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inmadurez
Posted on 18 septiembre, 2018
El espanto de lo mismo
Ni bien termino de leer un libro para Zigurat, busco entrevistas, videos,
biografías de contratapa: cualquier cosa que me involucre con el autor.
Al principio lo hacía por inseguridad, para apoyar mi lectura en algo; ahora lo
hago porque sí.
Es un berretín que ejerzo menos para disponer de material auxiliar que para
entrar en una zona de contacto con la persona que escribe. Para acercarme a
su forma de ver el mundo y limar un poco las púas de mi ego; para permitirme,
contra mi predisposición natural, concebir al libro más como un acto expresivo
de un ser humano que como una obra literaria.
La búsqueda me fue llevando a leer muchas cosas, entre ellas: otras reseñas.
Y si bien primero me sorprendí con lo diferente que mi lectura podía resultar
respecto de las de otros, ahora, después de seis reseñas, la sorpresa cede al
espanto: no porque mi lectura sea más o menos meritoria, sino porque los
demás, todos, parecen leer, siempre, lo mismo.
Un recuerdo
Crónicas del Ángel Gris tal vez haya sido para muchos de mi generación, lo
que para otras hayan sido Rayuela o Historias de Cronopios y de famas. Un
libro puente, un libro nexo. Uno de esos libros que, más allá de su valor
literario, quedan grabados en el alma porque suceden en la vida de uno
mientras esa vida se está construyendo.
Cuando recién empezábamos a interesarnos en la literatura, jóvenes, bebiendo
nuestras primeras Quilmes Bock (que un mozo, convenientemente, llamaba
book), dejando pasar las horas hablando de libros y de nosotros, de nosotros y
de libros, recuerdo un momento: Facundo (el otro Zigurat) y yo aprendimos -o
detectamos- el efecto demoledor que puede tener el blanco del papel después
de un rotundo punto final. Recuerdo un capítulo del libro de Dolina que
terminaba en la mitad de la carilla izquierda y te dejaba enfrentado, después de
esa última frase, a una página y media de blanco.
Tremendo.
Uno de los grandes logros de Shunga es volver a poner al lector frente al efecto
pictórico de la página. La sintaxis y la puntuación usan la página trayendo ecos
de una oralidad pretérita que no es la nuestra: daría la sensación de que
Kawamichi narrara como antes -como en algún antes- se contaban las
historias.
En parte, por eso su novela remite a las grandes tragedias griegas o isabelinas:
si uno mira las páginas como quien pasa revista, percibe una pintura textual
más cercana al guión o a la dramaturgia que a la novela.
Nieto Senetiner
Shunga es un libro al que uno no puede enfrentarse de un modo prestablecido:
es un libro que impone múltiples experiencias y que se gana su propio modo de
ser leído a fuerza de jugar con la previsibilidad, con lo que uno espera de una
novela. Por eso resulta curioso (y muy desalentador) que nadie haya leído en
Shunga otra cosa que Japón, sexo y fantasía.
En alguna entrevista, Martín dice que nunca sabe si lo que está escribiendo es
para chicos o adultos y que, incluso, el libro de historias de animales que
terminó publicando Sudamericana en su colección infantil, fue concebido por él
como una colección de pequeños textos para adultos.
Esa anécdota puede darnos una idea bastante acabada de la zona en la que
trabaja Sancia Kawamichi. La zona de la que salen sus textos, a caballo entre
la fantasía, la fábula y la tragedia, que es también la zona a la que apela su
lectura. Ese limbo al que alude, por estos días, el nuevo vino de una
reconocida bodega (la zona que está antes de la madurez y después de la
inmadurez) y a la que Shunga nos arrastra para conmovernos.
Que lo logre o no, dependerá, ya, del lector.
Shunga
de Martín Sancia Kawamichi
por Evaristo Editorial (2017)
222 páginas