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RELACIÓN DE PATRÓN-CLIENTE
En la iglesia colonial el cura doctrinero asumía el rol de patrón frente a sus feligreses
indígenas, hasta inclusive en el acto de repartir bienes entre ellos con el fin de aumentar
sus ingresos. Pero también la Misa, los sacramentos y los ritos menores (bendiciones y
responsos) se (p. 36) convertían en «mercancía» para vender: el cura exigía estipendios
y derechos por sus servicios como si fueran transacciones comerciales. Por eso el cura
de la Sierra que pedía sumas exorbitantes para la fiesta anual en los pueblos mantenía
una relación de patrón frente a los comuneros o campesinos, los cuales se convertían en
«clientes». En algunas parroquias y doctrinas, el párroco trataba autoritariamente a sus
feligreses como si fueran suplicantes que pedían un favor ante un burócrata civil. (p. 37)
[…] la segunda parte del siglo XIX y la mayor parte del presente, se parece en algo al
siglo XVI, que fue sobre todo la época dorada de las grandes órdenes misioneras. En ese
siglo los Franciscanos, Dominicos, Agustinos, Mercedarios y Jesuitas evangelizaron a
los nuevos indios y esclavos negros y cimentaron las bases de la Iglesia en el Nuevo
Mundo. Tal vez la distinción entre clero religioso y clero secular, o diocesano, resulte
académica y de poca importancia. Sin embargo, tiene consecuencias muy reales y
prácticas para la Iglesia. En general, por ejemplo, el clero secular se ocupa de la
administración de parroquias en pueblos ya bautizados y organizados en diócesis. Los
obispos generalmente son elegidos de entre este clero. En cambio, el clero religioso, que
hace los tres votos y que vive algún tipo de vida comunitaria, se dedica a tareas
especiales, tales como la enseñanza, la asistencia social o la labor misionera entre no
creyentes o en lugares apartados. En el siglo XVI el clero religioso predominaba porque
el Perú fue, obviamente, tierra de misiones. Las órdenes contaban en su favor ciertas
ventajas de las que no gozaba el clero secular: la organización de la vida de sus
miembros a distintas partes con relativa facilidad; la capacidad, característica de una
institución grande, para acumular bienes y utilizarlos racional y eficazmente para ciertos
fines de alta prioridad; y, las mayores posibilidades que brindaban a sus miembros para
su formación y especialización.
Pero, sobre todo, los religiosos del siglo XVI poseían una mística que les inspiraba a
arriesgar la vida y emprender obras originales y audaces, tales como las reducciones de
los Jesuitas en Juli o en Paraguay. También, por cierto, hubo sacerdotes del clero
secular que manifestaron (p. 154) un gran espíritu misionero, tales como Toribio
Rodriguez de Mogrovejo o «Tato» Vasco de Quiroga en Nueva España. En general, sin
embargo, el clero secular se distinguía, más bien por su vocación de ser pastores en las
partes más civilizadas, donde residían los españoles y criollos. Con el tiempo, surgieron
tensiones entre ambos cleros, justamente en torno a sus respectivas jurisdicciones y
privilegios. Un motivo clave de éstas tensiones fue e concepto que tenía cada uno
acercad e la manera de evangelizar y civilizar a los indios. Los religiosos en general se
inclinaban a evangelizar sin imponer la cultura hispánica. El clero secular, por el
contrario, tendía a identificar evangelización con hispanización. El poder político,
naturalmente, veía con más simpatía la postura de los seculares. Para resolver estos
conflictos hacia fines del siglo XVI la Corona adoptó una política de desplazar a los
religiosos hacia las partes más rurales, dejando las ciudades y las doctrinas más cercanas
en manos del clero secular. No obstante, los religiosos conservaban sus grandes
conventos y templos en el centro de las ciudades. (p. 155)