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Desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberado, esquivo, alentado, mortal, difunto, vivo, leal,

traidor, cobarde y animoso.


No hallar fuera del bien centro y reposo.
Mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, enojado, valiente, fugitivo, satisfecho, ofendido, receloso.
Huir el rostro al claro desengaño.
Beber veneno, por licor suave.
Olvidar el provecho.
Amar el daño.
Creer que el cielo en un infierno cabe.
Dar la vida y el alma a un desengaño.
Esto es amor.
Quien lo probó lo sabe.

¿Pero y después de ese cataclismo? ¿Qué ocurre? Porque la fuerza arrasadora de un


estado afectivo como el que nos describe Lope en este soneto no garantiza, bien lo sabemos,
su duración.
La mayor parte de las almas humanas son cementerios donde yacen las cenizas de
pasiones que parecían nacidas para la eternidad.
Y es que el amor sólo es grande y duradero en la medida en que lo nutren las decepciones
y dolores sembrados sobre su camino.
Desconocer lo que hay de positivo y fecundo en el dolor es la cara principal de esta época
delicuescente que nos ha tocado vivir. Ese estado de excitación o embriaguez de los sentidos
que describe Lope corre el riesgo de desvanecerse como una ilusión cuando choca con las
rutinas de la vida. La intimidad cotidiana resta brillo a las cualidades del ser amado y al mismo
tiempo hace resaltar sus imperfecciones y miserias.
Entonces, el amor corre el riesgo de hundirse en la aridez y en la insatisfacción.
Sólo el amante que aprende el «realismo del amor» puede sobrevivir al desvanecimiento
de esa ilusión primera.
Sólo aquel que sabe salir de sí mismo para entregarse al otro, para sentirse ligado al otro,
vencido por el otro, invadido por su destino, puede hallar la verdadera alegría del amor.
El amor que vive de codiciar siempre nos deja, a la postre, hambrientos.
El único amor que nos deja saciados es el que vive para darse.
Pero vivir para darse, sacrificarse por otra persona, amarla a pesar de sus defectos (e
incluso a causa de sus defectos), sólo es posible cuando el amor humano se conjuga y
amalgama con el amor eterno. La «idolatría del ser amado» acaba conduciendo tarde o
temprano a la indiferencia, el hastío o la repulsión. La carne es triste, nos decían los clásicos.
El auténtico amor acoge al ser amado no como un dios, sino como un don de Dios.

Juan Manuel de Prada

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