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Capítulo II

FRANCISCO DE ASÍS, TESTIGO DE DIOS


por Julio Micó, o.f.m.cap.

Francisco no fue teólogo. Por tanto, al preguntarle cómo es Dios, no podemos esperar de
él una respuesta culta que satisfaga nuestra curiosidad intelectual. Francisco es testigo de
Dios vivo, y a un testigo sólo se le pide que describa su experiencia y narre su convicción
de que lo vivido no es pura fantasía, sino una realidad que compromete su propia vida.
Por eso Francisco, al aparecer ante nosotros como transparencia de lo que Dios es capaz
de hacer en el hombre, está afirmando su calidad de testigo, al mismo tiempo que nos
remite a esa hondura divina de la que hambreamos, y a la que no nos decidimos a
responder con seriedad porque sospechamos que nos va a agarrar desde dentro de nuestra
existencia.
Francisco se convierte así en el testigo que hace patente la presencia de Dios entre los
hombres y la necesidad de una acogida fiel que le devuelva el gozo de sentirse amado
hasta el infinito. El testimonio de su fe es creíble porque va acompañado por la prueba de
que la humanidad florece allí donde el hombre se atreve a consentir que el Dios vivo se
haga presente en su vida.

1. HABLAR DEL DIOS DE FRANCISCO


Al tratar de acercarnos al Dios que experimentó Francisco, estamos tocando lo
fundamental de todo cristiano consciente y responsable de su opción. El itinerario del
creyente está marcado por la presencia acaparadora de Dios que define y autentifica su
calidad cristiana. Por eso es imposible ignorarlo a la hora de describir su camino
espiritual.

A.- DIOS EN LA ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA


La espiritualidad franciscana se ha venido estructurando tradicionalmente, salvo raras
excepciones, sobre unos valores concretos que, si bien fundamentales, no llegan a
descubrirnos la fuente de la que manan ni la fuerza de cohesión que les da sentido.
En el origen y trayecto del camino espiritual de Francisco, como en toda espiritualidad
cristiana, aparece el dinamismo del Espíritu del Señor que provoca la apertura a su gracia
y la estructuración de la propia vida de acuerdo con la imagen de Dios que se le hace
presente (Test 1). Si Francisco llegó a cristalizar con originalidad un modo de existencia
cristiana dentro de la Iglesia fue porque experimentó también a Dios de una forma
original, desencadenando una serie de actitudes y formas de vivir el Evangelio que
sirvieron de estimulo clarificador para muchos creyentes a la hora de plantearse con
seriedad su fe.
Sin embargo, no basta con reconocer la importancia que tiene Dios en la espiritualidad
de Francisco; pues, aun aceptando que se trata de un tema matriz, se puede abordar de un
modo positivista, sin relacionarlo con el contexto vital que le da sentido y en el que se
manifiesta su fecundidad. Es decir, que para recuperar la importancia que tuvo Dios en la
vida de Francisco no basta una simple descripción de conceptos sacados de sus Escritos,
sino que es necesaria una relectura que nos devuelva los significados que para él eran
evidentes y que para nosotros, dadas las transformaciones de la sociedad, han perdido su
transparencia.
Reconozco que no es fácil acertar en esta tarea, puesto que ni la capacidad ni los medios

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acompañan; pero resulta del todo necesario intentarlo, ya que de lo contrario nos
exponemos a ofrecer una imagen de Dios disecada que no se corresponde con el Dios
vivo que transformó y acompañó a Francisco durante su vida.

B.- DIFICULTADES PARA LLEGAR AL DIOS DE FRANCISCO


Además de lo complicado que resulta el acercamiento al marco interpretativo y contextual
de la imagen de Dios en Francisco, existe también el inconveniente de su natural rubor
para desvelar sus experiencias religiosas más íntimas. Desconfiaba del hermano que no
fuera capaz de retener en su interior los favores que el Señor le hubiera podido hacer y,
en vez de darlos a conocer a los demás por las obras, prefiriese manifestarlos sólo con las
palabras. Tal gesto resultaría inútil, porque ni serviría para él ni para los que le escuchasen
(Adm 21), ya que solamente al Altísimo le corresponde manifestar los bienes que Él
siembra en los hombres (Adm 28).
Por otra parte, como ya hemos dicho, Francisco no era teólogo, sino un místico que
carecía del lenguaje adecuado para expresar su experiencia, y que recurría a la
terminología litúrgica para manifestar, casi siempre en forma laudatoria, la resonancia
que producía en su interior la presencia desbordante de Dios; una terminología que, por
ser comunitaria e impersonal, vela, más que revela, los contenidos existenciales.
Por tanto, para aproximamos a los significados que esconden esos atributos de Dios que
aparecen en sus Escritos y que constituyen la única expresión escrita de su experiencia -
con la dificultad añadida de que solía utilizar secretarios-, no hay otro camino que tratar
de recomponer la matriz sociocultural y religiosa que le permitió hacerse esa imagen de
Dios y no otra, ya que toda experiencia mística, por lo menos entre los occidentales, está
condicionada por la imagen que se tiene de Dios, de modo que uno entrega su corazón al
Dios imaginado.

C.- EL DIOS IMAGINADO POR FRANCISCO


Al hablar del Dios imaginado por Francisco, no nos referimos a ese ser fantasmagórico,
producto de la imaginación, que no tiene nada que ver con la realidad. Se trata, más bien,
de preguntarnos qué idea tenía Francisco de Dios, o, de un modo más directo, qué era
Dios para Francisco y cómo se lo representaba.
Francisco, aun después de haberse convertido en hombre de Iglesia, no tuvo ningún tipo
de formación teológica; por tanto, hay que descartar la influencia, al menos de forma
directa, de tales corrientes de pensamiento en la estructuración de su imagen sobre Dios.
La formación espiritual que recibió fue, pues, la de un laico normal de su tiempo;
formación que, dado el contexto ambiental, se respiraba y se adquiría como por ósmosis.
De tener que concretar los elementos que contribuyeron, de una forma directa, a que
Francisco condensara en una espiritualidad popular su vivencia e imagen de Dios, habría
que pensar en la familia, la escuela, la liturgia y el arte.
Aunque no hay datos que avalen la formación religiosa del niño Francisco en el seno
familiar, puesto que la descripción que nos hace Celano es pura artificialidad literaria al
ofrecernos en la Vida I un cuadro familiar en el que se da una pésima educación, mientras
que en la Vida II su madre se convierte en un dechado de virtudes comparable con santa
Isabel (I Cel 1; 2 Cel 3), es presumible la transmisión de los valores religiosos más
comunes que formaban parte del patrimonio cultural.
La escuela parroquial de San Jorge, a la que asistió Francisco (LM 15,5), estaba regida
por un clérigo que, tomando como texto base el salterio, enseñaba a leer y escribir el latín,
además, como es de suponer, de los fundamentos de la fe y la vida cristiana. Este
aprendizaje memorístico de los salmos fue fundamental a la hora de fraguarse la imagen
de Dios en la cabeza y en el corazón del pequeño Francisco. El Oficio de la Pasión

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compuesto por Francisco es una muestra de la huella que le dejó la memorización escolar
de los salmos.
La liturgia asisiense introdujo también a Francisco en el misterioso mundo de lo sagrado,
mundo en el que la imagen de Dios se debió de ir concretando y dibujando a medida que
penetraba en el simbolismo de los gestos y las palabras, ayudado por la predicación de
los sacerdotes, presumiblemente con un nivel catequético aceptable por cuanto que el
obispo Rufino, predecesor de Guido, fue uno de los primeros glosadores y enseñantes del
Decreto de Graciano.
A esta simbología dinámica, que era la liturgia, habría que añadir la simbología estática
de las artes plásticas. La Edad Media, como nos dice Mâle, concibió el arte como una
pedagogía. Todo aquello cuyo conocimiento le resultaba útil al hombre: la historia del
mundo desde su creación, los dogmas de la religión, los ejemplos de los santos, la
jerarquía de las virtudes, se lo enseñaban las vidrieras de las iglesias y las estatuas de las
portadas. La catedral podría ser considerada como una especie de Biblia de los pobres.
Los sencillos, los ignorantes, todos aquellos a los que se llamaba el pueblo santo de Dios,
aprendían con los ojos casi todo cuanto sabían por la fe. Esas grandes figuras místicas
parecían dar testimonio de la verdad de cuanto enseñaba la Iglesia. Esas innumerables
estatuas, dispuestas según un sabio plan, eran como una imagen del orden maravilloso
que los teólogos hacían reinar en el mundo de las ideas; por medio del arte, las
concepciones más importantes de la teología llegaban confusamente hasta las
inteligencias más humildes.
Sin embargo, tampoco hay que olvidar que la religiosidad popular medieval alimentaba
su fe no sólo de puros y abstractos dogmas, sino también de leyendas y narraciones
piadosas. Esto se explica porque sus raíces se hunden en una especie de estratificación
cultural y religiosa. La religiosidad medieval es fruto de cuatro capas o estratos: la
indígena o primitiva, la romana, la judeocristiana y la germánico-celta.
En Asís podemos percibirlo a través de sus monumentos arquitectónicos y literarios. El
templo de Minerva y el museo romano nos recuerdan la época romana, con la que enlazan
las Leyendas de los Mártires -escritas en el siglo XI-, en las que se nos narra la
predicación cristiana de los primeros obispos, Rufino, Victorino y Savino en la pagana
Asís. En el archivo de la Catedral existe una copiosa documentación que comienza en el
año 963 y en la que se nos describen los usos y costumbres lombardos que se vivían en
el pueblo.
Indudablemente Francisco tuvo ocasión, después de convertido, de entrar en contacto con
otras formas más cultas de imaginar a Dios. El trato con teólogos de la propia Fraternidad
y de fuera, así como las posibles lecturas que hiciera o que escuchara, debieron de influir
en su maduración espiritual. Pero, analizando los escritos más tardíos en que nos habla
de Dios, percibimos todavía una imagen popular de lo divino bebida en la liturgia y en la
tradición, aunque vivida con una gran intensidad. Se trata de ese conocimiento de la
Escritura aprendida no por estudio alguno sino por la audacia de pretender vivirla al
máximo (2 Cel 102-105).
De todos modos, la imagen de Dios que se forma Francisco no nos interesa tanto por su
originalidad conceptual cuanto por su dinamismo, capaz de originar un nuevo modo de
vida que se convierte en transparencia de lo que es y significa Dios para el creyente
responsable de su fe. Por eso, más que las ideas que nos pueda proporcionar su
pensamiento, nos interesan las actitudes que es capaz de desencadenar, ya que la imagen
experiencial que tiene es la de un Dios ejemplar que motiva y empuja a historizar en la
propia vida, y a través de mediaciones, lo que descubrimos al encontrarnos con Él.

D.- UN DIOS QUE MUEVE A CONVERSIÓN

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Tras esa imagen tradicional de Dios que se forma Francisco, se esconde el Dios vivo,
cuya presencia le interpela y seduce hasta el punto de cambiarle el horizonte de sentido
que había tenido hasta entonces. Celano (1 Cel 5) nos describe esta experiencia
desconcertante en el famoso sueño de Espoleto. En una imagen feudal propia del tiempo,
nos dibuja el cambio de valor que adquiere Dios en la vida de Francisco. De ser un medio
más en la consecución de lo que para él constituía lo absoluto de su vida -llegar a
conquistar la nobleza-, pasa a ser el Valor desde el que se vive y para quien se vive todo
lo otro.
El Dios sociológico, que había permanecido inmóvil y compatible con otros valores, da
paso al Dios vivo y vivificante que conquista y se adueña, ensancha y desgarra el
horizonte en el que poder vivir la propia vida. El consentimiento de Francisco a la
evidencia del señorío de Dios le supondría para el futuro vivir en continuo éxtasis, en un
permanente éxodo de sí mismo hacia el Dios que da la plenitud. Después de esta
experiencia ya no podrá seguir pastoreando su propia personalidad, sino que se lanzará
por nuevos caminos como peregrino del Absoluto en busca de la fuente donde poder
saciar su sed de Dios.
La irrupción de lo divino debió de ser arrasadora para que un hombre medieval como
Francisco, acostumbrado a percibir a Dios en toda la textura sociorreligiosa de su pueblo,
se sintiera sorprendido. Al releer su camino espiritual desde la tarde de su vida, nos dirá
en el Testamento (1-3) que la presencia dinámica del Señor cambió por completo su modo
de ver y acercarse a las cosas. Allí donde antes no encontraba más que un amargo
sinsentido -los leprosos-, ahora descubría lo gratificante que resulta ver el mundo desde
la perspectiva de Dios.

E.- HABLAR DE DIOS


Al hablar de Dios, siempre lo hacemos de un modo aproximativo y simbólico, puesto que
el lenguaje resulta inapropiado e insuficiente. Por eso, nunca podemos hablar de Él de
manera digna (Cánt 2). Nuestros intentos son, en buena medida, una tarea inútil que roza
la imposibilidad, ya que se intenta nombrar, nada menos, que la Trascendencia Absoluta,
el Misterio Inefable, el Absolutamente Otro y Distinto. Pero los creyentes necesitamos
hablar de Dios, puesto que si la fe no se expresa también en palabras, termina por secarse
y morir. Si no lo nombramos, se nos esfuma su presencia hasta llegar a olvidarlo. Por eso
hay que tener la audacia de nombrarlo con nuestros labios, aun siendo conocedores de las
dificultades que entraña el hablar de Dios de una manera seria.
Este contraste de imposibilidad y necesidad, que aletea en el corazón de todo creyente a
la hora de nombrar lo divino, acompañó siempre a Francisco durante todo su camino.
Parco en palabras cuando nos tiene que hablar de Él, es, sin embargo, de lo único que nos
habla. El fuego de la presencia divina le empuja a comunicar su grandeza; pero, al hacerse
palabra en su boca, no acierta sino a nombrarlo del modo menos irreverente. Francisco se
sitúa en la gran tradición apofática de Oriente y de Occidente al utilizar los atributos que
comienzan por una negación, «in-», y que reflejan el sentir del Concilio IV de Letrán:
«Entre el Creador y la criatura no se puede señalar semejanza sin que, entre ellos, se
señale una mayor diferencia» (DS 806, año 1215).
Por eso, decir de Dios que es inenarrable, inefable, incomprensible, ininvestigable,
inmutable, invisible, es confesar su Misterio y la incapacidad humana de traducir su
experiencia en conceptos. No obstante, hay que hacerlo, y una de las formas menos
inadecuadas es hablar de Dios como Trascendente.

2. EL DIOS TRASCENDENTE
Al hablar del Dios de Francisco, resulta un poco artificioso hacer esta división de

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trascendencia e inmanencia, puesto que él nunca lo nombra así y, por consiguiente,
tampoco lo debió de experimentar así. Ciertamente la inaccesibilidad de lo divino forma
parte de su experiencia: Dios está más allá de todas las posibilidades ofrecidas al hombre,
pues habita en una luz inaccesible a nuestra percepción (Adm 1,5), y su morada se hace
inexpugnable para lo humano.
La trascendencia de Dios, sin embargo, no significa aislamiento. El Dios de Francisco es
un Dios ocupado y preocupado por el hombre, que, acercándose a éste desde Su
diversidad, desde Su ser absolutamente Otro, le invita a romper su cerco de egoísmo para
que pueda abrirse en libertad trascendiéndose a sí mismo. Por eso podríamos describirlo
como un ser bipolar que es Altísimo y a la vez Padre, Hijo y al mismo tiempo Eterno. En
Dios no se percibe ninguna separación entre esas dos dimensiones; pero nosotros, al
sentirnos limitados para expresarlo de una forma global, tenemos que recurrir a esta
división metodológica, aun siendo conscientes de su artificialidad.

A.- EL DIOS DE MAJESTAD


El mundo del románico es un tiempo dominado por la Majestad. La figura divina más
familiar es la del Todopoderoso sentado en su trono de juez y rodeado de sus vasallos;
con la peculiaridad de que la asamblea que le rodea no son los Apóstoles, sino los
Ancianos de las visiones del Apocalipsis y los Arcángeles del ejército celeste. Esta figura
mayestática se hace extensible también a Cristo, quien aparece igualmente como juez
presidiendo pórticos, tímpanos y entradas principales.
Sin embargo, esta representación mayestática de Dios no duró mucho. Poco a poco se fue
abriendo camino la idea de que ese Dios terrible, sentado en medio de una asamblea de
jueces y que manifestaba su cólera enviando sobre la tierra hambre, guerras o peste, se ha
hecho hombre en Jesús, y no precisamente en un Jesús apocalíptico, sino en el de los
evangelios y, más en concreto, el de los sinópticos. El gótico no celebra ya el Dios distante
y terrible, sino el Dios encarnado, el Hijo del hombre, en cuyo rostro aparecen los rasgos
de la propia humanidad.
A pesar de esta humanización de Dios que se nos muestra a través de Cristo, todavía
perdura en Francisco la imagen majestuosa del Señor, juez de vivos y muertos, que premia
y castiga de acuerdo con las obras (1 R 23,4; 1CtaF 2,22; 2CtaF 85; CtaA 25), y ante cuya
presencia sólo cabe la adoración en temor y reverencia (CtaO 4). En realidad se trata de
la imagen mateana del juicio final (Mt 25,31-46).
En Francisco no aparece el término majestad, pero sí el de Altísimo, Sumo, Eterno,
Omnipotente y Glorioso, que englobarían la imagen de trascendencia majestuosa con que
veía a Dios: una dimensión divina que no se limita a estar en las cosas o acontecimientos,
aun sin confundirse con ellos, sino que los trasciende como su soporte y razón de ser.
Con los términos Alto y Altísimo, Francisco expresa su experiencia de Dios que está más
allá de las cosas. Si hubiera conocido la fenomenología de la religión o la historia de las
religiones comparadas, diríamos que con este vocablo afirma lo numinoso de Dios,
aquello que corresponde a la divinidad y solamente a ella. Pero Francisco bebe, más bien,
en las fuentes de la liturgia. Su conocimiento del salterio y la familiaridad con el lenguaje
de la Escritura y de los Santos Padres, le prestan su vocabulario a la hora de expresar lo
trascendente de Dios.
El Dios Altísimo es el Deus tremendae maiestatis, ante quien el hombre se siente
anonadado, y, desde su indignidad, lo alaba y bendice (Cánt 1s; 1 R 17,18). El Altísimo
es el que está más allá y, sin embargo, se hace presente en nuestra realidad cotidiana como
acontecimiento salvador. La altura de la majestad no le impide hacerse para nosotros
Padre bondadoso, Hermano entre los hombres o pobreza solidaria en la Eucaristía (CtaCle
3; Test 10; UltVol 1).

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Dios, además de Altísimo, es Sumo (1 R 17,18; 23,1); un doblete muy querido por
Francisco, al que se unen los términos Excelso y Sublime como una forma de indicar la
lejanía trascendente de lo divino. Dios está en el horizonte de la trascendencia, en el límite
de lo último, donde nadie le puede arrebatar su absoluta diversidad.
La eternidad atribuida a Dios no es un símbolo de vetustez ni mira exclusivamente al
pasado. Ser eterno es ser contemporáneo, estar presente en todos los tiempos, viviendo
con preocupación la marcha de la historia. Dios es Eterno no solamente porque carece de
principio y de fin, sino porque alumbra a sus criaturas, las acompaña en el camino y las
espera en la meta (1 R 23,3s). Esta solicitud sin límites es lo que configura su eternidad
y provoca su omnipotencia.
Dios es Omnipotente porque es creativo, autor de maravillas que manifiestan su
originalidad por hacer participar al hombre de su propia vida. Crear, encarnarse,
redimirnos y sentarnos con Él en la gloria son obras que desbordan nuestras posibilidades
y sólo se pueden atribuir al Todopoderoso (1 R 23,8). Pero estas maravillas toman cuerpo
en la vida concreta de cada hombre; por eso Francisco, al reconocerlas en su propio
camino espiritual, no puede menos que abrirse en alabanza, la única forma coherente de
confesar la omnipotencia divina (1 R 23,14; AlD 1).
Los términos Rey y Emperador, aunque conlleven cierto matiz político-religioso como
justificadores de poder, mantienen el significado trascendente del lenguaje litúrgico del
que proceden, en concreto de los Salmos. Dios es Rey porque reina desde siempre en el
cielo y en la tierra (OfP 7,3; 1,5), y el reinado de Dios se hace eficaz en la medida en que
el hombre consiente y acepta su voluntad salvadora de ser transformado hasta la plenitud
(ParPN 4). Con la apertura de este proyecto divino, Dios ejerce su reinado y el hombre
va ganando en madurez mientras se capacita para recibir la gloria de su realización en
Dios. Sólo entonces Dios será definitivamente Rey, porque el hombre habrá entrado
también de una forma definitiva en su Reino.
La imagen de la realeza divina que tiene Francisco, a pesar de las connotaciones antes
mencionadas, no está determinada por el poder, sino por la humillación y el sufrimiento.
La imagen del Cristo de S. Damián debió pesar a la hora de ver al Señor que reina desde
la cruz, no desde un trono (OfP 7,9); una visión que refleja la teología de Juan, en la que
el Siervo sufriente es el Señor que reina. De ahí la insistencia de Francisco en urgir a los
hermanos el seguimiento en pobreza de ese Rey que reina desde la cruz y que nos
convierte en reyes del reino de los cielos (2 R 6,4); seguimiento que le llevó a recorrer
con docilidad y sin tregua el camino de la conversión espiritual (ParPN 5).

B.- EL DIOS SANTO


Unida a la dimensión de Todopoderoso está la de Santo (AlD 1). Una vez más la liturgia
le presta el vocabulario para expresar la santidad de Dios; santidad majestuosa que la
Iglesia había bebido en la Escritura y que proclamaba en forma de alabanza en el Santo
de la Misa. En Francisco resuenan estos contenidos teofánicos de la divinidad al percibirla
como santa. Pero su presencia no es terrible al sentir amenazada su intimidad, ya que en
Jesús se ha roto esa barrera entre lo sagrado y lo profano que dividía la realidad.
La santidad de Dios (ExhAD 16) se nos ha hecho presente en un niño nacido para nosotros
(OfP 15,7) de la santa y gloriosa Virgen María (2CtaF 4), y esa misma santidad sigue
santificando a los hombres por medio de los signos del pan, del vino y de la palabra (CtaO
14. 34), que los sacerdotes deben administrar santamente (CtaO 22s) dentro de la santa
Iglesia (CtaO 30) para que todos podamos participar de su santidad y salvarnos (2CtaF
34).
La presencia de la santidad de Dios no es por tanto para Francisco una realidad aterradora.
Si acaso será terrible para aquellos que no hayan hecho penitencia y tengan que afrontar

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lo decisivo del juicio (2CtaF 82. 85). Por eso se entiende que Francisco, a pesar de que la
gloria y la magnificencia divina le devuelvan como un espejo la propia imagen de hombre
pecador (1 R 23,8), no desiste del intento de salvar el tremendo abismo que lo separa de
Dios Santo, implorando al Hijo y al Espíritu que vengan en ayuda de su indignidad
pecadora para que le alaben como Él se merece (1 R 23,5) y así, unido a los cuatro
vivientes que día y noche cantan sin pausa: «Santo, Santo, Santo, Señor Dios
omnipotente, el que es y el que era y el que ha de venir» (AlHor 1), poder glorificar la
santidad de Dios (2CtaF 4. 54. 62).
A pesar de sentirse pecador frente a Aquel que es el único Santo, Francisco es capaz de
aguantar su mirada, porque sabe que la santidad divina no es autosuficiente y excluyente,
sino santificadora y sanante, ya que la ha experimentado en su debilidad humana
sintiéndose acogido y vivificado.
La presencia del Dios Santo en medio de la humanidad pecadora no mengua ni difumina
su Trascendencia por el hecho de comunicarse haciéndonos santos, ya que el
protagonismo y la iniciativa siguen siendo sólo suyos. Es decir, que la santidad divina no
se confunde con la humana. Dios es Santo porque santifica, y el hombre porque es
santificado. Desde esta experiencia de gratuidad, Francisco, aunque no sea digno de
nombrarle (Cánt 2), cantará sin descanso al Dios Santo por habernos acogido en el ámbito
de su propia santidad (AlHor 1).

C.- EL DIOS BUENO


Esta fe en la bondad radical de todas las cosas viene condicionada en Francisco por su
voluntad de sentir con la Iglesia. Uno de los problemas que afectaba a la cristiandad era
la herejía, sobre todo la cátara, cuya doctrina aseguraba que el mundo visible era malo
porque escapaba a la fuerza creadora del Dios Bueno. De ahí que Francisco insista tanto
no sólo en la bondad de las cosas (Cánt), sino en su origen fontal, el Dios Bueno que las
ha creado. Por eso hay que reconocer con gratitud que todos los bienes son suyos, ya que
todo bien de Dios procede (1 R 17,l7s).
La bondad, como atributo de Dios, cualifica la santidad majestuosa de lo Trascendente.
Por encima de todo, Dios es Bueno; más aún, el único Bueno, el solo Bueno (I R 23,9).
Desde la pequeña atalaya en que se le permite contemplar al Dios Bueno, Francisco queda
desbordado y radicalmente incapacitado para comprenderlo en toda su hondura.
Siguiendo a los Santos Padres, Francisco utiliza su mismo lenguaje para balbucir lo que
para él es la fuente de la que mana todo el bien (ParPN 2). Su contemplación de la bondad
divina le abre mil ojos nuevos para captar con mayor sensibilidad todo lo bueno que Dios
nos ha ofrecido. Comenzando por Él mismo y terminando por nuestras propias
cualidades, todo es bueno y fruto de su bondad entregada (1 R 17,5s; 23,1. 8).
Por tanto, la maldad radical que habita en nosotros es la que nos ciega, impidiéndonos
ver y hacer cualquier bien (1 R 22,6); más aún, es la que se apropia esos bienes,
desviándolos de su origen para remitirlos de forma exclusiva a su propia persona (Adm
2,3). Este robo de la bondad divina, al constituirse ésta en origen y término de todo bien,
rompe la armonía del proyecto que Dios tiene sobre el hombre. Todos los bienes que Dios
siembra en la historia se convierten en arma para los demás cuando el hombre se los
apropia en exclusiva impidiendo el disfrute colectivo (Adm 5,5-7). Este pecado radical
de pretender convertirse en principio de todo bien, negándose a devolverlo a su señor y
dueño, es para Francisco una blasfemia contra la bondad fontal de Dios (Adm 8,3). La
contemplación de Dios, bueno en sí y en las cosas, lleva a Francisco a devolver en
alabanza todo bien percibido, aun permaneciendo lúcidamente consciente de su
incapacidad para hacerlo como conviene (2CtaF 61s).
La visión que tiene Francisco de Dios como Bien no se agota, aun siendo importante, en

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la pura alabanza. La imagen de la divinidad es ejemplar; por tanto, la respuesta más
coherente a la actividad bondadosa de Dios es hacerla eficaz dentro de nuestras
posibilidades. La experiencia del Dios Bueno nos debe llevar a hacer el bien (1 R 17,19),
aunque no seamos capaces de realizarlo como fruto del amor (2CtaF 27). Sólo si
aceptamos el devolvérselo con la alabanza y la praxis, habremos llegado a comprender
nuestra pobreza radical (Adm 7,4).

3. EL DIOS CERCANO
Al hablar sobre la trascendencia de Dios en Francisco, ya hemos aludido a la artificialidad
que supone desgajarla de su contenido inmanente o cercano. Si antes ha sido imposible
describir solamente al Dios inaccesible, ahora lo va a ser también descubrir
exclusivamente al Dios cercano: el motivo es que Francisco vivía la divinidad en realidad
total.
A partir del sueño de Espoleto, el que había irrumpido en la vida de Francisco ya no era
ese Dios sociológico que apenas cuenta a la hora de hacer verdaderas opciones. El Dios
vivo y verdadero le había seducido de tal modo que le resultaba ya imposible prescindir
de Él. Acorralado por su presencia, necesitaba sumergirse en su inmensidad para sentir la
Vida y sentirse vivo (1 Cel 6; TC 8). Si antes lo había mezclado con los ídolos que la
sociedad le ofrecía, ahora era el Dios verdadero quien justificaba y daba sentido a su vida.
Indudablemente la expresión Dios vivo y verdadero tenía en Francisco una
intencionalidad anticátara; pero, además de ser una afirmación de la ortodoxia, expresaba
su percepción del Dios viviente que es capaz de abrirnos hacia el futuro. El encuentro con
el Dios vivo le hizo descubrir la vida, no ya desde su propia experiencia de muerte
existencial, sino desde el que vive verdaderamente y por eso lo hace vivir todo.
A.- EL DIOS AMOR
Decir que Dios es amor es decir que Dios ama. Por amor salió de sí mismo creándonos,
enviando a su Hijo y redimiéndonos (1 R 23,3), y ese mismo Amor nos sigue
acompañando en nuestro camino hacia Él (Test 1. 4. 6. 14) La experiencia de que estamos
constituidos en el amor y de que, más allá de todas las cosas, hay un Dios que nos ama,
constituyó el fundamento de todo el proceso espiritual de Francisco. Por eso no duda en
alentar a los hermanos para que no se cierren en su egoísmo, y puedan ser recibidos
totalmente por Aquel que se entregó del todo (CtaO 29). Ante ese amor absoluto y
desinteresado, su respuesta no podía ser otra más que bregar tenazmente por quitar todo
impedimento que obstaculizara esta devolución de amor (1 R 22,26; 23,8); amor que se
sabe limitado y que necesita de la compañía del Hijo y del Espíritu para que la respuesta
sea adecuada (1 R 23,5).
Francisco sabe que el amor le funda como persona y que sólo en la actuación de ese amor
puede alcanzar su plenitud. De ahí que trate de asegurar lo fundamental de su ser creyente:
el amor a Dios y a los hombres a quienes Dios ama. Pero responder adecuadamente al
amor de Dios sólo puede hacerlo Dios mismo. Ante esta necesidad e impotencia a la vez,
Francisco, implorando la mediación del Hijo y del Espíritu (1 R 23,5), invitará
encarecidamente a todos los hermanos a amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda
el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con
todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con
todos los deseos y quereres (1 R 23,8). Es decir, con la totalidad del ser.
El amor de Dios no debe ser una trampa para olvidar a los hermanos. El que ama a Dios
entra a formar parte del dinamismo de su amor que todo lo abarca (2CtaF 18). Porque
Dios ama a todos, tenemos que amar al prójimo como a nosotros mismos (2CtaF 27),
incluso cuando se conviertan en nuestros propios enemigos (1 R 22,14), puesto que en el
cristiano el ejercicio del amor no depende de la acogida humana sino de la certeza de que

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el amor de Dios es transformador; por eso debe realizarse de una forma eficaz, sabedores
de que el amor al hombre, al hermano, es el sacramento de nuestro amor a Dios (CtaM
9).

B.- EL DIOS CREADOR


La primera noticia que tenemos de que Dios nos ama es la creación. Y ello porque el
amor de Dios no es estéril. Su fecundidad se manifiesta en la prolongación de la propia
vida trinitaria a través de las criaturas. La prueba de que nos ama es su acercamiento
progresivo hasta florecer en humanidad en medio de nosotros; una obra maravillosa cuyos
artífices son tanto el Padre y el Hijo como el Espíritu.
La imagen de Dios Creador es muy querida en la religiosidad popular medieval. La Iglesia
proclama en su liturgia la fe en Dios Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible. La resonancia de la liturgia se hace arte plástica en las
iglesias y catedrales que sirven para alimentar la fe del pueblo. Los concilios repiten una
y otra vez, con el fin de atajar la herejía, la fe en Dios Creador, convirtiéndose en una
imagen familiar.
Esta fe, lejos de ser un mero ejercicio de intelectualismo, es una confesión práctica de
que las cosas son buenas porque su origen sustentante es también bueno. La necesidad de
explicarse y explicar la existencia del mal había llevado a aceptar un principio malo,
dando lugar a la herejía cátara. Pero la mayoría del pueblo siguió creyendo de forma
espontánea en la acción del Dios bueno como principio creador de todo lo existente. De
este modo la vida cobraba peso y las cosas se valoraban por sí mismas, al descubrir en
sus profundidades las raíces de bondad que las alimentaban y las hacían posibles.
Francisco participa de este ambiente en la visión de Dios como Creador. De sus manos
han salido todas las cosas, espirituales y corporales (Cánt), sobre todo el hombre, hecho
a su imagen y semejanza (1 R 23,1). La creación, sin embargo, no es un hecho aislado;
es el principio que se sucede a sí mismo convirtiéndose en providencia (1 R 23,8) y
generando nuevas demostraciones de amor creativo para salvar al hombre de su fatal
incoherencia. La voluntad de mantener su proyecto de creación llevará a Dios a la
Redención y a la Salvación escatológica.
Todas las criaturas eran para Francisco testigos que remitían a la fuente de sus cualidades.
Lo hermoso le llevaba al Hermosísimo, y lo bueno le gritaba que su creador era el Bien
(cf. 2 Cel 165). El hombre, en medio de la creación, era el fruto más acabado de su
actividad fecunda. Hecho a imagen suya, Dios lo dejará en libertad para que decida su
propio destino; y la experiencia histórica nos recordará desde nuestra propia experiencia
lo errado de su decisión. El hombre no deviene autónomo por el hecho de cortar sus
propias raíces. Francisco sabe, como salido de las manos de Dios, que su destino es estar
en esas mismas manos presidiendo, como un hermano mayor, todo el enjambre de seres
que puebla la tierra.
La creación entera es signo y sacramento del amor de Dios que nos va descubriendo su
voluntad de salvarnos en plenitud a través de las cosas y de los acontecimientos, incluso
de los más insignificantes (1 R 10,3; CtaM 2). Puesto que todo acontecimiento es gracia
que reclama ser acogida y devuelta a Dios en alabanza, como señal de gratitud, Francisco
invitará a todas las criaturas para que se unan al coro de la humanidad (Cánt), con el fin
de devolver, agradecidos, todos los bienes al Señor, ya que son suyos y de Él proceden.
El reconocimiento de su soberanía es el motivo para que todas las criaturas que hay en el
cielo y en la tierra, en el mar y en los abismos, rindan a Dios alabanza, gloria, honor y
bendición (1 R 17,18; 2CtaF 61).

C.- EL DIOS SEÑOR

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Una consecuencia de la proclamación de Dios como Creador es reconocerlo como Señor
soberano de todas las cosas. Este título, empleado con profusión por Francisco, revela el
modo tan indeterminado que tenía el pueblo de nombrar a Dios. De hecho, el término
Señor sirve tanto para referirse a Dios en general como a cada una de las Personas
trinitarias en particular.
En esta religiosidad popular, la imagen del señor feudal y del rey germánico se proyecta
sobre Dios Creador. Dios es el Dominus, el Señor de todas las cosas, que las reparte con
prodigalidad a los hombres, aunque manteniendo su soberanía. Por parte del hombre,
pretender apropiárselas es negar el señorío de Dios y crear falsas expectativas, pues al
final «lo que creía tener se le quitará» (Adm 18,2). Por eso, lo más cabal es respetar su
dominio y agradecerle su generosidad (2CtaF 61).
Este trasfondo sociológico medieval sirve también a Francisco para entender la soberanía
divina en una relación de Señor-siervo. Al Señor, que es dueño de todo, se le debe
obediencia; es decir, hay que abrirle de par en par el ámbito de la propia vida para que
Dios se enseñoree de ella. Por tanto, la actitud del siervo es la de plegarse a la voluntad
de su Señor sin oponer el obstáculo de los propios deseos, ya que atrincherarse en el
propio parecer es afirmar nuestro señorío y rebelarse contra el señorío de Dios. La
verdadera obediencia supone, pues, olvidarse de los quereres personales, para buscar
solamente lo que Dios quiere y lo que a Él le agrada (1 R 22,9; CtaO 50), y esto, no por
un sentimiento de victimismo oblativo y ciego, sino por haber descubierto que en la
voluntad de su Señor se esconde su propio bien, su plena realización.
Esta actitud del siervo que ofrece el espacio humano de su voluntad para que se manifieste
el señorío de Dios, está descrita magistralmente en las Admoniciones. En ellas Francisco
dibuja muy sutilmente la disposición del siervo ante la presencia de su Señor;
disponibilidad que favorece el cumplimiento de la voluntad de Dios en la realización de
su Reino.
Otra faceta del señorío divino, que Francisco incluye en este término, está relacionada
con la de Juez de vivos y muertos, sobre todo referido a Jesucristo. La religiosidad popular
medieval estaba muy familiarizada con la imagen del Señor como Juez de la historia. A
la catequesis oral, que durante años gestó esta representación, se sumó después la
catequesis figurativa de los ábsides y tímpanos de abadías y catedrales. La majestad
distante del Juez apocalíptico va dando paso, poco a poco, a la imagen mateana del juicio
(Mt 12, 36); imagen que mantiene Francisco y a la que remite todo comportamiento: el
Señor que nos creó y de cuyas manos salimos es el mismo que nos tiene que acoger en la
tarde de nuestra vida (1 R 4,6; CtaCle 14).

D.- EL DIOS TRINIDAD Y UNIDAD


La relación experiencial de Francisco no es con un Dios etéreo y lejano, por muy
trascendente que sea, sino con el Dios vivo y verdadero que, desde su comunidad
trinitaria, ofrece al hombre la posibilidad de realizarse en plenitud, tanto a niveles
individuales como fraternos o colectivos.
La invocación de Dios como Trinidad es común a la religiosidad medieval, y se
manifiesta en todos sus aspectos, aunque no llegue a la hondura teológica de los
pensadores. La Trinidad, como fundamento de la fe, llena toda la vida de la Iglesia hasta
derramarse incluso en las costumbres de la sociedad. Prueba de ello es su utilización en
los documentos burocráticos, tanto religiosos como civiles, y en ciertas prácticas sociales
(1 R Pról 1, TC 29). Francisco asumió este ambiente trinitario, confiriéndole una gran
profundidad, hasta el punto de convertirse en el eje de su vida. Creer, anunciar y adorar a
Dios como Trinidad serán para él las formas esenciales de responder en fe a la propuesta
amorosa de salvación.

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Creer en el Dios trinitario es más que entender el complicado sistema de esencias y
relaciones que los teólogos han elaborado a partir de las definiciones de la Iglesia, y que
el Concilio IV de Letrán define así: «Creemos firmemente y afirmamos simplemente que
hay un solo Dios verdadero, eterno e inmenso, todopoderoso, inmutable, incomprensible
e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo: tres personas pero una sola esencia, una
substancia o naturaleza absolutamente simple; el Padre no procede de nadie, el Hijo
procede sólo del Padre y el Espíritu Santo procede igualmente del uno y del otro. Sin
principio y siempre sin fin, el Padre engendra, el Hijo nace y el Espíritu Santo procede.
Son consubstanciales, coiguales, igualmente omnipotentes y coeternos».
La fe de Francisco, sin rechazar nada de cuanto dice la Iglesia, tiene un sustrato popular
que la distingue de todas esas elucubraciones, pero que, al mismo tiempo, le hace intuir
su dimensión práctica. A la Trinidad la conocemos por sus actuaciones en favor nuestro;
por tanto, la aceptación de este Misterio, más allá de la aceptación conceptual de la fe, se
debe traducir en actitudes que lo hagan presente y operante.
Una de estas actitudes es la de anunciar al Dios trinitario como fuente de la que brota
nuestra salvación (1 R 21,2). La actividad constante de Francisco está marcada por el afán
de comunicar a todos los hombres, fieles e infieles, lo que para él constituía el núcleo de
su fe: la acción salvadora del Dios Trinidad (1 R 16,7).
Junto a esa necesidad de anunciarle, Francisco experimenta la de alabar y bendecir, dar
gracias y adorar al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre, Hijo y Espíritu
Santo (1 R 21,2; 23,10). Es una reacción lógica cuando se ha experimentado que la gracia
de la salvación brota de sus manos siempre que se los acoja con agradecimiento para
hospedarlos en nuestra persona como su habitación y morada (1 R 22,27).
La comunidad trinitaria tiene, pues, para Francisco una dimensión ejemplar. En ella se
miran los hermanos como un ejemplo de relación familiar, en la que su entrega mutua
hasta la unidad no les impide que sean absolutamente distintos (CtaO 50-52).

E.- EL DIOS PADRE


Dios no es un ser genérico, sino un nudo de relaciones personales. El Padre es el Padre
de Jesús y origen del Espíritu, y a Él van dirigidos nuestra fe y nuestro amor. Repetidas
veces recomienda Francisco que la oración fundamental del cristiano sea el Padrenuestro
(2CtaF 21). Sin embargo, cuando ora en solitario, raras veces llama Padre a Dios. Las
turbulentas relaciones con su padre, Pedro Bernardone, podrían inducirnos a pensar en
cierta compensación divina, sobre todo si tenemos en cuenta la narración de Celano sobre
el juicio ante el obispo que termina con la expresión: «Desde ahora diré con libertad:
Padre nuestro, que estás en los cielos» (2 Cel 12). Pero la realidad que nos ofrecen los
Escritos no parece apoyar esta tesis.
Para Francisco, Dios es Padre sobre todo en relación a su Hijo. En el Oficio de la Pasión,
que utilizaba para dirigirse a Dios, más que enseñarnos qué era el Padre para él, nos dice
lo que era para Jesús. Su experiencia de la filiación divina se remite a indicarnos la
relación filial del Hijo con el Padre. Para decirnos quién es el Padre, no nos revela sus
sentimientos, sino que apunta a los sentimientos de Jesús, pues el Padre es, en primer
lugar, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, como nos dice Pablo (2 Cor 1,3). Introducir
al hombre en esta comunicación divina es para Francisco motivo de asombro y temblor;
por eso, no duda en manifestar lo glorioso, santo y grande que es tener un Padre en el
cielo (2CtaF 54).
Dentro de la comunidad trinitaria, el Padre es el que toma la iniciativa de la Salvación. Él
es, de forma prioritaria, el Creador de todas las cosas espirituales y corporales (2 R 23,1).
Él es también el Redentor que hizo nacer a su Hijo de la Virgen María y quiso que su
muerte en la cruz fuera para nosotros motivo de salvación (1 R 23,3). Así mismo es el

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Consolador y Salvador definitivo (ParPN 1), que nos espera para acogernos en su seno al
final de los tiempos (1 R 23,4).
Aunque el Padre habita en una luz inaccesible (Adm 1,5), nos ha hecho presente su amor
por medio de su Hijo, que se convierte en Camino para llegar hasta Él (Adm 1,1). Por
tanto, el modelo de esta relación filial es el mismo Hijo que, desde la prueba y la gloria,
permanece abierto en fidelidad a la voluntad de Dios Padre.

F.- EL DIOS HIJO


El arte en general tuvo una importancia activa y decisiva en la formación de la imagen de
Dios en la religiosidad popular medieval, y esto es extensible también a la imagen de
Cristo. Muchos tímpanos y ábsides medievales nos ofrecen al Cristo glorioso que, sentado
a la derecha del Padre, se ha convertido en Juez de vivos y muertos. Imagen que inspira
un temor reverencial y que no está exenta de cierta manipulación por parte de las clases
dirigentes.
Otra imagen que acompaña a la de Cristo-Juez es la de Cristo-Doctor, rodeado de los
Apóstoles y ofreciendo al mundo el libro de la Palabra. Si a éstas añadimos la de Cristo
ascendiendo al cielo y enviando su Espíritu a los Apóstoles, tendremos una idea de la
dimensión trascendente con que contemplan al Señor los cristianos medievales. Una
visión, por otra parte, tradicional, que hace resaltar la divinidad de Cristo sobre su
humanidad.
Sin embargo, junto a esta imagen gloriosa de Cristo, aparece otra que la complementa.
Se trata de los grandes crucifijos que presiden el altar en las iglesias románicas. Imágenes
del crucificado que comienzan representando al Rey de la gloria y que, poco a poco, van
evolucionando hacia aspectos más dolorosos y humanos, en pleno paralelismo con la
espiritualidad. El Cristo de San Damián, tan determinante a la hora de cristalizar en
Francisco la imagen del Señor, ofrece una síntesis de esas dos tendencias; en él confluyen
el Rex gloriae y el Crucificado.
Por tanto, la imagen de Cristo que tiene Francisco es una imagen equilibrada del Dios-
hecho-Hombre, en la que no se acentúa ninguno de los dos polos. Contemplado siempre
dentro del ámbito trinitario, está en relación con el Padre y el Espíritu; lo cual no quiere
decir que lo sitúe en la lejanía de la trascendencia, sino que Jesús, el Hombre en el que se
hace presente la misericordia de Dios, participa de su divinidad.
Esto plantea los mismos problemas que surgieron a la hora de hablar sobre la realidad
bipolar de Dios, es decir, de su trascendencia e inmanencia. Pero si queremos seguir con
la misma metodología, tendremos que hacer necesariamente esta división.
a) Cristo el Señor
La expresión más corriente con que Francisco suele expresar la trascendencia del Hijo es
la utilizada en la liturgia: Por nuestro Señor Jesucristo. Con ella indica que Jesús es el
Dominus, el Señor que está sentado junto a Dios y que, lo mismo que el Padre, participa
de su divinidad.
La contemplación de Cristo dentro de la comunidad trinitaria le permite a Francisco
atribuir a las tres Personas las maravillas de la Salvación; de ahí que se lo imagine como
autor de la Creación, de la Redención -a través de su nacimiento, muerte y resurrección-
y de la Salvación escatológica. Es decir, que a Cristo le convienen los atributos de Creador
(Adm 5,2s), Redentor y Salvador (1 R 16,7). Por eso puede decirnos lo que es y significa
Dios trinidad para el hombre, Misterio que anuncia Francisco como fundamento esencial
de la fe.
El papel de Cristo en la Creación es el de Mediador (1 R 23,1.3), a través del cual el Padre
actúa. Mediación que no es sólo instrumental sino también ejemplar, sobre todo en
relación al hombre (Adm 5,1), y que lo convierte en el Primogénito de la creación (OfP

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15,4).
Por ser Creador es también recreador o Redentor de nuestra condición humana. Salvador
glorioso que libera de forma definitiva al hombre introduciéndolo en el ámbito de Dios
(1 R 16,7). Como Palabra del Padre (2CtaF 3), se comunica, hecho Hombre, a los hombres
para anunciarles su voluntad de salvación (2CtaF 4), aunque para ello tenga que pasar por
la noche de la cruz (2CtaF 11s). Pero Dios es el Padre fiel que no abandona, sino que
levanta a su Hijo de la muerte para sentarlo a su derecha, desde donde juzgará la historia
cuando llegue a su término (OfP 9,1-3).
Frente a un mundo satánico, caracterizado por la ceguera y la mentira, Cristo es para
Francisco la Luz (2CtaF 66), la Verdad (Adm 1,1), la Sabiduría (2CtaF 67), el único
Maestro (1 R 23,33-35). Por Él se nos revela la verdadera ciencia de Dios, que es capaz
de discernir lo conveniente para nuestra salvación; ciencia que se concreta y adquiere en
la recepción de la Eucaristía y en una conducta coherente con la fe (2CtaF 63-68). El re
descubrimiento de la sabiduría divina le llevó a buscarla de una forma obsesiva,
manteniéndose más bien indiferente ante la sabiduría humana (Adm 7).
Por cuanto Cristo es el Señor que tanto ha hecho por nosotros y nos espera como Juez
que tiene que juzgar la historia, la actitud de Francisco es la de adorarle con temor y
reverencia. Jesucristo es Señor porque es Hijo del Altísimo, y como Él merece la alabanza
y la bendición por los siglos (CtaO 3s).
b) Cristo el Siervo
Si Francisco contemplaba con verdadero estupor la divinidad de Cristo, mucho mayor era
su asombro al comprobar que este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y tan glorioso,
tomara la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad en el seno de la Virgen
María (2CtaF 4). Este acto de humillación lo percibe Francisco continuado en el tiempo
cuando diariamente viene el Señor desde el seno del Padre hasta nosotros en la humilde
apariencia del pan y del vino (Adm 1,16-18).
El hecho de la Encarnación convierte a Cristo en el Camino por donde nos llega la bondad
salvadora de Dios y por donde nosotros tenemos que caminar, siguiendo sus huellas, hacia
el encuentro con el Padre (Adm 1,1). Cristo es el Hijo amado por quien el Padre nos
muestra su amor y de quien recibe de forma adecuada ese mismo amor (1 R 23,5); por
tanto, es el centro de una doble mediación: del Padre a nosotros y de nosotros al Padre.
Esta actitud de intercesión aparece de una forma clara en el Oficio de la Pasión, en el que
la voz de Francisco deja paso a la de Cristo para que se dirija a su Padre; imagen de Jesús
orante que Francisco toma del Evangelio de Juan y en la que aparece la confianza absoluta
del Hijo, a pesar de su oscuridad y su angustia, en la voluntad de su Padre (OfP 1-5).
Este Hijo amado del Padre es, a la vez, el Hermano (2CtaF 56) que conoce nuestras
debilidades porque las ha sufrido en su propia carne; de este modo, además de ser Juez
es también el Intercesor (2CtaF 56), el Pastor y el Guardián que nos cuida y defiende (1
R 22,32). Dios se acerca a nosotros por medio de su Hijo; el que es Señor del universo se
hace esclavo y Servidor, imagen muy querida de Francisco, que no la toma del himno
kenótico de Pablo (Flp 2,6-11), sino del relato del lavatorio de los pies que trae Juan (Jn
13,1-18).
Jesús es el Siervo que, además de estar al servicio de los otros (Adm 4), se ofrece por
ellos, como Siervo sufriente, a través de algo tan oscuro y aparentemente ineficaz como
es el dolor (OfP 7,8s). La imagen del Siervo es historizada por Francisco hasta el extremo
de convertir a Cristo en Mendicante y Peregrino (1 R 9,5), figuras de la religiosidad
popular que no aparecen en los sinópticos. Pero el Siervo llega a lo más profundo de su
humillación al ser considerado como Gusano, imagen que no sólo aplica a Cristo, sino
también al hombre en pecado, aunque en distinto sentido (2CtaF 46).
Cristo, además de Pastor, es visto también como Cordero (CtaO 19); imagen

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comprensible por estar muy difundida por la liturgia y el románico. Baste recordar el
Agnus Dei de la misa y la decoración del culto ante el cordero del Beato de Liébana. Un
Cordero apocalíptico que manifiesta la gloria y el sufrimiento, y que para Francisco
representa tanto al Siervo sufriente como al Señor exaltado (AlHor 3). Un Siervo que no
se reduce a mero recuerdo, sino que expresa toda su actualidad cuando sigue
humillándose, como se ha mencionado antes, en el sacramento de la Eucaristía; misterio
que hace exclamar a Francisco: «¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el
Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse,
para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan! Mirad hermanos la humildad de
Dios y derramad ante Él vuestros corazones; humillaos también vosotros, para ser
enaltecidos por Él» (CtaO 27s). El Señor que está en la Eucaristía es el Hijo de Dios hecho
Siervo, que nos redime por la cruz y nos salvará desde su gloria a la derecha del Padre
(2CtaF 11s).
Entre las distintas imágenes que nos ofrece Francisco para expresar a Cristo como el
sacramento del Padre hay que colocar también la Palabra, puesto que, lo mismo que la
Eucaristía, es también para él un signo corporal del Hijo de Dios (CtaCle 3), que, a través
de su Espíritu, nos ofrece la vida (Test 13).
La consecuencia que saca Francisco de la contemplación kenótica de Cristo es su actitud
profunda de ser pobre y menor, dispuesto a servir a los demás; pobreza y minoridad que
tomarán cuerpo en el seguimiento itinerante y desarraigado de Cristo como pobre y siervo
sufriente.

G.- EL DIOS ESPÍRITU


La imagen de Dios como Espíritu que tiene Francisco participa de la confusión que
siempre ha tenido el pueblo, y que se manifiesta en su religiosidad a la hora de describir
la tercera Persona de la Trinidad. Aunque resulta aventurada la pretensión de averiguar
lo que entendían aquellos cristianos medievales por Espíritu Santo, lo que sí está bastante
claro es que Francisco no llegó a expresar con exactitud de términos teológicos, puesto
que no era teólogo, la profunda experiencia que tenía del Espíritu de Dios.
El término Espíritu tiene para él dos acepciones principales: la misma vida trinitaria
comunicada a los hombres, y la personificación de esta vida relacional en el Espíritu
Santo. El Espíritu de Dios es la vida íntima y familiar de las tres Personas que está más
allá de toda imaginación y sospecha humana. Es la vida que sorprende y desconcierta
cuando se hace presente, ya que ni se espera ni se presiente que pueda existir; es la
irrupción de la plenitud desbordando todo deseo; es, en resumen, la vida de Dios ofrecida
al hombre (Adm 1,1-7).
Si conocemos esa riqueza vital no es porque hayamos conseguido asomarnos a la
intimidad divina, sino todo lo contrario. Es esa misma intimidad la que se nos ha
desvelado en su acercamiento dinámico hasta nosotros (1CtaF 6). Sabemos lo que es Dios
por lo que ha hecho y sigue haciendo. Las grandes maravillas que ha obrado en nuestro
favor son el exponente de su realidad familiar. La Creación, la Redención y la Salvación
son acontecimientos que sobrepasan nuestras posibilidades y que, por tanto, sólo se
pueden atribuir al Espíritu de Dios (1 R 23,10).
Este Espíritu que llena de vida la divinidad es, además, una Persona. Por Ella el Verbo se
hace carne (OfP Ant 2); por Ella Cristo se hace presente en la Eucaristía y la Palabra
(CtaCle 2); por Ella nuestra persona se hace pobre morada de la Trinidad (2CtaF 48).
Sólo el Espíritu es capaz de hacer que participemos en la vida divina, obrando, en
consecuencia, el bien que Dios es y de quien solo procede (Adm 12,1s). Nuestra tarea se
limita a no entorpecer esta acción del Espíritu, ahogando el mal que brota de lo más
profundo de nuestro ser (1 R 17,14s), ya que, en definitiva, no somos capaces ni de ser

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agradecidos alabándole como se merece (1 R 23,5).
La inhabitación del Espíritu no se reduce a una mera presencia pasiva. Francisco lo
experimenta como el dador de vida (Adm 1,7), que le capacita para ser consecuente con
las exigencias del Evangelio. El Espíritu es el que hace comprender y ayuda a realizar lo
que Jesús viene a decirnos de parte del Padre: que nos dejemos transformar en hombres
nuevos, donde tengan cabida las actitudes de las bienaventuranzas, y olvidemos el modo
de comportarse del hombre viejo, que no conduce más que a la muerte (1 R 17,9-16).
El sentimiento que tiene Francisco a la hora de describir la acción del Espíritu es que su
presencia tiene como finalidad el modelar la imagen personal de Cristo en nosotros. Así
como la Virgen María es esposa del Espíritu Santo porque gracias a Él engendró en su
seno a Cristo (OfP Ant 2), así también nosotros nos convertimos en esposos del mismo
Espíritu cuando nos unimos a Jesucristo reproduciendo su vida en la nuestra (2CtaF 51).
El Espíritu Santo es, pues, para Francisco el que hace posible el derramamiento de la vida
divina sobre nosotros, abriéndonos los ojos y el corazón para que sigamos a Jesús en el
aprendizaje del vivir de Dios. En Jesús sabemos lo que es Dios para nosotros y lo que
nosotros tenemos que ser para Él, y esto sólo puede hacerlo el Espíritu del Señor (CtaCle
42).

4. EL DIOS SENSUAL
La imagen de Dios se completa con otros atributos menos utilizados, pero que indican la
riqueza tan variada con que lo experimentaba Francisco. De forma litánica, sobre todo en
el capítulo 23 de la primera Regla y en las Alabanzas al Dios altísimo, va desgranando
una a una todas las facetas desde las que ve y siente a Dios. Son como piedrecitas de un
gran mosaico, con las que construye su imagen de la divinidad; por desgracia, a nosotros
no nos ha llegado la clave de la composición.
Estos atributos menores, por llamarlos de algún modo, son también importantes porque
reflejan la proyección sensible de la experiencia divina, que no se reduce a
intelectualidad. Decir de Dios que es Hermosura, Gozo, Alegría, Fortaleza, Refrigerio, es
proclamar que no sólo llena la necesidad de sentido que tiene el hombre, sino que además
satisface la sed de los sentidos. Es decir que Dios es para Francisco el Todo, el que le
realiza de forma desbordante y le ofrece mucho más de lo que él pudiera ansiar y
sospechar.

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