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Génesis 12, 1-9: “Yahvé dijo a Abram: ´Deja tu país, a los de tu raza y a la
familia de tu padre, y anda a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti una
gran nación y te bendeciré; voy a engrandecer tu nombre, y tú serás una
bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te
maldigan. En ti serán bendecidas todas las razas de la tierra.´ Partió Abram,
tal como se lo había dicho Yahvé, y Lot se fue también con él. Abram tenía
setenta y cinco años de edad cuando salió de Jarán. Abram tomó a su
esposa Saray y a Lot, hijo de su hermano, con toda la fortuna que había
acumulado y el personal que había adquirido en Jarán y se pusieron en
marcha hacia la tierra de Canaán. Entraron en Canaán, y Abran atravesó
el país hasta llegar al lugar sagrado de Siquem, al árbol de Moré. En aquel
tiempo los cananeos ocupaban el país. Yahvé se apareció a Abram y le dijo:
´Le daré esta tierra a tu descendencia.´ Allí Abram edificó un altar a Yahvé
que se le había aparecido. Desde allí pasó a la montaña, al oriente de
Beteel y plantó su tienda de campaña, teniendo Betel al oeste y Aí al oriente.
También aquí edificó un altar a Yahvé e invocó su nombre. Luego Abram
avanzó por etapas hacia el país del Negueb. En el país hubo hambre, y
Abram bajó a Egipto a pasar allí un tiempo, porque el hambre acosaba al
país.
“En aquel mismo día dos discípulos se dirigían a un pueblito llamado Emaús
que está a unos doce kilómetros de Jerusalén, e iban conversando sobre
todo lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en
persona se les acercó y se puso a caminar con ellos, pero algo impedía que
lo reconocieran. El les dijo: ¿De qué venían discutiendo por el camino? Se
detuvieron y parecían muy desanimados. Uno de ellos llamado Cleofás, le
contestó: ¿Cómo? ¿Eres tú el único peregrino en Jerusalén que no está
enterado de lo que ha pasado aquí en estos días? ¿Qué pasó? Les
preguntó. Le contestaron: Todo el asunto de Jesús Nazareno.
Era un profeta poderoso en obras y palabras, reconocido por Dios y por todo
el pueblo. Pero nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes renegaron del él,
lo hicieron condenar a muerte y clavar en la cruz. Nosotros pensábamos que
él sería el que debía libertar a Israel. Sea lo que sea, ya van dos días desde
que sucedieron estas cosas.
Entonces él les dijo: ¡Qué poco entienden ustedes y qué lentos son sus
corazones para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No tenía que ser
así y que el Mesías padeciera para entrar en su gloria? Y les interpretó lo que
se decía de él en todas las Escrituras, comenzando por Moisés y siguiendo
por los profetas.
Y al llegar cerca del pueblo al que iban, hizo como que quisiera seguir
adelante, pero ellos le insistieron diciendo: Quédate con nosotros, ya está
cayendo la tarde y se termina el día. Entró pues, para quedarse con ellos. Y
mientras estaba a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición,
lo partió y se los dio. En ese momento se le abrieron los ojos y lo reconocieron,
pero él desapareció. Entonces se dijeron el uno al otro: ¿No sentíamos arder
nuestro corazón cuando nos hablaba por el camino y nos explicaba las
Escrituras? De inmediato se levantaron y volvieron a Jerusalén, donde
encontraron reunidos a los Once y a los de su grupo. Estos les dijeron: Es
verdad: el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón. Ellos por su parte,
contaron lo sucedido en el camino y cómo lo reconocieron al partir el pan”.
(Lucas 24, 13-35)
Leamos el texto nuevamente y busquemos los hechos que más nos llamen
la atención. Los dos discípulos son de los más cercanos al Señor, aunque no
forman parte del grupo de los DOCE (Apóstoles). Ellos conversaban y
discutían desilusionados acerca de todo lo que había sucedido.
Jesús comienza a caminar con ellos y le hace compañía y les pregunta. Los
dos aun apesadumbrados, comienzan a recitarle el contenido del kerigma,
incluso usando las palabras que más tarde formarían parte de nuestro credo
con las que se anuncia a Jesús. Es el anuncio alegre de la salvación. Pero lo
que llama la atención es que anuncian el mensaje como si fuera una
“desgracia”, con palabras tristes. Anuncian algo que no entienden. Lo
hacen con palabras pero sin corazón. Más bien hay un sentimiento de
tristeza, de resignación, de fracaso, de frustración que causa amargura en
quienes lo dicen y no convence a quienes lo escuchan. Por lo tanto lo que
hay es una recitación de verdades pero sin entusiasmo: No hay kerigma.