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Cuentos nuevos

Giras y giras con la eterna melodía


llenaste mi vida de magia y poesía
columpiando en mi corazón de niña
sueños de amor sueños de alegría.

De: Zarita y otros.

La cajita de música

Sabía que iba a morir. Todos lo sabíamos, pero él, Don Aristóbulo
Contrera de la Serna y Nievas, nacido en una estancia de Buenos
Aires, hijo y nieto de terratenientes y descendientes de
conquistadores, lo sabía porque su médico y amigo se lo confirmó.

—Te lo digo de una, no pasás de marzo.

Lo escuchó impávido, con aparente serenidad. Con su vista dirigida


a su interlocutor, pero mirando más allá, solo dijo: —Si, lo sé.

Seis meses no era mucho para resolver unos cuantos asuntos


pendientes. Él, incluso creía que no llegaría al límite pronosticado. Se
sentía realmente mal, no por los dolores que lo aquejaban, sino por la
certeza que le brindaban los anuncios de la cada vez más decadente
presencia de su cuerpo.

*****

Isidoro, esperaba ansioso su muerte. Con sus casi 65 años, sabía


que poco gozaría de la fortuna a heredar en tanto los años siguieran
sucediéndose y el viejo tan solo agonizara.

Azucena de la Cruz, vivía al margen de la familia y de la realidad. El


suicidio de un novio de juventud la alteró para siempre. Solo pintaba
cuadros tomando imágenes de religiosos de los libros que le
obsequiaron cuando niña; no hablaba y se trasladaba en los amplios
salones y habitaciones del casco de la estancia como una sombra,
como un proyecto que no fue. En el mundillo de las reuniones
sociales se la ignoraba e incluso la mayoría suponía que había
fallecido.
Disfrutaba de la música de ensueño de una cajita de música que le
regalara su madre cuando niña. Una muñequita bailarina vestida con
pollerín de gasa semitransparente, medias blancas y zapatillas de
medio punto que la asemejaban a las famosas bailarinas rusas de
ballet de la época; giraba y giraba al son de “Para Elisa” de
Beethoven. Se repetía una y otra vez, todos los días y parecía
apaciguar el alma atormentada de Azucena, que bailaba al compás de
la bella pero metálica melodía y terminaba por aburrir hasta el
cansancio a los demás habitantes de la estancia.

Maricármen de la Buenaventura, la menor de los hermanos, con


espíritu independiente y rebelde, desde muy temprana edad se había
ido de su casa y su familia la ignoraba. Por los últimos contactos, la
suponían en Bélgica o Suiza, pero de eso hacía ya dos años. Solo su
amigo, Rafael, un trotamundos de sus pagos, tenía contacto con ella
y cada tanto intercambiaban mensajes electrónicos o se encontraban
en los más impensables lugares del mundo; la última vez fue en
Casablanca donde suponían encontrar el “Rick’s Café” de la famosa
película, pero descubrieron que estaban en el lugar equivocado, pues
las escenas se habían filmado enteramente en Hollywood.

*****

—Lo sé —se repitió y regresó a la estancia.

Pensó en su esposa muerta hacía décadas, en sus hijos criados sin


control y contención, en su falta de descendencia y su enorme
riqueza sin destino.

—¡Carajo! Una hija demente y dos tarados.

Era multimillonario sin proponérselo. De sus miles de hectáreas en


la zona más rica de la pampa húmeda, salían a diario cientos de
toneladas de soja, trigo, maíz, además de novillos, ovejas, caballos
de raza y los más diversos productos que en cada época era oportuno
producir.

Sin esfuerzo, fue adueñándose de las tierras de la zona y en el


pueblo era el accionista principal de dos bancos europeos, titular de
la flota de camiones más importante de la región, del puerto
granelero que más trabajaba en el país, de los gigantescos silos para
depósito de las cosechas y de valores en la Bolsa de las principales
empresas, incluso del exterior.
—La plata, trae la plata —decía. Pero en realidad poco le
importaba.

Vivía recluido en la estancia y su alejamiento de los ambientes


sociales de su clase, lo presentaban ante éstos como un ser
individualista y soberbio. Fue tornándose así, en un personaje
repudiado no solo por sus empleados directos y capataces a los que
ignoraba sino además por sus iguales, quiénes no obstante, le
distinguían cada año y desde hacía quince, con la presidencia
honorífica de la Sociedad Rural de la zona.

Su administrador, al que consideraba como su verdadero hijo,


criado por él desde muy joven, operaba todos sus negocios. Ante la
indiferencia de sus herederos y su desinterés en aumento, en los
últimos años ni siquiera le importaban los resultados económicos y
financieros de sus variadas actividades.

Cada tanto se enteraba por “La Nación”, que algún toro de su


plantel había sido gran campeón en la Rural o que alguna tropilla de
caballos de pura sangre era exportada a algún reino del mundo
árabe.

Sus 97 años lo hacían más intolerante, más vacilante y sumamente


arbitrario en sus decisiones, las mayorías de las cuales no eran
aceptadas ni cumplidas por nadie. Muy pocas cosas le interesaban,
entre ellas, los cuadros con las imágenes de sus antepasados ante los
que se detenía muchas horas admirándolos sin recordar quienes eran.
El poco amor que podía ser capaz de generar, lo depositaba en sus
cinco perros que siempre dormitaban en su derredor; también se
entretenía releyendo libros que no terminaba pues no recordaba cuál
debía retomar o en que página había abandonado la lectura.

—¡Qué carajos! —decía y arrojaba el libro en cuestión en una


canasta desde donde volvían a la vieja biblioteca gracias a la
paciencia de doña Otiliana, la vieja encargada de la limpieza y el
orden.

El tumor en su cerebro, presionaba de manera persistente, a veces


la zona de la visión y otras, la de la memoria. Veía menos y su
desorientación se acentuaba cuando revisando cuadros y fotos
confirmaba que no podía identificar los retratados.

En los momentos de lucidez asumía una posición autocrítica muy


severa para consigo mismo.
—¿Para qué mierda tengo todo lo que tengo?

Encontró cierta justificación al pensar que toda su riqueza, era su


aporte a la República, aunque consideraba que ahora era dilapidada
por los políticos corruptos y populistas en el gobierno.

—Tres hijos de porquería y sin nietos a la vista. ¡A la puta con el


apellido!

Imaginaba a su hija encerrada en un psiquiátrico, a su hijo viviendo


de rentas en París y a su otra hija sin interés alguno por su fortuna,
quizás conquistada por algún comunista en algún lugar del mundo.

Soñaba con una argentina imposible, donde ellos, los ilustres


descendientes de ilustres antepasados, vivieran disfrutando de las
riquezas de sus campos sin los avatares que debieron sufrir por
dictadores como Yrigoyen y Perón. A veces, al salir del sopor y la
semi inconciencia que su enfermedad le producía, confundía su
ascendencia española con la británica a la que admiraba.

Caminaba poco y apoyado en el bastón que un antepasado suyo


recibiera de Rivadavia cuando presidente y en gratitud por negocios
compartidos por entonces. Era firme y distinguido, de madera noble
con empuñadura y puntera de marfil.

Se arrimó hasta la monumental estufa del salón principal, notó que


su vista se nublaba y su estabilidad era menor. Logró con esfuerzo
apoyar su cuerpo en el bastón y estirar su mano libre hasta alcanzar
el madero que hacía de repisa donde se encontraban recuerdos de
diferentes épocas.

Con el movimiento involuntario de su brazo arrojó al piso varios


elementos, entre ellos fotografías, trofeos de la Sociedad Rural, tallas
de maderas, una de un gaucho y otra con la figura del Generalísimo
Franco con dedicatoria a su persona.

Recogió como pudo algunos de ellos y le llamó la atención una


fotografía de una mujer, posando en un rosedal en un parque de
Resistencia, sentada en el suelo con él a un distinguido caballero.

—¡Carajo! ¡Quiénes son? —se dijo. Eran su esposa y él mismo.

Se dejó caer en el sillón de cuero, sacudió los vidrios que aún


quedaban adheridos al marco y recostándose sobre el alto respaldar,
centró largo rato su visión sobre la fotografía tratando de recordar,
pero no pudo.

Meses después, él mismo notó que su enfermedad había


desmejorado su visión, aunque no tanto como su memoria; sin
embargo gozaba momentos de plena lucidez.

Aquel domingo, ya anochecía, cuando decidió agregar un par de


troncos al hogar. La temperatura había descendido y él notaba el frío
en sus huesos. Se encaminó no sin dificultad hacia la estufa y al
apoyar el bastón para sostenerse, su puntera de marfil, muy lujosa
pero nada funcional, patinó sobre el piso de cerámica italiana y él se
desplomó contra el suelo.

No sintió gran dolor por el golpe y al caer lo hizo enteramente de


espaldas.

—¡ Otiliana! ¡Otiliana! —gritó y luego recordó que ese día ella no


trabajaba.

Intentó reincorporarse pero no pudo. Comenzó a sentir el frío del


piso e intentó reflexionar en cómo proceder. Al menos, ese día estaba
lúcido y podría esbozar un plan para liberarse de la cárcel de su
cuerpo inútil.

La canción que tantas veces le incomodó, la escuchó una vez más y


todo le indicaba que Azucena de la Cruz, con su eterna cajita de
música y su baile se acercaba a la sala.

—¡Azucena! ¡Azucena! —gritó. Su propia voz le resonó apagada,


ronca, titubeante.

Escuchó en silencio y percibió que el sonido de la música tantas


veces escuchada se hacía más y más potente.

Azucena, imitando la bailarina de la cajita de música, se acercó a


su padre y haciendo una gran inclinación de su cuerpo, aproximó su
rostro hasta casi tocar el de él.

—¡Ayúdame Azucena! ¡Hija! —le pidió.

—¿Quién sos? —le respondió y continuó su baile eterno.

Luis Alberto (Beto) Bosco


Paraná, 15 de febrero de 2015

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