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Rubidge Sarah, “Reconstruction and its problems” en Dance Theatre Journal, vol.

12,
núm. 1, verano de 1995.

La reconstrucción y sus problemas


Traducción: Cecilia Vilchis

En el artículo “Revival and Reconstruction” (“Reestreno y reconstrucción”) (Vol. 11, No. 3,


Otoño 1994), Roger Copeland se pregunta por qué los coreógrafos son renuentes a concebir
de nuevo a los clásicos, haciendo la observación de que sus colegas de teatro y ópera no
tienen ningún reparo en deconstuir óperas u obras teatrales existentes. Él cita excepciones
como Mark Morris, cuyo Hardnut fue una adaptación del Cascanueces tradicional, y las
Giselles revisionistas de Mats Ek y el Dance Theatre of Harlem. También podríamos incluir a
Matthew Bourne y su Adventures of Motion Pictures, quien recientemente produjo versiones
de El Cascanueces y La Sílfide (Highland Fling), y quien actualmente está planeando El lago
de los cisnes únicamente con bailarines hombres.

Sin embargo, cabe señalar que estas revisiones solo suceden en el contexto del ballet
clásico. Estas libertades no serían permitidas en la danza moderna. Cualquiera que
considere volver a montar una obra de coreógrafos como Martha Graham o Doris Humphrey
estaría constreñido por estipulaciones artísticas establecidas por fideicomisos, fundaciones
y/o individuos encargados de custodiar la obra.

En este artículo quiero cuestionar por qué no se considera aceptable reestrenar una obra de
danza moderna en alguna otra forma que no sea aquella de la primera producción. ¿Hay
algo intrínseco a la danza moderna (y al ballet moderno) que incide negativamente en las re-
lecturas de las obras de danza del canon contemporáneo? ¿Qué es especial sobre las obras
de danza ‘moderna’ creadas en el siglo XX que las hace sacrosantas? ¿Es simplemente que
son parte de la memoria viva, o es que las razones para conservar la configuración y forma
de la producción original son más profundas?

Debido a que tales obras son todavía relativamente ‘jóvenes’ podría argumentarse que no
tenemos la distancia cultural y/o artística suficiente para permitir lecturas desde nuevas
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perspectivas. (Este mismo argumento podría aplicarse igualmente a obras contemporáneas
de teatro y música). No obstante, podrían haber motivos más profundos para garantizar que
los reestrenos de las obras de danza moderna emulen la producción original. De haberlos,
residen en opiniones aceptadas sobre la identidad de las obras de danza, en las intenciones
percibidas del reestreno, y en el carácter del proyecto artístico que sostiene la creación de
una obra de danza moderna.

¿Por qué se considera importante montar de nuevo obras de danza de los inicios de la
historia de danza moderna? Hay dos respuestas bastante distintas a esta pregunta. Una es
que, como Copeland ha señalado, estas obras son parte de nuestra historia artística. Estas
obras y sus coreógrafos influyeron en muchas generaciones de coreógrafos, historiadores y
bailarines, y pueden seguir haciéndolo. Es importante para los artistas tener acceso a la
historia de su arte de modo que puedan aprender de él y/o tener una historia para reaccionar
en contra. Los artistas visuales y el compositor reconocen la importancia de sus reflexiones
sobre las tradiciones musicales pasadas en el desarrollo de su propio trabajo, de hecho los
utilizan como materiales para su propia obra, para desarrollar nuevas ideas y perspectivas de
composición. El acceso a indicios más sustanciales de obras de danza del pasado podría ser
del mismo modo de valor considerable para los coreógrafos.

Sin embargo, hay otra respuesta a la pregunta: que las obras son artísticamente valiosas por
sí mismas y debieran estar disponibles al público contemporáneo por su valor intrínseco, y no
sólo por su valor histórico. Las obras aquí están recreadas no como documentos históricos,
aunque también podrían servir para ese propósito, sino como obras de arte vivas, sujetas a
la interacción interpretativa entre el director de danza y la obra.

El propósito del reestreno o la reconstrucción afecta el acercamiento que se tenga al


representarlo. La ‘autenticidad’ y la ‘exactitud’ en todo, desde el vestuario hasta el estilo de
movimiento, son de suma importancia para las reconstrucciones creadas como material de
archivo para las nuevas generaciones (aunque yo creo que Humphrey Trust permite ciertas
libertades con el vestuario). Desde luego que es imposible reconstruir las obras con
exactitud, ya que el entrenamiento dancístico ha evolucionado, y los cuerpos y espíritu de los
bailarines son diferentes a aquellos de sus predecesores. El reconstructor sólo puede aspirar
a una aproximación cercana al estilo de movimiento original.
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Los reconstructores obtienen mucha ayuda cuando pueden contactar a los miembros del
elenco original. No obstante, esto no garantiza la exactitud debido a que hasta el elenco
original no puede más que imbuir el estilo de movimiento de un coreógrafo con elementos
propios. También están sujetos a lapsus de memoria, tanto de sus propios papeles como de
los de los demás miembros del elenco. (En 1998 recuerdo haber escuchado comentarios
durante los ensayos del Ballet Rambert de Dark Elegies de Anthony Tudor acerca de que
algunos de los ejecutantes del elenco original, quienes habían sido traídos para asegurar la
autenticidad del reestreno, no estaban de acuerdo con ciertos detalles. Cada uno tenía su
propia interpretación de lo que Tudor había querido y de cómo se había conseguido en la
representación).

Si el coreógrafo está vivo cuando se emprende una reconstrucción histórica, o se filma una
obra, el proceso es más fácil. Humphrey era responsable de las reconstrucciones de muchas
de sus primeras piezas. Graham supervisó los reestrenos de sus primeras obras. Las
versiones que nos dejaron, ya sea en película o a través de la notación, tienen la autoridad
del coreógrafo estampada como un sello. Aun así, nunca podemos estar seguros de que los
detalles estilísticos de la reconstrucción ‘auténtica’ de las obras, digamos, de 1930 y 1940,
son los mismos que los del original. Tampoco podemos recuperar los elementos
evanescentes de las actuaciones originales.

Esto no debería restar mérito al intento de ofrecer a los seguidores contemporáneos de la


danza teatro una representación de las piezas que componen la historia de su arte. Aunque
los nuevos espectadores tendrán conocimiento y experiencia que no estaba disponible para
los públicos de las producciones originales, y las percepciones diferirán considerablemente,
el acceso al original es importante.

Si deseamos preservar las obras de danza para las nuevas generaciones, hemos de tomar el
proyecto de archivo en serio. Las obras que fueron creadas antes de que existiera la
posibilidad de la grabación en video, deberían ser investigadas y reconstruidas por el mejor
medio posible. (He de añadir que tal proyecto de archivo es tan importante para el canon de
danza posmoderna cono lo es para el trabajo de los bailarines de danza moderna de
mediados de nuestro siglo).
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Dicho esto, debemos ser cautelosos de no afrontar este importante proyecto de
documentación con la creencia de que la representación histórica y de archivo es
necesariamente la ‘obra’ en sí. Si la danza teatro como una forma de arte ha de sobrevivir,
en forma paralela al proyecto archivístico debe haber un proyecto para representar las obras
del pasado de tal forma que resulten relevantes para el presente. Una vez que tenemos
algún tipo de registro de una obra, sea la filmación de una representación reconstruida o un
registro de notación (cuando sea apropiado), entonces podremos decir que se han
preservado rastros de la historia. Podría ser que algunas obras se resistan a tales relecturas.
En un extremo, obras rigurosamente formalistas, en virtud de su énfasis en pautas abstractas
más que en matices de emoción o comportamiento, podrían resistirse a la adaptación. En el
otro extremo, muchas obras posmodernas evaden relecturas de dirección en virtud de la falta
de un centro semiótico y de las ambigüedades integradas en texto performativo. No obstante,
otras obras pueden fáclmente dar pie a nuevas lecturas que pueden complementar la
interpretación del autor original.

Hay dos modos de hacer que las obras de danza del pasado sean relevantes para públicos
futuros. La primera no es controvertida: los directores de danza pueden tomar el bosquejo de
la producción original y explorar las posibilidades de desarrollar matices en la expresión.
Tales acercamientos permanecen dentro de los límites expresivos delimitados por la
producción original y/o autorizada.

Sin embargo, me gustaría sugerir que a finales del siglo XX existe otra ruta más polémica
para los directores de danza. Las obras que presentan una narrativa, con un argumento y
una interacción entre caracteres distinguibles, son candidatas para la reinterpretación, para
nuevas percepciones de las ‘tesis’ de la obra. Muchas obras a partir de 1940–-por ejemplo
Clytemnestra y Appalachian Spring de Graham, Lilac Garden and Dark Elegies de Tudor, La
pavana del moro de José Limón—se prestarían a tal acercamiento. Ya que han sido filmadas
y/o cuentan con notación, y existen en sus formas autorizadas para la posteridad. Un director
de danza podría tomar cualquiera de estas obras, o algunas similares, y re-presentarlas
alterando el equilibrio de los personajes de tal forma que arrojan una luz diferente sobre
facetas antes oscurecidas por el movimiento y el diseño del ‘texto’. El director no volvería a
coreografiar el material de movimiento—esto constituiría una revisión de la obra—, los
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elementos espaciales permanecerían sustancialmente iguales. Sin embargo, el contenido
dinámico, y por lo tanto el carácter expresivo de la obra, podría cambiarse
considerablemente y, por lo tanto, podría crear un timbre emocional completamente
diferente. La emoción obligada de los dolientes de Dark Elegies, o los caracteres de Lilac
Garden, posiblemente pueden ser sustituidos por un ‘color’ emocional diferente, permitiendo
presentar una nueva dimensión de estas hermosas obras al público. De modo parecido, la
visión de un diseñador contemporáneo, con diferente vestuario y una escenografía diferente
darían una nueva resonancia a cualquier número de obras de danza moderna tratadas de
esta forma.

Sé que al hacer tal sugerencia provocaré la ira de los defensores del canon de cada
coreógrafo. Estoy dispuesta a arriesgarme, ya que creo que ese sobre-respeto por la obra
original y por la interpretación del director, al final la anquilosaría en vez de mantenerla viva.
Debajo de la superficie del ‘texto’ de movimiento y la visión del diseño original de muchas
obras de danza se encuentra una cantidad de sutiles, a veces no tan sutiles, versiones
distintas a la narrativa fundamental. Estas versiones podrían ofrecer diferentes
interpretaciones de las emociones de los actores que experimentan la historia, distintas
lecturas de las respuestas humanas a una misma situación, así como la nueva producción de
una obra nos ofrecería una visión novedosa del comportamiento humano gracias a cambios
sutiles en la caracterización o a un re-emplazamiento de la obra en una época diferente. No
estoy recomendando necesariamente reestrenos coreográficos de estas obras, de hecho me
parece difícil imaginar versiones nuevas de obras de danza moderna. Más bien estoy
recomendando mirar las obras de nuevo y ofrecer nuevas interpretaciones de las emociones
y los sentimientos que estas obras examinan.

Se alegará que tales reinterpretaciones estarán tan distanciadas de la visión coreográfica


original, que estas serán obras diferentes. Desde luego que serán distintas, pero ¿serán
obras diferentes o solamente diferentes lecturas de la misma obra? Las diferentes
producciones de Shakespeare, ya sea a través de lecturas freudianas, feministas u otras, no
son obras nuevas, sino diferentes producciones de la misma obra. Lo mismo podría aplicarse
a la danza.

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Supongamos, sin embargo, que mi postura es errónea, que la reinterpretación de una obra
de danza, utilizando el mismo ‘texto’ de movimiento, es de hecho una obra diferente ya que
la identidad de la misma está basada en la producción original. ¿En qué se puede basar uno
para defender que la obra tal como la escribió el coreógrafo es necesariamente la obra? Esto
da primacía a las intenciones expresivas del autor sobre las intenciones del director de danza
o incluso, del espectador. Es irónico que en un tiempo en el que al espectador se le concede
un papel activo en la creación del texto, y se reduce la importancia del papel del autor, la
danza esté sujeta a obligaciones impuestas por el dominio y control del autor – que se
perpetúan por los fideicomisos y fundaciones establecidos para proteger la obra después de
la muerte de un coreógrafo.

Una postura tan rigurosa apunta hacia el peligro de que una obra se ‘congele’ al fallecer su
coreógrafo. Se convierte en el equivalente a un ‘objeto’ que se caracteriza por una serie de
rasgos particulares, y que se vuelve un ‘objeto’ diferente si se cambian esos rasgos. Que el
legado del coreógrafo se convierta en ley (tanto metafórica como literalmente) en relación a
la identidad de la obra es única en las artes escénicas: sólo en la danza el coreógrafo tiene el
poder de veto sobre todas las producciones de su trabajo, incluso después de su muerte.

Pero, ¿por qué sucede esto? La pieza se considera autográfica, una expresión directa de las
intensiones artísticas y expresivas del coreógrafo. Cualquier otra visión no reflejaría la
intención del artista y, por lo tanto, constituiría otra obra. Las nuevas lecturas de la obra
serían tan difíciles de imaginar como una nueva lectura de un paisaje de Turner. El hecho
que el coreógrafo no tenga un texto escrito o un guión, que sea entregado después a un
intérprete para que lo desarrolle en una representación, contribuye a fortalecer esta postura.
Propongo, sin embargo, que esta postura se abra a debate.

La primacía de la intención artística está de acuerdo con los principios artísticos que guiaron
el proceso creativo de artistas como Tudor, Graham y Humphrey ( y de hecho de muchos
otros coreógrafos, anteriores y actuales). El suyo era un arte de la expresión personal. El
vocabulario de movimiento era cuidadosamente moldeado y perfeccionado para expresar las
ideas que guiaron al artista en su creación y era caracterizado no solo por su vocabulario del

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espacio sino también por su motivación kinestésica.1 Encapsulada en la teoría del arte como
expresión está la noción de una intención artística específica relacionada inextricablemente
con la obra, y esto dominó el pensamiento entre los artistas de la danza moderna de 1930,
1940 y 1950. Por lo tanto, no es sorprendente que estos artistas, y sus herederos,
mantengan la postura de que la producción original de la obra de danza es la única versión
auténtica. Esto estaría de acuerdo con las preferencias de los mismos artistas y con la carga
afectiva que volcaron en sus obras.

No obstante, en los últimos años, ese entendimiento sobre la centralidad de la intención


artística en la individualización de las obras de danza ha sido sustituido por otras teorías que
analizan el papel de la intención del artista en la determinación del significado y/o identidad
de una obra de arte. Esto incluye la noción que el texto es la fuente de múltiples significados
y lecturas, cada uno de los cuales depende de las historias personales de los espectadores
y/o lectores. El ‘autor’, una vez que la obra ha sido creada, no tiene autoridad definitiva sobre
aquellas lecturas, de hecho no puede tener autoridad alguna ya que es imposible ‘supervisar’
las interpretaciones individuales de una obra. Si esto es válido sobre el espectador, o lector,
de un ‘texto’ particular, debe ser válido sobre el reconstructor o quien hace una reposición de
dicho texto. Cualquiera que interprete la obra de danza debe, necesariamente, acercarse a
ella a la luz de su propia historia personal, incorporando no sólo su conocimiento de danza
sino también actitudes, creencias y valores personales.

Obviamente, se pueden hacer fuertes argumentos en contra esta postura, Nelson Goodman
sugiere que si se permiten tales libertades con las obras de danza, entonces la ‘obra’ podría
desaparecer completamente con el paso del tiempo, acumulando cada vez más cambios
hasta que no quede nada de la original. Esta reflexión no está relacionada con la práctica.
Por lo general, los cambios hechos en cierta producción de una obra no se conservan en las
producciones futuras. Otro argumento podría ser que las obras sólo se pueden mantener
visibles a través de las representaciones constantes de la producción original. Esta
suposición ya no es válida, ahora tenemos un número creciente de ‘textos’ para las obras del
canon de danza del siglo XX.
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Armelagos y Sirridge sostienen que esto es válido para todos los vocabularios de danza moderna y,
de hecho, es un medio a través del cual distinguimos el estilo. Ver ‘The Ins and Outs of Dance:
Expressions as an aspect of Dance Style’ (“Las peculiaridades de la danza: las expresiones como un
aspecto del estilo de danza”) Journal of Aesthetics & Art Criticism, Vol. 37, No.1. 1978, pp 15 – 24.
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Estos ‘textos’, sean versiones filmadas o registros de notaciones, aseguran que la versión
original de la obra no ‘desaparezca’, y por lo tanto puede ser reconocida como la versión
primaria. Sin embargo, la versión original se convierte en parte de la historia de cierta obra,
no en su única identificación. Los registros permiten a las obras de danza la posibilidad de lo
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que Jonathan Miller llama ‘una vida después de la muerte’, una vida que surge de un
diálogo entre el director y la obra, y que, aunque reconoce a los creadores, no depende de
sus percepciones y visiones.

Reitero que, al defender esta idea, no niego la importancia de las producciones originales, ya
sea por su calidad artística o por su importancia histórica, ni sostengo que las
reconstrucciones de dichas producciones deberían dejar de hacerse. En todo caso, lo que
defiendo es que se les permita a las obras de danza de las cuales tenemos suficiente
distancia social y cultural respirar, vivir, madurar y responder a los factores y preocupaciones
sociales actuales. Si creamos el ambiente para este tipo de expresiones, entonces el canon
de la danza teatro sólo puede enriquecerse. Si no lo hacemos, corremos el peligro de
consignar las obras de danza moderna a un contexto de museo.

Sarah Rubidge es jefa de la maestría en Estudios de Danza en el Laban Centre, es crítica


de danza y escritora independiente.

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Ver Jonathan Miller, Subsequent Performances , (Representaciones posteriores) Faber & Faber,
1986.
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