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Théosis

Sobre el Hesicasmo
1. Padres del desierto --------------------------------------------------------------------------- 3

2. Escuela Sinaítica --------------------------------------------------------------------------- 83

3. Hesicasmo bizantino -------------------------------------------------------------------------121

4. Hesicasmo sirio --------------------------------------------------------------------------

5. Hesicasmo athonita --------------------------------------------------------------------------

6. Hesicasmo ruso --------------------------------------------------------------------------

7. Hesicasmo rumano -------------------------------------------------------------------------

8. Hesicasmo copto ------------------------------------------------------------------------

9. Escritos y autores contemporáneos -------------------------------------------------------

10. Magisterio de la Iglesia y -----------------------------------------------------------------


el Oriente cristiano

11. Cronología --------------------------------------------------------------------------------

12. Oraciones -------------------------------------------------------------------------------

13. Iconografía ------------------------------------------------------------------------------

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1. PADRES DEL DESIERTO

-Modelos del camino espiritual-


John Chryssavgis

Hay una oración eucarística del siglo IV, atribuida a Serafión de Thmuis que expresa lo que
para los primeros cristianos era el núcleo central de la experiencia de fe, y además, lo que
tal experiencia significaba para ellos. La oración se dirige a Dios: “Te suplicamos que nos hagas
realmente vivos” [1].

Todos nosotros conocemos el deseo profundo de estar realmente vivos. Todos hemos
sentido la necesidad de ser algo más que “simples sobrevivientes” o “simples observadores”
en nuestro mundo. A través de los siglos se ha tenido esta misma esperanza, este mismo
sueño. A veces estas esperanzas y estos sueños han sido y son aún guardados en lo íntimo,
silenciosamente. Otras veces han sido proclamados al exterior, públicamente. Es más, han
confluido en narraciones y dichos, transmitidos de generación en generación,
permitiéndonos a cada uno de nosotros entrar en contacto con su contenido de verdad de
modo personal y algunas veces paradójico. Por esto, las aspiraciones más nobles de los seres
humanos se pueden discernir en cualquier parte, o al menos en cualquier lugar donde las
personas hayan vivido y hayan buscado con honestidad.

Si estamos dispuestos a ir en búsqueda de estos auténticos seres humanos a través de la


historia, entonces los descubriremos, a veces, en lugares inesperados y en figuras no
convencionales. Un lugar donde hombres y mujeres buscaron intensamente el sentido
profundo y la plena medida de la existencia humana fue desde luego el desierto egipcio de la
primera cristiandad. Aquel árido desierto, a partir del siglo III hasta casi finales del IV, se
convirtió en el laboratorio en el cual explorar las verdades escondidas celestiales y terrenas,
y también un lugar en el cual se intentaba trazar entre ellas algunas conexiones. Los
eremitas que vivieron en aquel desierto experimentaron y exploraron los aspectos
significativos del ser humano, con todas las tensiones y las tentaciones, toda la lucha al
límite de la supervivencia, todos los encuentros con el bien y los encuentros con el mal. Al
hacerlo, algunos de ellos cometieron muchos errores. Otros cometieron menos. ¿Quién ha
afirmado alguna vez que a las preguntas de la vida se les dé una respuesta clara y simple? Sin
embargo, estos hombres y estas mujeres osaron forzar los límites, desafiar las normas. Sus
preguntas y las respuestas que se dieron las encontramos en algunas colecciones de
aforismos, o “dichos”, apophthégmata, como son llamados en el original griego.

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Hay algo más, además, que estos “dichos” traen a la luz. Los padres y las madres que
vivieron en el desierto egipcio nos recuerdan la importancia del contar, que por otra parte
hemos olvidado en nuestra época. Escuchar sus palabras y sus dichos, meditarlos en el
silencio y luego contarlos a otros, ayudaba a nuestros antepasados a vivir humanamente, a
ser más humanos, a permanecer verdaderamente vivos. Estas narraciones y dichos eran
medios por los cuales los ancianos del desierto mantenían un sentido de continuidad con su
mismo pasado, conservando vivo al mismo tiempo incluso el vínculo con las generaciones
futuras. Los relatos representan una forma crucial de comunicación para las personas de
todas las épocas y de todo lugar. Han tenido un rol formativo en períodos de gran
alfabetización como también de analfabetismo, gracias a su capacidad de trascender las
barreras de la edad, de la educación, del estatus social y de la cultura. Un buen día,
perdimos el interés en confrontarnos con estos relatos, y también la capacidad de
escucharlos, comprenderlos y narrarlos. En cierto punto, la vida se ha vuelto más rápida, y
las personas menos tolerantes a cuanto se da solamente con el tiempo y con dolor, con
escucha y con paciencia. Los relatos que nos llegan del desierto egipcio, no son simplemente
una parte del pasado cristiano, sino algo más. Son parte de nuestra herencia humana:
comunican valores eternos, verdades espirituales. El suyo es un silencio del corazón
profundo y de la oración intensa, un silencio que atraviesa los siglos y las culturas.
Deberemos frenarnos para escuchar aquel latido del corazón.

Algunas veces, en realidad, nos será necesario inclinarnos para poder percibir los sonidos
que provienen de su pasado. Ya que, al presentarnos algunos modelos del camino espiritual,
recurren a modalidades peculiares y a ejemplos extraños. De hecho, estas narraciones y
dichos no ofrecen simplemente modelos a imitar, sino testimonios de una plenitud y de una
libertad a la cual todos aspiramos. Estos relatos aparecen ciertamente extremos en algunos
aspectos y excéntricos en otros. El estilo de vida de aquellos habitantes del desierto era
radical y en muchos aspectos iconoclastas [ ] Sin embargo, estos son al mismo tiempo, y por
esta misma razón, absolutamente reparadores y plenamente liberadores.

En efecto, si bien puede no ser inmediatamente evidente para todos de qué modo entrar en
contacto con las palabras y los modos del desierto, sin embargo cualquiera que haya
experimentado algún aspecto del “desierto”, como por ejemplo alguna forma de soledad, o
bien de fracaso, derrumbamiento o ruptura –sea emotivo, físico o social- será capaz de
establecer las conexiones necesarias. Cada uno de nosotros ha conocido tiempos de
sequedad, momentos estériles y áridos en los cuales esperamos descanso y lluvia, en los
cuales permanecemos en la espera de esperanza y de vida. Son justamente estas experiencias
las que constituyen el contexto en el cual somos invitados a leer y a apreciar las palabras de
nuestros antepasados. Podría no ser fiel a la espiritualidad del desierto, o totalmente injusto

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el acercamiento que hagamos a los ancianos del desierto, si considerásemos su radical
retirarse del mundo y la mirada reconfortante sobre ellos a través de los lentes de nuestros
sufrimientos y heridas. Si esto pareciese disminuir su unicidad, entonces haríamos bien en
recordar que los padres y las madres del desierto probablemente no se habrían asombrado
para nada de tal perspectiva. En primer lugar, ellos esperaban que las personas se acercaran
a ellos con espontaneidad, tal como eran. Y, en segundo lugar, exigían que las personas se
abriesen a ellos con sinceridad, tal como vivían. Nuestros sufrimientos, nuestras heridas
tienen una eficacia notable para abrir la puerta a la autenticidad.

Lo que se requiere, entonces, no es una árida imitación del comportamiento y de los ideales
de los padres y de las madres del desierto. Sino más bien, acercarnos a sus relatos es una
invitación a encontrar la longitud de onda apropiada, aquella frecuencia sobre la cual somos
tocados y transformados por sus dichos. Los Dichos de los padres del desierto [1] no son ni un
informe biográfico de las vidas de los eremitas, ni una registración histórica de sus
enseñanzas. El concepto de “objetividad” no constituía la preocupación principal de cuantos
entraban en el desierto egipcio. Más bien, las palabras de estos eremitas egipcios se
asemejaban a destellos de luz, a centellas de fuego. Y el lector no debería ser ni
excesivamente impresionado ni tampoco distraído por comentarios. Sino, por el contrario,
quien lee debería ser iluminado, inflamado. Es crucial permanecer suficientemente abiertos,
ser suficientemente vulnerables a su austero pero no obstante sugestiva amonestación.

Cuando los visitantes, laicos o eremitas, llegaban a Egipto con el objetivo de encontrar a
uno de estos habitantes del desierto, siempre preguntaban: “Abba, dime una palabra”, o
bien: “Dime una palabra, amma, cómo puedo ser salvado”, o también: “Abba, dime una regla
de vida” [2]. Abba es el término copto para padre o anciano. Su correspondiente en griego es
ghéron. También un peregrino podía buscar el consejo de una amma, una madre espiritual. El
contexto fundamental interno en el cual las palabras -y quizás en el que también deberían
ser recibidas en el presente- de los abba y de las amma han sido registradas en el pasado es la
relación entre el padre o la madre espiritual y el hijo espiritual o el discípulo. Más adelante
se dirá algo más con respecto a esta relación. Por el momento, deberemos pensar en los
dichos como en mitos. Leerlos como relatos que tienen su poder, cada uno dotado de un
significado interior o de un secreto o de un mensaje.

El fin no es la imitación, sino la inspiración. Deberemos resistir a la tentación de dejar de


lado a estos ancianos como si fuesen anacrónicos. Como también a la tentación de aceptar
sus palabras y su mundo con un rosado romanticismo. Detrás de estos relatos hay mucho
más que una figura histórica que vivió ya hace muchos siglos. Detrás de estos dichos y de
estas historias está oculto el rostro mismo de Dios, que habla a cada uno de nosotros en el

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presente y por toda la eternidad. En cierto sentido, los dichos de los padres del desierto no
son un texto del pasado, del siglo IV o V. Se podría describirlo como un libro escrito para la
época futura. Ellos hablan a nuestra época presente: hablan de la experiencia de una nueva
vida, de una plenitud de la vida o de una vida renovada.

La colección alfabética de los dichos de los padres del desierto nos ofrece los perfiles
personales de ciento veinte abba y tres amma. En total, hay mil doscientos dos dichos
atribuidos a estos ancianos. En las páginas que siguen, los citaré abundantemente. El
propósito de este libro es de introducir a los lectores al mundo y al pensamiento de los
primeros padres y de las primeras madres del desierto, permitiendo algunas conversaciones
informales con algunas de entre sus figuras más representativas sobre los principios
fundamentales de sus pensamientos y de su estilo de vida. No colorearé ni me esforzaré en
revestir sus afirmaciones con el fin de hacerlas más apetecibles o digeribles. Sería injusto en
la confrontación con ellos y falso respecto a su mundo [ ] Más bien, dejaré que estos
ancianos sabios hablen en primera persona, reorganizando sólo sus palabras en categorías
que puedan sernos hoy más familiares. Es por este motivo que habrá abundantes citas de los
dichos mismos. Para comprender el fenómeno del desierto, es importante escuchar a los
que han transcurrido allí sus vidas. O más bien, que han renunciado a sus vidas para hacerse
presentes en aquella experiencia. Si bien el contenido del libro no intenta ser estrictamente
académico, no obstante su contexto es evidentemente de estudio. Desde aquí la invitación
al lector a seguir las sucesivas referencias sobre los argumentos específicos presentados. La
notable y reciente investigación literaria, así como los crecientes testimonios arqueológicos
sobre el lugar en el cual el fenómeno surgió, ha sido capaz de reconstruir numerosos
aspectos, proveyendo a los estudiosos las dimensiones religiosas, sociales, políticas,
culturales y artísticas de este período de la historia cristiana. Por esto, como quizás nunca se
haya verificado anteriormente, actualmente es posible explorar estos dichos y entrar en
contacto con estos ancianos de modo totalmente vivo y personal.

Si el fondo de este libro (su esqueleto) es el estudio, su intención (su corazón) es


ciertamente espiritual. En efecto, si es verdad que es abundante el número de perfiles
ofrecidos en los dichos, sin embargo todos ellos nos ofrecen esencialmente un único perfil:
el perfil de las cosas significativas de los seres humanos. Esta imagen aparecerá a veces
espantosa en algunos autores; en otras ocasiones, la misma imagen podrá aparecer
confortante. Ella, sin embargo, será casi siempre reconocible para cada uno de nosotros. A
fin de que esto suceda, tenemos necesidad de permanecer sentados silenciosamente en
compañía de estos dichos. Debemos entrar en nuestro desierto personal de quietud y retiro,

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y prestar una gran atención a las palabras y a los significados que esconden. Mi intención no
es el de hacer que los dichos sean pertinentes a nuestro tiempo y a nuestro modo de vivir -
ejercicio que se revela a menudo pueril, y que no hace más que distorsionar el texto
originario cometiendo una injusticia sea en su confrontación como en nosotros- sino que
será más bien el de poner a nuestro tiempo y a

nuestro modo de vivir en relación con los dichos. Al hacerlo tendré presente las palabras de
abba Poemen:

Buena es la experiencia; en efecto, ella pone a prueba a la persona. [3]

Abba Poemen dijo además: “Quien enseña sin hacer lo que enseña es semejante a una
fuente, que limpia y refresca a todos, pero no es capaz de purificarse a sí misma.” [4]

La mayoría de los dichos, de hecho, son atribuidos a este abba. Hay cerca de doscientos
nueve dicho que están bajo su nombre. El nombre “Poemen” deriva de la palabra griega
poimén que significa “pastor”, lo que podría explicar la razón por la cual gran parte de los
dichos hayan podido, en un primer momento, ser reunidos bajo este nombre genérico.

Poemen considera además que enseñar sin hacer, predicar sin practicar, es signo de
hipocresía:

Un hermano pregunta al abba Poemen: “¿Qué es ser hipócrita?” El anciano le responde: “Un
hipócrita es uno que enseña a su prójimo algo, sin hacer ningún esfuerzo por realizarlo él
mismo.” [5]

Al mismo tiempo, sin embargo, conforta otro dicho de este compasivo anciano:

Un hermano dijo a abba Poemen: “Si ofrezco a mi hermano un poco de pan o de alguna otra
cosa, ¿Qué sucede si los demonios estropean estos dones diciéndome que esto ha sido hecho
solo con el fin de complacer a las personas? El anciano le dijo: “Aunque fuese para
complacer a las personas, estemos siempre dispuestos a ofrecer cuanto podamos.” Les contó
la siguiente parábola: “Dos campesinos vivían en la misma ciudad. Uno de ellos sembraba y
segaba solo una pequeña y pobre cosecha, mientras que el otro ni siquiera sembraba y no
cosechaba absolutamente nada. Si sobreviene una carestía, ¿cuál de los dos encontrará algo
de lo cual vivir?” El hermano respondió: “Aquel que ha segado la pequeña y pobre cosecha”.
El anciano le dijo: “Así es para nosotros: sembramos un mísero grano, para no morir de
hambre”. [6]

Este libro ha sido escrito con la intención de sembrar una pequeña y pobre cosecha.

7
John Chryssavgis Al cuore del deserto Ed. Qiqajon. Comunità di Bose 2004 Págs. 5-15

[1] Este texto, en la llamada “colección alfabética”, es la base casi exclusiva de mis
observaciones. Cito en las notas a pie de página simplemente el nombre del anciano y el
número del dicho en esa colección. Sin embargo, he también modificado, frecuentemente y
significativamente, la traducción inglesa de Benedicta War (The Sayings of the Desert Fathers.
Alphabetical Collection, Cistercian Publications, Kalamazoo, 1975) en base a mis
interpretaciones del original griego. (La presente traducción ha sido efectuada sobre el texto
inglés. La edición completa de la colección alfabética de los apotegmas en italiano está
disponible en Vita e detti dei padri del deserto, a cargo de L. Mortari, Città Nuova, Roma
1996; se puede ver también Detti editi e inediti dei padri del deserto, a cargo de S. Chialà y L.
Cremaschi, Qiqajon, Bose 2002 – N.d.T)

[2] Sisoes 35, Antonio 19 y Elías 8. [3] Poemen 24 [4] Poemen 25 [5] Poemen 117.

[6] Poemen 51

-La invocación del Nombre y la oración continua en la vida de San


Antonio abad-
Noelle Devilliers

La invocación del Nombre.

Antonio encuentra su alegría en el Nombre de Aquel que ama, Nombre bendito que quema
como fuego, cura a los enfermos, libera de todo tipo de esclavitud. En el Nombre se
encierra una energía divina. El santo cuenta: “¡Cuantas veces [los demonios] me han
proclamado santo y yo los he maldecido en el nombre del Señor!” (Vida 39,2)

Y al diablo que se lamentaba porque por todos lados era combatido por los cristianos,
Antonio responde:

“Si bien tú eres siempre mentiroso y no dices nunca la verdad, esta vez, incluso sin quererlo
has dicho la verdad, porque Cristo ha venido y te ha hecho impotente, te ha abatido y

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despojado” (Vida 41,4)

Antonio curaba a los enfermos que venían a suplicarle que los curara invocando el nombre
del Señor:

“El demonio, reprendido en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, salió del hombre y
quedó curado” (Vida 63,3)

“Entonces Antonio se puso a orar e invocó el nombre de Cristo sobre ella y la niña se
levantó curada: el demonio impuro había salido de ella.” (Vida 71,3)

“Antonio no curaba a los enfermos dando órdenes, sino orando e invocando el nombre de
Cristo, de modo que fuera claro para todos que no era él quien obraba sino el Señor que por
medio de Antonio manifestaba su amor por los hombres y curaba a los enfermos” (Vida
84,1)

Comenzaba así a tomar forma, desde los orígenes de la vida monástica, la oración de Jesús.
La vida de Antonio nos ofrece sobre esto un testimonio luminoso y discreto, según el estilo
propio de la tradición oriental. Se puede incluso descubrir en las últimas palabras del santo a
sus discípulos el fundamento del método hesicasta que asociará la respiración a la invocación
del Nombre. Les dijo a ellos: “ respirad siempre a Cristo y tened fe en él” (Vida 91,5)

La oración continua.

Antonio recomendaba a sus hijos orar continuamente, como él antes que ellos había
aprendido a hacer. Su oración es incesante y está alimentada de las Escrituras de las cuales
nada se le escapa, prestando mucha atención a su lectura. En uno de los raros pasajes en los
cuales Antonio acepta hablar de sí mismo para transmitir a los discípulos su propia
experiencia espiritual, se narra lo siguiente:

“En realidad, ahora querría callar y no decir nada que viniera de mí mismo, ya que basta con
lo que se ha dicho. Pero para que no penséis que simplemente digo estas cosas por hablar,
sino para que convenzan de que lo hago por verdadera experiencia, por eso quiero contarles
lo que he visto en cuanto a las prácticas de los demonios. Tal vez me llamen tonto, pero el
Señor que está escuchando sabe que mi conciencia es limpia y que no es por mí mismo sino
por vosotros y para alentaros que digo todo esto.”

“¡Cuántas veces me llamaron bendito, mientras yo los maldecía en el nombre del Señor!
¡Cuántas veces hacían predicciones acerca del agua del Río! Y yo les decía: ¿Y qué tenéis que
ver vosotros en esto? Una vez llegaron con amenazas y me rodearon como soldados armados

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hasta los dientes. En otra ocasión llenaron la casa con caballos, bestias y reptiles, pero yo
canté el salmo: ‘Unos confían en sus carros, otros en su caballería, pero nosotros confiamos
en el nombre del Señor Dios nuestro’ (Sal 19,8), y a esta oración fueron rechazados por el
Señor. Otra vez, en la oscuridad llegaron con una luz fatua diciendo: ‘Hemos venido a
traerte luz, Antonio’. Pero cerré mis ojos, oré, y de un golpe se apagó la luz de los impíos.
Pocos meses después llegaron cantando salmos y citando las Escrituras. Pero ‘yo fui como
un sordo que no oye’ (Sal 37, 14). Una vez sacudieron la celda de un lado a otro, pero yo
oré, permaneciendo inconmovible en mi mente. Entonces volvieron e hicieron un ruido
continuo, dando golpes, silbando y haciendo cabriolas. Pero yo me puse a orar y cantar
salmos, y entonces comenzaron a gritar y lamentarse como si estuvieran completamente
agotados, y yo alabé al Señor que redujo a nada su descaro e insensatez y les dio una
lección.” (Vida 39)

Habitualmente Antonio calla. En la oración ya ha recibido “el mana escondido y una piedra
blanca sobre la cual está escrito su nombre nuevo, que nadie conoce fuera de quien lo
recibe” (Ap 2, 17), sin embargo, no puede ocultar los favores de los cuales Dios lo colma. A
menudo, durante la oración, su espíritu es raptado y sus compañeros preguntándole
insistentemente, buscan descubrir lo que le ha sido revelado. La narración de dichas visiones
están marcadas evidentemente por la cultura y la mentalidad de su tiempo, pero su mensaje
no ha envejecido.

Se nos muestra a través de ellas el drama de la redención y la insistencia sobre la necesidad


del combate espiritual. Antonio obtiene fuerzas nuevas por la oración y por la lucha
espiritual. A menudo, por otro lado, ellas se presentan como una respuesta a algunos
interrogantes o a algunas dificultades interiores.

“Tenía, además de todo esto, este carisma. Cuando habitaba en soledad sobre el monte, si
por casualidad, buscaba algo en su interior y si tenía una dificultad, le era revelado en la
oración por la Providencia. Como dice la Escritura: ‘el bienaventurado será instruido por
Dios mismo’.

Acto seguido tuvo una discusión con algunos que habían venido a encontrarse con él, a
propósito de la conducta del alma y de cuál sería su morada después de esta vida. A la noche
siguiente, alguien lo llamó de lo alto y le dijo: “Antonio, levántate, sal y mira”. Antonio
salió –sabía en efecto a quien le convenía obedecer- elevó la mirada y vio a lo lejos un
gigante deforme y terrible, que estaba de pie y llegaba hasta las nubes y a algunos seres que
parecían alados y subían hacia lo alto. El gigante tendía las manos y a algunos les impedía
subir pero otros volaban sobre él, lograban pasar y eran transportados hacia lo alto sin
trabajo. Y esto le hacía rechinar los dientes en contra de ellos, en cambio se alegraba por

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aquellos que caían. Y rápidamente llegó a Antonio una voz que decía: “Comprendes lo que
ves”. Entonces, se le abrió la mente y comprendió que se trataba del pasaje de las almas y
que aquel gigante de pie era el Enemigo, envidioso de los creyentes, que tenía poder sobre
aquellos que le estaban sometidos y no les dejaba pasar pero no podía retener a aquellos que
no le habían obedecido y ellos lograban pasarlo.

Como prevenido por esta nueva visión, luchaba aún más en progresar cada día. Hablaba a
regañadientes de estas cosas pero dado que permanecía orando por mucho tiempo y esto
sorprendía, sus discípulos lo interrogaban y no lo dejaban en paz hasta que fue obligado a
hablar como un padre que no puede esconder nada a sus hijos. Si bien pensaba que su
consciencia estaba limpia y que sus relatos serían útiles porque con ellos aprenderían que el
fruto de la vida ascética es bueno y las visiones a menudo son una consolación en medio de
las fatigas.” (Vida 66)

Para saber algo más sobre el modo de orar de Antonio, podemos referirnos a las
Conferencias de Casiano, que relata el testimonio de abba Isaac:

“Para darles a entender qué es la verdadera oración, les relataré algunas palabras que no son
mías, sino del bienaventurado Antonio. Lo he visto permanecer por tanto tiempo en
oración que a menudo los primeros rayos del sol lo sorprendían en éxtasis y lo he escuchado
exclamar en el fervor de su espíritu: “Oh sol, ¿por qué vienes a distraerme? Surges
rápidamente para apartarme del resplandor de la verdadera luz”

Suya es también esta palabra celestial y más que humana:

“La oración no es perfecta –decía- si el monje tiene conciencia de sí y sabe que está orando”.

También Evagrio Póntico evoca este grado elevado de oración: “el alma va hacia su Señor y
raptada por el amor supremo recibe la gracia de emigrar de esta tierra. ¿Qué cosa hay más grande que
conversar con Dios?” Afirma Evagrio:

“Cuando tu intelecto, en un gran deseo de Dios, poco a poco sale –por así decir de la carne
y echa todos los pensamientos de la sensibilidad, del recuerdo y del temperamento, y tú te
sientes lleno de temor y al mismo tiempo de alegría, entonces puedes pensar que te has
acercado a los confines de la oración.”

Evagrio subraya sobre todo la renuncia a todo pensamiento, Antonio la renuncia a todo
replegamiento sobre uno mismo. Según Isaac el Sirio el rapto de amor es un privilegio
rarísimo, pero él asegura que Antonio lo tuvo como un don de Dios. Afirma Isaac:

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“Solo un hombre entre diez mil puede volverse digno de la oración espiritual. Esta es un
misterio propio de la vida futura, ya que la naturaleza es elevada a lo alto y termina todo
movimiento suscitado por el recuerdo de las cosas de la tierra. El alma no reza una oración,
sino que percibe las cosas espirituales del mundo futuro, cosa que sobrepasa la inteligencia
humana y que es debido a la acción del Espíritu.

Se trata de una mirada espiritual y no de la recitación o de la invocación de una oración. Esta


comienza por la oración. Ya que tales hombres han alcanzado la perfección de la pureza y no
hay instante en los cuales sus movimientos interiores no estén en oración, como he dicho
más arriba. Y cada vez que el Espíritu los escruta los encuentra en oración y por ella los
conduce a la Theoria, es decir, a la visión espiritual. Pero no teniendo necesidad de largas
oraciones o de tiempos de oración prefijados y ordenados – es suficiente para ellos el
recuerdo de Dios que a menudo les arrastra al amor como prisioneros-. Sin embargo, no
dejan en absoluto de cumplir con las oraciones establecidas, por el contrario, le hacen honor
estando de pie las horas fijadas más allá de a su vez perseverar en la oración continua.
Vemos, en efecto, que san Antonio percibe que su mente estaba elevada mientras estaba en
oración a la hora nona.”

Noelle Devilliers, Antonio y la lucha espiritual. Ed. Qiqajon.

-La enseñanza dada al hermano Juan sobre la meditación secreta-


Abba Filemón
(Un raro texto árabe-copto medieval sobre la oración de Jesús)

Premisas

Este breve texto presenta una especie de síntesis de la espiritualidad filocálica y proviene
casi con seguridad de los monasterios del Bajo Egipto, pudiendo remotantarse a la mitad del
siglo VI.

Al texto árabe corresponde, en la edición griega, 62 líneas sobre un total de 787, lo cual
equivale a menos del 8 % del texto integral. A grandes líneas, se trata de la sección E (y del
inicio de la sección 1). El copista copto (o mejor dicho, quien le pidió la transcripción, el
superior de Deir al-Muharraq) ha transcripto solo esta mínima parte, aquella que contenía

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las únicas dos citas sobre la oración de Jesús.

Las palabras claves del texto pueden ser reagrupadas en dos: por un lado, la meditación
secreta (6 veces), la hesiquía (2 veces) y la nepsis (4 veces); por otro lado, el corazón (8
veces), el espíritu (5 veces) y el pensamiento (4 veces). Un dato relevante es que todas estas
palabras son justamente los términos esenciales de la antología constituida por la Filocalia y
estas dos páginas del copista copto representan verdaderamente la quinta esencia de la
Filocalia.

Cabe señalar también la importancia atribuida a la oración de las Horas, notándose que ésta
no es absolutamente eliminada o sustituida por la oración de Jesús. Estas anotaciones nos
permiten intuir que el texto proviene de una tradición (la macariana) semieremítica en la
cual el oficio comunitario tenía una gran importancia y ejercía el rol de sostén para el monje
agotado por la oración solitaria y en el cual la eucaristía dominical (con la correspondiente
vigilia) era ya costumbre.

EL TEXTO:

1Un hermano de nombre Juan, que venía de la región de la costa, acercándose al santo y

gran abba Filemón y abrazándoles los pies, le dijo: 2¿Qué debo hacer, padre, para salvarme?
3Porque veo que mi intelecto vaga por aquí y por allá, y va hacia aquello que no debe.

4Y aquel, tardandose un poco en contestar, le dijo: “esta pasión es propia de aquellos que

permanecen en el mundo y no tienen aún el perfecto deseo de Dios. 6En efecto, no ha


llegado todavía a ti el calor del deseo y del conocimiento de Él. 7Le dijo el hermano: "¿Qué
debo hacer, padre?".

8Él le dijo: "Ve, y por algún tiempo has una meditación secreta en tu corazón, 9que pueda

purificar tu intelecto de estas cosas. 10 Y el hermano, no conociendo cómo hacer lo que se


le había dicho, dijo al anciano: “Padre, ¿Qué es la meditación secreta?”

11Y le dijo: “Ve, permanece sobrio en tu corazón, y di sobriamente en tu mente, con temor

y temblor: 12"Señor Jesucristo, ten piedad de mí".13 El beato Diádoco, en efecto, enseña así a
los principiantes. 14 Fue entonces y, con la ayuda de Dios y la oración del padre, recogiose
en la hesiquía, 15 llenándose pronto de dulzura, con esta meditación.

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Pero dado que ésta improvisadamente se retiró de él y ya no podía con sobriedad
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cultivarla y orar, volvió al anciano y le contó lo que le había sucedido. Y él le dijo:
“He aquí, por un breve tiempo has conocido los pasos de la hesiquia y de su realización,

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y has experimentado la dulzura que de ella deriva. Ten pues esto siempre en tu
corazón: sea que comas sea que bebas, sea que te encuentra en compañia de alguien, sea que
estés fuera de la celda o vayas por algún camino, 21no te olvides de hacer esta oración con una
22
mente sobria y un intelecto estable, no te olvides de salmodiar y de meditar oraciones y salmos. Y
también cuando tengas alguna necesidad que tu intelecto no sea perezozo en meditar secretamente y en
orar. 23Así podrás comprender la profundidad de la divina Escritura y del poder que en ella
se esconde, 24 dando al intelecto un incesante trabajo, para cumplir el dicho apostólico que
prescribe: “Orad incesantemente” (lTs 5,17).

23 Presta atención, pues, pon cuidado y custodia tu corazón, para que no acoga

pensamientos malos, vanos e inútiles. 26Sino que siempre, cuando duermas y cuando te levantes,
cuando comas y cuando bebas o cuando estés acompañado, 27en secreto, mentalmente, que tu corazón
permanezca meditando los salmos y orando: “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí!”

28Y también, cuando cantes los salmos, presta atención en no decir palabras con la boca

mientras tu mente se distrae en otras cosas. 29 El hermano preguntó entonces: “En el sueño
yo veo muchas fantasías vanas”. 30Y el anciano le dijo: “No seas perezoso ni pusilánime, y
antes de acostarte has muchas oraciones en tu corazón y resiste a los pensamientos, 31 para
que no seas movido por la voluntad del diablo y así Dios te acoga.

180Aunque tú, por ahora, no puedas combatir así, sin embargo permanece siempre en la

meditación secreta. 181 Y sé solícito en cumplir las horas diurnas y las oraciones fijadas por los
santos padres: tercia, sexta, nona y vísperas.

182 Y sé solícito también en cumplir las liturgias nocturnas. 183Observa con toda tus

fuerzas el no hacer nada solo para complacer a los hombres, 184ni enemistarte nunca con tu
hermano, para que no te separes de tu Dios.

14
-Los orígenes de la oración de Jesús en el monacato egipcio del
siglo IV-
Samir Kalil Samir

En un estudio reciente sobre los orígenes de la oración de Jesús, K. Ware ha distinguido


cuatro elementos principales de esta oración:

1. Devoción hacia el santo nombre “Jesús”, que se considera que actúa de modo
semisacramental como fuente de poder y de gracia.

2. Invocación de la misericordia divina, unida a un intenso sentimiento de compunción y de


dolor interior (pènthos).

3. La disciplina de una frecuente repetición.

4. Búsqueda de silencio interior o quietud (hesychia), es decir, de una oración privada de


imágenes y no discursiva.

Agrega además que los últimos tres elementos se encuentran en las fuentes monásticas
egipcias del siglo IV, y da algunos ejemplos. Por esto, concluye su breve investigación
diciendo: “El verdadero y propio inicio de la particular espiritualidad de la oración de Jesús
debe ser tomada del siglo V más que del siglo IV”. Con razón afirma que es Diádoco de
Fótice, en la segunda mitad del siglo V, quien es considerado el auténtico “catalizador” de
esta espiritualidad. Pero Diádoco es a su vez fuertemente deudor de dos monjes que
vivieron en el Bajo Egipto en el siglo IV: Evagrio y Macario. Por consecuencia no nos
separamos del flujo del monaquismo egipcio de Escete. Busquemos ver de dónde ha partido
y cómo se ha desarrollado.

La invocación del Nombre en la fórmula monológica

1. Sabemos que el tema de la oración continua, basada sobre la orden del apóstol: “orad
incesantemente” ( 1 Ts. 5, 17), era una de las preocupaciones más grandes de los padres del
desierto. Para alcanzar este fin, desde el siglo IV, los monjes de Egipto advirtieron la
necesidad de hacer una oración simple y repetitiva, la oración “monológica”, que consiste en
el repetir incesantemente la misma fórmula. Cada anciano tenía su propia fórmula
preferida, o incluso varias fórmulas consideradas idóneas.

2. Algunas de estas fórmulas contenían la invocación del Nombre de Jesús. No se trata aún

15
de una fórmula estereotipada, y menos aún de una fórmula única que excluía a todas las
otras; es sólo una fórmula entre tantas. Parece que este uso hizo su aparición entre los
monjes egipcios hacia la mitad del siglo V. Esto se encuentra ampliamente atestiguado entre
los padres del desierto, en el Bajo Egipto. Pero es atestiguado también en el Alto Egipto, en
el Monasterio blanco, cercano a Shenuda, por ejemplo, muerto en el 466 con más de cien
años.

3. Las excavaciones de las Celdas atestiguan también la importancia de la oración de Jesús


en el siglo VI, en otras regiones del Bajo Egipto. Antoine Guillaumont ha encontrado una
inscripción copta, escrita con yeso ocre, que se puede remontar a aquel período.

4. En la misma época, en el desierto de Gaza, dos monjes de origen egipcio serán los
difusores de la oración de Jesús: Barsanufio (de nombre típicamente copto) y Juan de Gaza.
Permanecen por otra parte fieles a la tradición egipcia que rechaza una única fórmula
monológica y proponen una variedad de fórmulas, como por ejemplo: “¡Señor Jesucristo,
ten piedad de mí!”, o bien, “¡Jesús ayúdame!” o también “Jesús, Maestro, protégeme y ven
en ayuda de mi debilidad”, o “Señor Jesucristo, sálvame de las vergonzosas pasiones”.

5. Su discípulo predilecto, Doroteo, fundará hacia el 540 un monasterio no lejano de Gaza.


En sus Enseñanzas y sobre todo en su Vida de Dositeo, Doroteo enseña a Dositeo a repetir
incesantemente, alternándolas, estas dos fórmulas: “Señor Jesucristo, ten piedad de mi” e
“Hijo de Dios, ayúdame”.

En definitiva, los investigadores son unánimes en reconocer que el uso de la oración de


Jesús era bien conocido por los monjes de Egipto, si bien no se puede afirmar que haya
surgido de ellos.

6. Según K. Ware es el Abba Filemón que por primera vez une en una sola fórmula las dos
fórmulas de Doroteo, dirá: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí”. Ésta se
volverá la fórmula por excelencia de los monjes bizantinos.

Este Abba Filemón es prácticamente desconocido. El mismo Nicodemo el Hagiorita que


compiló la Filocalia en el siglo XVIII, escribe: “la investigación no está claro en qué tiempo
él ha florecido.” Sabemos que Filemón vivió en Egipto, más precisamente en el Bajo Egipto,
en el desierto de Escete, no lejos de la “Laura de los Romanos” (Deir as-Suryan) [ ]. Luego
entró con su amigo el beato Pablo a la Laura de san Juan el Enano y de Juan Colobos, un
pequeño monasterio copto cercano a Deir as-Suryan. Fue autor de un famoso texto que fue
editado tres veces en griego en la Filocalia: “Discurso utilísimo” (Lògos pàny aphèlimos). En la
sección E de este texto encontramos “La enseñanza dada al hermano Juan sobre la

16
meditación secreta” (melète kryptè:

la expresión se repite cinco veces) y trata sobre aquella que más tarde será llamada Oración
de Jesús: “Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí” (347,21-348,33).

La oración de Jesús se encuentra dos veces en el texto griego de Filemón, y es precisamente


esta página la que ha sido traducida en árabe, excluyendo el resto, esto es más del 92 % del
texto. Felizmente el texto griego presenta dos fórmulas diversas. La primera se trata de la
fórmula simple: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”, mientras que en la segunda se
encuentra una fórmula más desarrollada: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de
mí”. Este agregado, según la noticia de K. Ware, aparecería aquí por primera vez en la
historia. Nosotros nos podríamos preguntar si Filemón fue verdaderamente el promotor (en
cierto sentido el inventor), porque no la menciona en la primera vez que aparece la
fórmula.

7. Creo que el texto árabe puede proveer una nueva luz a esto. He aquí en efecto la
traducción literal de los dos textos árabes correspondientes a estos versículos: “Oh nuestro
Señor Jesucristo, ten piedad de mí” (no 12), y “Oh mi Amo Jesucristo, ten piedad de mí” (no 27). Los
términos en cursiva corresponden al griego Kyrie emòn e Déspota mou, con la particularidad
que también en la primera fórmula encontramos el singular “ten piedad de mí”, cuando se
habría podido esperar un plural “ten piedad de nosotros”. De cualquier modo, no
encontramos el agregado “Hijo de Dios”. Es posible pensar que este agregado no es original,
del momento en que no se encuentra en la versión árabe y tampoco en la primera fórmula
del texto griego. Ya que no conocemos algún manuscrito griego antiguo de este texto
(ignoro si se posee uno anterior al siglo XIV), es muy posible que el agregado sea obra del
copista bizantino, impulsado por el hábito: la fórmula desarrollada era en efecto ya
corriente para algunos monjes bizantinos. No se entendería de otro modo por qué se
equivocó el monje copto de Deir al-Muharraq, que copió este texto en 1386, al haber
deliberadamente suprimido una expresión tan bella y que además corresponde tan bien a la
sensibilidad espiritual de los coptos (o, si se prefiere, al acento “monofisita”).

8. Continuando el itinerario histórico-geográfico, la oración de Jesús pasa, en el siglo


siguiente, de Gaza al Sinaí. En el siglo VII la encontraremos en Juan Clímaco, el célebre
autor de la Escala que tuvo un enorme éxito en todas las tradiciones del oriente cristiano y,
más tarde, también en occidente.

Conclusión

1. Así, en este caso puntual, el texto árabe parece haber conservado la fórmula original. Por

17
consecuencia, Filemón no sería el primer autor en proponer la oración de Jesús en su
fórmula ampliada. Repentinamente, la reticencia que uno u otro estudioso ha podido
alimentar en ubicar a

este autor en el siglo VI, quizás a causa de la presencia de esta fórmula desarrollada, podría
desaparecer.

2. A cualquier conclusión se llega considerando estos dos detalles (cronológico y


redaccional) – que no son ciertamente de poca importancia- la “Vida” de abba Filemón,
como se presenta hoy en el texto griego, permanece como un documento excepcional. En
pocas páginas recoge lo esencial de la tradición hesicasta, con extrema simplicidad y gran
profundidad. Es un joyita de la literatura monástica, que merecería una edición crítica, con
traducciones y sobre todo un buen comentario, dado que este texto no ha sido aún objeto
de un estudio profundo. Esto es un augurio que alguien no especialista en la Filocalia se
permite pronunciar dirigiéndose a los especialistas, mientras les agradece por haberle
ofrecido la ocasión de gustar este pequeño y precioso texto.

3. Para terminar, querría ofrecer mi sencillo testimonio como copto que soy (y de mi ser
jesuita que me ha ayudado a encontrar y profundizar en mis raíces) con respecto a la oración
de Jesús.

Quince días después de haber dado esta conferencia, me encontraba en el Cairo en la


Maktabat al-Mahabbah (famosa librería copta-ortodoxa situada bajo nuestro Deir di Shoubra)
cuando un joven copto, devoto como lo son aún muchos jóvenes en esta iglesia, me entrega
un cartoncito verde (mm 47 x 96) con una mirada intensa y se va. Entrando en Deir, leo lo
siguiente, escrito en árabe: Ya habibi Yasu al-hulw, ana uhibbuka! ("Oh mi amado Jesús, el Dulce,
yo te amo"). En letras más pequeñas se podía leer esta rúbrica: Karrir hadhihi l-salwah asharat
al- marrat yawmiyyan! ("Repite esta invocación decenas de veces al día"). La oración de Jesús, en
su forma no estereotipada típica del monaquismo egipcio más primitivo, está viva aún hoy
en Egipto, en la iglesia copta.

18
¡Señor, enséñanos a orar! (Lc 11,1)
P. Gabriel Bunge

“¡No te contentes de hablar solo con complacencia de las obras de los


padres, sino exige también a ti mismo realizar las mismas obras,
sometiéndote a duras fatigas!” Evagrio Póntico

Actualmente, en ambientes eclesiales, se siente a menudo la lamentación: “La fe se evapora


rápidamente”. A pesar de haber un “compromiso pastoral” nunca visto hasta ahora, en
muchos cristianos la fe parece efectivamente “enfriarse” (cf. Mt 24, 12) o, dicho en un
modo un poco más crudo, parece justamente “evaporarse”, volatilizarse. Se habla de una
gran crisis de fe, tanto del clero como de los laicos.

A esta pérdida de fe, tan frecuentemente deplorada especialmente en Europa occidental, se


contrapone, sin embargo, una realidad a primera vista paradójica: este mismo occidente
produce, al mismo tiempo, un enorme flujo de literatura teológica y, sobre todo, espiritual,
que de año a año se amplía con miles de nuevos títulos. Ciertamente, entre estos se
encuentran muchas “moscas efímeras” que duran un día, según la moda del momento, y que
son producidos solo para el mercado. También, son editadas con método crítico y
traducidas en todas las lenguas europeas numerosas obras clásicas de la literatura espiritual,
por lo cual el lector moderno dispone de un patrimonio de literatura espiritual que el
hombre de la antigüedad ni siquiera habría osado soñar.

Si no fuese, pues, por la disminución de la fe de la cual se ha recién hablado, esta abundancia


debería ser valorada como signo de un florecimiento de la vida espiritual como nunca se ha
visto en el pasado. En cambio, esta marea de libros resulta, más bien, el testimonio de una
búsqueda inquieta, que no obstante, de cualquier modo, no alcanza el objetivo. Muchos
leen estos escritos, admiran también la sabiduría de los padres, pero en su vida personal no
cambia nada. De alguna manera, se ha perdido la llave para acceder a estos tesoros de la
tradición. La ciencia habla aquí de una ruptura de la tradición (Traditionsbruch), que ha abierto
bruscamente una ruptura entre el presente y el pasado.

Muchos advierten esto, incluso si después no son capaces de formular el problema como tal.
Un sentimiento de insatisfacción se extiende siempre más. De esta crisis espiritual se busca
un camino de salida, que muchos, en nombre de un ecumenismo entendido en un sentido
como nunca dado, piensan

encontrar en una apertura en las relaciones con las religiones no cristianas. La oferta de
“maestros” de las más diferentes escuelas les facilita, de modo inesperado, este paso más allá

19
de la propia religión. De la misma manera, un colosal mercado de literatura que va de lo
“espiritual” a lo “exotérico” salen al encuentro a los que buscan hambrientamente. Y muchos
creen encontrar allí lo que en el cristianismo habían buscado en vano, o mejor, como ellos
dicen, lo que no había nunca habido en él.

No es en absoluto nuestra intención combatir contra este tipo de “ecumenismo”. Solo al


final formularemos algunas preguntas y esbozaremos brevemente la respuesta que los padres
habrían ciertamente dado a ellas. La intención de estas páginas es la de dar una auténtica
respuesta cristiana a la búsqueda espiritual de muchos creyentes y, precisamente, una
respuesta “práctica”, en la cual describiremos un “camino” –fundamentado en la Escritura y
en la primitiva tradición- que permita a un cristiano “practicar” su fe de una manera
conforme al contenido de la fe.

A la perpleja pregunta sobre el motivo por el cual la fe, no obstante todos los esfuerzos por
vivificarla, se desvanece en un número cada vez mayor de cristianos, se puede dar una
respuesta muy simple, que quizás no contiene toda la verdad sobre las causas de la crisis,
pero que indica un camino de salida: la fe se desvanece cuando ya no es más practicada de
modo conforme a su esencia. Con el término “praxis” no nos referimos, aquí, a las múltiples
formas de “compromiso social” que desde los tiempos antiguos son expresiones naturales
del ágape cristiano. Por más que sea algo esencial, este hacer “hacia el exterior” se vuelve
superficial, una suerte de fuga en el activismo, y tiende incluso a una forma sutil de akedía,
de acedia [1], cuando a esto no corresponde un hacer dirigido “hacia el interior”.

El “hacer interior” por excelencia es la oración, en toda la plenitud de significado que este
concepto tiene en la Escritura y en la tradición. “Dime cómo oras y te diré en qué cosas
crees”, se podría decir, parafraseando un conocido proverbio. En la oración, en la “praxis”
de la oración, se vuelve visible en qué consiste la esencia del cristiano y cómo el creyente se
sitúa en las relaciones con Dios y con el prójimo.

Exagerando, se puede decir: sólo en la oración el cristiano es verdaderamente él mismo.

Cristo mismo da de esto la mejor demostración. En efecto, su ser, su singular relación con
Dios, que él llama “mi Padre”, ¿no se manifiesta justamente en su oración, tal como la
presentan los sinópticos, de manera discreta, y Juan con gran realce? Los discípulos han
entendido esto, y cuando le han pedido: “¡Señor, enséñanos a orar!”, Jesús les ha entregado
el “Padre nuestro”. Aún antes que tuviesen un Credo como compendio de la fe cristiana, este
simple texto resumía, justamente en forma de oración, la esencia del ser cristiano, o para
decir mejor, aquella nueva relación entre Dios y el hombre que el Hijo unigénito de Dios ha
creado en su propia persona. Esto no ha ciertamente sucedido por casualidad.

20
***

Según las enseñanzas bíblicas, el hombre ha sido creado “a imagen de Dios” (Gen 1, 27), es
decir, como los padres interpretan con mucha profundidad, “como imagen de la imagen de
Dios” (Orígenes), del Hijo, que sólo es, en sentido absoluto, “imagen de Dios” (2 Cor 4,4).
Pero el hombre está destinado a ser “imagen y semejanza de Dios” (Gen 1, 26). Él está
pensado en base a un devenir: del ser “a imagen de Dios”, a llegar a alcanzar el estado –
escatológico- de la semejanza con el Hijo (1 Juan 3,2).

Por la creación “a imagen de Dios” resulta que la naturaleza más íntima del hombre consiste
en un estar-relacionado con Dios (Agustín), según la analogía de la relación que existe entre
un prototipo y su imagen. Sin embargo, esta relación no es estática, como puede ser la que
se da entre el sello y la impresión, sino viva, dinámica y se realiza plenamente sólo en el
devenir.

Concretamente, para el hombre esto significa que –por analogía con su Creador- él posee
un rostro. Dios, que es persona en sentido absoluto y el único que puede crear un ser
personal, posee un “rostro”, este es su Hijo unigénito: por este motivo los padres
equiparaban sin dificultad la expresión bíblica “imagen de Dios” y “rostro de Dios”. Del
mismo modo también el hombre, creado como ser personal, posee un “rostro”.

El rostro es aquel “lado” de la persona que se dirige hacia otra persona cuando entra con esta
en una relación personal. Al final de cuentas, “rostro” significa estar-vuelto-hacia. Sólo una
persona puede, en sentido propio, tener realmente “otro de frente” hacia el cual se dirige o
del cual desvía la mirada. El ser persona – y para el hombre esto significa siempre volverse
persona- se realiza en el estar de frente, “cara a cara”. Por este motivo Pablo pone en
comparación nuestro actual conocimiento indirecto de Dios – “por medio de un espejo en
forma enigmática”- con el estado escatológico de perfecta bienaventuranza en el
conocimiento “cara a cara”, en el cual el hombre “conoce del mismo modo en el cual él es
conocido” (1 Cor 13, 12).

Esto que aquí se ha dicho de la naturaleza espiritual del hombre encuentra su expresión
también en su ser físico. Es sobre el rostro físico en efecto que se refleja la naturaleza
espiritual. Volver el propio rostro hacia otro o bien por él desviarlo intencionalmente no es
un fenómeno en sí indiferente, como cada uno sabe por la experiencia cotidiana, sino es más
bien un gesto de profundo significado simbólico. Indica, en efecto, si nosotros queremos
entrar en una relación personal con otro o bien si se la queremos negar.

Este estar orientados hacia Dios encuentra sobre la tierra su más pura expresión en la

21
oración, cuando la creatura se “dirige” a su Creador, vale decir, cuando quien ora “busca el
rostro de Dios” (Sal 26, 8) y pide que el Señor “haga brillar su rostro sobre él” (Sal 79, 4).
En estas y otras expresiones semejantes del libro de los salmos, que no son en absoluto
simples metáforas poéticas, se expresa la experiencia fundamental del hombre bíblico, Para
el cual Dios no es en absoluto un principio abstracto e impersonal, sino una persona en
sentido absoluto: un Dios que se vuelve hacia el hombre, que lo llama a sí y quiere que
también el hombre se vuelva hacia él. Y el hombre hace esto, en la forma más pura,
justamente en la oración, en la cual él “se pone ante Dios” en alma y cuerpo.

***

Habiendo dicho esto volvemos nuevamente al tema verdadero y propio de estas páginas: la
“praxis” de la oración. “Aprender del Señor a orar”, por eso, orar, como hacía el hombre
bíblico y nuestros padres en la fe, significa no solo hacer propios determinados textos, sino
también hacer propio todos aquellos métodos, formas, gestos en los cuales tal oración
encuentra su expresión adecuada. Esta era sin duda la convicción de los mismos padres, para
los cuales no se trataba para nada de una exterioridad ligada a una determinada época
histórica. Al contrario, ellos prestaron siempre mucha atención a estos temas, que Orígenes
lo sintetiza de este modo al final de su escrito Sobre la oración:

[A continuación de lo que ha sido dicho] no me parece fuera de lugar profundizar el


problema de la oración; tratar con mayor penetración el argumento sobre el
comportamiento [exterior] y sobre las disposiciones [interiores] que deben estar en el
orante; sobre el lugar donde es necesario orar; sobre qué dirección se debe dirigir en cada
caso la mirada; y así también sobre el tiempo idóneo o preferible para la oración, y de otras
cosas semejantes.[2]

Orígenes, provisto de citas bíblicas, deja claro rápidamente que, en realidad, estas preguntas
no están en absoluto “fuera de lugar”, más bien, nos vienen dadas por la misma Escritura.
También nosotros queremos dejarnos conducir por estos datos escriturísticos.
Intencionalmente nos limitaremos, en esto, a la oración personal, ya que esta es el
fundamento seguro no solo de la vida espiritual, sino también de la oración litúrgica
comunitaria.

Como sabían muy bien los mismos padres, no se puede jamás separar a la Escritura de su
contexto, si se la quiere entender rectamente. Para el cristiano este contexto es la Iglesia,
cuya vida y fe son testimoniadas por la tradición apostólica y patrística. Como consecuencia
de las rupturas de la tradición que acompañan sobre todo a la historia de la Iglesia de
occidente, este tesoro se ha vuelto hoy casi

22
inaccesible para muchos cristianos, más allá de que hoy se disponga de una abundancia de
preciosas ediciones y traducciones de textos patrísticos jamás vista hasta ahora. El fin de
estas páginas es por esto el de poner en las manos del cristiano de nuestro tiempo las llaves
de acceso a estos tesoros.

La llave misma, la “praxis”, abre, además, también las puertas de acceso a otros tesoros,
como la liturgia, el arte y, no menos importante, la teología, en el significado originario de
esta palabra, entendida como un “hablar de Dios” no basados en un estudio científico, sino
como fruto de un muy íntimo conocimiento.

“Seno del Señor: conocimiento de Dios. Quien sobre este reposa, se convierte en teólogo.”
Evagrio, Mon 120.

-“Quien ha bebido del vino viejo ” (Lc 5,39)-


P. Gabriel Bunge (Vasi di argilia)

Si bien no es mi intención escribir un estudio histórico o patrístico sobre el tema de la


oración, en las páginas que siguen haremos siempre referencia a los “santos padres” de la
Iglesia antigua. Este continuo volver a “lo que era desde el principio” necesita de una
justificación, en este tiempo en el cual presentar algo de manera novedosa es considerado,
de buen grado, un criterio de valor. Bien, aquí no presentamos al lector de finales del siglo
veinte la última de las novedades con respecto a la oración, sino lo que “nos han transmitido
aquellos que desde el principio han sido testigos oculares y servidores de la Palabra” (Cf. Lc
1,2). ¿Por qué esta gran consideración por la “tradición” y este valor extraordinario
atribuido al “principio”? O también, con un tono más personal, dirigiendo la pregunta al
autor de estas líneas: ¿por qué él no habla más bien de la propia experiencia en vez de
atrincherarse continuamente detrás de los “santos padres”? Podría, entonces, ser útil
exponer ante todo con qué “espíritu” han sido escritas estas páginas y cómo deben ser leídas,
cómo por tanto podría ser útil esclarecer en un contexto más amplio en el cual también la
oración debe estar y desde el cual debe partir, y desde el único lugar en la que ella puede ser
entendida de modo justo.

***

“Lo que era desde el principio” (1 Juan 1,1)

23
El continuo volver a la palabra de los santos padres tiene su fundamento en la naturaleza y
en el sentido de lo que los más antiguos testimonios del tiempo apostólico, es decir, de la
misma Sagrada Escritura, llaman “tradición” (parádosis). El concepto es ambiguo y,
análogamente, es ambivalente la posición de los cristianos en relación a las “tradiciones”. El
valor de una “tradición” –en el ámbito de la revelación- depende esencialmente de su
“origen” (arché) y de la relación que ella tiene con este origen.

Hay simples “tradiciones humanas”, cuyo origen no es Dios, incluso si ellas pueden con
cierto derecho referirse a él, como es el caso del divorcio sancionado por la ley mosaica.
“Pero desde el principio (ap’ arches) no fue así” (Mt 19,8), ya que Dios, originariamente,
había unido al hombre y a la mujer en una inseparable unidad (Gen 2, 24). Cristo rechaza
tales tradiciones humanas, ya que ellas mantienen lejos al hombre de la real voluntad de
Dios (Mt 15, 1-20), es decir, la “originaria” y la real voluntad del Padre que el pecado
original con todas sus consecuencias ha oscurecido. En definitiva, está en esto la
característica de los discípulos de Cristo: que él no se atiene a estas “tradiciones de los
antiguos”.

Muy distinta es, en cambio, la relación con las tradiciones que se remontan a lo “que era
desde el principio”, es decir, a aquellos “mandamientos antiguos que nosotros tenemos
desde el principio” (Cf. 1 Juan 2, 7), desde cuando Cristo los entregó a sus discípulos. De
modo confiable, esto “ha sido transmitido a nosotros desde aquellos que desde el principio
han sido testigos oculares y servidores de la Palabra” (Lc1,2), es decir, los apóstoles, los
cuales, desde “el inicio del evangelio” (Mc 1,1), desde el bautismo de Juan (Hechos 1,21-
22) y, también, desde la manifestación de Jesús como el Cristo, “han estado con él” (Juan
15, 27).

Estas “tradiciones que nosotros hemos aprendido” es necesario que “sean mantenidas” (2 Ts
2,15; cf. 1 Cor 11,2), si no se quiere perder la comunión con el “inicio” mismo. No hay
ningún “otro evangelio”, pues, si no aquel que ha sido anunciado a nosotros desde el
principio. Aunque lo trajese incluso “un ángel del cielo”, no sería el “evangelio de Cristo”
(Gal 1, 6-8).

Naturaleza y sentido de la verdadera tradición consisten, en efecto, en el estar y en el


conservar la comunión con los “testigos oculares y los servidores de la Palabra” y, mediante
ellos, con Aquel del cual ellos dan testimonio.

“Esto que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que nosotros con nuestros ojos
hemos visto, lo que hemos contemplado y que nuestras manos han tocado, a saber el Verbo
de vida nosotros lo anunciamos también a ustedes, a fin de que también ustedes estén en

24
comunión con nosotros. Y nuestra comunión [es comunión] con el Padre y con su Hijo,
Jesucristo.” (1 Juan 1, 1-4)

Esta “comunión” (koinonía) –de los creyentes entre sí y con Dios- es lo que la Escritura llama
“Iglesia” y “cuerpo de Cristo”. Ella abraza a todos los “miembros” de este cuerpo, los vivos
como los que ya han “muerto en el Señor”. En efecto, es tan estrecho el vínculo de los
miembros entre sí y con el cuerpo, que los muertos no son “miembros marchitos”, ya que
“todos viven para Dios” (Lc 20, 38).

¡Quien quiere estar “en comunión con Dios” no puede por esto jamás prescindir de los que
ya antes que él han sido hechos dignos de esta comunión! Al creer en su “predicación”, aquel
que nació después, entra verdaderamente en aquella comunión de la cual aquellos “testigos
oculares y servidores de la Palabra”, ya “desde el principio” y para siempre, son parte viva.
Por

esto, es verdadera “Iglesia de Cristo” solamente la Iglesia que está en la ininterrumpida, viva
comunión con los apóstoles, sobre la cual el Señor ha fundado su Iglesia (Ef 2,20).

***

Lo que aquí se ha dicho con respecto a la custodia del “buen depósito” (2 Tm 1,14) de la
tradición apostólica, tal como ella ha sido fijada en los escritos de los apóstoles, vale
también, de modo análogo, para aquellas “tradiciones primitivas, no escritas” [1], que, si
bien, no están directamente contenidas en los testimonios apostólicos, no por esto tienen un
origen apostólico menor: en efecto, “escritas” o “no escritas”, “ambas tienen el mismo valor
para la piedad” [2].

Ambas formas de tradición apostólica poseen lo que se podría llamar “la gracia de los
orígenes”, porque en ellas ha tomado forma el “buen depósito” que nos ha sido confiado
desde el principio. Más adelante veremos de modo detallado en qué consiste esta “tradición
no escrita”. Aquí queremos sólo presentar la pregunta sobre el modo en el cual los mismos
padres han entendido su fidelidad en relación a los “orígenes”.

***

La misma postura que Basilio el Grande demuestra en relación con la tradición eclesial, la
encontramos en su alumno Evagrio Póntico con respecto a las tradiciones espirituales del
monaquismo. Así, él escribe al monje Eulogio para aclararle algunos interrogantes sobre la
vida espiritual:

25
“No en virtud de obras que nosotros hemos cumplido” (Tt 3,5) hemos llegado a esto, sino
porque tenemos “el ejemplo de las saludables palabras” (2Tm1,13) que hemos oído de los
padres, y porque nos hemos vueltos testigos de alguna de sus acciones.

Pero todo es gracia de lo alto, que incluso a los pecadores muestra los ataques de los
seductores, y que, por seguridad, también dice: “¿Qué posees que tú no hayas recibido?”, a
fin que, mediante el recibir, nosotros agradezcamos al dador, de modo que no nos
atribuyamos a nosotros la gloria del honor y no escondamos el don. Por esto ella dice: “Si
tú, pues, has recibido, ¿por qué te vanaglorias como si no hubieses recibido? Ya se han
hecho ricos, ustedes que están desprovistos de obras; ustedes que han comenzado a enseñar,
ya se “han saciado”. [3]

El primer motivo, por el cual no nos presentamos como “maestros”, está pues en el humilde
reconocimiento de la elemental realidad de que todos nosotros hemos recibido. Aquellos
“padres” a los cuales Evagrio se refiere aquí son, entre otros, a su mismo maestro Macario el
Grande y su homónimo, el Alejandrino: mediante ellos él se había unido con quien es
“primicia de los anacoretas”, Antonio el Grande, y, mediante él, con los orígenes mismos
del monaquismo. En otro pasaje Evagrio lleva más lejos su pensamiento:

Es también necesario interpelar los caminos de los monjes que nos han precedido de modo
recto y conformarnos con ellos, ya que se encuentran muchas cosas bellas que han sido
dichas y cumplidas por ellos. [4]

El “ejemplo de las palabras saludables” de los padres y sus “bellas obras” son pues un modelo –
también este significado expresa la palabra griega hypotýsis, traducida como “ejemplo”- al
cual necesita conformarse. Precisamente este es el motivo por el cual ya desde muy pronto, no
solo se comenzó a recoger las “palabras y hechos de los padres”, sino también a citarlos
permanentemente. Además, en occidente, Benito de Nurcia no pensaba de modo distinto,
cuando, más allá de la propia “Regla para principiantes”, refiere expresamente a la doctrinae
sanctorum Patrum como norma vinculante para todos los que tienden a la perfección [5].

El estudio de los santos padres no puede pues jamás, para un cristiano, permanecer solo
como patrología científica, la cual no tiene necesariamente la tarea de influir sobre la vida
del estudiante. El ejemplo de los santos padres, sus palabras y sus hechos, son en cambio un
modelo que exige ser imitado. Evagrio nos explica el por qué de esta afirmación:

Se señala a los que quieren caminar sobre la “vía” de Aquel que ha dicho: “Yo soy el camino
y la vida” (Juan 14,6), aprender de los que ya anteriormente han caminado sobre ella y
entretenerse con ellos sobre lo que es de provecho y escuchar de ellos lo que nos ayuda,

26
para no introducir algo extraño en nuestro camino. [6]

El no conformarse al ejemplo de los santos padres, por seguir el propio camino, esconde en
sí el peligro de “introducir algo que es extraño a nuestro camino”, es decir “que es
absolutamente extraño a la vida monástica” [7], porque no han sido “probadas” y juzgadas
“buenas” por los “hermanos” [8] “que nos han precedido de modo recto”. Quien actúa así se
expone al peligro de alejarse de aquel “camino” de los padres, o más bien “de extraviarse del
camino de nuestro Redentor” [9] y, con esto, de alejarse del Señor, el “Camino” por
excelencia.

La referencia a lo que “los hermanos han probado como lo mejor” hace rápidamente
evidente que no todo lo que los padres han hecho debe ser imitado, por más “bello” que sea,
ni siquiera si el padre fuese el mismo Antonio el Grande. Ninguno ose imitar sus formas
extremas de anacoresis, si no quiere convertirse en un hazmerreir de los demonios [10]. Ya
los mismos padres sabían distinguir muy bien entre carismas personales y “tradición”.

***

El sentido y la esencia de la custodia de la “tradición” son, pues, tanto para los padres como
para los primeros “testigos oculares y servidores de la Palabra”, no un atenerse
estúpidamente a lo que es tradicional, sino un conservar una comunión plena de vida. Quien
quiere estar en comunión con el Padre, puede obtenerla solo pasando por el “camino” del
Hijo. Y se llega al Hijo solo a través de aquellos “que han recorrido el camino antes que
nosotros” y se han así vuelto parte viva de este “camino”. Los primeros que se han
convertido son los apóstoles por ser “testigos oculares de la Palabra”. “A fin de que ustedes
estén en comunión con nosotros”, escribe Juan de modo muy preciso, mientras Evagrio llama
justamente también “camino apostólico” [11] aquel “camino” de la praktiké (“vida activa”) que
él ha tomado de los padres. “Caminos” son, por tanto, todos aquellos padres en la fe “que
nos han precedido de modo recto”. Sólo quien sigue personalmente sus “huellas” puede
esperar llegar como ellos a la meta de esta vida [12].

No es suficientemente pues referirse al “espíritu de los padres” –por otra parte difícil de
definir- y tampoco “hablar con complacencia de sus obras” en toda ocasión, si luego se deja
todo como antes. Es necesario en cambio buscar “realizar entre duras fatigas” estas mismas
obras [13], si se quiere hacerse partícipe de su comunión.

Solo a partir de aquí el título de “primicia (aparché) de los anacoretas” [14], que Evagrio
atribuye al “justo Antonio” [15], adquiere plenamente su significado profundo. Antonio el
Grande es sí el primer anacoreta en orden de tiempo, pero esto no tendría especial

27
importancia, si él no fuese también “primicia”. En efecto, la “primicia”, por ser “santa”,
“santifica toda la masa”, así como la “raíz santa santifica las ramas” (Rom 11,16), con tal que
estos persistan en una viva comunión con ella. El “inicio” (arché) posee, en efecto, por ser
puesto por el Señor mismo, una gracia particular, y precisamente la “gracia de la
primordialidad”, del “principio normativo”, que no solo está al inicio desde un punto de
vista temporal, sino que pone el sello de la autenticidad a todo lo que persiste en comunión
viva con él.

***

En el permanecer fiel a la comunión viva con lo “que era desde el principio”, el hombre,
ligado al espacio y al tiempo, entra en el misterio de aquel que, libre de estas limitaciones,
“es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hebreos 13,8), es decir, del Hijo, que es “en el
principio” (Juan 1,1) en sentido absoluto. Más allá del espacio y del tiempo, esta comunión
crea continuidad e identidad en medio de un mundo que está sometido a una constante
transformación.

Ni el hombre como individuo, ni la iglesia como totalidad nunca tienen por sí mismos la
capacidad de realizar este permanecer-idénticos-a-sí-mismos. La “custodia del buen
depósito” es siempre fruto de la actividad del “Espíritu Santo que habita en nosotros” (2 Tm
1,14) y allí “da testimonio” (Juan 15, 26) del Hijo. Él es además aquel que, no solo nos
“introduce a la verdad toda entera” (Juan 16,13), sino que también nos permite, en el curso
del tiempo, reconocer de modo seguro en el testimonio de los discípulos el testimonio del
mismo Maestro (Cf. Lc 10,16).

Feliz el hombre que conserva los mandamientos del Señor y santo aquel que custodia las
palabras de sus padres. [16]

Notas: [1] Evagrio, Mal. Cog. 33 r.l. [2] Basilio, Spir. Sancto XXVII, 66, 4. [3] Evagrio, De
vitiis quae opposita sunt virtutibus I (PG 79, 1140 B-C). La cita es de 1 Cor 4, 7.8. [4] Evagrio,
Pr. 91. [5] RB 73,2 [6] Evagrio, Ep. 17,1. [7] Evagrio, Ant. I, 27. [8] Evagrio, Mal. Cog
25. [9] Ibid. 14. [10] Ibid. 25. [11] Evagrio, Ep. 25,3 [12] Cf. Evagrio, Pr. Prol. [9] [13]
Evagrio, Eulog. 16. [14] Evagrio, Mal. cog. 25

-Espiritualidad y vida espiritual-


P. Gabriel Bunge

La oración pertenece al ámbito de lo que nosotros comúnmente llamamos “espiritualidad”.


La oración es en efecto la más distinguida expresión de la “vida espiritual” (vita spiritualis).

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Vale pues la pena preguntarnos qué entendemos propiamente aquí por “espiritual”.

Con el término “espiritualidad”, derivado de spiritus, se entiende, en el común uso


lingüístico actual, lo que tiene que ver con la “parte inmaterial de la persona humana”, con
la “vida interior”, con la “naturaleza espiritual”, a diferencia, de lo que pertenece al ámbito
material o corporal. En el lenguaje teológico, “espiritualidad” está simplemente relacionado
a “piedad”. Se puede por tanto hablar de diversas “espiritualidades”, según las diferentes
formas de piedad o “místicas” de las órdenes particulares, por ejemplo. Desde algún tiempo
hasta ahora, se habla también de la espiritualidad propia de los laicos. Pero también fuera
del cristianismo se habla de diferentes “espiritualidades” en las grandes religiones del
mundo.

Esta interpretación, en el fondo muy vaga, del concepto de “espiritualidad” influye bastante
negativamente sobre el modo de entender cristianamente la “vida espiritual”, ya que nos
aparecen como “espirituales” muchas cosas que, en realidad, pertenecen a otro ámbito muy
distinto. Esto se vuelve inmediatamente claro si nos dirigimos a la Escritura y más aún a los
padres. En efecto, para ellos el adjetivo “espiritual” (peumatikós), en el contexto que a
nosotros nos interesa, se refiere unívocamente a la persona del Espíritu Santo.

El “Espíritu Santo”, en el Antiguo Testamento todavía “fuerza” impersonal de Dios, se


manifiesta en el Nuevo Testamento como aquel “otro Paráclito” que el Hijo, nuestro
verdadero y propio Paráclito (intercesor) ante el Padre (1Juan 2,1), ha mandado del Padre a
sus discípulos después de su glorificación (Juan 15, 26; 20,22), para que “permanezca para
siempre con ellos” (Juan 14, 26) después de su retorno al Padre, “les enseñe a ellos todo”
(Juan 14,26) y les “guía a la verdad completa” (Juan 16,13).

“Lleno de Espíritu” (pneumatikós) es pues aquel que, gracias al Espíritu Santo, “instruido por
el Espíritu”, es capaz de juzgar y reconocer “las cosas espirituales” (tà penumatiká) “de modo

espiritual” (pneumatikós): al contrario del hombre carnal, del “hombre natural” (psychikós),
que no es capaz ni de acoger ni de reconocer las “cosas del Espíritu de Dios”, justamente
porque no posee el Espíritu de Dios, y considera la “sabiduría de Dios” como “estupidez” (1
Cor 2,6- 16).

“Espiritual” significa por tanto, siempre, aquí y en otros textos de Pablo, “lleno del
Espíritu”, engendrado o vivificado por el Espíritu Santo, ¡y esto no es en absoluto un simple

29
atributo decorativo!

Los padres han asumido la distinción paulina entre “espiritual” (pneumático) y “natural”
(psíquico) y la han aplicado a la “vida espiritual”. Pero volveremos después sobre esto.
Cuando Evagrio, que sabe elegir siempre bien sus palabras, define algo “espiritual”, piensa
normalmente en algo “producido por el Espíritu” o, mejor, “animado por el Espíritu”. Así,
por ejemplo, “la contemplación espiritual” [1], que tiene por objeto las “razones
espirituales” (lógoi) de las cosas [2], es llamada “espiritual” porque el revelador de las cosas
divinas es el Espíritu Santo [3]. Igualmente, las virtudes [4], y la primera de todas el amor
[5], son llamadas “espirituales” porque son “frutos del Espíritu Santo” [6] que obran en los
bautizados. El “maestro espiritual” [7] es llamado así porque, en cuanto “padre espiritual”,
ha recibido el “carisma del Espíritu” [8], por esto, en el sentido paulino, está “lleno del
Espíritu”.

Aquel que “se une al Señor, forma un solo espíritu [con él]” (1 Cor 6,17), David que [según la palabra
del salmo] “se unía al Señor”, formaba pues un solo espíritu [con él]. Él llama, sin embargo, “espíritu”
al que “está lleno del Espíritu” (Cf. 1 Cor 2,15 y passim), así como el “amor que no se ensalza” (1 Cor
13,4), designa a aquel que posee el amor [9].

En este sentido, también la oración, que es ciertamente la quintaesencia de la “vida


espiritual”, muy a menudo es llamada “espiritual” (pneumatiké) [10]. Ya que ella se da “en
espíritu y en verdad” (Juan 4,23), es decir “en el Espíritu Santo y en el Hijo Unigénito” [11],
es llamada por esto a menudo también “oración verdadera” [12]. Al Espíritu Santo le
incumbe la tarea de preparar el camino a este don del Padre [13]: en efecto, nosotros no
sabemos ni siquiera cómo orar (cf. Rom 8, 26), si el Espíritu Santo no nos visita a nosotros
que somos “ignorantes” [14].

El Espíritu Santo, “que viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rom 8,26), nos visita también aunque
no seamos todavía puros. Y cuando encuentra el intelecto que lo invoca, lleno solo de amor por la
verdad, viene sobre él y

destruye totalmente la falange de los pensamientos y de las imaginaciones que lo asedian y lo estimula
a un intenso deseo de amor por la oración espiritual [15].

En el culmen de la “vida espiritual” este Espíritu Santo determina, entonces, los eventos –
que pueden definirse ahora como “místicos”- de modo tal que un padre siríaco puede hablar,
justamente, del grado de “pneumaticidad”, es decir, si este concepto no hubiese perdido
todo su contenido, del grado de “espiritualidad”.

30
Como el blanco detiene contra sí las flechas, así sucede al intelecto en el lugar de la “pneumaticidad”,
al recibir las visiones de las contemplaciones. En efecto, como no depende del blanco [decidir] que tipo
de flecha recibirá, sino al arquero que tira sobre él, del mismo modo no depende del intelecto, cuando
ha entrado en el lugar de la “pneumaticidad”, qué contemplaciones mirar, sino al Espíritu Santo que lo
conduce. En efecto, el intelecto no tiene más ningún dominio sobre sí mismo, no sólo ha tenido acceso al
lugar de la “pneumaticidad”, sino a toda contemplación que se le manifiesta, él la mira, hasta que
recibe otra; entonces, él la abandona y aleja su mirada de la que le precedía [16].

Por cuanto, nosotros hablamos mucho de “espiritualidad” y utilizamos de buen grado el


atributo “espiritual”, sin bien es la persona del Espíritu Santo el gran ausente en la
“espiritualidad” del occidente, como ya a menudo ha sido lamentado. Sucede que nosotros
consideramos “espirituales” muchas cosas que en realidad pertenecen plenamente al ámbito
del “hombre psíquico”, al cual le falta propiamente el “don del Espíritu”. Nosotros nos
referimos en este caso a todo lo que cae en el ámbito de los “sentimientos” y de las
“sensaciones”, que pertenecen sin excepción a la naturaleza racional y no son absolutamente
“espirituales”, es decir, producidas por el Espíritu.

En realidad, Evagrio, como también otros padres, distingue en el “alma” una parte
“racional”, dotada de logos (loghistikón), y una “irracional” (álogon méros) [17]. Esta última
está compuesta a su vez de una “concupiscible” (epithymetikón) y de una “irascible”
(thymikón), que son también conjuntamente designadas como la “parte pasional” (pathetikòn
méros) del alma [18], porque a través de estas dos “fuerzas”, mediante las cuales estamos en
relación con el mundo sensible, penetran en el alma las pasiones “irracionales”, que luego
turban y ciegan a la “parte racional”.

La oración pertenece, absolutamente, a esta “parte lógica” del alma: en efecto, ¡ella es “el
ejercicio más excelente y más puro del intelecto”[19]! La oración no es cuestión de
“sentimientos” y menos de “sentimentalismos”. Lo cual no significa, sin embargo, que se
trate de un puro “acto intelectual” en sentido moderno de la palabra. En efecto, “intelecto”
(noûs) no es lo mismo que “inteligencia”, sino más bien se podría traducir con “núcleo
esencial”, “persona” o, bíblicamente, “hombre interior” [20]. Por otro lado, Evagrio conoce
muy bien también un “sentimiento de la oración” [21], como veremos después.

Aquí a nosotros puede bastarnos la constatación que hacemos bien, con los padres, en
distinguir con cuidado entre lo que es verdaderamente “espiritual”, es decir producido por
el Espíritu, y todo lo que pertenece al ámbito del “hombre psíquico”, a nuestros deseos
irracionales y a nuestras concupiscencias. Éstas últimas son neutrales, en cuanto al valor, en

31
el mejor de los casos, pero generalmente son expresión de nuestro “amor propio”
(philautía), que es exactamente lo contrario de “aquella amistad con Dios” (prós theòn philía),
es decir de aquel “amor perfecto y espiritual en el cual se realiza la oración en espíritu y
verdad” [22].

[1] Evagrio, Mal. Cog. 40 r.l.


[2] Ibid. 7.
[3] Evagrio, In Ps. 118, 131.
[4] Evagrio, Or. 132.
[5] Ibid. 77.
[6] Gal 5,22 s; Evagrio, In Ps. 51,10 y passim.
[7] Evagrio, Or. 139.
[8] Evagrio, Ep. 52,7.
[9] Evagrio, In Ps. 62, 9.
[10] Evagrio, Or. 28.50.63.72.101.
[11] Evagrio, Or. 59.
[12] Ibid. 41.65.76.113.
[13] Ibid. 59.
[14] Evagrio, Or. 70
[15] Evagrio, Or. 63.
[16] Hazzaya 144, p. 421.
[17] Evagrio, Pr. 66.89.
[18] Evagrio, In Ps. 25, 2.
[19] Evagrio, Or. 84.
[20] Cf. Nuestro artículo: “Nach dem Intellekt leven”, en “Simandron – Der Wachklopfer”.
Gedenkschrift Gamber, Köln 1989, pp. 95-109.
[21] Evagrio, Or. 43. [34] Ibid. 77.

-Acción y contemplación-
P. Gabriel Bunge

32
La distinción entre vida “práctica” (o “activa”) y vida “teórica” (o “contemplativa”) es muy
antigua. Tiene un origen precristiano. Los santos padres la han asumido, dándoles sin
embargo a ambos conceptos un contenido nuevo, específicamente cristiano. Si bien, ellas
constituyen dos pilares de la vida espiritual y, de este modo, también de la oración. Pero,
como ha sucedido a menudo, también en este caso, especialmente en occidente, se han
introducido algunos desplazamientos semánticos, como se deja ver en una simple mirada a
nuestro lenguaje común.

“Teoría” y “praxis” -¡en esta sucesión!- son usualmente consideradas dos cosas del todo
distintas. Al fantasioso “teórico” se le es contrapuesto de buena gana el desapasionado
“práctico”. Muchas veces es considerado como un simple “teorizar” que, respecto a la
“experiencia práctica”, no tiene ninguna consistencia. “Teoría” y “praxis”, en nuestro
lenguaje común, se relacionan la una en la confrontación con la otra- para decirlo de un
modo un poco burdo – casi del mismo modo en el cual una hipótesis no demostrada está en
relación a un saber consolidado.

Los padres, probablemente, no terminarían de asombrarse de semejante vuelco de valores,


es decir del completo desconocimiento de lo que praxis y teoría – ¡en esta sucesión!- son
según su naturaleza y en su recíproca relación.

“El Señor ama las puertas de Sión, más que todas las tiendas de Jacob”: El Señor ama tanto al
praktikós como al theoretikós. Al theoretikós, sin embargo, más que al primero. En efecto,
Jacob [que simboliza al praktikós] [1] es traducido como “aquel que tiene en mano el calcaño”
(Gen 25,26), Sión [que aquí simboliza al intelecto contemplativo] [2], en cambio, con “lugar
de observación” [3].

33
No le ha ido mucho mejor a los dos términos latinos actio y contemplatio correspondiente a
los conceptos griegos nombrados arriba. Más bien, el desplazamiento de significado y de
valoración que son aquí desplazados podrían, al final, ser responsables también de la
inversión y cambio de valores de los términos “praxis” y “teoría”. Estos tocan las raíces de
nuestra moderna autocomprensión y de este modo, inmediatamente, también de nuestra
comprensión de la vida espiritual.

Con el término “vida activa” –en sentido espiritual-, hoy la mayor parte de los hombres
entiende ciertamente un vivir “más activamente”, es decir un más laborioso amor al
prójimo. Pero si se volatiliza la originaria motivación religiosa, se termina en un puro
“compromiso social”.

A esta “vida activa” se contrapone, según la concepción común, la “vida contemplativa”,


reservada a pocos, tal como es cultivada por las denominadas “ordenes contemplativas” en el
aislamiento de su clausura: por tanto, una vida de “contemplación” (contemplatio) de las cosas
de Dios. La oración es incluso considerada como la más noble de las ocupaciones de estas
órdenes contemplativas.

En el primero de los casos, por tanto, el actuar se orienta hacia el exterior, hacia el prójimo,
mientras en el segundo de los casos se orienta esencialmente hacia el interior. Es por esto
comprensible que las valoraciones que estas dos formas de vida encuentran sobre todo hoy,
estén en estridente contraste con el texto citado arriba de Evagrio, que daba claramente la
precedencia al “teóretico” (contemplativo). En el juicio de la mayor parte de los hombres,
por ejemplo, las llamadas “órdenes activas” son por mucho “más útiles” que aquellas
puramente “contemplativas”. […]

Últimamente ha comenzado a delinearse, sin embargo, un cierto replanteo de la relación


entre “acción” y “contemplación”. Desde el momento en que la actividad se convierte
fácilmente en “activismo” y, al final, deja al hombre vacío, están siendo cada vez más

34
numerosos los laicos y religiosos que se dedican a distintas formas de “meditación”, y no
pocos se dedican a la “contemplación” incluso dedicándole todo el tiempo disponible.

Como ya he dicho, los padres habrían estado muy sorprendidos, si se les hubiese hablado de
“teoría” y “praxis”, de “vida activa” y de “vida contemplativa”, en ese sentido. Ciertamente,
también ellos distinguen puntualmente entre un pracktikós y un theoretikós. El uno y el otro,
por ejemplo, están expuestos a tentaciones del todo distintas y tienen distintos combates
que sostener. Si el primero tiene que combatir principalmente con las pasiones, el segundo
tiene que hacerlo sobre todo con los errores en el ámbito del conocimiento [4]. El primero
combate, por tanto, a los opositores por medio de las virtudes, el segundo “derriba cada
alto edificio que se levanta contra el conocimiento de Dios, sirviéndose de la enseñanza de la
verdad [5]. Si Dios ama al segundo más que al primero, como hemos visto, es porque éste
habita ya en la casa del mismo Dios, mientras que el otro se entretiene aún en sus atrios [6].

Sin embargo, la iglesia está compuesta de ambos, de “prácticos” y de “teóricos” [7]. Por esto,
no se trata absolutamente de dos sujetos distintos y, por consiguiente, tampoco de dos
“caminos” distintos, entre los cuales se pueda elegir libremente según el gusto propio o
según las disposiciones, sino que se trata de una única y misma persona, si bien en niveles
diferentes del mismo camino espiritual [8]. Praktikós y theoretikos se implican en la realidad,
el uno en relación del otro, como Jacob e Israel [9] que son de hecho una única y misma
persona. Jacob, el praktikós [10], después de haber luchado con el ángel y de haber visto a
Dios cara a cara (Gen 32), se convierte en Israel, el theoretikós [11].

*
Lo mismo vale, naturalmente, también para la oración. Como todas las cosas, tiene dos fases
o aspectos. Al “modo práctico” le corresponde el “teorético” (contemplativo): estos se
relacionan entre ellos como la “letra” y el “espíritu”, teniendo presente que naturalmente es

35
el espíritu el que precede a la letra y el que le da sentido. ¡Ambos modos son inseparables
uno del otro! Así como también el mismo “Jacob”, que en un primer momento presta
servicio por siete años por la no amada “Lia”, símbolo de la fatigosa practiké, y después otros
siete años para la deseada “Raquel”, símbolo de la contemplación [12] .

Si por lo tanto el “modo teorético” de la oración consiste en la contemplación (o


conocimiento) del Dios trinitario y de su creación, llamada también theologhikè y physiké,
¿Qué se debe entender con “modo práctico”? Esto es parte de lo que Evagrio llama praktiké y
que define así:

La praktiké es aquel método espiritual que purifica la parte pasional del alma [13].

Este “método espiritual” consiste esencialmente en “la observancia de los mandamientos”


[14], a la cual viene en ayuda el ejercicio de todo lo que nosotros, en sentido amplio,
entendemos como “ascesis”. Su objetivo es el de devolver al alma, con la ayuda de Dios, su
“salud” natural [15], que consiste en la apátheia, es decir, en la libertad de las
“enfermedades” (o “pasiones”: páthe) que la enajenan. Sin esta impasibilidad, adquirida por
grados [16], la vida espiritual, y también la oración, se vuelve una ilusión, alejando
posteriormente al hombre de Dios.

Como a una persona enferma no le ocasiones ningún provecho fijar los ojos descubiertos en
el sol ardiente del medio día, del mismo modo también para el intelecto pasional e impuro
no le es absolutamente de ninguna utilidad falsificar la venerada y eminente oración en
espíritu y verdad. Al contrario, ¡suscitará más bien la indignación de la divinidad contra sí!
[17]

“Confundido” y “cegado” por las propias pasiones [18], a través de tales “derrotas” algunos
incurren incluso en el peligro de convertirse al final en “cabeza de doctrinas y opiniones
falsas” [19], y por lo tanto, no solo ilusionarse a sí mismo, sino también desviar a otros.

36
*

La “vida activa” contiene, pues, en el entendimiento de los padres ciertamente un hacer


(prâxis), que sin embargo no está dirigido simplemente al exterior o, mejor, no distingue en
absoluto “interior” y “exterior”. La praktiké abraza, por el contrario, el ámbito total de las
relaciones del hombre hacia sí mismo, hacia su prójimo y hacia las cosas; por este motivo es
también llamada ethiké [20].

Praktiké y theoretiké no son dos “caminos” independientes, uno del otro, sino son dos grandes
etapas del mismo camino. La theoría (contemplación) es el natural “horizonte” de la prâxis,
que conduce paso a paso a ésta su meta, para la cual ella está predispuesta y por la cual sólo
recibe su razón de ser.

Estas son las palabras que los padres repiten constantemente


[a sus hijos espirituales]:
“Oh hijos, el temor de Dios hace estable la fe
y, por otro lado, la templanza
[hace estable] al temor de Dios;
pero la templanza
se hace inflexible por la paciencia y por la esperanza,
de las cuales nace la impasibilidad,
cuya semilla es la caridad.
La caridad, después, es la puerta del conocimiento natural,
al cual le sigue la teología
y la bienaventuranza final” [21]

Todos estos aspectos (aparentemente) “exteriores” de la oración, a los cuales, después, le


son atribuidos una gran importancia, pertenecen todos al “modo práctico de la oración”,

37
aunque ellos contengan ya en sí, en su esencia, su objetivo, el “modo contemplativo”, su
horizonte natural. Estos son, como en general la praktiké, trabajosos, como fue llena de pena
la vida de Jacob, cuando por años aspiró a la mano de la amada Raquel. Sin embargo, ¡no se
trata de una “autosalvación”! En efecto, la meta de la praktiké, la “pureza de corazón”, que
solo hace al hombre “contemplar a Dios”, es siempre fruto de la cooperación entre la “gracia
de Dios y el celo del hombre” [22] (¡en este orden!). Igualmente el “modo contemplativo de
la oración “ es entonces, así como la teoría en general, puro carisma [23], “don “ del Padre
[24] a los que él ha encontrado dignos de este don [25].

[1] Cf. Evagrio, In Ps. 77,21.


[2] Evagrio, In Ps. 149, 2.
[3] Ibid. 86, 2.
[4] Ibid. 143,7.
[5] Ibid. 26,3. Cita: 2 Cor 10, 5.
[6] Evagrio, In Ps. 133, 1.
[7] Ibid. 150,4.
[8] Ibid. 117,10.
[9] Ibid. 77,21.
[10] Cf. Evagrio, Or. Prol.
[11] Cf. Eusebio di Cesarea, Praeparatio evangelica VII, 9, 28.
[12] Evagrio, Or. Prol.
[13] Evagrio, Pr. 78.
[14] Ibid. 81.
[15] Ibid. 56.
[16] Ibid. 60.
[17] Evagrio, Or. 146.
[18] Evagrio, KG V, 27.
[19] Evagrio, KG V, 38.
[20] Evagrio, In Ps. 143,1.
[21] Evagrio, Or. Prol. [8].
[22] Evagrio, In Ps. 17,21.
[23] Evagrio, Or. 87.
[24] Ibid. 59.70.
[25] Evagrio, In Ps. 13,7 y passim.

38
-Salmodia – Oración – Meditación-
P. Gabriel Bunge

No es raro, hoy, encontrar personas, incluso religiosas, que declaren abiertamente que no
“rezan” más, sino que ahora solamente “meditan”. Una abundante literatura sobre el tema
“meditación” y toda una serie de cursos para aprenderla a hacer, indica que entre los
cristianos la “oración” está abiertamente en crisis. Las cosas están un poco mejor en lo que
respecta a la salmodia o, mejor, a “orar con los salmos”, como se gusta decir, que todavía es
cultivada de modo particular por las comunidades religiosas, y que constituye también la
parte esencial de la “liturgia de las horas” de toda la Iglesia, tanto para fieles como para el
clero.

Salmodia, oración y meditación son, desde los tiempos antiguos, elementos estables y
constitutivos de la vida espiritual del “hombre bíblico”. ¿Pero qué piensa la tradición al
respecto? Empecemos con la salmodia y la oración.

¡Si aún no has recibido el carisma de la oración o de la salmodia, entonces [pídelo] insistentemente y lo
recibirás! [1]

La distinción entre salmodia y oración, que aquí está abiertamente presupuesta y que en los
escritos de los primeros padres es del todo obvia, a los hombres modernos les parece una
cosa extraña. Salmodia y oración, ¿no son pues la misma cosa, tanto que se puede hablar
correctamente de “oración sálmica” o de “orar con los salmos”? Y el Salterio ¿no es pues el
“libro de oración de la Iglesia”, que ella ha adoptado de la sinagoga? Los padres habrían
respondido: Sí y no, “salmodiar no es aún orar”, ya que las dos cosas pertenecen a categorías
distintas (¡no separadas!):

La salmodia pertenece [al ámbito] de la “multiforme sabiduría” [2], la oración en cambio es el preludio
al inmaterial y no multiforme conocimiento [3].

¿Qué significa esta afirmación? Examinemos en primer lugar qué dice la Escritura,
especialmente el Salterio mismo, con respecto a la salmodia y a la oración.

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Un salmo es un “cántico”, que como tal puede tener los más diversos contenidos. Por esto,
la ciencia bíblica ha atribuido a los cientos cincuentas salmos a diversos géneros
literarios. Como se puede todavía reconocer por los muchos títulos de los salmos, en el
Antiguo Testamento tales “canticos” fueron ejecutados a menudo con acompañamiento
musical, por ejemplo utilizando el psaltérion a doce cuerdas. Esta ejecución es llamada
“salmodiar” y al ejecutor mismo un psaltodós o psáltes, es decir, un cantor de salmos. La
iglesia primitiva ha adoptado estos “cánticos de Israel”, reunidos en los libros del pueblo del
Antiguo Testamento y en el curso del tiempo los ha convertido en una parte integrante del
propio “oficio divino”. Ella tenía, sin embargo, un modo propio de leer este “libro de los
salmos”.

No por casualidad el Salterio ha sido llamado una “summa” en forma hímnica de toda la
Escritura del Antiguo Testamento. Desde los inicios, por este motivo, la Iglesia los ha leído
como a todos los libros del Antiguo Testamento, como palabra profética del Espíritu Santo
destinada a realizarse en Cristo [4]. Esto explica ya en parte el pensamiento de Evagrio,
cuando asigna a la salmodia al ámbito de la “multiforme sabiduría de Dios”: él la considera,
pues, testimonio de aquella “sabiduría” que se refleja en la creación y en la historia de la
salvación, de las cuales da testimonio la Escritura del Antiguo Testamento en su conjunto.

El Salterio es, por tanto, para los cristianos en primer lugar Escritura, y su autor, David, un
profeta. Más que todo otro libro del Antiguo Testamento, es continuamente citado en el
Nuevo Testamento como manifiesta y profética palabra de Dios a los hombres, en referencia a
Cristo y a su Iglesia.

“Oración”, en cambio, y también “himno” y “alabanza” (doxología) es un hablar del hombre a


Dios, o, según la definición de Clemente de Alejandría, un “coloquio con Dios” [5].

Para este “hablar a Dios”, y también por el “himno” y la “alabanza”, el Salterio ofrece no
pocos modelos ejemplares, de los cuales el orante cristiano puede apropiarse
inmediatamente. Sin embargo, amplias partes del Salterio, desde el punto de vista formal,
no tienen en sí nada de “oración”. Junto a largas consideraciones sobre la movida historia de
Israel se encuentran incluso en no pocos salmos, o en parte de ellos, imprecaciones contra
los “enemigos que para el lector moderno aparecen justamente como lo opuesto a la oración
cristiana. Para poderse apropiar enteramente del Salterio y transformarlo en un verdadero
orar cristiano incluso en aquellos pasajes poco amados, es necesario el asiduo ejercicio en la
“meditación”.

40
*

Con el término “meditación” (meléte) los padres entienden como también el salmista mismo,
un constante repetir en voz baja [6] determinados versículos o perícopas enteras de la sagrada
Escritura, con el objetivo de comprender el sentido espiritual escondido. Por esto Evagrio en
una oportunidad traduce “meditación” simplemente como “contemplación” (theoría) [7].
También en la Escritura, en vez de “meditar”, se habla de “reflexionar” o “recordar”.
Evagrio llama a tal “meditar” contemplativo de los salmos, basándose en el Salmo 137, 1, un
“cantar delante de los ángeles”, dado que la más eminente actividad de los ángeles consiste
justamente en la contemplación de Dios y de sus obras [8].

“Quiero cantarte a ti delante de los ángeles”:


Cantar delante de los ángeles significa cantar sin distracciones, mientras nuestro intelecto o es
impresionado solo por las cosas indicadas por el salmo o no es impresionado en absoluto. O bien, canta
“ante los ángeles” aquel que comprende el significado de los salmos [9],

sin dejarse “distraer” por la multiplicidad de sus imágenes, ni tampoco por la multiformidad
de los temas del conocimiento. Esto no es en absoluto fácil. Por esto, en efecto, Evagrio
considera la “salmodia sin distracciones” incluso algo más grande que el “orar sin
distracciones” [10], si bien, como hemos visto arriba, la oración es el “preludio del
inmaterial y no multiforme conocimiento” del único Dios.

El objeto de esta “meditación” es Dios [11], tal como él, en sus múltiples “obras” [12], se ha
revelado desde la eternidad [13]. Estas obras testimonian su “sabiduría” [14], su “justicia”
[15], sus “rectas sentencias” [16] y sus “juicios” [17], que son todas expresiones de aquella
“multiforme sabiduría” de las cual hablaba Evagrio.

El orante encuentra este “testimonio” [18] depositado en las “palabras” de Dios [19], es decir
en su “ley” [20] y en sus “mandamientos” [21], en los escritos del Antiguo Testamento, los
cuales dan testimonio de sus “prodigios” [22].

El sentido escondido de la Escritura se abre al orante cristiano, sin embargo, sólo cuando el
Señor mismo –e imitándolo a Él, los apóstoles y los padres- les abre los ojos sobre ellos.

[El Señor resucitado] les dijo:

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“Son estas las palabras que les dije cuanto aún estaba con ustedes: es necesario que se cumplan todas las
cosas escritas sobre mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos”. Entonces abrió sus mentes a
la inteligencia de las Escrituras y les dijo: “Así está escrito: el Cristo deberá padecer y resucitar de los
muertos al tercer día y en su nombre serán predicados a todas las naciones la conversión y el perdón de
sus pecados, comenzando desde Jerusalén. De esto ustedes son testigos” [23]

La “meditación” bíblica tiene que hacerse sobre todo con los datos objetivos de la historia de
la salvación, en los cuales Dios se revela a sí mismo y a su “Nombre” [24]. El “reflexionar”
sobre la misteriosa historia del pueblo elegido [25] o también sobre sus vicisitudes, en la
cual se repite esta historia, no es, por consiguiente, jamás un fin en sí mismo, sino que
quiere siempre conducir a la “memoria de Dios” [26] y, a la vez, también a la “oración” en
sentido propio, porque en la oración el hombre responde a este actuar salvífico de Dios, sea
que esta respuesta sea hecha en forma de súplica, de himno o de alabanza.

“Mis labios se abren en un himno, cuando tú me enseñas tus rectas sentencias”:


Como a quien está alegre le corresponde salmodiar –“quien entre ustedes esté alegre, salmodie”, se ha
dicho [27]-, así el cantar himnos es propio de aquellos que contemplan las razones de las “rectas
sentencias”.
Mientras sin embargo el salmodiar le corresponde a los hombres, el cantar himnos, en cambio, a los
ángeles o a aquellos que poseen un estado casi angélico. Así, como los pastores que pasaban la noche al
cielo abierto no oyeron a los ángeles salmodiar, sino cantar himnos y decir: “¡Gloria a Dios en el cielo y
en la tierra paz a los hombres que él ama!” [28].
Un “ánimo alegre” consiste en la impasibilidad del alma, que se obtiene a través de [la custodia] de los
mandamientos de Dios y de la verdadera doctrina; un “himno”, en cambio, es alabanza, ligada a la
asombrosa maravilla frente a las visiones de las cosas creadas por Dios [29].

Por esto, para los santos padres “salmodia”, “oración” y “meditación” eran, absolutamente,
cosas distintas, si bien estrechamente interdependientes.

Contaban que abba Juan Colobos, cuando regresaba de la cosecha o de la visitas a los ancianos, se
dedicaba a la oración, a la meditación y a la salmodia, hasta que su pensamiento no recobrara su
estado primitivo [30].

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Si se valorase nuevamente esta distinción, que representa ciertamente una riqueza, se
volverían inconsistentes muchos problemas que algunos hoy tienen especialmente con la
salmodia, la cual constituye aún el núcleo esencial de la “liturgia de las horas”. Salmodia es,
ante todo, lectura de la Escritura, si bien aquí “Escritura” y “lectura” son de naturaleza del
todo particular. El salmo es palabra de Dios – veterotestamentaria- que debe ser ante todo
aceptada como tal, es decir: completamente y no falsificada, incluida todas aquellas partes que
provocan escándalo a la sensibilidad actual.

No se puede “espiritualizar”, es decir abrir en el Espíritu Santo en referencia a Cristo y a su


Iglesia esta palabra de Dios veterotestamentaria, ni mediante traducciones atenuantes ni,
mucho menos, como se ha hecho usual hoy en día, mediante omisiones. Solo una iluminada
“meditación” es capaz de realizar esta “espiritualización”, por otro lado necesaria para toda la
Escritura del Antiguo Testamento. El cristiano encuentra la llave para esta apertura en
referencia a Cristo y a su Iglesia en el modo en el cual el Nuevo Testamento – y
posteriormente los santos padres- lee la palabra de Dios del Antiguo Testamento: de modo
“tipológico”.

En la “oración” personal, que originariamente se hacía a continuación de cada salmo de la


“liturgia de las horas”, se cierra por tanto el círculo: el hombre, en un diálogo pleno de
confianza, se dirige a aquel que en Cristo ha conducido al definitivo cumplimiento su obra
de salvación, a través de innumerables generaciones y las distintas vicisitudes de la historia, a
pesar de las tragedias humanas y el fracaso del pecado.

[1] Evagrio, Or. 87.


[2] Ef. 3, 10
[3] Evagrio, Or. 85.
[4] Cf. Lc 24, 44.
[5] Clemente de Alejandría, Strom. VII, 39, 6.
[6] Cf. Sal 34, 38; 36, 30; 70, 24.
[7] Evagrio, In Ps. 118, 92.
[8] Evagrio, KG III, 4.
[9] Evagrio, In Ps. 137,1.
[10] Evagrio, Pr. 69.
[11] Sal 62, 7.
[12] Sal 67,12 s; 142,5.
[13] Sal 76,6.
[14] Sal 36, 30.

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[15] Sal 70,16.24.
[16] Sal118, 16.23-48.117.
[17] Sal 118, 52.
[18] Sal 118, 24.99.
[19] Sal 118, 148.
[20] Sal 1,2; 118, 70.77.92.97.
[21] Sal 118,15.47.78.143.
[22] Sal 104, 5; 118, 27.
[23] Lc 24, 44-48.
[24] Sal 118, 55.
[25] Sal 77
[26] Sal 62, 7; 76, 4.
[27] Jueces 5, 13.
[28] Lc 2, 14.
[29] Evagrio, In Ps. 118, 171. [30] Juan Colobos 35.

-Lugares y tiempos para la oración-


P. Gabriel Bunge

“Orar” es, sin duda, según su esencia, un evento espiritual que se realiza entre Dios y el
hombre, y nuestro “intelecto”, en virtud de su naturaleza espiritual, sería de por sí capaz de
orar también sin el cuerpo, como asegura Evagrio [1]. El hombre, sin embargo, está
compuesto de alma y cuerpo, y, como éste último está ligado al espacio y al tiempo,
también el orar del hombre sucede, concretamente, siempre en el espacio y en el tiempo.
La elección del lugar adaptado y de las horas más idóneas del día o bien de la noche no es,
por consiguiente, en absoluto un presupuesto de importancia secundaria para lo que los
padres llaman “oración verdadera”.

Orígenes, en efecto, entre las cosas necesarias para la oración según la disposición interior,
incluía también el “lugar”, el “punto cardinal” y el “tiempo”. También nosotros queremos
atenernos a esta sucesión.

“Cuando oréis, entrad en tu habitación” (Mt 6,6)

Para muchos cristianos “orar” significa, hoy, solo participar en una celebración religiosa
colectiva. La oración personal ha ido desde hace mucho desapareciendo o ha dejado el lugar

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a múltiples formas de “meditación”. Para el hombre bíblico, como para los padres, era en
cambio algo obvio no sólo participar regularmente y en los tiempos establecidos en la
oración común de todos los creyentes, sino, más allá de esto, retirarse, con igual
regularidad, también para la oración personal.

Así se nos ha dado a conocer de nuestro Señor Jesucristo, en cuya actividad terrena los
cristianos de todas las épocas han visto un modelo normativo, que él participaba
regularmente en las celebraciones sabáticas en las sinagogas de Palestina, como también
desde niño peregrinaba a Jerusalén para las grandes fiestas. Es probable que todo hebreo
piadoso se comportase, en ese tiempo, de modo semejante. Lo que sin embargo parece
haber impresionado especialmente a sus discípulos y que ellos, por consiguiente, nos han
transmitido repetidamente, ha sido su oración personal.

Jesús tenía, notoriamente, el hábito de orar regularmente “a solas” [2]. Para este coloquio
muy personal con su Padre celestial se retiraba preferentemente “a lugares desérticos” [3] y
“a solas sobre un monte” [4]. Cuando quería orar se alejaba pues regularmente de la
multitud, para la cual sin embargo se sabía enviado [5], e incluso de sus discípulos [6] que lo
acompañaban siempre. Incluso en el jardín Getsemaní, donde allí los había expresamente
llevado consigo, dejó aparte a sus más íntimos amigos, Pedro y los dos hijos de Zebedeo, y
se alejó de ellos “un tiro de piedra” - es decir, fuera del alcance del oído- para estar
totalmente sólo, en la oración, y entregar a la voluntad del Padre su corazón angustiado
hasta la muerte [7].

Esto que él mismo ha hecho durante toda su vida, lo ha también expresamente enseñado a
sus discípulos. Contrariamente a la piadosa costumbre, muy difundida, de detenerse a orar
en las plazas públicas o en las esquinas de las calles, cuando a la señal de la trompeta se
anunciaba en el templo el inicio del sacrificio de la mañana y de la tarde, Cristo manda a
retirarse en la “habitación” más secreta de la propia casa, donde se puede ser vistos y sentido
sólo por el “Padre que está en lo secreto” [8].

Los apóstoles y, después de ellos, los santos padres se han comportado del mismo modo.
Vemos, en efecto, a Pedro y a Juan subir al templo “para la oración de la hora nona” [9], y
también toda la comunidad primitiva “perseverar unánimemente en oración” [10]. Sin
embargo, del mismo modo, vemos a Pedro sólo “subir a la hora de nona a la terraza para
orar” [11]. Como se ve, se puede orar en cualquier lugar en el cual uno se encuentre en ese

45
momento. Sin embargo, si uno se quiere dedicarse a la oración personal, elegirá un lugar
idóneo para este objetivo. Pedro se encuentra de viaje y a él le queda únicamente elegir
como lugar la terraza de la casa, en la cual estaba hospedado, para permanecer sólo.

En una época en el cual para un cristiano era todavía algo obvio orar regularmente cada día,
los padres se han ocupado también de la cuestión relativa al lugar apto para esta oración
personal.

En cuanto al lugar [de la oración] se debe saber que, si se reza bien, cualquier lugar es apto para orar.
En efecto: “En todo lugar, dice el Señor, ofrecedme incienso en oblación” [12], y: “Quiero, pues, que los
hombres oren en todo lugar” [13].
Pero para que cada uno pueda hacer sus propias oraciones en la quietud y sin distracciones, hay
también una prescripción [la cual dice] que se debe elegir en la propia casa, en cuanto sea posible, un
lugar muy santo, por así decir, y allí orar [14].

Los primeros cristianos –y así también los primeros monjes del desierto egipcio- cada vez
que les era posible, reservaban, en efecto, un lugar de su casa, que fuese oportunamente
tranquilo y orientado de un modo determinado [hacia el oriente], para recitar sus oraciones
privadas. Los oratorios de los primeros padres del desierto egipciano, que desde algunos
decenios se están desenterrando de la arena, son fácilmente reconocibles como tales. Esto,
naturalmente, no impedía a los cristianos orar con predilección también allí “donde los
creyentes se reúnen, como es natural”, continúa Orígenes,

porque [allí] se encuentran junto a la multitud de los creyentes tanto las potencias angélicas como “la
fuerza misma de nuestro Señor” [15] y Salvador, y además también de los espíritus de los santos y,
como yo creo, de aquellos ya separados [por la muerte] y, claramente, también de aquellos que están
todavía con vida, si bien no es fácil indicar el “cómo” [16].

Este espléndido testimonio de una firme y viva conciencia de lo que nosotros llamamos
“comunión de los santos”, y que ahora somos capaces de experimentar sólo con mucho
trabajo, tiene su origen desde la época en la cual los cristianos, en cuanto comunidad
perseguida de creyentes, no podían aún construir ninguna “iglesia” en sentido verdadero y
propio, y debían reunirse en las salas de las grandes casas privadas.

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Los padres habían tomado muy en serio para sí mismos la amonestación de Cristo respecto a
toda exhibición pública de la propia religiosidad, vale decir la hipocresía, aquel sutil vicio
propio del hombre religioso.
La vanagloria recomienda orar en las plazas, pero aquel que la combate ora en su habitación. [17]

Nosotros conocemos muchos dichos en los cuales los padres del desierto hacían de todo
para dedicarse al ejercicio ascético –y sobre todo a la oración- siempre en el ocultamiento.
El ejemplo de Cristo y también de algunos padres nos lleva sin embargo a reconocer que,
con esto, no se trataba solo de evitar pecados de vanidad. La oración es, en efecto, en su
esencia más profunda “un coloquio del intelecto con Dios”, durante el cual la presencia de
los otros puede ser causa de distracciones.

Abba Marcos dijo a abba Arsenio: “¿Por qué nos evitas? El anciano les dijo: “Dios sabe que los amo.
Pero no puedo estar con Dios y [al mismo tiempo] con los hombres. Los ejércitos celestiales que son miles
y decenas de miles tienen una única voluntad [18], los hombres en cambio tienen muchas voluntades.
Yo no puedo dejar a Dios e ir a los hombres”. [19]

Pero el peligro de la disipación a causa de la presencia de los otros, con los cuales además
tenemos la oración comunitaria, no es el último motivo por el cual el verdadero orante
desea la soledad. En el “estar con Dios”, del cual hablaba Arsenio, suceden en efecto, entre
el Creador y la creatura cosas que por su naturaleza no están destinadas a ojos y orejas
extrañas.

Un hermano fue a la celda de abba Arsenio en Escete. Él miró a través de la ventana y vio al anciano
arder totalmente como fuego. Pero el hermano era digno de ver esto. Cuanto golpeó, el anciano salió y
vio al hermano asustado y le dijo: “¿Golpeas la puerta desde hace tiempo? ¿Has visto algo aquí? Él le
respondió: “No”. Y después de haber hablado con él, lo despidió. [20]

Esta misteriosa “oración ardiente” nos es conocida también a través de otros padres [21]; de
ella habla Evagrio, como también Juan Casiano [23]. El tiempo idóneo para ella es sobre
todo la noche, cuya obscuridad aleja el mundo visible de nuestros ojos. Su lugar es el
desnudo “desierto”, la “altura de la montaña” que nos separa de todo y, donde esto es
inalcanzable: la “habitación” secreta.

[1] Evagrio, Pr. 49.


[2] Lc 9, 18.
[3] Mc 1, 35; Lc 5, 16

47
[4] Mt 14, 23; cf. Mc 6, 46; Lc 6, 12; 9, 28.
[5] Cf. Mc 1, 38.
[6] Mc 1, 36s
[7] Lc 22, 41 par
[8] Mt 6, 5-6
[9] Hechos 3,1
[10] Hechos 1,14 y passim.
[11] Hechos 10,9
[12] Ml 1,11
[13] 1 Tm 2,8
[14] Orígenes, Orat. XXXI, 4.
[15] Cf. 1 Cor 5,4
[16] Orígenes, Orat. XXXI, 5.
[17] Evagrio, Octo spir. VII, 12.
[18] Cf. Mt 6, 10.
[19] Arsenio 13.
[20] Isaías 4; José de Panefisis 6.7
[21] Evagrio, Or. III
[22] Casiano, Conl. IX, 15 ss.

-“Siete veces al día yo te alabo” (Sal 118, 164)-


P. Gabriel Bunge

El hombre, sobre esta tierra, está ligado al espacio y al tiempo. No menos importante que el
lugar apropiado es, por esto, el “tiempo adecuado y preferible” para la oración, como
afirmaba Orígenes.

Nosotros experimentamos el tiempo como un ordenado alternarse, del sol y la luna, de épocas
determinadas. Algunos de estos alternamientos se repiten cíclicamente, mientras en
cambio, en su conjunto, el tiempo de nuestra vida corre linealmente hacia el fin. Uno de los
secretos de la vida espiritual es, por consiguiente, la regularidad, que corresponde al ritmo
de nuestra vida. Sucede como en cualquier menester o arte: no es para nada suficiente, por
ejemplo, tocar de tanto en tanto algunos pocos compases del piano para convertirse en un
buen pianista. “El ejercicio es un buen maestro”, también en la oración. Un “cristiano
practicante”, según el concepto de los santos padres, no es un hombre que, más o menos
fielmente cumple su deber dominical, sino uno que ora durante toda su vida, día a día y
muchas veces al día, que practica regularmente su fe, del mismo modo que, cumple con las

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funciones vitales necesarias: comer, dormir, respirar… Sólo así su “actividad espiritual”
alcanzará la espontaneidad que parece obvia de las funciones vitales.

Para el hombre bíblico era algo natural tanto las reglas personales de oración como la
participación en la oración comunitaria o en el culto. Daniel se arrodillaba tres veces al día y
oraba a Dios (mirando hacia Jerusalén, porque se encontraba exiliado en Babilonia) [1]. Esta
era, probablemente, una costumbre común entre los hebreos devotos. Los salmos están
llenos de alusiones análogas. Los tiempos preferidos para la oración eran, manifiestamente,
a la mañana temprano [2], en la tarde [3] o en la noche [4], es decir, lo momentos de mayor
calma del día. Como hemos visto, estos son también los momentos que Cristo prefería para
retirarse a la oración solitaria.

La costumbre de orar tres veces al día, es decir, a la mañana, al medio día y a la tarde [5], o a
la tercia, a la sexta y a la hora nona, era ya una regla del cristianismo primitivo [6]. Los
antiguos padres se remitieron a los mismos apóstoles, que por su parte, sin embargo, habían
sido fieles simplemente a la costumbre hebreas, como muestra el ejemplo de Daniel. Así
escribe, por ejemplo, Tertuliano [7] entre el 200 y el 206:

Con respecto a los tiempos de oración no nos es absolutamente prescripto nada, sino de orar “en todo
momento” [8] y “en todo lugar” [9].

Tertuliano, después de haber tratado de aquel “en todo lugar”, que hay que entenderlo –él
dice- teniendo en cuenta la oportunidad y la necesidad, para no caer en contradicción con
Mt 6,5, continúa:

Considerando los tiempos, sin embargo, no es probablemente para nada superflua la observancia
exterior de ciertas horas, es decir aquellas horas comunitarias que marcan las partes principales del día
-tercia, sexta y nona- que se encuentran nombradas también en la Escritura como las más excelentes. El
Espíritu Santo fue derramado por primera vez sobre los discípulos reunidos juntos en la hora tercia
[10]. El día en el cual Pedro, con aquel mantel suntuoso tuvo la visión de la comunión [entre hebreos y
paganos], había subido a la terraza a la hora sexta para orar [11]. Él mismo, a la hora nona, iba con
Juan al templo, donde devolvió la salud al paralítico [12].

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Es verdad que Tertuliano no ve, en esta costumbre de los apóstoles, un precepto
vinculante, pero considera algo bueno dar a la oración “una forma estable” mediante estas
horas. El cristiano, “independientemente de las oraciones normales, las cuales debemos
hacerlas también sin propiamente una exhortación, al inicio del día y en la noche”, debería,
pues, “adorar a Dios no menos de tres veces al día -al menos- como ofrenda a las tres
personas, la del Padre, la del Hijo y la del Espíritu Santo” [13]. Con esto tendríamos cinco
momentos cotidianos de oración, como son hasta hoy conservados por los discípulos de
Maometo.

“No menos de” significa ya que el sentido de estas horas establecidas no puede ser el de orar
sólo en estos momentos, sea que esto suceda a la mañana y a la tarde, sea que suceda cinco
veces al día o también “siete veces al día” [14], como se acostumbró más tarde.

Si bien algunos fijan determinadas horas para la oración, como, por ejemplo, la tercia, la sexta, la
nona, es necesario decir que los “gnósticos” oran durante toda su vida, ya que él se esfuerza por estar
unido a Dios a través de la oración y, en definitiva, de abandonar todo lo que no le es útil, una vez que
ha llegado allá arriba, como uno que ya desde aquí ha alcanzado la perfección de quien se ha
convertido en un hombre maduro en el amor.
Además, también la repetición de las horas con sus tres intervalos, que es honrada con oraciones
adecuadas, es familiar a los que conocen la tríada bienaventurada de las santas moradas [15] [en el
cielo]. [16]

Este ideal “gnóstico” cristiano, es decir del contemplativo en posesión del don del verdadero
conocimiento de Dios, que Clemente de Alejandría formuló bien antes de surgir el
monaquismo organizado, ha sido asumido más tarde por los discípulos de Antonio. Los
padres del desierto conocían solo dos tiempos fijos para la oración, al inicio y al final de la
noche, que no eran ni siquiera especialmente largos. Para el resto del día y de buena parte
de la noche se servían de un “método” determinado, como veremos más adelante, para
tener su “espíritu constantemente en oración”. El monaquismo palestinense conoció pronto
un número más grande de tiempos establecidos para la oración. Así, por ejemplo, el obispo
Epifanio de Salamina en Cipro, originario de Palestina, dedicaba siete momentos de oración
por las indicaciones esparcidas en el Salterio.

[Epifanio de Salamina] decía: El profeta David oraba “por la noche” [17], “se levantaba a
medianoche” [18], “antes del alba” [19] invocaba ayuda [de Dios], “a la mañana se ponía de pie” [20]

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[delante de Dios], “al alba” imploraba, “a la tarde y al medio día” [21] oraba. Por esto dice: “Siete
veces al día yo te alabo” [22].

A pesar de esto, sin embargo, su ideal era el de la “oración continua”, que en el fondo ya se
encontraba a su vez trazado en los salmos. El salmista afirma, en efecto, que él “grita a Dios
todo el día” [23], o bien, que medita “la ley día y noche” [24], es decir, de hecho, siempre.

Al bienaventurado Epifanio, obispo de [Salamina] en Cipro, fue mandado decir por el abad del
monasterio que él poseía en Palestina: “Gracias a tus oraciones no hemos descuidado nuestra regla, sino
que con celo celebramos la hora prima, tercia, sexta, nona y las vísperas”. Y él lo reprendió y le dijo:
“Es evidente que ustedes descuidan las otras horas del día dejando de orar. ¡El verdadero monje, en
efecto, debe tener “incesantemente” [25] en su corazón la oración y la salmodia!” [26]

La observancia de un número determinado y fijo de tiempos de oración distribuidos a lo


largo del día (y de la noche), cosa que exige una cierta autodisciplina, tiene, en definitiva, el
único objetivo de crear puentes, gracias a los cuales nuestro espíritu inestable logra ir más
allá del flujo del tiempo. A través de este ejercicio, se consigue aquella agilidad y ligereza de
movimiento, del cual ningún artista o artesano pude prescindir. Ciertamente, en parte, esto
es simple “rutina”, pero esta es necesaria para llevar a cumplimiento lo que está
propiamente en cuestión, el arte: de la carpintería, de tocar el violín, del jugar a la pelota…
y, precisamente, también de la oración, que es la más alta y la más perfecta actividad de
nuestro espíritu, como asegura Evagrio [27]. Mientras más grande es la habilidad, tanto más
grande es el efecto de la perfecta naturaleza del movimiento y tanto más grande es también
la alegría que, en esto, experimentamos.

Como en todo arte, sin embargo, también en el cotidiano ejercitase en la oración hay de
tanto en tanto determinados obstáculos por superar. El peor adversario es un cierto, a
menudo no definible, disgusto, que se presenta también cuando no nos falta el tiempo
disponible.

Este estado de disgusto, que también para los padres era bien conocido, puede a veces
volverse tan fuerte para el monje –así él lo piensa, en todo caso- que es capaz ya de no
recitar su “oficio” cotidiano. Entonces, si cede, llega incluso al final hasta de dudar del
sentido de su existencia. Injustamente, porque

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combates como estos vienen por una especie de abandono por parte de Dios, para poner a prueba la libre
voluntad [y ver] por cual parte se inclina. [28]

¿Qué se debe entonces hacer? Se debe hacer lo posible, poniendo en movimiento la


voluntad de observar, en cada caso, el número prescripto de los tiempos de oración, si bien
se puede reducir el “oficio” mismo a un mínimo de salmos, de tres “Gloria al Padre”, de un
“Trisagion” y de una metanía –en el caso en el cual se está todavía en condiciones de hacer
esto-. Cuando la opresión el alma es muy grande, es necesario recurrir a un último
remedio.

Cuando crece la violencia de este combate en contra de ti, oh hermano, y te cierra la boca y no te
permite recitar el oficio, ni siquiera en el modo en el cual se ha dicho arriba, entonces oblígate a ti
mismo a ponerte de pie y a ir de arriba a abajo por tu celda, saludando la cruz y haciendo metanías
ante ella. Entonces nuestro Señor, en su gracia, hará cesar en ti [este combate]. [29]

Cuando las palabras parecen haber perdido todo su sentido, permanezcamos sólo con el
gesto del cuerpo: un tema sobre el cual volveremos más delante de manera detallada.

***

[1] Dn 6, 10.13
[2] Sal 5,4; 58,17; 87, 14; 91, 3
[3] Sal 54, 18; 140,2
[4] Sal 76, 3-7; 91,3; 118, 55; 133, 2
[5] Sal 54, 18
[6] Didagé 8,3
[7] Tertuliano, Oratione 23
[8] Lc 18,1
[9] 1 Tm 2,8
[10] Hechos 2, 15
[11] Hechos 10, 9
[12] Tertuliano, Oratione 25. Referencia a Hechos 3,1.
[13] Ibid.
[14] Sal 118, 164
[15] Cf. Clemente de Alejandría, Strom. VI, 114, 3.
[16] Ibid. VII, 40, 3-4.
[17] Sal 118, 147.
[18] Sal 118, 62.
[19] Sal 118, 148.

52
[20] Sal 5,4.
[21] Sal 54, 18
[22] Epifanio 7. Última cita: Sal 118, 164
[23] Sal 31,3.
[24] Sal 1,2.
[25] 1 Ts 5, 17.
[26] Epifanio 3.
[27] Evagrio, Or. 84.
[28] Hazzaya 87, p. 361.
[29] Ibid. 92, p. 367.

“¡Feliz quien vela!” (Apoc 16, 15)


P. Gabriel Bunge

El hombre moderno está acostumbrado a considerar la noche sobre todo como un tiempo
de justo reposo. Si, sin embargo, permanece despierto por su voluntad, es con motivo de su
trabajo o por una fiesta o por cosas de ese tipo. El hombre bíblico y los padres dormían,
ciertamente, como todos los hombres, sin embargo, la noche era para ellos considerada
también el tiempo predilecto para la oración.

***

Cuántas veces se dice en los salmos que el orante “medita” [1] la ley de Dios no sólo de día,
sino también de noche; que de noche tiende sus manos en oración a Dios [2]; que “en el
corazón de la noche se levanta para alabar a Dios por sus justos decretos” [3]… Como ya
hemos visto, también Cristo tenía la costumbre “de pasar la noche en oración a Dios” [4], o
bien de salir “a la mañana, cuando estaba aún todo oscuro”, a un lugar desierto para orar [5].

El Señor enseña después con insistencia a sus discípulos “a velar y a orar” [6] y da también un
nuevo motivo: “Vosotros no conocéis el tiempo” del retorno del Hijo del hombre [7] y, por
consecuencia, debilitados por el sueño, podréis “caer en tentación” [8].

También el Apóstol, que según su mismo testimonio pasaba muchas noches en vela [9],
exhorta con insistencia “a perseverar en la oración y a velar, dando gracias a Dios” [10]. Por

53
último, pero no menos importante, a través de este velar en la oración el cristiano se
diferencia de los somnolientos hijos de este mundo.

Pero vosotros, hermanos, no estéis en las tinieblas, para que aquel día [del retorno del
Señor] pueda sorprenderos como un ladrón: todos vosotros en efecto sois hijos de la luz e
hijos del día. ¡Nosotros no somos de la noche, ni de las tinieblas! No durmamos por lo tanto
como los otros, sino que permanezcamos en vela y seamos sobrios. Los que duermen, en
efecto, duermen de noche; y los que se emborrachan, se emborrachan de noche. Nosotros,
en cambio, que somos del día, debemos ser sobrios… [11]

La iglesia antigua inmediatamente tomó en serio el ejemplo de Cristo y el de los apóstoles y


puso en práctica sus exhortaciones. El velar es parte, en efecto, de las más antiguas
costumbres de la iglesia primitiva.

Velad sobre vuestra vida. Vuestras lámparas no se apaguen [12], y no se relajen vuestras
caderas [13], sino estad preparados. En efecto, no conocéis la hora en la cual nuestro Señor
vendrá. [14]

El verdadero cristiano es semejante a un soldado. La oración es su “muro de la fe” y su


“arma de defensa y de ataque contra el enemigo que espía por todos lados”. Por esto, él no
está “jamás sin armas”.

¡De día no nos olvidemos de estar en guardia, de noche no nos olvidemos de velar!
Revestíos del arma de la oración, protejamos el estandarte de nuestro caudillo y, orando,
esperemos la trompeta del ángel. [15]

Este “rasgo escatológico” del esperar con ansias el retorno del Señor, de los primeros
cristianos, que todavía debían poner a prueba su fe en medio de las persecuciones, a
menudo sangrientas, ha pasado a aquellos “soldados de Cristo”, como se los consideraban a
los antiguos monjes.

Allí se los puede ver, [mientras viven] esparcidos en los desiertos, esperar a Cristo como los
hijos legítimos esperan a su padre, o como un ejército espera a su rey, o como una sierva
digna espera a su dueña y liberadora.
Entre ellos no hay preocupaciones por el vestido, ni se preocupan por el alimento, sino
únicamente, [por el canto] de los himnos [16], en la espera de la venida de Cristo. [17]

54
Teniendo a la vista este objetivo, programaban todo el curso de sus jornadas:

Respecto al sueño nocturno, adora por dos horas por las tarde, calculándolas por la puesta
del sol [18], y, después de haber glorificado [a Dios], duerme seis horas [19]. Luego
levántate para la vigilia nocturna y transcurre [en oración] las otras cuatro horas [hasta el
surgir del sol]. [20]
Haz lo mismo en el verano; con un acortamiento, sin embargo, y con menos salmos, a causa
de la brevedad de las noches. [21]

Para calcular el tiempo, en lugar de los relojes de precisión, evidentemente no aún


disponibles, se servían del número de los versículos de los salmos que, en base a la
experiencia, se podían recitar en una hora [22]. Seis horas de sueño, la mitad de la noche
[23], es una cantidad del todo razonable. Es verdad, que el levantarse de noche implica un
cierto esfuerzo de voluntad. No nos asombra, por tanto, que con el tiempo, el celo
primitivo se haya venido a menos, también entre el clero. Por este motivo, el gran asceta
Nilo de Ancira exhorta con insistencia al diácono Giordano:

Si Cristo mismo, el Señor de todas las cosas, queriendo enseñarnos a velar y a orar, “pasaba
la noche en oración” [24], y también “Pablo y Silas a media noche cantaban himnos a Dios”
[25] y también el profeta dice: “En el corazón de la noche me levanto para alabarte por tus
justos decretos” [26]. ¡Me asombro como tú, que duermes y roncas toda la noche, no seas
condenado por tu conciencia! Toma, por esto, también tú la decisión de sacudirte del sueño
que conduce a la muerte y dedicarte infatigablemente a la oración y a la salmodia. [27]

El velar en oración, que nunca para los padres ha sido fácil y que ha necesitado siempre un
cierto esfuerzo de voluntad, en ninguna época ha sido una simple proeza ascética con el
objetivo de “vencer la naturaleza”. La naturaleza, así, maltratada, antes o después terminaría
por tomarse justicia.

El hombre bíblico y los padres tenían distintos motivos para dar tanta importancia al velar
en oración. Se ha ya hablado de la escatológica “espera con ansias del Señor”, que debería
caracterizar, normalmente, a todo cristiano: esto confiere al tiempo una cualidad
completamente nueva, dando un objetivo estable a su infinito transcurrir e imprimiendo así
su impronta a toda la vida que tiende hacia este objetivo. Es bien distinto del “vivir al día” de
aprovechar el tiempo como sabios” [28], sabiendo que no conocemos “el día del Señor”.

55
El velar produce en el orante aquella “sobriedad” que custodia al cristiano de la somnolencia
y de la ebriedad de los hijos de las tinieblas. Pero la sobriedad del espíritu, que lo “hace
sutil”, a diferencia del sueño que lo “vuelve burdo”, abre a aquel que vela a la visión de los
misterios de Dios.

El sueño se aleja de aquel que vigila la propia grey como Jacob [29], y si incluso por un
momento lo sorprende, el sueño es para él como para otro el velar. El fuego del ardor de su
corazón no permite, en efecto, que se hunda en el sueño. Él, en efecto, salmodia con David
y canta: “Ilumina mis ojos, para que no me duerma en la muerte” [30].

Quien ha llegado a esta medida y ha gustado su dulzura, entiende estas palabras. En efecto,
un hombre así no se ha embriagado del sueño material, sino que hace uso del sueño sólo en
la medida que lo necesita su naturaleza [31].

¿Qué se entiende con “esta medida” y su “dulzura”? Lo deja intuir una palabra del padre de
los monjes, Antonio, que a nosotros nos ha sido transmitida por Juan Casiano, el cual, a su
vez, la ha escuchado de abba Isaac:

A fin de que te des cuenta del estado de la oración verdadera, no les quiero exponer mi
enseñanza, sino la del bienaventurado Antonio. De él nosotros sabemos que, a veces,
permanecía parado tanto tiempo en oración que, cuando oraba en éxtasis y la luz del sol
surgía, lo escuchábamos gritar con ardor de espíritu: “¿Por qué me distraes, oh sol…
únicamente por esto te levantas ahora, para sacarme del camino de la claridad de la
verdadera luz?” [32]

Evagrio asegura, en efecto, que sólo con dificultad nuestro espíritu logra de día ver el
mundo espiritual inteligible, porque, a la luz del sol, nuestros sentidos se distraen con las
cosas que son visibles y que disipan el espíritu. De noche, sin embargo, en el tiempo de la
oración este es capaz de contemplarlo, cuando se muestra a él todo irradiado de luz [33]…
Evagrio mismo obtiene tal revelación del mundo espiritual, cuando de noche, mientras
estaba velando, meditaba sobre el texto de uno de los profetas [34].

Hoy, los únicos que todavía “velan en oración”, en el sentido de que se levantan en el
corazón de la noche y recitan su oración coral, son prácticamente los miembros de algunas
órdenes austeras, las llamadas “órdenes contemplativas”. El ritmo de la vida moderna,

56
dominado por el orgullo que marca minutos y segundos, con todo su stress, no es favorable
a esta práctica. La vida del hombre de la antigüedad transcurría más tranquilamente. El día,
entre el surgir del sol (alrededor de las 6:00 hs) y la puesta del sol (alrededor de las 18:00
hs), estaba subdivido en partes de tres horas cada una, es decir, a las 9:00, 12:00 y 15:00 hs.

“En estos últimos tiempos”, incluso la mayor parte de los miembros de las ordenes deberán
contentarse con menos. Sin embargo, el ejemplo de Cristo y la regla expuesta en el texto
citado arriba de la carta del recluso Juan de Gaza ayudan a entender de qué se trata y cómo,
aún hoy, es posible “velar en oración”. En efecto, es difícil que el mismo Cristo haya
transcurrido todas las noches en oración. Él tenía, sin embargo, la costumbre manifiesta de
retirarse a orar por la tarde, después de la puesta del sol, o bien “a la mañana temprano,
cuando estaba todavía completamente oscuro”, como ya hacía el orante de los salmos. Son
justamente estos los tiempos que también los padres reservaban generalmente para la
oración. Cada uno deberá encontrar la medida a través de la propia experiencia y con el
consejo de su padre espiritual, que deberá tener en cuenta la edad, la salud y la madurez
espiritual. En todo caso, es seguro una cosa: sin la fatiga del velar, ninguno consigue la
“sobriedad” del espíritu que el monje Hesiquio del monte Sinaí alaba de modo tan
apasionado:

Qué virtud amable y gustosa, luminosa y agradable, extraordinaria, resplandeciente y bella


es la sobriedad, que es bien guiada por ti, Cristo nuestro Dios, y progresa con mucha
humildad en el intelecto humano vigilante. En efecto, extiende “hasta el mar y hasta el
abismo” de las contemplación sus ramas y “hasta los ríos” de los amables y divinos misterios
“su polen” [35]… la sobriedad se asemeja a la escala de Jacob sobre la cual Dios se detiene y
los ángeles suben… [36]

***

[1] Sal 1,2


[2] Sal 76, 3; 133,2
[3] Sal 118, 62
[4] Lc 6,12
[5] Mc 1, 35.
[6] Mc 14, 38; cf. Lc 21, 36.

57
[7] Mc 13, 33 par.
[8] Cf. Mt 26, 41 par.
[9] 2 Cor 6,5; 11,27.
[10] Col 4,2; cf. Ef 6,18.
[11] 1 Ts 5,4 ss
[12] Cf. Mt 25, 8.
[13] Lc 12,35
[14] Didagé 16,1; Última referencia: Mt 24, 42.44
[15] Tertuliano, Oratione 29.
[16] Cf. Ef. 5, 19.
[17] HM Prol. 7.
[18] Es decir, alrededor de las horas 18:00 a las 20:00 hs.
[19] De las 20:00 a las 2:00 hs
[20] De las 2:00 a las 6:00 hs
[21] Barsanufio y Juan, Carta 146.
[22] Ibid. 147.
[23] Ibid. 158. En el desierto de Escete era normal dormir un tercio de la noche, es decir
cerca de cuatro horas; cf. Vie d’ Evagre D (con nota), en Quatre ermites égytiens. D’ après les
fragments coptes de l’Histoire Lausiaque, ed. G. Bunge-A. de Vogüé, Bellefontaine 1994, pp.
159s.
[24] Lc 6, 12
[25] Hechos 16, 25
[26] Sal 118, 62
[27] Nilo de Ancira, Epistolae III, 127.
[28] Ef 5, 15 s.
[29] Cf. Gen 31, 40.
[30] Sal 12, 4
[31] Barsanufio y Juan, Carta 321.
[32] Casiano, Conl. IX, 31
[33] Evagrio, KG V, 42.
[34] Vie d’ Evagre J, en Quatre ermites, p. 164.
[35] Cf. Sal 79, 12
[36] Hesiquio el Presbítero, A Teodulo. Discurso breves útiles para la salvación del alma, sobre la
sobriedad y la virtud 50-51 (cf. Filocalia I, p. 240)

58
-“Oraron y ayunaron” (Hechos, 14, 23)-
P. Gabriel Bunge

Como el velar, desde los tiempos bíblicos, está estrictamente ligado a la oración,
igualmente sucede con otro ejercicio del cuerpo: el ayuno, que no debe, por esto,
permanecer olvidado, tanto más que desde la antigüedad está ligado también a tiempos bien
precisos. En occidente, sin embargo, el ayuno es conocido hoy por la mayor parte de las
personas sólo en la forma secularizada del “ayuno curativo”. La “gran Cuaresma” que
precede a la Pascua, por ejemplo, en la vida cotidiana de los mismos cristianos practicantes
en sustancia no cambia nada. Como se ha dicho, no fue siempre así, y también en el oriente
cristiano sucede aún hoy de modo diverso.

***

Oración y ayuno desde los tiempos antiguos están unidos recíprocamente de modo tan
estrecho, que ya en la Sagrada Escritura son a menudo nombrados juntos, porque “bueno es
la oración con el ayuno” [1]. La vieja profetisa Ana “servía a Dios noche y día con ayunos y
oraciones” [2]; del mismo modo hacía Pablo [3] y la comunidad primitiva [4]. Esta
costumbre está tan firmemente radicada en la primitiva tradición cristiana, que algunos
copistas a la palabra “oración” agregaron espontáneamente la palabra “ayuno”, incluso allí
donde originariamente –con probabilidad- no existía, como en Mateo 17, 21; Mc 9, 29;
1Cor 7, 5.

A primera vista podría parecer que la antigua práctica cristiana del ayuno no pueda referirse
a la palabra y al ejemplo de Cristo, más bien, parece incluso contradecirlo. Seguramente
Cristo ha ayunado una vez, cuarenta día y cuarenta noches en el desierto [5], y, por lo
demás, por muchos era considerado más bien “un comilón y un bebedor” [6], porque no
tenía temor de comer con “publicanos y pecadores”, más bien, a menudo era él mismo el
que tomaba la iniciativa, tanto como para provocar la pregunta sobre los motivos por los
cuales los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos “ayunaban frecuentemente y
oraban”, y sus discípulos, en cambio, no [7]. ¿Han, pues, Pablo y la comunidad primitiva
malinterpretado a Cristo, comportándose, en definitiva, del mismo modo que los discípulos
de Juan y que los de los fariseos?

Absolutamente no, porque Cristo no despreciaba ciertamente el ayuno, así como no


despreciaba la oración. Ambos les interesaba, sin embargo, preservaba a sus discípulos de
todo tipo de hipocresía y de vanidosa ostentación de la propia “religiosidad”.

59
Cuando ayunéis, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro
para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa. Tú,
en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea
conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo
secreto, te recompensará. [8]

Vale para el ayuno, lo que vale para la oración: ciertamente ayunan también los discípulos
de Cristo, pero estos lo hacen sólo por amor de Dios, no para ser vistos y alabados. Lo mismo
vale para la limosna y, en el fondo, para toda práctica virtuosa. Los padres, que
notoriamente eran grandes ayunadores, han tomado esto muy en serio. Si acaso, es dicho
del ayuno que se debe “sellar el buen perfume de las propias fatigas [ascéticas] con el
silencio”:

¡Como escondes tus pecados ante los hombres,


así esconde ante ellos también tus fatigas! [9]

Con esto, los padres estaban bien lejos de sobrevalorar el valor de las “obras” corporales y,
por tanto, también del ayuno.

Se le preguntó a un anciano: “¿cómo puedo encontrar a Dios?”. Dijo: “A través de los


ayunos, las vigilias, las fatigas, la misericordia y, antes que todos estos [ejercicios], a través
del discernimiento. Te digo, en efecto, que muchos han atormentado su carne sin
discernimiento y se han ido vacíos, sin nada. Nuestra boca huele mal por el ayuno,
conocemos las Escrituras de memoria, hemos recitado todo David [es decir el Salterio], y no
tenemos esto que Dios busca: el amor y la humildad” [10]

Cristo, pues, tenía un motivo muy concreto para no tener en cuenta algunas costumbres
relativas al ayuno que por entonces era común su uso entre los “piadosos de Israel”, y eximir
de ellas también a sus discípulos: la presencia del “esposo” [11]. En este breve tiempo
privilegiado de su presencia estaba en juego algo más: “¡El reino de Dios está cerca,
convertíos y creed en el evangelio!”[12]. Cristo se servía de las comidas justamente como de
un medio privilegiado para hacer conocer a todos el gozoso mensaje de la reconciliación y la
llamada a la conversión: a los jefes de los fariseos [13], a los publicanos influyentes [14],

60
como así también a los “pecadores” de todas clases [15]. El comer justamente como signo de
reconciliación: también esta enseñanza han tomado muy en serio los padres del desierto.

Si tu hermano te exaspera,
condúcelo a tu casa,
y no tengas temor de entrar con él,
y comer con él tu bocado.
Haciendo esto,
en efecto, salvarás tu alma
y en el momento de la oración
te será evitado todo escándalo. [16]

Comúnmente se considera, en efecto, que “los regalos extinguen el rencor”, como ya decía
el sabio Salomón [17]. Pero los padres del desierto no poseían casi nada para poder dar
como regalo. Por esto “nosotros, que somos pobres, compensamos nuestra indigencia con
[una invitación] a la mesa”, aconseja Evagrio [18].

Por tanto, “el ayuno es ciertamente útil y necesario, pero depende de nuestra elección”
[19]. Otra cosa es, en cambio, el mandamiento divino del amor: este deroga todas las
prácticas humanas, incluso las útiles. El precepto de la hospitalidad suprime, en efecto,
también las reglas del ayuno, incluso si se debiese preparar con suntuosidad la mesa seis
veces al día … [20]

Una vez dos hermanos fueron a ver a un anciano. Ellos tenían la costumbre de no comer
cada día. Cuando, pues, vio a los hermanos, se alegró y dijo: “el ayuno tiene su recompensa.
Por otra parte, quien come por amor cumple dos mandamientos, porque abandona su
propia voluntad y cumple el precepto [del amor]”. Y dio de comer a los hermanos. [21]

Siempre teniendo presente este precepto del amor, los discípulos de Cristo, después “que le
fue quitado el esposo”, no fueron en nada inferiores a los discípulos de los fariseos y a los de
Juan el Bautista en cuanto al ayuno [22], si bien estos, desde los primeros tiempos, a
diferencia de los hebreos, no ayunaban los lunes y los jueves, sino el miércoles y el viernes
[23].

61
Ya que el ayuno pertenece, al mismo tiempo, a los ritos penitenciales, está claro que, desde la
antigüedad, han sido excluidos aquellos días en los cuales los cristianos hacen memoria del
retorno del “esposo” Cristo.

Entre los monjes de Egipto, desde la tarde del sábado, vigilia del día del Señor, hasta la
tarde siguiente, no se arrodillaban; así también, por todo el tiempo de la Quincuagésima
[entre Pascua y Pentecostés], y en este período no se observaba ninguna regla del ayuno.
[24]

Si, pues, el ayuno, como todas las otras “austeridades” corporales de este tipo, tiene sólo un
valor relativo, entonces, ¿qué sentido tiene? Una primera motivación la nombra ya el
salmista: este “humilla al alma” [25], al contrario, es decir, del comer que exalta al alma
hasta la apostasía de Dios [26]. En efecto, el ayuno corporal recuerda al hombre, de modo
sensible, “que él no vive sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”, del
cual es deudor justamente también del pan necesario para vivir. Precisamente considerando
esta experiencia, Dios había “humillado y hecho probar el hambre” al pueblo de Israel en el
desierto [27].

El significado espiritual del ayuno es, pues, ante todo este: hacer humilde al alma. “Nada en
efecto humilla tanto al alma como el ayuno” [28], porque hace experimentar de modo
elemental la completa dependencia de Dios. Para impedir el paso a esta humildad del corazón
están nuestras múltiples “pasiones”, aquellas “enfermedades del alma” que no le permiten
comportarse “naturalmente”, es decir de modo conforme a la creación. El ayuno es, por
tanto, un medio excelente para “cubrir” estas pasiones, como dice Evagrio explicando
alegóricamente el versículo de un salmo:

El ayuno es una manta del alma, que esconde sus pasiones, es decir las infames
concupiscencias y la cólera irracional. Quien, pues, no ayuna, se descubre de modo
vergonzoso [29], como Noé borracho [30], al cual Evagrio alude aquí. El sentido del ayuno
corporal es, por consecuencia, purificar al alma de los infames vicios e infundirles un
espíritu humilde. Sin esta “pureza de corazón”, ya sólo pensar en la “verdadera oración” sería
una impiedad.

Quien está [todavía] cautivado por los pecados y por los ímpetus de cólera y osa tender
descaradamente al conocimiento de las cosas divinas o incluso acceder [al lugar] de la

62
oración inmaterial, espera la reprobación del Apóstol, según el cual no está sin peligro “orar
con la cabeza desnuda y no cubierta”. Tal alma, en efecto, afirma el Apóstol, “se dice que
tiene una autoridad sobre la cabeza con motivo de los ángeles que están alrededor” [31],
mientras se cubre con el debido pudor y humildad [32].

Además de esto, el ayuno tiene también un significado práctico.

Un estómago que languidece


está en condición de velar en oración,
un estómago lleno, por el contrario,
provoca sueño abundante [33]

Esta ventaja práctica tiene, a su vez, un objetivo espiritual, y es este el que verdaderamente
cuenta:

Un espejo sucio
no refleja claramente la figura que cae sobre él,
y un espíritu vuelto obtuso por la saciedad
no acoge el conocimiento de Dios. [34]

La oración del ayunador


es una cría de águila que vuela alto,
y la del crapulón cargada de la saciedad
es arrastrada hacia abajo. [35]

El intelecto del ayunador


es una estrella que brilla en el cielo sereno,
y el del crapulón
permanece escondida en una noche sin luna.[36]

En otras palabras, a la par del velar, también el ayunar prepara el espíritu del orante a la
contemplación de los divinos misterios.

Si, pues, para aquel que quiere “orar de un modo verdadero”, el ayunar es indispensable
tanto como el velar, este sin embargo, como todo en la vida espiritual, “debe hacerse en los
tiempos debidos y con medida”, justamente porque cada uno tiene su medida en base a sus
fuerzas, a su edad y a sus condiciones de vida.

63
Ya que lo que es in medida y fuera de tiempo es de breve duración.
Y lo que es de breve duración es nocivo más que útil. [37]

***
[1] Tb 12, 8.
[2] Lc 2, 37.
[3] 2 Cor 6,5; cf. 11, 27.
[4] Hechos 13,3
[5] Mt 4,2 par.
[6] Mt 11, 19.
[7] Lc 5, 33.
[8] Mt 6, 16-18.
[9] Evagrio, Eulog. 14.
[10] Nau 222 (Dichos, pp. 208 s.)
[11] Mt 9, 15.
[12] Mc 1, 15.
[13] Lc 7, 36 ss.
[14] Lc 9, 1ss.
[15] Mt 9, 10 s. y passim.
[16] Evagrio, Mon. 15.
[17] Cf. Pr 21, 14.
[18] Evagrio, Pr 21, 14.
[19] Casiano 1
[20] Casiano 3.
[21] Nau 288 (cf. Dichos, p. 247).
[22] Mt 9, 15.
[23] Didagé 8, 1.
[24] Casiano, Inst. II, 18.
[25] Sal 34, 13.
[26] Cf. Dt 8, 12 ss.; 32, 15 y passim.
[27] Dt 8, 3.
[28] Evagrio, In Ps. 34, 13.
[29] Ibid. 68, 11.
[30] Gen 9, 21.
[31] 1 Cor 11, 5.10
[32] Evagrio, Or. 145.
[33] Evagrio, Octo spir. I, 12.
[34] Ibid. I, 17.
[35] Evagrio, Octo spir. I, 14.
[36] Ibid. I, 15. [37] Evagrio, Pr 15.

64
“Oración y súplicas con lágrimas” (Heb 5,7)
P. Gabriel Bunge

Nadie se maravilla si un hombre derrama lágrimas porque ha sido afectado por un gran
dolor. También las lágrimas de alegría nos son familiares. Pero, ¿las lágrimas en la oración?

Para los padres, en realidad, lágrimas y oración iban juntas, inseparablemente, y no eran en
absoluto consideradas un signo de inoportuno sentimentalismo. Esto vale también para el
hombre bíblico.

Escucha mi oración, Señor,


acerca el oído a mi grito,
no seas sordo a mis lágrimas [1]

Las lágrimas acompañan sobre todo a la “súplica” (déesis). Así, por ejemplo, es entre las
lágrimas que un padre desesperado pide la curación de su hijo [2], como también es entre las
lágrimas que la pecadora, sin hablar, pide a Cristo el perdón [3].

Y Cristo mismo “en los días de su vida terrena ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos
y lágrimas a aquel que podía liberarlo de la muerte” [4]

Las lágrimas pertenecen al “modo práctico” de la oración, porque son parte de las fatigas de
la praktiké, es decir del primer grado de la vida espiritual.

“Aquellos que siembran entre lágrimas, cosechan entre cantares”: Los que realizan la praktiké
entre las fatigas, “siembran entre lágrimas”. Aquellos en cambio que reciben sin fatiga el
conocimiento, “cosechan con júbilo” [5]

¿Por qué esta insistencia sobre la necesidad de las lágrimas, que suena tan extraña para el
hombre moderno? El cristiano ¿no está destinado, sin embargo, a la alegría?

Seguro, pero los padres juzgan la condición del hombre de modo más realista que nosotros.

65
Abba Longino poseía una gran compunción durante la oración y la salmodia. Un día su
discípulo le preguntó: “Abba, ¿es esta la regla espiritual, que el monje llore siempre durante
su oficio?” Y el anciano respondió: “Sí, hijo mío, esta es la regla que Dios nos pide. En
principio, en efecto, Dios no ha creado al hombre para que llorase, sino para que se alegre y
exulte, le dieran gloria [con corazón] puro de pecado e íntegro como los ángeles. Pero,
cuando el hombre cayó en el pecado, tuvo necesidad de las lágrimas. Y todos aquellos que
han caído, tienen la misma necesidad. En efecto, donde no hay pecados, no son necesarias
tampoco las lágrimas” [6]

Objeto de este primer grado de la vida espiritual es, por tanto, sobre todo lo que la
Escritura y los padres llaman “penitencia”, “conversión”, “cambio de mentalidad” (metánoia).
Sin embargo, ya al sólo pensamiento de tal conversión se contraponen inesperadas
resistencias interiores.

Evagrio con este propósito habla de una cierta “dureza” (agriótes, lit.: “rudeza”) interior o
“insensibilidad” (anaisthesía) espiritual [7] y entumecimiento, contra los cuales son de ayuda
sólo las lágrimas de “luto” (pénthos) espiritual.

Pide antes que otra cosa el don de lágrimas para ablandar, por medio de la compunción, la
dureza que permanece en tu alma y para obtener por él, “mientras confiesas en contra de ti
al Señor tu iniquidad” [8], el perdón [9].

Esta “dureza” es ciertamente revelada a cada hombre en la forma de aquel oprimente estado
de ánimo que los padres llaman akedía, taedium cordis, desánimo, disgusto, vacío interior…
Las lágrimas son para esto un poderoso remedio.

Oprimente es la tristeza
e insoportable el tedio,
pero las lágrimas a Dios
son más poderosas que ambos.[10]

Al contrario, “el espíritu de akedía alejan las lágrimas y el espíritu de tristeza destruye la
oración” [11]. ¿Qué hacer pues si nos encontramos en el callejón ciego de la aridez interior,
del tedio y de la tristeza? Evagrio aconseja entonces de

66
dividir, entre las lágrimas, al alma en dos partes, una de las cuales consuela y la otra es
consolada, sembrando en nosotros mismos una esperanza buena y cantando en nosotros las
palabras encantadoras del santo David: “¿Por qué te entristecéis, alma mía, y por qué me
turbás? Espera en Dios, para que yo conozca: la salvación de mi rostro y mi Dios” [12]

Pero, pues, más allá de que sea agradable al Señor una oración presentada entre lágrimas
[13], ¡éstas no pueden volverse fin en sí mismo! En efecto, en toda actividad ascética del
hombre, en cuanto es su actividad, está implícita la fatal tendencia a hacerse autónoma. El
medio se vuelve imprevistamente el fin.

Si incluso derramases ríos de lágrimas en tu oración, no te ensoberbezcas absolutamente en


ti mismo, como si tú te encontrases por encima de la masa. En efecto, tu oración ha
recibido sólo una ayuda [divina] para hacerte capaz de confesar prontamente tus pecados y
atraer sobre ti la benevolencia del Señor a través de las lágrimas.
No transformar, por tanto, en pasión el medio de defensa contra las pasiones mismas, ¡para
no hacer enojar aún más al dador de la gracia! [14]

Quien pierde de vista el objetivo de las lágrimas, es decir la “extremadamente amarga


conversión” [15], corre el peligro de “perder la cabeza y de desviarse” [16]. Por otra parte,
ninguno se imagina, en cuanto “progresado”, de no tener más necesidad de las lágrimas.

Cuando te parezca que no tienes más necesidad de las lágrimas en tu oración a causa de los
pecados, entonces presta atención a cuánto te has alejado de Dios, mientras en cambio,
deberías estar establemente junto a él, y derramar muchas más calurosas lágrimas. [17]

Esta advertencia, fruto de una objetiva valoración de la realidad humana, vale además para la
praktiké en su conjunto. Así, Evagrio advierte, por ejemplo, al “gnóstico”, es decir, al
contemplativo “que ha sido hecho digno de conocimiento”:

San Pablo “trataba duramente a su cuerpo y lo arrastraba a la esclavitud” [18]. No descuides,


pues, durante toda tu vida, tu dieta y no expongas a la reprobación a la impasibilidad,
humillándola a través de un cuerpo robusto. [19]

Incluso, si el hombre ha alcanzado el objetivo de la “vida práctica”, es decir el estado de la


paz interior del alma, ¡no desaparecen, sin embargo, las lágrimas! Sin embargo, en este

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nivel, ellas se vuelven la expresión de la humildad y, como tales, una garantía de la
autenticidad de este estado de quietud frente a sus multiformes falsificaciones demoniacas
[20]. En consecuencia, los padres consideraron a las lágrimas incluso como signo de la
proximidad del hombre a Dios, como ya mencionaba Evagrio.

Un anciano dijo: “Un hombre que permanece en su celda y medita los salmos es semejante a
un hombre que está fuera y busca al rey. Aquel que ‘ora incesantemente’ es semejante a
quien habla con el rey. Quien en cambio pide entre lágrimas es semejante a aquel que abraza
los pies del rey e implora de él misericordia, como la prostituta [21] que en poco tiempo
lavó con sus lágrimas todos sus pecados” [22]

Seguro, Dios no ha creado al hombre para que llore, sino para que viva en la alegría, como
dijo un padre. Pero en Adán han caído todos y, por esto, todos tienen necesidad de las
lágrimas, así como todos tienen necesidad de la penitencia y de la conversión. Reconocer
esto es un signo de humildad. Como veremos más adelante, lo mismo vale para las llamadas
“metanías”, que en el gesto expresan el mismo significado de las lágrimas.

“Cuanto más un hombre está cerca de Dios, tanto más se siente pecador”, ha dicho un
padre, porque sólo la santidad de Dios hace verdaderamente manifiesto nuestro ser
pecador. Por este motivo, las lágrimas no están sólo al inicio del camino espiritual de la
conversión, sino, en realidad, lo acompañan también hasta el objetivo, en el cual estas se
transforman “en lágrimas espirituales y en una cierta alegría del corazón”, que los padres
consideran como un signo de la acción inmediata del Espíritu Santo y, por tanto, de la
cercanía de Dios. [23]

[1] Sal 38, 13


[2] Mc 9, 24
[3] Lc 7, 38
[4] Hebreos 5, 7
[5] Evagrio, In Ps. 125,5. Evagrio repite más veces este dato de hecho experiencial: cf. In Ps.
29, 6; 134, 7; Pr. 90.
[6] Nau 561 (cf. Detti inediti, p. 561)
[7] Evagrio, Mal.cog. II
[8] Cf. Sal 31, 5.
[9] Evagrio, Or. 5
[10] Evagrio, Virg. 39.
[11] Evagrio, Mon. 56.
[12] Evagrio, Pr. 27. Cita: Sal 41, 6.12; 42,5

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[13] Evagrio, Or. 6
[14] Ibid. 7
[15] Evagrio, In Ps. 79, 6
[16] Evagrio, Or. 8.
[17] Ibid. 78
[18] 1 Cor 9, 27
[19] Evagrio, Gnost. 37
[20] Evagrio, Pr. 57
[21] Cf. Lc 7, 38.47
[22] Nau 572 (cf. Detti inediti, p. 224)
[23] Diádoco de Fotice, Cap. LXXIII, citado infra, p. 143.

“Orad incesantemente” (1 Ts 5,17)


P. Gabriel Bunge

Según una idea difundida, una “oración” es un texto que uno formula libremente o que está
ya dado en una forma fija, por ejemplo según el modelo del “Padre nuestro” que es la más
eminente oración de los cristianos. Tal “oración” tiene, por tanto, una determinada
extensión y a su vez también -como el “Padre nuestro”- puede ser relativamente breve.

“Orar” significa, entonces, dirigirse a Dios hablando libremente o bien sirviéndose de un


texto creado anteriormente. En cuanto a lo extenso, uno puede orar de este modo, pero su
“coloquio con Dios” estará necesariamente limitado en el tiempo.

La exhortación de Jesús a “orar siempre” [1] y la de Pablo a “orar incesantemente” [2]


significaría entonces solamente orar a menudo, incluso podría llegar a ser muy a menudo,
pero nada más. Los antiguos padres del monaquismo, en cambio, diferenciándose en esto de
algunos padres de la Iglesia, han entendido la exhortación absolutamente a la letra.

“No nos ha sido prescripto trabajar, velar o ayunar continuamente; pero sí nos ha sido
mandado “orar ininterrumpidamente”. En efecto, estas actividades nombradas
anteriormente, que curan la parte pasional del alma, tienen necesidad para su ejercicio
también del cuerpo, el cual, a causa de su naturaleza débil, no sería capaz de aguantar tales
fatigas. La oración, en cambio, hace al intelecto fuerte y puro para la lucha, ya que éste está
acostumbrado a orar también sin el cuerpo y a combatir contra los demonios con todas las
facultades del alma.” [3]

69
Que el precepto de Pablo debiese ser tomado a la letra era indudable no sólo para Evagrio,
también los antiguos padres del monaquismo tenían la misma opinión. Si, por tanto, el
principio estaba fuera de discusión, el llevarlo a la práctica traía, sin embargo, algunos
interrogantes.

“Pregunta: ¿cómo puede uno “orar siempre”? En efecto, el cuerpo se cansa en el oficio
divino.
Respuesta: No sólo el estar de pie en el templo durante la oración es llamado “oración”, sino
también el [orar] “siempre”.
Pregunta: ¿cómo [debe ser entendido este] “siempre”?
Respuesta: ¡Si comes, bebes, o estás fuera o estás cumpliendo alguna tarea, no desista de la
oración!
Pregunta: Pero ¿si se está conversando con alguien, como se puede cumplir el [mandato de]
“orar siempre”?
Respuesta: Con respecto a esto el Apóstol ha dicho: “Con toda clase de oraciones y de
súplicas [orad incesantemente en el Espíritu]” [4]. Si, por tanto, mientras conversas con
alguien, no te dedicas a la oración, “orad con una súplica”.
Pregunta: ¿con cuáles oraciones se debe orar?
Respuesta: Con el “Padre nuestro que estás en los cielos”…
Pregunta: ¿Qué medida se debe observar en la oración?
Respuesta: Una medida no [nos] ha sido indicada. Ya que el “orar siempre” y el “orar
incesantemente” no tienen medida. En efecto, un monje que ora solo cuando se pone de pie
para orar, no ora en absoluto.
Y agrega: Quien quiere cumplir con esto, debe considerar a todos los hombres como uno
solo [5] y abstenerse de la maldad.” [6]

Orar “siempre” e “incesantemente”, entonces, no significa nada más que orar siempre y en
todas partes, y no una acción junto a las otras actividades, sino contemporánea a estas. ¿Cómo
se puede realizar esto?, no nos es dicho en esta cita pero, prestando atención, el padre
interrogado hace una importante distinción entre “oración” (proseuché) y “súplica” (déesis).
Para la primera, cita como ejemplo el “Padre nuestro”, que de costumbre es recitado en voz
alta. ¿Cómo es la segunda?, no nos es dicho. La referencia a Ef. 6, 18, señala sólo que esta,
en cualquier modo, sucede “en el Espíritu”.

Queremos, entonces, abordar ante todo algunas cuestiones relativas a la “técnica” de la


“oración incesante” y al “método” de aprenderla y ejercitarla.

70
*

En la obra del “peregrino ruso” y de la Filocalia, aquel libro de los santos padres que él
llevaba continuamente consigo, han sido dados a conocer a muchos el método
específicamente hesicasta desarrollado por los monjes del siglo XIII-XIV, es el estar sentado
sobre un banquillo, la posición reclinada del cuerpo, el control de la respiración, etc. Este
método, prescripto por hesicastas, es decir, por monjes que viven en la más grande soledad,
y que puede ser practicado sólo bajo la guía de un maestro experto, es accesible solo a
pocos. Lo que nosotros conocemos, en cambio, de los ejercicios de los antiguos padres es
alcanzable, por su simplicidad, por un grupo más grande de personas [7].

Los padres del desierto egipcio tenían ya desde los primeros tiempos sus propias tradiciones
y costumbres. Seguro que, estas reflejaban en parte su particular modo de vivir, pero se
puede igualmente decir que ellos regulaban su modo de vivir a una total correspondencia
con el objetivo al cual tendían.

“Las horas [de oración] y las odas [del oficio] son tradiciones de la iglesia y son buenas, a los
fines de la concordia de todo el pueblo. Lo mismo vale para la comunidad [en los cenobios],
para la concordia de muchos. Los monjes del Escete, sin embargo, no tienen ni horas [de
oración] ni dicen odas, sino que viviendo solos, se dedican al trabajo manual, a la meditación
y a la oración en pequeños intervalos.
En lo que concierne a las vísperas, los monjes de Escete dicen doce salmos y al final de cada
salmo, en vez de la doxología, dicen el “Aleluya” y hacen una oración. Hacen lo mismo con
[el oficio] de la noche: doce salmos, y después de los salmos se sientan para el trabajo
manual.” [8]

Los monjes del desierto de Escete conocían, por tanto, solos dos oficios: las vísperas después
del ocaso y las vigilias, una vigilia nocturna de cuatro horas hasta el surgir del sol [9], que en
parte estaba constituida también de trabajo manual, al cual, además, ellos se dedicaban
prácticamente todo el día. Este trabajo manual, los monjes pacomianos no lo abandonaban
ni siquiera durante la oración común, ya que este no disipa el espíritu, sino, por el
contrario, ayuda al recogimiento. Los monjes del Escete o, mejor, aquel monje al cual
escribe Juan de Gaza, tenían esta costumbre:

71
“Si te sientas para el trabajo manual, tú debes aprender de memoria o decir algunos salmos.
Al final de cada salmo, estando sentado, ora así: ‘Oh Dios, ten piedad de mí miserable’”
[10]

“Si estás atormentado por pensamientos, entonces agrega: ‘Oh Dios, tú ves mi opresión,
ven en mi ayuda’” [11]

“Si has hecho tres nudos de red, entonces levántate a orar y, cuando inclinas la rodilla e,
igualmente, cuando te levantas de nuevo, recita la oración susodicha.” [12]

El “método” es simplísimo. Consiste en esto: interrumpir el trabajo, en este caso entrelazar


redes, con “pequeños intervalos” bien precisos, y levantarse para la oración y la relativa
postración. Así, por ejemplo, Macario de Alejandría y su discípulo Evagrio hacían cientos de
oraciones por día [13] y, correspondientemente, cientos de postraciones. Esta parece haber
sido la “regla” normal [14], pero se encuentran también otras indicaciones, ya que cada uno
tenía su “medida” personal [15].

En todo caso, durante el trabajo el espíritu no permanecía ocioso, sino estaba ocupado con
la “meditación”, es decir con la repetición meditativa de versículos de la Escritura, muy a
menudo salmos, que, justamente con este objetivo, eran aprendidos de memoria. A esta
“meditación” le seguía, cada vez, una brevísima oración jaculatoria, que era hecha estando
sentados. Su contenido no era fijo y si era asumida una “fórmula” determinada, esta podía
cambiar según el gusto. Ni las susodichas “oraciones”, ni estas “jaculatorias” eran
particularmente largas y no era tampoco necesario que lo fuesen.

“En cuanto a prolongar la oración cuando se está de pie [en oración] o “rezas
incesantemente” conforme a [lo dicho por] el Apóstol, no es necesario prolongar [la
oración] cada vez que te alces, porque durante todo el día tu intelecto está en oración.” [20]

En las oraciones más largas, en efecto, existe siempre el peligro de la disipación, porque la
concentración desaparece rápidamente o, algo más grave, los demonios siembran en medio
su cizaña [17]. En cuanto al contenido, estas pequeñas oraciones se inspiran enteramente en
la Biblia. Estas transforman en oración personal la palabra de Dios que ha sido escuchada, o
bien la asumen simplemente tal como es.

72
“Cuando, pues, estás de pie en oración, debes pedir ser eximido y liberado del “hombre
viejo” [18], o decir el “Padre nuestro” o también ambas cosas juntas [19], luego siéntate para
el trabajo manual.” [20]

No debería ser difícil a nadie que quiera “verdaderamente orar”, desarrollar por estos
principios simplísimos un “método” del todo personal, que naturalmente tenga en cuenta el
propio estado de vida y sobre todo el propio trabajo. En efecto, en un examen atento, se ve
claramente que estos padres del desierto no conducían en absoluto una vida de oración junto
a su vida acostumbrada, sino que trabajaban, como todo hombre, para poder vivir, y tenían
también seis horas de descanso por la noche. Su vida de oración coincide con su vida cotidiana, la
invade completamente y hace así que el espíritu “esté en oración durante todo el día”. No
hay nada que haga cambiar este estado, ni siquiera circunstancias externas o “disturbios”,
como por ejemplo los coloquios:

“Los hermanos contaban: ‘Fuimos un día por algunos ancianos y, después de haber orado
como de costumbre y habernos saludado el uno al otro, nos sentamos. Al final de la
conversación, en el momento en que queríamos irnos, pedimos decir una oración. Nos dijo
entonces un anciano: ‘Cómo, ¿no habéis orado? Le respondimos: ‘Cuando entramos, abba,
hicimos una oración, pero luego hemos hablado por una hora’. Y el anciano [respondió]:
‘Perdonad, hermanos, pero uno de los hermanos que estaba sentado entre nosotros y
hablaba con nosotros ha hecho [en ese tiempo] ciento tres oraciones’. Después que dijo
esto, hicimos la oración y nos despedimos” [21]

Es fácil darse cuenta que a este modo de hacer [oración] le es ciertamente muy útil, pero no
absolutamente indispensable, un retirarse –temporalmente o establemente- a un lugar
silencioso, lo cual antes o después lleva al espíritu, con la gracia de Dios, a un “estado de
oración” en el cual cesa todo vacío vagar de los pensamientos y el espíritu “está quieto”, con
la mirada de sus “ojos” puestos incesantemente sobre Dios. Evagrio define así este “estado”
ardientemente deseado:

“El estado de oración es un habitus impasible, que rapta al intelecto amante de la sabiduría
(philósophon) y espiritual (pneumatikón) en un extremo deseo de amor (éroti akrotáto), hacia la
altura ininteligible” [22]

73
Como ya indica este “rapto”, el actuar del hombre en este punto ha llegado a su objetivo y,
desde ahora en adelante, es Dios mismo, es decir el Hijo y el Espíritu, el que obra. La
“oración” no es más, por tanto, un hacer particular de nuestro espíritu junto a otras
actividades y, por esto, necesariamente limitado en el tiempo, sino una acción del todo
natural, porque es “la actividad del espíritu que es conforme a su dignidad” [23], tan
espontanea y natural como el respirar.

“Respirar siempre a Cristo,


y en él creer.”

recomendaba Antonio moribundo a sus discípulos [24]. La oración es la respiración


espiritual del alma, su verdadera y propia vida.

Este ideal del interrumpido perseverar en la oración, que al hombre de hoy puede parecer
“típicamente monástico” [25], es en realidad mucho más antiguo que el monaquismo y es
una de aquellas “tradiciones primitivas, no escritas”, que los padres de la Iglesia hacen
remontar a los mismos apóstoles. Ya Clemente de Alejandría escribía considerando el ideal
del verdadero “gnóstico”, cuya “vida es toda una oración y un diálogo con Dios” [26]:

“El ora, sin embargo, en todas las circunstancias, sea que haga una caminata o esté en
compañía o descanse o lea o comience una tarea asignada. Y si en la “habitación” de su
misma alma custodia solo un pensamiento y “con gemidos inexpresables” [27] “invoca al
Padre” [28], he aquí que Él está cerca y está ya presente, mientras aquel aún habla.” [29]

Los antiguos monjes no han hecho más que dar una forma estable a este ideal, que en su
simplicidad es accesible a cualquiera que lo desee seriamente. En efecto, toda alma por su
naturaleza es a esto llamada: a “alabar al Señor”.

“Todo ser que respire alabe al Señor”: si la “luz del Señor”, según Salomón, es “la
respiración del hombre”, entonces toda naturaleza razonable, que respira esta “luz”, alabe al
Señor.” [30]

74
[1] Lc 18,1.
[2] 1 Ts 5, 17.
[3] Evagrio, Pr. 49.
[4] Ef 6, 18.
[5] Evagrio, Or. 125: “Un monje es aquel que se considera a sí mismo y a los otros como una
única cosa, porque le parece ver continuamente a sí mismo en cada uno.” Es decir: “¡Amad
al prójimo como a sí mismo!”
[6] J.-C Guy, “Un entretien monastique sur la contemplation”, en Recherches de sciences
religieuses 50 (1962), pp. 230 ss.
[7] Cf. para lo que sigue: G. Bunge, Das Geistgebet, Köln 1987, pp. 29 ss. (“Betet ohne
Unterlab”)
[8] Barsanufio y Juan, Epist. 143.
[9] Ibid. 146, citado supra, p. 86.
[10] Cf. Sal 50,3.
[11] Cf. Sal 69, 6.
[12] Barsanufio y Juan, Epist. 143.
[13] HL 20 y 38.
[14] J 741 (cf. L. Regnault, Les sentences des Pères du desert. Série des anonyms, Solesmes 1985,
p. 317)
[15] Cf. L. Regnault, “La prière continuelle ‘monologistos’…”, en Irénikon 48 (1975), pp.
479 ss.
[16] Barsanufio y Juan, Epist. 143.
[17] Casiano, Col. IX, 36; también en Agustín, Epistula CXXX, 20, citado infra, pp. 119 s.
[18] Cf. Ef. 4, 22; Col 3,9
[19] Barsanufio y Juan, Epist. 176.
[20] Ibid. 143.
[21] Nau 280 (cf. Detti, p. 242)
[22] Evagrio, Or. 53.
[23] Ibid. 84.
[24] VA 91, 3.
[25] Casiano lo indica ya como el “único objetivo del monje y la perfección del corazón” (cf.
Col IX, 2)
[26] Clemente de Alejandría, Strom. VII, 73, 1.
[27] Rm 8, 26.
[28] 1 Pe 1, 17.
[29] Clemente de Alejandría, Strom. VII, 49, 7.
[30] Evagrio, In Ps. 150, 6. Cita: Pr 20, 27.

75
“¡Señor, ten piedad de mí!” (Sal 40,5)
P. Gabriel Bunge

A algún lector de los Relatos de un peregrino ruso le podrá parecer quizás extraño que la
fórmula tradicional de la oración continua del corazón sea: “Señor Jesucristo, ten piedad de
mí, pecador”. Éste puede asombrarse del hecho de que la base del hesicasmo de la Iglesia
oriental sea, justamente, una especie de oración penitencial. Pero quien leyó el capítulo sobre
las lágrimas de la “metanoia” no se asombrará tanto. Al contrario, le parecerá del todo
lógico que al final los padres hayan concordado en esta fórmula, de la cual no escuchamos
nada en los primeros tiempos del monaquismo. Ésta refleja, en efecto, de modo perfecto
aquel espíritu que desde el inicio preñaba su obrar.

La costumbre de recitar oraciones en forma de invocaciones muy breves, en intervalos


regulares, se remonta a los inicios del monaquismo en Egipto. Ésta era conocida también ya
antiguamente fuera de Egipto, al menos por oídas, como testimonia Agustín:

“Se dice que en Egipto, los hermanos hacen ciertas oraciones, repetidas frecuentemente,
que, sin embargo, son extremadamente concisas y [por decirlo así] lanzadas velozmente
como jabalinas, para que aquella vigilante atención que se ha creado y que es sumamente
necesaria para quien ora, no desaparezca y se atenúe a través de lazos de tiempo muy
prolongados” [1]

De estas oraciones semejantes a “disparos de jabalinas” (quodam modo iaculatas), a las cuales
se remontan nuestras “jaculatorias”, habla ya Evagrio en numerosos de sus escritos como de
un ejercicio universalmente conocido. Éstas deben ser hechas “frecuentemente”,
“ininterrumpidamente” e “incesantemente” y, al mismo tiempo, deben ser “concisas” y
“breves”, para citar algunos de los muchos sinónimos de los cuales él se sirve al respecto.

“¡Al momento de semejantes tentaciones haz uso de una oración breve y continua!” [2]

Y en el capítulo 97 del De oratione, en la cual son nombradas las tentaciones del demonio
que quiere aniquilar la “oración pura”, Evagrio da un ejemplo de tales “oraciones
breves”: “Yo no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo.”

76
Se trata, por tanto, de un breve versículo sálmico [3]. Como muestra claramente la anotación
que sigue: “y semejantes” (es decir, textos de este tipo), el orante era completamente libre
en la elección. Evidentemente, Evagrio no conoce una fórmula fija. Al contrario, Juan
Casiano, un contemporáneo de Evagrio, ha recibido de sus maestros egipcios el versículo 2
del Salmo 69 como la “jaculatoria” más adaptada para todas las circunstancias de la vida [4]:

“¡Oh Dios, ven en mi auxilio!


¡Señor, apresúrate a socorrerme!”

También en otros casos los Padres aconsejan casi siempre versículos de la Escritura.

“Uno de los padres contó: En las Celdas había un anciano laborioso, que [como ropa] llevaba
una estera. Éste fue un día a ver al anciano Ammonas. Cuando el anciano [Ammonas] lo vio
vestido con una estera le dijo: ¡Esto no te sirve para nada! El anciano le preguntó: ‘Tres
pensamientos me atormentan: si vivir en el desierto, si ir a tierra extranjera donde nadie me
conozca, o si en cambio encerrarme en una celda, no ver a nadie, y comer un día sí y un día
no’. Abba Amonas le dijo: ‘Ninguna de estas tres cosas te conviene hacer. Permanece más
bien en tu celda, come un poco cada día y ten incesantemente en tu corazón la palabra del
publicano y te salvarás.’”[5]

Se hace referencia aquí a las palabras: “Oh Dios, ten piedad de mí, pecador” [6], que son una
libre formulación del Salmo 78,9. Ammonas es discípulo directo de Antonio el Grande, en
cuya Vida, escrita por Atanasio el Grande, no sólo leemos que ésta “primicia de los
anacoretas” (como lo llama Evagrio) “oraba incesantemente” [7], sino también que rechazaba
las violentas tentaciones de los demonios con breves versículos de los salmos [8]. Otro
discípulo de Antonio es Macario el egipcio, maestro de Evagrio, del cual ha sido transmitido
el siguiente texto:

“Algunos dijeron a abba Macario: ‘¿Cómo debemos orar?” El anciano les respondió: ‘No es
necesario malgastar palabras [9], sino tender las manos y decir: ¡Señor, como quieras [10] y
como sabes [11], ten piedad de mí! [12]. Cuando sobrevenga una tentación, basta decir:
¡Señor ayúdame! [13]. Ya que él sabe qué necesitamos y nos tendrá misericordia.’” [14]

Con este simple “¡Señor ayúdame!” la mujer cananea, una “pagana impura”, venció el inicial
rechazo de Jesús.

77
Cómo mostrando estos pocos ejemplos, hay, por tanto, una ininterrumpida tradición de los
“hermanos de Egipto” (Agustín) que se remonta al mismo Antonio el Grande. Y, se remonta
aún más para atrás, como veremos, y llega hasta el tiempo de Cristo.

Valorando en su conjunto los testimonios sobre tales “jaculatorias” que nos son transmitidas
en textos sueltos, salta a la vista como, a pesar de la extrema variedad de formas, el espíritu
es común. Todas ellas son gritos de auxilio por parte del hombre tentado: “¡Oh Dios, ten piedad
de mí, pecador!” [15], “¡Señor, ten piedad de mí!”, “¡Señor, ayúdame!” [16], “¡Hijo de Dios,
ayúdame!” [17], “¡Hijo de Dios, ten piedad de mí!” [18], “¡Señor, sálvame del maligno!”
[19].

Se comprende, por consiguiente, lo que entendía Evagrio cuando aconseja orar “no como el
fariseo, sino como el publicano” [20], como aquel publicano del evangelio, que desde lo
profundo del corazón –golpeándose el pecho, lugar de este corazón abatido- se declaraba
pecador, cuya única esperanza era el perdón de Dios [21].

El espíritu común a todas estas “jaculatorias” es el espíritu de “metanoia”, de arrepentimiento,


de conversación y de contrición. Justamente aquel espíritu, por tanto, que sólo está pronto
para acoger el “feliz anuncio” de la “reconciliación en Cristo” [22]:

“El tiempo se ha cumplido


y el reino de Dios está cerca.
¡Convertíos
y creed en el evangelio!” [23]

Sin “conversión” (metanoia) no hay fe, sin fe no hay participación en el evangelio de la


reconciliación. Los discursos de los apóstoles que Lucas nos ha transmitido en sus Hechos de
los Apóstoles terminan, por esto, generalmente, con este llamado a la “conversión” [24]. Y
esta “metanoia” no es un acto que se realiza una sola vez, es, más bien, un acontecimiento
que dura toda la vida. El “espíritu de compunción”, la humildad que viene del corazón, por
tanto, no se alcanza de una vez por todas. No es suficiente una vida para “aprender” de
Cristo este rasgo característico que, según sus mismas palabras, lo caracterizan de modo
esencial [25].

78
La práctica de la “súplica” recitada ininterrumpidamente –de modo perceptible o en el
corazón- en el espíritu del publicano arrepentido, de la cual se ha hablado en el capítulo
anterior, es uno de los mejores medios para tener despierto en nosotros el deseo ardiente
de una sincera “metanoia”.

Las breves “jaculatorias” se dirigen, desde los inicios, casi sin excepción a Cristo, si bien esto
no siempre expresado de modo explícito, tratándose mayormente de versículos de los
salmos. Con la invocación de “Señor”, esto es obvio desde el principio, en cuanto la
confesión de Cristo como Kýrios, está el Credo cristiano más antiguo [26]. Y para los
primeros cristianos “Cristo” es, prácticamente, sinónimo de “Hijo de Dios” [27]. El Hijo, sin
embargo, es después también llamado directamente “Dios”: “Mi Señor y mi Dios”. Es con
esta confesión que Tomás expresa su fe en el Resucitado [28]. No asombra por esto si
Evagrio en una pequeña oración compuesta de versículos sálmicos ante la invocación
“Señor, Señor” cambia en “Señor, Cristo”, para después atribuir a Cristo, de modo todo
espontaneo, también las palabras “Dios y protector”:

“Señor, Cristo,
fuerza de mi salvación [29],
inclina hacia mí tu oído,
¡apresúrate a salvarme!
Sé para mí Dios y protector
y casa de refugio
para salvarme. [30]

La fórmula: “¡Señor, Jesucristo, ten piedad de mí!”, vuelta común con el pasar del tiempo,
dice por tanto, explícitamente, lo que ya desde el inicio se entendió de modo implícito, que
“no hay otro nombre dado a los hombres bajo el cielo en el cual podamos ser salvados” [31],
sino, precisamente, el nombre de Jesucristo. Con pleno derecho, por tanto, los padres han
dado , más tarde, un valor particular a esta salvífica confesión de “Jesús el Cristo”, hasta
llegar a una verdadera mística del nombre de Jesús. En efecto, con su “súplica insistente”, el
orante se pone conscientemente en el número de aquellos - ciegos, paralíticos, etc.- que
imploraban ayuda a Jesús durante su vida terrena. Ellos hacían esto de un modo que es
propio sólo del dirigirse a Dios, testimoniando con esto su fe en la filiación divina del
Salvador más claramente que a través de toda otra fórmula de confesión de fe.

79
La confesión de Jesucristo como Señor, que es formulada en la primera parte de la llamada
“oración de Jesús”, es inseparable de la súplica contenida en la segunda parte. Quien piensa,
a partir de un determinado momento, de no tener necesidad de esta segunda parte, la
“metanoia”, recuerde lo que Evagrio decía a propósito de las lágrimas…

El Señor nos ha enseñado a “orar siempre”. Pero nos ha puesto también en guardia de la
mala costumbre pagana de “malgastar palabras” [32]. Los padres han tomado muy en serio
esta admonición. Ya Clemente de Alejandría dice del verdadero gnóstico:

“En la oración que recita en voz alta él no usa muchas palabras, porque ha aprendido del
Señor también lo que es necesario pedir [33]. Orará, por tanto, “en cualquier lugar” [34],
pero no en público ni delante de los ojos de todos.” [35]

Evagrio, que hizo enteramente suyo este ideal del verdadero gnóstico cristiano y lo integró
en la espiritualidad monástica, lleva más allá su pensamiento:

“El elogio de la oración no es simplemente una cuestión de cantidad, sino de calidad. Lo


demuestran los “que subían al templo” [36] y, además, la palabra: “Pero vosotros, cuando
oréis, no malgastéis palabras”, etcétera.” [37]

Evagrio, que hacía él mismo cientos de oraciones al día, no es en absoluto enemigo de la


cantidad. Esta pertenece al “modo práctico” de la oración, que no se puede sostener sin el
ejercicio y la repetición. Pero, como la “letra” no podría existir en absoluto sin el “espíritu”
o el “sentido”, del mismo modo la simple cantidad no hace a la oración “digna de alabanza”,
es decir agradable a Dios, si no tiene adecuada correspondencia en su “calidad” intrínseca,
en su contenido cristiano, como nos ha enseñado el mismo Señor. [38]

La avalancha de palabras del fariseo, virtuoso pero lleno de sí mismo, está privado del valor en
relación a las pocas palabras del publicano, cargado de pecados pero arrepentido. De la
misma manera está privado de todo valor el “malgastar palabras” de los paganos charlatanes
que se comportan como si Dios no supiese de lo que tiene necesidad el hombre [39], en
relación a las pocas palabras pero confiadas palabras del “Padre nuestro”. En consecuencia, a
la pregunta, cuál oración se debe decir, generalmente los padres responden, como hemos
visto, refiriéndose a la Oración del Señor. [40]

80
En las pequeñas “jaculatorias”, que cada uno puede recitar “en espíritu” sin fatiga y en toda
circunstancia, incluso en presencia de otros, así como en el “Padre nuestro” recitado
devotamente con voz perceptible “en la habitación”, los padres han encontrado un modo
para unir juntas “cantidad” y “calidad”, es decir para orar “siempre” e “incesantemente”, y sin
caer en un tonto parloteo.

Todavía una última cosa. Pablo enseña a los tesalonicenses no sólo a “orar incesantemente”,
sino añade también que estos debían “dar gracias en todo” [41]. El espíritu de la “metanoia”
innato en la oración del corazón, en efecto, concuerda perfectamente con la acción de gracias
por todo el bien que el Señor nos hace. Una de las “definiciones” evagrianas de la oración
afirma:

“La oración es un fruto de la alegría y del agradecimiento”. [42]

La antigua tradición etiópica ha dado a la oración continua del corazón una forma particular,
que, en un modo extraordinariamente simple, une dos cosas, imploración y
agradecimiento:

“Abba Pablo, el cenobita, dijo: ‘Cuando te detienes con los hermanos, cuando trabajas,
cuando aprendes de memoria, alza lentamente los ojos al cielo y di al Señor desde los
profundo del corazón: ¡Jesús, ten piedad de mí! ¡Jesús, ayúdame! ¡Te bendigo, mi Dios!’”
[43]

La misma tradición etiópica es también la que nos trae a la memoria el verdadero horizonte
teológico de toda oración: la espera escatológica de la “parusía” del Señor, de su segunda
venida “en la gloria de su Padre con los santos ángeles” [44].

“Un hermano me ha dicho: ‘En esto consiste la espera del Señor: el corazón se dirige al
Señor mientras grita: ¡Jesús, ten piedad de mí! ¡Yo te bendigo en todo tiempo, mi Dios
viviente! Y se elevan lentamente los ojos, mientras se dicen estas palabras al Señor en el
propio corazón”. [45]
[1] Agustín, Epistula CXXX, 20 (tr. It. : Opere di S. Agostino/Le lettere, a cargo de A. Trapè,
Roma 1971, vol. XXII, p. 95).
[2] Evagrio, Or. 98.
[3] Sal 22, 4.
[4] Casiano, Col. X, 10

81
[5] Ammonas 4.
[6] Lc. 18, 13.
[7] VA 3,6.
[8] Ibid. 13, 7 y 39, 3.5.
[9] Mt 6,7.
[10] Cf. Mt 6,10.
[11] Cf. Mt 6,8.
[12] Sal 40, 5.
[13] Mt 15, 25.
[14] Macario el Egipcio 19.
[15] Ammonas 4.
[16] Macario el Egipcio 19.
[17] Nau 167 (cf. Detti, p. 99).
[18] Nau 184 (cf. Detti, p. 109)
[19] Nau 574 (cf. Detti, p. 225)
[20] Evagrio, Or. 102.
[21] Lc 18, 10-14.
[22] Cf. 2 Cor 5, 18-20.
[23] Mc 1, 15.
[24] Cf. Hechos 2, 38; 3, 19; 5, 31; 17, 30.
[25] Mt 11, 29.
[26] Hechos 2, 36.
[27] Cf. Lc 4, 41; Jn 20, 31.
[28] Jn 20, 28.
[29] Sal 139, 8.
[30] Evagrio, Mal. Cog. 34 r.l. Citación: Sal 30,3.
[31] Hechos 4,12.
[32] Mt 6, 7.
[33] La alusión al “Padre nuestro” (Mt 6, 9-13)
[34] 1 Tm 2,8.
[35] Clemente de Alejandría, Strom. VII, 49, 6.
[36] Lc 18, 10, el fariseo y el publicano.
[37] Evagrio, Or. 151.
[38] El final del capítulo recién citado (“etcétera”) indica que Evagrio, como ejemplo para el
modo correcto de orar, tiene en mente el “Padre nuestro”.
[39] Mt 6,8.
[40] Las palabras del “Padre nuestro” forman ciertamente como el hilo conductor del escrito
de evagriano De oratione (cf. G. Bunge, Das Geistgebet, pp. 44 ss).
[41] 1 Ts 5, 18.
[42] Evagrio, Or. 15.
[43] Scriptores Aethiopici, Collectio monástica, ed. V. Arras, CSCO 46, Louvain 1963. 13, 42.
[44] Mc 8, 38.
[45] Scriptores Aethiopici, Collectio monástica, ed. V. Arras, CSCO 46, Louvain 1963. 13, 26.

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2. ESCUELA SINAÍTICA

El camino de las lágrimas en Juan Clímaco


-Una espiritualidad de la imperfección-
John Chryssavghis

“Y así llegué… a esta verdadera tierra de lágrimas”


Juan Clímaco. Escala 5, 5.

“Es tan misterioso el país de las lágrimas”.


Antoine de Saint Exupery

El don de las lágrimas nace con la historia del cristianismo. Se encuentra ya en el Nuevo
Testamento, en los Apotegmas de los padres, hasta en Juan Clímaco que añade al tema nuevas
dimensiones y después, en los siglos siguientes, en Simeón el Nuevo Teólogo que había
ciertamente leído la Escala, y que sobre este tema representa quizás el testimonio más
grande. Alrededor del siglo IV el tema de las lágrimas tenía en las expresiones místicas y
ascéticas un rol esencial. Los padres del desierto y los Capadocios son los primeros en
ponerlo de relieve. Otros que también hablan de ellas son: Evagrio Póntico, Isaías de
Escete, quien dedica un discurso entero sobre las lágrimas, Diádoco de Fótice, las Homilías
del Pseudo-Macario, Isaac de Siria, contemporáneo de Juan y, en occidente, Juan Casiano.
El oriente “acunó” este tesoro dado a la cristiandad por Jesús que llamó felices “los que
lloran” (Mt 5,4). Si bien no conocidas en occidente, las “profundas aguas del corazón” tuvo
un lugar primordial en oriente, quizás por motivo de la acentuación del corazón como vaso
del Espíritu Santo. Pero no hay una exposición orgánica sobre el tema. También Juan
Clímaco, que le consagra un escalón-capítulo –el séptimo- a la “gozosa tristeza”, no ofrece
una exposición sistemática. En realidad, en la “teología de las lágrimas”, Juan no agrega nada
esencia a la doctrina tradicional – tampoco en su énfasis innovador sobre la gozosa tristeza –
pero revela de manera simple algunos de sus “secretos escondidos”.

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El contexto de las lágrimas

La compunción (“katànyxis”)

Aflicción, o pénthos, es el término general que describe la “pre-condición” de las lágrimas.


Pero el término griego katànyxis – y el término italiano tiene una etimología similar, basada
la palabra latina compunctio – da a la noción la particularidad de una punción o de un
pinchazo, que tiene un efecto doble. Se trata de una experiencia a la vez doloroza y
estimulante. Se tiene una imprevista sensación de dolor y, al mismo tiempo, uno es atraído
a avanzar por un largo camino que se abre adelante: este es el camino de las lágrimas. La
incisiva punción provoca una tangible y conciente exitación, descripta por Juan como “un
estímulo (kéntron) dorado en el alma”.

La compunción, por esto, no implica simplemente remordimiento o lamento, sino también


una incitación, un impulso hacia la perfección. Su significado no es puramente negativo,
sino sobre todo positivo. En realidad, la punción viene de Dios, pero puede venir también
indirectamente del exterior – por medio de alguien a quien encontramos o de una palabra
que oímos – o también del interior – de nuestro corazón o de nuestra mente-. En todo caso
la compunción presupone una “visita” por parte de Dios: “El Señor viene sin ser invitado”,
dice Juan.

Juan habla de un don que consuela (parakaloùmenos). El dolor provocado por la “aguja” de la
gracia de Dios tendrá como efecto la separación de las pasiones, la remoción de los deseos
de la carne. Así, la herida es ante todo infligida por la gracia y después aliviada por la gracia.
Se resuelve en la dolorosa realización del propio vacío que constituye el prerrequisito en
vista a ser colmados por la gracia de Dios. Toda forma de orgullo dispersa – Clímaco dice:
“destruye”- inmediatamente la compunción. En cambio, la compunción es sostenida por el
recuerdo de la muerte, pero no puede ser realmente una consolación por el dolor sino fuera
por la misma gracia, que viene “como agua fresca”, como un rocío de agua fresca sobre el
rostro. La compunción nos hace ebrios del deseo de Dios (methystheìs katanyxei). Es un signo
de completa franqueza, lejos de todas las máscaras de la hipocresía.

Algunos están inclinados a las lágrimas porque están muy sujetos a estados de ánimos
emotivos:

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“He visto derramar con pena pequeñas gotas como de sangre y he visto brotar fuentes sin
ninguna pena. Por esto tienen para mí más valor que las lágrimas las penas de quienes
sufren. Pienso que para Dios también es así.” Juan Clímaco. Escala 7, 26

Para Juan, cuando la compunción es obtenida por naturaleza o por inclinación es menos
preciosa que cuando ésta es un don que viene de Dios. El criterio real es la experiencia del
sufrimiento, la herida que le es infligida. La compución obtenida “sin ninguna pena
(àponos)”, según la opinión de Juan, es de menor valor. Simeón el Nuevo Teólogo, como
quiera que sea, no acepta escusas para la falta de lágrimas, y considera esta condición como
una herejía: para Simeón, “cualquiera que quiera, puede llorar” (Catequesis 4). Al
contrario, Juan Clímaco, atento a animar a cada uno, admite vías alternativas para aquellos a
los cuales no son otorgadas las lágrimas”.

Arrepentimiento (“metanoia”)

La única definición de arrepentimiento que se vislumbra en la obra de Juan es una


descripción indirecta. Esta sería “una feliz privación de todo confort del cuerpo”. Él observa
que

“el penthos es el dolor propio del alma convertida, que cada día suma dolor a dolor, como la
que sufre en los dolores del parto.”

El arrepentimiento no es un estadio puro a través del cual pasa el asceta, y que luego olvida.
Es una actitud que da color a la vida entera y por el cual continuamente él se esfuerza:
“con el tiempo y la paciencia, poco a poco, las cosas de las cuales se ha hablado se radican en
nosotros y llegan a la perfección.”

El arrepentimiento es un modo de vivir, no un incidente o un estadio de la vida. No se trata


ni de un acto aislado, ni de un lugar de parada, sino de un sentimiento continuo, por lo
menos en esta vida. En el último día, en el juicio, Dios no nos pedirá un milagro u otros
dones excepcionales. Dios juzgará nuestro arrepentimiento por nuestro “ejercicios afligidos
incesantementes”.

Es así como hay un estrecho vínculo entre el arrepentimiento y las lágrimas. Las segundas
son consideradas una prueba de lo primero. El sufrimiento es grande e inconmesurable, en
proporción a la profundidad del arrepentimiento. Con motivo del sufrimiento por sus
pecados –un sufrimiento literalmente capaz de mover montañas- los ascetas de la “prisión”

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de Alejandría visitada por Juan llegaron hasta Dios. La “prisión” tiene aquí un significado
simbólico, y sin embargo no se trata de una representación teatral. Juan está describiendo
un lugar de internación penitencial monástica en Alejandría, una misteriosa pero “verdadera
tierra de personas afligidas”. Si bien Juan se da cuenta que semejante práctica despierta
espanto incluso a los monjes de Raito, no intentaba con su relato infundir repulsión en sus
lectores. Él esperaba que la “prisión” de Alejandría fuese considerada como una imagen del
penthos, pintando el pecado como una esclavitud autoinfligida, un impedimento al cual las
lágrimas ofrecen el único camino de salida. La descripción es un símbolo tosco pero
profético, cuyo punto extremo es un doloroso, pero vivo, recuerdo de la naturaleza mortal
de nuestro estado de aflicción:

“Algunos gritaban en su corazón y retenían en sus gargantas el sonido de su lamento. A


veces sin embargo no podían más retenerlo e imprevistamente gritaban… rugiendo desde lo
profundo del corazón, mostrando los dientes con gritos feroces… Era justamente llamado
prisión o penitenciario en cuanto se presentaba como una verdadera tierra de penitencia,
como maestra del penthos.”

La condena a la “prisión” significa simplemente que uno no puede huir a la aflicción:

“Quien no llora por sí mismo acá, llora eternamente en el más allá. O acá por nuestra
elección, o más allá por los tormentos: es imposible no llorar.” Arsenio 4.

En el siglo X, Simeón el Nuevo Teólogo no es menos claro:

“Quita las lágrimas y con ellas quita la purificación; y, sin purificación, nadie se salvará.”
Catequesis 29.

Las lágrimas son un resultado del amor de Dios y del deseo de Dios de que todos puedan ser
salvados. Para Juan, “Dios, en su amor por la humanidad, nos ha dado las lágrimas”. Las
lágrimas son un camino de conocimiento de sí. Nosotros lloramos porque hemos perdido
nuestra identidad paradisíaca o también porque tenemos nostalgia del “paraíso perdido”.
Hay un fuerte elemento de nostalgia en esta condición: “¡Oh como aquellos prisioneros
querrían recordar los acontecimientos anteriores!”, exclama Juan. Y cita el salmo:
“Nosotros recordamos los días antiguos” (Sal 142 [143], 5). Las lágrimas son el camino por
el cual nuestro cuerpo participa del arrepentimiento, es como participa de la entera
ascensión de la vida espiritual y como también ha verdaderamente participado en el
descenso y en la caída. Los monjes en Siria eran llamados “los llorantes” (abile o penthikoì).

86
Para Juan Clímaco un día que transcurre sin lágrimas es un día perdido, un día sin
arrepentimiento, si bien Juan no confunde las lágrimas o el penthos con el arrepentimiento.

El arrepentimiento no es un acto de autoregeneración o una condición: es un pasaje – una


pascua – de la muerte a la vida y una continua renovación de la vida. Consiste en un cambio
de aquello que se había vuelto el modelo normal de desarrollo, el movimiento desde la vida
a la muerte. Es una nueva vida o una “resurrección” que marca nuestra presencia delante de
Dio y la presencia de Dios en nuestra vida:

“El arrepentimieto es hijo de la esperanza y renegamiento de la desesperación.. Es


reconciliación con el Señor… y un contrato con Dios para una segunda vida.”

Aflicción (“penthos”)

La palabra pénthos tiene la misma raíz que la palabra pàthos: ambas derivan etimológicamente
del verbo pathein que significa “sufrir”. Ahora, el sufrimiento puede asumir diversas formas,
y para el asceta cristiano que reconoce que todos los sufrimientos son asumidos en la cruz,
también las heridas de la compunción son diversas, una de estas desemboca en las lágrimas.
La gozosa tristeza es la transformación del sufrimiento a través de la gracia.

El pénthos consiste en una aflicción por una pérdida, es la tristeza y el sufrimiento por la
ausencia de Dios, una inextinguible sed de la presencia de Dios. Uno se aflige por el propio
alejamiento de Él y sus ojos se vuelven “una fuente de lágrimas”. Gregorio de Nisa observa
que las lágrimas son provocadas por la privación de algo que deseamos (pàthos como el
resultado de pòthos), mientas Teodoro de Ciro concluye: “Es una pasión (pàthos) por Dios
que da origen a las lágrimas (penthos)”. Juan recapitula:

“El pénthos según Dios es la tristeza de un alma, la disposición de un corazón entristecido


que busca siempre con pasión aquello por lo cual tiene sed y lo persigue con todo su
esfuerzo, entre gemidos y gritos, cuando de él está privado.”

Clímaco evita la retórica cuando habla de aflicción. Es lúcido y sobrio, reprochará quien da
conferencias sobre el pàthos con una sonrisa en el rostro. El pénthos conduce a la conciencia
de sí, y las lágrimas son el lenguaje a través del cual reconocemos estar separados de Dios, y
por tanto de haber perdido la comunicación con los otros. Las lágrimas revelan nuestra

87
verdadera naturaleza, nuestro despojo y nuestra alienación. Manifestando nuestra real
condición de alejamiento. Según las Homilías del Pseudo-Macario, nosotros debemos llorar
para volver a la vida.

También Clímaco habla de las lágrimas como llave para una nueva, si bien es vieja, tierra,
una peregrinación interior o un éxodo que es esencialmente un reentrar. Del mismo modo
Isaac el Sirio, un contemporáneo de Juan, más joven que él, - que más allá de esto no es
verosímil que ellos se hayan conocido – las lágrimas caracterizan el punto crucial de la
transición, la frontera, entre el presente y el futuro. Simeón el Nuevo Teologo toma
prestada la imagen de Isaac del recién nacido que llora al momento de su ingreso en el
mundo, imagen del cristiano que llora al momento de su renacimiento al mundo futuro.
Para renacer en el presente y en el futuro debemos recordar el pasado.

Si no nos arrepentimos del pasado, estamos condenados a repetirlo en el presente. Esta


dialéctica de inicio y fin, o de salida y reingreso, es crucial. Cada aspecto de la vida cotidiana
en esta óptica asume una dimensión escatológica, mientras paradójicamente comienza un
retorno al estado originario de la naturaleza humana. Cada cosa tiende hacia el fin (éschaton)
y la espera, aunque estando inmerso en el hic et nunc. Es un derribamiento de nuestra
experiencia de la caída y una intensa espera de la gracia de Dios. Esta
condición naturalmente no puede ser medida, sino mientras más grande es la caída, más
profunda es la aflicción y más cierta es la resurrección. Juan parece simpatizar con los
grandes pecadores, casi preferibles, porque su sed de Dios crece en proporción a la
experiencia de su propia degradación:

“Considero felices a aquellos que han caído y están afligidos más que aquellos que, no
habiendo caído, no están afligido.”

Ahora bien, las lágrimas y el arrepentimiento, como la caída y el pecado, no son fenómenos
individuales, sino eventos personales con implicaciones cósmicas. Las lágrimas son vertidas
por todos y con todos. El dolor de una persona abraza el dolor del mundo. Basilio el
Grande dice:

Los monjes sufren con (sympàschein) aquellos que sufren, llorando con (syndakrùein) ellos y
estando con gran aflicción (penthein) por ellos

Barsanufio de Gaza llega incluso a identificar el pénthos con el amor. Para Juan Clímaco, la
forma del verdadero amor es tal que “cuando se oye que otro ha caído en una desgracia

88
espiritual o física, se sufre y se llora como por sí mismo”. El camino de las lágrimas es en
definitiva el camino del amor.

El camino de las lágrimas

Las fases de las lágrimas

“Llorar es el camino que nos han dejado la Escritura y los padres… No hay otro camino más
que este.”

¿Cuáles son entonces las fases de este camino? La Escala muestra un orden doble del pènthos,
indicado por dos especies de lágrimas: las producidas por el temor y las producidas por el
amor, unas culminan en las otras:

“Las lágrimas derramadas por temor interceden por nosotros, pero aquellas de purísimo
amor nos revelan que la súplica ha sido aceptada.” Poimén 119.

Las lágrimas de amor son un don divino extraordinario que debe ser custodiado “como a la
pupila de los ojos”. En verdad, Juan no es inflexible ante este esquema sencillo, evangélico
(cf. Juan 4, 18 y 1 Cor 13, 13). En otro lugar escribe:

“Es sorprendente como lo más humilde (el temor) sea lo más seguro en aquel momento.”

Las lágrimas de temor expresan nuestra preparación conciente a la acogida de la gracia de


Dios (cf. Sal 122 [123], 2). Dios busca solo nuestra apertura al amor divino, mientras la
medida (tò métron) del pénthos refleje la profundidad de nuestra iniquidad y el nivel de
nuestra disponibilidad a la gracia de Dios.

Hay, además, una distinción entre lágrimas de los principiantes (tà pròtera) y aquellas que
concierne a los perfectos (tà ànothen), como entre las lágrimas del cuerpo (somatikà) y las
lágrimas noeticas o espirituales (noerà). Juan habla también de las lágrimas “externas”,
caracterizadas por la penitencia o la compunción, y las lágrimas “psíquicas”, que alimentan al
alma. Finalmente, otro modelo tripartito distingue entre lágrimas naturales (katà physin,
sensibles, pertenecientes a la naturaleza humana), innaturales (parà physin, demoníacas,
derivadas de motivos pecaminosos) y lágrimas sobrenaturales (hypèr physin, espirituales,
provenientes de Dios). Todas estas lágrimas no son interiores o imaginarias, sino reales y
sensibles:

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“Se contaba de abba Arsenio que por toda su vida, mientras estaba sentado en su trabajo
manual, tenía un trozo de tela sobre el pecho a causa de las lágrimas que corrían por sus
ojos.” Arsenio 41.

Las lágrimas y el bautismo

Las lágrimas lavan los pecados exteriores e interiores, los vicios conocidos y los ignorados,
“sean estos visibles o no, aquellos cometidos en el cuerpo y en el alma: los padres han
establecido que… las lágrimas son un baño”. Juan juega con los verbos piptein (caer) y
niptein (lavar). Lavar significa limpiar las heridas del cuerpo y del alma. Esto trae la
salvación. Siglos más tardes, claramente influenciado por Juan, Simeon el Nuevo Teólogo
escribió:

“Sin agua es imposible lavar ropa sucia y aún más sin lágrimas es imposible lavar y limpiar el
alma de la suciedad y de las imperfecciones.”

Tales afirmaciones tienen una inequivocada connotación bautismal. En el séptimo escalón,


Juan hace una afirmación que él mismo admite que es audaz:

“Mas grande que el bautismo es la fuente de las lágrimas después del bautismo, si bien este
es un modo provocador de decirlo.”

Si bien Juan habla en otro lugar en estos términos, él no intenta sustituir el sacramento del
bautismo por las lágrimas. Juan es perfectamente conciente de la condición de unicidad del
bautismo. Esto es evidente también en el pasaje arriba citado, en el cual Juan establece de
un modo deliberadamente paradojal que por un lado las lágrimas pueden ser más grandes
(meìzon) que el bautismo, pero por otro lado las lágrimas siguen al bautismo (metà).
Cualquiera sea su importancia, las lágrimas no sustituyen, sino más bien renuevan el
bautismo. No garantizan la gracia divina, sino que trae a nuestra conciencia una gracia ya
otorgada en el bautismo. El poder de las lágrimas es precisamente el de rejuvenecer, dar
continuidad a la función purificadora del bautismo, sin que ellas se vuelvan un duplicado del
bautismo. Las lágrimas así caracterizan la función entre el ser y el devenir. La supremacía y
la eficacia del sacramento no es cuestionada, pero si hay una afirmación de la necesidad de
una receptiva conciencia y de una continua respuesta a la gracia bautismal. El bautismo de
las lágrimas ilumina –no elimina- el bautismo del agua y del Espíritu.

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Lágrimas y oración

Como símbolo de purificación, las lágrimas limplian los ojos para que vean, pero también
para que sean visitado por Dios en la oración. La búsqueda de Dios en la oración sucede
verdaderamente a través de la aflicción. La oración es contemporáneamente la causa y la
consecuencia de las lágrimas, o –como afirma Clímaco- “la madre y también la hija de las
lágrimas”. La oración “contiene” nuestras lágrimas y las lágrimas constituyen la realización
más pleno de la oración. “En la verdadera oración –según Antonio el Egipcio- uno olvida
que está orando” y las lágrimas nos hacen capaces verdaderamente de olvidarnos de nosotros
mismos en un deseo orante de Dios. Esta es la descripción típica que Juan hace de las
lágrimas de un monje:

“No le bastaría el tiempo para llorar sus pecados, ni siquiera si pudiese vivir cientos de años
y viese el río Jordán por entero correr por sus ojos.”

Hay incluso una conexión persistente entre “lágrimas incesantes” (aénnaon en... tò dàktyon) –
Barsanufio dice achòriston kaì adiàleipton – y oración, más allá de lo paradojal que “pueda
parecer esto”. La exhortación de los padres del desierto a llorar incesantemente es
interpretado a la luz del mandamiento de Pablo de “orar sin interrupción” (cf. 1 Ts 5, 17).

Lágrimas como carisma

La conexión entre bautismo, oración y lágrimas implica que las lágrimas no son obtenidas
por nuestro esfuerzo, sino que vienen espontáneamente (autokinétos, o más bien eterokinétos).
Las lágrimas espirituales corren sin contracción de los músculos faciales, son una
consecuencia de la gracia divina.

“El Señor viene sin haber sido invitado a darnos la esponja del dolor querido por Dios, el
agua refrigerante de las pias lágrimas.”

[…] En cuanto don, las lágrimas testimonian una visita divina. Ellas son precedidas por una
visita del “Huesped no invitado” que viene, pero que después nos hace llorar la divina
ausencia. Esperar es llorar. Esperar es ser humilde. Esperar es el camino más seguro para
conseguir un don de Dios. Y la paciencia es fundamental, porque el sobrevenir de las
lágrimas es gradual: literalemente gota a gota. Dios da y Dios toma: dar, tomar y retener,
con todas las fases del camino de las lágrimas. Las privaciones es prenda de restitución:

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“En cuanto el niño reconoce al padre, inmediatamente se llena de alegría. Y cuando,
después de un tiempo, por sus motivos, el padre se va y después vuelve, el niño goza y sufre
a la vez. Es colmado de alegría porque ve a la persona amada y de tristeza porque ha sido
privado por tanto tiempo de aquella agradable belleza.”

Naturalmente la pérdida del don de las lágrimas puede también venir por nuestra
responsabilidad. Puede, por ejemplo, ser el resultado del orgullo. Es necesario prestar
atención a no alterar el antídoto de las pasiones en más pasiones. Más allá de que sean un
don precioso, las lágrimas no son nunca consideradas un fin en sí mismo. Son un camino, tal
vez ni siquiera el único y tampoco un camino absolutamente necesario. Dios no tiene
necesidad de nuestras lágrimas. Somos nosotros los que tenemos necesidad cual fuente de
purificación y de alegría. ¡Lloro, por esto soy! Las lágrimas de alegría llegan al final – no al
inicio – de un largo y doloroso combate interior.

“Charmolype” – alegría y dolor

“Charopoiòn pénthos” – gozosa tristeza.

La contribución más original de Juan a la teología de las lágrimas se encuentra en su


identificación del pénthos con la alegría. Los términos técnicos que emplea para el estado de
gozosa tristeza - charopoiòn pénthos e charmolype – se encuentran por primera vez en sus
escritos, mientras el capítulo dedicado a este tema ha sido la sección de la Escala que ha
ejercitado mayor influjo. Para Juan la amargura de las lágrimas es endulzada a través del
arrepentimiento. Las lágrimas de temor florecen en lágrimas de amor. Las lágrimas son al
mismo tiempo la pregustación de la muerte (prooìmion thanàtou) y la pregustación de la
resurrección (prooìmion anastàseos).

El fenómeno requiere un examen más profundo. El monje recuerda la muerte y esta


memoria es claramente doloroza. En todo momento, el monje hace esto en primer lugar no
por motivos de sus pecados personales, sino por amor a Dios, por un sentido de pertenencia
al Reino, en un tiempo suyo pero ahora perdido. El monasterio entonces se asemeja a una
tumba temporal, antes de la tumba final. Ahora el hábito del monje representa más un
“habito de bodas” que un hábito fúnebre. Cada día se vuelve una fiesta como si la aflicción
del monje marcase un paso hacia adelante, o atrás, hacia la naturalez caída. Por el contrario,
“un eterno pènthos espera quien no deja de estar en una fiesta todo los días”. La memoria de
la muerte, así, no es idéntica al temor de la muerte. Aquello que está en juego es el

92
reconocimiento que ningún momento de nuestra vida puede ser revivido. Cada detalle, cada
encuentro, contiene una plenitud que envuelve la vida y la muerte. El recuerdo de la
muerte es dador de vida y renovador de nuestra vida.

Esta es la dimensión positiva o “bella” de la aflicción (Clímaco habla de Kallìpenthos y kállos


pénthous). La humanidad ha perdido el equilibrio entre alegría y tristeza presente en la
“belleza del pénthos”. El concepto caracteriza el acercamiento dialéctico de Clímaco: el
arrepentimiento es un equilibrio de perdición y resurrección, de muerte y de vida, de
desesperación y de esperanza. Ptoutotapeínosis (o “feliz abundancia de humildad”) es la
experiencia simultanea de Getsemaní y del Tabor, del viernes santo y del domingo de
Pascua: “moribundos y he aquí que vivimos… afligidos, pero siempre felices” (cf. 2 Cor 6,
9-10). La co-inerencia entre la alegría y la tristeza refleja también la bienaventuranza de
Cristo considerando la aflicción (cf. Mt 5,4) como también su ascensión cuando él fue
separado de los discípulo pero prometió permanecer siempre con ellos (cf. Mt 28,20).

Como un niño, el monje está “colmado de alegría y de tristeza. De alegría porque ve la


persona amada, de tristeza porque ha sido privado por tanto tiempo de aquellla agradable
belleza.”

Juan condensa la entera enseñanza evangélica y patrística. Otros escritores hacen alusión a la
gozosa tristeza, pero Juan desarrolla explícitamente el concepto por primera vez. La
“milagrosa” transformación de las “lágrimas dolorosas” en “lágrimas sin dolor” asombran al
mismo Juan:

“Estoy asombrado de cómo esto que se llama pénthos y el dolor contienen en ellos mismos
una mescla de gozo y alegría…”

Alegría espiritual

Hay un optimismo subyacente en la enseñanza de Juan sobre las lágrimas. La naturaleza


humana fue creada para la alegría y no para la tristeza, para la risa y no para las lágrimas:

“Dios no tiene necesidad de que nosotros nos aflijamos con dolor del corazón ni lo desea,
sino más bien [desea] que nosotros nos alegremos con una sonrisa en el alma por amor por
él.”

93
En cuanto expresión de amor, la alegría espiritual es alejamiento de las tinieblas:

“Quita el pecado y será superfluo el llanto causado por la tristeza; donde no hay herida no es
necesario vendaje.”

Esta afirmación puede parecer disonante para las otras explicaciones sobre las lágrimas, pero
es coherente con la concepción de Juan de la alegría espiritual. “Hay un tiempo para llorar y
un tiempo para reir” (cf. Qo 3, 4), y nuestra alegría será completa solo en la patria celestial,
en el paraíso. Hay una alegría en el llegar y una alegría en el caminar por esta vía. Alegría
(chàrà) y gracia (chàris) tienen una raíz común y comparten el mismo significado, desde un
punto de vista etimológico, teológico y espiritual.

Una espiritualidad de la imperfección

En la lectura de la Escala se necesitaría tener en mente dos puntos relacionados entre si: en
primer lugar que el texto ha sido escrito por un asceta, expresamente para los monjes que
vivían en comunidad; y en segundo lugar, que el texto es importante también para los
laicos, porque en el curso de los siglos ha influenciado tanto a los monjes como a gente
casada. Es necesario recordar que el modo monástico de vivir es simplemente “la vida según
el evangelio” (Basilio). Todos son llamados a responder al llamado de Cristo a la salvación.
Las circunstancias de las respuestas pueden cambiar externamente, pero el camino, interior
y esencialmente, es uno solo. En la vida espiritual no hay una distinción neta entre lo
monástico y lo no monástico. La vida monástica es sencillamente la vida cristiana vivida de
un modo particular. Este es el motivo por el cual la Escala, si bien concebida para los monjes
y dirigida a ellos, puede ser de beneficio para toda la Iglesia. Juan quiere ante todo escribir
un informe de su experiencia personal durante los cuarenta años de estancia en el desierto
del Sinaí. Informe que pretende estimular experiencia personal semejante de aquellos que
leen la Escala. Y es la experiencia personal por consiguiente lo que Clímaco continuamente
pone de relieve solicitando una respuesta e incitando a sus lectores a un salto en la fe,
llevándolos al encuentro personal.

Ahora bien, a primera vista, en su globalidad, el libro puede quizás dar una impresión
negativa. Dieciseis de treinta escalones tratan los vicios a evitar, y de los catorce sobrantes
algunos son aparentemente negativos: arrepentimiento, tristeza y liberación de las pasiones.
Sin embargo, esta impresión inicial podría ser desviada, porque los dieciséis escalones que
tratan de los vicios tratan al mismo tiempo de la correspondiente virtud y son mucho más

94
breves que los otros catorce que, a su vez, no son tan negativos como puede parecer en una
primera mirada.

Sin embargo, el equilibrio entre “negatividad” y “positividad” es mucho más profundo de


cuanto parece en una observación superficial. Juan no tiene temor de los elementos
negativos o de las dimensiones más oscuras del corazón. No las ve simplemente como
estadios pasajeros, sino que reconoce en ellos la superación del fracaso humano y de su
resultado. Considera el pecado humano y el fracaso como la última oportunidad para la
gracia y el poder divino puede realizar la obra solo “en la debilidad” (cf. 2Cor 12,9). Este es
precisamente el contexto dentro del cual Juan comprende el rol de las lágrimas. Las
lágrimas son a menudo percibidas, desgraciadamente, como un aspecto negativo de la vida
espiritual. Pocos comprenden que las lágrimas de fracaso, como símbolo de imperfección,
son de hecho el único camino del progreso espiritual. Juan no habla de la théosis, de la
divinización, el recuerda simplemente el largo viaje, los estadios graduales, los pasos llenos
de temor hacia tal meta sublime. Él conoce sólo aquello que está a nuestro alcance y que es
lo real. Una lágrima silenciosa nos hará avanzar en la vida espiritual más que una gran
cantidad de “ruidosos” actos ascéticos o de las más “visibles” empresas virtuosas.

El silencio de las lágrimas es un camino de interioridad, un camino de exploración de las


inaccesibles profundidades del corazón. Esto refleja nuestra restitución a Dios y a nuevos
modelos de aprendisaje y de vida. Nosotros aprendemos el sufrimiento y la paciencia a
través del pénthos y no solo a través de una comprensión intelectual. El vínculo entre
lágrimas y silencio es importante. Las palabras son un camino para afirmar nuestra
existencia y justificar nuestras acciones y nuestras emociones. Sin embargo, el silencio, que
puede incluso parecer como una muerte, es un camino para abandonar toda
autojustificación. Muy a menudo, en efecto, nosotros buscamos engañar o esquivar a la
muerte con explicaciones y escusas. Las lágrimas nos enseñan a esperar en silencio en la
experiencia del dolor o del temor. A través de las lágrimas, abandonamos nuestras
imaginaciones infantiles de Dios y nos rendimos a su imagen viviente. Confesamos nuestra
personal impotencia y profesamos el divino poder. Las lágrimas confirman nuestra
disponibilidad a permitir a nuestra vida caer en la oscura noche del alma y a nuestra
voluntad asumir una vida nueva en la resurrección de los muertos.

Cuando admitimos nuestra falta de esperanza y nuestra desesperación y reconocemos que


hemos tocado fondo en nuestras relaciones con los otros y con Dios, entonces descubrimos
también la compasión de un Dios que voluntariamente ha asumido la vulnarebilidad de la
crucificación. No se buscaría la curación divina si no fuese verdaderamente necesaria para

95
sobrevivir. No se la buscaría a menos que uno no fuese obligado a admitir que no hay otro
camino de salida. Nuestros corazones son morada de Dios, pero son todos hechos de cristal.
Las lágrimas son entonces fragilidad, heridas y debilidad. Dios entra a través de la herida
abierta de nuestro corazón, la ventana quebrada, y trae la curación al alma y al mundo, no
para consolar sino más bien para identificarse con nosotros en un acto de compasión infinita.
Dios comprende, siendo él mismo sometido a la vulnerabilidad al hacerse niño y al morir en
la cruz. Esta vulnerabilidad es el único camino hacia la santidad. Más profunda es nuestra
personal miseria, más abundante es su eterna recompensa. Más profundo es el abismo de la
humana corrupción, más grande es la gracia de la compasión celestial. Más envolvente es
nuestro abandonarnos en el camino de la cruz, más intensa es nuestra experiencia de la luz
de la resurrección.

Así, en la Escala, el informe de Juan sobre el don de las lágrimas es un testimonio, no un


tratado. Se trata de una homilía quizás, o de una confesión, pero no de un discurso con una
serie determinada de axiomas y de reglas. Juan revela en verdad una intuición
extraordinariamente sutil considerando “la misteriosa tierra de las lágrimas”, considerando
la complejidad de las lágrimas, su condición y su significado en la vida espiritual. Su
enseñanza sobre las lágrimas se asemeja a una teología de lo profundo, que manifiesta la
fragilidad de la vida y revela una espiritualidad de la imperfección. Para Juan, la vida es un
continuo equilibrio de tensiones, un perpetuo permanecer bajo la cruz, un llanto incesante.
Y la fuente, el objeto de estas lágrimas es la luz de la resurrección que resplandece más allá
de la cruz, transformando nuestra tristeza en alegría de Cristo.

El hesicasmo palestinense: Barsanufio e Giovanni


André Louf

Ocupémonos ahora de otra tradición: el hesicasmo palestinense. Nuestros testigos serán dos
ancianos, de los cuales no se sabe nada más que fueron reclusos, al inicio del siglo VI, en el
monasterio del Abbad Sérido, al sur de Gaza: Barsanufio el Gran Anciano, y Juan el Profeta.

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De orientación netamente eremítica, la tradición hesicasta desarrolló una espiritualidad muy
interiorizada que a primera vista deja poco espacio a la celebración litúrgica comunitaria. Y
esto por evidentes razones: en el caso de los eremitas y de los reclusos la oración en común
es prácticamente inexistente.

Para el monje que “ha sido seducido” a practicar la hesiquía, que ha abrazado la vida
eremítica, una sola cosa es importante: empuñar con firmeza la espada del Espíritu, la
diàkrisis, el discernimiento, instrumento espiritual que permite al eremita reconocer en su
corazón los llamados del Espíritu. Esto es lo que tendrán por regla en la vida hesicasta,
sustituyendo así los cánones y los reglamentos que organizan la vida en el cenobio:

“Un hesicasta… no posee regla. Al contrario, tú haz como un hombre que come y bebe en
la medida que tiene ganas. Así cuando quieras leer y sientas compunción en tu corazón, lee
todo lo que puedas. Lo mismo para la salmodia. Para la acción de gracias y las letanías,
prolóngalas según tus fuerzas y no tengas temor: Dios no se arrepiente de sus dones.”
(Barsanufio y Juan, Carta 88)

“Por tanto, no desees una regla, porque no quiero que tú estés bajo la ley, sino bajo la
gracia. Se ha dicho en efecto: “No hay ley para los justos”. Y yo quiero que tú estés con los
justos. Ten al discernimiento como el timón que gobierna la nave contra los vientos.”
(Barsanufio y Juan, Carta 33)

Tal es pues la actividad del ermitaño, enteramente guiada por el Espíritu, según el
testimonio del Apóstol: “Todos aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos
de Dios” (Rom 8, 14). Si el Espíritu de Dios es la regla y el canon de todas las cosas, lo será
también de la oración. Barsanufio responde a un monje que le pregunta la medida de la
oración incesante y si con este propósito debía seguir una regla:

“La medida de la oración incesante pertenece a la aphatheia. Cuando conozcas la venida del
Espíritu, él te enseñará todas las cosas. Si él te enseña cada cosa, te instruirá también a
propósito de la oración. En efecto, el Apóstol dice: ‘Nosotros no sabemos orar como se
debe, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables’.” (Barsanufio y
Juan, Carta 182)

Si el ermitaño no conoce la celebración común de la liturgia, se aplica sin embargo con


constancia a la salmodia, a la lectura meditada, a la oración en voz alta: su liturgia personal.
Los grandes hesicastas fueron perfectamente conscientes: la oración en voz alta representaba

97
para ellos el pedagogo que debía conducirlos a la oración silenciosa, hecha de una simple
presencia de Dios. Orar incesantemente en el propio corazón, sin que nunca la lengua
participe, “es propio de los perfectos, capaces de gobernar su espíritu y de custodiarlo en el
temor de Dios.. pero aquel que no puede conservar incesantemente su espíritu en presencia
de Dios, debe unir la meditación a la oración de los labios”. (Barsanufio y Juan, Carta 431)

Y Barsanufio ilustra esto con una parábola:

“Observad a aquellos que nadan en el mar: los nadadores expertos se lanzan al agua con
coraje, sabiendo que el mar no puede tragar a los buenos nadadores. Por el contario, aquel
que está recién aprendiendo, cuando siente la profundidad del agua, teme ahogarse, se sale
enseguida del mar para permanecer en la playa. Luego, tomando un poco de coraje se
sumerge de nuevo en el agua. Así hace los intentos para aprender a nadar bien, hasta
alcanzar la perfección de los nadadores más expertos.” (Barsanufio y Juan, Carta 182)

No se podría ilustrar mejor la actividad, la ascesis de aquel que tiende a la perfección de la


oración interior. Cualquier cosa que haga, sea que se ejercite en una simplicidad absoluta
permaneciendo en el océano divino, sea que repose sobre la playa de las Escrituras en la
meditación y en la salmodia, el ermitaño no tiene más que una sola ocupación, una sola
preocupación, la de prestar atención a la liturgia del Espíritu en su corazón.

En la Carta 74, Juan el Profeta traza el programa del monje hesicasta:

Las horas y los himnos de la Iglesia son tradiciones: se prestan admirablemente a ser
ejecutados junto al pueblo, y lo mismo en los cenobios a causa del gran número de
personas. Pero los monjes de Escete no tienen horas ni recitan himnos. Ellos tienen, en
momentos sucesivos, el trabajo manual y la meditación, ambos interrumpidos por una breve
oración.

Cuando estás de pie para la oración, debes invocar al Señor para ser liberado del hombre
viejo, o bien debes decir el Padre nuestro, o también ambas cosas, después sentarte de
nuevo para el trabajo manual. Puedes prolongar tu oración cuando te levantas, o rezar sin
interrupción según el precepto del Apóstol, pero para esto no es necesario que tú
permanezcas de pie. Porque es larga toda la jornada para que tu espíritu esté en oración.
Cuando te sientas para el trabajo manual, debes recitar de memoria (apostethìzein) o leer los
salmos. Al final de cada salmo, ora permaneciendo sentado: “¡Dios, ten piedad de mí que

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soy un miserable!” Si sucumbes a los pensamientos agrega: “¡Dios, tú ves mi tribulación, ven
en mi ayuda!”.

Cuando hayas terminado tres filas de red, levántate para la oración, haz la genuflexión del
mismo modo y, de nuevo de pie, haz la oración que se te ha dicho. Para las vísperas, los
monjes del Escete recitan doce salmos. Al final de cada uno dicen el Aleluya en vez de la
doxología y hacen una oración. Y lo mismo por la noche: doce salmos, después se sientan
para el trabajo manual. Si alguno lo desea, sigue recitándolos de memoria. Otros examinan
los propios pensamientos, y otros también la vida de los padres. Aquel que lee cinco u ocho
hojas lo hace también por aquellos que realizan el trabajo manual. Aquel que lee los salmos
o que recita de memoria debe hacerlo con los labios (es decir, en voz alta), al menos que
nos esté otro cerca de él y desee que nadie sepa lo que hace.” (Barsanufio y Juan, Carta 74)

No se podría describir más claramente las ocupaciones del hesicasta. Materialmente estas
consisten en una sucesión equilibrada de trabajo manual y de pausas de intensa oración. En
realidad, en lo más íntimo del corazón, la oración y la presencia del solitario ante Dios no
cesan nunca.

En la carta que hemos recién citado, se propone dos veces el ejemplo de los monjes de
Escete. En efeco, encontramos aquí una tradición que se remonta a los orígenes mismos del
monaquismo, y se podría cita con este propósito más de un apotegma que ilustra este ritmo
de vida típicamente monástico.

Si la oración continua no anima este ritmo, la celebración litúrgica comunitaria pierde su


significado:

El bienaventurado Epifanio, obispo de Cipro, tenían en Palestina un monasterio. Su abad un


día le mandó a decir: “Gracias a tus oraciones no hemos descuidado nuestra regla, sino que
con celo recitamos tercia, sexta y nona, y el oficio del lucernario”. Pero él les reprendió con
estas palabras: “Evidentemente descuidas las otras horas del día en las cuales no rezan. El
verdadero monje debe tener incesantemente en el corazón la oración y la salmodia.”
(Epifanio 3)

Epifanio afirma así de manera absoluta la necesidad de un más allá de lo litúrgico, sin lo cual
la celebración comunitaria pierde todo su valor.

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Para terminar, es preciso subrayar que esta concepción de la sinergia entre oración litúrgica
y oración interior no es exclusivamente una prerrogativa de la tradición anacorética o semi-
anacorética.

En los monasterios de Pacomio, del cual hoy se gusta de darle el título de fundador de la
Koinonía, se encuentra la misma intuición fundamental. De su abba Palamón, Pacomio
recibe, junto a la iniciación a la vida monástica, el canon de la oración:

En cuanto a la regla de la colecta, sesenta oraciones en el día y cincuenta a la noche, sin


contar las jaculatorias que hacemos para no ser mentirosos, ya que nos ha sido ordenado
orar incensatemente (Vida de Pacomio).

Violencia y gracia: La lucha espiritual


Kallistos Ware

Una teología experiencial

“Yo no quiero que tú estés bajo la ley sino bajo la gracia” (Carta 23), así escribía el Gran
anciano, Barsanufio a su compañero de ascesis, el otro anciano, Juan de Beersheva. Esta
breve frase resume la actitud de los dos Ancianos de Gaza en relación de la lucha espiritual.
Como guías espirituales, ellos no quieren imponer un código exhaustivo de regla, sino que
buscan defender y proclamar la gracia y la libertad que nos son dadas por la fe. “Tú sabes
que no hemos nunca impuesto vínculo a nada” (Carta 51), dice Barsanufio y Juan en otra
ocasión.

De esto resulta claro al menos qué no debe esperar el lector encontrarse en las 848 cartas de
la correspondencia de los dos Ancianos de Gaza llegadas hasta nosotros. La colección no es
de hecho sistemática - y en esto está, al menos en parte, su valor - si bien se incluyen
algunos leitmotiv que le confieren un espíritu coherente y característico. Ante todo aquí no
encontramos un sumario metódico de mandatos exteriores para imponer mecánicamente al
aspirante asceta.

100
Igualmente, hay una casi completa ausencia de misticismo especulativo de tipo origenista-
evagriano. Si bien Juan admite que algunos textos de Evagrio pueden ser leídos con
provecho, en general tanto él como Barsanufio, muestran una fuerte reserva en relación a
las obras de Orígenes, Evagrio y Dídimo el Ciego. Ante un monje que declaraba que la
lectura de las obras dogmáticas conduce su mente a la contemplación (theoria), Barsanufio
no lo anima en absoluto: “No querría que tú te deleites en estas cosas, con el motivo de que
elevan la mente en alto, sino con las palabras de los ancianos, ya que estas humillan la mente
en lo bajo.” (Carta 547),

En su enseñanza, los dos ancianos de Gaza evitan los términos tales como theoría, theologhia
y gnosis.

Si la correspondencia no es un código legal, ni un tratado sobre el misticismo especulativo,


no es tampoco una compilación de historias de milagros. Es verdad que Barsanufio y Juan
intuyen los pensamientos secretos de aquellos que se dirigen con ellos (cf. Carta 70) y que
curan a otros a través de su oración (cf. Carta 91; 570) o enviándoles agua bendita (cf.
Carta 643-644), pero en general no realizan milagros y en sus cartas hay una sorprendente
falta de énfasis en relación a los milagros. No debemos confiarnos de visiones o de sueños,
repiten incesantemente (cf. Carta 414-415; 418), ni poner la confianza en los signos y
milagros: estos, dice Barsanufio, “no son para los fieles, sino para los infieles (cf. 1 Cor 14,
22)” (Carta 40; 34). Si bien, se habla mucho de los ataques de los demonios en el interior
del hombre a través de las pasiones y de los pensamientos, de hecho en las respuestas de los
dos Ancianos no hay nada que haga referencia a manifestaciones espectaculares del demonio,
como lo encontramos, por ejemplo, en la Vida de Antonio escrita por Atanasio y en los
escritos de Evagrio.

Si en las cartas de Barsanufio y Juan no encontramos reglas sistemáticas, especulaciones


místicas o historias de milagros, ¿Qué encontramos? Lo que nos ofrecen es ante todo un
cuadro extraordinariamente vivo y humano del modo en el cual el ministerio de la
paternidad espiritual era practicado en la Iglesia antigua. Ningún otro texto antiguo presenta
un informe tan directo y cercano de las preguntas que la gente hacía y de las respuestas que
recibían. Los dos Ancianos no dan principios generales, fundados sobre anteriores fuentes
escritas, sino que presentan respuestas específicas y personales a determinadas preguntas,
nacidas de lo que ellos mismos han probado, visto y padecido. Los dos adjetivos que mejor
describen su teología son experiencial y personalizada. La teología de ellos es experiencial, en
el sentido de que ella es el fruto de su inmediata y viva experiencia; y es personalizada en el

101
sentido de que lo que les importa a ellos no son las reglas, sino las personas, no son las ideas
abstractas sino los singulares seres humanos en toda su variedad y unicidad.

Este acercamiento personalizado es evidente especialmente en su insistencia sobre la ascesis


interior más que sobre la exterior. “En cuanto al ayuno del cuerpo, no te aflijas, porque esto
no es nada sin el ayuno espiritual” (Carta 78), dice Barsanufio a un monje turbado por la
propia falta de fuerza física. Teniendo en mente la gran variedad de las posibilidades físicas
de las diversas personas, no proponen una medida de ayuno igual para todos. Concuerda
con esto lo que dice el gran profeta inglés del siglo dieciocho, William Blake: “Una única ley
para el león y para el buey es una opresión”. Por esta razón, como dice Juan, “nuestros
padres, que eran perfectos, no tenían una regla fija (Kanònos hòros)” (Carta 86).

Cuando los dos Ancianos dan consejos considerando al ayuno, dan una indicación que puede
ser interpretada libremente, según las necesidades de cada uno: “No tomar nada por
glotonería sino según el hábito recibido, y después de haber comido permanecer con
hambre y no saciado” (Carta 511).

El mismo principio concierne al sueño: es necesario “permanecer un poco por de bajo tanto
del alimento como del sueño” (Carta 158). Esta indicación personalizada, es decir no
saciarse nunca del sueño, del alimento y de la bebida – incluso del agua- se remonta a los
orígenes del monaquismo egipcio. La encontramos en las fuentes pacomianas, en los Dichos
de los padres del desierto, en la Historia de los monjes, en Evagrio y su discípulo Juan Casiano.
Fiel discípulo de los dos Anciano de Gaza, Doroteo, adopta el mismo principio en la
formación de la vida monástica del joven Dositeo.

Ascetismo antinómico.

Fiel a este punto de vista experiencial y personalizado, Barsanufio y Juan más que expresarse
de modo metódico y coherente, prefieren recurrir al contraste y a la paradoja. En esto se
asemejan a Juan Clímaco. Típico de su enfoque enigmático y provocativo es el consejo que
el Gran anciano da al monje Andrea: “Olvídate de ti mismo y conócete a ti mismo” (Carta
113). En su interpretación de la lucha ascética, los Ancianos de Gaza han recurrido a tres
contraposiciones.

- Severidad y moderación. “Es imposible ser salvados sin trabajo (Kòpos)” (Carta 239) – dice
Barsanufio a un monje de la comunidad de Gaza-. No creas que es fácil, ya que es necesario
sudar, trabajar y hacerse violencia (bía) (Carta 239). Pero cuando el superior de la

102
comunidad, abba Sérido, había extenuado su cuerpo con una fuerte austeridad ascética y en
consecuencia se había gravemente extenuado, Barsanufio lo reprendió, exhortándolo para el
futuro a tratar su cuerpo con discreción (diàkrisis), de modo que éste lo sostuviese en su
ministerio espiritual y le sirviese con suficiente fuerza en sus deberes hacia los hermanos (cf.
Carta 570).

- Libre voluntad y gracia. Enfatizando la importancia de la libre elección, el Gran anciano


afirma que el padre espiritual no debe recurrir a la fuerza, sino respetar la libertad interior
de sus hijos: “No forzar la elección, sino sembrar con esperanza (cf. 1 Cor 9, 10). También
nuestro Señor, en efecto, no ha forzado a nadie, sino ha llevado la buena nueva, a quien
queria escucharla” (Carta 35).

Si bien, obedece a sus superiores, el monje no es totalmente pasivo, sino que debe hacer uso
de la propia libre voluntad: “Si quieres progresar, trabaja” (Carta 256). Pero esta insistencia
sobre el ejercicio activo de la libre voluntad está unidad a una clara afirmación del primado
de la gracia divina: “Dios… sabe que el ser humano no puede realizar nada por sí mismo.
Pero Dios es todo” (Carta 493).

- Austeridad y alegría. Barsanufio exhorta a la “fatiga del corazón” (pónos Kardías) (Carta
265), pero al mismo tiempo, a un monje oprimido por el desaliento, le dice por tres veces
con énfasis triunfante: “¡Alegrémonos en el Señor, alegrémonos en el Señor, alegrémonos
en el Señor!” (Carta 10).

Examinaremos ahora estas tres contraposiciones que ofrecen una clave para comprender la
enseñanza ascética de los dos Ancianos, y al final consideraremos un tema posterior que
suaviza su maximalismo con un sentido de mutua solidaridad: el uso del precepto paulino:
“Cargad el peso los unos de los otros” (Gal 6, 2).

No diremos, en cambio, nada sobre el fundamento sacramental de su ascetismo y sobre la


enseñanza acerca sobre el recuerdo de la muerte, ya que estos temas son tratados en otras
conferencias del presente convenio.

Severidad y moderación

- Los dos Ancianos de Gaza toman en serio la exigencia radical de la ascesis interior. Dan
peso a las palabras de Cristo: “El reino de los cielo sufre violencia y los violentos se adueñan
de él” (Mt 11, 12). Haciendo referencia a los Dichos de los padres del desierto, Barsanufio dice:

103
“Hermano, la violencia hacia sí mismo (cf. Mt 11,12) en todas las cosas y la humildad, hacen
progresar” (Carta 243). En un pasaje se pregunta: “Si no nos hacemos un poco de violencia a
nosotros mismos, ¿Cómo podemos ser salvados?” (Carta 191). Con su típica prudencia,
Juan agrega que esta violencia hacia sí mismo no debe ser excesiva: “Necesita hacerse
violencia con cuanto es posible y no más allá de lo posible” (Carta 519).

Esta violencia exige más particularmente la necesidad de una paciencia perseverante.


Ningún texto de los evangelios es tan citado por Barsanufio y Juan como el de Mt 10, 22:
“Quien persevera hasta el fin será salvado”. En un pasaje característico Barsanufio afirma:
“No hay que pedir nada a Dios, tampoco por medio de sus siervos, sino auxilio y fortaleza
para soportar, ya que quien persevera hasta el final será salvado (cf. Mt 10, 22)” (Carta 1). Juan
dice: “Si ves que tienes un deseo seguro de permanecer y de soportar, por gracia de Dios,
todos los males que sobrevengan hasta la misma muerte, entonces permanecerás” (Carta
703).

Esta acentuación de la necesidad de soportar pacientemente lo que suceda (hypomonè tón


eperchoménon) hace referencia a la enseñanza de Marcos el Monje. Como modelos de esta
paciente soportación, Barsanufio y Juan recuerdan a Job y también a Lázaro.

Esta violencia hacia uno mismo y esta paciente soportación están sintetizadas en un mandato
central de la teología ascética de los dos Ancianos de Gaza. Barsanufio escribe:

“En cuanto a cómo debes comportarte con el hermano: aquel que quiera agradar a Dios (cf.
1 Ts 4, 1) reniega la voluntad propia a favor del prójimo, haciéndose violencia a sí mismo.”
(Carta 122)

“Quien no tiene ninguna voluntad y se reprende en todo, encuentra misericordia de Dios.”


(Carta 243)

“A menudo yo te he escrito las palabras de la Escritura del Señor, de ser paciente en todo y
de prestar atención a que no se mescle en nada tu voluntad.” (Carta 16)

Esta negación de la voluntad propia no debe ser practicada solo ocasionalmente, sino en
todo momento. Renunciando a nuestra voluntad obtenemos dos cualidades de extrema
importancia: humildad y liberación de los afanes (amerimìa): “La humildad es renunciar en
todo a la propia voluntad y no preocuparse de nada” (Carta 462).

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En ningún lugar los Ancianos de Gaza sugieren que este separarse de la voluntad propia sea
una tarea ligera y fácil. Por el contrario, es un morir a sí mismo, un verdadero y propio
martirio interior: “Dejar la propia voluntad es derramar la sangre” (Carta 254). El asceta es
alguien que ya incluso en la vida presente ha sufrido la muerte y ya está sepultado en la
tumba. Barsanufio escribe: “Esfuérzate en todo a morir a todo (cf. Col 2, 20; Gal 6, 14), y
serás salvado. Y di a tu pensamiento: “Estoy muerto y reposo en el sepulcro” (Carta 55).
Por esta razón Barsanufio habla de su celda como de “mi cementerio” (Carta 141). Como
Juan explica, el Gran anciano usaba esta expresión:

“Porque ha encontrado reposo de todas las pasiones, está muerto en efecto completamente
al pecado (cf. Rm 6, 2.10) y su celda, en la cual está sepultado como en una tumba por el
nombre de Jesús, es un lugar de alivio.” (Carta 142)

Violencia hacia sí, paciente soportación y renuncia de la propia voluntad para Barsanufio y
Juan se entienden en términos cristológicos, como una imitación de Jesús en su vida
terrena. Si renunciamos a nuestra voluntad, seguimos el ejemplo de Cristo que no ha venido
a hacer su voluntad sino la del Padre (cf. Carta 150.239). Más específicamente, seguimos a
Cristo en el largo camino de la cruz. La espiritualidad de los dos Ancianos de Gaza está
centrada en la Pasión: “Dejemos el bastón de caña y tomemos el bastón de la cruz” (Carta
182).

Recurriendo a una imagen frecuente en los escritos de abba Isaías, ellos enseñan que no es
suficiente seguir a Cristo en el largo camino de la cruz, sino que somos llamados a subir con
él a la cruz: “Tú debes subir con Cristo a la cruz y ser clavado con los clavos y traspasado
por la lanza” (Carta 45) Y también: “¡Emigra del mundo, sube a la cruz!” (Carta 48). En
relación a esto, Barsanufio y Juan exhortan a una meditación vivida y detallada de los
sufrimientos del Salvador:

“Has reposar la dulzura en tu corazón recordando la oveja y al cordero (cf. Is 53, 7) sin
culpa, Cristo. Cuántas cosas soportó siendo inocente: insultos, flagelos, etc.” (Carta 20)

“Si quieres adquirir el reposo perfecto, aprende lo que él ha soportado y soporta… Esta es
la perfecta humildad… soportar injurias e insultos y todo aquello que padeció nuestro
maestro Jesús (cf. Mt 23, 8).” (Carta 150)

“Déjame recordar a nuestro soberano Jesús, que por mí ha gustado la amargura y el


vinagre.” (Carta 191)

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Pasajes de este tipo en Barsanufio y Juan recuerdan la larga sección sobre la Pasión en la
Carta a Nicolás de Marco el Monje.

Así, hablando del lugar que la violencia hacia sí mismo y la cruz ocupan en la enseñanza de
los dos Ancianos, viene la confrontación con su maximalismo. Pero esto no es todo. Lo que
es notable en las 848 cartas es el modo en el cual la austeridad es contrarrestada con la
dulzura y el rigor es atenuado por la flexibilidad pastoral. Sobre todo en las cartas de
Barsanufio se puede encontrar una extraordinaria profundidad de paciencia y sutileza de
discernimiento. Por ejemplo en su respuesta al solitario Andrea, él da prueba no solo de
firmeza y de realismo, sino también de extrema sensibilidad en lo que respecta a la
enfermedad de Andrea, de sus escrúpulos y de sus depresiones. Las palabras atribuidas a
Cristo del evangelista: “no partirás la caña quebrada, no apagarás la mecha humeante” (Mt
12,20; cf. Is 42, 3) describen exactamente la comprensión que Barsanufio tiene de su rol de
padre espiritual. Su capacidad de intuición es especialmente evidente en la larga serie de
cartas a Doroteo.

En las raras ocasiones en las cuales Barsanufio y Juan ofrecen específicas indicaciones sobre
prácticas ascéticas exteriores, su consejo es sorprendentemente moderado. Es verdad que
Barsanufio, en el curso de la formación inicial impartida al futuro higúmeno de la
comunidad, Sérido, a menudo lo castigaba y probaba de muchos y variados modos,
imponiéndole formas de disciplinas severas y muy pesadas. Pero el uso de las fuerzas físicas
es excepcional. Es mucho más característico el consejo que Barsanufio da más tarde a Sérido
de “tratar a su cuerpo con discreción” (Carta 570). A un monje enfermo, Barsanufio le deja
beber un poco de vino y le permite consultar al médico (cf. Carta 225). A un solitario, Juan
sugiere dormir seis horas por la noche y dedicar las otras seis a la oración (cf. Carta 146).
Esto es un evidente contraste con la enseñanza de Arsenio el Grande: “Es suficiente para un
monje dormir una hora, si es un luchador” (Arsenio 15).

Los dos Ancianos de Gaza son ciertamente maximalistas, pero son maximlistas del corazón
humano.

Libre voluntad y gracia

Barsanufio, no obstante toda su insistencia sobre la obediencia y sobre la renuncia a la propia


voluntad, cree también en la importancia de la libertad humana. El objetivo del padre
espiritual no es aquel de privar a su discípulo de la libre elección, sino de enseñarle a usar

106
esta libre voluntad. Esto respecto de la libertad humana, sin embargo, no significa de hecho
que los Ancianos de Gaza sean defensores de una acomodada tolerancia. Al contrario, el
verdadero uso de nuestra libertad consiste precisamente en el de entregarse totalmente a la
lucha ascética. Barsanufio escribe a Juan: “No te abatas en las tribulaciones (cf. Ef 3, 13), y
en las fatigas del cuerpo que soportas y sufres por nosotros” (Carta 9). Y Juan, a su vez, dice
a un monje que lo interrogaba: “Nadie puede adquirir nada bueno, si no con mucho trabajo”
(Carta 340).

Sin embargo, este énfasis sobre “el trabajo, la fatiga y la violencia” no debe hacernos pensar
que Barsanufio y Juan son dos criptopelagianos. ¡Lejos de ellos semejante tentación!
También ellos sostienen que todo es gracia. Ellos podrían concordar con las Homilías del
Pseudo-Macario:

“La voluntad del hombre es como una disposición esencial. En ausencia de la voluntad, por
respeto de la libre decisión del hombre, ni Dios hace algo que de por sí podría.” (Homilía
37)

Ellos razonan en términos de synergheìa, de “cooperación” o convergencia entre la gracia de


Dios y la libertad humana. Nosotros no podemos hacer nada sin Dios, pero Dios no puede
hacer nada sin nosotros. Ambas, gracia y libertad, son necesarios.

Nos es pedida la violencia, pero ésta es ineficaz sin la ayuda divina. Subrayando nuestra
humana dependencia a la gracia de Dios, Barsanufio subraya:

“Dios presta atención al corazón del hombre y discierne las intenciones. Él que conoce la
debilidad del hombre y sabe que no puede realizar nada por sí mismo. Dios es todo (cf. Sir
43, 27) y es él quien da fuerza a quien le es digno.” (Carta 493)

En otro pasaje, Barsanufio dice:

“Te tengo ya dicho que si una vez te sucede de hacer algo bueno, debes saber que esto es un
don de Dios (cf. Juan 4, 10) por su propia bondad ya que él tiene misericordia de todos (cf.
Sab. 11, 23). Dice en efecto el Apóstol: ‘¿Qué tienes tú que no lo hayas recibido? Y si lo has
recibido ¿por qué te jactas como si no lo hubieras recibido?’(1 Cor4,7)” (Carta 412)

107
Nuestros nombres han sido escritos en el libro de Dios, pero esto es un don gratuito: “Dios
nuestro soberano tiene un libro en el cual están escritos aquellos que vienen a ponerse
sinceramente a su servicio y están escritos gratuitamente desde el primer día.” (Carta 495)

Dos textos bíblicos a los cuales hacen referencia los Ancianos son Ef. 2, 5: “Por gracia habéis
sido salvados” y 1 Cor 15, 10: “No yo, sino la gracia de Dios que está en mí”. La necesidad
que nosotros tenemos de la gracia de Dios es puesta en evidencia por la enseñanza de Juan
sobre la antirresis, la refutación de los pensamientos:

“No eres tú el que tiene que contradecir los pensamientos: es esto lo que ellos quieren y no
desisten. Vuélvete en cambio hacia el Señor contra ellos arrójale ante Él (cf. Sal 54, 23) tu
impotencia, ya que Él puede no sólo alejarlos, sino también aniquilarlos.” (Carta 166)

La comprensión que Juan tiene de la synergheìa entre la gracia y la libertad está ilustrada en
la respuesta que él da a un laico que le pregunta: “Ya que Dios ha hecho al hombre libre y
luego él dice: ‘sin mí no podéis hacer nada’ (Juan 15, 5); ¿cómo pueden estar juntos la
libertad y el no poder hacer nada sin Dios?”. Juan responde:

“Dios ha hecho al hombre libre en el sentido de que él puede tender al bien. Pero, aunque él
tiende al bien por su propia elección, no es capaz de realizarlo sin la ayuda de Dios. Está
escrito en efecto: ‘Todo depende no del querer o del esfuerzo del hombre, sino de la
misericordia de Dios’ (Rm 9, 16). Si el hombre inclina su corazón hacia el bien e invoca a
Dios pidiendo su ayuda, Dios en consideración de su buena voluntad le da la fuerza
necesaria para su obra. Y así las dos cosas pueden proceder juntas, es decir, la libertad del
hombre y el poder de Dios.” (Carta 763)

Indudablemente Agustín habría encontrado esta respuesta un tanto simplista, pero ella
refleja la aproximación típica del oriente. Aquí Barsanufio y Juan pertenecen a la tradición
teológica ascética griega.

Austeridad y alegría.

“Afligidos, pero siempre alegres” (2 Cor 6, 10): esta es la más grande contraposición en la
teología de los dos Ancianos. Como la necesidad de hacer violencia a sí mismo está asociada
a la compasión llena de amor y como el esfuerzo humano procede a la par con el libre don
de la gracia de Dios, así también la tristeza y el sufrimiento están equilibrados por la alegría.
Barsanufio y Juan anticipan la perspectiva de Juan Clímaco con su enseñanza relativa a la

108
“gozosa tristeza” (charmolype) y la “alegría fuente de tristeza” (charopoiòn penthos) en el
séptimo capítulo de la Escala del paraíso. Barsanufio mismo, que insiste sobre la necesidad de
“partir” la propia voluntad y exhorta a sus discípulos a subir a la cruz con Cristo, escribe a
aquellos que buscan su guía: “Mi Dios bueno y misericordioso, los colma una y otra vez de
la alegría del Espíritu Santo. (1 Ts 1, 6)… ¡Hijos dilectos, alegraos en el Señor!” (Carta 222)

No obstante toda su severidad y su rechazo del compromiso, lo que en el fondo Barsanufio y


Juan ofrecen es un mensaje de consuelo para los desconfiados y de esperanza para los
desesperados. En su soteriología son fundamentalmente optimistas y es significativo que
citan no menos de dieciséis veces a 1 Tm 2, 4: “Dios quiere que todos los hombres se salven
y lleguen al conocimiento de la verdad”. Otros de sus textos preferidos que recurren al
menos veintiún veces es el de 1 Ts 5, 18: “En todo dad gracias”. En la última carta de la
colección completa comentan 1 Ts 5, 16-19: “Estad siempre alegres, orad incesantemente,
en todo dad gracias”. Y concluyen: “En estas tres cosas está contenida nuestra salvación”
(Carta 848). Esta es la palabra final, la herencia que ellos entregan a la Iglesia: un mensaje
de alegría y de esperanza.

“No te abandonaré”

Hay, finalmente, un elemento más de gran importancia en la tradición de Gaza, que atenúa
el aparente rigor de Barsanufio y de Juan y refuerza su mensaje de esperanza. Ellos repiten
insistentemente que la lucha ascética no es solitaria, sino que se realiza en comunión con los
hermanos. En la vida espiritual no avanzamos como individuos aislados, sino como personas
en relación, como miembros de una comunión de amor y de oración. Los dos Ancianos no
olvidan nunca que “somos miembros unos de otros” (Rom 12, 5). Es muy significativo que
los textos de la Escritura a los que hacen alusión con mayor frecuencia – mayor que las que
citan las palabras del Señor contenidas en el evangelio o las palabras de Pablo sobre la acción
de gracias- es la exhortación del apóstol Santiago: “Confesad vuestros pecados los unos a los
otros y orad los unos por los otros para ser curados” (Sant 5, 16). Este texto se cita al menos
en veintitrés cartas y constituye un tema fundamental en toda la correspondencia.
Cualquiera sea nuestra situación humana –así creían los dos ancianos- sea que seamos
solitarios, cenobitas o laicos, somos interdependientes y estamos ligados los unos a los
otros.

Aquel que sostiene y consolida esta comunión de oración y amor es ante todo el ghéron o
anciano, el guía espiritual o el padre en Dios. Barsanufio y Juan atribuyen a esta figura una
importancia extrema. Aunque no sea necesariamente un sacerdote – los dos Ancianos de

109
Gaza no lo eran- él tiene el poder de absolver y de ligar. El anciano debe ser siempre
consultado. El Espíritu Santo habla a través de su boca y cualquier cosa que diga, viene de
Dios. Barsanufio no tiene temor de exclamar: “Yo estoy seguro, en mi Rey y Dios, que sin
él nada te digo a ti para la salvación de tu alma.” (Carta 236)

Se trata de afirmaciones corajudas: ¿qué significa esto en la práctica? Ante todo vemos lo
que el padre espiritual no debe hacer. Si bien, habla en nombre de Dios, él no es un
legislador, un déspota, que impone leyes a sus discípulos y les priva de cualquier iniciativa y
libertad de elección. Cuando a Barsanufio le fue pedido dar un Kanòn, una regla de vida, él
lo rechazó. Hemos ya observado que él repite con insistencia que sus hijos espirituales no
deben vivir bajo la ley, sino bajo la gracia, y hemos visto que rechaza el imponer reglas. El
rol del anciano es simplemente el de anunciar la buena nueva. De este modo, la propuesta
del padre espiritual no es de aniquilar la libre elección del discípulo, sino de acompañarlo en
la adquisición de una verdadera libertad interior. La obediencia abre el camino a la libertad.

Hemos dicho lo que el padre espiritual no debe hacer, pero ¿qué debe hacer? A aquellos que
les son confiados no ofrece un código de reglas orales o escritos, sino una relación personal.
Se preocupa de las personas y no de las reglas. Esto significa que no debe guiar a todos de la
misma manera, sino que sus consejos deben adaptarse a las necesidades de cada uno, a la
situación que cada uno está viviendo. No debe actuar mecánicamente, como siguiendo la
instrucción de un manual, sino abrir su corazón al Espíritu Santo. En razón de su paternidad
vivida como relación personal y de su apertura al Espíritu, el ghèron no es un oráculo o un
autócrata, sino el custodio de la libertad evangélica.

¿De qué modo el padre espiritual debe ejercitar su ministerio? En caso de necesidad ofrecerá
consejos, pero sobre todo orará por sus hijos. Como afirma Barsanufio: “No hay un minuto,
no hay una hora, en el cual no te tenga en la mente y en la oración.” (Carta 114)

El fundamento de este ministerio de intersección es una sensación viva de amor por sus
discípulos. “Mi gran alegría es el progreso de todos ustedes”, dice Barsanufio (Carta 208). A
Juan le dice: “Yo pienso en ti más de lo que lo haces tú mismo” (Carta 39). Creyendo en el
amor de su guía, el discípulo puede decir: “He aquí, me entrego a mí mismo a Dios y a tus
manos (cf. Sal 30, 6). Cuida de mí, padre de entrañas de misericordia, por el amor del
Señor” (Carta 533).

Así resulta que el anciano consolida los vínculos de comunión en el interior de la comunidad
espiritual de la cual preside no solo con sus consejos, sino mucho más con su oración y su

110
amor compasivo, y da a cada uno de sus discípulos la firme convicción de que no está solo.
El guía es mucho más que un instructor. Él cumple el mandato de Pablo: “Llevad las cargas
de los unos sobre los otros” (Gal 6, 2). Es este un texto fundamental en la tradición de
Gaza. A algunos Barsanufio ofrece llevar la mitad de su peso (Carta 73), a otros le ofrece
llevarlo todo (Carta 239). Aquí se manifiesta otra vez el carácter personal de la relación. El
padre espiritual no se comporta del mismo modo con todos, no se limita a repetirse, sino
que tiene en cuenta las necesidades particulares de cada uno.

Desarrollando esta idea del que llevad las cargas, Barsanufio escriba a un hijo espiritual:

“Después de Dios, yo he extendido sobre ti mis alas (cf. Ez 16, 8) hasta hoy. Y llevo tus
cargas (cf. Gal 6,2) y tus pecados… Mientras los veo, yo los cubro, como Dios ve y cubre
nuestros pecados. Pero tú te has comportado como un hombre sentado bajo un árbol
sombrío… Yo tomo sobre mí la sentencia de la condena que está sobre ti: no te abandonaré
ni en el siglo presente ni en el futuro (cf. Mt 12, 32), por la gracia de Cristo… He aquí que
yo te he tomado el peso, la carga, la deuda, he aquí que tú te has vuelto nuevo, he aquí que
has recuperado la inocencia, he aquí que eres nuevamente puro.” (Carta 239)

En otro lugar Barsanufio agrega: “Doy con alegría mi vida por ti (cf. Juan 10,11;15,13)”
(Carta 353). Y esto vale para el siglo presente y para el siglo futuro. La responsabilidad del
padre espiritual no termina con la muerte, sino que continúa en el éschaton. Él estará
cercano a sus discípulos en el juicio último y tomará su defensa. Siguiendo el ejemplo de
Moisés (cf. Ex 32,32), Barsanufio ora: “Señor, o introduce conmigo a mis hijos en tu reino,
o bórrame a mí también de tu libro” (Carta 187).

“Yo pienso en ti más de lo que lo haces tú mismo… No te abandonaré”: este es el rol del
padre espiritual. Este sentido de compasión, de llevar las cargas, del compromiso
incondicionado permanece desde una punta a la otra de las 848 cartas de Barsanufio y de
Juan. Su oración ferviente y amante por cuantos están confiados a ellos transforma la
aparente severidad de sus enseñanzas en un anuncio de esperanza. Esta transforma la soledad
en solidaridad, la violencia ascética en viva alegría.

“Nuestro Señor anunciaba la buena nueva a aquellos que querían escucharla”: también
Barsanufio y Juan han predicado la buena nueva y si nosotros, a su vez, queremos
escucharlos, colmarán nuestros corazones de fuego y de luz.

111
Abba Doroteo, Maestro de oración
Savvas Dimitreas

Abba Doroteo es uno de los más grandes maestros de la vida espiritual. Su grandeza está en
que tiene un profundo conocimiento de todos los temas de los cuales trata y por esto sus
sentencias tienen un fundamento teológico correcto en todo sus aspectos.

En lo que respecta a la oración, él no escribe una meditación ascética en particular. Esto no


significa que la deje al margen. Habla de ella ocasionalmente, pero sus pocas palabras dan
posibilidad a importantes consideraciones. Y, además, son suficientes para una reflexión
acerca del tema, como también para disipar malentendidos y equívocos, para dar luz que
guía a los sanos y antídotos para las situaciones de enfermedad. Abba Doroteo es pues un
gran maestro y un ejemplo óptimo de oración, en la práctica y en la teoría. Su enseñanza, si
bien no comprende una doctrina sistemática, da los presupuestos de una oración saludable.

Cosechando, en este clásico de la vida espiritual, las palabras sobre la oración, intentaremos
recoger sus enseñanzas en torno a dos temas: en primer lugar, qué es la oración, y en
segundo lugar, cuál es su significado en la lucha espiritual.

¿Qué es la oración?

La oración es la más bella y la más importante expresión de la vida del hombre. Dios ha
creado al hombre para que estos alcancen un estado de perfecta comunicación con él.

Doroteo ante todo afirma que en el paraíso, después de la creación y antes de la caída, la vida del
hombre consistía “en oración y en contemplación”[1], es decir, toda la vida del hombre era una oración-
comunicación continua con Dios, que tendía a su perfecta expresión, es decir, a lo que llamamos
“contemplación”. Así fue antes de la caída. Es esta la situación a la que todo verdadero siervo de Dios
desea volver, cambiando la praxis en acceso a la contemplación y recuperando el estado “según
semejanza” (cf. Gen 1, 26).

Esta realidad, sin embargo, en la situación actual no constituye un estado de vida, sino solo
un signo de relación que cada hombre que ama a Dios tiene con él, un deseo, una meta, una
luz sobre el camino.

112
Abba Doroteo escribe que el hombre tiene necesidad de buscar la vida y la conducta según
Dios. Tal búsqueda consiste en una vida de fe. Y posee una vida de fe quien conoce a Dios,
quien lo conoce bien, quien lo custodia en su interior, porque el alma no puede hacer nada
bueno sin la ayuda de Dios y por esto “no para de invocar a Dios para que tenga misericordia
de él” [2].

En otras palabras, nos dice que con la caída del hombre no es cambiado, ni ha cambiado el
objetivo de la vida, ni el modo y el método para alcanzar a Dios. Para el hombre, la primera
necesidad mucho más que la de respirar y la de alimentarse, es la oración, la oración recta,
la oración recta según Dios. Nuestra oración es recta cuando quien ora se interroga sobre
“cómo ha pasado el día y cómo ha pasado la noche, si ha estado atento a la salmodia y a la
oración”[3]. Está atento aquel que vive sin distracciones, sin que en él dominen los
pensamientos de autocomplacencia y de autosuficiencia y sin que su mente sea dominada
por pensamientos de corrupción.

La oración, en la medida que vence los asaltos de los pensamientos de corrupción, vuelve a
la condición primitiva. Dice abba Doroteo:

Se da el caso de un hermano, que recién terminada su oración o su meditación, se encuentra, por así
decirlo, bien dispuesto y soporta a su hermano y va más allá sin dejarse turbar [4].

En otras palabras: por medio de una buena oración, el hombre retorna al estado “según
semejanza” (cf. Gen 1, 26) y vence todas las pasiones, la primera de las cuales es el turbarse
ante el hermano, la del reaccionar sin amor y sin comprensión. Sustancialmente nuestro
abba nos dice: luchad para orar con vigilancia y la oración alimentará, hará crecer y
profundizará la vigilancia.

Es señalado, además, que para el maestro de la vida monástica esto significa cultivar
ocultamente la riqueza escondida, que es “el hombre oculto del corazón” (cf. 1 Pe 3,4), en
la incorrupción del espíritu manso y quieto, que es precioso y perfecto ante Dios.

Escribe Doroteo, con su conocida precisión: “Igualmente es claro que también la oración
incesante nos lleva a la humildad, porque se opone a la segunda forma de orgullo”[5].

La segunda forma de orgullo es elevarse ante Dios, que es continuación del elevarnos contra
el hermano y del mostrar desprecio en las relaciones con ellos. Pero la oración incesante no

113
es un estado del hombre exterior, sino del hombre interior, del “hombre escondido en el
corazón” (cf. 1 Pe 3,4).

Abba Doroteo se entristece por el hecho de que en su servicio en la enfermería se encuentra


expuesto a la tentación y a demasiada actividad. Y no tiene la posibilidad de repetir “Kyrie
eleison”, para custodiar la memoria de Dios. Barsanufio entonces le responde: “Hermano,
tú estás todo el día en el recuerdo de Dios y no te das cuenta: porque recibir una orden,
estar plenamente disponible y custodiarla, es conjuntamente sumisión y recuerdo de Dios”
[6].

Con palabras simples, él nos dice que: la oración no es una técnica de concentración
personal. La oración no es un ejercicio de repetición continua de determinadas palabras. La
oración no consiste solamente en sentarse sobre un banco y hacer pasar entre los dedos un
chotki. La oración es todo lo que el hombre hace por Dios para custodiar su voluntad.

La luz increada, Simeón el Nuevo Teólogo, la ve cuando fue invitado por su padre espiritual
a decir como oración de la tarde solo el Trisaghion y luego a ir a dormir, y, en vez de pensar
que su padre espiritual era minimalista y despreciaba la oración, fue obediente [7]. La misma
gracia la vivió también Ignacio Brjancaninov cuando un día en el cual servía en el refrectorio
del monasterio, en el momento en el cual puso el plato con alimento al último de la mesa,
donde estaban sentados los novicios, dijo como hablando a sí mismo: “¡Recibid de mi este
pobre servicio, siervos de Dios!” [8].

Que Barsanufio tuviese razón en sus palabras, lo demuestran la gracia y los frutos seguidos
en la vida de Doroteo y de su enseñanza. En la carta de Barsanufio citada arriba, pero
también en las enseñanzas de Doroteo, el presupuesto de la verdadera oración es la
humildad. Es extraordinariamente simple y a su vez sabio el modo en el cual Doroteo
explica el concepto de humildad y nos pone en guardia también en esto de malentendidos,
engaños y tergiversasiones:

Recuerdo que un día hablábamos de la humildad. Un notable de Gaza nos escuchó decir que cuanto
más nos acercamos a Dios, tanto más nos reconocemos pecadores y, lleno de estupor, nos preguntó:
“¿Cómo es posible?” Le respondí: “Señor, tú que eres una persona importante ¿en qué lugar te consideras
en esta ciudad?” “Me considero el más grande, el primero de la ciudad.” Le volvió a preguntar: “Y si vas
a Cesarea, ¿en qué lugar te considerarías?” Respondió: “Me consideraría inferior a los grandes que
viven allí”. Le dijo: “Y si vas a Antioquía, ¿cómo te considerarías?” Me respondió: “Me consideraría un
provinciano”. Y le dijo: “y en Constantinopla, cerca del emperador, ¿cómo te considerarías?” Me

114
respondió: “Me consideraría un miserable”. Entonces, le dijo: “Así son los santos. Cuanto más se acercan
a Dios, tanto más se reconocen pecadores. Abraham, cuando ve al Señor, se define como tierra y ceniza
(Gen 18, 27) e Isaías dijo: “Miseria e impureza soy yo”. (Is 6, 5) [9].

No sé si hay una definición más feliz y clara del concepto de humildad.

Nos ha dado la posibilidad de comprender que la verdadera humildad es la justa relación con
la realidad de nuestro yo y de Dios. Tiene que ver con el conocimiento de sí y el
conocimiento de Dios. No es una disposición o una actitud triste. La verdadera humildad no
tiene nada que ver con hipócritas discursos y apariencia de humildad. Es otra cosa. Es
perfecto realismo. El orgullo, por el contrario, y la soberbia son signos y prueba de que el
hombre vive encerrado en su propio mundo, fuera de la realidad. Simplemente no sabe lo
que le sucede.

El significado de la oración en la lucha espiritual

Introduciendo el discurso sobre la vida espiritual, Doroteo afirma:

¡Ved a qué estado hemos sido reducidos! He aquí a cuáles y a cuántos males nos ha llevado nuestra
voluntad de autojustificación, la confianza en nosotros mismos, el acatamiento de nuestra voluntad,
todas cosas generadas por nuestro orgullo, enemigo de Dios. Y, en cambio, el reconocernos culpables, el
no confiar en nuestro propio juicio, el odiar la propia voluntad, son actitudes generadas por la
humildad gracias a la cual somos hechos dignos de entrar en nosotros mismos y de volver al estado
natural por medio de la purificación obrada por los mandamientos de Cristo. Si no hay humildad, en
efecto, no hay tampoco obediencia a los mandamientos [10].

¿Qué es lo que provoca esta situación? Para Doroteo la respuesta es una sola: la negligencia
de la oración. El dice: “Has descuidado la oración, has permitido desceneder al corazón un
pensamiento pasional y no has vigilado, le has dejado vencer y has consentido. [11]”

El camino entero que conduce al pecado es fruto de la negligencia de la oración. Y el


descuido de la oración es solamente fruto de una intervención externa, obrada por el diáblo
o por el hombre, que actua sugiriendo un pensamiento: “¿Uno quiere rezar? El Adversario
se opone, se lo impide mediante pensamientos malvados.” [12]

Se necesita atención, vigilancia, vigilia, lucha.

115
Pero, ¿Quieres ser salvado? ¡No descuides nunca la oración, ni en su forma corpórea, el
ayuno, ni en su forma espiritual! ¿Quiéres ser salvado? “Ayuna, no comas carne y ora
incesantemente”[13]. Por este camino comienza el progreso de la vida espiritual: a través de
la oración. El Señor dice: “Pidan y se les dará” (Mt 7,7), y abba Doroteo comenta: “Dice:
pidan, para que le supliquemos en la oración” [14].

No necesitamos nunca alejarnos de la oración, porque el resultado del relajamiento y de la


negligencia es la insinuación de los pensamientos, a los cuales le sigue la turbación. Y
Doroteo define sublimente este estado de turbación:

Les doy un ejemplo para que puedan entender. Quien enciende el fuego, al principio tiene solo un
pequeño pedazo de carbón ardiendo: este carboncito es la palabra del hermano que nos ha ofendido. No
es más que un carboncito ¿qué otra cosa puede ser la palabra de tu hermano? Si la soportas, apagarás el
carbón. Pero si comienzas a pensar: “¿por qué me ha dicho estas cosas? ¡Yo sé como responderle!”, o: “Si
no hubiera querido ofenderme, no lo habría dicho. ¡Yo también sé como hacerle mal!”, entonces pones
sobre el carbón leña fina, como quien enciende el fuego y sale humo: este es la turbación. La turbación
consiste en el remujir de nuestros pensamientos hasta excitar nuestro corazón, y esta exitación se vuelve
audacia temeraria. [15]

Sin oración los pensamientos y la voluntad dejan de ser firmes e irremovibles. ¿Es pues
necesario discutir el hecho de que no debemos dejar que nuestro yo se reduzca a tal estado?
El antídoto consiste en el “suplicar siempre humildemente [a Dios]” [16] y “si tu turbación
persiste, haz violencia a tu corazón y ora” [17], porque solo la oración pacifica el corazón.
[18]

Y en otro lugar, con otras palabras, Doroteo dice:

Si quieres, puedes calmar rápidamente la turbación, cuando recién aparece, custodiando el silencio,
orando, haciendo una sola metanía que venga del corazón. Pero si encambio continúas haciendo humo,
es decir, exaltando y excitando tu corazón, provocas el fuego de la cólera. [19]

La oración es la madre de todas las virtudes y ante todo de la humildad, que es llamada el
“fundamento de la virtud”. Dice abba Doroteo: “¿por qué [el abba] dice que las fatigas del
cuerpo conducen al alma a la humildad?... Igualmente está claro que también la oración
incesante nos conduce a la humildad” [20].

116
Considerando las fatigas del cuerpo, en la enseñanza de Doroteo hay un bellísimo pasaje que
explica el valor y el significado de la participación del cuerpo y de la fatiga física:

¿Por qué -se dice que también- las fatigas del cuerpo nos hacen humildes? ¿Qué influencia puede tener
la fatiga del cuerpo sobre una disposición del alma?.. El anciano ha dicho que también las fatigas del
cuerpo conducen a la humildad. Y de hecho no son idénticas las disposiciones del alma de quien está
bien y de quien está enfermo, de quien tiene hambre y de quien está saciado. Y no son las mismas las
disposiciones del alma de quien cabalga un caballo y de quien cabalga un burro, de quien está sentado
sobre un trono y de quien está sentado en la tierra, de quien lleva bellos vestidos y de quien está vestido
miserablemente. La fatiga por tanto humilla al cuerpo y cuando el cuerpo está humillado, también el
alma se humilla con él y es por esto justamente que el anciano ha dicho que la fatiga del cuerpo
conduce a la humildad.[21]

Esto significa que el presupuesto indispensable para una oración correcta y según Dios es la
humildad. El hombre, sin embargo, está compuesto por una unidad de alma y cuerpo, no
por dos partes distintas: es decir, dos partes separadas por compartimientos herméticos e
independientes entre ellos. El estado físico influye en el estado del alma y las disposiciones
del alma influyen en el estado físico.

La misma verdad es formulada por Juan Clímaco:

El Señor, sabiendo que la virtud del alma se conforma al comportamiento exterior, tomó una toalla y
nos mostró el camino a seguir para llegar a la humildad (cf. Juan 13, 4-5). En efecto, “el alma se
asimila a los comportamientos del cuerpo, se modela sobre sus propias acciones y a ellas se conforma”
[22]… La disposción interior de quien se sienta sobre un trono es distinta de la de quien se sienta sobre
un basurero.[23]

Doroteo expresa la misma verdad y realidad de la recíproca dependencia e influencia entre


cuerpo y alma, afirmando que humildad y oración son virtudes entre sí ligadas: “Y así [el
hombre] gracias a la humildad ora y gracias a la oración se humilla” [24].

Esto significa que la humildad lo conduce a la oración y la oración le hace obtener la


humildad. Cuanto más ora, tanto más se humilla. Y explica Doroteo: ¿podría ser de otro
modo? Primero el hombre ve que “no puede hacer nada bueno sin la ayuda y la protección de Dios
y así no para nunca de invocar a Dios para que tenga misericordia de él. Y quien ora a Dios sin parar,
si realiza algo bueno, sabe de donde le ha venido la capacidad y no puede enorgullecerse o atribuir esta
obra buena a sus propias fuerzas sino que todo lo que puede hacer lo atribuye a Dios” [25].

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La oración debe perseguir fundamentalmente dos metas. La primera es que esta debe ser
una súplica por la curación espiritual, una súplica por el perdón de los pecados. Cada uno
debe orar incesantemente por la propia curación y por la curación de los otros. Incluso debe
también pedir la oración de los otros para ser perdonado él mismo. No debemos olvidar
nunca que nosotros podemos curarnos gracias a la ayuda y a la oración de los otros, es decir,
no sólo a través de nuestra oración sino también a través de la oración de los otros. La
consecuencia que saca Doroteo es sintetizada en una oración suya que vale para todos
nosotros: “Oh Dios socorre a mi hermano y ven en mi ayuda gracias a su oración” [29].

Y el pedir que recen por uno es de gran utilidad porque conduce a una profunda humildad.
Es humildad cuando uno pide que se orar por él y es feliz aquel que “se humilla porque pide
ayuda a la oración del hermano” [30]. Un valor y significado especial tiene para el monje la
oración de su padre espiritual. El pasaje en el cual Doroteo habla de la oración del padre es
tan bueno que se podría terminar con él nuestra meditación y nuestra investigación [31].

La segunda meta que la oración persigue es aquella por la cual el hombre ora “pidiendo a
Dios día y noche que no nos deje caer en la tentación” (cf. Mt 6, 13) [32] y “ser iluminados”
[33] y pide “a Dios que nos proteja” [34]. El no caer en la tentación, el estar y perseverar en
un estado de luz y la protección de Dios son la misma cosa.

Finalmente, expléndidos y utilísimos me parecen las advertencias de Doroteo sobre el valor


y el significado de la soledad y del fervor en la oración y en particular de la oración en la
Iglesia, la oración común, el oficio:

¡Vean, miren, que gran don procura al hermano quien lo despierta para la oración en la Iglesia!…
Cuando estaba aún en el cenobio, el abba, con el consejo de los ancianos, me confió la tarea de
ocuparme de los huéspedes. Estaba recién curado de una grave enfermedad. Cuando llegaron los
huéspedes, permanecí la noche despierto para estar con ellos. Después llegaron los camellos y debí
proveer a sus necesidades. Frecuentemente, después que me voy a dormir, surgen otras necesidades y me
vienen a despertar. Y mientras tanto llegaba la hora de la oración de la noche. Me estaba recién
adormeciendo, cuando el engargado de despertar a los hermanos para la oración vino a llamarme.
Entonces, un poco por la fatiga, un poco por la debilidad que padecía – tenía aún una ligera fiebre-
me sentía agotado, como privado de conciencia. Todavía adormecido, le respondí: “Muy bien, padre.
¡Sea recordado tu amor! ¡Dios te dé la recompensa! Voy rápido, padre”. Pero cuando se iba, me volvía
a dormir. Fue tristísimo llegar tarde a la oración y porque no estaba bien que el hermano encargado de
despertar estuviera siempre cuidando de mí, pedí ayuda a dos hermanos. Rogué a uno que me

118
despertara y al otro que no dejara que me durmiera durante la oración. Creedme, hermanos, pienso que
fue por mérito de ellos que me he salvado y tengo una especie de veneración por ellos. Estos mismos
sentimientos deben probar también ustedes por aquellos que los despiertan para la oración en la Iglesia
y para cualquiera otra obra buena.[35]

Conclusión

La vida del hombre en su condición natural en el paraíso transcurría “en oración y en


contemplación” [36]. El continuo permanecer en relación con aquella condición es
manifestación de salud espiritual. Manifestando esto con claridad, Doroteo nos dice que el
deseo de la oración es un signo, un testimonio, del hecho de que el hombre está en camino
hacia la luz, hacia la verdad, hacia la humildad, hacia la unión con Dios, hacia la condición
“según semejanza” (cf. Gen 1, 26).

Feliz quien lucha para alcanzar el verdadero estado de oración. Feliz quien, poseyéndolo,
teme perderlo y lucha por conservarlo en su esencia. Si el hombre está sano, lo conserva
con la fatiga física y cuando ya no es capaz, lo conserva solo con el recuerdo de Dios. Esto
está expresado claramente y en un tono conmovedor en el último diálogo de abba Doroteo
con el humilde siervo de Dios, Dositeo. Dositeo, enfermo, perdía las fuerzas y sentía que
no podía custodiar ya la oración. Se narra de él:

[Dositeo] custodiaba siempre el recuerdo de Dios. Doroteo le había enseñado a repetir siempre según la
tradición: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”, y de tanto en tanto: “Hijo de Dios, ven en mi ayuda”.
Él hacía siempre esta oración. Cuando se enfermó, Doroteo le dijo: “Dositeo, estás atento a la oración,
cuida de no dejarla huir”. Él respondió: “Sí, padre, ora por mi”. Y cuando su enfermedad empeoró le
preguntó nuevamente: “Dositeo, ¿cómo estás con tu oración? ¿Rezás todavía?” Le dijo: “Sí, padre,
gracias a tu oración”. Cuando estuvo aún más grave –estaba tan débil que había que transportarlo en
una sábana- le dijo: “¿Cómo va tu oración?, Dositeo”. Él, en ese momento, le respondió: “Perdóname,
padre mío, no tengo más fuerza para custodiarla”. Le respondió: “Deja entonces de orar. Acuérdate sólo
de Dios y piensa que está ante ti.”[37]

Hoy en un tiempo y en una sociedad que dan el primado al individuo, a las necesidades
psicológicas del hombre, al cómo él podrá sentirse bien, podrá estar sereno, quieto,
confortado, a cómo él podrá encontrar euforia psíquica y bienestar físico, se encuentra a
menudo el riesgo de que la oración sea vista como un sustituto de una medicina
antidepresiva, como una mala búsqueda de experiencia espiritual, que en vez de conducir a

119
un progreso en la humildad, acentúa el egoísmo en el hombre. El ejemplo vivo y sabio
enseñado por Doroteo sobre la oración nos revela que la lucha de cada cristiano en la
oración no debe transformarse en una búsqueda de dignidad autónoma del mundo interior,
en el cual disfrutar de la belleza del propio mundo interior, sino que su fin es el de sentir a
través de la lucha, con todavía mayor profundidad, la necesidad de la conversión, de la
humildad, de estar en el lugar justo y en la relación justa con Aquel que es el salvador y
redentor, “según su voluntad y no según las obras, para que ninguno pueda jactarse” (cf. Ef
2, 9).

120
La oración incesante según San Gregorio Pálamas
Giorgio Galitis

Guía constante en la vida espiritual son los Padres de la Iglesia que indican, cada uno a su
modo, el camino que conduce hacia Dios, a la unión con él, a la deificación.

El camino de la vida espiritual propuesto por san Gregorio Pálamas junto al grupo de los
padres népticos y de los hesicastas, la vía que conduce a la unión con Dios, a la deificación,
pasa a través de la oración incesante.

No podemos examinar la oración incesante fuera de su contexto natural que es el del


hesicasmo, esta gran corriente que lleva a san Gregorio Pálamas. Gregorio es aquel que ha
logrado, algunos decenios antes de la caída de Bizancio, resumir en una síntesis dogmática,
la tradición secular de la vida monástica contemplativa del oriente cristiano, [la tradición]
del hesicasmo.

Para hablar por tanto de la oración incesante según Gregorio Pálamas, deberemos comenzar
por las fuentes de esta corriente, por el hesicasmo, y seguir sistemáticamente su desarrollo.
Cuando lleguemos a san Gregorio que resume a sus predecesores y pone sus bases
dogmáticas, habremos ya recorrido la mayor parte del camino.

Así esta relación ha sido dividida en dos partes. En la primera parte, examinamos la oración
incesante en su nacimiento y desarrollo hasta san Gregorio Pálamas y, en la segunda parte,
la contribución de san Gregorio en el resumir y codificar esta tradición oriental.

Es inconcebible cualquier aspecto de la vida espiritual, cualquier intento de acercarse a


Dios, sin la oración. Con la oración el hombre habla con Dios, con ella se vuelve su amigo,
con ella se une a Él. Lo que hacemos sin oración y sin esperanza, dice san Marcos el Asceta,
al final se vuelve dañino e incompleto.

121
Juan Crisóstomo escribe: “Si alguien se priva a sí mismo de la oración, hace como aquel que
saca al pez del agua. Así como para el pez la vida es el agua, así para nosotros la vida es
oración”.

Lo mismo dice también el apóstol Pablo cuando escribe en su primera carta a los
Tesalonisenses: “orad sin cesar” (5, 17).

Aquí alguien se preguntará cómo debe ser entendido este “sin cesar”.

El corazón trabaja incesantemente incluso cuando el hombre duerme, también cuando


trabaja, cuando piensa y cuando lee. Lo mismo pasa con la respiración. La oración, ¿no
reclama una actividad consciente de la mente, de modo que ninguno puede orar mientras
duerme, o estudia o realiza un trabajo que exija atención? Esta duda no es nueva. En el
curso de muchos siglos, de distintos modos, buscaron interpretar este “sin cesar” y ponerlo
en práctica. Orígenes considera que ora incesantemente aquel que une la oración a las cosas
que hace y los hechos prácticos a la oración.

Poco después los herejes mesalianos, queriendo cumplir este “sin cesar”, rechazaron el culto
exterior y lo cambiaron por numerosas oraciones que acompañaban con danzas.

Al comienzo del siglo V d.C., aparecieron los llamados monjes acemitas, que vivían la
oración incesante intercalando coros de monjes durante las 24 horas del día, de modo de
ejercitar continuamente la oración en el monasterio.

Estos métodos sin embargo eran sobre todo técnicos, es decir, buscaban realizar la oración
incesante de modo exterior, “organizado”.

Más allá de esto, en Oriente, poco a poco va predominando otra intuición que veía en la
oración incesante no una acción sino un estado. Precursores de esta interpretación de la
oración incesante fueron los monjes del Oriente. En el desierto los anacoretas introdujeron
una práctica según la cual la continua repetición de una breve oración conduce al estado de
la oración incesante. Así se fue creando un método según el cual de un modo concreto y con
una forma de oración, se puede alcanzar el estado de la oración incesante.

La base de este método es el estado denominado quietud (hesiquía). Por esto, los padres que
ejercitaban la quietud y su método fueron llamados hesicastas. Este método en su aspecto
completo consiste en el alejar de la mente toda reflexión y todo pensamiento terreno y

122
concentrarse en el recuerdo y en la invocación del nombre de Jesús. Este alejamiento de la
mente de toda reflexión es llamado “nh’yi” (“nêpsis”). Por esto también los padres que lo
aplicaron fueron llamados “nhptikoi patevre” (néptikoì patéres- padres népticos).

Buscando las fuentes del método hesicasta de la oración incesante llegamos al asceta del siglo
IV, Macario el Egipcio que fue, como parece por sus pocas máximas conservadas, uno de los
más antiguos enunciadores de este aspecto de la oración. No es necesario, afirmaba
Macario, decir muchas palabras en la oración:

“extiende los brazos y di a Dios: ‘¡Señor, como quieras y como sabes, ten piedad de mí!’.

“En la batalla grita: ‘¡Señor ayuda!’, y él sabe de qué cosas tienes necesidad y tendrá piedad
de ti.”

Es evidente que Macario conocía esta pequeña oración, que está constituida por dos
palabras y que es dicha en la Iglesia ortodoxa una, tres, doce, cuarenta e, incluso, cien
veces. Es el Kyrie eleison que es dicho tantas veces, justamente como un guerrero grita
“auxilio” sin reflexionar o sin tener necesidad de decir frases enteras complicadas para atraer
la atención y la ayuda de otro.

Discípulo de Macario, y también de los Padres capadocios –Basilio el Grande, Gregorio el


Teólogo y Gregorio de Nisa- y al mismo tiempo también su amigo, era el monje Evagrio
Póntico.

Su instrucción junto a estos grandes espirituales y el cambio producido en él después de


haberlos frecuentado, ayudaron al asceta erudito a presentar una síntesis y una –digamos-
justificación filosófica de la oración incesante, apoyada en una antropología de evidente
origen platónico.

Para Evagrio, la oración es un diálogo de la mente con Dios, es una elevación de la mente
hacia Dios.

La oración sin interrupción es la más alta función de la mente. Y afirma de modo


epigramático: “entonces tu oración superará toda alegría cuando verdaderamente te conviertas tú
mismo en oración”.

123
Convirtiéndose el hombre, él mismo en oración, es decir, viviendo en un continuo estado
de oración, obtiene la “oración incesante”. Así la oración incesante es para Evagrio una
“estado mental” y por esto la llama “oración mental”.

Muy pronto la oración mental se enriquecerá con el añadido del nombre de Jesús y tomará
finalmente la forma: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí” o “Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
ten piedad de mí”. Y ya que comprende una sóla frase, un sólo significado, un sólo
pensamiento, es llamada oración monológica (monológiote).

Aquí debemos notar que en el siglo IV, ya se había difundido bastante, como parece, la
costumbre de la oración de Jesús en el mundo monástico, porque la encontramos no sólo en
los desiertos de Egipto, sino también en Tesalónica con san Juan Crisóstomo que escribe:
“Aquel que vive sólo, sea que coma, que beba, que esté sentado, que trabaje, que camine,
que haga cualquier otra cosa, debe gritar el ‘Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de
mí.’”

El artículo “él”, antes de la oración, muestra que esta forma era ya completa, conocida y
difundida cuando escribía Crisóstomo.

En el siglo V, la oración de Jesús pasa los confines de la vida monástica y ascética y llega a
ser conocida y querida por multitudes.

Maestros en esto fueron Diádoco, obispo de Fótice – hoy Paramithia-, en Epiro, y su casi
contemporáneo, Macario el egipcio, autor de las “homilías espirituales”, una obra muy
importante que le es atribuida erróneamente.

Macario y Diádoco, ponen el acento sobre la importancia del corazón en la oración


incesante, del corazón que es para estos el lugar de la presencia de la gracia divina y la sede
de la inteligencia.

Así, la oración de Jesús se vuelve “oración del corazón”. De modo particular el hesicasmo,
que estaba en Evagrio influenciado por las teorías de Platón y [con un acento] intelectual,
con las obras que son atribuidas a Macario se vuelve bíblico y cristocéntrico, y su objetivo se
diversifica en el hecho de que el hombre, con el continuo recuerdo del nombre de Jesús,
lleva al espíritu, que había perdido en la caída, a su lugar natural, al corazón.

124
Diádoco de Fótice señala especialmente la relación de la oración interior incesante con el
recuerdo de Dios. Detrás del recuerdo del nombre de Jesús que es practicado en la oración
interior, se encuentra el recuerdo del [mismo] Jesús, el recuerdo de Dios.

Sobre esta necesidad del recuerdo de Dios, otros han puesto también el acento
anteriormente. Clásica es la frade de san Gregorio de Nacianceno: “Acuérdate de Dios más
que de respirar”. A propósito de esta frase Diádoco de Fótice escribe: “la mente tiene
necesidad de encontrarse continuamente en movimiento. Cuando nosotros cerramos todas
las salidas con el recuerdo de Dios, la mente pide imperiosamente que se le dé un trabajo
que satisfaga su necesidad de movimiento. Nosotros entonces debemos darle al Señor Jesús,
para que esta sea su única ocupación, una ocupación que corresponda perfectamente a su
objetivo.”

El estadio posterior en el desarrollo de la oración interior lo encontramos en san Juan


Clímaco. Siendo superior del monasterio de santa Catalina del Sinaí, en los inicios del siglo
VII, Juan escribió su conocidísima obra Escala al Paraíso, que le dio también el sobrenombre
[de Clímaco], y donde por primera vez es descripta sistemática y analíticamente la vida de
los hesicastas y la práctica de la oración del corazón que es, según Juan, “ciencia de las
ciencias y arte de las artes”.

El hecho de que la Iglesia honre su memoria del mismo modo que la de san Gregorio
Pálamas, dedicando a los dos grandes hesicastas un domingo de la Gran Cuaresma, muestra
la gran estima que tiene por la contribución de ambos en el desarrollo de la vida espiritual
ortodoxa.

“Cuando ores – escribe Juan- no busques hacerlo con muchas palabras. El publicano dijo una
sola frase, lo mismo también el ladrón. Las muchas palabras dispersa la mente, las pocas
palabras la llevan al recogimiento.”

El objetivo del hesicasta es, según Juan, la circunscripción del Dios incorpóreo en el cuerpo
de aquel que ora incesantemente y la armonización del nombre de Jesús con la respiración.
Y con este propósito escribía: “si unes la memoria de Jesús a tu respiración, conocerás la
utilidad de la quietud (hesiquía)”.

Lo mismo es repetido posteriormente en la obra de Hesiquio el Sinaíta, conocida con el


nombre de Ecatondades, uno de los más notables tratados sobre la oración de Jesús. “El
nombre de Jesús sea pegado a tu respiración”, escribe, y agrega “por toda tu vida”, y en otro

125
lugar, “a la inspiración de tu nariz, une templanza y el nombre de Jesús”. Se debe resaltar
que en la Ecatondades de Hesiquio, la oración de una sola palabra [monológica], por primera
vez, según nuestro conocimiento, es llamada “oración de Jesús”.

Del mismo modo también, otro hesicasta, Isaac el Sirio, señala: “sin la oración incesante no
puedes acercarte a Dios”.

Dejamos a los grandes hesicastas como san Efrén el Sirio, Máximo el Confesor, los sinaítas
Filoteo y Nilo, y muchos otros que enseñaron la oración mental incesante no sólo a los
monjes, sino también a la masa de laicos y formaron así la vida espiritual ortodoxa, y
también la devoción laica, para llegar a otro gran maestro hesicasta, san Simeón el Nuevo
Teólogo.

Simeón, que vivió entre fines del siglo X y el inicio del siglo XI, fue el primero y quizá el
único que habló tan abiertamente de su experiencia en la oración incesante.

Los anteriores enseñaron, pero vacilaron y rehuyeron de hablar de sus vidas personales.
Simeón, de naturaleza impetuosa y llena de sentimiento, viene comprimido de todo lo que
siente en su personal encuentro con Dios que es objeto de su violento amor, y no calcula
nada: registra sus sentimientos y describe sus experiencias, con claridad y con detalles que
nos revelan el maravilloso mundo de la vida mística. Esta vida se puede recapitular con la
visión de Dios, que es equivalente a la deificación.

También otros hablaron antes de la deificación, como Gregorio de Nisa y Máximo el


Confesor, Simeón sin embargo fue el que describe el estado de la deificación como lo vivió
él mismo.

Y llegamos al siglo XIV, a la época en la cual vivió san Gregorio Pálamas. El hesicasmo de
aquella época florece trasladándose desde el Sinaí al Monte Athos que se vuelve el centro
del ejercicio de la oración incesante.

Maestros espirituales como Ignacio y Calixto Xanthòpulos, Calixto el Nikiforos, Máximo el


Kafsokalivitis y todos aquellos a los cuales nos referiremos a continuación, son juntos a
muchos otros los iniciados de la oración mental, de la cual enseñan la teoría y la práctica,
con escritos y palabras, a sus muchos discípulos.

126
Ya desde el siglo anterior, monjes del Monte Athos, y también metropolitas, como el
maestro espiritual de Pálamas, san Teolepto de Filadelfia, y patriarcas como Atanasio I,
enseñan al pueblo el método hesicasta. El ejemplo de Atanasio y de Teolepto, hombres de
intensa actividad eclesiástica y también social y política, que practicaban y al mismo tiempo
enseñaban, la oración incesante, demuestra el grado de su difusión.

Entre los contemporáneos de Pálamas, dos grandes hesicastas y maestros de la oración


interior sobre el Monte Athos, sobresalen, famosos en todo el mundo bizantino: Nicéforo,
que toma el sobrenombre de “el Hesicasta, y san Gregorio el Sinaíta. El primero fue
maestro y guía espiritual de Pálamas. En cuanto al segundo, hay dudas si es el mismo
Gregorio al cual Pálamas fue subordinado en el Skit Glossia del Monte Athos.

Finalmente, si bien no fue directamente su maestro, lo fue de todas maneras


indirectamente, habiendo sido influenciado profundamente por su enseñanza y por sus
discípulos.

Nicéforo pone el acento sobre el significado de la atención y de la concentración de la mente


en el nombre de Jesús.

El experto hesicasta aconseja métodos prácticos de control de la mente y de la fantasía con


una pausa en la respiración, métodos que expone detalladamente sin, sin embargo,
considerarlos como algo esencial.

Lo más importante para él es el pedir un experto maestro espiritual que asuma la guía de
aquel que desea ser iniciado en la oración incesante. “Si no encuentras un maestro así”,
escribe Nicéforo, “pide a Dios con un espíritu contrito y lágrimas, suplícalo abandonándote
y haz lo que te diré: lo primero, tu vida debe volverse tranquila, libre de toda
preocupación, en paz con todos. Si sucede esto, entonces ve a tu celda, enciérrate adentro,
ponte en una esquina y haz lo que te diré a continuación”. Y sigue la descripción del método
psicosomático que, como hemos dicho, no es lo principal, es decir, no es ni la sustancia, ni
el objetivo del hesicasmo. Y este es el punto que diferencia radicalmente la oración interior
del Yoga del hinduismo, técnica que busca llevar con el automatismo a una situación mística
que tiene como objetivo liberar al alma del “dolor de la existencia” sin el valor de
transfigurarla y de santificarla.

Otro gran maestro del hesicasmo, contemporáneo a san Gregorio Pálamas, fue como hemos
dicho, Gregorio el Sinaíta.

127
La irradiación espiritual de este gran padre néptico fue muy fuerte. De la multitud de sus
discípulos salieron aquellos que en el siglo siguiente difundieron el hesicasmo en Rusia y
luego en los otros países eslavos, creando los staretz, como son llamados en ruso, los
superiores de los monasterios.

Gregorio el Sinaíta pone el acento en el significado central de la memoria de Dios. El


hesicasta debe apagar todo otro pensamiento y retener firmemente el recuerdo de Dios,
durante la oración incesante.

II

Y llegamos a san Gregorio Pálamas. Cuanto hemos dicho hasta ahora ha sido el presupuesto
para una correcta comprensión de esta gran corriente espiritual, que fecundó y continúa
fecundando la vida espiritual de la Iglesia ortodoxa.

Llegando a Pálamas, hemos hecho ya el recorrido del desarrollo de esta corriente, y hemos
comprendido su significado. Un significado que san Gregorio resume, recapitula, estructura
y difunde, porque antes él mismo lo absorbió y vivió.

Detengámonos un poco en el aporte de Gregorio a la teoría de la oración incesante. Nació


en 1296, en Constantinopla, fue discípulo en un ambiente donde se practicaba la oración
interior. El padre de Gregorio conocía el método de los hesicastas. Se dice que a veces
cuando participaba de las reuniones del senado y del emperador, se le pedía que opinase
sobre algún tema y él no escuchaba la pregunta porque estaba absorto en la oración. El
piadoso emperador, que conocía la oración interior, no quería interrumpirlo.

A la edad de 20 años, Gregorio se vuelve monje del Monte Athos, donde vivirá en total
veinte años. Los primeros tres años los vive en el ambiente del monasterio de Vatopedi,
como subalterno de Nicodemo. Después permanece unos tres años en el monasterio de la
Lavra, se retira en el eremitorio de Glossia (cerca de donde hoy es Provata). Allí encuentra
conocidos hesicastas como Calixtos Katafigiotis y otros, especialmente al célebre Gregorio
el Bizantino.

Pálamas se vuelve discípulo y subalterno del viejo santo el cual, junto a Nicéforo, es uno de
sus principales maestros en la teoría y en la práctica de la oración interior.

128
Las frecuentes incursiones de los turcos obligan a Pálamas y a los otros ascetas a huir de sus
eremitorios. Algunos buscan la salvación entre los muros fortificados de los monasterios de
Monte Athos, otros se refugian en los lugares santos y en el Sinaí.

Pálamas sigue a estos últimos, pero no logra llegar más allá de Tesalónica. Allí entra en el
círculo de Isidoro, discípulo de Gregorio el Sinaíta, convertido en un piadoso patriarca
ecuménico, que tenía como objetivo la difusión de la oración interior entre los laicos. Más
tarde, a la edad de treinta años, Gregorio es ordenado sacerdote y después de un intervalo
de cinco años de ejercicio en Veria, retorna al Monte Athos. Se encontraba allí cuando
sucedieron los hechos que lo destacaron como gran defensor del hesicasmo y como gran
teólogo, los conocidos acontecimientos con el monje Barlaam y sus seguidores.

Dos eran principalmente los objetivos contra los cuales disparaba el erudito calabrés. El
primero era el método psicosomático de la oración. El segundo el creer que la luz que
durante el ejercicio de la oración interior pretendían ver [los monjes hesicastas] era
increada.

Barlaam identificando, como los escolásticos occidentales, las energías de Dios con su
esencia, que ciertamente ninguno puede ver ya que es inaccesible, sostiene que también la
luz que los monjes veían, si es efectivamente increada, no puede ser vista, ya que tampoco
Dios increado puede ser visto. Y ya que los herejes mesalianos afirmaban ver la esencia de
Dios, Barlaam los llamó hesicastas mesalianos.

Pálamas responde a Barlaam con muchos escritos, con cartas y también con el “Tomo
Hagiorítico”, un texto que los superiores y los monjes firmaron en una de sus reuniones. En
estos textos Gregorio sintetiza la enseñanza de los Padres del hesicasmo, en la cual [se
enseña sobre] el actuar del cuerpo junto con el alma y la posibilidad de la visión de la luz
increada, que posibilita la deificación.

Esto último Gregorio lo desarrolló en una grandiosa composición en la cual comprendía y


exponía sistemáticamente la enseñanza relativa a los Padres que distinguen la inaccesibilidad
e la imparticipabilidad de la esencia de Dios de sus energías increadas participables, con las
cuales sólo puede ser conocido Dios. Por consecuencia, la visión de la luz increada es una
visión no de la esencia increada e imparticipable de Dios, sino de las energías divinas
participables, si bien increadas, de la gloria increada de Dios.

129
La gloria de Dios sin embargo es para el hombre el mismo Dios que el hombre ve como luz.
Aquellos que oran incesantemente ven la luz increada que es Dios mismo, resplandecen por
esta luz y se vuelven todo uno con ella, es decir se deifican. La deificación, por lo tanto,
como resultado de la oración incesante, es para san Gregorio Pálamas, como también para
toda la tradición del Oriente, un acontecimiento ontológico y existencial.

La enseñanza de Gregorio fue aceptada por la Iglesia como expresión de su fe y de su


tradición y fue convalidada por tres sínodos en Constantinopla. Pálamas, que al mismo
tiempo es elegido y ordenado obispo de Tesalónica, continuó hasta su muerte en el 1359 sus
luchas contra los enemigos del hesicasmo, contra Barlaam y dos nuevos adversarios,
Gregorio Akindino y Nicéforo Gregoras.

El valor de la contribución de Gregorio Pálamas en la tradición del hesicasmo es


incalculable. Gregorio, si bien principalmente era dogmático, él mismo practicó, como
muchos hesicastas, la oración incesante. Sintetizando, la tradición del hesicasmo no describe
las experiencias propias, como Simeón el Nuevo Teólogo, sino el estado de la oración
incesante.

Sin intentar explicar el sistema de enseñanza de san Gregorio sobre la oración incesante,
algo que no se puede hacer en una relación como la presente, podremos señalar algunos
puntos característicos de su enseñanza con respecto a esta.

Ante todo, ¿qué lo que no es la oración incesante? Gregorio excluye que sea oración
incesante lo que Barlaam cree. Barlaam, dice Gregorio, cree que es imposible la observancia
de la orden de orar sin cesar, si no aceptamos los hechos como los interpreta él.

La interpretación que da Barlaam es que Pablo con la orden de orar sin cesar no entiende la
acción con la cual se realiza la oración.

Oración incesante es para Barlaam la consciencia que no se puede hacer nada sino no lo
quiere Dios. Cualquiera que cree esto, ora incesantemente.

San Gregorio rebate esta opinión con una simple pero bien acertada observación: si es así –
dice- el filósofo que se ocupa continuamente en el estudio, no alzará jamás la cabeza de sus
libros y al mismo tiempo orará incesantemente. […]

¿Qué es por tanto la oración incesante?

130
Según Gregorio, que habla de cosas divinas, la oración es un don místico secreto y espiritual
de Dios, que permanece incesantemente en el alma de aquel que dirige su mente a esta y
adquiere así la posibilidad de unirse a Dios. Este don atrae por sí sólo a la mente digna de
unirse a Dios y brota del santo regocijo.

Cuantos se han hecho partícipes de la gracia tienen enraizada en su alma continuamente en


actividad también la oración, de acuerdo con el versículo del Cantar de los cantares (5, 20):
“yo duermo pero mi corazón vela”.

Por tanto, quien desee esta verdadera y real oración incesante con Dios, viva sin apegarse a
nada humano, excepto a aquellas cosas indispensables, e incluso en medio de las necesidades
humanas no se aleje del recuerdo de Dios en cuanto le sea posible, sino que se vuelva en
torno al concepto de Dios estampado en su alma como un sello indeleble, como afirma
Basilio el Grande. Debemos ejercitarnos con obras, con palabras y con los pensamientos en
la oración incesante, hasta que obtengamos este don.

Porque, como dice también san Nilo, si no has recibido el precioso don de la oración,
dedícate a ella y lo recibirás.

El fin de la oración es el mismo que el de la existencia del hombre, por lo tanto orando el
hombre realiza el fin por el cual existe. Por esto, pues, invoquemos incesantemente a Dios,
para encontrarnos siempre con él ininterrumpidamente.

Un lugar significativo en la enseñanza de san Gregorio Pálamas con respecto a la oración


incesante lo tiene la colaboración del cuerpo que cuando obra en contra [de la oración] debe
ser frenado y cuando lo hace correctamente debemos dejarlo hacer. La colaboración del
cuerpo es absolutamente necesaria, porque mediante este se llega a la impasibilidad. En la
oración interior, aquellos que desean llegar al estado de la impasibilidad, y no tienen
mortificado el deseo del alma de pecar y no están aún liberados de las pasiones, tienen
necesidad del ayuno y de la vigilia para acompañar a la oración. Porque sólo así se mortifica
el deseo del cuerpo de pecar, se debilitan los pensamientos [malos] y se alcanza la
compunción que elimina las impurezas y atrae la misericordia de Dios.

Gregorio explica, en otro lugar, con detalles qué es la imperturbabilidad. La


imperturbabilidad no es la mortificación de las pasiones, es decir de la animosidad y de las
cosas que se desean, que constituyen juntas la parte pasional del alma.

131
La imperturbabilidad es la transposición de la pasión por las cosas más bajas a las cosas
superiores y su acción debe ser acorde con el querer de Dios, es decir, una aversión por la
maldad y un dirigirse a las cosas buenas.

Imperturbable es aquel que ha tirado fuera sus malas costumbres y las ha sustituido con las
buenas; aquel que ha sometido la animosidad y los deseos, es decir las pasiones, por la parte
razonable, juiciosa y reflexiva del alma, tanto cuanto las pasiones someten la reflexión a la
pasión. Aquel que ha mortificado la pasión no es imperturbable, porque estará inmóvil y
apático también frente a las experiencias, relaciones y disposiciones divinas. Imperturbable
es aquel que somete la pasión y deja que Dios lo guíe de modo que su mente se convenza y
con el recuerdo ininterrumpido de Dios tienda hacia Dios.

Como Pablo cuando “fue raptado al tercer cielo”, escribe Gregorio, no sabía si estaba dentro
o fuera de su cuerpo, porque había olvidado todas las cosas relativas al cuerpo, así también
aquel que se apresura y va hacia Dios con la oración, no debe notar nada respecto al cuerpo.
Y no sólo se debe desprender de la actividad del cuerpo, sino también de la de la mente, y
entre estas también de las más santas y divinas elevaciones, ya que Dios con la oración pone
al hombre incluso más alto que estas y lo une a sí. Cuantos sintieron la gracia espiritual de
esta oración en su corazón, saben que esta no es una representación fantasiosa o algo que a
veces existe y a veces no, sino que es una energía incansable provocada por la gracia, que
existe junto con el alma y tiene sus raíces en ella. Es una fuente de la cual brota la sagrada
alegría que atrae junto a sí a la mente y la aleja de las fantasías materiales. El placer del
cuerpo se desplaza del cuerpo a la mente y la vuelve “corpórea”, mientras que el gozo
espiritual va de la mente al cuerpo, lo transforma y lo hace espiritual. Le hace rechazar sus
apetitos materiales sin abajar al alma, y este mismo asciende hacia lo alto con ella, de modo
que el hombre sea todo espíritu, según cuanto dijo Cristo (Juan 3,6): “aquel que ha renacido
en el espíritu es espíritu”.

Finalmente, para obtener resultados en la oración incesante, Gregorio insiste en que con la
oración incesante se obtiene el recuerdo de Dios, que podría ser llamado “la morada de
Dios”. Y esto porque la oración incesante crea los presupuestos para que el hombre acepte a
Dios y para que, pidiendo el hombre continuamente a Dios, consiga esta inhabitación, es
decir, lleve a Dios a introducirse dentro de él. Esto mismo afirma Cristo (Lc 11, 13): “Dios
dará su Espíritu Santo a los que pidan día y noche”, es decir a aquellos que oren
ininterrumpidamente.

132
La gracia deificante hace que los ojos del alma vean la luminosidad de la naturaleza divina
con la cual Dios entra en contacto con los santos. La gracia deificante sin embargo, es decir,
aquella que conduce a la deificación, la consigue sólo la oración, la oración no como hábito
pasivo, sino como acción consciente de todo el hombre. La mente, de naturaleza inmaterial,
con la oración ininterrumpida inmaterial, asciende hacia la luz más alta de todo, a la que es
verdaderamente luz, a Dios, y ya que es contenida por la luz divina, se transforma y se
vuelve como un ángel.

Entonces la mente participa en la luminosidad de Dios de la cual es imagen, e irradia por sí


sola el esplendor de la belleza de Dios, la luminosidad y la inaccesible aurora. Esto entendía
también David cuando dijo (Salmo 89, 17): “el esplendor de nuestro Dios sobre nosotros”.

Hemos hecho un recorrido por el mundo de los místicos del hesicasmo que es el mundo de
la oración incesante, el mundo de la memoria de Dios.

Hemos visto cómo se ha desarrollado el camino en la adaptación de la oración


ininterrumpida en la práctica hasta el santo que aún hoy veneramos, que ha resumido y
recapitulado cuanto sus predecesores habían dicho.

En su época, el hesicasmo, reinaba en Bizancio e influenció a muchos laicos. Y fue esta


influencia la que nos mantuvo ortodoxos, en los años de esclavitud que vinieron poco
después, y por consecuencia nos mantuvo también griegos.

La tradición de los padres népticos fue aquella que alimentó a las generaciones de nuestros
antepasados y templó la voluntad en la lucha de la revolución nacional contra los turcos
(1821).

“La fe de Cristo, la santa”, mantenida por esta tradición, ha traído también la “libertad de la
patria”.

Esta tradición no se apagó bajo la dominación turca. Fue siempre conservada en los
monasterios y en las pobres casas de los griegos piadosos. Cuando en 1782 fue publicada en
Venecia por san Nicodemo el Hagiorita, la Filocalia, que contiene la quintaesencia de la
enseñanza de los hesicastas con su principal representante san Gregorio Pálamas, no cae
sobre un terreno inculto. Encontró por el contrario en el pueblo y en los monasterios
aquellos presupuestos que hicieron que la Filocalia fuese amada y crease un renacimiento.

133
Este renacimiento provocado por la Filocalia se desplazó también con Paisij Velicovskij a
Rumania y desde allí a Rusia donde había ya un terreno preparado por los discípulos de san
Gregorio Sinaíta y donde las personalidades como la de san Serafín de Sarov y san Juan de
Kronstant pusieron su sello en la vida espiritual de este inmenso país. […]

No existe cosa más necesaria para el hombre que el recuerdo de Dios. Y no existe para el
hombre nada más elevado, más profundo, más magnifico, que la oración. Y no existe nada
más simple, más eficaz que la oración interior, la del corazón y la hecha con una sólo palabra
[monológica]. Esta que es dicha humildemente con el rosario y comprende la frase más
simple y más llena de significado: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí”. Esta es
la oración para los principiantes y esta es también la oración para los expertos. Esta
constituye el balbuceo de los ignorantes y expresa el asombrado gemido del imperturbable.
Esta trae la misericordia al pecador y revela la luz increada al santo.

De ella tienen necesidad los monjes que combaten la dura batalla cuerpo a cuerpo contra el
enemigo; de ella tienen necesidad también los laicos que son engañados en la confusión de la
variedad de sistemas y de ideologías que agitan nuestra sociedad y que arrastran en su paso
terrorífico a la canosa ancianidad y a la ingenua juventud.

Esta nos ha sido enseñada por los hesicastas y nos ha sido transmitida por san Gregorio
Pálamas. Este, por tanto, es el mensaje que san Gregorio envía a través de los siglos a
nuestra época confundida.

134
La visión de Dios en Simeón el Nuevo Teólogo
Gheorghios D. Martzelos

Disponerse a presentar en los estrechos límites de una conferencia la enseñanza de Simeón


el Nuevo Teólogo sobre la visión de Dios es una tarea difícil, ya que es necesario realizar
una exposición sistemática y sinóptica de una enseñanza que está dispersada e invade todas
sus obras sin excepción. Cuanto Simeón afirma sobre la visión de Dios no constituye una
enseñanza definida y formulada sistemáticamente, sino que refleja y expresa su experiencia
personal que fija y sella de modo determinante todos los elementos de su enseñanza.
Ninguno de los elementos particulares de su enseñanza se desarrolla ni es comprensible
independientemente de su experiencia de la visión de Dios.

En este punto sería necesario subrayar desde el principio que la visión de Dios no constituye
para Simeón simplemente un elemento escatológico situado más allá de los límites de la
historia, sino que es experimentado ya en la historia presente como pregustación y arras de
la experiencia de la visión de Dios al final de los tiempos [1]. Según tal concepción, la
misma visión de Dios para Simeón, como también para la tradición patrística anterior,
expresada por Dionisio el Areopagita, Máximo el Confesor y Juan Damasceno [2], no es el
resultado de una búsqueda intelectualista o de fantasías sentimentales, sino es don y gracia
del Espíritu Santo, y consiste, como subraya de manera especial Simeón, en una experiencia
mística de la luz divina por parte de aquellos que tienen los sentidos espirituales purificados
e iluminados.

Habiendo disfrutado repetidamente de esa experiencia, Simeón afronta todos los problemas
teológicos, espirituales y eclesiásticos de su tiempo no a través de una reflexión dialéctica,
sino desde la óptica de tal experiencia, desde su luz. Solamente éste es el corazón y el
núcleo de su pensamiento teológico. La experiencia de la visión de Dios o de la luz divina se
convierte para él en el eje alrededor del cual, en el ámbito de la tradición ortodoxa, se
construye toda su teología. Este hecho tiene un significado particular porque no solo
evidencia el carácter experiencial de la teología de Simeón sino que demuestra al mismo
tiempo también el vínculo litúrgico con la experiencia espiritual y la vida de la Iglesia, es
decir, con la espiritualidad ortodoxa.

Tres son fundamentalmente los puntos nodales alrededor del cual Simeón desarrolla su
enseñanza sobre la visión de Dios: la posibilidad de la visión de Dios; los presupuestos de la
visión de Dios; la experiencia y los frutos de la visión de Dios.

Pasemos a un examen analítico, y contemporáneamente sinóptico, de estos puntos.

135
La posibilidad de la visión de Dios.

Simeón enfrenta el problema de la posibilidad de la visión de Dios movido por una serie de
contestaciones suscitadas durante su época en algunos ambientes eclesiásticos en relación a
la naturaleza y al carácter de la vida espiritual ortodoxa. Según las informaciones que nos
provee Nicetas Stethatos, parece que la enseñanza espiritual de Simeón y la experiencia
personal de la visión de Dios a ella ligada hubiese provocado reacciones sea por parte de
algunos monjes del monasterio de San Mamas, del cual Simeón fue higúmeno, sea por parte
de ambientes eclesiásticos de Constantinopla, en cuyo centro se encontraba el ex
metropolita de Nicomedia, Estefan [3].

El llamado de Simeón a una vida espiritual más elevada, teniendo como meta la iluminación
divina y la visión de Dios, constituía para aquellos ambientes una vocación personal, siendo
para la mayoría no realista e inviable. Reinaba la opinión que para las épocas más recientes
no era posible que hubiese una vida espiritual y una santidad parecida a la de los apóstoles o
a la de los padres de la Iglesia [4]. Por esto, se limitaban esencialmente a una teología
conceptual y desligada de la vida espiritual, que ciertamente tenía todos los signos
característicos de la tradición ortodoxa, sin compartir la búsqueda mística y el soplo
espiritual [5]. Así, la dimensión mística de la vida espiritual dejaba el lugar a una teología
ortodoxa árida y escolástica, con el riesgo que la espiritualidad ortodoxa se convirtiese en
un fenómeno puramente intelectual y conceptual y perdiese su carácter carismático y su
profundidad existencial.

Tal situación y tal mentalidad a los ojos de Simeón aparecían particularmente provocadoras
y peligrosas para la esencia de la vida espiritual ortodoxa. Por esto se ve obligado a subrayar
repetidamente y con particular énfasis la continuidad diacrónica y la unidad de la
experiencia carismática y de los modelos de la vida espiritual entre la época de los apóstoles
y de los padres, y la propia. Los cristianos, y en particular los monjes y los clérigos, deben
por tanto seguir fielmente el modelo de los apóstoles y de los padres de la Iglesia, pasando a
través de todos los estados de la vida espiritual hasta recibir la iluminación del Espíritu Santo
y llegar a ser conducidos por su medio a la experiencia mística de la visión de la santa
Trinidad [6]. Cuantos consideran irrealizable lograr esta meta, Simeón los considera
herejes, infieles, adversarios y anticristos [7]. Cree, como revela justamente Basile
Krivochéine, que la más peligrosa herejía es la de pensar que la Iglesia no goza en todas las
épocas de la misma plenitud de carismas de los cuales gozaba en los tiempos antiguos. [8]

136
Reprende a sus adversarios, que sostenían la imposibilidad de llegar a la visión de Dios en la
vida presente, Simeón opina que la posición de ellos peca de falta de dimensión espiritual:

“¿Por qué, dime, es imposible? ¿Por cuál otro motivo los santos brillaron sobre la tierra y se convirtieron
en astros en el mundo (cf. Fil 2, 15)? Si fuese imposible, ninguno de ellos habría jamás logrado hacer
esto. Eran también ellos hombres como nosotros y no tenían nada más de lo que nosotros tenemos
excepto una voluntad tendida hacia el bien, el celo, la paciencia, la humildad y el amor por Dios.
Adquiere pues también tú todo esto y tu alma, que ahora es un terreno pedregoso, se volverá para ti en
una fuente de lágrimas. Pero si no quieres soportar la aflicción y la tribulación, no digas que esto es
imposible.” [9]

Es imposible, como afirma, que tengamos una visión completa de Dios, a causa de nuestra
naturaleza creada, pero no que tengamos ya en esta vida presente una aunque sea débil,
pero real, imagen de su presencia [10]. Por lo demás, Dios mismos quiere ser visto por los
hombres, como testimonio de esto es su encarnación [11]. Por esto, en uno de sus himnos,
Simeón se dirige a cuantos tienen una opinión contraria, invitándoles a dejar de sostener la
imposibilidad de la visión de Dios:

No digas que es imposible recibir el Espíritu divino…


¡No digas que Dios no es visto por los hombres,
no digas que los hombres
no pueden ver la luz divina
o que esto es imposible en el tiempo actual!
Nunca esto será imposible, amigo, y es verdaderamente posible cuando se lo quiere, pero sólo para
aquellos que han purificado sus vidas de las pasiones y han hecho puros los ojos del espíritu [12].

La visión de Dios, como hemos notado ya arriba, no es para él algo que los creyentes
experimentarán sólo en el siglo futuro. Ella comienza, si bien débilmente, ya en la vida
presente, recibiendo sin embargo su plenitud después de la resurrección de los muertos,
cuando Cristo venga por segunda vez. Los creyentes en la vida presente, no permanecen
pues privados y en ayunas de los bienes futuros, esperando simplemente gozar de las
promesas de Cristo después de la resurrección de los muertos [13]. Como subraya Simeón,
a ellos

ya desde aquí se les comunican y participan indudablemente de los bienes futuros [14].

137
Se vuelven –hecho que ellos mismos experimentan conscientemente (“con percepción del alma
y conocimiento”)- incorruptibles, inmortales, hijos de Dios, hijos de la luz e hijos del día,
herederos del reino de los cielos, ya que lo llevan dentro de sí durante su vida terrena [15].
Sin la experiencia de aquellos ricos dones de Dios y en particular de la visión de Dios que es
la luz del mundo, el cristiano está esencialmente muerto y la vida cristiana no tiene
absolutamente ningún significado [16]. Por esto Simeón, dirigiéndose a sus monjes, les
exhorta a luchar para encontrar y ver a Cristo ya en la vida presente y a no esperar
simplemente verlo en la vida futura [17]. Y esto porque, como subraya, si uno no ve a
Cristo “ya desde aquí”, no podrá entrar en el reino de Dios y verlo en la vida futura [18].
Esto, sin embargo, no significa que se debe llegar a la desesperación y desistir de la lucha
espiritual porque se crea imposible llegar a tal cumbre de conocimiento y de visión de Dios.
Basta luchar para purificar el propio corazón con la conversión y la humildad, y llegar a la
unión mística con Dios [19]. Para demostrar sus enseñanzas y convicciones, Simeón cita la
santa Escritura y la anterior tradición patrística, en particular la ascética [20].

En este punto deberemos subrayar que la enseñanza de Simeón sobre la posibilidad de la


visión de Dios no tiene ninguna relación con el mesalianismo, que admitía, como es
conocido, la posibilidad de comprender la esencia divina a través de los sentidos corporales.
La tesis de un influjo mesaliano en el pensamiento de Simeón, no obstante de algunas
opiniones contrarias sobre todo entre los teólogos más antiguos [21], no encuentra más
sostenedores en la investigación contemporánea [22]. Y esto porque más allá de las
argumentaciones histórico-literarias que no favorecen tales hipótesis, Simeón, como
veremos más adelante, no solo subraya, sobre la base de la precedente tradición ortodoxa,
la absoluta trascendencia de la esencia divina, sino que acepta también cual órgano de la
visión de Dios no los ojos naturales y sensibles, sino los espirituales, los ojos del corazón que
son transformados, es decir, purificados e iluminados, mediante la gracia del Espíritu Santo
[23]. Como afirma significativamente, en tal estado carismático la visión no difiere de la
escucha, porque los santos experimentan la presencia de Dios “escuchando en la visión y viendo
en la escucha” [24].

Los presupuestos de la visión de Dios

Como hemos mencionado arriba, si bien la visión de Dios es posible ya en la vida presente,
ella no se realiza sin embargo sin los presupuestos espirituales de la purificación y de la
iluminación. Presupuestos por lo demás comunes y difundidos en toda la tradición
ortodoxa, que los considera indispensables para alcanzar el conocimiento y la contemplación

138
de Dios. En este punto, Simeón presenta una acentuación especial, valorizando en mayor
grado a los padres, ascetas y místicos anteriores.

Ante todo él recomienda la pureza de corazón como un presupuesto fundamental, desde el


momento en que, de acuerdo con la palabra de Cristo, sin la pureza nadie puede ver a Dios
[25]. Es necesario por esto que la mente y el corazón del hombre sean purificados de las
pasiones con una sincera conversión y una confesión acompañada por cálidas lágrimas y por
una profunda humildad. La conversión es el segundo bautismo después de aquel recibido
cuando uno es niño. Es el bautismo del Espíritu, gracias al cual se produce el nacimiento de
lo alto, de Dios [26]. Como es imposible, subraya Simeón, que uno vea a su padre antes de
haber nacido, del mismo modo, nadie puede ver a Dios si antes no ha nacido de Dios [27].
El nacimiento de Dios, que deriva de la conversión, constituye al hombre, hijo, heredero de
Dios, participa de los ricos dones del Espíritu Santo y lo hace capaz de ver la luz divina, en
la cual Dios hace entrar a aquellos que creen en él [28]. A medida de la conversión por él
mostrada, el hombre encuentra confianza en Dios y familiaridad con él y puede hablar con
él cara a cara, como el amigo con su amigo y puede verlo en la pureza de sus ojos
espirituales [29]

Determinante para alcanzar tal estado espiritual es el rol de las lágrimas. La verdadera
conversión está siempre acompañada por lágrimas. Sin ellas no es posible que se realice la
purificación de las pasiones y, por extensión, la visión de Dios [30]. Como es imposible,
afirma Simeón, limpiar un hábito sucio sin agua, es aún más imposible que el alma sea lavada
y sea limpiada de la suciedad y de las manchas de las pasiones sin lágrimas [31]. Si la
conversión constituye para Simeón el segundo bautismo, el bautismo del Espíritu, las
lágrimas constituyen para él un elemento fundamental del bautismo, semejante a las aguas
en el bautismo de los niños. Por lo demás, la relación existente entre los dos bautismo es
una relación entre figura y verdad [32]. Toda la vida espiritual está en cierto sentido
constitucionalmente ligada a las lágrimas de conversión. Las lágrimas es lo que crea en el
alma el estado de compunción y hacen que ella expulse la propia dureza y adquiera la
humildad, lo cual es indispensable para poder estar unido al Espíritu Santo y alcanzar la
cumbre del conocimiento místico y de la visión de Dios [33]. Las lágrimas y la compunción
que las acompañan son frutos inmediatos y básicos de la conversión que obran la
purificación del corazón y crean así los presupuestos espirituales indispensables para poder
ver la luz divina e inefable [34]. Por esto subraya con énfasis Simeón:

139
Todo esto [es decir, cuanto es realizado por los frutos espirituales] obra el divino fuego de la
compunción junto con las lágrimas o, para decir mejor, mediante las lágrimas. Sin lágrimas, en cambio
–como he dicho-, nada de esto, ni en nosotros ni en los otros se verifica ni nunca verificará. [35]

El segundo presupuesto fundamental para alcanzar la visión de Dios, junto a la purificación


del alma de las pasiones, es según Simeón la iluminación por parte del Espíritu Santo. Si el
alma no es iluminada por el Espíritu Santo, es imposible que conozca y vea a Dios.[36]
Cristo se hace conocer como luz y es visto solo a través de la luz del Espíritu Santo. El
Espíritu Santo ilumina como luz la mente y nos revela al Hijo, y el Hijo nos revela al Padre y
así contemplamos y vemos la santa Trinidad.

Como subraya significativamente Simeón en uno de sus himnos, repitiendo esencialmente la


enseñanza de los padres capadocios relativo a este tema [37],

Él aparece a aquellos que lo ven, luz en la luz


y aquellos que lo contemplan,
están también en la luz que lo ven.
Es en la luz del Espíritu
que lo ven aquellos que lo contemplan
y aquellos que lo ven en esta luz, contemplan al Hijo;
Y el que ha sido juzgado digno de ver al Hijo,
ve al Padre (cf. Juan 14,9)
y quien contempla al Padre, lo ve con el Hijo [38].

El versículo del salmo “en tu luz vemos la luz” (Sal 35 [36], 10) constituye el argumento de
la base bíblica para el desarrollo de la gnoseología teológica de Simeón, como también de
todos los padres de la Iglesia.

Más allá de Cristo y del Espíritu Santo, es decir, más allá de las personas de la santa
Trinidad, también los mandamientos de Dios son caracterizados por Simeón como luz [39].
Para él también el observar los mandamientos ilumina al alma y guía inevitablemente a la
visión de Dios. Aquí sin embargo debemos precisar que Simeón no concibe la práctica de los
mandamientos divinos como una adaptación exterior a los mandamientos de Cristo sino
como el fruto de una relación existencial con el Espíritu Santo [40]. Según esta concepción,
quien observa los mandamientos de Dios, recibirá, pronto o tarde, en mayor o menor
medida, “la recompensa de la visión de Dios”, podrá participar de la naturaleza divina y
“será hecho” Dios e hijo de Dios [41]. Por lo demás, la recompensa de la visión de Dios la

140
había ya anunciado Cristo mismo como retribución por haber observado sus mandamientos
y por haber mostrado amarlo a él (cf. Juan 14, 21). Este constituye uno de los argumentos
fundamentales de Simeón ante quienes ponen en duda la experiencia de la visión de Dios en
la vida presente:

A fin de que tú sepas que aquellos que aman a Cristo y observan sus mandamientos también lo ven,
escucha al Señor mismo que dice: ‘Quien observa mis mandamientos, este me ama; y quien me ama será
amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él’ (Juan 14, 21). Sea pues conocido a todos los
cristianos que Cristo… a aquellos que muestran amor por él observan los mandamientos, se manifiesta
según esto que he confesado, como ha dicho él mismo. [42]

Puesto que no solo Cristo sino cualquier cosa que le pertenezca es luz, para Simeón es luz
también el cuerpo eucarístico y su sangre. Subrayando este punto, con particular fuerza, él
afirma:

Cristo Jesús, salvador y rey de todas las cosas, luz: el pan de tu purísima carne es luz; el cáliz de tu
preciosa sangre es luz [43].

Como dice también en otra ocasión:

Este pan sensible no parece otra cosa más que un bocado para aquellos que no ven más allá de los
sentidos, pero en el orden espiritual es una luz imposible de contener e inaccesible; e igualmente el vino
es también luz [44].

Y como la purificación del alma para Simeón está estrechamente ligada con la conversión y
la confesión, así también la iluminación no es comprendida sin la participación del creyente
en el misterio de la divina Eucaristía. A través del misterio de la divina Eucaristía, los
creyentes están unidos místicamente al cuerpo de Cristo, convirtiéndose en una sola
entidad, familiares con él y partícipes de su gloria y de su divinidad [45]. Así, participando
todos juntos “en un único Espíritu” en la indivisible e inseparable divinidad, forman un solo
cuerpo que tiene por cabeza a Cristo, contribuyendo de este modo a la unidad mistérica de
la Iglesia [46]. Con nuestra participación en el misterio de la divinidad Eucarística, se nos
comunica el Espíritu Santo y nos volvemos “participes de su divinidad y de su esencia” [47],
como afirma significativamente Simeón queriendo subrayar la realidad de la comunión
inseparable, con la exactitud de la definición teológica.

141
Simeón celebra de modo especial el poder purificador e iluminador de la divina Eucaristía
que se revela cuando los creyentes se acercan a ella de modo digno “con conciencia y
conocimiento” [48], es decir con un ánimo sensible, con un corazón y un conocimiento
conscientes de comer y beber el cuerpo y la sangre del mismo Cristo [49]. En un himno
dirigido a Cristo, él dice:

Eres tú quien me haces participar


en tu incorruptible pureza, oh Verbo,
y lavas la suciedad de mis males
y expulsas la oscuridad de mis pecados
y purificas la vergüenza de mi corazón
y reduces el espesor de mi mal
y me restituyes la luz, a mí que estaba hundido en las tinieblas [50].

La purificación y la comunión que ofrece Cristo en el sacramento de la divina Eucaristía


conducen al creyente a la participación y a la visión de la luz divina y a la divinización.
Visión de Dios y divinización están inseparablemente unidos en el pensamiento de Simeón.
Solos los divinizados pueden ver a Dios [51]

Pero tanto la purificación como la iluminación del corazón y de la mente no son concebidas
por Simeón como condiciones espirituales momentáneas y estáticas para alcanzar la visión
de Dios y la divinización, sino que es necesario que ellas sean custodiadas y se refuercen
constantemente a través de la oración incesante y, en general, a través de la ascesis continua
[52]. Sería un error creer que Simeón, quien enfatiza la dimensión de la vida espiritual
describiendo las condiciones espirituales superiores de la visión de Dios, de la divinización,
de la comunión y de la unión con Dios, subestime la dimensión ascética. Al contrario, sobre
cuanto afirma, él tiende a ligar funcionalmente, en una inseparable unidad, la vida mística y
la vida ascética [53], fundamentando esta posición en los escritores ascético y místicos
anteriores a él como Macario el Egipcio, Evagrio, Diádoco de Fótice, Dionisio Aeropagita,
Máximo el Confesor y Juan Clímaco. [54]

Podremos decir, esquematizando un poco, que su enseñanza, si bien no se dirige


exclusivamente a los monjes [55], recomienda no obstante una conexión orgánica del
espíritu contemplativo del anacoretismo ortodoxo con el espíritu práctico de la tradición
ascética cenobítica [56]. Sin embargo, si bien caracteriza, Simeón, la visión de Dios como
“recompensa” del amor por Cristo y de la obediencia a sus mandamientos, no la ve como
adquisición o recompensa por la vida ascética del creyente. La vida ascética y las buenas

142
acciones en general no tienen en sí mismo ningún valor. Parecen lámparas sin luz o carbones
apagados. Ellas adquieren valor sólo en relación a la luz divina, es decir, cuando son
cumplidas de modo que el creyente pueda conseguir la pureza espiritual y sea hecho capaz
de acoger la luz divina. La ascesis, en otras palabras, dilata simplemente la capacidad de ver
los rayos divinos [57]. La experiencia de la visión de Dios o de la luz divina no se da sin
embargo por sí misma sin el don y la visita del Espíritu Santo [58]. Muy iluminadoras para
este punto son las palabras de Simeón en la Catequesis 16.

Simeón fue, según parece, con su padre espiritual, Simeón Estudita, a Constantinopla
donde, estando ya muy cansado y hambriento, se niega sin embargo a comer, porque creía
que, observando un austero ayuno y fatigando al cuerpo, podría él mismo participar de los
rayos divinos. Cuando Simeón Estudita, que tenía el don del discernimiento, percibió la
razón del comportamiento del joven Simeón, lo convenció a comer con él y más de cuanto
necesitaba, y le dijo con la sabiduría que provenía de su experiencia espiritual:

Sabed, hijo, que ni el ayuno, ni la vigilia, ni la fatiga del cuerpo, ni ninguna otra obra buena alegra a
Dios y hace que él se manifiesta, sino sólo el corazón y el alma humilde, quieta y buena [59]

Y, renunciando a su propio pensamiento y siendo obediente a su padre espiritual, el joven


Simeón cuando, antes de ir a dormir, se puso a orar en la quietud, recibió de improviso el
don de Dios, la experiencia de la luz divina que tanto deseaba recibir por medio del ayuno,
de la vigilia y de todo tipo de ascesis [60].

Ya, con cuanto hemos dicho hasta aquí, nos estamos acercando al corazón y al núcleo
fundamental de la teología y de la espiritualidad de Simeón que, como hemos dicho al
inicio, no es otro que la experiencia de la visión de la luz divina, la experiencia de la visión
de Dios, de la cual nos ocuparemos a continuación.

La experiencia y los frutos de la visión de Dios.

Manifestaciones de la luz y manifestación de Dios.

Las descripciones que nos ofrece Simeón de la experiencia mística de la visión de Dios o de
la luz divina, si bien son referidas la mayoría de las veces en tercera persona, llevan de todos
modos el sello de su experiencia personal [59]. La sobreabundancia de tales experiencias
místicas, en las cuales se manifiesta la riqueza y la grandeza de la filantropía divina y también

143
la negación por parte de sus adversarios de la posibilidad de tales experiencias, le hacen
imposible callarlas y esconderlas a sus contemporáneos [60].

La primera experiencia de la luz divina la tuvo de laico, cuando era un joven de alrededor
de veinte años. Influenciado por la obra de Marcos el Monje (siglo V), La ley espiritual, que
le había recomendado el anciano Simeón Estudita, él oraba intensamente y con lágrimas.
Entonces se sintió inundado de una luz divina, que lo colmaba de alegría indecible y
exultante, y le hacía olvidarse de sí mismo y del mundo en torno a él. No entendía, sin
embargo, qué tipo de luz era la que a él se le aparecía [61]. Esta experiencia, el joven Jorge
–tal era el hombre de Simeón de laico- la olvidó después de un breve tiempo, pero después
la experimentó nuevamente algunos años más tarde como monje del monasterio de
Estudios.

Cuando, como hemos referido arriba, al terminar una jornada cansadora en Constantinopla,
después de haber viajado con su padre espiritual Simeón Estudita, volvió a su celda y se puso
a orar, antes de ir a dormir, de nuevo tuvo una experiencia mucho más intensa que la
anterior.

Pero dejemos a Simeón mismo que nos describa con sus palabras su experiencia extática,
que por motivos de humildad presenta como una narración que él ha oído de otro joven
monje:

Entrando donde solía orar, comencé a decir: “Santo Dios”… Inmediatamente fui movido a las lágrimas
y a un transporte de amor divino, que no se puede describir en palabras la alegría y el deleite que tuve.
Y rápidamente, cayendo rostro en tierra, yo vi brillar intelectualmente una gran luz sobre mí, que
atraía a sí enteramente mi intelecto y mi alma, de modo que, impresionado por lo improvisto de esta
maravilla, estuve como en éxtasis. Olvidándome el lugar en el cual estaba, quien era y dónde me
encontraba: sólo gritaba “Kyrie eleison” –me di cuenta, en efecto, que estaba pronunciando esas palabas
cuando retomé la conciencia-. Pero quién era el que hablaba o quien movía mi lengua, yo, padre, no lo
sé, Dios lo sabe. Porque si estuve en el cuerpo o fuera del cuerpo (cf. 2 Cor 12,2) cuando me
entretenía con esta luz, es la luz misma quien lo sabe, ella que había también alejado todo lo que en
mi alma estaba turbio y todo sentimiento terreno, y había alejado de mi todo espesor de la materia y
aquel espesor del cuerpo que producía en mis miembros acedia y sopor. Y así –¡oh terrible maravilla!-
esta luz fortaleció y reforzó tanto el relajamiento de mis articulaciones y de mis nervios, causándome un
gran cansancio, que creía y me parecía estar desvestido del hábito de la corrupción. Inmediatamente
infundió en mi alma una gran alegría, una percepción intelectual y una dulzura que superaban
cualquier gusto de las cosas visibles, y –junto a esto- libertad y olvido de cualquier pensamiento de

144
esta vida, y maravillosamente salí de la vida presente. En efecto, todos los sentidos de mi intelecto y de
mi alma se habían adherido al inexpresable deleite de la luz. [62]

Mientras la presencia de la luz divina colmó a Simeón de alegría y dulzura indecible, su


alejamiento le procuró un vivísimo e insostenible dolor [63]. Probaba ese sentimiento cada
vez que tenía semejantes experiencias místicas [64]. Este, sin embargo, es el signo
fundamental del reconocimiento de la luz divina: “Ella alegra… cuando aparece y hiere cuando
se esconde” [65]. Simeón, sin embargo, si bien describe de modo analítico y sabiamente según
la experiencia arriba citada, la calidad y la actividad de la luz divina, no hace referencia a la
identidad de dicha luz. La única cosa que se puede decir con absoluta certeza es que, aunque
se manifieste como una estrella, brilla sin embargo como un sol. Lo inunda de luz y es
incontenible y domina la creación entera, su naturaleza es divina e increada [66].

El tema de la identidad de la luz divina se aclara plenamente en otra experiencia espiritual


de Simeón que concluye con un diálogo con la luz divina, en el cual es revelado que las
manifestaciones de la luz son manifestaciones divinas y que la luz es Cristo mismo. Tal
experiencia mística tiene un significado particular porque en ella aparece de manera
evidente la comprensión progresiva de Simeón de la identidad de la luz divina y también la
contribución determinante de su experto padre espiritual [67]. Dejaremos una vez más que
sea Simeón quien describa palabra por palabra su experiencia:

Cuando contempla la manifestación de Dios, ve una luz y se asombra de verla, pero quién es aquel que
se manifiesta no lo sabe inmediatamente, y no osa ni siquiera preguntarlo. Y, ¿cómo podría si ni
siquiera puede elevar la mirada hacia él y ver cuán grande es? Se contenta con mirar con gran temor y
temblor como a sus pies, sabiendo simplemente que alguien ha aparecido ante él. Si tiene a alguien
disponible que le pueda explicar estas cosas por haberlas conocido él primero, va a él y le dice: “He
visto”. Y este le pregunta: “¿qué es lo que has visto, hijito?”. “Una luz, padre, dulce, dulce; no tengo un
pensamiento capaz de decir cuán grande era”. Y mientras dice esto, su corazón exulta y palpita, e
inmediatamente se inflama de deseo por aquel que ha visto. Luego comienza a hablar entre cálidas
lágrimas, por mucho tiempo, llorando: “Padre, se me ha aparecido aquella luz; los muros de mi celda
han sido inmediatamente elevados y el mundo ha desaparecido, huyendo, creo, ante su rostro (cf. Sal
67 [68], 2); he permanecido solo en compañía de la luz. Yo no sé, padre, si mi cuerpo estaba allí o si
he salido de él, lo ignoro, porque en ese momento no sabía si estaba revestido o envuelto de un cuerpo.
Había en mí una alegría inefable que está aún conmigo hasta ahora, un amor y un vivo deseo, al punto
que borbotones de lágrimas salen de mí como ríos, como puede ver también en este momento”. Le
responde entonces: “¡Hijito, es él!”.

145
Después de estas palabras la ve de nuevo y poco a poco es completamente purificado. Una vez
purificado, toma confianza, la interroga y le pregunta: “¿Dios mío, eres tú?” Él responde y dice: “Sí,
soy yo, Dios, que por tu causa me he hecho hombre; y, he aquí que te he hecho –como ves- y te haré
Dios”. [68]

Semejante experiencia mística, según la cual después de un largo y extraordinario diálogo


con la luz divina se le revela que la luz es Cristo mismo, Simeón lo transmite en uno de sus
Himnos:

¿Cuál es este nuevo misterio, Señor de todas las cosas?


¿Cuál es esta gran maravilla que percibo dentro de mí
y no comprendo, y a mí me permanece escondida?
Como estrella la veo surgir a lo lejos
y se vuelve un gran sol
tan grande que no tiene medida, ni peso, ni límite…
y luego pequeña se vuelve su claridad,
y de nuevo se muestra como llama
dentro de mi corazón y mis vísceras
cambiando continuamente e inflamando todo
el interior de mis vísceras y haciéndolas fuego.
Y he aquí esto que me decía y enseñaba con bondad
a mí que no sabía nada y deseaba aprender:
“Yo soy la estrella dulce de la cual has oído que un día
surgirá de Jacob (cf. Nm 24, 17). Soy yo, no dudes.
Y me muestro a ti
como un sol que surge a lo lejos (cf. Lc 1, 78)
para ser para todos los justos luz inaccesible
en la existencia futura, en la vida eterna” [69]

El conocimiento progresivo de cual se ha dicho arriba a propósito de la identidad de la luz


divina trae experiencias posteriores de contemplación que son claramente descriptas por
Simeón en su primera Oración de acción de gracias. Al inicio, como confiesa, no sabía ni creía
que, viendo a la luz, veía a Dios mismo o a su gloria, si bien permanecía atónito por los
frutos de su insólita experiencia mística. El conocimiento purificado sobre quién era él que
se le manifestaba como luz fue aumentado en las sucesivas numerosas experiencias de la luz
divina.

146
“Y así yo te veía, mi Dios, y sin saber y sin haber creído que Dios, por cuanto es posible verlo, se deja
ver por alguien, yo no pensaba que era Dios o la gloria de Dios que se me mostraba, ahora de un modo,
ahora de otro, y la insólita visión me asombraba, llenaba de alegría mi alma y todo mi corazón entero,
al punto que me parecía que mi mismo cuerpo participaba de aquella gracia inefable. No conocía aún
claramente quién era él que se dejaba ver por mí. Sólo, veía a menudo una luz, a veces dentro de mí,
cuando mi alma gozaba de quietud y paz, a veces se me aparecía a lo lejos, fuera de mí o mejor se
escondía completamente y escondiéndose me provocaba un dolor insoportable, al pensar que no se
aparecería nunca más. Y mientras me lamentaba y lloraba en un estado de total alejamiento, abandono
y humildad, ella se me aparecía como el sol que se abre paso en la espesura de la nube y poco a poco se
muestra bello y redondo.” [70].

Teniendo ya pleno conocimiento de la identidad de la luz divina, Simeón subraya que Dios
es siempre visto y conocido como luz:

Dios es luz (cf. Juan 1, 9; 9, 5; 12, 46; 1 Juan 1,5), y como luz es su visión. Es pues en la visión de
la luz que nosotros conocemos por primera vez que Dios es. [71]

Nadie puede conocer realmente a Dios si no “atraviesa la contemplación de la luz que emana de
su luz” [72]. Progresando, el hombre ve, en espíritu, al Dios sin forma, sin aspecto, sin
figura que aparece en una forma divina, habiendo tomado forma y figura en una luz
perfectamente simple, no compuesta, sin separación, inescrutable, incomprensible,
inconcebible, privada de forma y de figura. Esta asunción de una forma por parte de Dios no
significa sin embargo que haya cambio en la naturaleza divina, sino que es una expresión de
filantropía y condescendencia divina. En otras palabras, esta asunción de una forma es el
modo a través del cual el Dios desconocido, invisible e inaccesible, se manifiesta y se vuelve
visible y accesible, entrando en comunión con los santos, como un amigo con sus amigos,
dentro de la historia de la economía divina [73]. Escribe significativamente Simeón:

Nosotros testimoniamos que Dios es luz (1Juan 1,5) y que los que han sido hecho dignos de verlo, lo
han contemplado todos en la luz; y los que lo han recibido, lo han recibido como luz, ya que delante de
él camina la luz de su gloria y es imposible que él aparezca sin luz; y los que no han visto su luz no le
han visto nunca, ya que él es luz y los que no han recibido la luz no han todavía recibido la gracia, ya
que los que han recibido la gracia han recibido la luz de Dios y a Dios. [74]

Sobre la base de estos datos, Simeón identifica la luz divina con lo que en la Escritura es
llamado como “el día del Señor” o “el día del juicio” [75]. Este día no es de por sí el día en el
cual vendrá Cristo para juzgar al mundo, sino que es Cristo mismo que, aparece con la luz

147
de su gloria, e ilumina todas las cosas. Él dice que el día y Dios son la misma cosa tanto en el
presente, en la visión de la luz divina, cuanto en el futuro, en la segunda venida [76].

En este punto debemos precisar que cuando Simeón subraya que Dios se manifiesta y se da a
conocer como luz, no se refiere solo a una Persona sino a las tres Personas de la santa
Trinidad. Por esto a veces afirma que la luz divina que ha visto es Cristo, otras veces que es
el Espíritu Santo y otras veces que son las tres personas de la santa Trinidad. Por ejemplo,
en uno de sus Himnos, como hemos visto, cuando llega a conocer la identidad de la luz
divina al final de un largo diálogo que tiene con ella, la luz no es otro más que Cristo mismo
[77]. En otro Himno, sin embargo, donde describe una experiencia semejante a la visión de
Dios, presenta a Cristo intentando revelarle que la luz divina que ha visto es consubstancial
con él, con el Padre y con el Espíritu Santo [78]. Varias veces, pues, en sus obras, Simeón
afirma que la contemplación de la luz divina es contemplación de la santa Trinidad [79]. La
aparente contradicción se explica solo en el marco de la teología trinitaria ortodoxa. Y esto
porque para Simeón luz no es una, sino cada una de las tres Personas de la santa Trinidad.
Como subraya de modo especial en su Himno:

Luz es el Padre, luz es el Hijo, luz es el Espíritu Santo.


¡Considerad esto que digo, hermano, cuidad de no caer!
Los tres son una sola luz, una, no separada
sino unificada en tres personas sin confusión.
Dios en efecto es absolutamente indivisible por naturaleza…
se deja ver todo entero como una luz simple. [80]

Por esto es un error ver en el misticismo de Simeón solo un cristocentrismo [81], cuando él
mismo subraya con particular énfasis que la contemplación de la luz divina no es solo
contemplación de Cristo o del Espíritu Santo, sino de las tres Personas de la santa Trinidad.

Además Simeón, cuando se refiere a la luz divina, la distingue claramente de la luz sensible y
natural. La luz divina no tiene ninguna relación con la luz del día, del sol, de la luna, de las
estrellas y de las lámparas. Ninguna de estas luces tiene las propiedades y la actividad de la
luz divina [82]. Esta luz es inmaterial e invisible a los ojos sensibles y materiales, y es vista
solo por los ojos espirituales del corazón “de modo inmaterial” [83] e “invisible” [84], y
además, sólo cuando estos ojos son iluminados por la luz espiritual e inmaterial [85]. Por lo
demás, sus acciones son incomprensibles e indescriptibles: se dan a conocer sólo a través de
la experiencia personal [86].

148
Concretamente Simeón contempla esta luz como una irradiación de la esencia divina [87],
sin identificarla sin embargo con la esencia divina. Hay algunas expresiones poco precisas
que dan la impresión que en su pensamiento la luz divina no se distingue de la esencia divina
[88]. Esto que sin embargo Simeón quiere subrayar por medio de estas expresiones es la
realidad de la presencia de Dios en la experiencia de la luz divina y nada más [89]. Por lo
demás, en otro punto, él ve la luz que se ha hecho visible por la acción de Cristo [90] o por
la acción y el poder del Espíritu santo [91]. Lo que es importante para nosotros es notar
que, más allá de las imprecisiones de algunas formulaciones, Simeón conoce muy bien la
distinción patrística anterior entre esencia y acción de Dios, como también su significado
gnoseológico [92]. La esencia divina en cuanto increada es perfectamente trascendente e
inaccesible a la naturaleza humana creada. Dios, como subraya sabiamente, en cuanto “supra
sustancial” [93], está más allá y más afuera de la esencia de los seres creados. No obstante
esto, está en todas partes presente y llena todas las cosas, en cuanto obra en toda la creación
y la consolida [94]. Por esto, ya que en su esencia y en su naturaleza permanece
perfectamente desconocido incluso para los ángeles, cualquier cosa que conozcamos de él,
la conocemos a través de sus acciones [95]. Si bien, las manifestaciones de la luz sean para
Simeón manifestaciones de Dios, no obstante la visión de la luz divina no significa visión de
la esencia divina, sino visión y experiencia de las acciones divinas [96].

Por tanto, Simeón no duda en caracterizar la luz divina con definiciones apofáticas que son
atribuidas a Dios mismo y en particular a la esencia divina. La llama increada, invisible, sin
principio, inmaterial, inaccesible, indescriptible, inmutable, inmortal, incircunscribidle,
innominable, indecible,

más allá de todas las creaturas… por naturaleza, por esencia, … por potencia [97]

Mientras pues por un lado insiste en afirmar, como hemos visto arriba, que Dios es luz y
que es visto y conocido como luz, por otro, subraya que la luz divina en cuanto increada
trasciende la luz y el esplendor de los seres creados, contempla a Dios apofáticamente como
“separado … de toda luz” [98]. Su apofatismo, fundado tanto sobre su experiencia personal
como sobre el abismo ontológico que hay entre lo creado y lo increado, es algunas veces
agudo y muy acentuado, y recuerda a menudo no solo al apofatismo de los Capadocios, sino
también al de Dionisio el Aeropagita y al de Máximo el Confesor. Y si por un lado subraya
con fuerza, como se ha visto, la posibilidad de la visión de Dios, por otro, siguiendo de
cerca principalmente a Dionisio el Aeropagita y a Máximo el Confesor, afirma también con
vigor que Dios, en cuanto “aquel que no es”, en relación con la realidad creada es
inaccesible, indecible, invisible, inefable e incomprensible [99]. El lenguaje apofático es para

149
él, como para el resto de la tradición patrística, el medio más adaptado para describir la
experiencia trascendente de la visión de Dios.

Los frutos espirituales de la visión de Dios.

La visión de la luz divina, más allá del estado espiritual que crea en el alma, es decir,
indecible alegría y compunción con abundancias de lágrimas, deseo de Dios, plena libertad y
liberación de los pensamientos materiales, elevación estática a los cielos, inefable exultancia
y deleite espiritual, pero también insoportable dolor provocado por su desaparición –como
hemos visto en las descripciones de la experiencia de la visión de Dios de Simeón- comporta
también otros frutos más en la vida del creyente [100]

En principio, el insoportable dolor que provoca la desaparición de la luz divina crea el


sentimiento de un incontenible deseo y de un loco anhelo de su manifestación. Tal deseo es
descripto por Simeón como un continuo seguimiento de Cristo desaparecido y escondido y
como una loca búsqueda amorosa de su rostro. Así lo describe especialmente en su Himno:

En esto soy herido por su amor,


en la medida en la cual no se deja ver por mí,
mi espíritu se seca,
la profundidad de mi corazón
y mi corazón se inflama y gimen.
Ando y ardo,
buscando aquí y allá
y por ninguna parte encuentro al Amado de mi alma;
repetidamente miro alrededor para ver a mi Amado
y Él, invisible, no se deja en absoluto ver por mí. [101]

Por esto se lamenta y ofrece, hasta que el Cristo escondido no se manifieste de nuevo [102].
Era su ardiente deseo no estar privado jamás de la visión del rostro de Cristo [103]. En otras
palabras, la contemplación de la luz divina para Simeón no es un estado de inmovilidad, sino
un camino dinámico que asciende sin fin. Y esto porque, como explica él mismo, cuanto
más el hombre ve la luz divina, tanto más es purificado y resplandece, con el resultado que
la potencia visual de su alma se dilata y él puede ver siempre más la gloria de Dios y su luz,
que constituye la única fuente de la indecible alegría y exultancia [104].

150
Además de producir el estado espiritual descripto por Simeón arriba, la visión de la luz
divina produce en el hombre la impasibilidad y la santidad [105], lo libera de la maldad y de
varios pensamientos pasionales [106], lo hace firme ante los placeres carnales y hace que no
pueda ser herido por las tentaciones [107], le adorna con la virtud del Espíritu Santo [108],
lo transfigura [109], lo une místicamente a Cristo [110], transforma su mente en “mente de
Cristo”[111], lo constituye finalmente en templo de la Trinidad [112] y lo hace Dios [113].
La divinización, según Simeón, no es concebida solo como presupuesto, sino también como
fruto directo y fundamental de la visión de Dios, y podremos decir que en el pensamiento
de Simeón la divinización y la visión de Dios terminan por identificarse en su esencia [114].

En particular, Simeón describe de modo nítido y expresivo el estado espiritual de la unión


mística con Cristo en la visión de la luz divina, utilizando definiciones e imágenes de la vida
amorosa y caracterizándolo como “unión divina” [115]. Es bastante característica la
descripción que él hace en el Himno 16:

Mientras reflexiono, se descubre a mí mismo


resplandeciente el interior de mi mísero corazón
iluminándome por todos lados con su esplendor inmortal,
iluminando todos mis miembros con sus rayos,
todo ligado a mí, me abraza todo,
se da todo entero a mí, el indigno,
y yo quedo lleno de su amor y de su belleza,
me sacio de gozo y de dulzura divina.
Tomo parte de la luz, tomo parte también de la gloria
y mi rostro resplandece como el de mi Amado,
y todos mis miembros se vuelven luminosos [116].

Pero los frutos espirituales de la visión de Dios no están sólo en relación con la vida
espiritual personal de los creyentes, estos tienen también consecuencias comunitarias o,
mejor dicho, eclesiológicas. Crean un profundo sentido de responsabilidad por las
realidades eclesiales y comunitarias, por lo cual ninguno puede permanecer impasible e
indiferente ante ellas. Este es el discurso profundamente profético de Simeón con respecto a
los hechos eclesiales y comunitarios de su tiempo. Él ejercita una crítica punzante no solo
por las situaciones de algunos monjes o poderes mundanos, sino también por algunos
clérigos y en particular obispos que han olvidado su mandato y ven al sacerdocio como un
poder institucional extraño a la vida espiritual y a la experiencia carismática de la visión de
Dios [117]. Simeón ciertamente no acepta la contraposición dialéctica entre institución y

151
carisma dentro de la Iglesia [118]. En todo caso pone al carisma adelante de la institución,
porque la vida espiritual y carismática que llega a su plenitud en la comunión y en la visión
de Dios es aquella que hace de la Iglesia el cuerpo de Cristo o, como dice en otras palabras,
como un solo hombre en la cual habita y pasea Dios [119].

Las consecuencias eclesiológicas que derivan de la visión de Dios, muestran claramente que
Simeón, con su fuerte acentuación de la visión de Dios, no propone la individualización de
la vida espiritual en detrimento de la vida eclesial-comunitaria y de las costumbres de los
creyentes, como sostiene erróneamente, a mi parecer, S. Ramphos. Según Simeón, no hay
ninguna antítesis entre la experiencia personal de la visión de Dios y la conciencia
eclesiológica de los creyentes que acogen este don de Dios. Por el contrario, como hemos
visto anteriormente, si bien la visión de Dios es experimentada como un evento
absolutamente personal, ella no es concebible para Simeón independientemente de los
sacramentos fundamentales de la Iglesia, como el bautismo, la penitencia entendida como
un segundo bautismo y la divina eucaristía, mediante los cuales los creyentes se vuelven
miembros de la comunidad eclesial y están unidos en un único cuerpo que tiene por cabeza
a Cristo. Como justamente afirma sobre esto N. Loudovikos, según Simeón “la visión de
Dios no es individualismo visionario sino eclesialidad vivida”.

Por lo demás, la experiencia de la visión de Dios es para Simeón un elemento fundamental


para la esencia de la teología y de la espiritualidad ortodoxa y tiene consecuencias directas
sobre la edificación espiritual y sobre la liturgia del cuerpo eclesial. Quien no ha hecho la
experiencia de la visión de Dios y, por este motivo se adhiere inevitablemente a una teología
intelectual y racional, no tiene el derecho de hablar de Dios, independientemente del lugar
que ocupe y del rol que desarrolle en el interior de la Iglesia. Y esto porque, como subraya
Simeón, quien se funda solo sobre la sabiduría humana, no puede comprender y exponer
claramente a los otros la indecible riqueza de los tesoros del conocimiento de Dios que se
encuentran escondidos en la firme y segura arca de la sagrada Escritura. Tal arca no es
abierta por medio de la sabiduría humana […] el arca es abierta solo por medio de la
experiencia personal de la visión de Dios que se obtiene con la presencia y la iluminación
del Espíritu Santo:

Cuando pues Dios habita y pasea dentro de nosotros y se muestra a sí mismo sensiblemente, entonces
contemplamos también conscientemente los divinos misterios escondidos en el cofre, es decir, en la
Escritura. De otro modo -¡nadie se engañe!- es imposible que sea abierto el cofre del conocimiento, es
imposible gozar de los bienes que encierra o llegar a participar de ellos y contemplarlos… Los
bienes sellados y encerrados, que no pueden ser vistos ni conocidos por todos los otros hombres, son

152
abiertos sólo por el Espíritu Santo y, así revelados, pueden ser vistos y conocidos. ¿Cómo pues tendrán la
posibilidad de saber, conocer, comprender esto los que afirman que jamás han conocido la presencia del
Espíritu Santo, su irradiación, su iluminación y su inhabitación en ellos? [120]

Cuantos hacen teología explicando la sagrada Escritura sin tener la experiencia de la


iluminación divina y de la gracia del Espíritu Santo y así se constituyen a sí mismos
apóstoles, padres y maestros, según Simeón, buscan su propia gloria y son descarados [121].
Y esto vale no solo para cuantos hacen teología fundándose sobre la experiencia “desde
afuera” o sobre sus propias fuerzas, sino también para cuantos meditan sobre los padres por
intereses propios. Vale decir, no para sacar un provecho espiritual, sino, como refiere con
dolor del alma el mismo Simeón, “para ser admirados por aquellos que le escuchan en los banquetes
o en las reuniones y para atraer sobre sí la fama de teólogos” [122], hecho, este, que vivimos a
menudo en nuestras reuniones teológicas. Tal teología que es “fruto de conjeturas” y “de
juego de variados y distintos pensamientos” [123] se reduce en último caso a un simple
debate literario que ofrece esencialmente una pseudociencia [124]. Verdaderamente no
puede hacerse teología, según Simeón, sin la experiencia interior mística de la visión de
Dios [125].

Conclusión

Después de cuánto hemos dicho arriba, creemos que está claro que la experiencia de la
visión de Dios, como es experimentada en la contemplación de la luz divina, constituye para
Simeón el más alto criterio y la piedra fundante de la teología y de la espiritualidad
ortodoxa. Sin la visión de Dios, no hay para él ni teología ortodoxa ni verdadera vida
espiritual, y por consecuencia la Iglesia no podría vivir ni cumplir su misión. Y esto porque
la teología ortodoxa y su espiritualidad, para él como para toda la espiritualidad patrística,
no tienen un carácter racional e intelectual, sino que es por excelencia experiencial y
existencial. Están fundadas sobre la experiencia personal de la visión de Dios en el ámbito
del cuerpo eclesial. Se trata de una experiencia trascendente y extática que, como hemos
visto, está orgánicamente ligada con los más importantes sacramentos de la Iglesia, los
sacramentos del bautismo, de la penitencia y de la eucaristía, y no es vista sino como fruto
de una purificación, iluminación y comunión mística con Cristo, en la luz del Espíritu
Santo. En medio de esta luz, se manifiesta Cristo como luz. Les revela a ellos, creyentes, a
su Padre celestial, haciéndolos participar y comunicar la gloria de la divinidad, y por gracia,
además, los hace dioses. En otras palabras, según el desarrollo de su enseñanza relativa a la
visión de Dios, no es simplemente cristocéntrica, sino al mismo tiempo también
pneumatocéntrica y triadocéntrica.

153
Es en cualquier caso significativo que, si bien Simeón subraya con particular énfasis la
necesidad de la visión de Dios para la vida mística y espiritual del creyente y también para la
existencia espiritual y la vida de la Iglesia, no obstante esto, lo que para él tiene el más alto
significado es la comunión mística y la unión con Dios, es decir, la divinización que es
realizada y experimentada en la visión de Dios. En otras palabras, la visión de Dios no es
concebida separadamente de la comunión mística y de la divinización. Este es el motivo por
el cual visión de Dios y divinización, como hemos visto, están estrecha y funcionalmente
ligadas y, en el pensamiento de Simeón, esencialmente se identifican.

Justamente es esta relación inseparable y funcional entre la visión de Dios como


contemplación de la luz divina y divinización, lo que constituye el elemento fundamental de
la enseñanza de Simeón sobre la visión de Dios. Y junto a otros elementos parciales que
componen su enseñanza éste será argumento, que luego será perfeccionado y desarrollado
tres siglos más tarde por Gregorio Pálamas, el cual admiró a tal punto la vida y la enseñanza
de Simeón que llama a sus obras “escritos de vida” [126]. Bajo este punto de vista, la
contribución de la enseñanza de Simeón al desarrollo de la teología de Gregorio de Pálamas,
y, en general, a la teología hesicasta, fue grande. Este podría constituir el objeto de una
futura investigación y el argumento de una intervención para otro convenio teológico.

Catequesis 54. Sobre el ayuno y el despojamiento de las pasiones


Teodoro Estudita
Para el miércoles de la primera semana de los ayunos

Hermanos y padres, el tiempo de Cuaresma, si se lo compara con el resto del año, es


semejante a un puerto no golpeado por las olas, donde todos los hombres que se recogen
allí encuentran la calma espiritual. En efecto, el tiempo que tenemos ante nosotros es
saludable no sólo para los monjes, sino también para los laicos, para los pequeños como para
los grandes, para los gobernantes como para los gobernados, para los reyes como para los
sacerdotes, para toda clase y para toda edad. En efecto, más que en otros períodos, en la
ciudad y en los pueblos disminuyen los ruidos y la confusión. Así se elevan salmos, himnos
de alabanza, oraciones y súplicas: a través de ellas nuestro buen Dios tiene piedad, dándonos
la paz a nuestros espíritus y perdonando nuestros pecados, si verdaderamente con un
corazón sincero, con temor y temblor, caemos a sus pies y lloramos ante él, prometiendo
un comportamiento mejor para el futuro. Y los responsables de la iglesia [1] dirigen
predicas apropiadas a los que viven en el mundo: como en efecto quien corre en el estadio

154
tiene necesidad de las aclamaciones de los concurrentes, de igual modo quien ayuna tiene
necesidad del estímulo de los maestros. Yo, en cambio, por el momento he sido constituido
vuestra cabeza, reverendísimos hermanos, es a vosotros a quienes les hablo, siendo breve.

El ayuno, pues, es una renovación del alma. Dice en efecto el Apóstol: aunque nuestro hombre
exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día (2 Cor 4, 16). Si se
renueva, es claro que llega también a resplandecer de la belleza originaria [2] y, en su
esplendor, atrae sobre sí el amor de Aquel que ha dicho: “yo y mi Padre vendremos a él y
haremos morada en él” (cf Juan 14, 23). Si por tanto el ayuno comporta una gracia tan grande,
al punto que puede hacernos morada de Dios (cf. Ef 2, 22), debemos acogerlo, hermanos,
con gran alegría, sin irritarnos por la frugalidad del alimento, sabiendo que el Señor acoge a
miles de personas en el desierto con pan y agua, teniendo la posibilidad de alimentarlas de
un modo suntuoso (cf. Mt 14, 13-21 y par). Tanto más que también la falta de hábito en
esta práctica, se compensa por el celo, no nos procurará más dolor. El ayuno sin embargo
no está limitado sólo a los alimentos, sino que comprende también la abstención de todo
tipo de pecado, como han prescripto nuestros santos padres [3]. Abstengámonos, por tanto,
les ruego, de la acedia, de la negligencia, de la pereza, de la envidia, de la rivalidad, de la
maldad, del autocomplacimiento, de la independencia de la vida [4], sobretodo
absteniéndonos de todo deseo funesto, ¡porque aquella serpiente multiforme nos asalta
también mientras ayunamos! Escuchemos a aquel que nos dice: “¡Era bello a la vista y bueno
para comer el fruto que me ha hecho morir!”[5] ¡Y fijaos que dice bello “para ver” y no “por
naturaleza! Como cuando, en efecto, tomamos una granada cubierta de una bella cáscara
roja, pero descubrimos que está podrida, del mismo modo el placer, que finge indecible
dulzura, una vez alcanzado es descubierto más amargo que la hiel, y consume al alma que la
ha hecho prisionera más que una espada afilada de ambos lados. Es esto lo que le paso a
Adán, nuestro progenitor, cuando fue seducido por la serpiente: en efecto, después de
haber tomado el alimento prohibido, encontró la muerte en vez de la vida (cf. Gen 3, 19).
Lo mismo le pasa también a todos aquellos que, desde entonces hasta ahora, han sido
engañados por la serpiente de modo semejante. Así como, el mismo [Satanás], siendo
tiniebla, se disfraza de ángel de la luz (2 Cor 11, 14), así hace aparecer a lo que es malo,
bueno; a lo que es amargo, dulce; lo que es tenebroso, luminoso; a lo que es indecente,
decoroso; a lo que es mortífero, portador de vida. ¡Y con este sistema, aquel que es infame
no cesa de engañar al mundo en toda ocasión! Pero al menos nosotros, hermanos, no nos
dejemos engañar por sus múltiples astucias, para que no nos suceda como a los pájaros que,
acercándose ávidamente al alimento puesto a la vista, caen en la trampa del cazador. ¡Así,
reconozcamos el mal en su desnudes, y huyamos rápidamente de él! Mostrémonos también
bien dispuestos para la salmodia en el momento oportuno, llenos de celo por los cantos y

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los himnos, atentos a la lectura, haciendo genuflexiones en la medida establecida para cada
hora; trabajando con nuestras manos (1 Cor 4, 12), ya que trabajar es bueno y quien no trabaja
no es juzgado digno ni siquiera de comer (cf. 2 Ts 3, 10); llevando los unos el peso de los otros
(Gal 6,2), ya que algunos son débiles y otros fuertes; siendo moderados en el comer, en el
beber y en todas las otras necesidades de la vida, a fin de no competir en las acciones
perversas sino en el bien (cf. Gal 4, 18); en todo benévolos los unos hacia los otros,
misericordiosos (Ef 4, 32), mansos, complacientes, llenos de misericordia y de buenos
frutos (cf. Jueces 4, 17), y la paz de Dios que sobrepasa toda inteligencia, custodiará vuestro
corazones y vuestros pensamientos (Fil 4, 7). Pueden ser dignos ya ahora, con un
comportamiento irreprensible, de anticipar el día establecido para vuestra resurrección, y
luego, en el día futuro, en la resurrección de los muertos, obtener el reino de los cielos en
Cristo Jesús, nuestro Señor, al cual pertenecen la gloria y el poder, con el Padre y el
Espíritu Santo, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

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