocer en Francia,


especialmente en París, un rico terreno de estudio en materia de autosugestión
vanguardista. Cada generación parece dar a luz a nuevos prestidigitadores que esperan
que sus juegos de manos les hagan creer en la magia. Pero naturalmente, de generación
en generación, los candidatos al papel de Gran Simulador sólo terminan empañando su
reputación, cubriéndose asimismo cada temporada con nuevas capas de polvo y palidez;
perseverando en imitar a los mimos. Se me ocurrió, a mí y a mis amigos, cruzar
caminos con esas personas que se distinguen a sí mismas en el mercado literario como
los pretendientes más risibles al vanguardismo. En verdad, ya no tratábamos con
cuerpos: eran ya espectros, momias. En ese momento, estaban preparando lanzar un
Manifiesto por una revolución literaria; el cual sólo fue juicioso: su cerebro —todas las
vanguardias tienen su cerebro— publicaba su primera novela. La novela se titulaba Mi
cabeza en libertad. Era muy mala. Comenzaba con estas palabras: «Quieren saber
dónde puse mi cuerpo». Diremos que el problema de la vanguardia es el problema de la
cabeza.

LAS RAZONES PARA LA OPERACIÓN Y AQUELLAS DE LA


DERROTA

Con el fin de la Guerra de los Cien Años se planteó la cuestión de fundar una
moderna teoría del Estado, una teoría de la conciliación de los derechos civiles y la
soberanía real. Lord Fortescue fue uno de los primeros pensadores en intentar tal
fundación, especialmente en su De laudibus legum anglie. El famoso capítulo XIII de
este tratado discute la definición agustiniana del pueblo —populus est cetus hominum
iurus consensu et utilitatis communione sociatus: un pueblo es un cuerpo hecho de
hombres que reúne el consentimiento a las leyes y la comunidad de intereses—: «Tal
pueblo no merece ser llamado un cuerpo ya que es acéfalo, es decir, sin cabeza. Porque,
al igual que en los cuerpos naturales lo que queda después de una decapitación no es un
cuerpo, sino eso que llamamos un tronco, también en los cuerpos políticos una
comunidad sin cabeza no es en ningún caso un cuerpo». La cabeza, a partir de
Fortescue, es el rey. El problema de la cabeza es el problema de la representación, el
problema de la existencia de un cuerpo que representa a la sociedad en cuanto cuerpo,
de un sujeto que representa a la sociedad en cuanto sujeto (no hay necesidad, aquí, de
distinguir entre la representación existencial que lleva a cabo el monarca o el líder
fascista y la representación formal del presidente electo «democráticamente»). La
vanguardia, entonces, no sólo viene a resaltar la crisis artística de la representación —
rechazando que «la imagen sea la apariencia de otra cosa a la que representa en su
ausencia» (Juan de Torquemada), sino que ciertamente es en sí misma una cosa—, ya
que viene también a precipitar la crisis de la representación política instituida, que pone
en proceso en nombre de la representación instituyente, vanguardista de las masas. Al
hacerlo, la vanguardia supera efectivamente la política o la estética clásicas, pero las
supera sobre su propio terreno. La relación exclusiva de negación en la cual se coloca
cara a cara de la representación es eso mismo que la retiene en el redil de esta última.
Todas las corrientes que reclaman la democracia directa, el vanguardismo consejista
especialmente, toman de ella su tropiezo esencial: oponerse a la representación y por
esta oposición misma colocar en su corazón la representación, ya no como principio
sino esta vez como problema. Mandato imperativo, delegados revocables en cualquier
instante, asambleas autónomas, etc., hay todo un formalismo consejista que resulta del
hecho de que se trata aún de la pregunta clásica del mejor gobierno que quiere
responder, y de este modo al problema de la cabeza. A favor de circunstancias históricas
excepcionales se podrá siempre que estas corrientes lleguen a coronar su anemia
congénita; y esto será entonces para representar la salida de la representación. Después
de todo, la política también tiene derecho a sus Meninas. En todas las cosas, es en la
operación que realiza que se reconocerá a la vanguardia: colocando su cuerpo bien lejos,
de cara a ella, para después intentar, vanamente, reunirlo. Cuando las vanguardias van a
las masas o se dignan a mezclarse en los asuntos de su tiempo, es siempre teniendo el
cuidado, previamente, de distinguirse de ambos. Así ha bastado que los situacionistas
comenzaran a tener una apariencia de lo que llamaban «una práctica», en Estrasburgo,
en el contexto estudiantil, en 1966, para que cayeran brutalmente en el obrerismo,
treinta años después del derrumbamiento histórico del movimiento obrero.

LA VANGUARDIA COMO SUJETO Y COMO REPRESENTACIÓN

Es curioso, pero en general muy natural, que aquellos que llevan a cabo la
profesión de glosar sobre la vanguardia, y que nunca les falta alguna anécdota sobre el
menor gesto de aquellos que, en Occidente, han vivido por ellos (y aquí me refiero al
delgado puñado de vanguardistas de este siglo); es curioso, pues, que esa gente se aferre
tanto al destino de la vanguardia en Rusia de entreguerras, es decir a la única realización
histórica de la vanguardia. La fábula dice que después de un período de tolerancia
embarazosa, en los años 20, los bolcheviques se habían metamorfoseado en terribles
estalinistas, la vanguardia política había liquidado la proliferación libertaria y creativa
de la vanguardia artística, y tiránicamente impuso la doctrina reaccionaria y retrógrada,
a decir verdad vulgar, del «realismo socialista». Naturalmente esto es un poco corto.
Así que reanudemos. En 1914 la hipótesis liberal se derrumbó en cuanto respuesta al
problema de la cabeza. En cuanto a la hipótesis cibernética, será necesario esperar hasta
el fin de la Segunda Guerra Mundial para que se imponga por completo. Este
interregno, que se extiende entonces de 1914 a 1945, será la edad de oro de la
vanguardia, de la vanguardia en cuanto proyecto para responder de otro modo al
problema de la cabeza. Este proyecto será el de la recreación total del mundo por el
artista de vanguardia; lo que se ha llamado más modestamente, a partir de entonces, la
«realización del arte». Se llevará a cabo especialmente, y de una manera cada vez más
mística, por las sucesivas corrientes de la vanguardia rusa de los años 20, desde el LEF2
hasta el OPOJAZ3, desde el suprematismo hasta el produccionismo, pasando por el
constructivismo. Se trata entonces, por la modificación radical de las condiciones de
existencia, de forjar una nueva humanidad, la «humanidad blanca» de la que habló
Malévich. Pero la vanguardia, estando unida por una relación de negación de la cultura
tradicional y por lo tanto al pasado, no podía realizar este programa. Como Moisés,
podía llevar adelante su sueño, pero no lograrlo. El rol de «arquitecto de la nueva vida»,
de «ingeniero del alma humana», nunca debía regresarle, precisamente a causa de lo que
le ataba, aunque sea por rechazo, al arte antiguo. Su proyecto, que sólo el Partido podía
realizar y cuya vanguardia nunca dejó de reclamar que lo pusiera a trabajar, proyecto
que iba a utilizar e iba a estar al servicio de la construcción de la nueva sociedad
socialista. Maiakovski exigía sin malicia que «la pluma sea asimilada a la bayoneta y
que el escritor sea capaz, como en cualquier otra empresa soviética, de rendir cuentas
con el Partido aumentando “los cien tomos de los informes del Partido”». Nada
impactante, desde entonces, que la resolución del Comité Central del Partido del 23 de
abril de 1932, que pronunciaba la disolución de todas las agrupaciones artísticas, fuera
saludada por una gran parte de los vanguardistas rusos. El Partido, en este primer plan
quinquenal, ¿acaso no tomaba, con su consigna «transformación de toda la vida», el
proyecto estético máximo de la vanguardia? Consintiendo para reprimir y así reconocer
las actividades y desviaciones estéticas de la vanguardia como políticas, ¿el Partido
acaso no avalaba el rol de artista colectivo, para el cual el país entero no sería en
adelante más que la materia en la cual impondría la forma de su plan general de
organización? En realidad, lo que uno interpreta a menudo como la liquidación
autoritaria de la vanguardia, y lo que uno debería considerar más exactamente como su
suicidio, fue más bien el comienzo de la realización de su programa. «La estetización de
la política era sólo, para la dirección del Partido, una reacción a la politización de la
estética por la vanguardia» (Boris Groys, Obra de arte total Stalin). Así, con esta
resolución, el Partido se volvía explícitamente la cabeza, la cabeza que a falta de un
cuerpo vendría ella misma a formarse uno nuevo, ex nihilo. La circularidad inmanente
de la causalidad marxista, que quiere que las condiciones de existencia determinen la
conciencia de los hombres y que los hombres formen ellos mismos, aunque
inconscientemente, sus condiciones de existencia, sólo dejaba al Partido, para justificar
su pretensión demiúrgica de una reconstrucción total de la realidad, el punto de vista del
Creador soberano, del sujeto estético absoluto. El realismo socialista, en el cual se
pretende ver un retorno a la figuración folclórica, al clasicismo en materia artística, y
más generalmente a «la cultura estalinista —observa Groys— si la consideramos en la
perspectiva de una reflexión teórica de la vanguardia sobre sí misma, aparece más bien
como su radicalización y como su superación formal». El recurso a elementos clásicos,
denostados por la vanguardia, sólo marca la soberanía de esta superación, de este gran
salto en el tiempo poshistórico, donde todos los elementos estéticos del pasado pueden
ser igualmente prestados, aprovechados, para el agrado de la utilidad que encuentra aquí
una sociedad totalmente inédita, sin atadura, y de este modo sin odio hacia la historia
pasada. Todo el vanguardismo posterior no renunciará jamás a esta perspectiva
prometeica, a este proyecto de una reelaboración total del mundo; y de este modo a
considerarse a sí mismo como un sujeto soberano, a la vez contemporáneo con su
tiempo y alejado de él por una necesaria distancia estética. Lo cómico creciente del
asunto era ciertamente que los aspirantes vanguardistas no percibían, a partir de 1945,
que la hipótesis cibernética, decapitando a la hipótesis liberal, había suprimido el
problema de la cabeza, y que era por tanto cada día más vano vanagloriarse por
responder. Las últimas intrigas de la vanguardia fueron así igualmente golpeadas con el
mismo sello de grotesca inactualidad, de fallido remake. Esto es sin duda lo que querían
decir los autores de la única crítica interna de la IS que apareció en sus tiempos, El
único y su propiedad, cuando escribían: «Todas las vanguardias son dependientes del
viejo mundo, al que enmascaran la decrepitud bajo su ilusoria juventud. […] La
Internacional Situacionista es la conjunción de las vanguardias en el vanguardismo. Ha
confundido la amalgama de todas las vanguardias con la síntesis y la reanudación de
todas las corrientes radicales del pasado». El folleto, publicado en Estrasburgo en 1967,
tenía el subtítulo de Para una crítica del vanguardismo. Denunciaba la ideología de la
coherencia, la comunicación, la democracia interna y la transparencia, por lo que un
grupúsculo espectralizado se mantuvo sobreviviendo artificialmente, a fuerza de
voluntarismo.

LA VANGUARDIA COMO REACCIÓN

No hay duda de que el futurismo contribuyó de manera considerable a la


definición contemporánea de la vanguardia. No es entonces malo retomar la lectura
hasta el punto en que la vanguardia ya no pueda ser más que un objeto de burla o
nostalgia: «Nosotros dictamos nuestras primeras voluntades a todos los hombres vivos
de la tierra: […] La poesía debe ser concebida como un violento asalto contra las
fuerzas desconocidas, para reducirlas a postrarse ante el hombre. ¡Estamos sobre el
promontorio extremo de los siglos!… ¿Por qué deberíamos cuidarnos las espaldas, si
queremos derribar las misteriosas puertas de lo Imposible? El Tiempo y el Espacio
murieron ayer. Vivimos ya en lo absoluto, porque hemos creado ya la eterna velocidad
omnipresente. Queremos glorificar la guerra —única higiene del mundo—, el
militarismo, el patriotismo, el gesto destructivo de los anarquistas, las bellas ideas por
las que se muere y el desprecio de la mujer. […] Cantaremos a las grandes
muchedumbres agitadas del trabajo, el placer o la revuelta». Aquí no intentamos en
absoluto ironizar, muchos menos moralizar, sino solamente comprender. Comprender,
en este caso, que la vanguardia nació como reacción masculina al carácter inhabitable
del mundo que la Máquina Imperial comienza a acondicionar, como voluntad de
reapropiarse el no-mundo de la técnica autónoma. La vanguardia nació como reacción
al hecho de que toda determinación ha devenido una burla en el seno de la fungibilidad
mercantil universal. Para la intolerable marginalidad humana en el Espectáculo, la
vanguardia responde con la proclamación, la proclamación de sí como centro;
proclamación que además sólo abole ilusoriamente su carácter periférico. De allí que la
concurrencia desenfrenada, el síndrome de la superación crónica y el fetichismo
tragicómico de la pequeña diferencia, que agitan al minúsculo universo de las
vanguardias, ofrezcan finalmente un espectáculo tan penoso; como lo son las terribles
discusiones entre vagabundos, en la noche, a la hora del último metro. Que la
vanguardia haya sido esencialmente un asunto de hombres debe ser comprendido en
estrecha relación a esto. Ciertamente, el movimiento de la vanguardia es ampliamente
negativo, es la fuga anticipada, la marcha forzada de la virilidad clásica en peligro hacia
la ceguera definitiva, hacia una ignorancia de sí aún más sofisticada que aquella que por
tanto tiempo había distinguido al hombre occidental. La necesidad de mediar su relación
a sí con una representación —aquella de su lugar en la Historia política o del arte, en el
“movimiento revolucionario”, o más comúnmente en el grupo vanguardista mismo—
corresponde únicamente a la incapacidad del hombre de vanguardia de HABITAR LA
DETERMINACIÓN, a su acosmismo real. En él la afirmación vacía de sí y la profesión
de originalidad personal sustituyen ventajosamente a la suposición de su singularidad
irrisoria. Por singularidad, entiendo aquí una presencia que no se relaciona solamente al
espacio y el tiempo, sino a una constelación significante y al acontecimiento en su
corazón. Y esto es así porque no encuentra en ninguna parte acceso a su propia
determinación, a su cuerpo, que la vanguardia pretende tener la más exacta y magistral
representación de la vida, es decir que pretende acuñar, absurdamente, su nombre en
ella (así, uno tiene el derecho a interrogarse, fuera de la hipótesis gerencial de un
ejercicio colectivo de autopersuasión, sobre el sentido de la observación situacionista
«Nuestras ideas están en todas las cabezas»: ¿en qué medida una idea que está en todas
las cabezas puede realmente estar en cualquiera? Pero afortunadamente para nosotros, el
número 7 de Internacional Situacionista tiene la última palabra sobre este enigma:
«Nosotros somos los representantes de la idea-fuerza de la inmensa mayoría»). Todo
esto se adapta admirablemente, como sabemos, a un hegelianismo que no es más que la
expresión engreída de la ineptitud para asumir su propia singularidad en su carácter
cualquiera —recordaremos oportunamente, en este asunto, el comienzo de la
Fenomenología del Espíritu, cuyo gesto inaugural (verdadero truco de malabarista
manco) consiste en descalificar la determinidad: «Lo universal es, pues, lo verdadero de
la certeza sensible; […] ya que al decir yo digo este yo singular, digo en general todos
los yo». Que la implosión y la disolución de la IS coincidan exactamente con la
posibilidad histórica de perderse en su tiempo, de participar en él de manera
determinante, es el destino previsible de los que se apresuraron a escribir sobre el mayo
de 1968: «Los situacionistas […] habían previsto muy exactamente desde hace muchos
años la explosión actual y sus consecuencias. […] La teoría radical fue confirmada»
(Enragés y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones). Como vemos: la utopía
vanguardista nunca ha sido otra cosa que la anulación final de la vida en el discurso, de
la apropiación del acontecimiento por su representación. Si, entonces, hacía falta
caracterizar el régimen de subjetivación vanguardista, se podría decir que es aquel de la
proclamación petrificante, aquel de la impotencia agitada.
LA «OSCURA INTIMIDAD DEL HUECO DEL ZAPATO»
(Martin Heidegger, Holzwege)

El 1 de septiembre de 1957, es decir un poco antes de la fundación de la


Internacional Situacionista, Guy Debord envió una carta a Asger Jorn, su alter ego
favorito en esos días, en la que afirmaba la necesidad de forjar en torno a esta
agrupación una «nueva leyenda». La «vanguardia» nunca designa una determinada
positividad, sino siempre el hecho que una positividad pretende: 1- mantenerse
duraderamente en la negatividad, 2- otorgarse ella misma su propio carácter de
negatividad, de «radicalidad», su esencia revolucionaria. De esta manera, la vanguardia
nunca ha tenido un enemigo sustancial, a pesar de hacer gran alarde de enemistades
diversas con respecto a esto o aquello; la vanguardia sólo se proclama el enemigo de
esto o aquello. Tal es la proyección que ella opera más allá de sí misma para hacerse un
lugar, el lugar que espera en el sistema de representación. Naturalmente, hace falta para
esto que la vanguardia comience a espectralizarse ella misma, es decir, a representarse
en todos sus aspectos, desalentando así al enemigo a hacerlo. Su modo de ser positiva
es, entonces, siempre una pura negatividad paranoica, a merced de cualquier apreciación
trivial sobre su cuenta, de la curiosidad del primer imbécil en llegar; de un Bourseiller,
por ejemplo. Es por esto que las vanguardias dan tan a menudo ese sentimiento de un
fallido encuentro, de ensamblaje inestable, torpe, de mónadas esperando a descubrir, a
través de este o aquel choque, su poca afinidad, su íntimo desamparo. Y es por eso que
en toda vanguardia el único momento de verdad es aquel de su disolución. Siempre hay,
en el fondo de las relaciones vanguardistas, ese sustrato de recelo, de impenetrable
hostilidad que caracteriza a la comunidad terrible. El suicidio de Crevel, la carta de
dimisión de Vaneigem, la circular de autodisolución de Socialisme ou Barbarie, el fin
de las Brigadas Rojas: siempre el mismo enredo de desgracia helada. En el mandato, en
el «hay que…» escarlata, en el manifiesto, resuena idénticamente la esperanza de que
una pura negación pueda dar nacimiento a una determinación, de que un discurso,
milagrosamente, haga un mundo. Pero el gesto de la vanguardia no es el bueno. Nadie
puede nunca tender hacia «la práctica», «la vida» o «la comunidad» por la sencilla
razón de que cada una está siempre-ya, y de que sólo se trata de asumir cuál práctica,
cuál vida, cuál comunidad está ahí; y de hacerse el portador de las técnicas apropiadas
para modificarlas. Pero lo que está allí es precisamente, en el régimen de subjetivación
vanguardista, lo inasumible.

LA CUESTIÓN DEL CÓMO

Desde el famoso «La poesía debe ser hecha por todos. No por uno.» de
Lautréamont, hasta la interpretación que su ala «creativa» da del movimiento del 77 —
la «vanguardia de masas»—, todo prueba la curiosa propensión del artista de vanguardia
a reconocer en la O.S. a su semejante, su hermano, su verdadero destinatario. La
constancia de esta propensión es tanto más curiosa que casi nunca ha sido pagada de
vuelta. Como si esta constancia expresara sólo aquella de una mala conciencia, de la
«cabeza» para su supuesto cuerpo por ejemplo. Sucede que hay efectivamente una
solidaridad entre la existencia del arte en cuanto esfera separada del resto de la actividad
social, y la inauguración del trabajo como destino común de la humanidad. La
invención moderna del trabajo como trabajo abstracto, sin rodeo, como indeferenciación
de todas las actividades bajo esta categoría, se efectúa de acuerdo a un mito: aquel del
puro acto, del acto sin cómo, que desaparecería completamente en su resultado, y cuyo
cumplimiento agotaría toda la significación. Aún hoy en día, allí donde el término
continúa empleado, el «trabajo» designa todo lo que es vivido en la degeneración
imperativa del cómo. En todas partes la cuestión del cómo de los gestos, las cosas, las
palabras, es suspendido, desrealizado, desplazado, y allí es trabajo. Ahora bien, hay
también una invención moderna del arte, simultánea y simétrica a la del trabajo. Una
invención del arte en cuanto actividad especial, productora de obras y no de simple
mercancías. Y es en este sector que se concentrará en adelante toda la atención en otra
parte denegada al cómo, que será como una recolección de toda la significación perdida
de los gestos productivos. El arte será esa actividad que, al contrario del trabajo, nunca
se agotará en su propio cumplimiento. Esto será la esfera del gesto encantado, donde la
personalidad excepcional del artista aportará al resto de los hombres, bajo forma de
espectáculo, el ejemplo de las formas-de-vida, que en adelante tienen prohibido asumir.
Al Arte será así confiado, a cambio de su silencio y su complicidad, el monopolio del
cómo de los actos. La inauguración de una esfera autónoma donde el cómo de cada
gesto es interminablemente pesado, analizado, comentado, desde entonces no ha dejado
de enriquecer la proscripción en el resto de las relaciones sociales alienadas de toda
evocación al cómo de la existencia. Allí, en la vida cotidiana, productiva, «normal», no
debe haber más que actos puros, sin cómo, sin otra realidad que su resultado bruto. El
mundo en su desolación sólo debe ser poblado por objetos que refieran sólo a sí
mismos, que lleguen a la presencia sólo como productos, que no configuren otra
constelación de la presencia que la del reino que les ha manufacturado. Para que el
cómo de ciertos actos devenga artístico, ha hecho así falta que el cómo de todos los
otros actos deje de ser real; y viceversa. La figura del artista de vanguardia y la de la
O.S. son las figuras polares, así como fantasmagóricas en cuanto solidarias, de la
alienación moderna. El retorno ofensivo de la cuestión del cómo las encuentra frente a sí
como aquello de lo cual debe igualmente protegerse.

EL MUNDO-YA-NO-MUNDO

La parte innata del fracaso que determina una empresa colectiva como
vanguardia, es su incapacidad para hacer un mundo. Todos los esplendores, todas las
acciones, todos los discursos de la vanguardia incesantemente fracasan en darle cuerpo;
todo sucede en la cabeza de unos pocos, donde la unidad, la organicidad del conjunto
sobreviene, pero sólo para la intelección, es decir, exteriormente. Lugares comunes,
armas, una temporalidad propia, una elaboración compartida de la vida cotidiana, todo
tipo de cosas determinadas son necesarias para que un mundo advenga. Es por tanto
justicia si todas las manifestaciones de las vanguardias terminan en el museo, porque ya
estaban en uno antes de ser expuestas como tales. Su pretensión experimental no
designa otra cosa: el hecho de que un conjunto de gestos, prácticas, relaciones —por
más transgresores que puedan ser— no hacen un mundo; el Wiener Aktionismus lo
sabía ligeramente. El museo es la forma más impresionante del mundo-ya-no-mundo.
Todos lo que permanece en un museo resulta del desgarramiento de un fragmento, de un
detalle en un medio orgánico. Debería sugerirlo, pero ya no es capaz —aquello en lo
cual Heidegger estaba fuertemente engañado en El origen de la obra de arte al colocar
la obra de arte en el origen de sí misma: ser-obra no significa «instalar un mundo», sino
más bien llorar su muerte—; la obra, a diferencia de la cosa, no es más que el
melancólico residuo de algo que una vez vivió. Pero el museo no tiene otra actividad
que la de recoger «obras de arte» —y se ve aquí de qué manera la «obra de arte» es de
golpe la muerte del arte: una cosa de golpe producida como obra lleva consigo su falta
de mundo, y de este modo su insignificancia destinal—, y pretende también, a través de
la historia del arte, reconstruirles una casa abstracta, hacerles un mundo apropiado para
ellas, donde se encontrarían en buena compañía del mismo modo en que los nuevos
ricos se encuentran en sus clubs los viernes por la noche, entre personas exitosas. Pero
entre estas «obras de arte» no hay nada, nada más que el discurso pedante de la más
frígida de las filosofías de la historia: la historia del arte. Digo frígida porque es en
todos los aspectos idéntica a la valorización capitalista.

¡TRATA DE ESTAR PRESENTE!

SE ha acostumbrado, desde hace varios años, llevar a cabo quejas hacia la


vanguardia acompañadas de una notoria complicidad con la «modernidad»; SE le
reprocha compartir con esta modernidad una idea un poco corta de la historicidad, un
culto de lo nuevo que en el fondo sería una fe en el Progreso. Y es cierto, en efecto, que
la vanguardia es, en su esencia, teleocrática (que se haya podido representar la historia
sinóptica de los diferentes movimientos artísticos y la de los grupúsculos políticos
radicales con el mismo tipo de gráficas, es aquí más impresionante que tal o cual
absurda manía hegeliana común de la muerte del arte o del fin de la Historia). Pero es
ante todo por el modo de ser sensible que determina, por la manera de vivirse como
siempre-ya póstumo, que el historicismo de las vanguardias se condena él mismo. Se
asiste así periódicamente a este curioso fenómeno: una vanguardia ocupa en su propio
tiempo una posición más que marginal, incluso si la ocupa con la pretensión de formar
el centro de la historia; su tiempo pasa, toda la actualidad de éste se retira; y es entonces
que la vanguardia viene al descubierto, emerge de su época como su sustrato más puro.
Y se opera entonces una especie de resurrección de la vanguardia —Debord y los
situacionistas ofrecen una ilustración de esto casi demasiado ejemplar, y muy
previsible—, que la hace pasar por el corazón, la llave de su época, y a veces por su
propia época. En la base del régimen de subjetivación vanguardista, hay por tanto esta
confusión entre la historia y la filosofía de la historia, confusión que le permite tomarse
por la historia misma. En efecto, todo sucede como si la vanguardia hubiera, al
suprimirse de su tiempo, invertido una suma, y se viera enseguida, poshumanamente,
remunerada en términos de consideración historicista.

LA MUSEIFICACIÓN DEL MUNDO


En 1931 en El trabajador, Jünger señalaba: «Vivimos en un mundo que por un
lado se parece completamente a un taller y por el otro completamente a un museo». Una
docena de años más tarde, Heidegger expone en su curso sobre Nietzsche la hipótesis
del acabamiento de la metafísica: «El fin de la metafísica que se trata de pensar aquí es
sólo el comienzo de su «resurrección» bajo formas modificadas: éstas dejarán a la
historia en sentido propio, a la historia ya pasada de las posiciones metafísicas
fundamentales sólo el papel económico de proporcionar los materiales con los que,
correspondientemente transformados, se construirá de nuevo el mundo del «saber». […]
Lo verosímil es que se llegue a un cómputo de las diferentes posiciones metafísicas
fundamentales, de sus elementos y sus conceptos doctrinales.» Nuestro tiempo es el de
la recapitulación general de toda la historia pasada. El proyecto imperial que plantea
terminar con la historia toma así la forma de una puesta en historia de todos los
acontecimientos pasados, y de este modo los neutraliza. La institución museística no
hace más que realizar sectorialmente el proyecto de una museificación general del
mundo. Todos los intentos de la vanguardia se han mostrado en este teatro a la vez real
e imaginario. Pero esta recapitulación es también la disipación de la ilusión historicista
de la cual la vanguardia vivía, con su pretensión a la novedad, a la primera vez, a la
originalidad sin réplica. En un movimiento así, en que el elemento del tiempo es
absorbido en el elemento de sentido, en que toda historia pasada se reúne en una
topología de posiciones entre las cuales nos hace falta aprender a orientarnos ya que no
podemos penetrarlas todas, asistimos a la acreción progresiva de constelaciones.
Hombres como Aby Warburg, con sus tablas de dibujo, o Georges Duthuit, en su Museo
inimaginable, han comenzado a esbozar tales constelaciones, a liberar cada estética de
su contenido ético. Los que en nuestros días se acercan, incluso con insolencia, al punk
de algunos círculos paraexistencialistas de los años de posguerra, y luego los de la
efervescencia gnóstica de los primeros siglos de nuestra era, no hacen otra cosa, ellos
también. Más allá de la distancia temporal que separa los puntos de surgimiento, cada
una de estas constelaciones comprende gestos, ritornelos, enunciados, usos, artes de
hacer, formas-de-vida determinadas, en resumen: un Stimmung propio. Reúne por
atracción todos los detalles de un mundo, que exige ser animado, ser habitado. En el
contexto en que las vanguardias se encuentran afirmadas y a fortiori hoy en día, la
cuestión ya no es desde hace mucho tiempo la de hacer una novedad, sino la de hacer
un mundo. Cada cosa y cada ser que viene a la presencia aporta consigo una economía
dada de la presencia, configura un mundo. Partiendo de ahí, se trata únicamente de
habitar la determinidad de la constelación en la cual se despliega siempre-ya nuestra
presencia, de seguir nuestro gusto irrisorio, contigente y finito. Toda revuelta que parte
de sí, del hic et nunc en que reposa, de las inclinaciones que la atraviesan, avanza en
este sentido. El movimiento del 77 en Italia sigue siendo por esto mismo un fracaso
prometedor.

REALIZACIÓN DE LA VANGUARDIA

Uno de los libros más débiles sobre las vanguardias de la segunda mitad del siglo
XX constataba, en 1980, La autodisolución de las vanguardias. El autor, René Lourau,
el fundador del muy gaguesco «análisis institucional», omitía, desde luego, lo esencial:
decir en qué se han disuelto las vanguardias. Los más recientes progresos de la neurosis
occidental lo han confirmado desde entonces: la vanguardia se ha disuelto en la
totalidad de las relaciones sociales. La caracterización, a partir de ahora banal, de
nuestro tiempo como «posmoderno» no evoca otra cosa, incluso si es aún otra manera
de purgar a la modernidad de toda su lentejuela para salvar el gesto fundamental: aquel
de la superación —no es fortuito, en esto, que el término mismo de «posmodernismo»
haya hecho su primera aparición en 1934 en los círculos vanguardistas españoles.
Asimismo, la mejor definición que Debord dio al Espectáculo —«una relación social
entre personas, mediatizada por imágenes»—, y que define hoy en día a la relación
social dominante, sólo toma nota de la generalización del modo de ser vanguardista. El
Bloom es así aquel del que todas las relaciones, tanto consigo como con los otros, están
completamente mediatizadas por representaciones autónomas. Es el branché que
organiza su autopromoción permanente, el cínico que amenaza a cada instante con
dejarse absorber por una de sus excrecencias discursivas o con desaparecer en un
abismo de ironía batomológica4. La paranoia de la vanguardia también se ha difundido,
con esta forma difusa de colocarse en la excepción de sí misma en cada instante de la
vida; con esa disposición general de construirse su pequeña leyenda personal
telecomandada. Enzensberger estaba completamente en lo cierto al ver en el Bild-
Zeitung la realización acabada de la vanguardia, tanto desde el punto de vista de la
transgresión formal como de la elaboración colectiva. Una cierta dosis de situacionismo
parece incluso exigida por todo el empleo decentemente remunerado, actualmente. El
tono particular, propiamente agobiante, de esta intervención encuentra aquí su
contenido: se trataba solamente de despejar la significación ética de la vanguardia.
EPÍLOGO

Como epílogo a todo esto, no parece superfluo evocar un punto de vuelco de la


vanguardia. Acéphale, símbolo de la muchedumbre sin líder, nombra uno de estos
puntos extremos. Acéphale intentó liberarse del problema del cabeza. Toda la
agitación, toda la gesticulación de la vanguardia, ya sea artística o política, Acéphale
quiso borrarla, borrándose, renunciando a una forma de acción «que no es más que el
aplazamiento de la existencia». Acéphale quiso ser esa sociedad secreta existencial, esa
comunidad electiva que concentraría a «los individuos verdaderamente decididos a
emprender la lucha, en la escala ínfima que sea requerida, pero en el camino eficaz en
que su tentativa corra el riesgo de devenir epidémica , [a fin de] medirse con la
sociedad sobre su propio terreno y atacarla con sus propias armas, es decir,
constituyéndose ellos mismos en comunidad, más aún, dejando de formar valores que
defiendan la exclusividad de los rebeldes e insurgentes, considerándolos al contrario
como los valores primeros de la sociedad que quieren ver que se instaure y como los
más sociales de todos, siendo un poco implacables. […] A la constitución en grupo
preside el deseo de combatir la sociedad en cuanto sociedad, el plan de afrontarla
como la estructura más densa y sólida que intenta instalarse como un cáncer en el seno
de una estructura más frágil y vil, aunque incomparablemente más voluminosa»
(Caillois, “El viento de invierno”). Los papeles de Henri Dussat, miembro de Acéphale,
conservan una nota fechada el 25 de marzo de 1938: «Tender a la ética, es allí la
resolución de lo que reconoce, o de lo que se está mal en reconocer, a lo cristiano como
valor supremo. Otra cosa es moverse en la ética». Buscando explícitamente el
constituirse en mundo, Acéphale no sólo rompía con la vanguardia, sino que también
recuperaba lo que, en la vanguardia, había sido otra cosa que la vanguardia, es decir,
precisamente el deseo que había abortado allí: «Desde el fin del período dadá, el
proyecto de una sociedad secreta encargada de dar una especie de realidad efectiva a
las aspiraciones que se han definido, en parte, bajo el nombre de surrealismo, ha
permanecido siempre como un objeto de preocupación, al menos en el fondo», recordó
Bataille en la conferencia del 19 de marzo de 1938 en el Colegio de Sociología.
Acéphale, sin embargo, no llegaría a existir más que para contaminar. A pesar de estar
llena de ritos, costumbres, textos sagrados y ceremonias, la política proclamatoria que,
exteriormente, había desparecido, permanecía interiormente; tanto que la consigna de
comunidad, de sociedad secreta, finalmente absorbía la realidad de estos términos. Se
sabía que no se pueden dar lugares comunes, ni se puede salir de una figura, clásica, de
la virilidad que ignora en gran medida la dulzura de la nuda vida. Acéphale fue casi
exclusivamente (y más sensiblemente, por ejemplo, que el surrealismo) un asunto de
hombres. Acéphale no conocía, para colmo, la forma de prescindir de una cabeza ni
cómo debía ser, de un extremo a otro, más que la comunidad de Bataille a solas: como
él solo escribió la genealogía, la «revista interna», que dio a luz a Acéphale, como él
solo definió los ritos de esta Orden, acabó solo, implorando a sus pálidos compañeros
que lo sacrificaran al pie de su árbol sagrado. «Fue muy hermoso. Pero todos teníamos
el sentimiento de estar participando en algo que sucedía en la obra de Bataille, en la
cabeza de Bataille» (Klossowski).

No parece oportuno arrojar una conclusión, y mucho menos un programa, de lo


que acaba de ser dicho.

Después de lo que sé, una cierta relación debe poder ser establecida con el
Comité Invisible; aunque sólo sea en el sentido de una generalización de la
insinuación.

Dicho sea de paso: no hay un problema de la cabeza, sólo hay una parálisis de
los cuerpos, del gesto.

*
En junio de 2000, el museo de Bassano del Grappa (Venecia) organizaba una especie de
retrospectiva histérica de todo lo que la segunda mitad del siglo XX había podido contar como
vanguardismo confuso, desde la poesía nuclear hasta Luther Blissett, pasando por el letrismo y Fluxus.
Un coloquio previo, sibilinamente titulado "Facticidad del arte", debía dar a esta manifiestación una
manera de justificación ideológica. Una joven mujer hizo entonces noticia, leyendo anónimamente el
texto aquí reproducido. En medio de la lectura, dos viejos vanguardistas italianos intentaron protestar
contra tamaña insolencia lanzada en la cara del museo como en la suya, para finalmente salir con un gran
alboroto, anunciando que retirarían sus obras de esta inconcebible exposición.
5. UNA METAFÍSICA CRÍTICA PODRÍA NACER
COMO CIENCIA DE LOS DISPOSITIVOS*

Las filosofías primeras suministran al poder sus estructuras formales. Más precisamente, “la
metafísica” designa ese dispositivo en el que el actuar requiere de un principio al que puedan
relacionarse las palabras, las cosas y las acciones. En la época del Giro, cuando la presencia como
identidad última vira hacia la presencia como diferencia irreductible, el actuar aparece sin principio.
Reiner Schürmann, “¿Qué hacer en el fin de la metafísica?”

Al inicio, habría una visión, en uno de los pisos de aquellas siniestras colmenas de
vidrio ubicadas en el sector terciario; la visión interminable, a través del espacio
panoptizado, de decenas de cuerpos sentados, en fila, distribuidos de acuerdo con una
lógica modular; decenas de cuerpos sin vida aparente, separados por delgadas paredes
de vidrio, tecleando en sus computadoras. En esta visión, a su vez, habría una revelación
del carácter brutalmente político de semejante inmovilización forzada de los cuerpos. Y
la evidencia paradójica de cuerpos que están tanto más inmóviles cuanto sus funciones
mentales resultan activadas, cautivadas, movilizadas; funciones que borbotean y
responden en tiempo real a las fluctuaciones del flujo informacional que atraviesa la
pantalla. Tomemos esta visión, o más bien lo que en ella encontramos, y démosle un
paseo ahora a través de una exposición del MoMa en Nueva York, donde unos
cibernéticos entusiastas, conversos recientemente a la coartada artística, han decidido
presentar al público todos los dispositivos de neutralización, de normalización a través
del trabajo, que tienen en mente para el futuro. La exposición se titularía Workspheres:
se expondría en ella el modo en que un iMac transforma el trabajo —que ha devenido
en sí mismo superfluo e insoportable— en ocio, y cómo un ambiente “de fácil manejo”
prepara al Bloom promedio para que soporte la existencia más desolada y maximice de
esta manera su rendimiento social, o cómo le desaparecerá toda disposición a la
angustia, a este Bloom, cuando SE hayan integrado en su espacio de trabajo
personalizado todos los parámetros de su psicología, sus hábitos y su carácter. De la
conjunción de estas “visiones” nacería la sensación de que, finalmente, SE ha logrado
producir el espíritu; y a su vez, producir el cuerpo como desperdicio, masa inerte y
voluminosa, condición —pero sobre todo obstáculo— del desenvolvimiento de
procesos puramente cerebrales. La silla, la mesa, la computadora: un dispositivo. Un
apresamiento productivo. Una empresa metódica de atenuación de todas las formas-de-
vida. Jünger bien hablaba de una “espiritualización del mundo”, pero en un sentido que
no era necesariamente elogioso.
Podríamos imaginar una génesis distinta. Al inicio, habría en esta ocasión una
molestia, una molestia unida a la generalización de artefactos de vigilancia en los
almacenes; arcos antirrobo especialmente. Habría una ligera angustia, al momento de
traspasarlos, por saber si sonarán o no, por saber si uno será extraído del flujo anónimo
de los consumidores como “el cliente indeseable”, como “el ladrón”. Habría pues, en
esta ocasión, la molestia —¿o quién sabe? el resentimiento— por haberse hecho atrapar
en algunas ocasiones, y la clara presciencia de que los dispositivos comenzaron
últimamente a funcionar. O de que esta tarea de vigilancia, por ejemplo, es cada vez
más confiada exclusivamente a una masa de vigilantes que tienen buen ojo, al haber
sido ellos mismos los antiguos ladrones. Ellos que son, bajo cualquiera de sus gestos,
dispositivos a pie.
Imaginemos ahora una génesis, del todo improbable ésta, para los más incrédulos.
El punto de partida no podría ser otro que la cuestión de la determinidad, del hecho de
que hay, inexorablemente, determinación; pero se trata de una fatalidad que puede a la
vez tomar el sentido de una temible libertad de juego con las determinaciones. De una
subversión inflacionista del control cibernético.

Al inicio, no habría nada, finalmente. Nada que no sea el rechazo a jugar inocentemente
cualquiera de los juegos que SE hayan previsto para engatusarnos.
¿Y quién sabe? el deseo
FEROZ

de crear algunos de ellos


vertiginosos.

I
¿En qué consiste, exactamente, la Teoría del Bloom? Consiste en un intento de
historizar la presencia, de tomar nota, para comenzar, del estado actual de nuestro ser-
en-el-mundo. Otros intentos de la misma naturaleza han precedido a la Teoría del
Bloom, entre los cuales el más notable, después de Los conceptos fundamentales de la
metafísica de Heidegger, resulta definitivamente El mundo mágico de De Martino.
Sesenta años antes de la Teoría del Bloom, la antropología italiana ofrecía una
contribución, hasta el día de hoy inigualada, en torno a la historia de la presencia. Pero
mientras que filósofos y antropólogos desembocaban en este resultado, en la
constatación del sitio donde somos con el mundo, en la constatación de nuestro propio
colapso, fue de allí que nosotros partimos, así que aquí consentiremos.
Hombre de su época en esto, De Martino pretendía creer en toda la fábula
moderna del sujeto clásico, del mundo objetivo, etc. Luego distinguió entre dos épocas
de la presencia, la que tiene curso en el “mundo mágico”, primitivo, y la del “hombre
moderno”. Todo el malentendido occidental con respecto de la magia y, más
generalmente, de las sociedades tradicionales, dice en resumen De Martino, se debe al
hecho de que pretendemos comprenderlas desde afuera, a partir del presupuesto
moderno de una presencia adquirida, de un ser-en-el-mundo asegurado, apoyado en una
clara distinción entre el yo y el mundo. En el universo tradicional-mágico, la frontera
que constituye al sujeto moderno como un sustrato sólido, estable, seguro de su ser-ahí,
ante el cual se extiende un mundo atestado de objetividad, conforma todavía un
problema. Dicha frontera existe en este universo para conquistarlo, para fijarlo; la
presencia humana es así constantemente amenazada, sintiéndose en un peligro perpetuo.
Así, esta labilidad coloca a la presencia humana a merced de cualquier percepción
violenta, de cualquier situación saturada de afectos, de cualquier acontecimiento
inasimilable. En casos extremos, conocidos bajo diversos nombres en las civilizaciones
primitivas, el ser-ahí es totalmente devorado por el mundo, una emoción o una
percepción. A esto los malayos lo llaman latah, los tunguses olon, algunos melanesios
atai, y entre los mismos malayos está relacionado con el amok. En tales estados, la
presencia singular se desploma completamente, entra en una indistinción con los
fenómenos y se deshace con un simple eco, mecánico, del mundo que le rodea. De este
modo un latah, un cuerpo afectado de latah, coloca la mano sobre la llama apenas
esbozado el gesto para hacerlo o, encontrándose de golpe cara a cara con un tigre en la
cima de un sendero, comienza a imitarlo furiosamente, poseído como está por semejante
percepción inesperada. También se relatan casos de olon colectivo: durante la formación
de un regimiento cosaco por parte de un oficial ruso, los hombres del regimiento, en
lugar de ejecutar las órdenes del coronel, comienzan repentinamente a repetirlas en
coro; y cuanto más los colmaba de insultos el oficial y éste se irritaba por su rechazo a
obedecer, más le regresaban ellos sus insultos e imitaban su cólera. De Martino
caracteriza de este modo el latah, haciendo uso de sus categorías aproximativas: “La
presencia tiende a permanecer polarizada sobre un contenido particular, no alcanza a ir
más allá de ello y, por consiguiente, desaparece y abdica en tanto que presencia.
Colapsa así la distinción entre presencia y mundo que se hace presente.”
Así pues, para De Martino existe un “drama existencial”, un “drama histórico del
mundo mágico”, que es un drama de la presencia; y el conjunto de las creencias,
técnicas e instituciones mágicas están ahí para responder a tal situación: para salvar,
proteger o restaurar la presencia mermada. Por tanto, ese conjunto está dotado de una
eficacia propia, de una objetividad inaccesible al sujeto clásico. Una de las maneras que
tienen los indígenas de Mota para vencer la crisis de la presencia provocada por alguna
reacción emocional intensa, consistirá así en asociar a aquel que ha sido su víctima con
la cosa que la ha ocasionado, o algo que la represente. En el curso de una ceremonia,
dicha cosa será declarada atai. El Chamán instituirá una comunidad de destino entre
esos dos cuerpos que estarán, a partir de ahora, indisoluble y ritualmente unidos, a tal
punto que en el idioma indígena atai significa simplemente alma. “La presencia que se
arriesga a perder todo horizonte se reconquista incorporando su unidad problemática a
la unidad problemática de la cosa”, concluye De Martino. Esta práctica banal (la de
inventarse un alter ego objetal) es aquello que los occidentales recubrirán con el apodo
de “fetichismo”, rechazando comprender que el hombre “primitivo” se recompone, al
reconquistar una presencia, mediante la magia. Reproduciéndose el drama de su
presencia en disolución, pero esta vez acompañado y apoyado por el Chamán —en el
trance, por ejemplo—, pone en escena dicha disolución de tal manera que vuelve a ser
su amo. Lo que el hombre moderno reprocha tan amargamente al “primitivo”, después
de todo, no es tanto su práctica de la magia, sino la audacia que tiene para otorgarse un
derecho que es juzgado obsceno: el de evocar la labilidad de la presencia y, con ello,
volverla participable. Y es que los “primitivos” se han dado los medios para vencer ese
tipo de desamparo, cuyas imágenes más familiares para nosotros son el moderno
despojado de su portátil, la familia pequeñoburguesa privada de tele, el automovilista
con el coche rallado, el ejecutivo sin oficina, el intelectual sin la palabra o la Jovencita
sin su bolso.
Pero De Martino comete un error inmenso, un error de fondo sin duda inherente a
toda antropología. De Martino ignora la amplitud del concepto de presencia, ya que la
concibe todavía como un atributo del sujeto humano, lo cual le lleva inevitablemente a
oponer la presencia al “mundo que se hace presente”. La diferencia entre el hombre
moderno y el primitivo no consiste, como De Martino dice, en el hecho de que el
segundo se encontraría en defecto con respecto del primero, al no haber adquirido aún la
seguridad de éste. La diferencia consiste, por el contrario, en que el “primitivo”
demuestra una mayor apertura, una mayor atención, al VENIR A LA PRESENCIA DE LOS

ENTES, y por tanto, como consecuencia, una mayor vulnerabilidad a las fluctuaciones de
éste. El hombre moderno, el sujeto clásico, no es un salto fuera de lo primitivo, sino
que, más bien, es tan sólo un primitivo que se ha vuelto indiferente al acontecimiento de
los seres, que ya no sabe acompañar al venir a la presencia de las cosas, que es pobre de
mundo. De hecho, toda la obra de De Martino está atravesada por un amor infeliz hacia
el sujeto clásico. Infeliz, debido a que De Martino tiene, como Janet, una comprensión
demasiado íntima del mundo mágico, una sensibilidad demasiado rara hacia el Bloom,
como para no sentir, secretamente, todos sus efectos. Lo que ocurre es que, cuando se es
un hombre, en la Italia de los años 40, ciertamente se tiene más que nada el interés de
callar dicha sensibilidad y de confesar una pasión desenfrenada por la plasticidad
majestuosa y, a partir de ahora, admirablemente kitsch del sujeto clásico. De este modo,
De Martino se acorraló en la postura cómica que es denunciar el error metodológico de
querer aprehender el mundo mágico desde el punto de vista de una presencia asegurada,
al mismo tiempo que la conserva como horizonte de referencia. En última instancia,
hace suya la utopía moderna de una objetividad pura de toda subjetividad y de una
subjetividad exenta de toda objetividad.
En realidad, la presencia es tan poco un atributo del sujeto humano que ella es
aquello que se da. “El fenómeno a retener, aquí, no es ni el simple ente ni su modo de
estar presente, sino la entrada en presencia; una entrada que es siempre nueva,
cualquiera que sea el dispositivo histórico en que aparezca lo dado” (Reiner Schürmann,
El principio de anarquía). Así se define el ek-stasis ontológico del ser-ahí humano, su
co-pertenencia a cada situación vivida. La presencia en sí misma es INHUMANA.

Inhumanidad que triunfa en la crisis de la presencia, cuando lo ente se impone en toda


su aplastante insistencia. La donación de la presencia, entonces, ya no puede seguir
siendo acogida; toda forma-de-vida, es decir, toda manera de acoger esta donación, se
disipa. Lo que hay que historizar no es entonces el progreso de la presencia hacia la
estabilidad final, sino las diferentes maneras en que ésta se da, las diferentes economías
de la presencia. Y si bien existe hoy en día, en la era del Bloom, una crisis generalizada
de la presencia, esto es así solamente en virtud de la generalidad de la economía en
crisis: LA ECONOMÍA OCCIDENTAL, MODERNA Y HEGEMÓNICA, DE LA PRESENCIA
CONSTANTE. Economía que tiene como característica propia la denegación de la
posibilidad misma de su crisis por medio del chantaje del sujeto clásico, regente y
medida de todas las cosas. El Bloom resalta históricamente el fin de la efectividad
social-mágica de ese chantaje o fábula. La crisis de la presencia entra nuevamente en el
horizonte de la existencia humana, pero no SE responde a ella de la misma manera que
en el mundo tradicional; no SE la reconoce como tal.
En la era del Bloom la crisis de la presencia se cronifica y se objetiva en una
inmensa acumulación de dispositivos. Cada dispositivo funciona como una prótesis ek-
sistencial que SE administra al Bloom para permitirle sobrevivir en la crisis de la
presencia sin que la perciba, y para permitirle permanecer en ella día tras día sin
sucumbir — un celular, un psicólogo, un amante, un sedante o un cine conforman una
especie de muletas bastante adecuadas, siempre y cuando uno pueda cambiarlas a
menudo. Considerados singularmente, los dispositivos son otras tantas fortalezas
erigidas contra el acontecimiento de las cosas; tomados en masa, son el hielo seco que
SE esparce sobre el hecho de que cada cosa, en su venir a la presencia, lleva consigo un
mundo. Lo objetivo: mantener a toda costa la economía dominante mediante la gestión
autoritaria, en todo lugar, de la crisis de la presencia; instalar planetariamente un
presente contra el libre juego de todo venir a la presencia. En pocas palabras: EL MUNDO
SE ENDURECE.

Desde que el Bloom se ha insinuado en el corazón de la civilización, SE ha hecho


todo lo posible para aislarlo, para neutralizarlo. Muy a menudo, y ya muy
biopolíticamente, se le ha tratado como una enfermedad: primero se llamó psicastenia,
con Janet, y luego esquizofrenia. Hoy en día SE prefiere hablar de depresión. Las
calificaciones cambian, ciertamente, pero la maniobra es siempre la misma: reducir las
manifestaciones del Bloom que son demasiado extremas a puros “problemas
subjetivos”. Circunscribiéndolo como enfermedad, SE lo individualiza, SE lo localiza y
SE lo reprime, de tal manera que ya no pueda ser asumible colectivamente,
comúnmente. Si lo vemos bien, la biopolítica nunca ha tenido otro propósito: garantizar
que nunca se constituyan mundos, técnicas, dramatizaciones compartidas, magias, en el
seno de las cuales la crisis de la presencia pueda ser vencida, asumida, pueda devenir un
centro de energía, una máquina de guerra. La ruptura de toda transmisión de la
experiencia, la ruptura de la tradición histórica está ahí, salvajemente mantenida, para
asegurar que el Bloom se mantenga siempre entregado, remitido a “sí mismo”, a su
propia y solitaria burla, a su aplastante y mítica “libertad”. Existe ante todo un
monopolio biopolítico de los remedios para la presencia en crisis, que siempre está
dispuesto a defenderse con la violencia más lejana.
La política que desafía este monopolio toma como punto de partida, y como
centro de energía, la crisis de la presencia: el Bloom. A esta política la calificaremos
como extática. Su propósito no es rescatar abstractamente, a fuerza de
re/presentaciones, la presencia humana en disolución, sino en la elaboración de magias
participables, de técnicas de habitación, no tanto de un territorio, sino de un mundo. Y
es esta elaboración, la del juego entre las diferentes economías de la presencia, entre las
diferentes formas-de-vida, lo que exige la subversión y la liquidación de todos los
dispositivos.
Aquellos que aún reclaman una teoría del sujeto, como un último aplazamiento
ofrecido a su pasividad, harían mejor en comprender que, en la era del Bloom, una
teoría del sujeto ya sólo es posible como teoría de los dispositivos.

II
Durante mucho tiempo he creído que lo que distinguía a la teoría de, supongamos,
la literatura, era su impaciencia para transmitir contenidos, su vocación para hacerse
comprender. Efectivamente, esto especifica a la teoría, a la teoría como la única forma
de escritura que no es una práctica. De ahí el infinito impulso de la teoría, que puede
decir lo que sea sin que esto arroje nunca, finalmente, alguna consecuencia; para los
cuerpos, evidentemente. Veremos muy bien que nuestros textos no son teoría ni su
negación, sino simplemente otra cosa.
¿Cuál es el dispositivo perfecto, el dispositivo-modelo a partir del cual ningún
malentendido podría subsistir sobre la noción misma de dispositivo? El dispositivo
perfecto, me parece, es LA AUTOPISTA. En ella, el máximum de la circulación coincide
con el máximum del control. Nada se mueve en ella que no sea incontestablemente
“libre” y, a la vez, estrictamente registrado, identificado e individuado en un registro
exhaustivo de matriculaciones. Organizado en red, dotado de sus propios puntos de
abastecimiento, de su propia policía, de espacios autónomos neutros, vacíos y
abstractos, el sistema de autopistas representa directamente el territorio, como
descargado por bandas a través del paisaje; una heterotopía, la heterotopía cibernética.
En él, todo ha sido cuidadosamente parametrizado para que no suceda nada, nunca. El
flujo indiferenciado de lo cotidiano sólo es evaluado por la serie estadística, prevista y
previsible, de los accidentes que SE nos tiene tan informados porque nunca somos
testigos de ellos, y que no son, por tanto, vividos como acontecimientos, como muertes,
sino como una perturbación pasajera de la que todo rastro será borrado en poco tiempo.
Por otra parte, nos recuerda la Seguridad Vial, SE muere mucho menos en las autopistas
que en las carreteras nacionales; y son apenas los cadáveres de los animales aplastados,
que se advierten por la ligera dislocación que inducen en la dirección de los coches, los
que nos recuerdan qué es lo que significa PRETENDER VIVIR ALLÍ DONDE LOS DEMÁS

PASAN. Cada átomo del flujo molecularizado, cada una de las mónadas impermeables del
dispositivo, no tiene, de cualquier modo, ninguna necesidad de que se le recuerde que el
fluir está dentro de sus intereses. La autopista está hecha completamente, con sus largas
curvas y su uniformidad calculada y señalizada, para reducir todas las conductas a una
sola: la cero-sorpresa, prudente y alisada, orientada hacia un lugar de llegada y recorrida
completamente a una velocidad media y regular. A pesar de todo, existe un ligero
sentimiento de ausencia, de un extremo a otro del trayecto, como si la única forma de
permanecer en un dispositivo fuera atrapado bajo la perspectiva de salirse de él, sin
nunca haber estado verdaderamente ahí. Al final, el puro espacio de la autopista expresa
la abstracción de todo lugar más que la de toda distancia. En ninguna parte SE ha
realizado tan perfectamente la sustitución de los lugares a partir de su nombre, a partir
de su reducción nominalista. En ninguna parte la separación habrá sido tan móvil y
convincente, e incluso armada de un lenguaje (la señalización vial) menos susceptible
de subversión. La autopista, por tanto, como utopía concreta del Imperio cibernético. ¡Y
pensar que existe gente que ha podido oír hablar de “autopistas de la información” sin
presentir la promesa de un vigilancia policíaca total!
El metro, la red metropolitana, es otra clase de megadispositivo, subterráneo en
esta ocasión. No cabe duda, vista la pasión policíaca que la RATP nunca ha abandonado
desde Vichy, de que una cierta consciencia de este hecho se ha insinuado en todos sus
pisos, e incluso en sus entresuelos. Es así como se podía leer hace algunos años, en los
pasillos del metro parisino, un extenso aviso público de la RATP, adornado con un león
que ostentaba una pose real. El título de la noticia, escrito en caracteres gruesos y
extraordinarios, estipulaba que: “AMO DE LOS LUGARES ES AQUEL QUE LOS ORGANIZA”.
Quien se dignaba a detenerse a leer, se veía así informado por la intransigencia
empleada por esta compañía pública dispuesta a defender el monopolio de la gestión de
su dispositivo. Desde ese momento, parece ser que el Weltgeist ha conseguido aún
progresos entre los émulos del servicio de Comunicación de la RATP, ya que todas sus
campañas han sido, a partir de ese momento, firmadas como “RATP, el espíritu libre”.
El “espíritu libre” —singular fortuna para una fórmula que ha pasado desde Voltaire
hasta los anuncios de los nuevos servicios bancarios, pasando por Nietzsche—, tener el
espíritu libre más que ser un espíritu libre: he aquí lo que exige el Bloom, ávido de
bloomificación. Tener el espíritu libre, es decir: el dispositivo se hace cargo de los que
se le someten. Sin duda, existe una comodidad que se vincula con esto, que consiste en
poder olvidar, hasta nuevo aviso, que uno está en el mundo.
En cada dispositivo existe una decisión que se esconde. Los Amables Cibernéticos
del CNRS le dan la vuelta a esto de la siguiente manera: “El dispositivo puede ser
definido como la concretización de una intención mediante la constitución de ambientes
acondicionados” (Hermès, nº 25). El flujo es necesario para el mantenimiento del
dispositivo, porque es detrás de él que se esconde dicha decisión. “No hay nada más
fundamental para la supervivencia del shopping que un flujo constante de clientes y
productos”, observan los cabrones del Harvard Project on the City. Pero asegurar la
permanencia y la dirección del flujo molecularizado, interconectar los diferentes
dispositivos, exige un principio de equivalencia, un principio dinámico, distinto de la
norma en curso en cada dispositivo. Este principio de equivalencia es la mercancía. La
mercancía, es decir, el dinero como lo que individúa y separa todos los átomos sociales,
colocándolos a solas frente a su cuenta bancaria como el cristiano lo estaba ante su
Dios; el dinero, que nos permite al mismo tiempo entrar continuamente en todos los
dispositivos y, en cada entrada, registrar un rastro de nuestra posición, de nuestro paso.
La mercancía, es decir, el trabajo que permite contener el mayor número de cuerpos en
un número particular de dispositivos estandarizados, forzarlos a pasar a través de ellos y
quedarse, organizando cada uno su propia trazabilidad a través del currículum vitae
(¿no es cierto, por otra parte, que trabajar hoy en día ya no consiste tanto en hacer
alguna cosa como en ser alguna cosa y, desde luego, en estar disponible?). La
mercancía, es decir, el reconocimiento gracias al cual cada uno autogestiona su
sumisión a la policía de las cualidades y mantiene con otros cuerpos una distancia
prestidigitadora, suficientemente grande para neutralizarse, pero no tanto para excluirse
de la valorización social. Guiado de este modo por la mercancía, el flujo de los Bloom
impone dulcemente la necesidad del dispositivo que lo contiene. Todo un mundo
fosilizado sobrevive en esta arquitectura, la cual ya no necesita celebrar el poder
soberano porque ella misma es, a partir de ahora, el poder soberano: le basta con
configurar el espacio — la crisis de la presencia hace el resto.
Bajo el Imperio, las formas clásicas del capitalismo sobreviven, pero como formas
vacías, como puros vehículos al servicio del mantenimiento de los dispositivos. Su
persistencia no debe engañarnos: ya no reposan sobre sí mismos, puesto que han
devenido función de otra cosa. A PARTIR DE AHORA, EL MOMENTO POLÍTICO DOMINA EL

MOMENTO ECONÓMICO. La cuestión suprema ya no es la extracción de plusvalía, sino el


Control. El nivel de extracción de la propia plusvalía ya no indica sino el nivel de
Control que es localmente su condición. El Capital ya no es sino un medio al servicio
del Control generalizado. Y si aún existe un imperialismo de la mercancía, se hace
sentir ante todo como imperialismo de los dispositivos; imperialismo que responde a
una necesidad: la de la NORMALIZACIÓN TRANSITIVA DE TODAS LAS SITUACIONES. Se
trata de extender la circulación entre los dispositivos, porque es ella quien forma el
mejor vector de la trazabilidad universal y del orden de los flujos. En este punto
también, nuestros Amables Cibernéticos poseen el arte de la fórmula: “En general, el
individuo autónomo, concebido como portador de una intencionalidad propia, aparece
como la figura central del dispositivo. […] Ya no se orienta el individuo, sino que es el
individuo quien se orienta en el dispositivo”.
No hay nada misterioso en las razones por las cuales los Bloom se someten tan
masivamente a los dispositivos. Por qué, ciertos días, en el supermercado, no robo
nada…; tanto si me siento demasiado débil como si soy perezoso: no robar resulta una
comodidad. No robar supone disolverse absolutamente en el dispositivo, conformarse
en él para no tener que sostener la relación de fuerza que conlleva: la relación de fuerza
entre un cuerpo y el agregado compuesto por los empleados, el vigilante y,
eventualmente, la policía. Robar me fuerza a una presencia, a una atención, a un nivel
de exposición de mi superficie corporal, a la cual, ciertos días, no puedo recurrir. Robar
me fuerza a pensar mi situación. Y en ciertas ocasiones, no tengo la energía para ello.
Así que pago, pago para ser dispensado de la experiencia misma del dispositivo en su
realidad hostil. Pero lo que en realidad adquiero es un derecho a la ausencia.
III
Lo que puede ser mostrado no puede ser dicho.
Wittgenstein

El decir no es lo dicho.
Heidegger

Existe un enfoque materialista del lenguaje que parte de que aquello que
percibimos nunca es separable de aquello que sabemos. La Gestalt ha mostrado desde
hace mucho tiempo cómo, frente a una imagen confusa, el hecho de que se nos diga que
tal imagen representa a un hombre sentado en una silla, o una lata de conservas
semiabierta, es suficiente para hacer aparecer una u otra cosa. Las reacciones nerviosas
de un cuerpo y, ciertamente por ello mismo, su metabolismo, están estrechamente
unidas —si acaso no dependen ya directamente— al conjunto de sus representaciones.
Hay que admitir esto para establecer, no tanto el valor, sino la significación vital de
cada metafísica, su incidencia en términos de forma-de-vida.
Imaginemos, después de esto, una civilización cuya gramática llevaría en su
núcleo, especialmente en el empleo del verbo más corriente de su vocabulario, una clase
de vicio, defecto tal que conlleve a que todo sería percibido de acuerdo a una
perspectiva, no solamente falseada, sino en la mayoría de los casos mórbida.
Imaginemos qué ocurriría entonces con la fisiología común de sus usuarios, con las
patologías mentales y relacionales, con la disminución vital a la que éstos estarían
expuestos. Tal civilización sería ciertamente inhabitable y produciría solamente, en
cualquier sitio que se extienda, desastre y desolación. Esa civilización es la civilización
occidental, y ese verbo es sencillamente el verbo ser. Y el verbo ser no en sus empleos
de auxiliar o de existencia —esto es—, los cuales son relativamente inofensivos, sino en
sus empleos de atribución —esta rosa es roja— y de identidad —la rosa es una flor—,
que autorizan las más simples falsificaciones. En el enunciado “esta rosa es roja”, por
ejemplo, presto al sujeto “rosa” un predicado que no es el suyo, que es más bien un
predicado de mi percepción: soy yo, que no soy daltónico, que soy “normal”, quien
percibe esta longitud de onda como “rojo”. Decir “yo percibo la rosa como rojo”
resultaría ya menos capcioso. En cuanto al enunciado “la rosa es una flor”, me permite
borrarme oportunamente tras la operación de clasificación que yo hago. Por tanto,
convendría más bien decir: “yo clasifico la rosa entre las flores” (que es la formulación
común en las lenguas eslavas). Sin duda es evidente, a continuación, que los efectos del
es de identidad tienen un alcance emocional muy distinto cuando permiten decir de un
hombre que tiene la piel blanca, “es un Blanco”, de alguien que tiene dinero, “es un
rico”, o de una mujer que se comporta algo libremente, “es una puta”. Y esta cuestión
de ninguna manera consiste en denunciar la supuesta “violencia” de tales enunciados,
preparando así el advenimiento de una nueva policía de la lengua, de una political
correctness ampliada, que esperaría que cada frase lleve consigo su propia garantía de
cientificidad. De lo que se trata es de saber lo que se hace, lo que SE nos hace, cuando
hablamos; y de saberlo juntos.
La lógica subyacente a estos empleos del verbo ser es calificada por Korzybski
como aristotélica; nosotros la llamaremos simplemente “la metafísica” — y de hecho
no estamos lejos de pensar, como Schürmann, que “la cultura metafísica en su conjunto
revela ser una universalización de la operación sintáctica que es la atribución
predicativa”. Lo que se juega en la metafísica, y especialmente en la hegemonía social
del es de identidad, es tanto la negación del devenir, como del acontecimiento de las
cosas y los seres — “¿Estoy fatigado? Esto, desde luego, no quiere decir gran cosa. Ya
que mi fatiga no es mía, no soy yo quien está fatigado. ‘Hay lo fatigante’. Mi fatiga se
inscribe en el mundo bajo la forma de una consistencia objetiva, de un suave espesor de
las cosas mismas, del sol y la carretera que sube, del polvo y las piedras.” (Deleuze,
‘Decires y perfiles’, 1947) En lugar del acontecimiento —“hay lo fatigante”— la
gramática metafísica nos forzará a pronunciar un sujeto para después referirle su
predicado: “yo estoy fatigado” — esto es: el acondicionamiento de una posición de
retirada, de elipsis del ser-en-situación, de borrado de la forma-de-vida que se enuncia
tras su enunciado, tras la pseudosimetría autárquica de la relación sujeto-predicado. Y
es, naturalmente, con la justificación de este escamoteo que se abre la Fenomenología
del espíritu, piedra angular de la represión occidental de la determinidad y las formas-
de-vida, verdadera propedéutica para toda ausencia futura. “A la pregunta: ¿qué es el
ahora? —escribe nuestro Bloom jefe— respondemos, pues, por ejemplo, el ahora es la
noche. Y para examinar la verdad de esta certeza sensible, basta con un sencillo
experimento. Escribamos esta verdad; la verdad no es algo que se puede perder por
escribirla, ni mucho menos por tratar de guardarla y conservarla. Pero si volvemos a ver
ahora, es decir, este mediodía, la verdad que escribimos anoche, resulta que tendremos
que decir que se nos ha echado a perder”. El grosero juego de manos consiste aquí en
reducir como si nada la enunciación al enunciado, en postular la equivalencia del
enunciado hecho por un cuerpo en situación, del enunciado como acontecimiento, y del
enunciado objetivado o escrito, que perdura como rastro en la indiferencia a toda
situación. De uno a otro, es el tiempo, es la presencia, lo que cae en la trampa. En su
último escrito, cuyo título suena como una especie de respuesta al primer capítulo de la
Fenomenología del espíritu, Sobre la certeza, Wittgenstein profundiza la cuestión. Se
trata del parágrafo 588: “Sin embargo, ¿no es cierto que con las palabras ‘Sé que esto
es…’ afirmo encontrarme en un estado particular, mientras que la mera aseveración:
‘Esto es…’ no dice lo mismo? A pesar de ello, nuestra réplica a una aseveración
semejante suele ser ‘¿Cómo lo sabes?’ — ‘Sencillamente, porque el hecho de que lo
afirme permite reconocer que lo creo.’ — Podría expresarse así: en un zoológico
podríamos encontrar la inscripción ‘Esto es una cebra’, pero nunca ‘Sé que esto es una
cebra.’ ‘Sé’ sólo tiene sentido cuando sale de la boca de una persona.”
El poder que se ha hecho heredero de toda la metafísica occidental, el Imperio,
extrae de ella toda su fuerza así como la inmensidad de sus debilidades. La abundancia
de artefactos de control y de equipos de vigilancia continua que han cubierto el mundo,
por su exceso mismo, delata el exceso de su ceguera. La movilización de todas esas
“inteligencias” que se vanagloria de tener entre sus filas, sólo confirma la evidencia de
su estupidez. Resulta impresionante ver, año tras año, cómo los seres se escurren cada
vez más entre sus predicados, entre todas las identidades que SE les hacen. Con total
seguridad, el Bloom progresa. Todas las cosas se indistinguen. SE tiene cada vez mayor
dificultad para hacer del que piensa “un intelectual”, del que trabaja “un asalariado”, del
que mata “un asesino”, del que milita “un militante”. El lenguaje formalizado,
aritmética de la norma, no se conexiona sobre ninguna distinción sustancial. Los
cuerpos ya no se dejan reducir a las cualidades que SE les quiso atribuir. Rechazan
incorporárselas. Fluyen, silenciosamente. El reconocimiento, que al principio nombra
una cierta distancia entre los cuerpos, se encuentra desbordado en todos sus puntos. Ya
no puede dar cuenta de lo que pasa, precisamente, entre los cuerpos. Hacen falta, por
tanto, dispositivos, más y más dispositivos: para estabilizar la relación entre los
predicados y los “sujetos” que escapan de ellos obstinadamente, para frustrar la creación
difusa de relaciones asimétricas, perversas y complejas entre dichos predicados, para
producir la información, para producir lo real como información. Es evidente que los
intervalos que mide la norma y a partir de los cuales SE individualizan-distribuyen los
cuerpos, ya no son suficientes para el mantenimiento del orden; es necesario, por otra
parte, hacer reinar el terror, el terror de alejarse demasiado de la norma. Para garantizar
la estabilidad artificial de un mundo en implosión, han devenido necesarias toda una
policía inédita de las cualidades y toda una ruinosa red de microvigilancia, de
microvigilancia de todos los instantes y espacios. Obtener el autocontrol de cada uno
exige una densificación inédita, una difusión masiva de dispositivos de control cada vez
más integrados, cada vez más hipócritas. “El dispositivo: una ayuda para las identidades
en crisis”, escriben los cerdos del CNRS. Pero cualquier cosa que SE haga para asegurar
la plana linealidad de la relación sujeto-predicado, para someter todo ser a su
representación, a pesar de su desprendimiento histórico, a pesar del Bloom, no sirve de
nada. Sin duda, los dispositivos pueden fijar, conservar las economías de la presencia
caducas, hacerlas persistir más allá de su acontecimiento, pero son impotentes al
intentar que cese el asedio de los fenómenos, que tarde o temprano acabarán por
sumergirlos. Por el momento, el hecho de que no es lo ente lo que, la mayor parte del
tiempo, es portador de las cualidades que le prestamos, sino más bien nuestra
percepción, que se muestra siempre más claramente en el hecho de que nuestra pobreza
metafísica, la pobreza de nuestro arte de percibir, nos hace experimentar todo como sin
cualidades, nos hace producir el mundo como desprovisto de cualidades. En este
derrumbamiento histórico, las cosas mismas, libres de todo apego, vienen cada vez más
insistentemente a la presencia.
En realidad, es como dispositivo que nos aparece cada detalle de un mundo que
nos ha devenido extranjero, precisamente, en cada uno de sus detalles.

IV
Nuestra razón es la diferencia de los discursos, nuestra historia la diferencia de los tiempos, nuestro
yo la diferencia de las máscaras.
Michel Foucault, Arqueología del saber

Corresponde a un pensamiento abruptamente mayor conocer aquello que obra,


conocer en qué operaciones se libra. Y no con vistas a conseguir alguna Razón final,
prudente y mesurada, sino, por el contrario, con el fin de intensificar el goce dramático
que se une al juego de la existencia, en sus propias fatalidades. La cosa resulta
evidentemente obscena. Y debo decir que, a dondequiera que uno vaya, a cualquier
medio que uno se dirija, todo pensamiento de la situación resulta inmediatamente
interpretado y conjurado como perversión. Para prevenir este desafortunado reflejo
siempre hay, es verdad, una salida presentable, que consiste en proveer este
pensamiento para una crítica. En Francia, esto es por cierto algo en lo que SE es muy
ávido. Al develarme como hostil a aquello cuyo funcionamiento y determinismos he
penetrado, coloco eso mismo que quisiera aniquilar a salvo de mí mismo, a salvo de mi
práctica. Y es precisamente esa inocuidad lo que SE espera de mí al exhortarme a que
me declare como crítico.
En todas partes, la libertad de juego que acarrea la adquisición de un saber-poder
es algo que colma de terror. Ese terror, el terror del crimen, es destilado indefinidamente
por el Imperio entre los cuerpos, asegurándose así de conservar el monopolio de los
saberes-poderes, esto es, a la larga, el monopolio de todos los poderes. Dominación y
Crítica conforman desde siempre un dispositivo inconfesablemente dirigido contra un
hostis común: el conspirador, aquel que obra encubierto, que hace uso de todo lo que SE
le da y le reconoce como una máscara. El conspirador es odiado en todas partes, pero
nunca SE le odiará tanto como el placer que él obtiene de su juego. Con toda seguridad,
una cierta dosis de aquello que llamamos comúnmente “perversión” entra en el placer
del conspirador, porque aquello de lo que goza es, entre otras cosas, de su opacidad.
Mas ésta no es la razón por la cual no SE deja de impulsar al conspirador a volverse
crítico, a subjetivarse como crítico, ni tampoco la razón del odio que SE mantiene tan
corrientemente hacia él. Esa razón consiste sencillamente en el peligro que él encarna.
El peligro, para el Imperio, son las máquinas de guerra: que uno o varios hombres se
transformen en máquinas de guerra, ENLAZANDO ORGÁNICAMENTE SU GUSTO POR VIVIR

Y SU GUSTO POR DESTRUIR.

El moralismo de toda crítica no es, a su vez, algo a criticar: para nosotros resulta
suficiente conocer la poca inclinación que tenemos por lo que se trama verdaderamente
en él: amor exclusivo de los afectos tristes, de la impotencia, de la contrición, deseo de
pagar, de expiar, de ser castigado, pasión por el proceso, odio del mundo, de la vida,
pulsión gregaria, espera del martirio. Todo ese asunto de la “consciencia” nunca ha sido
realmente comprendido. Existe efectivamente una necesidad de la consciencia que no
consiste de ninguna manera en una necesidad de “elevarse”, sino en una necesidad de
elevar, refinar y estimular nuestro goce, de multiplicar nuestro placer. Una ciencia de
los dispositivos, una metafísica crítica, es por tanto absolutamente necesaria, pero no
para plantar alguna bella certeza tras la cual poder borrarse, ni siquiera para agregar a la
vida su pensamiento, como también se ha dicho. Necesitamos pensar nuestra vida para
intensificarla de manera dramática. ¿Qué me importa un rechazo que no sea al mismo
tiempo un saber milimetrado de la destrucción? ¿Qué me importa un saber que no venga
a incrementar mi potencia, como eso que SE llama pérfidamente “lucidez”, por ejemplo?
Con respecto a los dispositivos, la burda propensión del cuerpo que ignora la
alegría, consistirá en reducir la presente perspectiva revolucionaria a la de la
destrucción inmediata de ellos. Los dispositivos proporcionarían entonces una especie
de chivo expiatorio objetal sobre el cual todo el mundo se pondría de acuerdo de manera
unívoca. Y se restablecería así el más viejo de los fantasmas modernos, el fantasma
romántico que cierra El lobo estepario: el de una guerra de los hombres contra las
máquinas. Reducida a esto, la perspectiva revolucionaria ya sólo sería, nuevamente, una
frígida abstracción. Ahora bien, el proceso revolucionario es un proceso de crecimiento
general de la potencia, o no es nada. Su Infierno es la experiencia y la ciencia de los
dispositivos, su Purgatorio el compartir dicha ciencia y el éxodo fuera de los
dispositivos, su Paraíso la insurrección y la destrucción de ellos. Y corresponde a cada
uno recorrer esta divina comedia, como una experimentación sin retorno.
Pero por el momento reina aún uniformemente el terror pequeñoburgués del
lenguaje. Por un lado, en la esfera “de lo cotidiano”, SE tiende a tomar las cosas por
palabras, es decir, supuestamente, por lo que son —“un gato es un gato”, “un centavo es
un centavo”, “yo soy yo”— y por el otro, desde que el SE es subvertido y el lenguaje se
desarticula para convertirse en agente de desorden potencial en la regularidad clínica de
lo ya-conocido, SE proyecta al lenguaje hacia las regiones nebulosas de la “ideología”,
de la “metafísica”, de la “literatura” o, más corrientemente, de los “sinsentidos”. No
obstante, hubo y habrá momentos insurreccionales en los que, bajo el efecto de un
rechazo flagrante de lo cotidiano, el sentido común vence ese terror. Y SE advierte
entonces que lo que hay de real en las palabras no es lo que designan — un gato no es
“un gato”; un centavo nunca es “un centavo”; yo ya no soy “yo mismo”. Lo que hay de
real en el lenguaje son las operaciones que efectúa. Describir un ente como un
dispositivo, o como ente producido por un dispositivo, es una práctica de desnaturación
del mundo dado, una operación de puesta a distancia de lo que nos es familiar, o que se
quiere como tal. Y usted lo sabe bien.
Poner a distancia el mundo dado, hasta ahora, ha sido lo propio de la crítica. Sólo
la crítica creía que, una vez hecho esto, ya estaba todo dicho. Porque en el fondo le
importaba menos poner el mundo a distancia que ponerse fuera de su alcance,
precisamente en alguna región nebulosa. Quería que SE conociera su hostilidad hacia el
mundo, su trascendencia innata. Quería que SE la creyera, que SE la suponga, en otra
parte, en algún Gran Hotel del Abismo o en la República de las Letras. Lo que nos
importa, a nosotros, es exactamente lo contrario. Imponemos una distancia entre el
mundo y nosotros, no para dar a entender que estaríamos en otra parte, sino para estar
de manera diferente ahí. La distancia que introducimos es el espacio de juego que
necesitan nuestros gestos; nuestros gestos que son compromisos y descompromisos,
amor y exterminio, sabotajes y deserciones. El pensamiento de los dispositivos, la
metafísica crítica, llega por tanto como aquello que prolonga el gesto crítico desde hace
tiempo paralizado, y que al prolongarlo lo anula. Particularmente, anula aquello que,
desde hace más de setenta años, constituye el centro de energía de todo lo que el
marxismo puede contener aún con vida, quiero decir, el famoso capítulo de El capital
sobre “el carácter fetichista de la mercancía y su secreto”. Cuánto Marx fracasó en
pensar más allá de la Ilustración y cuánto su Crítica de la economía política solamente
fue en efecto una crítica, no aparece en ninguna otra parte de un modo tan lamentable
como en estos pocos parágrafos.
Marx tropieza con la noción de fetichismo desde 1842, luego de su lectura de ese
clásico de la Ilustración que es Sobre el culto de los dioses fetiches, del Presidente de
Brosses. Desde su famoso artículo sobre los “robos de madera”, Marx compara el oro
con un fetiche, apoyando esta comparación en una anécdota extraída del libro de De
Brosses. Este último es el inventor histórico del concepto de fetichismo, el que extendió
la interpretación iluminista de ciertos cultos africanos a la totalidad de las civilizaciones.
Para él, el fetichismo es el culto propio a los “primitivos” en general. “Tantos hechos
similares, o del mismo género, establecen con la máxima claridad que tal como es hoy
en día la Religión de los Negros africanos y otros Bárbaros, tal era en otro tiempo la de
los pueblos antiguos; y que en todos los tiempos, así como por toda la tierra, se ha visto
reinar ese culto directo, rendido sin forma, a las producciones animales y vegetales.” Lo
que más escandaliza al hombre de la Ilustración, y especialmente a Kant, en el
fetichismo, es el modo de ver de un africano, el cual relata Bosman, en su Viaje de
Guinea (1704): “Hacemos y deshacemos Dioses, y […] somos los inventores y los
amos de aquello a lo cual hacemos ofrendas.” Los fetiches son esos objetos o esos seres,
esas cosas en todo caso, a los cuales el “primitivo” se relaciona mágicamente para
restaurar una presencia que tal o cual fenómeno extraño, violento o tan sólo inesperado,
hizo vacilar. Y efectivamente, esa cosa puede ser cualquiera que el Salvaje “divinice
directamente”, como lo explica el Aufklärer conmocionado, que tan sólo ve allí cosas y
no la operación mágica de restauración de la presencia. Y si no puede verla, esa
operación, se debe a que para él, así como para el “primitivo” —fuera del brujo, por
supuesto—, la vacilación de la presencia, la disolución del yo, no son asumibles; la
diferencia entre el moderno y el primitivo consiste solamente en que el primero se
prohibió la vacilación de la presencia, se ha fijado en la denegación existencial de su
fragilidad, mientras que el segundo la admite a condición de remediarla por todos los
medios. De ahí la relación polémica, todo menos tranquila, del Aufklärer con el “mundo
mágico”, cuya única posibilidad le llena de pavor. De ahí, también, la invención de la
“locura” para aquellos que no pueden someterse a tan ruda disciplina.
a posición de Marx, en ese primer capítulo del El capital, no es diferente a la del
Presidente de Brosses, pues se trata del gesto típico del Aufklärer, del crítico. “Las
mercancías tienen un secreto, y yo lo desenmascaro. ¡Ya lo verán, no lo mantendrán por
mucho tiempo!” Ni Marx ni el marxismo han salido nunca de la metafísica de la
subjetividad: es por ello que el feminismo, o la cibernética, han tenido tan poca
dificultad para deshacerlos. Puesto que ha historizado todo, salvo la presencia humana,
o puesto que ha estudiado todas las economías, salvo las de la presencia, Marx concibe
el valor de cambio del mismo modo en que Charles de Brosses, en el siglo XVIII,
observaba los cultos fetichistas entre los “primitivos”. Y esto es así porque no quiere
comprender aquello que se juega en el fetichismo. No ve mediante qué dispositivos SE

hace existir la mercancía en tanto que mercancía, no ve cómo, materialmente —con


acumulación de stocks en la fábrica; con la puesta en escena individuante de los best-
sellers en un almacén, tras una vitrina o sobre un anuncio; con la devastación de toda
posibilidad de uso inmediato así como de toda intimidad con los lugares—, se producen
los objetos como objetos, las mercancías como mercancías. Hace como si todo ello,
todo aquello que concierne a la experiencia sensible, no tuviera importancia alguna en
ese famoso “carácter fetichista”, como si el plano de fenomenalidad que hace existir a
las mercancías en tanto que mercancías no fuera él mismo materialmente producido.
Marx opone su incomprensión de sujeto-clásico-con-la-presencia-asegurada, que ve “las
mercancías en tanto que materias, es decir, en tanto que valores de uso”, a la obcecación
general, efectivamente misteriosa, de los explotados. Aun si él nota la necesidad de que
éstos sean de una u otra manera inmovilizados como espectadores de la circulación de
las cosas para que las relaciones entre ellos aparezcan como relaciones entre cosas, no
ve el carácter de dispositivo del modo de producción capitalista. No quiere ver lo que
ocurre, desde el punto de vista de ser-en-el-mundo, entre esos “hombres” y esas
“cosas”; él, que quiere explicar la necesidad de todo, no comprende la necesidad de esa
“ilusión mística”, su anclaje en la vacilación de la presencia, y en la represión de ésta.
Sólo puede despedir ese hecho remitiéndolo al oscurantismo, al retraso teológico y
religioso, a la “metafísica”. “En general, el reflejo religioso del mundo real únicamente
podrá desvanecerse cuando las circunstancias de la vida práctica, cotidiana, representen
para los hombres, día a día, relaciones diáfanamente racionales, entre ellos y con la
naturaleza.” Nos encontramos aquí en el ABC del catecismo de la Ilustración, con todo
lo que tiene de programático para el mundo tal como se ha construido desde entonces.
Como uno no puede evocar su propia relación con la presencia —la modalidad singular
de su ser-en-el-mundo—, ni aquello en lo que uno está comprometido hic et nunc, uno
apela inevitablemente a los mismos trucos usados por sus ancestros: uno confía a una
teleología tan implacable como abocada ejecutar la sentencia que en ese momento uno
pronuncia. El fracaso del marxismo, así como su éxito histórico, están absolutamente
ligados a la postura clásica de retirada que autoriza; al hecho, finalmente, de haber
permanecido en el regazo de la metafísica moderna de la subjetividad. La primera
discusión ocurrida con un marxista basta para comprender la verdadera razón de su
creencia: el marxismo sirve de muleta existencial a muchas personas que temen tanto
que su mundo deje de estar dado por sentado. Con el pretexto del materialismo, cubierto
con los hábitos del más fiero dogmatismo, el marxismo permite pasar de contrabando la
más vulgar de las metafísicas. Lo cierto es que sin la aportación práctica, vital, del
blanquismo, el marxismo no hubiera podido llevar a cabo solo la “revolución” de
Octubre.
Para una ciencia de los dispositivos el asunto no consistirá por tanto en denunciar
el hecho de que éstos nos posean, de que habría en ellos algo mágico. Sabemos muy
bien que al volante de un automóvil es muy raro que no nos comportemos como un
automovilista, y no necesitamos para nada que se nos explique cómo la televisión, un
playstation o un “ambiente acondicionado” nos condicionan. Una ciencia de los
dispositivos, una metafísica crítica, toma más bien nota de la crisis de la presencia, y se
prepara para rivalizar con el capitalismo sobre el terreno de la magia.

NOSOTROS NO QUEREMOS NI UN MATERIALISMO VULGAR NI UN “MATERIALISMO

ENCANTADO”, LO QUE NOSOTROS ELABORAMOS ES UN MATERIALISMO DEL

ENCANTAMIENTO.
V
Una ciencia de los dispositivos sólo puede ser local. Sólo puede consistir en la
lectura regional, circunstancial y circunstanciada, del funcionamiento de uno o varios
dispositivos. Ninguna totalización puede sobrevenir a espaldas de sus cartógrafos,
porque su unidad no reside en una sistematicidad arrebatada, sino en la pregunta que
determina cada uno de sus adelantos, la pregunta “¿cómo funciona?”.
La ciencia de los dispositivos se ubica en una relación de rivalidad directa con el
monopolio imperial de los saberes-poderes. Es por ello que su compartir y su
comunicación, la circulación de sus descubrimientos, resultan esencialmente ilegales.
En esto se distingue, antes que nada, del bricolaje, el bricolador siendo aquel que sólo
acumula saber sobre los dispositivos para acondicionarlos mejor, para fabricar su
perrera en ellos, que acumula, pues, todos los saberes sobre los dispositivos que no son
poderes. Desde el punto de vista dominante, lo que llamamos ciencia de los dispositivos
o metafísica crítica no es finalmente sino la ciencia del crimen. Y aquí como en otras
partes, no hay iniciación que no sea inmediatamente experimentación, práctica. NUNCA

SE ESTÁ INICIADO EN UN DISPOSITIVO, SINO SOLAMENTE EN SU FUNCIONAMIENTO. Los tres


estadios sobre el camino de esta singular ciencia son sucesivamente: el crimen, la
opacidad y la insurrección. El crimen corresponde al momento del estudio,
necesariamente dividual, del funcionamiento de un dispositivo. La opacidad es la
condición del compartir, de la comunización, de la circulación de los saberes-poderes
adquiridos en el estudio. Bajo el Imperio, las zonas de opacidad donde esta
comunicación sobreviene son por naturaleza algo a arrancar y a defender. Este segundo
estadio contiene, por tanto, la exigencia de una coordinación ampliada. Toda la
actividad de la S.A.S.C. participa de esta fase opaca. El tercer nivel es la insurrección, el
momento en que la circulación de los saberes-poderes y la cooperación de las formas-
de-vida en vista de la destrucción-goce de los dispositivos imperiales puede hacerse
libremente, a cielo abierto. En vista de esta perspectiva, este texto sólo puede tener un
carácter de pura propedéutica, cruzando alguna parte entre silencio y tautología.
La necesidad de una ciencia de los dispositivos surge en el momento en que los
hombres, los cuerpos humanos, acaban de instalarse en un mundo completamente
producido. Pocos de los que encuentran algo que repetir entre la miseria exorbitante que
SE querría imponernos, han comprendido ya, verdaderamente, lo que quiere decir vivir
en un mundo completamente producido. En primer lugar, esto quiere decir que incluso
aquello que, a primera vista, nos había parecido “auténtico”, se revela al contacto como
producido, es decir, como gozando de su no-producción como una modalidad
valorizable en la producción general. Lo que realiza el Imperio, tanto del lado del
Biopoder como del lado del Espectáculo —recuerdo un altercado con una negrista de
Chimères, una vieja bruja con un estilo gótico bastante simpático, que sostenía como
una logro indiscutible del feminismo y de su radicalidad materialista, el hecho de que no
había educado a sus dos hijos, sino que los había producido—, consiste sin duda en la
interpretación metafísica de lo ente como ente producido o nada en absoluto; producido,
es decir, llevado al ser de manera tal que su creación y su ostensión serían una sola y
misma cosa. Ser producido quiere decir siempre, al mismo tiempo, ser creado y ser
vuelto visible. Entrar en la presencia, en la metafísica occidental, nunca ha sido distinto
a entrar en la visibilidad. Es por tanto inevitable que el Imperio que reposa sobre la
histeria productiva repose también sobre la histeria transparencial. El método más
seguro para prevenir el libre venir a la presencia de las cosas consiste todavía en
provocar éste en todo momento, tiránicamente.
Nuestro aliado, en este mundo entregado al apresamiento más feroz, entregado a
los dispositivos, en este mundo que gira de manera fanática alrededor de una gestión de
lo visible que se anhela como gestión del Ser, no es otro que el Tiempo. Puesto que
poseemos para nosotros — el Tiempo. El tiempo de nuestra existencia, el tiempo que
conduce y desgarra nuestras intensidades, el tiempo que desbarata, pudre, destruye,
deteriora y deforma, el tiempo que es un abandono, que es el elemento mismo del
abandono, el tiempo que se condensa y se espesa en un haz de momentos donde toda
unificación se encuentra desafiada, arruinada, cercenada y rayada en su superficie por
los cuerpos mismos. NOSOTROS POSEEMOS EL TIEMPO. Y cuando no lo tengamos,
podemos aún dárnoslo. Darse el tiempo, tal es la condición de todo estudio comunizable
de los dispositivos. Señalar las regularidades, los encadenamientos, las disonancias;
cada dispositivo posee su pequeña música propia que se necesita ligeramente desafinar,
retorcer incidentalmente, hacer entrar en decadencia, en perdición, hacer salir de sus
casillas. Los que fluyen en el dispositivo no tienen en cuenta esa música, ya que su paso
obedece demasiado cerca al compás como para escucharlo claramente. Para escucharlo
hace falta partir de una temporalidad distinta, de una criticidad propia para, mientras se
pasa a través del dispositivo, volverse atento a la norma ambiente. Es el aprendizaje del
ladrón, del criminal: desafinar la marcha interior y la marcha exterior, desdoblar y
hojear su consciencia, estar al mismo tiempo móvil y parado, al acecho y
engañosamente distraído. Desviar la esquizofrenia impuesta del autocontrol
[convirtiéndola] en un instrumento ofensivo de conspiración. DEVENIR BRUJO. “Para
detener la disolución, existe una vía: ir deliberadamente hasta el límite de su propia
presencia, asumir ese límite como el objeto por venir de una praxis definida; colocarse
en el corazón de la limitación y hacerse su amo; identificar, representar, evocar los
‘espíritus’, adquirir el poder para convocarlos a voluntad y para aprovechar su labor en
beneficio de una práctica profesional. El brujo sigue precisamente esta vía: transforma
los momentos críticos del ser-en-el-mundo en una decisión valiente y dramática, la de
situarse en el mundo. Considerado en tanto que dato, su ser-en-el-mundo corre el riesgo
de disolverse: no ha sido todavía dado. Con la institución de la vocación y de la
iniciación, el mago deshace a continuación ese dato para rehacerlo en un segundo
nacimiento; vuelve a descender hasta el límite de su presencia para restituirse a sí
mismo bajo una forma nueva y bien delimitada: las técnicas exactas para favorecer la
labilidad de la presencia, el trance mismo y los estados parecidos, expresan
precisamente ese ser-ahí que se deshace para rehacerse, que vuelve a descender a su ahí
para reencontrarse en una presencia dramáticamente sostenida y garantizada. Por otra
parte, el dominio al cual ha llegado permite al mago sumergise no solamente en su
propia labilidad, sino también en la de otro. El mago es aquel que sabe ir más allá de sí
mismo, pero no en el sentido ideal, sino verdaderamente en el sentido existencial. Aquel
para quien el ser-en-el-mundo se constituye en tanto que problema y que tiene el poder
para procurarse su propia presencia, no es ya una presencia más entre otras, sino un ser-
en-el-mundo que puede volverse presente entre todos los demás, descifrar su drama
existencial e influenciar el curso del mismo”. Tal es el punto de partida del programa
comunista.
El crimen, contrariamente a lo que insinúa la Justicia, nunca es un acto, un hecho,
sino una condición de existencia, una modalidad de la presencia, común a todos los
agentes del Partido Imaginario. Para convencerse de ello basta pensar en la experiencia
del robo o el fraude, que son las formas elementales, y de las más corrientes —HOY EN
DÍA, TODO EL MUNDO ROBA—, del crimen. La experiencia del robo es
fenomenológicamente algo distinto a los supuestos motivos que son considerados como
lo que nos “empuja” a cometer un robo, y que nosotros mismos nos alegamos. El robo
no es una transgresión, sólo lo es desde el punto de vista de la representación: es una
operación sobre la presencia, una reapropiación, una reconquista individual de ésta,
una reconquista de sí como cuerpo en el espacio. El cómo del “robo” no tiene nada que
ver con su hecho aparente, legal. Ese cómo es la consciencia física del espacio y del
entorno, del dispositivo, hacia el cual me conduce el robo. Es la extrema atención del
cuerpo fraudulento en el metro, alertado por el menor signo que podría señalar la
presencia de una patrulla de controladores. Es el conocimiento casi científico de las
condiciones en las cuales opero que exige la preparación de algún crimen de gran
amplitud. Existe toda una incandescencia del cuerpo, una transformación de éste en una
superficie de impacto ultrasensible que yace en el crimen y que es su experiencia
verdadera. Cuando robo, me desdoblo en una presencia aparente, evanescente y sin
espesor, absolutamente cualquiera, y una segunda, entera, intensiva e interior en esta
ocasión, en la que se anima cada detalle del dispositivo que me rodea, con sus cámaras,
su vigilante, la mirada de su vigilante, las líneas de visión, los demás clientes, el andar
de los demás clientes. El robo, el crimen y el fraude son las condiciones de la existencia
solitaria en guerra contra la bloomificación, contra la bloomificación mediante los
dispositivos. Es la insumisión propia del cuerpo aislado, la resolución de salir, incluso a
solas, incluso de manera precaria, mediante una puesta en juego voluntarista, de un
estado particular de sideración, de semisueño, de ausencia de sí que conforma el fondo
de la “vida” en los dispositivos. La cuestión, a partir de ahí, a partir de esa experiencia
necesaria, es la del paso al complot, a la organización de una circulación verdadera del
conocimiento ilegal, de la ciencia criminal. Es este paso a la dimensión colectiva lo que
debe facilitar la S.A.S.C.

VI
El poder habla de dispositivos: dispositivo Vigipirate, dispositivo RMI, dispositivo
educativo, dispositivo de vigilancia… Esto le permite dar a sus incursiones un aire de
precariedad tranquilizadora. Luego, cuando el tiempo recubre la novedad de su
introducción, el dispositivo entra en el “orden de las cosas”, y es más bien la
precariedad de aquellos cuya vida transcurre en su interior lo que deviene notable. Los
vendidos que se expresan en la revista Hermès, particularmente en su número 25, no
han esperado a que SE les pida hacerlo, para comenzar el trabajo de legitimación de esta
dominación discreta y a la vez masiva, capaz de contener y distribuir la implosión
general de lo social. “Lo social —dicen— busca nuevos modos reguladores capaces de
afrontar estas dificultades. El dispositivo aparece como una tentativa de respuesta.
Permite adaptarse a esta fluctuación mientras la baliza. […] Es el producto de una nueva
propuesta de articulación entre individuo y colectivo, al asegurar una interdependencia
mínima sobre el fondo de fragmentación generalizada”.
Frente a cualquier dispositivo, por ejemplo un torniquete de entrada del metro
parisino, la pregunta incorrecta es: “¿para qué sirve?”, y la respuesta incorrecta, en este
caso concreto, es: “para impedir el fraude”. La pregunta exacta, materialista, la pregunta
metafísico-crítica, es por el contrario: “¿pero qué hace, qué operación realiza ese
dispositivo?” La respuesta será entonces: “el dispositivo singulariza, extrae al cuerpo
fraudulento de la masa indistinta de los ‘usuarios’, al forzarlos a hacer algún
movimiento fácilmente perceptible (saltar por encima del torniquete, o colarse detrás de
un ‘usuario reglamentado’). Así, el dispositivo hace existir el predicado ‘defraudador’,
es decir, hace existir un cuerpo determinado en tanto que defraudador”. Lo esencial,
aquí, es el en tanto que. O más exactamente, la manera en que el dispositivo naturaliza,
escamotea, el en tanto que. Ya que el dispositivo tiene una manera de hacerse olvidar,
de borrarse detrás del flujo de los cuerpos que pasan en su seno, tiene una permanencia
que se apoya sobre la actualización continua de la sumisión de los cuerpos a su
funcionamiento, a su existencia relajada, cotidiana y definitiva. El dispositivo instalado
configura así el espacio, de tal manera que esa configuración misma permanezca en
retirada, como un puro dato. De su manera de darse por evidente, se sigue el hecho de
que lo que hace existir no aparece como habiendo sido materializado por él. Es así como
el dispositivo “torniquete antifraude” realiza el predicado “fraudulento” antes de que
impida el fraude. EL DISPOSITIVO PRODUCE, MUY-MATERIALMENTE, UN CUERPO DADO

COMO SUJETO DEL PREDICADO DESEADO.

El hecho de que cada ente, en tanto que ente determinado, sea a partir de ahora
producido por dispositivos, define un nuevo paradigma del poder. En Los anormales,
Foucault proporciona la ciudad en estado de peste como modelo histórico de este nuevo
poder, del poder productivo de los dispositivos. Es por tanto, en el propio seno de las
monarquías administrativas, donde habría sido experimentada la forma de poder que
debía sustituirlas; forma de poder que ya no procede por exclusión, sino por inclusión,
ni por ejecución pública, sino por castigo terapéutico, ni por extracción arbitraria de
bienes, sino por maximización vital, ni por soberanía personal, sino por aplicación
impersonal de normas sin rostro. El emblema de esta mutación del poder, de acuerdo a
Foucault, es la gestión de los apestados en oposición al destierro de los leprosos. En
efecto, los apestados no son excluidos de la ciudad, relegados en un afuera, como lo
eran los leprosos. Por el contrario, la peste permite desplegar todo un equipamiento
imbricado, todo un escalonamiento, toda una gigantesca arquitectura de dispositivos de
vigilancia, de identificación y selección. La ciudad, cuenta Foucault, “se dividía en
distritos, los distritos en barrios, y luego en ellos se aislaban las calles, y en cada calle
había vigilantes, en cada barrio inspectores, en cada distrito responsables de distrito, y
en la ciudad misma, o bien un gobernador nombrado a esos efectos o bien los regidores
que, en el momento de la peste, habían recibido un poder complementario. Análisis del
territorio, por tanto, en sus elementos más finos; organización, a través de ese territorio
así analizado, de un poder continuo […], poder que era también continuo en su
ejercicio, y no simplemente en su pirámide jerárquica, porque la vigilancia debía
ejercerse sin interrupción alguna. Los centinelas tenían que estar siempre presentes en
los extremos de las calles, los inspectores de los barrios y los distritos debían hacer su
inspección dos veces al día, de tan manera que nada de lo que pasaba en la ciudad podía
escapar a su mirada. Y todo lo que se observaba de este modo debía registrarse, de
manera permanente, mediante esa especie de examen visual e, igualmente, con la
retranscripcíón de todas las informaciones en grandes registros. Al comienzo de la
cuarentena, en efecto, todos los ciudadanos que se encontraban en la ciudad tenían que
dar su nombre. Sus nombres se inscribían en una serie de registros. […] Y los
inspectores tenían que pasar todos los días delante de cada casa, detenerse y llamar.
Cada individuo tenía asignada una ventana en la que debía aparecer y, cuando lo
llamaban por su nombre, debía presentarse en ella; se entendía que, si no lo hacía, era
porque estaba en cama; y si estaba en cama, era porque estaba enfermo; y si estaba
enfermo, era peligroso. Y, por consiguiente, había que intervenir.” Lo que con esto
describe Foucault es el funcionamiento de un paleodispositivo, el dispositivo antipeste,
cuya naturaleza consiste, mucho más que en luchar contra la peste, en producir tal o
cual cuerpo como apestado. Con los dispositivos, pasamos así “de una tecnología del
poder que expulsa, excluye, destierra, margina y reprime, a un poder que es por fin un
poder positivo, un poder que fabrica, que observa, un poder que sabe y se multiplica a
partir de sus propios efectos. […] Un poder que no actúa por la separación en grandes
masas confusas, sino por distribución según individualidades diferenciales.”
Durante mucho tiempo, el dualismo occidental ha consistido en plantear dos
entidades adversas: lo divino y lo mundano, el sujeto y el objeto, la razón y la locura, el
alma y la carne, el bien y el mal, el adentro y el afuera, la vida y la muerte, el ser y la
nada, etc. etc. Planteadas las cosas de esta manera, la civilización se construía como la
lucha de uno contra otro. Esto traía consigo una lógica excesivamente costosa. El
Imperio, claramente, procede de otro modo. Se mueve aún en esas dualidades, pero ya
no cree en ellas. En realidad, se contenta con utilizar cada pareja de la metafísica
clásica con el fin de mantener el orden, esto es: como máquina binaria. Por dispositivo
entenderemos, desde este momento, un espacio polarizado por una falsa antinomia, de
tal manera que todo lo que ocurra o pase en él resulte reductible a uno u otro de sus
términos. El más gigantesco dispositivo que se haya realizado, como tal, fue
evidentemente el macrodispositivo geoestratégico Este-Oeste, en el cual se oponían
término a término el “bloque socialista” y el “bloque capitalista”. Toda rebelión, toda
alteridad que venía a manifestarse sin importar dónde, o bien tenía que rendir lealtad a
una de las identidades propuestas, o bien tenía que ser agrupado contra su voluntad en el
polo oficialmente enemigo del poder que afrontaba. En la potencia residual de la
retórica estalinista del “le haces el juego a…” —Le Pen, la derecha o la mundialización,
qué importa—, que no es más que una transposición reflejo del viejo “clase contra
clase”, medimos la violencia de las corrientes que pasan por todo dispositivo, y la
increíble nocividad de la metafísica occidental en putrefacción. Un lugar común entre
los geopolíticos consiste en burlarse de esas exguerrillas marxistas-leninistas del
“Tercer Mundo” que, tras el colapso del macrodispositivo Este-Oeste, se habrían
reconvertido en simples mafias o habrían adoptado una ideología considerada una
locura bajo el pretexto de que los señores de la calle Saint-Guillaume no comprenden su
lenguaje. De hecho, lo que aparece en este momento es más bien el efecto insostenible
de reducción, obstrucción, formateo y disciplinarización que todo dispositivo ejerce
sobre la anomalía salvaje de los fenómenos. A posteriori, las luchas de liberación
nacional aparecen menos como astucias que la URSS habría tramado, que como la
astucia de otra cosa que desafía al sistema de representación y rechaza tener lugar en él.
Lo que es preciso comprender, de hecho, es que todo dispositivo funciona a partir
de una pareja — e inversamente, la experiencia muestra que una pareja que funciona es
una pareja que forma un dispositivo. Una pareja, y no un par o un doblete, puesto que
toda pareja es asimétrica; consta de un [término] mayor y otro menor. El mayor y el
menor no son sólo nominalmente distintos —dos términos “contrarios” pueden
perfectamente designar la misma propiedad, y en cierto sentido es así la mayor parte del
tiempo—, nombran dos modalidades diferentes de agregación de los fenómenos. El
mayor, en el dispositivo, es la norma. El dispositivo asocia lo que es compatible con la
norma por el simple hecho de no distinguirlo, de dejarlo inmerso en la masa anónima,
como soporte de lo que es “normal”. Así, en una sala de cine, el que no grite, ni
canturree, ni se destape, ni etc., permanecerá como algo indistinto, agregado a la
muchedumbre hospitalaria de los espectadores, significante en tanto que insignificante,
por debajo de todo reconocimiento. El término menor del dispositivo será, por tanto, lo
anormal. Esto es lo que el dispositivo hace existir, lo que singulariza, aísla, reconoce,
distingue y luego vuelve a agregar, pero en tanto que desagregado, separado, diferente
del resto de los fenómenos. Aquí tenemos al término menor, compuesto por el conjunto
de lo que el dispositivo individúa y predica, y que por ello desintegra, espectraliza y
suspende; conjunto del que SE asegura que nunca se condense, que nunca se encuentre,
y eventualmente conspire. Es en este punto que la mecánica elemental del Biopoder se
conecta directamente con la lógica de la representación tal como ésta domina al interior
de la metafísica occidental.
La lógica de la representación consiste en reducir toda alteridad, en hacer
desaparecer lo que está ahí, que viene a la presencia, en su pura haecceidad, y da que
pensar. Toda alteridad, toda diferencia radical, en la lógica de la representación, es
aprehendida como negación de lo Mismo que esta última ha comenzado por plantear.
Lo que difiere abruptamente, y que no posee así nada en común con lo Mismo, es de
este modo conducido, proyectado, hacia un plano común que no existe, y en el cual
figura, a partir de ahora, una contradicción que sería uno de los términos. En el
dispositivo, aquello que no es la norma es de este modo determinado como su negación,
como anormal. Aquello que es simplemente otro, es integrado como otro de la norma,
como lo que se opone a ella. El dispositivo médico hará entonces existir al “enfermo”
como lo que no es sano. El dispositivo escolar al “tonto” como lo que no es obediente.
El dispositivo judicial al “crimen” como lo que no es legal. En la biopolítica lo que no
es normal será así arrojado a lo patológico, cuando sabemos por experiencia que la
patología es ella misma, para el organismo enfermo, una norma de vida, y que la salud
no está asociada a una norma de vida particular sino a un estado de fuerte normatividad,
a una capacidad de afrontar y de crear otras normas de vida. La esencia de todo
dispositivo consiste así en imponer un reparto autoritario de lo sensible donde todo lo
que viene a la presencia se enfrenta con el chantaje de su binariedad.
El aspecto temible de todo dispositivo consiste en que se basa sobre la estructura
originaria de la presencia humana: en que somos llamados o requeridos por el mundo.
Todas nuestras “cualidades”, nuestro “ser propio”, se establecen en un interpretación
con los entes tal que nuestra disposición hacia ellos no es primera. Sin embargo, nos
sobreviene corrientemente, en el seno de los dispositivos más banales —como un
sábado por la tarde tomando entre parejas pequeñoburguesas en un quiosco de las
afueras—, que experimentamos el carácter, no tanto de petición, sino de posesión, e
incluso de extrema posesividad, que se une a todo dispositivo. Y es en las discusiones
superfluas, que marcarán esa velada lamentable, que eso se experimentará. Uno de los
Bloom “presentes” comenzará su perorata contra los funcionarios-que-están-todo-el-
tiempo-en-huelga; hecho esto, y el papel siendo conocido, una contrapolarización de
tipo socialdemócrata aparece entre otro de los Bloom, que desempeñará su parte con
mayor o menor placer, etc. etc. Aquí, no son cuerpos los que hablan, sino que es un
dispositivo que funciona. Cada uno de los protagonistas activa en serie las pequeñas
máquinas significantes listas para usar, y que están siempre-ya inscritas en el lenguaje
corriente, en la gramática, en la metafísica, en el SE. La única satisfacción que podemos
extraer de esta clase de ejercicio es haber actuado brillantemente en el dispositivo. La
virtuosidad es la única libertad irrisoria que ofrece la sumisión a los determinismos
significantes.
Quienquiera que hable, obre o “viva” en un dispositivo está de alguna manera
autorizado por él. El dispositivo se vuelve autor de sus actos, sus palabras y sus
conductas. Asegura la integración, la conversión a la identidad, de un conjunto
heterogéneo de discursos, gestos y actitudes: de haecceidades. La reversión de todo
acontecimiento a la identidad es aquello por lo cual los dispositivos imponen un orden
local tiránico sobre el caos global del Imperio. La producción de diferencias, de
subjetividades, también obedece al imperativo binario: la pacificación imperial descansa
completamente sobre la puesta en escena de tantas falsas antinomias, de tantos
conflictos simulatorios: “A favor o en contra de Milošević, “A favor o en contra de
Saddam”, “A favor o en contra de la violencia”… Su activación tiene el efecto
bloomificante que conocemos y que obtiene finalmente de nosotros la indiferencia
omnilateral sobre la cual se apoya a toda marcha la injerencia de la policía imperial. Es
la misma sensación que sufrimos ante cualquier debate televisado, a pesar de que los
actores tengan poco talento: la pura sideración ante el juego impecable, la vida
autónoma, la mecánica artista de los dispositivos y las significaciones. De este modo,
los “antimundialización” opondrán sus argumentos previsibles a los “neoliberales”. Los
“sindicatos” reproducirán interminablemente 1936 frente a un eterno Comité des
Forges. La policía combatirá a la escoria social. Los “fanáticos” confrontarán a los
“demócratas”. El culto de la enfermedad creerá desafiar al de la salud. Y toda esta
agitación binaria será el mejor garante del sueño mundial. Es así como día tras día SE

nos ahorra cuidadosamente el penoso deber de existir.


Janet, que hace un siglo estudió todos los casos precursores del Bloom, consagró
un volumen a lo que él llama “automatismo psicológico”. En él se concentra en todas
las formas positivas de crisis de la presencia: sugestión, sonambulismo, ideas fijas,
hipnosis, mediumnismo, escritura automática, desagregación mental, alucinaciones,
posesiones, etc. La causa, o más bien la condición, de todas estas manifestaciones
heterogéneas la encuentra en lo que denomina “miseria psicológica”. Por “miseria
psicológica” entiende una debilidad general del ser, inseparablemente física y
metafísica, que se asemeja por todos lados a lo que nosotros llamamos Bloom. Ese
estado de debilidad, como hace notar, es también el terreno de la curación, y
especialmente de la curación por hipnosis. Cuanto más bloomificado está el sujeto, más
accesible es a la sugestión, y más curable de esta manera. Y cuanto más recobra la
salud, menos eficaz es esa medicina, y menos sugestionable es. El Bloom es, por tanto,
la condición de funcionamiento de los dispositivos, nuestra propia vulnerabilidad a
ellos. Pero al contrario de la sugestión, el dispositivo nunca aspira a obtener algún
retorno a la salud, sino más bien a integrarse en nosotros como prótesis indispensable de
nuestra presencia, como muleta natural. Existe una necesidad del dispositivo que éste
retiene solamente para acrecentarla. Para decirlo como los sepultadores del CNRS, los
dispositivos “alientan la expresión de las diferencias individuales”.
Debemos aprender a borrarnos, a pasar desapercibidos en la banda gris de cada
dispositivo, a camuflarnos tras su [término] mayor. Aunque nuestro impulso espontáneo
consistiría en oponer el gusto de lo anormal al deseo de conformidad, debemos adquirir
el arte de devenir perfectamente anónimos, de ofrecer la apariencia de la pura
conformidad. Debemos adquirir este puro arte de la superficie, para dirigir nuestras
operaciones. Esto equivale, por ejemplo, a despedir la pseudotransgresión de las no
menos pseudoconvenciones sociales, a revocar el partido de la “sinceridad”, la “verdad”
y el “escándalo” revolucionarios en provecho de una tiránica cortesía, con la cual
mantener a distancia tanto al dispositivo como a sus poseídos. La transgresión, la
monstruosidad y la anormalidad reivindicadas forman la trampa más retorcida que los
dispositivos nos brindan. Querer ser, es decir, ser singular, en un dispositivo, resulta
nuestra principal debilidad, con la cual él nos contiene y nos engrana. Inversamente, el
deseo de ser controlado, tan frecuente entre nuestros contemporáneos, expresa ante todo
el deseo de ser. Para nosotros, ese deseo consiste más bien en el deseo de estar loco, de
ser monstruoso o criminal. Mas ese deseo es justo aquello por lo cual SE toma control de
nosotros y nos neutraliza. Devereux ha mostrado que cada cultura dispone para aquellos
que quieren escapar de ella una negación modelo, una salida balizada, mediante la cual
esa cultura capta la energía motriz de todas las transgresiones en una estabilización
superior. Se trata del amok entre los malayos, y en Occidente de la esquizofrenia. El
malayo está “precondicionado por su cultura —tal vez sin su conocimiento, aunque
seguramente de una manera casi automática— a reaccionar a casi cualquier tensión
violenta, interna o externa, con una crisis de amok. En el mismo sentido, el hombre
moderno occidental está condicionado por su cultura a reaccionar ante todo estado de
estrés con un comportamiento en apariencia esquizofrénico. […] Ser esquizofrénico
representa la manera ‘conveniente’ de estar loco en nuestra sociedad.” (La
esquizofrenia, psicosis étnica; o la esquizofrenia sin lágrimas)

REGLA Nº 1: Todo dispositivo produce la singularidad como monstruosidad. De este


modo es como se refuerza.
REGLA Nº 2: Nadie se libera nunca de un dispositivo alistándose en su término menor.
REGLA Nº 3: Cuando UNO te predica, te subjetiva y te asigna nunca reaccionar, y sobre
todo nunca negar. La contrasubjetivación que UNO te arrancaría entonces, es la prisión
de la cual tendrás siempre la mayor dificultad para fugarte.
REGLA Nº 4: La libertad superior no reside en la ausencia de predicado, en el anonimato
por defecto. La libertad superior es el resultado, por el contrario, de la saturación de
predicados, de su acumulamiento anárquico. La sobrepredicación se anula
automáticamente en una impredicabilidad definitiva. “Llegados a este punto ya no
tenemos secreto, ya no tenemos nada que ocultar, somos nosotros los que hemos
devenido un secreto, los que nos hemos ocultado.” (Deleuze-Parnet, Diálogos)
REGLA Nº 5: El contraataque nunca es una respuesta, sino la instauración de un nuevo
reparto de cartas.
VII
Lo posible implica la realidad correspondiente con, además, algo que se le añade, ya que lo posible
es el efecto combinado de la realidad una vez aparecida, y de un dispositivo que la proyecta hacia atrás.
Bergson, El pensamiento y lo moviente

Los dispositivos y el Bloom se coimplican como dos polos solidarios de la


suspensión epocal. Nunca sucede nada en un dispositivo. Nunca sucede nada, es decir
que TODO LO QUE EXISTE EN UN DISPOSITIVO EXISTE EN ÉL BAJO EL MODO DE LA

POSIBILIDAD. Los dispositivos cuentan incluso con el poder de disolver en su posibilidad


un acontecimiento que ha efectivamente sobrevenido; aquello que SE llama una
“catástrofe”, por ejemplo. Un avión comercial defectuoso explota en pleno vuelo e
inmediatamente SE desplegará una gran cantidad de dispositivos que SE pondrán a
funcionar a base de hechos, historiales, declaraciones y estadísticas que reducirán el
acontecimiento de la muerte de centenares de personas al rango de accidente. Al
instante, SE habrá disipado la evidencia de que la invención de los ferrocarriles fue
también, necesariamente, la invención de las catástrofes ferroviarias; y la invención del
Concorde, la invención de su explosión en pleno vuelo. SE separará de esta manera, en
cada “progreso” aquello que resulta de su esencia y aquello que resulta, precisamente,
de su accidente. Y todo esto, contra toda evidencia, SE lo expulsará. Al cabo de unas
semanas, SE habrá absorbido el acontecimiento de la colisión en su posibilidad, en su
eventualidad estadística. Ya no es, en lo sucesivo, la colisión lo que ha sucedido, ES SU

POSIBILIDAD, NATURALMENTE ÍNFIMA, LO QUE SE HA ACTUALIZADO. En pocas palabras,


nada ha pasado: la esencia del progreso tecnológico está a salvo. El monumento
significante, colosal y compuesto, que SE habrá trazado para la ocasión, cumple aquí la
vocación de todo dispositivo: el mantenimiento del orden fenoménico. Porque tal es el
destino, en el seno del Imperio, de todo dispositivo: gestionar y regir un plano
particular de fenomenalidad, asegurar la persistencia de una cierta economía de la
presencia, mantener la suspensión epocal en el espacio que le es asignado. De ahí el
carácter de ausencia, de somnolencia, tan impresionante en la existencia en el seno de
los dispositivos, ese sentimiento bloomesco de dejarse llevar por el flujo acogedor de
los fenómenos.
Nosotros decimos que el modo de ser de cualquier cosa, en el seno del dispositivo,
es la posibilidad. La posibilidad se distingue por un lado del acto, y por otro de la
potencia. La potencia, en la actividad que supone escribir este texto, es el lenguaje, el
lenguaje como facultad genérica de significar, de comunicar. La posibilidad es la
lengua, es decir, el conjunto de los enunciados juzgados correctos según la sintaxis, la
gramática y el vocabulario francés, en su estado actual. El acto es el habla, la
enunciación, la producción hic et nunc de un enunciado determinado. A diferencia de la
potencia, la posibilidad es siempre posibilidad de algo. En el seno del dispositivo, todo
cosa existe en el modo de la posibilidad significa que todo lo que sobreviene en el
dispositivo sobreviene como actualización de una posibilidad que le era previa, y que
por ello es MÁS REAL que él. Todo acto, todo acontecimiento, es así reabsorbido en su
posibilidad, y aparece aquí como consecuencia previsible, como pura contingencia de
ésta. Aquello que ocurre no es más real por el hecho de haber ocurrido. Es así que el
dispositivo excluye el acontecimiento, y lo excluye bajo la forma de su inclusión: por
ejemplo, al declararlo posible posteriormente.
Lo que los dispositivos materializan es solamente la más notoria de las imposturas
de la metafísica occidental, que se condensa en el adagio “la esencia precede a la
existencia”. Para la metafísica, la existencia es tan sólo un predicado de la esencia;
incluso, de acuerdo a ella, toda cosa existente no llevaría a cabo otra actividad que la de
actualizar una esencia, esencia que le sería primera. De acuerdo a esta doctrina
aberrante, la posibilidad —es decir, la idea— de las cosas les precedería; cada realidad
sería un posible que por añadidura ha adquirido la existencia. Cuando se pone de pie al
pensamiento, obtenemos que es la realidad plenamente desarrollada de una cosa lo que
plantea su posibilidad en el pasado. Desde luego, es necesario que un acontecimiento
haya advenido en la totalidad de sus determinaciones para aislarle algunas, para
extraerle la representación que le hará figurar como habiendo sido posible. “Lo posible
—dice Bergson— no es sino lo real con, además, un acto del espíritu que proyecta su
imagen en el pasado una vez que se ha producido.” “En la medida —añade Deleuze—
en que lo posible se propone a la ‘realización’, es él mismo concebido como la imagen
de lo real, y lo real, como la semejanza de lo posible. Por ello, se comprende tan mal
qué es lo que la existencia agrega al concepto al duplicar lo semejante por lo semejante.
Ésa es la tara de lo posible, tara que lo denuncia como producto posterior, él mismo
fabricado retroactivamente a imagen de lo que se le asemeja.”
Todo lo que es, en un dispositivo, se ve reconducido o hacia la norma o hacia el
accidente. Mientras el dispositivo contenga, nada puede sobrevenir. El acontecimiento,
ese acto que custodia junto a sí su propia potencia, sólo puede venir de fuera, como lo
que pulveriza aquello mismo que tenía que conjurarlo. Cuando la música noise estalla,
SE dice: “eso no es música”. Cuando el 68 hace irrupción, SE dice: “eso no es política”.
Cuando el 77 deja acorralada a Italia, SE dice: “eso no es comunismo”. Frente al viejo
Artaud, SE dice: “eso no es literatura”. Luego, cuando el acontecimiento ha perdido su
objetivo, SE dice: “lo reconozco, esto era posible, es una posibilidad más de la música,
de la política, del comunismo, de la literatura”. Y finalmente, tras el primer momento de
agitación causado por el inexorable trabajo de la potencia, el dispositivo se reforma: SE
incluye, desactiva y reterritorializa el acontecimiento, SE le asigna a una posibilidad, a
una posibilidad local, por ejemplo la del dispositivo literario. Los imbéciles del CNRS,
que manejan el verbo con una tan jesuítica prudencia, concluyen dulcemente: “Si el
dispositivo organiza y hace posible algo, no garantiza sin embargo su actualización.
Simplemente hace existir un espacio particular en el cual ese ‘algo’ pueda producirse.”
No SE podría ser más claro.
Si la perspectiva imperial tuviera una consigna ésa sería “¡TODO EL PODER A LOS
DISPOSITIVOS!”. Y bien es cierto que en la insurrección que viene, a menudo bastará con
liquidar los dispositivos que les sostienen para vencer a los enemigos que en otro
tiempo hubiera hecho falta abatir. Esa consigna, en el fondo, deriva menos del utopismo
cibernético que del pragmatismo imperial: las ficciones de la metafísica, esas grandes
construcciones desérticas que ya no inspiran ni la fe ni la admiración, ya no consiguen
unificar los restos de la desagregación universal. Bajo el Imperio, las antiguas
instituciones se degradan una a una en cascadas de dispositivos. Lo que se opera, y que
es propiamente la tarea imperial, es un desmantelamiento concertado de cada Institución
en una multiplicidad de dispositivos, en una arborescencia de normas relativas y
cambiantes. La Escuela, por ejemplo, ya no se toma la molestia de presentarse como un
orden coherente. Ya no es más que un agregado de clases, horarios, materias, edificios,
trámites, programas y proyectos que son otros tantos dispositivos que apuntan a
inmovilizar los cuerpos. Lo que corresponde a la extinción imperial de todo
acontecimiento es así la diseminación planetaria y gestionante de los dispositivos. Y
entonces vemos elevarse bastantes voces que deploran esta época tan detestable.
Algunos denuncian una “pérdida de sentido”, devenida por todas partes constatable,
mientras que otros, los optimistas, juran todas las mañanas que van a “dar sentido” a tal
o cual miseria, para, invariablemente, fracasar. Pero todos, de hecho, concuerdan en
querer el sentido sin querer el acontecimiento. Fingen no ver que los dispositivos son
por naturaleza hostiles al sentido, y que tienen, más bien, vocación para administrar la
ausencia. Todos aquellos que hablan de “sentido” sin darse los medios para hacer
estallar los dispositivos son nuestros enemigos directos. Darse los medios consiste
solamente a veces en renunciar a la comodidad del aislamiento bloomesco. La mayor
parte de los dispositivos son en efecto vulnerables a cualquier insumisión colectiva, al
no haber sido preparados para resistir tales situaciones. Hace algunos años, bastaba con
ser una decena de personas decididas, en una Caja de Acción Social o en una Oficina de
Ayuda Social para arrebatarles sin demora una ayuda de un millar de francos para cada
persona inscrita. E incluso hoy en día, no hace falta ser muchos más para llevar a cabo
una autorrebaja en un supermercado. La separación de los cuerpos, la atomización de
las formas-de-vida, son la condición de subsistencia de la mayor parte de los
dispositivos imperiales. “Querer el sentido”, hoy en día, implica inmediatamente los tres
estadios de los que hemos hablado, y conduce necesariamente a la insurrección. Ante
las zonas de opacidad y de la insurrección, se extiende el reino único de los dispositivos,
el imperio desolado de las máquinas productoras de significación, de las máquinas que
hacen significar todo lo que pasa en ellas de acuerdo al sistema de representaciones
localmente en vigor.
Algunos, que se consideran muy astutos —los mismos que tenían que preguntar,
hace un siglo y medio, qué cosa sería el comunismo—, nos preguntan hoy en día a qué
se pueden parecer nuestros famosos “encuentros más allá de las significaciones”. ¿Hace
falta que tantos cuerpos, de este tiempo, nunca hayan conocido el abandono, la ebriedad
del compartir, el contacto familiar con los otros cuerpos ni el perfecto reposo en sí, para
poder plantear tales preguntas con ese aire omnisciente? Y en efecto, ¿qué interés puede
haber en el acontecimiento, en prescribir las significaciones y romper las correlaciones
sistemáticas, para aquellos que nunca han operado la conversión ek-stática de la
atención? ¿Qué puede significar el dejar-ser, la destrucción de aquello que hace de
cortina entre nosotros y las cosas, para aquellos que nunca han percibido el
requerimiento del mundo? ¿Qué pueden comprender de la existencia sin porqué del
mundo, aquellos que son incapaces de vivir sin porqué? ¿Seremos bastante fuertes y
numerosos, en la insurrección, para elaborar la rítmica que impida a los dispositivos
reformarse y reabsorber lo advenido? ¿Estaremos bastante llenos de silencio para
encontrar el punto de aplicación y la escansión que garanticen un auténtico efecto pogo?
¿Sabremos concordar nuestros actos en la pulsación de la potencia y en la fluidez de los
fenómenos?
En cierto sentido, la cuestión revolucionaria es a partir de ahora una cuestión
musical.

*
Este texto constituye el acto fundacional de la S.A.S.C., la Sociedad por el Desarrollo [Avancement]
de la Ciencia Criminal. La S.A.S.C. es una asociación sin ánimo de lucro cuya vocación consiste en
reunir anónimamente, clasificar y difundir todos los saberes-poderes útiles a las máquinas de guerra
antiimperiales.
6. INFORME EN LA S.A.S.C. SOBRE UN DISPOSITIVO
IMPERIAL [NO TRADUCIDO]
7. EL PEQUEÑO JUEGO DEL HOMBRE DEL ANTIGUO
RÉGIMEN [NO TRADUCIDO]

8. ECOGRAFÍA DE UNA POTENCIA


Quello che gli pende lo difende.
Lo que pende en él lo defiende.
Proverbio italiano

A la hora del parto, mi madre seguía sin conocer el sexo de su hijo.


Una enfermera entró en la habitación donde ella yacía medio dormida tras el esfuerzo y le dijo:
“Señora, usted ha sido tocada por la desgracia. Es una niña.”
Fue así como mi nacimiento le fue anunciado.
F., nacida en Nápoles en 1975

Me habría gustado no haber tenido que escribir este texto. Me habría gustado
borrarme detrás de un bastidor púdico de palabras, cubrir mi cuerpo carnal con la
sacrosanta neutralidad del discurso, burlarme de mis deseos o patalogizarlos según un
cuadro analítico que sólo me habría absuelto para someterme más fácil.
Pero no lo he hecho, porque ya no continuaba creyendo en aquello que se decía de
mí; requería un texto a muchas voces, una escritura compartida que viviera la
sexuación sin pudor, que la contara, la desnaturalizara, la abriera como una caja
sellada, sacándola de la mazmorra de lo “privado” y lo “íntimo” para conducirla a la
intensidad de lo político.
Quería un texto que no se lamentara, que no vomitara sentencias, que no diera
respuestas preliminares con el solo objetivo de volverse incuestionable. Y es por esto
que lo que sigue no es un texto escrito por las mujeres para las mujeres, puesto que yo
no soy uno ni soy una, sino que yo soy un muchos que dice “yo” [je]. Un “yo” contra
la ficción del pequeño yo [moi] que se reviste de universal y que toma su cobardía
como el derecho de borrar en nombre de otro todo aquello que lo contradice.

En numerosas ocasiones el monólogo del patriarcado ha sido interrumpido.


Numerosos golpes han sido asestados contra el sujeto clásico, cerrado, neutro,
objetivo, cósmico. Su imagen ha sido agrietada bajo el peso de las carnicerías de
guerras totales que han despojado al heroísmo de todo su antiguo aura; su palabra
única, hegemónica, ha sido tragada por el barullo del esperanto mercantil. Tras esto
son formados nuevos parentescos improbables: el viejo imbécil desposeído de su mundo
y el plebeyo excluido de todo estarían supuestamente destinados a encontrarse del
mismo lado de la barricada ahora que ya no hay ninguna barricada.
Entonces, interrogarse acerca de lo que somos, cómo hemos llegado aquí, quiénes
son nuestros hermanos y hermanas y quiénes nuestros enemigos, no es ya un
pasatiempo para intelectuales inspirados por la introspección, sino una necesidad
inmediata. “Una vez que todo fue destruido una sola cosa me faltaba: yo misma”, decía
Medea: partir de sí no es una cuestión de “inclinaciones”, sino la marcha ingrata de
quien fue desposeído de todo.
El feminismo libró un combate que no existe ya, no porque hubiera ganado o
perdido, sino porque su campo de batalla era un terreno construible y la dominación ha
montado en él sus cuarteles.

La ecografía es una operación abusiva. Al amparo de intenciones terapéuticas,


viola un espacio secreto sustraído de la visibilidad. A través de la técnica, se arroga el
derecho de predecir un futuro repleto de consecuencias. Sin embargo, su profecía, al
igual que toda adivinación, es falible, y lo posible que ella anuncia a menudo se
convierte en imposibilidad implícita, a partir del momento mismo en que lo arranca del
“todavía no” para arrojarlo a lo irreparable del presente.
Este texto es una ecografía en la medida en que se interroga el derecho a la
obscenidad, no en cuanto insulto a un supuesto “pudor público”: esto sería —en el
seno de la pornocracia mercantil— una ingenuidad lamentable. Obsceno, en su sentido
etimológico, es aquello que no debe aparecer en escena, aquello que debe permanecer
oculto puesto que la relación que mantiene con la visibilidad oficial es una relación de
negación y exorcismo, de complicidad y conjuración. Lo que puede decirse o lo que
puede hacerse depende de la relación que ese decir y ese hacer mantienen con las
evidencias éticas que nos constituyen; ese posible es el margen donde nuestro
equilibrio mental puede oscilar sin hacerse pedazos, donde la desubjetivación puede
desplegarse sin volverse delirio.
Este texto pretende ser una ecografía no terapéutica: la potencia que atisba no
conoce parámetros de conformidad, menos de terminación para un acto preestablecido.
Existe un discurso sobre el amor o sobre la insurrección que hace imposible
cualquier amor y cualquier insurrección. De la misma manera en que existe un
discurso sobre la libertad de las mujeres que descualifica a la vez el término “mujer" y
el término “libertad”. Lo que permite a las prácticas de libertad salir a la superficie no
es aquello que no es recuperable por la dominación, sino aquello que desarticula los
mecanismos de producción de nuestro propio desorden sentimental y psicosomático. El
objetivo no es abolir un malestar que empuje a la revuelta para adaptarnos mejor a un
sistema de gestión de los cuerpos evidentemente tóxico. El objetivo no es aprender a
luchar mejor en los grilletes de la contingencia presente en nombre de una “estrategia”
que nos llevaría a la victoria. Pues la victoria no es la adaptación al mundo por medio
del combate, sino la adaptación del mundo al combate mismo. Es por esto que toda la
lógica del aplazamiento favorece a un tiempo sin presente: la única urgencia, para
nosotros, ahora, es volver ofensiva la turbación, devenir sus cómplices, puesto que
“antes la muerte que la salud que ellos nos proponen” (G. Deleuze).

Ciertamente es preciso ser obsceno, puesto que todo lo que es visible, en el seno de
las democracias biopolíticas, está ya colonizado, pero con una obscenidad melancólica,
que huye del arrebato de quien quiere producir escándalo.
Lo posible entre hombres y mujeres depende indiscutiblemente de la obscenidad de
nuestro tiempo, pero, en este caso, el espacio de esta connivencia no es inmutable ni
indecente, sólo el resultado de una cultura determinada que envejeció deprisa y mal,
olvidando el patriarcado pero permaneciendo misógina.
Y si consideramos que las evidencias en las que nos movemos no son lógicas sino
éticas, transmitidas en el seno de un orden históricamente determinado y no
filosóficamente fundadas, preferimos inquietarnos sobre el cuidado que los hombres y
las mujeres dedican a conservar sus deseos, dentro de la máquina productiva y contra
ella, pero también contra sí mismos. Ciertamente, se subjetivan para ser sexualmente
deseables, son sexuados para tener una existencia relacional genérica, pero esto no es
hecho de manera simétrica: los hombres han tenido acceso a un orden simbólico, a una
trascendencia adecuada para ellos, que prolongaba la vulgaridad de su deseo en
elegantes apéndices de poder legítimo o transgresor.
Las mujeres han quedado encenagadas dentro de una corporeidad indecible,
descuartizadas entre la imagen de sumisión que la vieja sociedad arrojó sobre ellas y la
nueva obligación de ser los engranajes poshumanos de la máquina capitalista de
desear.
“Ay mis hermanos —escribe H.D.—, Helena no caminaba / sobre las murallas; /
ella, a la que ustedes maldijeron, / no era sino un fantasma y una sombra arrojada, /
una imagen reflejada” (Helena en Egipto, “Palinodia”, I, 3), y todas las mujeres
cargan con esa imagen, como la pobre y bella Helena, el fantasma que un deseo de
poder de hombres, nacido entre hombres, sin relación con su placer, se ató a su
destino. Un deseo que no tiene márgenes, puesto que toda transgresión femenina
termina por desfigurar sus bocas en una mueca amarga. Cuando Don Juan despierta la
complicidad de la más fiel de las esposas, la mujer libre sigue siendo un peligro
público.

El platonismo nace de una elaboración secundaria del orfismo. Por lo tanto, la


dialéctica, y en cierta medida el marxismo y el materialismo, actúan en connivencia con
la historia de amor desdichado de Orfeo y Eurídice. La leyenda cuenta que el poeta
Orfeo, dotado de tanta soltura en el logos que acababa conmoviendo con sus cantos
hasta a los animales y los árboles, perdió a su amada Eurídice en la juventud, tras lo
cual los dioses, conmovidos por su dolor inconsolable, le permitieron descender al
reino de los muertos para traerla de vuelta a tierra. La condición era que tenía que
acompañarla sin verla nunca bajo la luz lívida de los fallecidos, aguardando a estar
entre los vivos para volver a ver su cara.
Por pasión o por escepticismo, por desesperación o por aprehensión, Orfeo se dio
la vuelta. Ya sea porque no pudo compartir el secreto de la vida y de la muerte
(exclusividad de las mujeres), o simplemente por incapacidad de creer que algo más
que un cuerpo de mujer podía seguirlo, o bien meramente por deseo de mirar directo a
sus ojos al fantasma de su amor, Orfeo fue privado de su amante y, ebrio de dolor,
acabó devorado por las bacantes.
De manera inevitable surge un problema: ¿por qué el poeta sublime no encontró
palabras que decir a su amada pero sí experimentó más bien la necesidad de verla?
¿No estaba, por casualidad, indeciso de volver a tomar consigo a una mujer cuyo
control no había tenido por algún tiempo, a la cual había perdido de vista, creyéndola
muerta mientras ella podía todavía seguirlo y volver con él?
¿Y Eurídice?
Cuando Hermes, quien la acompañaba a la vida, gritó “él ha vuelto”, Eurídice
preguntó “¿quién?” (Rainer Maria Rilke, Orfeo, Eurídice, Hermes).
Ahora que el pacto social está definitivamente disuelto, las mujeres son
bienvenidas en todas partes, y hay algunas de entre ellas que se encuentran encantadas
por esto. Hasta ayer, ellas permanecían decentemente frente a la puerta, ahora
presionan al Parlamento, falsifican la realidad en la prensa, son explotadas en los
mismos oficios que los hombres, son tan nulas como ellos, e incluso un poco más a
causa del entusiasmo que sueltan cumpliendo celosamente las peores tareas.
Uno se pregunta por qué, en efecto, UNO no las utilizó antes.
Es sorprendente, ellas lo disfrutan todo, la mercancía al igual que la maternidad,
el trabajo al igual que el matrimonio, milenios de docilidad y opresión chorrean
centenas de pequeños raudales de felicidad reformista o reaccionaria para mujeres.
Por lo demás, a las mujeres actuales no les gustan los Bloom, que ellas
encuentran, en su conjunto, pasivos y demasiado enamorados de sus opresores. De vez
en cuando los compadecen: ya ni siquiera son buenos para someternos.

En el vientre de la máquina de guerra


La diferencia de ser mujer encontró su libre existencia haciendo palanca no sobre contradicciones
dadas, presentes en el interior del cuerpo social, sino sobre contradicciones que cada mujer singular
vivía en sí misma y que carecían de forma social antes de que la recibiera de la política femenina.
Nosotras mismas inventamos, por así decir, las contradicciones sociales que vuelven necesaria nuestra
libertad.
No creas tener derechos, Libreria delle donne, Milano

El trabajo de Penélope. ¿No se ha acabado? Nunca se acaba. Las mujeres hacen


cosas, y el tiempo borra sus huellas. Bajo el pretexto de que las mujeres no existen; de
que son algo que no quiere decir nada. No existe ningún “problema de mujeres” aparte
de los problemas del cuerpo, los problemas de gestión de ese cuerpo que no les
pertenece. Por otra parte, ¿es a él, a ese lindo cuerpo, al que todo el mundo quiere
penetrar? ¿Ese cuerpo que en absoluto es lindo y que todo el mundo juzga [jauge] como
se aforaba [jaugeait] en otro tiempo una vaca en el mercado? ¿Ese cuerpo que envejece,
engorda, se deforma, y me exige trabajo, cuidado, para continuar conformándose a los
parámetros de lo deseable? ¿Deseable para quién? Aquí el abismo se hace más
profundo, entre aquellas que trabajan en su valor agregado y aquellas que hacen huelga.
Pero las consecuencias son cotidianas y definitivas: yo misma soy mi objeto de huelga o
mi bello trabajo. La aprobación de lo que soy y de mi éxito socioprofesional forman uno
solo. No hay descanso. Entre mi celulitis y mi fatiga, mi arduo trabajo y mi bella cara,
mi conversación y mi paciencia. Sin descanso, camaradas, sin descanso, querido patrón.
Se le denomina el valor-afecto, siendo éste el valor agregado de las mujeres
heterosexuales, la mercancía más preciada, la que hace vendible todas las demás, y
produce, además, otras mercancías, por ejemplo mercancías comestibles (hace la
comida), vivas (hace niños), penetrables (tiene cuidado de su cuerpo). ¿Una pizca de
transgresión? Por supuesto cariño, trabajo suplementario para no ser ordinaria.
Y si en tu medio se decreta que todo eso son sólo estupideces, que estamos más allá
de todo ello y también de la necesidad de escribir este texto, entonces hace falta
introyectar —¡deprisa!— la vergüenza de tener una necesidad que los demás juzgan
ilegítima. La vergüenza de estar harta de ser linda y agradable aunque aparentemente ni
siquiera esto te sea exigido… “¿Qué se trae ella? ¿Tiene la regla? ¿Le dieron mal?” Ni
siquiera te lo preguntan porque es algo que está sobreentendido, porque se cree que la
mujer corresponde de arriba abajo a su trabajo cotidiano de autopoiesis. No hay
descanso, ¡todavía! Pero ¡yo tengo un alma, también! Así es, ¡un alma de trabajadora!
Produce dinero, adicional… Eres gratificada querida, y cuanto más gratificada eres, más
eres dependiente, cuanto más anticonformista es tu vida, más es cansado mantenerla
junta.
“Pero ¿de qué habla ella? ¿Tú entiendes?”
Cuanto menos nos dejamos engañar, más difícil es. La desconfianza de las demás
mujeres, cada una confortablemente —o dolorosamente— encerrada en su rincón de
separación acondicionada. “¿Has visto qué trajo consigo la autoconsciencia feminista?”
He visto: la metaconsciencia de la inconsciencia. Se sabe que el problema de las
mujeres es un problema, pero se sabe también que decirlo es un problema, y es entonces
que tú ves, a fuerza de reprimir los problemas o plantearlos mal. Y bien, nosotras
estamos cansadas, y es esto a partir de ahora nuestro verdadero problema.
Yo veo.
Yo entiendo.
Cuanto más entiendo más desdichada soy, me surgen ganas de olvidar, me surgen
ganas de decirme que soy capas de “realizarme” en el trabajo, en la pareja, en la
maternidad, en el entretenimiento, en la decoración, en la literatura, en el
sadomasoquismo.
La mujer intelectual y transgresora, la domina sádica que conoce su obra, ¿todo eso
está mal, no? Si cuentas con los medios y el carácter para ello. Asume tu soledad y haz
de ella algo excepcional. Vuélvete estrella de porno, portavoz del ala más hipster de la
antiglobalización. Estarás sola pero menos deprimida, frustrada pero socialmente
reconocida.
—¿Alegrarse?, ¿qué es eso? ¡Pero si alegrarse perjudica!
—¡Deja de quejarte!
—¡Cállate!

¿Cómo funciona? La máquina de guerra lucha y desea, desea y lucha. No puede


luchar contra su deseo, eso es algo que la obstaculiza. No puede interrogarlo demasiado,
eso es algo que la detiene. Entonces ¿cómo hacer? Deseo luchar, con mis hermanos,
con mis hermanas. Pero deseo ser fuerte para continuar luchando, para ya no dudar de
que ahí está mi lugar, mi placer. Y sin embargo ahí no está mi lugar, mi deseo. Porque
la máquina de guerra es varonil, y, por lo demás, eso es algo que me place. Pero, ay, los
guerreros son homosexuales y además desprecian su deseo.
¿Cómo funciona? Los antropólogos nos explican que existen algunas culturas de la
“casa de los hombres”. “La casa de los hombres aloja una actividad sexual considerable.
Inútil precisar que reviste un carácter enteramente homosexual. Pero el tabú dirigido
contra la homosexualidad (al menos entre iguales) es casi universalmente mucho más
fuerte que el impulso mismo y la libido tiende a canalizarse en la violencia. […] El
linaje de espíritu guerrero, ultraviril, es, incluso en su orientación exclusivamente
masculina, más incipientemente homosexual de lo que lo es abiertamente . (La
experiencia nazi ofrece de esto un caso extremo.) Y la comedia heterosexual que se
representa, sin contar —lo que es más persuasivo todavía— el desprecio en el que se
mantiene a los individuos más jóvenes, más suaves, más ‘femeninos’, prueban que la
verdadera ética es misógina, o incluso heterosexual de una manera más perversa que
positiva” (K. Millet, Política sexual)… Esto me recuerda algo. Me recuerda al hombre
que hay en mí, me plantea un problema. Yo no me siento solidaria con las mujeres que
no quieren luchar, que viven fuera de la máquina de guerra. Por mi cuenta también,
encuentro de manera inmediata que “las mujeres” no existen, y que si existieran no
quisiera encontrarme en medio de ellas. Entre las perras de guardia y las expertas del
maquillaje, entre las amas de casa y las career women, demasiados sufrimientos
diferentes, y malas respuestas. Demasiadas diferencias sociales e intereses opuestos.
Ningún posible al horizonte.
Súbitamente me surge un problema. No quiero salir de mi máquina de guerra, fuera
de la máquina de guerra no tendría derecho a una existencia doméstica. Me querrán
domesticar. De bien mobiliario, la mujer ha pasado a animal de compañía.
No quiero luchar.
Ayúdenme a luchar.

¿Siempre he amado a los hombres como uno de sus congéneres? ¿Soy un chico, un
chico travieso que no tiene bolas? ¡Claro que no! Yo no estoy castrada y no quiero un
pene. En absoluto. ¡Lo juro! Y además, me gustan las chicas, las mujeres, en general.
Las disculpo cuando son idiotas, las admiro cuando están en lo correcto. Las mujeres
son algo formidable, ¡son algo que trae alegría en el centro comercial a cielo abierto de
nuestras vidas, son algo que trae consigo ofertas de trabajo! ¿Acaso las amo como un
hombre, con la misma hipocresía, más la esperanza cobarde de que no se conviertan en
mis rivales en la seducción? ¿Se trata de retórica? ¿O caballería? Cuando UNO las ama, a
las mujeres, ¿no sería por casualidad que UNO retocara la farsa del amor cortés, del amor
romántico, en el que la mujer es un ángel, no caga nunca, no tiene la regla, no tiene
cuerpo?

¿Qué vomitan, las anoréxicas, las bulímicas, las mujeres afectadas por los
desórdenes alimenticios? Ellas vomitan su cuerpo. Ellas no entendieron, tal vez, nada,
sólo quieren parecerse a Kate Moss. Pero su cuerpo, por su parte, entiende, entendió
todo, y nos explica. Celebra su conferencia de jugos gástricos que corroen los dientes,
de huesos que atraviesan la piel, de estrías que desfiguran el vientre. El Espectáculo se
desplaza hacia la clínica. Como es usual. La matriz médica nos escupe a la cara que
nuestro cuerpo no nos pertenece (léase: ustedes no pueden seguir alquilándolo o
vendiéndolo a su gusto), que nuestro cuerpo es un cuerpo de enfermo, un cuerpo de loca
de remate que nadie deseará.
Los cuerpos de mujeres, por su parte, dicen cosas que las bocas no se atreven a
repetir. Los cuerpos de mujeres escuchan cosas que las orejas rehúsan escuchar. Lo que
se dice a las mujeres, por su parte no cuenta para nada.
Lo que cuenta es lo que les hacen, lo que ellas se hacen.
En verdad quiero luchar con algunas mujeres, y algunos hombres. En verdad quiero
que no salgamos de la máquina de guerra y que la ampliemos juntos, que la hagamos
irresistiblemente deseable. Que la hagamos realmente mixta. Y perversa. Y polimorfa.
Y ofensiva. Que no volvamos a tener ningún problema. En verdad quiero que olvidemos
a las mujeres y que olvidemos a los hombres, porque éstos son dos nombres de una
restricción ligada a la acumulación y a la ofensiva militar.
Fuera del capitalismo y del hacimiento de bienes, fuera de la guerra librada por el
pillaje y la extensión del poder, nosotros no tenemos nada que ver con los “hombres” y
las “mujeres” ni con sus familias patógenas.
Nos importa un bledo ser compatibles con su presente, nosotros somos compatibles
con nuestro futuro.

¿Qué clase de historia es ésta?


A veces se tiene la impresión de que, cuando se trata de las mujeres, la interpretación de los hechos
históricos nunca es en exceso estúpida.
K. Millet, Política sexual

Abandonamos, nosotras también, y sin remordimientos, el burdel del historicismo y


la puta “Érase una vez”, pero con cierto escepticismo hacia las performances del
materialismo histórico que seguiría siendo “amo de sus fuerzas: demasiado viril para
hacer saltar el continuum de la historia” (Walter Benjamin, Tesis sobre la historia).
El continuum de la historia no está dado, es la habladuría de los dominadores por
encima del silencio de los desposeídos, el encadenamiento sistemático de los relatos
viriles materialistas o historicistas, buenos esposos o libertinos, esto importa poco.
Sobre todo hoy que la Historia (viuda del sujeto clásico: el macho valeroso, el héroe o el
erudito, capaz de hacerla y transmitirla) tartamudea, y que la moraleja de la fábula no
edifica ya a nadie. La historia no se ha acabado, algunas experiencias buscan y
encuentran en este momento preciso, en los pliegues del tiempo, las palabras para
decirse y transmitirse, pero esto se ha tornado en un esfuerzo, en una práctica de
resistencia.
Si la “Cultura” ya no puede servir a los poderosos como una muleta para encantar
sus fechorías, se encontrarán pocas mujeres que se quejen de ello. Porque incluso si
ellas nunca han sido una minoría, su saber y sus historias no han hecho otra cosa que
adornar los márgenes del gran relato de Occidente. Las mujeres y la épicas son una
relación complicada…
El lugar común quiere que las mujeres y las anécdotas conozcan un parentesco casi
innato. En las sociedades preindustriales, los amores, los dolores, las enfermedades, las
muertes y los nacimientos atravesaban el tejido humano de las ciudades a través de
palabras pronunciadas por una mujer a la oreja de otra; exactamente igual a como los
lugares de trabajo domésticos, donde los saberes-poderes del día a día circulaban y los
modos de vida se reproducían, eran los lugares de las historias, contadas entre mujeres y
por las mujeres a los niños.
Y todavía hoy. Las amistades femeninas siguen siendo amistades narrativas, en las
que la otra es necesaria para volver a verse, recomponerse, reconocerse. Pero la
necesidad de un relato de sí, para no sucumbir a la pereza identitaria, a la resignación
frente a sus propias faltas, a la locura de no encontrarse ya en sus gestos, llena ahora los
bolsillos de los psicoanalistas. Hasta el punto que ya no hay nada que decir: una vez que
experiencia y relato han quedado divorciados, sólo nos queda la información, neutra,
ascéptica, espantosa, y nuestra pasividad de receptores.
Aquí no contaré una historia, sino algunas historias de una experiencia múltiple y
heterogénea que tuvo lugar principalmente en Italia, pero no exclusivamente, entre los
años sesenta y setenta. La librería de las mujeres de Milán forma parte de ella, muchas
voces de mujeres y hombres de horizontes diferentes también.
Las voces que reúno arbitrariamente aquí bajo el nombre de feminismo extático
tienen en común una línea de fuga, una promesa, un tono, a veces una revuelta, una
necesidad de fuerza. En esta contestación brillan la inviolabilidad de las mujeres y el
deseo de cambiar la relación entre inmanencia y trascendencia; y después el rechazo a la
abstracción de la ley, a la representación institucional desencarnada de los cuerpos, y la
exigencia de un plan(o) de consistencia político compartido entre hombres y mujeres, la
hipótesis mixta.
Lo que trazo es una anarqueología, que lleve a cabo en el interior del desorden una
exhumación de los fragmentos rotos y los interrogue sobre su posibilidad más que sobre
su pertenencia. La reticencia frente a las grandes síntesis o a las opiniones rebanadas
sobre esta historia se justifica por el hecho de que ésta no está cerrada, de que ha
permanecido en parte muda y en parte contada por falsificadores.

Primado de la práctica: partir de sí


Una política que no tiene siempre el nombre de política

Y si es cierto que lo jurídico pudo servir para representar, de manera sin duda no exhaustiva, un poder
centrado esencialmente en la retención y la muerte, resulta absolutamente heterogéneo respecto a los
nuevos procedimientos de poder que funcionan no en el castigo sino en el control, y que se ejercen en
niveles y en formas que desbordan el Estado y sus aparatos. Hace ya siglos que hemos entrado en un tipo
de sociedad en la que lo jurídico puede cada vez menos codificar el poder o servirle como sistema de
representación. Nuestra línea de pendiente nos aleja cada vez más de un reino del derecho que empezaba
ya a retroceder hacia el pasado en la época en que la Revolución Francesa y, con ella, la edad de las
constituciones y los códigos, parecían convertirlo en una promesa para un futuro cercano.
Es esa representación jurídica la que todavía está en obra en los análisis contemporáneos sobres las
relaciones del poder con el sexo. Ahora bien, el problema no consiste en saber si el deseo es ajeno al
poder, si es anterior a la ley como se imagina con frecuencia, o si, por el contrario, es la ley la que lo
constituye. Ése no es el punto. Ya sea el deseo esto o aquello, de cualquier manera se continúa
concibiéndolo en relación a un poder siempre jurídico y discursivo, un poder que encuentra su punto
central es la enunciación de la ley. Se permanece aferrado a una determinada imagen del poder-ley […]
Y es de esta imagen que es preciso liberarse, es decir, del privilegio teórico de la ley y de la soberanía, si
se quiere realizar un análisis del poder dentro del juego concreto e histórico de sus procedimientos. Es
preciso construir una analítica del poder que ya no tome al derecho como modelo y como código. […]
Pensar a la vez el sexo sin la ley, y el poder sin el rey.
Michel Foucault, La voluntad de saber

En 1966, diez años antes de la aparición del primer volumen de la Historia de la


sexualidad de Michel Foucault, un grupo de mujeres en Italia atacaba, ya, la hipótesis
represiva. El Demau, abreviación de “desmistificación del autoritarismo patriarcal”, no
tomaba éste como la opresión masculina, sino que señalaba simplemente la existencia
de un problema entre las mujeres y la sociedad, y que no eran las mujeres quienes
planteaban un problema a la sociedad (aquello que se denomina la “cuestión
femenina”), sino la sociedad quien planteaba un problema a esas mujeres. Desde su
perspectiva, la política de integración es para su caso lo que la manzanilla es a una
enfermedad grave, porque la separación femenina, incluso en la marginalidad que
conlleva, deviene, una vez reapropiada, un punto de partida ofensivo y no ya una fuente
de debilidad. Esta aproximación antepone la diferencia femenina contra el mito de la
igualdad construido a partir del metro de medida masculino. Pero al mismo tiempo, la
apuesta consistía en operar una revolución simbólica que diera a las mujeres los
instrumentos para construir otra categoría del mundo que las viera como sujetos, una
nueva trascendencia que permitiera a los cuerpos femeninos decirse y pensarse sin
sublimarse. “El hombre —escribe Carla Lonzi— ha buscado el sentido de la vida más
allá de la vida y en contra de la vida misma; para la mujer vida y sentido de la vida se
superponen permanentemente.” Se trataba de un ataque dirigido contra la cultura, que
colocaba las bases de una práctica distinta, de otra aritmética de los posibles: acusar a la
filosofía de haber espiritualizado la jerarquía de los destinos asignando al hombre a la
trascendencia y a la mujer a la inmanencia equivalía a reivindicar para sí el derecho a
hacer la historia, a concebir de otra manera el nacimiento, la muerte y la guerra, a decir
su palabra sobre lo que es viable y deseable.
“Tanto a la cultura humana —leemos en No creas tener derechos— como a la
libertad de las mujeres hacen falta el acto de trascendencia femenina, la mayor cantidad
de existencia que podamos ganar al superar simbólicamente los límites de la experiencia
individual y la naturalidad del vivir”, pero la historia avanza por otra dirección. En los
años setenta, en Italia, la toma de consciencia femenina se dio bajo el estandarte de la
opresión sufrida; la “condición femenina” no reflejaba la realidad social y política
articulada que habría tenido que portar, pero sí mostraba a unas mujeres deseosas de
libertad y de potencia una imagen degradante y deformada con la que ellas tenían el
deber moral de identificarse y que extinguía todo entusiasmo.
A partir de 1970, en Italia, tras prestar atención a la experiencia estadounidense,
algunos grupos de autoconsciencia comenzaron a constituirse. El silencio era vencido
pero la satisfacción permanecía todavía lejana: escuchar historias de mujeres que sin
ninguna razón se vivían como inferiores en la familia, en el trabajo y en los grupos
políticos, acaba por producir una caja de resonancia que hacía de esta realidad
contingente algo infranqueable. “Esto nos hace conscientes —decía una mujer sobre el
tema de la autoconsciencia— pero no nos da instrumentos, no nos hace desarrollar
ningún poder contractual en la transformación de lo social, sólo consciencia y rabia.”
(No creas tener derechos) Y no obstante, en esas palabras intercambiadas entre mujeres
que anteriormente habían sido mudas, algo había tomado cuerpo que se conservó en la
tradición feminista: una cierta relación de intimidad y abstracción con la esfera de lo
sensible, un vaivén entre concreción y abstracción que agrietaba la superficie lisa de los
discursos de legitimación del poder.
Poco a poco, los grupos de mujeres salieron de la inocencia, esa prisión en la que la
sociedad las tenía confinadas y de la cual el separatismo se avergonzaba en hacerlas
salir. Hacía falta liberarse de la imagen de la “madre mortífera” (L’erba voglio, n° 15)
que alimenta pero devora, imagen a la vez de la devoción hacia el prójimo y de la
heteronomía, de aquella que renuncia a la violencia pero la ama en el hombre por
procuración otorgada y contra sí misma.
Acerca de las relaciones en los grupos de mujeres, leemos en 1976: “Excluyendo la
agresividad todo se conserva puro en la superficie, incluso si en el interior de nosotras,
entre nosotras, en profundidad algo se vuelve cada vez más amenazante; ¿lo que se
queda afuera no será por casualidad algo reprimido y prohibido desde siempre a las
mujeres? Las mujeres son tiernas, todo el mundo lo dice, ¿debemos escuchar lo que
todo el mundo dice, o bien lo nuevo y extravagante que sucede entre nosotras?” (No
creas tener derechos)
Contra la madre mortífera surgía la idea de la “madre autónoma”: “Para decirlo
más sencillamente, existe un miedo femenino a exponer el deseo propio, a exponerse
con su deseo, que lleva a la mujer a pensar que los demás impiden su deseo, y es así
como ella lo cultiva y lo manifiesta, como la cosa que le es negada por la autoridad
exterior. En esta forma negativa el deseo femenino se siente autorizado a expresarse.
Pensemos por ejemplo en la política femenina de la paridad, llevada por las mujeres que
jamás se hacen fuertes por una voluntad propia sino sola y exclusivamente por lo que
los hombres tienen para ellas solas y que les es es negado.” (No creas tener derechos)
Sin embargo, el fantasma de una infancia angustiosa, imposible de echar fuera,
continuaba acosando las relaciones entre mujeres. “He experimentado una envidia
insensata —cuenta Lea, implicada en la experiencia de los grupos de mujeres— por mis
amigas que volvían de Portugal [en ese entonces, en 1975, estaba en curso una tentativa
de revolución social en Portugal], que vieron ‘el mundo’, que guardaban una
familiaridad con el mundo. Me sentí extraña por su experiencia, pero no indiferente. La
consciencia de nuestra realidad/diversidad de mujeres no puede volverse indiferencia al
mundo sin sumergirse de nuevo en la existencia… Nuestra práctica política no puede
provocarnos el daño de reforzar nuestra marginalidad. ¿Cómo salir del punto muerto?
¿El movimiento de las mujeres tendrá la fuerza y la originalidad de descubrir la historia
del cuerpo sin dejarse tentar por el infantilismo (refuerzo de la dependencia,
omnipotencia, indiferencia al mundo, etc.)?” (Sottosopra, n° 3, 1976)
A partir de 1975, numerosas librerías de mujeres eran abiertas en todo Italia
siguiendo el ejemplo de la Librairie des femmes parisina; y centros de documentación y
bibliotecas de mujeres surgían también. Cuanto más tomaba forma la alternativa, más
aumentaba la moderación y la “satisfacción de sobrevivir” se volvía predominante.
La riqueza del movimiento italiano, que radicaba en apostar sobre prácticas de
subjetivación que se desvinculaban del miserabilismo antes que sobre el psicoanálisis y
la función terapéutica de la agregación, ahora se giraba contra él. La historia de la Casa
de Col di Lana abierta en la primavera de 1976 describe un fracaso considerable:
“Cuando la Casa fue arreglada —cuentan las protagonistas—, las mujeres vinieron a
montones. Durante reuniones enormes, el miércoles por la tarde, la sala principal se
encontraba llena. Pero pronto fue claro que este lugar más grande y abierto ni siquiera
funcionaba para la confrontación política extendida. Sus dimensiones no hacían otra
cosa que ampliar el fenómeno de la pasividad de muchas reuniones de pequeño número.
Siempre que la sala se llenaba de 150 a 200 mujeres, se ponían a hablar de la lluvia o
del buen tiempo de la manera más agradable, como lo hace una clase de mujeres en
espera del profesor. Ese estado de espera a medias paraba cuando una u otra, pero eran
siempre las mismas, pedía comenzar el trabajo político por el cual se encontraban
reunidas. El trabajo avanzaba con las intervenciones de una u otra, siempre las mismas,
una decena aproximadamente, y las demás escuchaban. No había modo de cambiar ese
ritual. Si ninguna de las diez comenzaba el trabajo, las demás continuaban parloteando
con la misma vivacidad. Si, una vez que el debate había comenzado, ninguna de las diez
retomaba la palabra, reinaba en la enorme sala un perfecto silencio. Los temas debatidos
eran igualmente impotentes para agitar la situación. Al final, como es fácil imaginar,
ningún tema tenía ya razón de ser discutido salvo la situación misma que se había
creado ahí y la tentativa de descifrarla. Pero ni siquiera este tema tuvo ningún efecto de
transformación. Fue planteado y discutido por las mismas diez que hablaban ante la
presencia inevitablemente muda de las demás. Era un fracaso total.” (No creas tener
derechos)
La escisión de este gran grupo silencioso de mujeres que ostentaba su simple
presencia masiva y enigmática contra la voluntad política de las diez que hablaban, dio
lugar a doce comisiones de trabajo en las que el silencio tuvo que ser roto. Esas mujeres
explicaron que temían a la conflictualidad política, que la percibían como algo
amenazante para la solidaridad entre mujeres y la cohesión de lo colectivo, en resumen,
para su nuevo equilibrio subjetivo. Esas mujeres se habían efectivamente subjetivado,
pero de una manera paralizante. Su práctica constructiva, hecha de discurso y de
transmisión de un saber distinto, a fuerza de nunca enfrentarse a lo que la contradecía se
veía sin palabras y sin ninguna curiosidad. Lo que esas mujeres temían perder al
exponerse, lo habían perdido ya desde hace mucho tiempo: la unidad protectriz que
querían a todo precio preservar había muerto por su temor a modificarla, ellas no tenían
ya nada que decir, habían recomenzado a sobrevivir en el margen, situación que su
encuentro tenía supuestamente la intención de sacarlas. “El colectivo, si hemos
comprendido bien, no era por consiguiente el lugar de existencia autónoma posible, sino
el símbolo vacío que las mujeres tienen de dicha existencia.” (ibíd.)
El temor a regresar a la dependencia del hombre volvía poco exigentes las
relaciones entre mujeres, las nivelaba desde abajo: toda divergencia se volvía un
peligro. Ahora bien, una política que sólo contamina a un solo sexo no contamina. Las
prácticas sucesivas de la librería de las mujeres de Milán iban en una dirección que
pretendía oponerse a ese inmovilismo mediante la asunción de las discrepancias entre
mujeres. La práctica de confiarse a una “madre simbólica” se volvió el centro de su
acción y de su relación. La “mujer más grande que yo”, que supuestamente constituye la
mediación infranqueable y más fiel con el mundo, reabsorbía el diferencial de poder al
encarnarlo. La autoridad era juzgada legítima porque sacaba a las mujeres de una falsa
sonoridad generadora de neurosis e inmovilismo. La fase extática del feminismo
diferencialista se volvía a cerrar sobre la madre autoritaria.
El rechazo de la hipótesis represiva no desemboca, aquí, en su consecuencia lógica:
el abandono del separatismo y la hipótesis mixta. Pero ¿por qué entonces, si es esta
última perspectiva la que consideramos, conservar el nombre de feminismo y no
sumergirlo en el pensamiento del género o en la teoría queer?
Por varias razones: la primera es que los movimientos de mujeres nunca han sido
movimientos de minoría: las mujeres, es bien sabido, son numéricamente mayoritarias
sobre el planeta; la segunda es que las mujeres, por su muy larga ausencia en la escena
del saber y del arte, fueron civilizadas de manera imperfecta, sin trascendencia propia, y
por esta razón siguen siendo portadoras de una potencia política por venir: fueron
integradas a la gestión y al capitalismo, pero no realmente a sus formas políticas.
La tercera es que el cuerpo de las mujeres junto al de los niños, más aún que al de
los homosexuales o de los transexuales, es el cuerpo biopolítico por excelencia, el
objeto de inversión de la calibración ciudadana y de la publicidad, el soporte por
excelencia de la escritura del deseo mercantil.
La cuarta razón es que las mujeres se deconstruyen en cuanto mujeres desde hace
ya mucho tiempo, pero esto no basta para mantener la promesa de una práctica política
de libertad que una medio y fin: “En tanto una mujer exija reparación de un daño, sin
importar lo que ella obtenga, no conocerá jamás la libertad […]. La libertad es el único
medio para alcanzar la libertad.” (No creas tener derechos)

“Hemos observado durante 4000 años. No


importa, ¡ahora hemos visto!”
Manifesto di Rivolta femminile, 1970

Si es cierto, tal como fue escrito, que la pasteurización de la leche contribuyó a dar la libertad a las
mujeres más que las luchas de las “sufragistas”, entonces hace falta hacer que esto ya no sea cierto. Y lo
mismo tiene que ser dicho sobre la medicina que redujo la mortalidad infantil o inventó los productos
anticonceptivos, o sobre las máquinas que han hecho más productivo el trabajo humano, o sobre los
progresos de la vida social que han conducido a los hombres a no seguir considerando a las mujeres
como unas criaturas de naturaleza inferior. ¿De dónde viene esa libertad que me es entregada en una
botella de leche pasteurizada? ¿Qué raíces tiene la flor que me es ofrecida como un signo de civilización
superior? ¿Qué soy yo, si mi libertad se debe a esta botella o a esta flor que se me ha puesto en la mano?
No se trata tanto de la cuestión de la precariedad del don, incluso si es una circunstancia cuyo
origen no debe ser descuidado. Es preciso encontrar al origen de la libertad propia para tener una
posesión segura de ella, lo que no quiere decir un goce garantizado, pero sí la certeza de saber
reproducirla incluso en las condiciones menos favorables.
No creas tener derechos

¿Qué es un testigo modesto? Según Donna Haraway es alguien cuya invisibilidad


para sí mismo es elevada a la dignidad de instrumento epistemológico.
El universalismo occidental vivió con el mito del ser neutro productor de verdad,
dándose así las armas de una opresión innombrable, creando una relación de fuerza para
la cual el vocabulario del saber existente no podía proporcionar palabras. El
borramiento del sujeto y el surgimiento del Bloom son los efectos sísmicos de un
sistema de saber-poder que durante milenios se fundó a sabiendas sobre la ficción del
“yo transparente”, aquel que se puede componer con el modelo del saber tecnocientífico
sobreponiéndose en él sin nunca ser cuestionado por su discurso, como una máquina de
guerra inocente.
En esta configuración, la subjetividad no existe ya sino a título de existencia lírica e
inofensiva al margen de la objetividad técnica omnipotente; las particularidades de cada
persona, pero más aún las consecuencias políticas de su ser-cuerpo y de su tener-lugar,
ya sólo son preocupaciones de esteta ocioso frente a un saber-poder que ataca con
perfecta mala fe la idea misma de una integridad psico-física humana.
El antihumanismo más salvaje de las ciencias “humanas”, por ejemplo, está a años
luz de retraso frente a la medicina que cura al hombre vivo a partir del paradigma
anatómico del cadáver, que sólo ve cuerpos parcelados, enfermedades mentales
orgánicamente tratables, fenómenos de inmunodeficiencia ligados probablemente a una
falta de gratificación del sujeto… La ética que proporcionaría un sentido político al
hecho de estar en el mundo, o de no estar más en él, se disuelve en el ácido suprapotente
del biopoder; la vida orgánica asexuada vuelta heterónoma bajo efecto de un entorno
tóxico, se convierte en el objeto ininterrogable del poder de hacer vivir y hacer morir.
Encontrar un sentido a una vida que pertenece a las sondas, a los microscopios y a
los espéculos de manos ajenas, a los artefactos desapasionados de la ciencia, es en lo
que viene una urgencia política central. Es a través de estos cuerpos que nos fueron
arrancados por la biopolítica como si estuvieran condenados a una resurrección clínica
independiente de nuestros actos y elecciones, y a veces incluso contrario a ellos, que el
feminismo extático quiso liberarse primero. Respondió al chantaje de un deseo unívoco
que ignoraba su placer mediante un discurso crudo sobre la anatomía femenina,
relegada hasta los años sesenta a lo unívoco de los murmullos, a la penumbra de los
confesionarios y las recámaras, entregada a la tortura de los abortos clandestinos.
El pudor ha sido sin duda el dispositivo de dominación más fino con el que las
mujeres han tenido que vérselas, ya que se trata de un sentimiento de sí inculcado desde
el exterior pero cuya prueba performativa de existencia consiste en ser reproducido por
el sujeto mismo que lo padece. La vida privada se vuelve entonces el refugio seguro
contra la amenaza desocializante de la vergüenza.
Ser para sí misma la fuente posible de un deshonor aplastante cuyos mecanismos
de producción son incontrolables ha sido el chantaje que el deseo patriarcal ha hecho
pesar sobre las mujeres en medio de su cuerpo. Todo disfuncionamiento o síntoma
dudoso, toda impudicia o manifestación de deseo heterodoxo de ese cuerpo que a todo
precio tenía que ser dócil, ha sido reprobado como moralmente inaceptable.
El cuerpo de la mujer, con su funcionamiento hormonal delicado, con su placer
complejo que un silencio envilecedor rodeaba, ha seguido siendo a pesar de todo el
continente negro de toda buena intención emancipadora. Lo que la civilización ha hecho
al cuerpo de las mujeres no es diferente de lo que ha hecho a la tierra, a los niños, a los
enfermos, al proletariado, en pocas palabras, y por consiguiente, a todo aquello que no
tiene el permiso de “hablar”, o encima, a aquello que los saberes-poderes del gobierno y
de la gestión no quieren escuchar, y que acaba de este modo relegado a la exclusión de
toda actividad reconocida, al papel de testigo. ¿Pero cuál es la diferencia entre el testigo
modesto que vehicula, al mismo tiempo que se borra detrás de una pretendida
objetividad científica o económica, relaciones de poder “ineludibles” en el interior de su
sistema teórico, y ese otro testigo mudo, marginal, del que no se sabe que habla porque
principalmente es necesario saber no escucharlo? La diferencia reside todavía del lado
del cuerpo. El hombre del saber-poder “objetivo” esconde su existencia psicosomática
sexuada y débil cuando delega el monopolio de la violencia a una policía que puede
ensuciarse las manos igual que alimenta la ilusión contradictoria de la incorporeidad
humana en nombre de la cual los demás cuerpos pueden aparecer como objetos ajenos,
emotivamente indiferentes. Desarrolla su anestesia sensual para ejercer mejor el
conocimiento en medio de las prótesis técnicas, erige la separación como condición de
objetividad y su falta de intimidad con sus semejantes como deformación necesaria
profesional.
El cuerpo de los excluidos del discurso, en cambio, es un cuerpo hablante y no
escuchado, que tiene como característica central buscar reducir la separación, ya que
ésta sólo es para él fuente de fragilidad y nunca instrumento de poder. Es el testigo que
se disuelve y muere con el objeto de su testimonio, el mismo que no es capaz de
extraerse del vientre de la dominación sin morir, que no cuenta con la distancia que
permite al sujeto sostenido por la institución (única condición en la que existe el sujeto
idéntico a sí mismo) fingir una extrañeza en relación al horror del mundo, recortar un
espacio limitado a su complicidad con el desastre.
El testigo que no entra en el modelo de discurso autorizado por el saber-poder es la
figura paradójica de la culpa y la impotencia; su cuerpo y su estar-ahí sólo producen
ambos el grito inarticulado de quien, diciendo “yo”, busca realmente designarse y
miente de tal modo y se adhiere del lado de los culpables.
No existe virginidad alguna del lado de los oprimidos, de los excluidos de la
historia, ya sean mujeres, minoría o clase; al contrario, el oprimido es aquel que no tiene
otra opción que participar en la máquina de dominación, es incluso su producto más
dependiente y el menos capaz de autodeterminación.
Es en la ruptura del juego significante, que la ofensiva permanente sostiene para
hacernos identificar con nosotros mismos, que pueden desprenderse perspectivas para
una práctica de libertad. Lo que es preciso combatir es nuestra desconfianza última a
dejar hablar a los cuerpos sufrientes sin encadenarlos a un “yo”, pues es justamente
sobre este encadenamiento que la dominación toma apoyo, negándolo cuando reivindica
la independencia y volviéndolo a hacer funcionar cuando deja a la vista la toxicidad de
una vida situada bajo el yugo del gobierno.
Lo que es preciso callar es el discurso del biopoder, sobre nuestro sufrimiento al
igual que sobre nuestro goce. Toda práctica de libertad parte de ahí.

Lealtad efímera, coherencia imposible


La imagen femenil con la que el hombre ha interpretado a la mujer ha sido una invención suya.
Manifesto di Rivolta femminile

…y en la idea de hombre no hay ninguna mujer.


A. Cavarero, A pesar de Platón

Las imágenes deben su eficacia a su sentimentalismo epistémico.


B. Duden, El cuerpo de la mujer como lugar público

Me he entretenido en pensar, en las tardes de distracción, las veces que he puesto y quitado la mesa ¡Me
ha salido la cifra de diez mil novecientos cincuenta! ¡Diez mil novecientos cincuenta veces en diez años!
Si calculas que en cada operación debo poner y quitar un promedio de seis platos, dos cazuelas, dos
fuentes, seis piezas de cubiertos, cuatro vasos, dos servilletas, el mantel, el salvamantel, dos botellas de
bebida, el frutero, dos cucharas para servir, el pan y su cuchillo —y todo eso en un día ordinario, sin
invitados ni comida especial— resulta que por lo menos he de hacer siete viajes de ida y otros siete de
vuelta del aparador y la cocina a la mesa. Estos movimientos tres veces al día —aunque el desayuno no
es tan completo en cambio no he contado el servicio del café por la tarde y por la noche— suman
veintiuno cada día, por trescientos sesenta y cinco años al año son siete mil seiscientos sesenta y cinco,
por diez años de matrimonio, setenta y seis mil seiscientos cincuenta... Si fuese albañil y hubiese puesto
el mismo número de ladrillos tendría construidas unas cuantas casas… Yo en cambio no he construido
nada… como si hubiese arado en el agua… esta noche tengo que volver a empezar, y mañana y pasado y
siempre…
L. Falcón, Cartas a una idiota española, 1975

El primer impulso que me surge con esta lectura es un rechazo: rechazo aceptar como cierta la teoría de
que nosotras, las mujeres, hemos vivido y continuamos viviendo instrumentalizadas y manejadas por el
hombre y por su historia. Me doy cuenta de que con esta protesta busco una defensa, pero al menos
reconocemos que esto puede ser dramático para una mujer llegada ya a la mitad de su recorrido en la
vida, y que siempre ha creído actuar por lo mejor, escucharse decir (yo traduzco el concepto): “tú te has
tropezado con todo en la vida; los valores que creías justos, como la familia, la fidelidad en el amor, la
pureza, incluso tu trabajo de mujer en el hogar: todo mal, todo resultado de una sutil estrategia
transmitida de generación en generación por una explotación continua de la mujer”. Lo repito: hay de
qué quedar estupefacta.
Mujer que entró a la escuela nocturna para pasar su titulación en Italia, tras su encuentro con las
militantes feministas en 1977 (extracto de No creas tener derechos)

La homosexualidad masculina tuvo una reputación revolucionaria debido a que no


jugaba el juego de la sublimación civilizadora exigida por el pacto social entre hombres.
Los homosexuales masculinos tomaban la política al pie de la letra: si es un asunto de
hombres, quedémonos pues entre nosotros, sin molestias. Esto es algo que no
solucionaba las rivalidades viriles; creaba la hetería, la gran fraternidad que se libera del
paternalismo con una risa maliciosa. Pero esto tenía todavía que ver con el pacto social,
era de alguna manera su radicalización, incluso si implicaba efectos de poder y
corolarios del deseo totalmente diferentes.
El verdadero bicho raro, se sostuvo, era la homosexualidad femenina,
verdaderamente desleal, en lo que a ella respecta, pues se sustraía a la vez del deseo
masculino de paternizar y del deseo femenino de dar a luz [enfanter]. La mujer
homosexual viene de un país lejano, de una isla, Lesbos; el mar fue puesto entre ellas y
el resto del mundo; llegaron súbitamente, por otra parte, ¡no crecieron en nuestras
familias si no son edípicas o si no quieren hijos!
Existe, por lo tanto, una lógica en la creación de un universo de deseo lésbico en el
interior de los movimientos feministas, pero la experiencia italiana de las librerías de las
mujeres se encontró bastante rápido en las manos de las contradicciones que surgían del
mito de la “tranquilizadora extranjería”, último truco del inconsciente colectivo para
encerrar a las mujeres en la culpa blanca. O el extranjero se integra a la otra cultura, o
representa el no-derecho en calidad de agravio: no está en su lugar.
La construcción de otra normalidad, incluso desviada, no nos surge del punto
muerto presente. El deseo puede cambiar de ala, el poder lo acompaña con una censura
productiva nueva, con otra arbitrariedad. El “liberalismo” imperial se adecua muy bien,
de hecho, a la anomia y la perversión; las contradicciones del viejo mundo
heteronormado entran por la ventana de su exterior. La cuestión no es ya la cuestión de
la forma del deseo en sí, sino de su funcionamiento en el seno de todo aquello que se
opone a la dominación presente.
No se trata de pensar la sexuación contra los vínculos sociales, sino contra la
sociedad: el deseo en sí carece de autonomía. Como escribe por ejemplo Léo Bersani en
contra de los lugares comunes más gastados sobre el sadomasoquismo: “Suponiendo
que la reversibilidad cuestionara asunciones sobre el poder que se reparten
‘naturalmente’ en un sexo o una raza, lo que se puede decir es que los simpatizantes del
sadomasoquismo tienen una actitud extremadamente respetuosa hacia la dicotomía
dominación/sumisión en sí misma.” (Homos)
Abandonar el terror de la conformidad al igual que el chantaje del anticonformismo
es el único a-moralismo posible en el seno del biopoder.
Si el deseo del Bloom no revela ninguna verdad última acerca de la opresión o la
libertad, en cambio permite o no permite desubjetivaciones, incrementa o disminuye la
potencia colectiva. Y puesto que el biopoder nos toma por los cuerpos, es por los
cuerpos que podremos liberarnos de él, exponiéndolos a la violencia, al peligro, al
placer, fuera de la ley y de su transgresión, en el espacio que ocupa la dominación de
nuestros días.

Sebben che siamo donne paura non abbiamo


A pesar de que somos mujeres, no tenemos miedo
“¡A pesar de que somos mujeres, no tenemos miedo!” cantaba todas las mañanas, apenas levantada, una
de las amigas con las que compartíamos la casa de nuestras arronzadas vacaciones invernales, agitando
a los hijos pequeños hasta que éstos se convirtieran en adolescentes. Cantaba hincada para recoger
mallas y calcetines, para atar las botas o barriendo alegre la habitación. “!Al menos no trines!” le
decíamos para frenarla. “¡Canta la canción de lucha de las transplantadoras mientras iluminas la vida
de los demás!” Alzaba la cabeza y sonreía como para excusarse del humilde entusiasmo que la movía,
pero sus ojos brillaban de inteligencia, de alegría consciente. El Sesenta y ocho estaba lejos de venir y
con esas palabras ella cantaba la libertad duramente conquistada, la fiereza de las ideas, la satisfacción
de la investigación a la cual se dedicaba en el tiempo recortado entre el trabajo, la escuela y los
cuidados de la familia, cantaba por fin el placer de esos días de vida coral, de contacto, más allá de lo
habitual, con los mismos niños e incluso al precio de continuos minutos de servicios.
Luisa Adorno, Sebben che siamo donne

El hecho de que “machista” y “feminista” designen, según el filtro generalizado de


lo politically correct, realidades respectivamente negativas y positivas, tendría ya que
darnos razón de lo absurdo de la alternativa. Toda perspectiva dualista es un policiaje
que se camufla, del mismo modo en que la construcción de una automitología negativa
es sólo el pretexto para abandonar el campo de batalla sin siquiera haber sido abatido, y
sin tener la apariencia de huir. El problema al que han sido históricamente confrontados
los feminismos radica en que criticar la civilización exige más autocrítica que denuncia,
más introspección que tribunales populares.
Quien a la fecha sigue erigiendo a las mujeres contra los hombres permanece
prisionero de las antinomias de la sociedad tradicional, juega con abstracciones vacías,
sólo se dedica a incrementar la culpabilidad y la confusión. Quien equipara a la madre
de diez años con ablación de Malí con la titular de algún ministerio en Occidente sobre
la base de su común pertenencia a un “sexo oprimido” razona en el interior del recorte
significante de la dominación que pretende combatir, forcejea dentro de contradicciones
accesorias en relación a la contradicción central: ¿qué hace de alguien un “hombre” o
una “mujer”? ¿De qué modo el destino de un sujeto es un “destino anatómico”?
La cuestión es la de la de/re/construcción de la identidad. Si no queremos
encadenar al oprimido a su condición, si por tanto la consideramos a ésta como
contingente, ¿desde dónde vemos la potencia? Desde el interior, tan simplemente.
Si bien es cierto que la relación de fuerza modifica la identidad de los sujetos
implicados, y que es esto, y no lo que permanece sin cambios, lo que es decisivo sobre
el plano político, entonces la tentación esencial se aleja.
“Llenando un formulario —escribe Teresa De Lauretis— la mayoría de nosotras,
las mujeres, marca sin duda la casilla F antes que la M. Difícilmente se nos ocurre
marcar M. Sería como hacer trampa, o peor, no existir, borrarse del mundo. […] Desde
la primerísima vez que hemos puesto una marca a la F del formulario, hemos entrado de
manera oficial en el sistema sexo/género, y nos hemos vuelto mujeres en-gendradas: lo
cual significa no solamente que los demás nos consideren como hembras, sino que a
partir de ese momento nosotras nos representamos como mujeres. Entonces yo me
pregunto: ¿no podría decirse que la F que marcamos llenando el formulario, se nos ha
pegado encima como un vestido húmedo? O que mientras pensábamos que estábamos
marcando la F en el formulario, ¿de hecho era la F quien estaba marcándonos?”
(Tecnologías del género. Ensayos en teoría, película y ficciones, 1987). Una mujer no
es más una mujer de lo que un gato es un gato. Y es a partir de esta contingencia misma
que es preciso volver a escribir, volver a vivir, volver a contar la historia de las mujeres,
hasta que deje de haber todo eso, historia separada, departamentos, guetos. El abandono
del resentimiento previo a toda hipótesis mixta no puede ocurrir en el seno de una visión
binaria (varones opresores/mujeres oprimidas o viceversa) ni en la dialéctica (la
contradicción se resuelve en la mediación = integración de las mujeres en la idea de
“mujer”).
Lo que es importante en el feminismo extático no son las mujeres (ni los hombres,
por lo demás) sino el deseo de autonomía que ha tenido la desvergüenza de surgir
contra toda convención social, familiar, económica y psicológica.
El hecho de decir que la sociedad, y no sus contradicciones, plantea problema, abre
una perspectiva mucho más grande que la cuestión de la sexuación concebida
separadamente de una perspectiva política ofensiva. El horizonte de la hipótesis mixta
es el de la guerra partisana, una guerra en la que hombres, mujeres y niños practican
una forma de disciplina no militar, reapropiándose la violencia, instalándose en la
duración para liberar espacios materiales y no tan materiales. Este tipo de articulación
de la lucha desbarata al mismo tiempo la disciplina y la autoridad, traza un horizonte
diferente tanto a aquel de la “casa de los hombres” como a aquel del separatismo.

Género
El poder produce clasificando y clasifica produciendo; toda taxonomía esta
encaminada a la acumulación, a la creación de disponibilidades. El género no es el sexo;
su cuidado no es anatómico, sino cinético. Su función epistemológica consiste en volver
legible el vínculo que existe entre las prácticas sexuales de cada persona, su
autorrepresentación como ser sexuado, y su consecuente existencia relacional, su forma
de conocer el mundo y de atribuir sentido a los seres, a las cosas, a las situaciones.
El género no es una realidad ni algo natural o dado, sino un instrumento de
conocimiento y de deconstrucción. Ninguna identidad puede ser fabricada partiendo de
aquí, ningún “nacionalismo sexuado” puede nacer de este enfoque. El objetivo es hacer
visibles las tecnologías políticas de gestión de los deseos, de los cuerpos y las
identidades para modificarlas o hacerlas estallar.
Esto cambia muchas cosas en el romanticismo de los viejos feminismos: no son las
buenas madres, ni las malas esposas, ni las lesbianas, ni las histéricas, ni las
ninfómanas, el sujeto revolucionario prefabricado que ha de llevar la delantera. O bien,
son ellas también, pero no en cuanto tales. El sujeto de las prácticas de libertad está por
ser construido en nuevas relaciones, comenzando por prácticas ofensivas.
Si la mediación cultural y política fue colonizada por medio de la ficción del sexo
masculino (y de la raza blanca), es preciso ahondar en lo no-dicho y en el silencio: tal
será el primer acto de ludismo contra las tecnologías de género. Lo que tenían en común
el feminismo extático y las luchas de los obreros, era su silencio. Los oprimidos no
tendrían, pues, nada que decir al poder. Por consiguiente, el parentesco entre la práctica
y la política sería más estrecho que aquel entre la política y el discurso. La libertad
prescinde de la habladurías. No necesita indicar su objetivo, es para sí misma su medio
y su fin.
Liberados de la obligación de hablar, de explicarse, tal vez las mujeres y los
plebeyos nunca han dado un paseo por los jardines ordenados e imperfectos de la
metafísica o de las ciencias “humanas”, pero han practicado una política del gesto.
Robar, golpear, trabajar o hacer la huelga son actos políticos que hablan por sí
mismos y no necesitan traducción, son autoevidentes, vehiculan un sentido inmediato
que condiciona la presencia tanto como el estado de ánimo. Exactamente igual a como
cocinar, educar a los hijos, amar o no a su marido son otros tantos discursos que el
poder hace pasar por ruidos de fondo.

La Grieta
Basta con hojear aquellas viejas novelas olvidadas y escuchar el tono de voz en que están escritas para
adivinar que el autor era objeto de críticas; decía tal cosa con fines agresivos, tal otra con fines
conciliadores. Admitía que era “sólo una mujer” o protestaba que “valía tanto como un hombre”. Según
su temperamento, reaccionaba ante la crítica con docilidad y modestia o con cólera y énfasis. No
importa cuál, estaba pensando en algo que no era la obra en sí. Desciende su libro sobre nuestras
cabezas. En su centro hay un defecto. Y pensé en todas las novelas escritas por mujeres que se hallaban
desparramadas, como manzanas picadas en un vergel, por las librerías de viejo londinenses. Las había
podrido esta fisura que tenían en el centro. Su autor había alterado sus valores en deferencia a la opinión
ajena.
V. Woolf, Una habitación propia

Las cosas más desconcertantes no son las que nunca se supieron antes, sino las que primero fueron
conocidas y después olvidadas.
No creas tener derechos

Fitzgerald lo llamaba la grieta. La grieta no es ni la enfermedad social ni la


epidemia, ni la miseria de masas ni el descontento. La grieta es también, como este
texto, un asunto impersonal en el tiempo de la impersonalidad de masas. Concierne a la
singularidad; es la enfermedad inclasificable de las idiosincrasias, la afección de la
forma-de-vida en cuanto tal, que depende de la complicidad que no se consigue
establecer con el mundo, o que se renuncia a buscar. Mediante las aprobaciones, las
resistencias, las derrotas y las victorias, la grieta se alarga, se remata, se profundiza en
nosotros, desde la superficie alcanza el fondo de la carne y compromete o preserva la
salud del cuerpo. La armonía o la disonancia entre la civilización y nuestro destino da
dirección a la grieta: los hombres y las mujeres se agrietan de manera diferente. Pero
éste es un efecto, no una causa de su subjetivación.
La diferencia entre las formas-de-vida está estrechamente ligada a la diferencia de
sus grietas. Una aproximación materialista quiere que un cuerpo de mujer sea distinto de
un cuerpo de hombre, pero una aproximación esencialista quiere de igual modo que el
modo en que estos cuerpos son habitados es lo que determina su identidad sexual.
Cuestión de “género” pero también de revuelta.
¿Qué ha hecho el poder para conseguir someter a una norma única de deseo y a un
catálogo definido de transgresiones a tantos cuerpos con pulsiones desordenadas e
inclinaciones realmente diversas?
Historia de una represión cotidiana a través del envilecimiento y los
microdispositivos, a través del desaliento familiar y el encarcelamiento, a través de la
marginalización y la criminalización. A través de la imposición continua de una
coherencia identitaria en relación a fisiologías que no tenían una, hasta hacer de ellas
“hombres” y “mujeres”.
Y sin embargo.
Yo no cuento la historia de la grieta de las mujeres como una historia de opresión
ni de emancipación: las mujeres han ocupado, ciertamente, un lugar subalterno en el
seno de la circulación de los poderes oficiales en Occidente, pero ellas no son una clase
ni un grupo social homogéneo. Además de esto, esa manera de mantener la distancia al
mismo tiempo que se está adentro, de vivir con la lengua cortada en un universo que
siempre ha tratado bien la diferencia “femenina” al mismo tiempo que hace como si la
ignorara o que solapa el miedo que suscita, todo ese chantaje que las “mujeres” en
cuanto categoría cultural habrían aceptado pasar, no es un escándalo que apele la
venganza ni una opresión que demande justicia, sino una relación social de “género”
que estructura nuestras identidades.

En el estremecimiento social que ha sido el feminismo ha habido, de manera


incuestionable, algo que cuestionaba los dispositivos de subjetivación que hacían de las
mujeres unas mujeres (es decir, unas madres-esposas o unas locas-putas), algo
profundamente ajeno al delirio de las cuotas o a la cogestión de la falocracia y de su
cortejo de neurosis.
Las corrientes del feminismo que han partido de esta constatación son las mismas
que más se han alejado del marxismo, acusándolo de no haberse acercado a los
problemas entre hombres y mujeres, o bien, diríamos, de no haber permitido que
hombres y mujeres se subjetiven de un modo distinto, que los deseos tomen otras
formas que el deseo de familia o de pareja. El posible que emerge de esta manera de
plantear la cuestión constituye por sí solo otro plano de lo político, en el cual la
mediación estatal es cuestionada y el funcionamiento de las relaciones de fuerza es visto
y descrito en todas sus consecuencias, incluso aquellas que, sin tener una función
supuestamente estratégica, sólo hacen superficie en las conversaciones confidenciales o
en el folclor de los hechos diversos. Esta aproximación es la de un feminismo que he
calificado como extático porque busca salir de su combate para contaminar lo demás,
porque mina la base misma que lo origina: la identidad socialmente constituida de
hombres y mujeres, la ficción universalista de lo humano.

Entre hombres y mujeres no existe ninguna igualdad posible, exactamente igual


que entre hombre y hombre o entre mujer y mujer. La superficie lisa de la aritmética
abstracta que funda la ilusión de la democracia no imposibilita agrietarse bajo la
evidencia de diferencias éticas irreductibles, bajo la arbitrariedad de las afinidades
electivas, bajo la sospecha de que la circulación del poder es una cuestión de cualidad
que se encarna, de que el poder pasa a través de los cuerpos.
En su curso de 1980-1981, Foucault explica cómo a partir de ahora la cuestión del
gobierno es la cuestión de la conducta de las conductas. El poder se vuelve, por tanto,
un bio-poder, puesto que da forma a las vidas que gestiona; para hacer esto debe tener
una influencia sobre los cuerpos, que son aquello que individualiza y separa a los seres,
y por medio de estadísticas y observaciones debe actuar sobre los deseos que éstos
encierran.
El dominio del deseo del otro es, en efecto, aquello que hace de éste el verdadero
esclavo, pues ninguna emancipación, que no sea la emancipación de tal deseo de
emancipación, podrá sacarlo de las relaciones de fuerza donde forcejea. Este
mecanismo, que se ubica, por otra parte, en la base de la sociedad mercantil, ha hecho
históricamente de las mujeres una masa humana vibrante de sufrimiento y de rabia en
contra de las fábulas de felicidad conyugal y maternal que las deseaban risueñas en una
circulación de afectos lisa y llanamente inexistente en la realidad vivida.
Cada polarización ética, cada forma-de-vida, no es más que el resultado de la
adhesión a un relato sobre la felicidad, relato a menudo mudo pero implícito en el tejido
de las prácticas que nos rodean: una cuestión de transmisión. Los seres se mueven hacia
la dirección fantaseada de la alegría y la libertad, y si se cruzan en esta trayectoria,
comparten un trozo de camino. Las insurrecciones son los momentos en que la
curiosidad por otros itinerarios se extiende a colectividades de paseantes y en que los
mecanismos de subjetivación se ven asfixiados o trastornados. La cinética de los deseos
sabiamente regulados se altera, los destinos singulares se comunizan contra el
imperativo de conformidad. La potencia se vislumbra entonces en la pantalla de nuestra
ecografía, pero escapa al panopticón de la dominación y esto no es una casualidad; la
tecnología de la resonancia que dio lugar a la ecografía actual nació para la guerra
submarina y se fuga a continuación desviada hacia otro uso, mientras que el panopticón
sólo sirve a un solo régimen de visibilidad: el de la vigilancia. La guerra y sus
tecnologías pueden devenir partisanas, y por lo tanto mixtas y no exclusivamente
guerreras, la disciplina, por su parte, permanece masculina, como relación de
conjuración con la potencia, con la libertad.

Histéricas y abogadas
—Es así: las mujeres sólo han tenido falsas noticias sobre el amor. Muchas noticias diferentes, todas
falsas. Y experiencias inexactas.
Sin embargo, siempre confianza en las noticias, no en las experiencias. Es por esto que tienen tantas
cosas falsas en la cabeza.
[…]
—Verás —dice Mariamirella—, tal vez te tengo miedo. Pero no sé dónde refugiarme. El horizonte está
desierto, sólo estás tú. Eres el oso y la cueva. Es por esto que me quedo acurrucada en tus brazos, porque
tú me proteges del miedo que te tengo.
I. Calvino, Prima che tu dica pronto

En el momento de las discusiones referentes a la ley sobre la violencia sexual en


Italia, fue para todos evidente que, contrariamente a lo que sugerían sus intereses
opuestos, existía una íntima solidaridad entre la histérica mistificadora y la jurista, que
ambas sufrían de lo mismo: falta de reconocimiento, por padecer sin la capacidad de
liberarse el asedio del deseo de otro, sin saber oponerle una singularidad lo
suficientemente abrumadora y desalentadora como para erigirse como argumento de
rechazo. La mujer que finge haber sido violada, que denuncia un crimen que no tuvo
lugar, ¿está delirando más que la que se ata a una ley que la niega? La mujer simuladora
que cree haber sido violada ¿se equivoca más que la que cree tener derechos? “La
simuladora en sentido estricto —escribe Lia Cigarani— revela algo que todas nosotras
somos, incluso cuando conseguimos controlarnos. Muchas veces el movimiento de las
mujeres ha tenido que ver con las simuladoras. Frente a las asambleas éstas se veían
obligadas a desmentir su historia, o eran desmentidas por los jueces después del
interrogatorio. Pero para los representantes de la ley, la simuladora, la histérica se
volverá una enemiga. En efecto, la histérica, inventando un crimen, se burla de la ley. Y
todo termina en el ridículo. Los más afectados por la burla son, evidentemente, las
mujeres que creen en la ley. […] Y frente a esto, ¿cuál debe ser nuestra atención,
nuestra práctica política? ¿La de comprender el mensaje de la histérica (de aquella que
parece sostener la ley y el deseo del hombre pero a través de la deformación y el teatro
los niega) o castigarla porque nos hace quedar mal?” (La violación simbólica, en Il
Manifesto 20/11/79)
En el sufrimiento de la simuladora se daba, contiguo a la enfermedad mental en su
incodificabilidad, la expresión de un rechazo a su propia esclavitud tan impulsada que
apenas podía reconocerlo como existente. “Era falso —se lee en No creas tener
derechos— pretender abordar la contradicción entre los sexos interviniendo en el
momento patológico de la violación y aislándolo del conjunto del destino femenino, de
sus formas ordinarias, ahí donde se consume la ‘violencia invisible’ que despoja al sexo
femenino de su unidad viviente de cuerpo-mente.” La forma de dominación que
coloniza los afectos produce en sus sujetos una imposibilidad para servirse de los
sentimientos propios como de instrumentos hermenéuticos, para desconfiar de uno
mismo buscando salir del terreno familiar minado. Muy a menudo, esos sujetos chocan
con la incapacidad de encontrar un espacio para una insumisión tan radical que acaba
siendo percibida como desleal por aquellas y aquellos mismos que deberían unirse a
ella. Pero, continúa Cigarani, “¿en el momento en que me encuentro en un proceso, que
me da la posibilidad de reaccionar a la violación simbólica del juez, del abogado y la
ley? […] Esta ley regula una contradicción interna al mundo de los hombres. Hay
hombres que tienen un comportamiento desviado respecto a la moral burguesa. En el
proceso adviene la regulación de esta contradicción.” (cit.)
La tranquilizadora extranjería del mundo de la ley se convierte, en el momento de
la violación, en desesperación, desesperación por la introyección de la interpretación
anatómica que nuestra cultura proporciona del destino de la mujer.
Aun si una mujer consiguiera “reapropiarse” los fragmentos de “feminidad”
todavía no colonizados por la medicina, el Espectáculo, el machismo tradicional o la
religión, ¿qué haría con ellos si sus deseos no siguen, si su inconsciente no se dinamiza
a la misma velocidad que su necesidad de liberación? ¿Qué hay que hacer con las
mujeres que tienen el “fantasma de la violación”, que experimentan placer siendo
violadas?
Para oponerse a la prisión que coincide con su corporeidad, las mujeres incluso han
llegado a formular acusaciones contra el deseo masculino en cuanto tal, a rechazar la
penetración reapropiándose su lectura más machista, a reivindicar la homosexualidad
femenina declarada contra la homosexualidad masculina implícita que el orden
patriarcal fundó. Esto entraba en una estrategia contraria a todo aquello que ciertamente
había minado, pero también volvió extraordinariamente ricas ciertas experimentaciones
políticas feministas, como el rechazo a abrazar cualquier tipo de jerarquía, la voluntad
de no darse nombre, prioridad, reglas, afrontando las contradicciones a medida que se
presentaran, sin prisa y sin arrogancia, sin anticiparse a ellas y sin canalizarlas. La
fuerza del feminismo consistía en no proponer modelo alguno de liberación, sino buscar
una libertad coextensiva a la existencia, una forma de vida que fuera también una forma
de lucha.
Se daba ahí una indisponibilidad sin precedentes, que sin duda contribuyó a volver
muy antipático al movimiento feminista, y que se justificaba afirmando que “la
disponibilidad acabó forzosamente por volverse para las mujeres su única condición de
supervivencia. Pensar en vivir únicamente al hacer vivir a los demás: parece que las
mujeres no tuvieron otro modo de legitimar simbólicamente su existencia. Esto es la
condición más dramática y más difícil por modificar.” (Convegno dell’Umanitaria,
1984)
Pero se daba también un poderoso rechazo a la representación política e identitaria
que hirió en el corazón a toda la institución demócrata y republicana. Las mujeres que
no querían ley sobre la violencia sexual sostenían que “si la representación está
institucionalizada, otorgada sobre la base de criterios formalistas como por ejemplo los
objetivos inscritas en un estatuto, la solidaridad se vuelve presunción,
independientemente de su realidad; la lucha se transforma en ritual y la toma de
consciencia se vuelve el banal registro de un dato normativo” (No creas tener
derechos).

Papá-mamá y nosotros victorianos


Mucho tiempo después, viejo y ciego, mientras caminaba por la calle, Edipo percibió un olor familiar.
Era la Esfinge. Edipo dijo:
“—Quiero hacerte una pregunta. ¿Por qué no reconocí a mi madre?”
“—Diste la respuesta equivocada”, dijo la Esfinge.
“—Pero fue mi respuesta lo que hizo posible todo.”
“—No, dijo. Cuando te pregunté: quién camina en cuatro patas en la mañana, dos al mediodía y tres en
la tarde, tú respondiste el Hombre.
De las mujeres no hiciste mención.”
“—Cuando dices el Hombre —dijo Edipo— incluyes también a las mujeres. Eso todo el mundo lo sabe.”
“—Eso es lo tú crees”, respondió la Esfinge.
Muriel Rukeyser, Myth, 1978

La voz del feminismo extático no es, pues, una voz de mujeres. Su fuerza, fuente
de la desconfianza de los grupos políticos revolucionarios mixtos que le preexistían,
consiste en plantear no únicamente la cuestión de los medios relacionales de la lucha,
sino la del plan(o) de consistencia. En efecto, en él nunca se trató de criticar unas
relaciones alienadas en cuanto medios de lucha, como lo hizo por ejemplo el
movimiento no-violento, sino de esclarecer de qué modo las volvían ineficaces los
prolongamientos de los modos de circulación del poder de la sociedad contestada en las
prácticas pretendidamente subversivas.
El conservadurismo social de manada, que sigue caracterizando a numerosas
formaciones subversivas, se deriva de un cuestionamiento o rechazo excesivamente
esquemático de la economía capitalista. La lectura de clase que no tiene en cuenta el
hecho de que en la relación entre sexos se juega otra dialéctica sin amos ni esclavos, se
arranca conscientemente los ojos por su complicidad con el objeto que combate.
Es difícil concebir la emancipación del oprimido, justo donde la opresión es una
fuente codificada de goce e incluso el único socialmente aceptado.
No es una casualidad que el marxismo suela retirarse púdicamente ante una
cuestión tan farragosa como la de la “opresión” al preferirle el término aséptico de
“explotación”, con el cual, por supuesto, no corre el riesgo de precipitarse en el
psicologismo. Pero el problema es que no existe ninguna objetividad cuantificable de la
explotación, pues ésta depende, también, del dominio de lo cualitativo. La cuestión que
se plantea no es tanto cuánto se es explotado, sino cómo se es, desde qué punto de vista
la explotación es sólo un mecanismo de subjetivación que, una vez destrozado, no
queda nada que liberar. Porque la deslegitimación social preventiva de ciertos deseos
por parte del poder, vuelve a tales deseos fuentes de una culpabilidad tal que los sujetos
apenas siguen siendo capaces de experimentarlos sin autodestruirse. La dialéctica
psicológica compleja que hace del reformista el enemigo más peligroso del
revolucionario, los opone en realidad basándose en dos aproximaciones distintas del
goce; la apuesta revolucionaria es que la indecencia esencial de todo deseo de vida
acabará por arrastrarlo a la morbilidad de su represión, que las identidades se elaborarán
de modo relacional y contingente y no se establecerán en función de una conformidad
social compartida.
El marxismo habla de “falsos deseos” que el Capital nos abastecería, pero no habla
de subjetivación; ¿sobre qué base unos cuerpos extraídos de los eslabones identitarios
del Estado, o de su contestación especular, pueden entrar en relación? Esto permanece
por debajo de las preocupaciones del materialista que atacará la propiedad privada de
los cuerpos, la esclavitud, la violencia, para después estamparse con lo inexplicable del
sadomasoquismo, del deseo de embarazo, de los clubes de swingers.
Por más que Engels haya dicho que en el interior de la familia la mujer es el
proletario y el hombre el burgués, al ser retribuido y reconocido el hombre, y explotada
y relegada al silencio de la vida nuda la mujer, su comparación tropieza con el hecho de
que en la sociedad el burgués no proporciona placer al proletario y el amor o el deseo
sólo se mezclan de modo oblicuo a sus relaciones. Todavía hoy, el punto ciego más
sorprendente de la lectura de clase sigue siendo la relación de sexo, mientras que la
familia y el maravilloso familiarismo terminan invariablemente por recomponerse en
calidad de falsas alternativas a las relaciones capitalistas. Encarnando una situación en
la que la circulación de poder no coincide con la circulación de dinero, la cual es, por
tanto, supuestamente más pura y revolucionaria, el paradigma de la familia continúa
estructurando los imaginarios y las prácticas que se pretenderían en ruptura con la
sociedad. Ahora bien, la economía libidinal, enorme punto impensado del marxismo, es
la primera cosa a interrogar, pues es el tierno e inocente corazón de todo régimen de
poder, aquello que en él nos reclama una irresistible complicidad.
“En los países del área comunista —escribe Carla Lonzi— la socialización de los
medios de producción en absoluto ha mermado la institución familiar tradicional, más
bien la ha reforzado en la medida en que ha reforzado el prestigio y el papel de la figura
patriarcal. El contenido de la lucha revolucionaria ha asumido y expresado
personalidades y valores típicamente patriarcales y represivos, que han repercutido en la
organización de la sociedad, primero como estado paternalista, y luego como verdadero
estado autoritario y burocrático. La concepción clasista, y por tanto la exclusión de la
mujer como parte activa en la elaboración de los temas del socialismo, ha hecho de esta
teoría revolucionaria una teoría patricéntrica. […] El mismo Marx llevó una vida de
marido tradicional, absorbido por su trabajo de estudioso e ideólogo, encargado de
hijos, uno de los cuales lo tuvo con la sirvienta. La abolición de la familia no significa,
en efecto, ni la puesta en común de las mujeres, como incluso Marx y Engels habían
elucidado, ni ninguna otra fórmula que haga de la mujer un instrumento de ‘progresos’,
sino la liberación de una parte de la humanidad que habrá hecho escuchar su voz y
habrá combatido, por primera vez en la historia, no sólo a la sociedad burguesa, sino a
cualquier tipo de sociedad concebida con el hombre como principal protagonista,
situándose más allá de la lucha contra la explotación económica denunciada por el
marxismo.” (Escupamos sobre Hegel, 1974)

Fuera de clase
Establecido que el hombre no es “violencia” y la mujer “dulzura” (porque esta división ha sido operada
por los hombres contra las mujeres) y que la violencia no es ni masculina ni femenina; establecido que la
diferencia es al contrario entre violencia liberada y no liberada, se trata entonces de tratar de vivirla y
practicarla de manera distinta. Evitando que produzca, a raíz de sus reglas propias y totalizantes,
aquello que es definido como “militarización de las consciencias”.
I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre

“Porque la mujer —leemos— no es un hombre incompleto, es diferente de él.” El adjetivo “diferente”


nos es maravillosamente familiar — Vive la différence ! Ese lugar común que nos resalta, Not like to
like, but like to difference, nos presenta de manera simple las desigualdades tradicionales como el reflejo
de la interesante diversidad de la especie humana. Formulado así, el hombre continúa, como en el
pasado, representando la fuerza y la autoridad, siendo “el nervio de la guerra que hace avanzar el
mundo”, mientras que la mujer continúa “ocupándose de los hijos” y “preservando intacto cierto
espíritu infantil”. La adulación roza con el insulto.
K. Millet, Política sexual

Reapropiarse la diferencia, que mientras tanto se ha convertido en el principal


instrumento de gestión del biopoder, es evidentemente una apuesta de antemano
perdida. De manera simétrica, apostar por su negación, por la abstracción legalista de la
igualdad, es un error que el tiempo no perdona. Esta diferencia ha sido jugada “en
contra” de las mujeres a fin de su exclusión (de la esfera pública, de la circulación del
poder) y “a favor” de ellas en la hipocresía de la galantería que les atribuye una
inocencia y una virginidad directamente indexadas a esa marginalidad.
La familia es el lugar originario de repartición de las responsabilidades, así como
es el primer foco de subjetivación. En ella, el destino biológico de la mujer, y ahora el
destino ciudadano de los homosexuales en unión civil, se consuma con la bendición
social.
La lucha de clases sólo es capaz de atravesar la puerta del hogar familiar cojeando:
es una economía distinta la que reina en él, la gratificación afectiva no tiene poder
adquisitivo, el trabajo de cuidados no tiene sindicalistas, la política clásica tartamudea,
la norma tiene la última palabra.
“Incluso si era nuevo y molesto, un camarada detenido podía sin esfuerzo
reconocer al detenido de derecho común como a un proletario, como a un ‘sujeto
revolucionario’ potencial, estando ese reconocimiento respaldado por una tradición de
lucha política. Gracias a una consciencia de sí simplemente ‘pre-política’ representaba y
expresaba en todos los casos, a través de su acción ilegal, un antagonismo al sistema.
Pasar del crimen contra la propiedad (por mucho el más común de acuerdo con los datos
estadísticos) a la lucha contra el sistema capitalista es un paso lógico que presupone por
supuesto una síntesis política, pero que constituye también una elección razonada y
determinada. Pero la mujer que cometió su crimen ‘pre-político’ clásico, el crimen
contra la familia, el infanticidio, no puede seguir un recorrido tan lineal. ¿Cómo
podemos reconocer a la mujer infanticida como a nuestra hermana, en nombre de la
expropiación puesta en obra por el Capital? Su prisión es más profunda e interior, es
violentamente rechazada: su gesto lo prueba. […] Si el hombre tiene a su disposición un
patrimonio cultural, político y simbólico para ‘justificar’ sus acciones violentas, ¿qué
patrimonio puede invocar la ‘mujer infanticida’ para justificar las suyas?
Sin embargo, la familia, el hijo, el marido ¿no pueden ser los elementos de una
opresión material, no pueden ser la señal de una miseria desesperada, el símbolo de una
jaula que puede conducir a la mujer a una momentánea ruptura de su equilibrio psíquico
y hacerla cumplir un gesto loco? […] Si bien es cierto que los camaradas han
comprendido profunda y fuertemente que las condiciones materiales de detención,
pudiendo por sí mismas construir una unidad, comenzando por ese tiempo y lugar,
podían ser giradas contra la institución, las mujeres han tenido muchas dificultades para
dar un sentido, una ‘unidad política’, a esas rebeliones solitarias y desprovistas de todo
dominio inmediato en el interior del esquema de la opresión de clase.” (I. Faré, F.
Spirito, Mara e le altre)
Un cierto escepticismo
El retorno de lo reprimido amenaza todos mis proyectos de trabajo, de investigación, de política. ¿Los
amenaza o es la cosa realmente política en mí, a la cual habría que dar alivio, espacio? […] El mutismo
ponía en jaque, negaba esa parte de mí que deseaba hacer política, pero afirmaba algo nuevo. Hubo un
cambio, tomé la palabra, pero en esos días comprendí que la parte afirmativa de mí estaba ocupando de
nuevo todo el espacio. Me convencí de que la mujer muda es la objeción más fecunda para nuestra
política. Lo “no-político” excava túneles que no debemos llenar de tierra.
Lia, Sottosopra, n° 3, 1976

Parece que en 1977 alguien fijó en la librería de las mujeres de Milán un cartel que
decía “NO EXISTE PUNTO DE VISTA FEMINISTA”, y que dicho cartel permaneció en ese
muro cierto número de años. Existió un movimiento feminista que atravesó eso que se
llama el feminismo, ahora que ya no lo hay; pero no era un movimiento de
reconstrucción o de construcción identitaria, o al menos no en sus componentes que yo
defino como extáticos, más bien se asemejaba a un proceso de demolición, lo que era
completamente coherente con sus presupuestos. Porque integrarse a una civilización que
hasta ayer nos excluía o proponerle otro funcionamiento mejor para ayudarla a resolver
su ligero problema de desmoronamiento, es una alternativa insostenible.
La feminización del trabajo en Occidente ha correspondido a una necesidad de
modernización del aparato productivo: la explotación de las amas de casa simplemente
ya no era suficiente. El fordismo era masculino, con su orgullo, sus manos sucias, sus
overoles azules, su fuerza bruta en las luchas y en la fábrica. El trabajador era un
profesional de su propia explotación, un aficionado de la existencia. La producción era
su dominio, la reproducción el espacio de su incompetencia. No sólo que la
regeneración de su propia fuerza de trabajo no siguiera siendo ya “su problema” sino el
de su mujer, así como los cuidados de los hijos y la limpieza de la casa. El trabajador
del fordismo atravesaba una vida repleta de máquinas y cansancio, todos los días volvía
sucio y vacío a una célula familiar en la que los cuerpos eran domesticados y tocados de
un modo distinto a los de sus colegas en el cementerio libidinal de la fábrica, moría
ignorante y lleno de rabia, víctima de la desposesión de una potencia cuyo nombre ni
siquiera conocía, de un sufrimiento cuya fuente ni siquiera había localizado.
El rechazo de las mujeres a colaborar en la preservación de esa ignorancia de la
vida patrocinada por el Capital forma parte de lo que llamo el feminismo extático. Su
escándalo consistió en hablar la lengua del placer y no la de la reivindicación, su
novedad consistió en extraerse de la esfera estratégica que inspira a la contestación y su
objeto a vivir en una contigüidad la mayoría de las veces fatal.
La proximidad paradójica y efímera entre el feminismo y el movimiento obrero se
había fundado en el ataque cruzado contra el fordismo, en el que se oponía a la lógica
maquínica de la producción industrial la exigencia de un ritmo humano, a la aritmética
mecánica del tiempo de fábrica la inconmensurabilidad del tiempo de vida. Pero esta
convergencia era problemática: si los hombres podían investir con las luchas el terreno
convencional del asalariado u oponérsele con el rechazo al trabajo, las mujeres
ocupaban una posición más precaria y menos codificada puesto que se veían en una
falta de reconocimiento y de cuantificación de su trabajo, que era más o menos
coextensivo a su vida. Hablar el lenguaje masculino y sindical de la igualdad para
luchar contra las desigualdades salariales y el subempleo de las mujeres en los trabajos
cualificados equivalía a legitimar el verdadero sistema de esclavitud subterránea que
había llevado a tal situación, es decir, la extracción de plusvalía continua de toda
actividad doméstica y familiar de la mujer bajo el disfraz de una necesidad socialmente
normada de “reciprocidad” afectiva.
Pero la amargura de tal constatación producía un efecto inmediatamente
desolidarizante con todo combate masculino, un deseo violento de separatismo, de
interrupción del double bind que roe la vida de toda mujer en lucha, obligándola a
separar una dimensión privada —en la que el juicio es aplastado por la necesidad de la
indulgencia y la obligación a adherir las normas que han sido la fuente de su idea de
amor— de una dimensión política o social en la que se habla la lengua de los propios
hombres que son excusados en la casa, esperando ser reconocidas en el exterior como
algo más que una mujer en el hogar.
Si el trabajo de Sísifo realizado por el obrero era desgraciado, su desgracia era
socialmente ritualizada y políticamente reconocida, pero la desgracia de Penélope, quien
para habitar la doble restricción de estar casada y abandonada, fiel pero destinada a un
hombre que un marido ausente no echa fuera, separada de un esposo que la olvida pero
alimentando su recuerdo para no perder dignidad ante sus propios ojos, ésa es una
desgracia que no tiene derecho de ciudad. El sufrimiento de quien pierde su sueño
mintiendo, a sí y a los otros, para conformarse a un estereotipo contradictorio (la buena
madre y la trabajadora diligente, la mujer liberada y la esposa fiel, la camarada y la que
lava los calcetines, la intelectual y la niña bonita…), ése es un sufrimiento que es tenido
por obsceno. Hacer y deshacer la tela de un tejido social impregnado de ignorancia de
los cuerpos, de la alegría, de los niños, de los sentimientos, es un trabajo que no conoce
vacaciones ni recompensa. Lo que obliga a tantas mujeres a flotar en la capa más
superficial de la existencia, entre temor y frivolidad, sigue sin encontrar una oreja para
escucharlo, un combate para afrontarlo.

Bartleby; feminista extático


1) La casa, donde llevamos a cabo la mayoría del [trabajo doméstico], está atomizada en miles de cuatro
muros, pero está presente en todas partes, en el campo, en la ciudad, en la montaña, etc.
2) Somos controladas y mandadas por miles de pequeños jefes y controladores: y son nuestros esposos,
padres, hermanos, etc.,; no obstante, sólo tenemos un solo amo, el Estado.
3) Nuestras camaradas de trabajo y de lucha, que son nuestros vecinas de casa, no están físicamente en
contacto con nosotras durante el trabajo como en el caso de una fábrica: pero podemos encontrarnos en
lugares convenidos donde transitamos todas, al servirnos de los famosos pequeños lapsos de tiempo que
recortamos en el día. Y cada una de nosotras no está separada de la otra por estratificaciones de
cualificaciones y de categorías. En el fondo todas hacemos el mismo trabajo.
[…] Si hiciéramos la huelga no dejaríamos productos inacabados o materias primas no transformadas,
etc.; interrumpiendo nuestro trabajo, no paralizaríamos la producción, sino que paralizaríamos la
reproducción cotidiana de la clase obrera. Esto es algo que golpearía al corazón del Capital porque se
volvería una huelga efectiva incluso para los que normalmente han hecho la huelga sin nosotras; pero a
partir del momento en que ya no garantizáramos la supervivencia de aquellos a los que estamos
afectivamente vinculadas, tendríamos también dificultades para continuar la resistencia.
Coordinación emiliana por el salario en el trabajo doméstico, Boloña, 1976

Ellos dicen que es Amor. Nosotras decimos que es trabajo no remunerado.


Ellos lo llaman frigidez. Nosotras lo llamamos absentismo.
Cada embarazo involuntario es un accidente de trabajo.
Homosexualidad y heterosexualidad son ambas condiciones de trabajo…
Pero la homosexualidad es el control de los obreros sobre la producción, no el fin del trabajo.
¿Más sonrisas? Más dinero. Nada será más eficaz para destruir las virtudes de una sonrisa.
Neurosis, suicidio, desexualización: enfermedades profesionales del ama de casa.
Silvia Federici, Salarios contra el trabajo doméstico, 1974

El trabajador puede sindicalizarse, irse a huelga; las madres están aisladas unas de otras en sus casas,
atadas a sus hijos por lazos compasivos. Nuestras huelgas salvajes se manifiestan casi siempre bajo la
forma de un derrumbamiento físico o mental.
Adrienne Rich, Nacemos de mujer, 1980

No está muy claro cómo fue que un día Bartleby decidió pasar la noche en su
oficina. Su gris existencia de pequeño empleado se desvanece sobre el tiempo de ocio
que parece de paso imposible, su inercia condena toda veleidad de compartimentar el
trabajo y la vida: se tratan, para él, de dos posibilidades inconciliables, dos
imposibilidades que se enlazan. Bartleby no juega el juego, vive su vida como un
empleado y se conduce al puesto de trabajo como si pudiera vivir tranquilamente en él.
Por supuesto, no tiene casa, no tiene familia, no tiene amor, no tiene mujer. ¿Y entonces
qué? En este universo desolado, poblado de tareas por cumplir y relaciones abstractas
entre hombres-trabajadores, Bartleby prefiere no. Bartleby lleva a cabo una huelga
completamente nueva que estropea a su patrón más que cualquier ludismo. “En verdad
—afirma, resignado, su jefe de oficina—, era su dulzura prodigiosa por encima de todo,
la cual no sólo me desarmaba, sino que, por así decir, me despojaba de toda actitud
viril.” Bartleby es sorprendido holgazaneando en las instalaciones de una oficina
cualquiera de Wall Street, un domingo, medio desnudo, pero nadie encuentra las fuerzas
para echarlo: su lugar está ahí, todo el mundo lo sospecha. “No considero exactamente
como viril —continúa su patrón— a alguien que, en cualquier momento, permite con
toda tranquilidad a su subordinado que le dé órdenes y que lo expulse de sus propias
instalaciones.”
La autoridad del amo queda aquí desposeída a través de un acto de rechazo
genérico: no es la violencia, sino la pálida soledad de alguien que “prefiere no”, lo que
la consciencia del jefe de oficina teme, así como ella ha temido la vida de tantos
maridos repelidos con la misma firme determinación injustificable de una preferencia
negativa, más dura que un rechazo sin apelación.
La mala conciencia de la virilidad clásica, encarnada por el Magistrado de la
Cancillería, superior de Bartleby, le impide desembarazarse de este espectro mudo que
ya no demanda nada, que rechaza todo, pero que con su simple presencia obstinada hace
alusión a un espacio distinto donde las oficinas no serían ya los lugares de la fastidiosa
esclavitud de los contadores y donde los jefes recibirían órdenes. “Raras veces pierdo
los estribos —precisa el patrón—, y más raras son las veces en las que caigo en
peligrosas indignaciones ante los agravios y los abusos”, este señor es alguien tranquilo,
equilibrado, y sin embargo pierde todo poder de acción sobre Bartleby; su dulce
insumisión lo seduce, su huelga lo contamina, quiere dejarse llevar, abandonar una
autoridad que se vuelve penosa para él, y en el colmo de su simpatía inexplicable por su
empleado holgazán se decanta por la menos lógica de las soluciones: “Sí, Bartleby,
quédate ahí, detrás de tu excusa, pensé; no te perseguiré más, eres inofensivo y
silencioso como una de esas viejas sillas; en pocas palabras, nunca me he sentido en
mayor intimidad que cuando sé que estás ahí. Al fin lo veo, lo siento; imagino el
propósito predestinado de mi vida. Y estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más
elevados; pero mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el
tiempo que juzgues bueno permanecer en ella.” Ninguna huelga ha obtenido jamás
condiciones tan favorables como ésta: la convicción del patrón acerca del carácter
esencialmente abusivo de su papel, el rechazo al trabajo que desemboca en su abolición
remunerada. La huelga de Bartleby, semejante en esto a la de las feministas, es una
huelga humana, una huelga de los gestos, del diálogo, un escepticismo radical frente a
toda forma de opresión que pretenda avanzar sin obstáculos, incluyendo el chantaje
afectivo o las convenciones sociales más incuestionables — como la necesidad de
trabajar y de volver a la oficina después del cierre. Pero es una huelga que no se
extiende, que no contamina a los demás trabajadores con su síndrome de preferencias
negativas; porque Bartleby no tiene nada que explicar —y aquí radica su fuerza—, no
tiene ninguna legitimidad, no amenaza con ya no hacer nada, de modo que avala una
relación contractual, pero recuerda solamente que no tiene más deber que desear y que
tiene una preferencia, en este caso, por la abolición del trabajo. “Pero como a menudo
sucede —continúa el jefe de la oficina—, el constante roce con mentes no liberales
acaba por disolver las buenas resoluciones de los más generosos.” La huelga humana
sin comunización de las costumbres acaba en tragedia privada, es considerada un
problema personal, una enfermedad mental. Sus colegas, que circulan en la oficina
durante el día, exigen obediencia por parte de Bartleby, ese empleado que camina
ocioso con las manos en sus bolsillos: le dan órdenes, y frente a su rechazo categórico a
ejecutarlas y a su impunidad absoluta, se quedan perplejos, se sienten víctimas de una
injusticia incalificable. La metáfora es incluso demasiado clara, uno se puede imaginar
la amenaza de desvilirización que sentían los abogados y los magistrados cuando su
autoridad era ignorada y despreciada por un simple contador. “Y yo ¿qué podía decir —
se queja el jefe de la oficina—? Por fin, me di cuenta de que en todo el círculo de mis
relaciones profesionales corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que
cobijaba en mi oficina. Esto me preocupó mucho. Se me ocurrió que podía ser longevo
y que seguiría ocupando mis instalaciones, y desconociendo mi autoridad; e
incomodando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y
arrojando una sombra siniestra sobre el establecimiento. […] Resolví acumular todas
mis fuerzas, y librarme para siempre de esta pesadilla insostenible.”
Bartleby —¿hay necesidad de decirlo?— muere en prisión, debido a que su
des/ocupación solitaria no se extendió.
Así como jamás creyó ser un contador, tampoco creía ser un arrestado. Su
escepticismo radical no encontró el confort de ninguna pertenencia, pero en esta noticia
inquietante que escenifica una dialéctica amo-esclavo bastante más perversa y corrosiva
que la del paradigma hegeliano, se da una promesa de práctica por venir. El trabajo
subterráneo de la mujer, en vista de su congruencia con la vida, sólo puede detenerse
mediante una huelga salvaje de los comportamientos, una huelga humana, que salga de
las cocinas y de las recámaras, que tome la palabra en las asambleas. Esta huelga
humana no adelanta ninguna reivindicación, antes bien desterritorializa el ágora, devela
lo “no político” como el lugar de redistribución implícita de las responsabilidades y del
trabajo no remunerable. Unas mujeres del movimiento italiano explicaban: “No
encontramos criterios y no nos interesa separar la política de la cultura, del amor, del
trabajo. Una política así, separada, no nos complacería y no la sabríamos hacer.” (L.
Cigarini, L. Muraro, Politica e pratica politica, en Critica marxista, 1992)
Lo que tuvo lugar con la transición al posfordirsmo, que integró a las mujeres a la
esfera productiva mejor que ningún modo de producción anterior, fue una
indiferenciación creciente del espacio-tiempo del trabajo y del espacio-tiempo de la
vida. Cada vez son más los trabajadores que se encuentran en la situación de Bartleby,
situación que fue exclusivamente femenina hasta finales del siglo veinte en Occidente,
pero ellos prefieren no rechazar, por ahora. El trabajo y la vida están enredados como
probablemente nunca antes, y esto para los dos sexos; la opresión económica que fue
femenina es ahora unisex, y la huelga humana aparece como el único disolvente posible
de la situación. Porque “preferir no” equivale en lo que viene a no ser un contador, un
teletrabajador, una mujer, y esto sólo puede hacerse entre varios; la preferencia negativa
es antes que nada un acto político: “Yo no soy lo que tú ves” acarrea al “Seamos otro
posible ahora”. Dejando de creer en lo que los demás dicen de ti, oponiendo la
intensidad política de tu existencia a los convencionalismos del reconocimiento, y sobre
todo no queriendo poder alguno, porque el poder mutila, el poder exige, el poder vuelve
mudo y entonces alguien hablará en tu lugar, hablará como tú sin que te des cuenta de
ello, es así como nos escapamos, como practicamos la huelga humana. Pero, ya, la
esquizofrenia acecha a todos los desvinculados, a todos los incautos del poder, a todos
los esquiroles de la huelga humana.

De la ventriloquia política
Yo digo yo
¿Quién dijo que la ideología es también mi aventura?
Aventura e ideología son incompatibles.
Mi aventura soy yo.
Un día de depresión, un año de depresión, cien años de depresión.
Dejo la ideología y ya no soy nada.
La perdición es mi prueba.
Ya no tendré un momento de prestigio a mi disposición.
Pierdo atracción.
Ya no tendrás en mí una referencia.

¿Quién dijo que la emancipación fue desenmascarada?


Ahora me cortejas […]
Esperas de mí la identidad y no te decides.
Tuviste del hombre la identidad y no la dejas.
Viertes sobre mí tu conflicto y me eres hostil.
Esperas mi integridad.
Quisieras ponerme sobre un pedestal.
Quisieras ponerme bajo tutela.
Me alejo y no me lo perdonas.
No sabes quién soy y te haces mi mediador.
Lo que tengo que decir lo digo sola.

¿Quién dijo que te has beneficiado de mi causa?


Yo me he beneficiado de tu carrera.
“Io dico io”, en Rivolta femminile, 1977

En 1977, en Italia, aparecía en Rivolta femminile un texto titulado Yo digo yo,


especie de carta abierta dirigida a feministas demócratas que se anunciaban de manera
cada vez más pública en las alegres y animadas manifestaciones que la historia
espectacular hace pasar como EL feminismo.
El sentimiento de malestar hacia la ventriloquia política era ya muy difuso en la
época y teorizado como necesidad de proporcionar una voz coherente al cuerpo propio,
lo cual es estrictamente imposible en las democracias biopolíticas.
“Después del primer día y medio —cuenta un participante en la reunión de
Pinarella— se me ocurrió una cosa extraña: debajo de las cabezas que hablaban,
escuchaban, reían, había cuerpos; si yo hablaba (con qué tranquila serenidad y ausencia
de autoafirmación, ¡hablaba ante 200 mujeres!) en mis palabras estaba de una u otra
manera mi cuerpo, que encontraba una extraña manera de hacerse palabra.” (Serena,
Sottosopra, n° 3, 1976)
Es el problema de la cabeza, que incesantemente se busca una solución en los
movimientos feministas radicales; en él se comprende que es urgente encontrar un
remedio a la distancia entre la ausencia de sofisticación y refinamiento femenino del
lado del discurso, y su exceso del lado del cuerpo; que hace falta buscar genealogías de
mujeres que no sean familiares sino culturales. La búsqueda de otra modalidad de
expresión no tiene aquí el tono vanguardista de quien quiere decir las cosas de un modo
distinto para desmarcarse, sino la urgencia de hacer del discurso mismo el terreno de
expresión de otro posible, que lo expone pues como lugar de conflicto y de revelación
implícita de las relaciones de fuerza. Se trataba, mediante un desacoplamiento
simbólico, de hacer existir de un modo distinto unos cuerpos y sus historias. En el caso
de las mujeres, fuera de las cualidades que les son atribuidas por medio del metro de
medida masculino —ya sea que se encuentre en las manos de un hombre o de una
mujer, poco importa—, “ellas sólo podrían existir en su sentido empírico, de modo tal
que su vida sería una zoé antes que un bios. Así pues, no nos sorprende —escribe
Adriana Cavarero— que la pulsión in-nata a la auto-exhibición de la unicidad se
cristalice para muchas mujeres en el deseo del bios como deseo de biografía.” (Tu che
mi guardi, tu che mi racconti) Es aquí que la autoconsciencia devenía una práctica de
recomposición y de compartir a la vez, de producción de subjetividad por medio de los
discursos y de discursos por medio de las subjetividades.
En 1979, una mujer que formaba parte de un grupo armado feminista cuenta lo
siguiente, de forma anónima, al teléfono: “Yo soy conservación, autoconservación, vida
cotidiana, adaptación, mediación de conflictos, relajamiento de tensiones, supervivencia
de mis objetos de amor, alimento; yo soy todo esto contra mí misma, contra la
posibilidad de comprender quién soy y de construir mi propia vida, yo soy en mi locura,
en mi autodestrucción. Entonces miro dentro de mí misma y trato de dejar de pensar en
lo que está bien y lo que está mal, en lo que es correcto y lo que es falso… Siento la
necesidad de romperme, de destrozarme, de no pensarme siempre en continuidad con mi
historia. Tal vez porque no tengo historia, tal vez porque todo lo que me viene a los ojos
como historia me parece algo ajeno, me parece un vestido que me ha sido puesto en la
espalda y del que no consigo desvestirme… Entonces comienzo a pensar que el hecho
de destrozarme, de estallar, de fragmentarme, de buscarme en el interior de nuestra
búsqueda colectiva, de nuestros posibles, de nuestras utopías colectivas, quiere decir
que no puedo romper con mi resignación y subordinación si no rompo con los enemigos
que he identificado,si no reconozco mi rabia y la saco fuera, con mi violencia contra la
ideología y el aparato de violencia que me oprime… Si no encuentro con las otras
mujeres mi deseo de salir, de atacar, de destruir… Destruir, abatir todos los muros y
todas las barreras…” (I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre, 1979)
El anonimato femenino, la ausencia de las mujeres del gran relato de la Historia,
les hace preferible el silencio a la exposición de sí, la sustracción al heroísmo. Ser
extraordinaria, formar parte de una excepción, para una mujer constituye un riesgo de
separación de la masa silenciosa de sus compañeras, y más que una traición de clase,
casi un suicidio social. “Por definición —cuenta otra mujer que eligió la lucha
armada— la mujer no piensa. Si se coloca fuera del orden establecido se dice que lo
hizo porque ‘sigue’ a su marido, y su locura continúa. […] Cuando comencé a decir
‘no’, en mi casa, no sabía cómo hacer, tenía miedo. Miraba a los hombres muy
atentamente para imitarlos, los ‘absorbí’, entendí que podía hacer como ellos. Pero no
era realmente suficiente para emanciparme. Ellos también tenían miedo, incluso de
mí…” (I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre). La cuestión biográfica es para las mujeres la
cuestión del cómo hacer. Si no existe ninguna prisión material que las encierre en un rol
o un silencio, entonces ¿cómo desarticular los reflejos de alguien más que materializan a
ese sexo y ese silencio, cómo demoler la imagen que los otros nos dan de nosotros sin
autodestruirse a sí mismo? Para las mujeres, la biografía es por lo tanto una cuestión
técnica antes que narcisista; el relato de sí es la respuesta a la cuestión de saber cómo
fue que las otras mujeres que no querían ser “mujeres” ni “mujeres que querían ser
hombres” salieron de esto. Cómo, básicamente, un cuerpo de mujer puede llegar a
detentar un discurso que no estaba previsto para él, que estaba por el contrario previsto
para hacerlo callar. Cómo salir del silencio y seguir siendo anónima, seguir siendo
cualquiera, lo cual representa la única manera de desbaratar a la ventriloquia política.
Cuando el feminismo extático se apropiaba de ello, esta atención al discurso en
cuanto vehículo privilegiado del poder acababa apenas de surgir y no conocía para sí
mismo un futuro prometedor en la mala fe de los universitarios; si había algo ejemplar
en esta búsqueda de un lenguaje que proporcionaría una dignidad política al día a día
sumergido y no codificado de una multitud de mujeres ávidas de sentido para sus
existencias, era el rechazo a todo principio de autoridad. Esta búsqueda inauguraba una
lógica distinta de guerra, en la que lo que está en juego no es volverse inatacable por un
adversario interior, sino ponerse en lucha contra el enemigo interior. En la que
desmovilización física y descolonización simbólica coinciden en un movimiento de
desprendimiento de sí.
Se trataba de un gesto que se deseaba libre, que reivindicaba para sí el derecho al
error (que de igual modo es siempre el derecho a la errancia, al vagabundeo, al hallazgo
más amplio.) Pero quien rechaza ser corregido, al final, critica la ley y el sistema penal,
y el movimiento de deslegislación del feminismo extáctico sigue siendo en esto una
herencia fundamental para ser opuesta al imperialismo de la integración a todo precio y
a todo avance de lo politically correct. Esto es algo que escandalizaba, como cuando en
plena lucha por el derecho al aborto, algunas mujeres decían que no querían ley alguna
sobre su cuerpo, sobre la violación, sobre la maternidad. Que ya no querían ley, en
absoluto.
Pues la única salida honorable de un estado de minoría no es la obtención del
reconocimiento, por parte de quien domina, de que la relación de fuerza ha cambiado,
sino la deconstrucción del mecanismo del reconocimiento mismo y de la idea de
victoria. Leemos en el Manifiesto de Rivolta femminile de 1971: “Rechazamos hoy
sufrir la afrenta de que algunas miles de firmas, masculinas o femeninas, sirvan de
pretexto para exigir a los hombres en el poder, a los legisladores, aquello que en
realidad ha sido el contenido expresado por millares de vidas de mujeres enviadas al
matadero del aborto clandestino.”
Aceptar dejarse arrancar de la zona opaca de la no-ley, de la arbitrariedad de las
relaciones afectivas —en las cuales, se sabe bien, nadie debe implicarse— para ser
conducidas bajo la luz indecente de los proyectores de la política espectacular, ha sido
el principal error del feminismo; todas las cuestiones que había levantado permanecen
desde entonces peligrosamente irresueltas, y la vía para volverlas a plantear está ahora
interceptada. ¿Qué más envilecedor que ver a un movimiento que exigía otro espacio
político conformarse con aquel que conscientemente organizó su exclusión,
acompañado de una mezcla de buen sentido de madre de familia que sabe que “de todos
modos hay que hacer que marche” y de orgullo de la mujer liberada que manipula
totalmente sola el motor de su coche?
Podemos leer un testimonio desolador de este compromiso en Deux femmes au
royaume des hommes de Roselyne Bachelot y Geneviève Fraisse; “Siempre hay que
prestar atención a nuestra apariencia física. […] Siempre estamos sobre el hilo de la
navaja. Si tenemos una falda demasiado corta o un escote demasiado amplio,
conmocionamos. Si al contrario nos ponemos un traje parecido a un saco de papas, nos
caen encima burlas. […] Recuerdo una reunión pública en Millau, dentro de un cine
abandonado, con una estrada muy alta y sin tener nada para ocultar nuestras piernas. Al
final de la reunión, un señor vino a decirme: ‘¡Tienes calzones blancos!’ Y es ahí que
nos decimos que, realmente, nada está hecho para las mujeres.” Comenzando por las
faldas, para acabar con el deseo de afirmarse sobre escena, a imagen de los hombres…
La abstracción de la política institucional no es reapropiable por parte de las
mujeres en la medida en que la figura del ciudadano, que es su núcleo, existe en contra
de la materialidad y la singularidad de los cuerpos, a favor y en la lógica de la
representación. La imposible “mujer-ciudadana”, capaz de integrarse a la política
clásica ocultando su vergüenza de tener vergüenza por no ser un hombre, acosa al
cuerpo femenino con otro espectro: el del feto. Eso que ni siquiera es todavía una
náusea para ella, es ya un cuerpo a ser gobernado para el Estado. El feto es el ciudadano
que la mujer lleva en su vientre, aquello que es invisible y sin existencia pero ya sujeto
de derecho en contra de ella, hablado por el biopoder.
“En el transcurso de pocos años —escribe Barbara Duden— el hijo se ha vuelto un
feto, la mujer embarazada un sistema uterino de abastecimiento, el bebé por nacer una
vida y la ‘vida’ un valor católico-secular, por consiguiente omnicomprensivo.” (Der
Frauenleib als öffentlicher Ort)
El cuerpo de la mujer como fábrica potencial de ciudadanos nace con aquello que
Foucault denomina la biopolítica. “Desde 1800 —continúa Barbara Duden—, el interior
de la mujer se ha vuelto público desde el punto de vista médico, policíaco y jurídico, en
tanto que paralelamente —ideológica y culturalmente— es emprendida la privatización
de su exterior. Creo que me encuentro sobre las huellas de un desarrollo contradictorio
típico de la ‘creación’ de la mujer como hecho científico en el transcurso del siglo XIX
al igual que del ciudadano de la civilización industrial.” Así pues, la Ilustración
organizó un régimen distinto de visibilidad y previsibilidad de los cuerpos vivos que
exigía escrutar desde el interior a la mujer, y que transformó su fisiología en espacio
público. Entre medicalización y representación política existe una coincidencia no sólo
cronológica: tanto el ciudadano como el feto son ficciones producidas por el biopoder, y
en cuanto tales son los enemigos declarados del feminismo extático.

Los estragos sombríos de la hipótesis represiva


Genealogía de la misandría

El conocimiento de los rudimentos psicoanalíticos entre nuestros contemporáneos


se reduce a un confuso conjunto de estrategias para “no dejarse engañar” y “no dejarse
pisar”. Las mujeres occidentales en búsqueda de afirmación profesional se ven afectadas
por un complejo de Cendrillon que la mayoría de las veces sólo se explica ligeramente
con su biografía: son las especialistas del deporte que consiste en desarmar a los
malintencionados antes de que se vuelvan tales, en desechar toda inocencia y toda
ingenuidad hasta destruir incluso su dosis homeopática que permite a la relación
humana existir. “Cierra las piernas” es el estandarte bajo el cual marcha una generación
entera de capitalistas cínicos para mujeres que justificarán las últimas inmundicias que
puedan cometer con la fantomática opresión masculina que descubrieron en los libros.
El odio a los hombres —ya apartado enérgicamente por una buena parte del primer
feminismo de los años sesenta— vuelve con fuerza en ellas bajo la forma de una
exigencia de domesticarlos. Las campeonas de la sumisión económico-burocrático-
infraestructural impondrán a sus compañeros todas las opresiones mercantiles para al
menos obtener la igualdad desde abajo donde ellas no pueden practicar la desigualdad
que las ve ganadoras. La mutilación infligida a los dos sexos y a su deseo es sustituida
con la venganza de un sexo sobre otro que pretende con ello equilibrar las cuentas y
sólo se dedica a alimentar el resentimiento. La emancipación económica y social de las
mujeres acabó así por volverse una de las más espantosas derrotas del género humano:
refuerzo en todos los niveles de la opresión, desmultiplicación del malentendido e
incremento de la separación han sido sus únicas consecuencias tangibles. A todas las
que se regocijan cada que ven a una mujer realizar un trabajo tradicionalmente
reservado a los hombres, porque “era la falta de trabajo lo que perjudicaba a las
mujeres”, en ocasiones habría que recordarles la inscripción en la entrada de Auschwitz.
No existe práctica de la libertad posible a partir de una necesidad de obediencia, como
la que traduce el cómico anhelo de la “igualdad de oportunidades”.
La proposición política del feminismo extático concierne a las relaciones entre los
seres, y no sólo entre los seres. De lo que se trata es de hacer que éstos dejen de
obedecer a esquemas tales como el de mando-ejecución o de exigencia implícita-castigo
a quien la ignora. Por otra parte, el desacuerdo principal entre los hombres y las mujeres
tiene como centro el desprecio por el ser deseado: las mujeres son capaces
evidentemente de ello, pero lo viven como una frustración personal y social, los
hombres en el mismo caso de figura parecen a menudo tranquilos de ello. La falta de
exigencia hacia las mujeres, que en su variante encantada se denomina la “galantería”,
se justifica en primer lugar por la negativa a hacer de ellas interlocutoras, por la
exigencia de que ellas interpreten signos — lo cual se transforma en el desvarío del
sentido común “las mujeres son sensible” o “tienen el sentido de la intuición”.
Esto concierne también, evidentemente, a las relaciones sexuales, y en particular a
aquellas que se puede definir como heteronormadas. Si en la relación sexual ocasional
entre el hombre y la mujer es esta última quien “pierde” para los ojos de la colectividad
que se quiera, no es sólo porque corre el riesgo de caer embarazada —que ya era
fácilmente evitable mediante prácticas sexuales no penetrativas mucho antes de la ayuda
maliciosa de la tecnología— sino porque en el intercambio sexual es el hombre quien
toma el placer y no está supuesto a darlo.
La mujer se da, se deja conquistar, o peor, se ofrece. Y si esta oferta es irregular,
produce anomia, rompe la balanza, es inflación de placer ofrecido que transforma de un
golpe la idea misma del intercambio sexual. El placer femenino, que es invisible y
fisiológicamente reproductible sin límite alguno, si se pusiera a cargo del juego
amenazaría a una autoridad constituida, es decir, a un derecho adquirido de
expropiación sin contrapartida. Es aquí que la violación encuentra su fuente, manifiesta
sólo de manera patente y práctica la opinión que se expresa en el prejuicio universal en
contra de las mujeres libres.
Las mujeres no tienen derechos porque no tienen derecho al placer —pues todo
derecho, en el fondo, es la traducción de una autorización a un placer o a la interrupción
de un sufrimiento—; los hombres, por su parte, han tenido el derecho de tomárselo, ese
placer, e incluso de sujetos no consentidores. Las mujeres que no querían derechos
habían comprendido, por tanto, que el nexus poder-ley-deseo debía ser deshecho o
reorganizado, que si existe goce dentro de los grilletes, no se trata de condenarlo ni de
negarlo, sino de tener presente en la mente que no crea ninguna libertad, y que otros
placeres son posibles también. No hay sexualidad reaccionaria, al igual que no hay
sexualidad subversiva, pero sí existe una política del sexo que tiene efectos sobre los
cuerpos y los lenguajes, que produce determinados juegos de poder y censura otros. El
disfraz del feminismo como política de paridad desplazó la cuestión del intercambio de
placer hacia la cuestión del intercambio de poder, lo cual conviene ciertamente a las
democracias biopolíticas. Un mundo donde incluso las mujeres ignoran la autonomía de
su goce en relación a los mecanismos del gobierno y temen la castración, es decir, la
privación de un poder fantasma que no las vuelve más potentes, no es ya sino una
extensión formidable de cuerpos dóciles.
“No creas tener derechos”, esto quería decir no creas recibir una protección a
cambio de tu obediencia, porque desde hace milenios proporcionas tu obediencia sin
exigir contrapartida, como pura pérdida; no creas poder realizarte en una sociedad
creada para excluirte: si se te dan derechos es porque para exigirlos te has dejado
normalizar y porque ahora el enemigo puede integrarte a su gusto.

¿Afuera? ¿Dónde está eso?


Pero cuando las mujeres practican la emancipación, se dan cuenta de que cuesta muy caro, de que va
acompañada de frustraciones y sufrimientos. Porque no hay ningún placer a ser producido para este
mundo, y menos aún liberación de roles — que se reforman cada que se inicia un nuevo cuestionamiento;
es difícil sostener la lucha y la extenuante competición que conlleva la emancipación; la aceptación de
una regla, de un ritmo, de un modelo, de un modo de producción y de un modo de vida totalmente
alienados y ajenos, nos vampiriza y nos sobredetermina hasta el punto de provocar en nosotras ese
síntoma tan frecuente que es llamado —incluso en la lengua popular— “esquizofrenia”.
I. Faré, F. Spirito, “La tranquilizadora extranjería”, en Mara e le altre

El progreso sería pues que yo sea dividida en dos, cuerpo de sexo femenino de un lado, sujeto pensante y
social del otro, y entre los dos, además, el vínculo de un malestar sensiblemente experimentado: la
violación llevada a su perfección de acto simbólico.
No creas tener derechos

La integración pasa siempre por una operación previa de criminalización de la


discriminación: es así como el rizo de la ley es rizado, como a un avance de la
democracia corresponde una enésima excrecencia cancerosa de la vida en nuestras
vidas. El dispositivo del derecho funciona como una expulsión peristáltica de la
contradicción fuera del cuerpo de la sociedad; la criminalización es la producción por
parte del biopoder de una enemistad entre partidos que tienen intereses comunes pero
modos divergentes de perseguirlos. Ocultando el parentesco invisible que une a los
oprimidos, la Ley se ha erigido históricamente como progenitor único de todo lo social,
y garante de su cohesión. Pero las mujeres, así como los plebeyos, se han encontrado en
una posición muy ambigua con respecto a la ley, no siendo protegidas ni representadas,
sino exclusivamente entorpecidas y amenazadas por ella. Su rechazo violento a la Ley
era, por tanto, la exigencia de una edad adulta que supere la definición mezquina de la
Ilustración. Si permanecemos a la sombra de Ley, seguiremos permaneciendo en estado
de tutela. Si el monopolio estatal de la violencia legítima sobrevive, ninguna práctica de
libertad tendrá una legitimidad que rechace someterse al envilecimiento de un itinerario
de liberación (de los hombres, de los patrones, de los machistas, de los prejuicios, y en
el fondo de nosotros mismos).
No es introduciendo en el cuerpo social unos dispositivos autorrepresivos como el
antirracismo, el antifascismo o el antimachismo que supuestamente actúan en cada ser
como la separación se reduce o la potencia se libera. ¡Ninguna esperanza! Cada “No”,
cada “No hay que…” llega a agregarse al montón de prohibiciones que constituye la
vida de todos, comenzada con papá-mamá, proseguida con el Estado-sociedad y
acabada en los brazos del Biopoder.
La libertad no es forzosamente algo lindo de ver, ella que es “la razón de la madre
infanticida, de la mujer que no quiere marido, de la poeta homosexual, de la hija
egoísta… y así sucesivamente, hasta abarcar las numerosas maneras en que la
humanidad femenina trata de significar su necesidad de existencia libre, desde el hijo
que cae en el lavadero hirviendo hasta el impulso de robar en los supermercados.” (No
creas tener derechos) El rechazo de la asunción de la “deportación del destino
femenino” (A. Cavarero) hacia el terreno ajeno de los poderes y sublimaciones
masculinas, es decir, “civilizados”, fue la apuesta del primer feminismo que se
constituyó separadamente practicando el “conflicto por sustracción”. Pero la fuerza para
deshacer los mecanismos de subjetivación no se produjo en el seno de la heterotopía
monosexual, y la secesión de las feministas siguió siendo una pequeña hemorragia de
sentido en el gran cuerpo de la política clásica.
“Un día no muy lejano —escribe Teresa De Lauretis—, de una u otra manera, las
mujeres tendrán una carrera, sus propios apellidos y propiedad, hijos, esposos y/o
amantes femeninas según sus preferencias, todo esto sin alterar las relaciones sociales
existentes y las estructuras heterosexuales en las cuales nuestra sociedad, y muchas
otras, están firmemente ancladas.” (Tecnologías del género) Ese día, en efecto, no nos
parece del todo lejano; sinceramente, se asemeja mucho al presente de una minoría
“privilegiada”.

Oikonomia
La diferencia está en el hecho de que mientras la derecha hace una distinción entre la madre y la puta, la
izquierda declara la libertad de hacer uso de todas las mujeres para todos los hombres. La izquierda
implica a las mujeres con el concepto de libertad, que éstas buscan por encima de todo, pero en realidad
sólo las quiere libres para usarlas; la derecha las engaña con el concepto de buenas mujeres, cosa que
ellas quieren ser por encima de todo, y hacer uso de ellas en cuanto esposas: las putas que procrean.
A. Dworkin, Pornography
El devenir-prostitucional de las democracias biopolíticas ha hecho mucho por la
igualdad de los sexos. La que se vendía, y que por lo tanto se concebía al mismo tiempo
como el objeto y el sujeto de su comercio, fue históricamente la mujer por una cantidad
enorme de razones, todas de orden económico. La economía, sin importar lo que se
diga, es la ley del hogar (del griego oikos y nomos, casa y ley), y la casa (cerrada o
privada, poco importa) fue un dominio femenino en el seno de la cultura patriarcal. Los
placeres de la carne son domésticos, cosas de interior que no hay necesidad de
compartir. La buena mujer es el objeto sexual privado, domesticado, educado, decente.
La propiedad de los interiores, de lo íntimo (sinónimo del sexo femenino interno y
oculto) ha sido durante mucho tiempo un asunto de mujeres; hacerse habitables (para el
pene o la prole), disponibles aunque casi nada remuneradas si consideramos la
enormidad de la tarea, tal es el oficio de vivir para una mujer. Y no es así sólo por la
explotación masculina, es algo localizado como intersección entre el patriarcado y el
capitalismo, en un dominio económico, porque la economía está regida por la ley de los
deseos, y todo lo que es objeto de deseo, incluso si se trata de un sujeto, entra
plenamente en ella. Somos, en suma, deseables como somos solventes, tenemos un
capital-encanto, un capital-belleza que hay que saber administrar, y esto es ahora
igualmente cierto para los hombres y para las mujeres, un hecho que se debe a la
metamorfosis de la producción y la circulación de los cuerpos antes que a una
“revolución” de las costumbres. Fundirse en una fatal y complaciente intimidad con las
cosas se ha vuelto una actividad masiva para los Bloom fetiche-compatibles. Ésa solía
ser la especificidad del sexo débil.
Si aparentemente no se dan más coitos en la vida de los hombres y las mujeres
desde la “liberación sexual” de los años sesenta, es algo que se explica así: el principio
económico de circulación de los deseos —y la lectura de cualquier revista femenina o
masculina lo confirmará— tiene la intención de que el coito, el consumo y la
consumación de sí y del otro, sea optimizado.
La temible contigüidad entre economía libidinal y economía mercantil es un efecto
de la transformación de las formas del trabajo: “La inversión del deseo —explica
Bifo— está en juego en el trabajo, a partir del momento en que la producción social
empezó a incorporar fragmentos cada vez mayores de la actividad mental, de la acción
simbólica, comunicativa y afectiva. En el proceso de trabajo cognitivo queda
involucrado lo que es más esencialmente humano: ya no son el cansancio muscular ni la
transformación física de la materia, sino la comunicación, la creación de estados
mentales, la afección y el imaginario lo que son el producto al que se aplica la actividad
productiva. El trabajo industrial de tipo clásico, sobre todo en la forma organizada de la
fábrica fordista, no tenía ninguna relación con el placer, salvo la de comprimirlo,
aplazarlo, hacerlo imposible. No tenía ninguna relación con la comunicación que, antes
bien, era obstaculizada, fragmentada, impedida mientras los obreros se encontraban en
la cadena de montaje e incluso fuera de su jornada de trabajo, en su aislamiento
doméstico. […] El obrero industrial no tenía otro lugar de socialización que la
comunidad obrera en la que él podía organizarse contra el capital.” (La fábrica de la
infelicidad)
Víctimas de la ilusión de que cualquiera podría “realizarse” en el trabajo
comunicacional, las mujeres ponen al servicio del Capital sus habilidades relacionales
adquiridas en el curso de milenios de sumisión durante los cuales tuvieron interés de
hacerse amables. La publicidad, la moda, los clubes nocturnos, los cafés e incluso la
planta baja del triste edificio del “trabajo inmaterial” cuyos bares y aceras se encuentran
poblados de putas, funcionan como valor agregado mujer. Vueltas inevitablemente
superconscientes de su precio, las mujeres se han convertido en la moneda viva con la
que SE compra a los hombres. De este modo el círculo de la economía prostitucional se
cierra sin afuera, salvo por un lumpenproletariado de indeseables, minusválidos o
invendibles, parados y paradas de la fábrica libidinal.
El coito —y cuanto más alto es el valor agregado relacional de los sujetos más
cierto es esto— se convierte entonces en el espacio de la construcción de un capital-
reputación, de un trabajo de autopromoción que, si no se orienta hacia ninguna
oportunidad, tampoco debe nunca “desacreditarte”. Es así como el “relapso” y las
prácticas sexuales de rechazo de la seguridad han de interpretarse: como pequeñas
transgresiones que permiten al trabajador total regresar embriagado a su trabajo y
repleto del sentimiento de un “gasto” realmente peligroso. Aquí se pone en peligro su
capital-salud como en otro tiempo el burgués ponía en peligro su matrimonio al recoger
a una amante.
Don Juan era un angelito en comparación con el hipster.
Anatomía de lo deseable
Te desprecio —diplómata-arreglista — empleas la palabra “placer” cuando yo digo: “alegría”. Tú
arreglas, cuando yo siento.
H. Hessel, Journal d’Helen

“La textura de la piel ‘pertenece’ también a las lenguas que la han amado u odiado,
no sólo al pretendido cuerpo que ella envuelve.” (Lyotard) Es por esto que “Mi cuerpo
me pertenece” es el eslogan más mentiroso que jamás haya existido: pues no hay un yo
central y desencarnado más de lo que hay una propiedad privada sobre los cuerpos.
Nuestro goce nos lleva a la perdición, nos coloca en una posición extática, de confusión
con el otro/los otros. Y el placer solitario o autista es sólo una variante de la socialidad.
Si tenemos necesidad de un pensamiento que salga del monismo o del dualismo (su
desdoblamiento) y de la dialéctica (la maniobra de su mantenimiento), no es porque
encontremos la hipótesis “mixta” más excitante que la constitución separada, sino
porque deseos y placeres son creaciones relacionales. Cuanto menos está normado el
campo de la sexualidad, más largo es el juego entre las singularidades, más amplios son
los movimientos de subjetivación y desubjetivación y más se incrementa la potencia de
los seres implicados (molecularmente pero también colectivamente).
La actitud del feminismo emancipacionista que consiste en condenar el
masoquismo femenino nos parece que responde antes bien a una exigencia de la
producción capitalista que a una necesidad de estima de sí. La mujer de poder ejerce una
autoridad falocrática, sin las bolas, y con ello confirma todas las tesis que la han
oprimido (castración, envidia del pene), ocupa una posición inconscientemente cómica
cuyo humor no domina. El sádico —contrariamente a lo que el capitalismo quisiera
hacernos creer— no goza más o mejor que el masoquista, sólo de otro modo.
En el cuadro de una práctica de libertad mixta, donde los deseos de relación entre
hombres y mujeres se desenganchan de la necesidad de acumulación y de explotación,
la liquidación del masoquismo específicamente femenino sigue siendo una etapa a ser
franqueada para los dos sexos. “Las mujeres —escribe Ida Dominijanni— han sido
confinadas por el orden simbólico patriarcal al desorden de relaciones rivales medidas a
partir del deseo masculino; han estado históricamente excluidas de las jerarquías
sociales, construidas a imagen y representación de la sexualidad masculina; han sido
luego asignadas, en los paradigmas de la emancipación y de la liberación, a una
revolución ‘de género’ basada en una visión miserable del sexo oprimido y en la
adecuación a los modelos masculinos. Para destrozar esta doble prisión de la exclusión
y de la homologación, es necesario reinventar la estructura simbólica del deseo y del
intercambio.” (El deseo de política)
El carácter abyecto de los hombres que defienden a las mujeres contra sus
congéneres machistas proviene de un comportamiento fundado en un odio de sí
aumentado. El odio, en primer lugar, al hombre que hay en cada hombre (que uno
renuncia a expresar de un modo articulado para contentarse a reducirlo al silencio de la
vergüenza) y después a la mujer cuya parte débil e infantil él acepta proteger, parte
justamente secretada por una cultura misógina.
Por lo demás, la misoginia femenina ha terminado por ver en toda relación sexual
el espectro de la violación, manifestado con ello sólo la pena que las mujeres tienen a
verse como objeto de un deseo de sumisión, de un deseo que ignora el placer y de su
complicación, un deseo monista o binario. Sin importar que lo quieran o no, el cuerpo
de las mujeres pertenece al deseo de los violadores, a tal grado que son incapaces de
suscitar otros deseos. Salir de la culpabilización para comenzar un verdadero diálogo de
la carne es la promesa secreta e inconfesada del feminismo extático. Esto es algo que
concerniría a los niños abusivamente deseados o desantes, a los viejos excluidos del
placer y a los perversos de todos los ámbitos: la “normalidad” sexual se decide y se
establece a cada instante entre los seres concernidos, toda moral normativa que tiene
como único objetivo imponer un comportamiento más “productivo” y controlable que
los otros.
La sociedad mercantil tiene, en efecto, una educación sentimental y psicosomática
adecuada para sí misma que sólo puede ser combatida sobre el terreno ético, que sólo
puede ser derrotada mediante la existencia de nuevos placeres que provengan de nuevos
intercambios.
Esta educación pornográfica y publicitaria polariza las formas-de-vida inscribiendo
unos posibles determinados en la superficie de los cuerpos. La sexuación es la
inscripción princeps, aquella que organiza todas las demás legibilidades, que asigna
todo cuerpo a un ethos determinado (y a sus variantes establecidas por el Espectáculo),
que hace que, incluso si el margen de tolerancia moral respecto a “problemas de
género” parece mayor actualmente, el summum de lo indescifrable siga siendo el cuerpo
con sexo incierto, con ethos relacional herético. La integración de las transgresiones y
de las perversiones sexuales en el seno de la taxonomía de la dominación no depende
tanto de una apertura de las mentes que se derivaría de la “revolución sexual” como de
una necesidad de colonización de territorios de deseos que emergen de manera cada vez
más abierta. Y si, por tanto, el terreno ético de la homosexualidad pudo en el pasado ser
una zona franca respecto a la mirada de la Iglesia, a la mano del Estado y a la
reproducción de la familia, al día de hoy está tan investida y agitada por el Espectáculo
que su integración simbólica en las instituciones ha sido forzada a mantenerse.
El control de los cuerpos a través de una colonización y una subsunción progresiva
de sus deseos ha terminado por transformar toda veleidad de anticonformismo sexual en
nuevo terreno a ser construido para la publicidad mercantil.

Economía política de una voluntad de saber


Si sólo son textos, dáselos a las hombres.
Donna Haraway

Es posible que este texto no sea claro.


¿A dónde quiere ella, a dónde quieren ellos, a dónde queremos llegar? A la tierra
incierta que es nuestro día a día, al suelo que es el menos cuestionado porque es el que
pisoteamos y porque, si comenzaba a desmoronarse, en primer lugar: sería algo que se
sabría, y en segundo lugar: nos encontraríamos en una suma urgencia que dejaríamos de
escribir textos.
Y después, ¿qué es un texto que habla de todo lo que todo el mundo ve y no
designa un enemigo externo ni salidas programáticas, en fin, que no nos explica,
propiamente hablando, nada nuevo?
Es una herramienta. O más exactamente un arma de guerra. Una herramienta
cuando la dirigimos hacia nosotros mismos, para desmontar los mecanismos de las
tecnologías de género que nos constituyen, un arma cuando la dirigimos contra aquellos
que nos lo impiden, todos los reproductores conscientes o no de la censura productiva.
Es el fusil de la guerra partisana mixta que el Partido Imaginario requiere. Se enseña a
los científicos a clonar lo “vivo” y se nos desaprende cotidianamente la cooperación,
único resorte de la libertad.
Por lo pronto, nosotros estamos muy cansados. Es hora de entablar una buena
huelga. Una huelga humana que será tan radicalmente destructora que destruirá en su
movimiento mismo al enemigo que se localiza en nosotros. Y sólo entonces nos
daremos cuenta de todo aquello que tomaba lugar en nosotros y exigía alguna
indulgencia, de todo aquello que también era útil, de todo aquello que colaboraba,
participaba de nuestra coherencia (la coherencia mortal de los hijos de la dialéctica).
La huelga humana no exige —en cierto sentido, es incluso su contrario— una
revolución sexual, sino una revolución psicosomática. La cuestión epistemológica es en
ella una cuestión afectiva que decide nuestra relación con el mundo; la cuestión política
es en ella una cuestión existencial que pone en juego nuestro estar-en-el-mundo. La
huelga humana se lanza al ataque de la economía mercantil por los bordes: socavando
sus dos bases, la economía política y la economía libidinal.
¿Es eso peligroso?
Sí, y es bello.
Por lo demás, lo que carece de peligro carece también de dignidad.
Se ha hecho a la mujer amable por su fragilidad; se la ha consagrado al amor
haciéndola incapaz de vivir, transformando su existencia en una serie de amenazas que
la obligan a refugiarse en los brazos necesarios del hombre. Ahora nos hace falta un
peligro que excluya todo refugio, nos hacen falta pasiones que prescindan de
compasión.
El héroe era lamentable por ignorancia. Le retiramos su monopolio del combate,
dejando de tenerle lástima y de dispensarlo. Milenios de cultura que hicieron penetrar en
los hombres la convicción de que no debían tener miedo a morir, produjeron en estos
últimos el miedo a vivir. La lucha contra este miedo es el comienzo de la guerra
partisana, donde toda forma-de-vida es también una forma de lucha, la cual aparece por
fragmentos en los gestos contenidos detrás de estas líneas.
Lo que importa, en el fondo, no es lo que sea retenido de la historia extraña y
contradictoria del feminismo extático, sino lo que demolió, los pequeños
desmoronamientos internos que siguen a la sacudida de las familiaridades.
¿Esto es algo que no lleva a nada? ¡Sí que lleva!
¡Sí, sí!
Esto es algo que hace lugar. Para vivir. Para reír. Para luchar.
“Destruir rejuvenece” escribía Benjamín, y tenía razón.
“—Los hombres tienen el corazón bondadoso si no tienen miedo pero tienen miedo
tienen miedo tienen miedo. Digo que tienen miedo, pero si se los dijera su bondad se
convertiría en odio. Ciertamente los cuáqueros tienen razón, ellos no tienen miedo
porque no combaten, ellos no combaten.
—Pero Susan B., tú combates y no tienes miedo.
—Yo combato y no tengo miedo, yo combato pero no tengo miedo.
—Y tú vas a ganar.
—¿Ganar qué, ganar qué?”
Gertrude Stein, The Mother of Us Al
9. ESTO NO ES UN PROGRAMA [NO
TRADUCIDO]

10. ¿CÓMO HACER?


Don't know what I want,
but I know how to get it.
Sex Pistols,
Anarchy in the UK

I
VEINTE AÑOS. Veinte años de contrarrevolución. De contrarrevolución preventiva.
En Italia.
Y fuera de Italia.
Veinte años de un sueño espinoso con cercas. De un sueño de los cuerpos,
impuesto por el toque de queda.
Veinte años. El pasado no pasa. Porque la guerra continúa. Se ramifica. Se prolonga.
En una reticulación mundial de dispositivos locales. En una calibración inédita de las
subjetividades. En una nueva paz superficial.
Una paz armada
hecha de manera perfecta para cubrir el desenvolvimiento de una imperceptible
guerra civil.

Hace veinte años, fue


el punk, el movimiento del 77, el área de la Autonomía,
los Indios metropolitanos y la guerrilla difusa.
De un golpe surgía,
como nacido de alguna región subterránea de la civilización,
todo un contramundo de subjetividades
que ya no querían consumir, que ya no querían producir,
que ya ni siquiera querían ser subjetividades.
La revolución era molecular, y la contrarrevolución no lo fue menos.
SE preparó ofensivamente,
y después duraderamente,
toda una máquina compleja para neutralizar aquello que fuera portador de intensidad.
Una máquina para desactivar todo aquello que pudiera explotar.
Todos los dividuos de riesgo,
los cuerpos indóciles,
las agregaciones humanas autónomas.
Luego fueron veinte años de estupidez, vulgaridad, aislamiento y desolación.
¿Cómo hacer?

Levantarse. Levantar la cabeza. Por elección o por necesidad. Poco importa, en verdad,
a partir de ahora.
Mirarse a los ojos y decir que volvemos a empezar. Que todo el mundo lo sepa, lo más
rápido posible.
Volvemos a empezar.
Se acabó la resistencia pasiva, el exilio interior, el conflicto por sustracción, la
supervivencia. Volvemos a empezar. En veinte años hemos tenido tiempo para ver.
Hemos comprendido. La demokracia para todos, la lucha “antiterrorista”, las masacres
de Estado, la reestructuración capitalista y su Gran Obra de depuración social,
mediante selección,
mediante precarización,
mediante normalización,
mediante “modernización”.
Hemos visto, hemos comprendido. Los métodos y los objetivos. El destino que SE nos
reserva. Y el que SE nos niega. El estado de excepción. Las leyes que ponen a la policía,
la administración y la magistratura por encima de las leyes. La judicialización, la
psiquiatrización, la medicalización de todo aquello que se sale del cuadro. De todo
aquello que se fuga.
Hemos visto. Hemos comprendido. Los métodos y los objetivos.

Cuando el poder establece en tiempo real su propia legitimidad,


cuando su violencia deviene preventiva
y su derecho es un “derecho de injerencia”,
entonces ya no sirve de nada tener razón. Tener razón contra él.
Hay que ser más fuerte, o más astuto. Es por esto
también
que volvemos a empezar.

Volver a empezar jamás es volver a empezar algo. Ni retomar un asunto en el punto en


que lo habíamos dejado. Lo que volvemos a empezar es siempre otra cosa. Es siempre
inaudito. Porque no es el pasado lo que nos empuja, sino precisamente aquello que en él
no ha
advenido.
Y porque somos también nosotros mismos, entonces, quienes volvemos a empezar.
Volver a empezar quiere decir: salir de la suspensión. Restablecer el contacto entre
nuestros devenires.
Partir,
de nuevo,
desde donde estamos,
ahora.

Por ejemplo, hay golpes


que ya no SE nos darán.
El golpe de la “sociedad”. Por transformar. Por destruir. Por volver mejor.
El golpe del pacto social. Que unos quebrarían mientras que otros son capaces de fingir
“restaurarlo”.
Estos golpes, ya no SE nos darán.
Hace falta ser un elemento militante de la pequeña burguesía planetaria,
un ciudadano verdaderamente,
para no ver que ella ya no existe,
la sociedad.
Que ella ha implosionado. Que ya no es más que un argumento para el terror de los que
dicen re/presentarla.
A ella que se encuentra ausente.

Todo lo que es social se nos ha vuelto extraño.


Nos consideramos absolutamente desvinculados de toda obligación, de toda
prerrogativa, de toda pertenencia
social.
“La sociedad”
es el nombre que ha recibido a menudo lo Irreparable,
entre aquellos que querrían que también fuera
lo Inasumible.
Quien rechaza ese señuelo tendrá que dar
un paso de distancia.
Operar
un ligero desplazamiento
con respecto de la lógica común
del Imperio y de su contestación,
la de la movilización,
con respecto de su temporalidad común,
la de la emergencia.

Volver a empezar quiere decir: habitar esa distancia. Asumir la esquizofrenia capitalista
en el sentido de una facultad creciente de desubjetivación.
Desertar pero guardando las armas.
Fugarse, imperceptiblemente.
Volver a empezar quiere decir: concentrar la secesión social, en la opacidad, entrar
en desmovilización,
sustrayendo hoy a tal o cual red imperial de producción-consumo los
medios de vivir y luchar para, en el momento elegido,
sabotearla.

Hablamos de una nueva guerra,


de una nueva guerra de partisanos. Sin frente ni uniforme, sin ejército ni batalla
decisiva.
Una guerra cuyos focos se despliegan a distancia de los flujos mercantiles aunque
conectados entre ellos.
Hablamos de una guerra totalmente en latencia. Que tiene el tiempo.
De una guerra de posición.
Que se libra ahí en donde estamos.
En nombre de nadie.
En nombre de la existencia misma,
que no tiene nombre.

Operar ese ligero desplazamiento.


Ya no temer a su tiempo.
“No temer a su tiempo es una cuestión de espacio”.
En la okupa. En la orgía. En el motín. En el tren o el pueblo ocupado. En búsqueda, en
medio de desconocidos, de una free party inencontrable. Hago la experiencia de ese
ligero desplazamiento. La experiencia
de mi desubjetivación. Devengo
una singularidad cualquiera. Un juego se insinúa entre mi presencia y todo el aparato de
cualidades que me son ordinariamente vinculadas.
En los ojos de un ser que, presente, quiere estimarme por lo que yo soy, saboreo la
decepción, su decepción al ver que he devenido tan común, tan perfectamente
accesible. En los gestos de otro, una inesperada complicidad.
Todo lo que me aísla como sujeto, como cuerpo dotado de una configuración pública de
atributos, siento que se derrite. Los cuerpos se deshacen en su límite. En su límite, se
indistinguen. Barrio tras barrio, lo cualquiera arruina la equivalencia. Y yo alcanzo
una desnudez nueva,
una desnudez impropia, como vestida de amor.
¿Se evade uno alguna vez por sí solo de la prisión del Yo?

En la okupa. En la orgía. En el motín. En el tren o el pueblo ocupado. Nos volvemos a


encontrar.
Nos volvemos a encontrar
como singularidades cualesquiera. Es decir,
no sobre la base de una común pertenencia,
sino de una común presencia.
Esto es
nuestra necesidad de comunismo. La necesidad de espacios de noche, en los cuales
seamos capaces de
volvernos a encontrar
más allá
de nuestros predicados.
Más allá de la tiranía del reconocimiento. Que impone el re/conocimiento como
distancia final entre los cuerpos. Como ineluctable separación.
Todo aquello que UNO —el novio, la familia, el medio, la empresa, el Estado, la
opinión— me reconoce, es ahí en donde UNO cree tenerme.
Por el recuerdo constante de lo que soy, de mis cualidades, UNO querría abstraerme de
cada situación. UNO me querría arrebatar en toda circunstancia una fidelidad conmigo
mismo que es una fidelidad con mis predicados.
SE espera de mí que me comporte como hombre, empleado, desempleado, madre,
militante o filósofo.
SE quiere contener entre los bordes de una identidad el curso imprevisible de mis
devenires.
SE me quiere convertir a la religión de una coherencia
que SE ha escogido para mí.

Cuanto más soy reconocida, más mis gestos se encuentran entrabados, interiormente
entrabados. Heme aquí capturada en la malla ultraceñida del nuevo poder. En las redes
impalpables de la nueva policía: LA POLICÍA IMPERIAL DE LAS CUALIDADES.
Existe toda una red de dispositivos en los que me hundo para “integrarme”, y que esas
cualidades me incorporan.
Todo un pequeño sistema de fichaje, identificación y policiaje mutuos.
Toda una prescripción difusa de la ausencia.
Todo un aparato de control comporta/mental, que apunta al panoptismo, a la
privatización transparencial, a la atomización.
Y dentro del cual forcejeo.

Necesito devenir anónima. Para estar presente.


Cuanto más anónima soy, más estoy presente.
Necesito zonas de indistinción
para acceder a lo Común.
Para no reconocerme ya en mi nombre. Para no escuchar en mi nombre más que la voz
que lo llama.
Para hacer consistir el cómo de los seres, no lo que son, sino cómo son lo que son. Su
forma-de-vida.
Necesito zonas de opacidad en las que los atributos,
incluso criminales, incluso geniales,
ya no separen a los cuerpos.

Devenir cualquiera. Devenir una singularidad cualquiera no está dado.


Siempre posible, pero nunca dado.
Existe una política de la singularidad cualquiera.
Que consiste en arrancar al Imperio
las condiciones y los medios,
incluso intersticiales,
para experimentarse como tal.
Es una política, porque supone una capacidad de enfrentamiento,
y porque una nueva agregación humana
le corresponde.
Política de la singularidad cualquiera: despejar esos espacios en los que ningún acto es
ya asignable a ningún cuerpo dado.
En los que los cuerpos vuelven a encontrar la aptitud al gesto que la sabia distribución
de los dispositivos metropolitanos —computadoras, automóviles, escuelas, cámaras,
teléfonos portátiles, gimnasios, hospitales, televisiones, cines, etc.— les había hurtado.
Reconociéndolos.
Inmovilizándolos.
Haciendo que giren en el vacío.
Haciendo existir la cabeza separadamente del cuerpo.

Política de la singularidad cualquiera.


Un devenir-cualquiera es más revolucionario que todo ser-cualquiera.
Liberar espacios nos libera cien veces más que todo “espacio liberado”.
Más que poner en acto un poder, yo gozo de la puesta en circulación de mi potencia.
La política de la singularidad cualquiera reside en la ofensiva. En las circunstancias, los
momentos y los lugares en que serán arrancados
las circunstancias, los momentos y los lugares
de un anonimato tal,
de una parada momentánea en un estado de simplicidad,
la ocasión de extraer de todas nuestras formas la pura adecuación a la presencia,
la ocasión de estar, finalmente,
ahí.

II
¿CÓMO HACER? No ¿Qué hacer? ¿Cómo hacer? La cuestión de los medios.
No la de los fines, de los objetivos,
de lo que hay que hacer, estratégicamente, en absoluto.
La cuestión de lo que podemos hacer, tácticamente, en situación,
y de la adquisición de esa potencia.
¿Cómo hacer? ¿Cómo desertar? ¿Cómo funciona? ¿Cómo conjugar mis heridas y el
comunismo? ¿Cómo permanecer en guerra sin perder la ternura?
La cuestión es técnica. No un problema. Los problemas son rentables.
Alimentan a los expertos.
Una pregunta.
Técnica. Que se duplica como cuestión de las técnicas de transmisión de esas técnicas.
¿Cómo hacer? El resultado contradice siempre al fin. Porque plantear un fin
es todavía un medio,
otro medio.

¿Qué hacer? Babeuf, Chernishevski, Lenin. La virilidad clásica reclama un analgésico,


un espejismo, cualquier cosa. Un medio para ignorarse todavía un poco. En cuanto
presencia.
En cuanto forma-de-vida. En cuanto ser en situación, dotado de inclinaciones.
De inclinaciones determinadas.
¿Qué hacer? El voluntarismo como último nihilismo. Como nihilismo propio
de la virilidad clásica.
¿Qué hacer? La respuesta es simple: someterse una vez más a la lógica de la
movilización, a la temporalidad de la emergencia. Bajo pretexto de rebelión. Plantear
fines, palabras. Tender hacia su cumplimiento. Hacia el cumplimiento de las palabras.
Mientras tanto, dejar la existencia para más tarde. Ponerse entre paréntesis. Alojarse en
la excepción de sí. A distancia del tiempo. Que pase. Que no pase. Que se pare. Hasta…
Hasta el próximo. Fin.
¿Qué hacer? Dicho de otra manera: vivir es inútil. Todo lo que no has vivido, la Historia
te lo devolverá.
¿Qué hacer? Es el olvido de sí que se proyecta sobre el mundo.
Como olvido del mundo.

¿Cómo hacer? La cuestión del cómo. No de aquello que un ser, un gesto o una cosa es,
sino de cómo es lo que es. De cómo sus predicados se relacionan con él.
Y él con ellos.
Dejar ser. Dejar ser la hiancia entre el sujeto y sus predicados. El abismo de la
presencia.
Un hombre no es “un hombre”. “Caballo blanco” no es “caballo”.
La cuestión del cómo. La atención al cómo. La atención a la manera en que una
mujer es, y no es,
una mujer — hacen falta dispositivos para hacer de un ser de sexo femenino “una
mujer”,
o de un hombre con la piel negra “un Negro”.
La atención a la diferencia ética. Al elemento ético. A las irreductibilidades que lo
atraviesan. Lo que pasa entre los cuerpos en una okupación es más interesante
que la okupación misma.
¿Cómo hacer? quiere decir que el enfrentamiento militar con el Imperio debe estar
subordinado a la intensificación de las relaciones en el interior de nuestro partido. Que
lo político no es más que un cierto grado de intensidad en el seno del elemento ético.
Que la guerra revolucionaria no debe ser ya confundida con su representación: el
movimiento bruto del combate.

La cuestión del cómo. Volverse atento al tener-lugar de las cosas, de los seres. A su
acontecimiento. A la obstinada y silenciosa prominencia de su temporalidad propia
bajo el aplastamiento planetario de todas las temporalidades
por aquella de la emergencia.
El ¿Qué hacer? como ignorancia programática de esto. Como fórmula inaugural
del desamor atareado.

El ¿Qué hacer? regresa. Desde hace varios años. Desde mitad de los años 90, más que
desde Seattle. Una recuperación de la crítica hace como si se enfrentara al Imperio
con los eslóganes, las recetas de los años 60. Salvo que esta vez se simula.
Se simula la inocencia, la indignación, la buena conciencia y la necesidad de sociedad.
Se vuelve a poner en circulación toda la vieja gama de afectos socialdemócratas. De
afectos cristianos.
Y de nuevo, las manifestaciones. Las manifestaciones mata-deseos. Donde no pasa
nada.
Y que ya no manifiestan
más que la ausencia colectiva.
Para siempre.

Para los que tienen nostalgia de Woodstock, de la ganja, de mayo del 68 y del
militantismo, están las contracumbres. SE ha vuelto a constituir el decorado, menos lo
posible.
Esto es lo que ordena el ¿Qué hacer? hoy en día: ir hasta la otra parte del mundo a
protestar contra
la mercancía global
para volver, tras un gran baño de unanimismo y separación mediatizada,
a someterse a la mercancía local.
De regreso, está la foto en el periódico… ¡Todos a solas juntos!… Había una vez…
¡Vaya juventud!…
Lástima por esos cuantos cuerpos vivos extraviados allí, buscando en vano un espacio
para su deseo.
Regresan un poco más fastidiados. Un poco más vaciados. Reducidos.
De contracumbre en contracumbre, acabarán por fin de comprender. O no.

No se protesta contra el Imperio por su gestión. No criticamos al Imperio.


Nos oponemos a sus fuerzas.
Ahí en donde estamos.
Decir lo que a uno le parece tal o cual alternativa, ir a donde SE nos llame, todo esto ya
no tiene sentido. No hay proyecto global alternativo al proyecto global del Imperio.
Pues no hay proyecto global del Imperio. Hay una gestión imperial. Toda gestión es
mala. Los que reclaman otra sociedad harían mejor comenzando por ver que ya no la
hay. Y tal vez dejarían entonces de ser aprendices de gestor.
Ciudadanos. Ciudadanos indignados.
El orden global no puede ser tomado por enemigo. Directamente.
Pues el orden global no tiene lugar. Al contrario. Es más bien el orden de los no-lugares.
Su perfección no consiste en ser global, sino en ser globalmente local. El orden global
es la conjuración de todo acontecimiento puesto que es la ocupación acabada,
autoritaria, de lo local.
Uno se opone al orden global sólo localmente. Por la extensión de las zonas de sombra
sobre los mapas del Imperio. Por su puesta en contacto progresiva.
Subterránea.

La política que viene. Política de la insurrección local contra la gestión global. De la


presencia recobrada sobre la ausencia de sí. Sobre la extranjería ciudadana, imperial.
Recobrada mediante el robo, el fraude, el crimen, la amistad, la enemistad, la
conspiración.
Mediante la elaboración de modos de vida que sean también
modos de lucha.
Política del tener-lugar.
El Imperio no tiene lugar. Administra la ausencia haciendo planear por todas partes la
amenaza palpable de la intervención policial. Quien busca en el Imperio a un adversario
con el cual medirse encontrará el aniquilamiento preventivo.
Ser percibido es, a partir de ahora, ser vencido.

Aprender a devenir indiscernibles. A confundirnos. Volver a tener gusto


por el anonimato,
por la promiscuidad.
Renunciar a la distinción.
Y para desarticular la represión:
componer en el enfrentamiento las condiciones más favorables.
Devenir astutos. Devenir despiadados. Y para esto
devenir cualesquiera.

¿Cómo hacer? es la cuestión de los niños perdidos. Aquellos a los que no se ha


recordado. Aquellos que tienen los gestos mal asegurados. A quienes nada ha sido dado.
Cuya criaturalidad, errancia, no deja de traicionarse.
La revuelta que viene es la revuelta de los niños perdidos.
El hilo de la transmisión histórica ha sido roto. Incluso la tradición revolucionaria nos
deja huérfanos. El movimiento obrero sobre todo. El movimiento obrero que se ha
vuelto instrumento de una integración superior al Proceso. Al nuevo Proceso,
cibernético, de valorización social.
En 1978, es en su nombre que el PCI, el “partido de las manos limpias”, lanzaba
la caza de la Autonomía.
En nombre de su concepción clasista del proletariado, de su mística de la sociedad,
del respeto al trabajo, lo útil y la decencia.
En nombre de la defensa de los “avances democráticos” y el Estado de derecho.
El movimiento obrero que sobrevivirá en el operaísmo.
Única crítica existente del capitalismo desde el punto de vista de la Movilización Total.
Doctrina temible y paradójica,
que salvará el objetivismo marxista al hablar sólo de “subjetividad”.
Que conducirá a un refinamiento inédito la denegación del cómo.
La reabsorción del gesto en su producto.
La urticaria del futuro anterior.
De lo que toda cosa habrá sido.

La crítica se ha vuelto vana. La crítica se ha vuelto vana porque equivale a una ausencia.
En cuanto al orden dominante, todo el mundo sabe a qué atenerse. Nosotros ya no
necesitamos ninguna teoría crítica. Ya no necesitamos ningunos profesores. La crítica
gira a favor de la dominación, a partir de ahora. Incluso la crítica de la dominación.
Reproduce la ausencia. Nos habla desde donde no estamos. Nos propulsa a otra parte.
Nos consume. Es cobarde. Y permanece refugiada
cuando nos envía a la masacre.
Secretamente enamorada de su objeto, no deja de mentirnos.
De ahí los idilios tan cortos entre proletarios e intelectuales comprometidos.
Esos matrimonios de razón donde no se tiene la misma idea ni del placer ni de la
libertad.

Más que nuevas críticas, son nuevas cartografías


lo que necesitamos.
Cartografías no del Imperio, sino de las líneas de fuga fuera de él.
¿Cómo hacer? Necesitamos mapas. No mapas de lo que está fuera del mapa.
Sino mapas de navegación. Mapas marítimos. Herramientas de orientación. Que no
buscan decir, representar, lo que hay al interior de los diferentes archipiélagos de la
deserción, sino que nos indican cómo llegar a ellos.
Portulanos.

III
ES MARTES 17 de septiembre de 1996, poco antes del alba. El ROS (Reagrupamiento
Operacional eSpecial) coordina en toda la península el arresto
de 70 anarquistas italianos.
Se trata de poner término a 15 años de investigaciones infructuosas de los anarquistas
insurreccionalistas.
La técnica es conocida: fabricar a un “arrepentido”, y hacerle denunciar la existencia de
una vasta organización subversiva jerarquizada.
Después acusar sobre la base de esta creación quimérica a todos aquellos a los que se
quiere neutralizar por formar parte de ella.
Una vez más, secar el mar para tomar los peces.
Incluso cuando no se trata más que de un estanque minúsculo.
Y de algunos gobios.

Una “nota informativa de servicio” escapó del ROS


en relación a este asunto.
Expone su estrategia.
Fundada en los principios del general Dalla Chiesa, el ROS es el servicio imperial
ejemplar de contrainsurrección.
Trabaja sobre la población.
En donde una intensidad se ha producido, en donde algo ha pasado, él es el french
doctor de la situación. Aquel que pone,
bajo el disfraz de profilaxis,
los cordones sanitarios cuyo objeto es aislar
su contagio.
Aquello que teme, lo dice. En este documento, lo escribe. Aquello que teme es “el
pantano del anonimato político”.
El Imperio tiene miedo.
El Imperio tiene miedo a que devengamos cualesquiera. Un medio delimitado,
una organización combatiente. No les teme. Pero una constelación expansiva de okupas,
granjas autogestionadas, viviendas colectivas, concentraciones fine a se stesso, radios,
técnicas e ideas. El conjunto reunido por una intensa circulación de los cuerpos y los
afectos entre los cuerpos. Ése es otro asunto.

La conspiración de los cuerpos. No de los espíritus críticos, sino de las corporeidades


críticas. He ahí lo que el Imperio teme. He ahí lo que lentamente adviene,
con el incremento de los flujos,
de la defección social.
Hay una opacidad inherente al contacto de los cuerpos. Y que no es compatible con el
reino imperial de una luz que ya no ilumina las cosas
más que para desintegrarlas.
Las Zonas de Opacidad Ofensiva no están
por ser creadas.
Están ya ahí, en todas las relaciones en que sobreviene una verdadera
puesta en juego de los cuerpos.
Lo que hace falta es asumir que formamos parte de esa opacidad. Y dotarse de los
medios
para extenderla,
para defenderla.
Por todas partes en que se llegan a desarticular los dispositivos imperiales, a arruinar
todo el trabajo cotidiano del Biopoder y el Espectáculo para exceptuar de la población
una fracción de ciudadanos. Para aislar nuevos untorelli. En esa indistinción
reconquistada
se forma espontáneamente
un tejido ético autónomo,
un plano de consistencia
secesionista.
Los cuerpos se agregan. Recuperan el aliento. Conspiran.
Que tales zonas estén condenadas al aplastamiento militar importa poco. Lo que
importa,
es en cada caso
componer una vía de retirada bastante segura. Para volverse a agregar en otra parte.
Más tarde.
Lo que sustentaba el problema del ¿Qué hacer? era el mito de la huelga general.
Lo que responde a la cuestión ¿Cómo hacer? es la práctica de la HUELGA HUMANA.
La huelga general permitía interpretar que había una explotación limitada
en el tiempo y en el espacio,
una alienación parcelaria, debida a un enemigo reconocible, y por tanto derrotable.
La huelga humana responde a una época en que los límites entre el trabajo y la vida
acaban por difuminarse.
En que consumir y sobrevivir,
producir “textos subversivos” y precaverse de los efectos más nocivos de la civilización
industrial,
hacer deporte, el amor, ser padre o tomar Prozac.
Todo es trabajo.
Porque el Imperio gestiona, digiere, absorbe y reintegra
todo lo que vive.
Incluso “lo que soy”, la subjetivación que no desmiento hic et nunc,
todo es productivo.
El Imperio ha puesto todo a trabajar.
Idealmente, mi perfil profesional coincidirá con mi propia cara.
Incluso si ésta no sonríe.
Las muecas del rebelde se venden muy bien, después de todo.

Imperio, es decir que los medios de producción se han vuelto medios de control al
mismo tiempo que lo contrario se verificaba.
Imperio significa que de ahora en adelante el momento político domina
al momento económico.
Y contra esto, la huelga general ya no puede nada.
Lo que hay que oponer al Imperio es la huelga humana.
Que nunca ataca las relaciones de producción sin atacar al mismo tiempo
las relaciones afectivas que las sostienen.
Que socava la economía libidinal inconfesable,
que restituye el elemento ético —el cómo— reprimido en cada contacto entre los
cuerpos neutralizados.
La huelga humana es la huelga que, en el punto en que SE esperaba
tal o cual reacción previsible,
tal o cual tono apenado o indignado,
PREFIERE NO.

Se oculta del dispositivo. Lo satura, o lo estalla.


Se recobra, prefiriendo
otra cosa.
Otra cosa que no esté circunscrita en los posibles autorizados por el dispositivo.
En la ventanilla de tal o cual servicio social, en las cajas de tal o cual supermercado, en
una conversación educada, en una intervención de la poli,
según la relación de fuerzas,
la huelga humana hace consistir el espacio entre los cuerpos,
pulveriza el double bind en que están capturados,
los conduce a la presencia.
Hay todo un ludismo por ser inventado, un ludismo de los engranajes humanos
que hacen girar el Capital.

En Italia, el feminismo radical ha sido una forma embrionaria de la huelga humana.


“¡Basta de madres, mujeres e hijas, destruyamos las familias!” era una invitación al
gesto de romper los encadenamientos previstos,
de liberar los posibles comprimidos.
Era un atentado a los comercios afectivos fracasados, a la prostitución ordinaria.
Era un llamamiento a la superación de la pareja, como unidad elemental de gestión
de la alienación.
Llamamiento a una complicidad, entonces.
Práctica insostenible sin circulación, sin contagio.
La huelga de las mujeres llamaba implícitamente a la de los hombres y los niños,
llamaba a vaciar las fábricas, las escuelas, las oficinas y las prisiones,
a reinventar para cada situación otra manera de ser, otro cómo.
La Italia de los años 70 era una gigantesca zona de huelga humana.
Las autorreducciones, los atracos, los barrios okupados, las manifestaciones armadas,
las radios libres, los innumerables casos de “síndrome de Estocolmo”,
incluso las famosas cartas de Moro detenido, hacia el final, eran
prácticas de huelga humana.
Los estalinistas hablaban entonces de “irracionalidad difusa”, y esto lo dice todo.

Existen también autores


en cuya obra se encuentra todo el tiempo
la huelga humana.
En Kafka, en Walser,
o en Michaux,
por ejemplo.

Adquirir colectivamente esa facultad de sacudir


las familiaridades.
Ese arte de frecuentar en sí mismo
al huésped más inquietante.

En la guerra presente,
en la que el reformismo de emergencia del Capital tiene que tomar los hábitos del
revolucionario para hacerse entender,
en la que los combates más demókratas, aquellos de las contracumbres,
recurren a la acción directa,
un papel nos está reservado.
El de mártires del orden demokrático,
que golpea preventivamente todo cuerpo que pudiera golpear.
Debería dejarme inmovilizar ante una computadora mientras las centrales nucleares
explotan, mientras que SE juega con mis hormonas o a envenenarme.
Debería entonar la retórica de la víctima. Ya que, es sabido,
todo el mundo es víctima, incluso los opresores mismos.
Y saborear que una discreta circulación del masoquismo
reencante la situación.

La huelga humana, hoy en día, consiste en


rechazar desempeñar el papel de la víctima.
Atacarlo.
Reapropiarse la violencia.
Arrogarse la impunidad.
Hacer comprender a los ciudadanos pasmados
que si no entran en la guerra están de todas formas en ella.
Que en donde SE nos dice que es tal cosa o morir, es siempre
en realidad
tal cosa y morir.

Así,
de huelga humana
en huelga humana, propagar
la insurrección,
donde ya sólo hay,
y donde somos todos,
singularidades
cualesquiera.

*
Este texto fue escrito para una publicación, en la primavera de 2001.

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