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Fuerza Aérea Argentina – Guarnición Aérea Córdoba

JEFE SERVICIO RELIGIOSO


RECTOR IGLESIA NUESTRA SEÑORA DE LORETO

XXXIII Aniversario del Bautismo de Fuego de la Fuerza Aérea Argentina


Iglesia de Guarnición, jueves 30 de abril de 2015

«Militia est vita hominis super terram, et sicut dies mercenarii dies ejus.»
(Job 7:1)

Hermanos:

En esta
celebración Eucarística conmemoramos un nuevo
aniversario del «BAUTISMO DE FUEGO» de nuestra querida FUERZA AÉREA.

Treinta y tres años han pasado desde aquel 1° de mayo de 1982


cuando, desde las primeras horas de la mañana, se comenzaron a escribir páginas de
gloria en los anales de la memoria fiel de nuestro pueblo.

Por eso, hoy queremos poner en el regazo maternal de «NUESTRA


SEÑORA DEL ROSARIO DE MALVINAS» a nuestros cincuenta y cinco caídos, que
hicieron honor al juramento de defender la PATRIA hasta derramar la sangre, y a cuantos
llevando aún hoy, en sus almas y en sus cuerpos, las cicatrices y las heridas de la guerra
son capaces de escuchar la voz de nuestro SEÑOR que les dice: «Tu Padre, que ve en lo
secreto, te recomenzará.» (Mt 6, 4. 6. 18)

Como un homenaje a estos hermanos nuestros, que obraron alejados


de cualquier otro interés sino del que brota de la honorable defensa y recuperación de «lo
propio», permítanme una reflexión de contexto amplio.

Una reflexión que es preciso hacer porque aquel hito no significa


simplemente hacer memoria de un hecho que ya fue o mirar con nostalgia una grandeza
que, en muchos casos, es tributaria del olvido o de la ingratitud; por el contrario, la
mirada esperanzada que se proyecta desde aquel gesto heroico está llamada a echar
raíces en un compromiso de honor que, de ninguna manera, puede ser de frutos tardíos.

«El que ha puesto las manos en el arado y mira hacia atrás, no


sirve para el Reino de los Cielos». (Lc 9, 62) Poner las manos en el arado de la historia –
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esa historia que está guiada por la PROVIDENCIA del SALVADOR, tal como nos recuerda la
primera lectura (cfr. Hch 13, 13-25) – es camino hacia el REINO DE LOS CIELOS. Labrar la
tierra de los acontecimientos, regándola con la propia sangre y haciéndola fecunda con el
sacrificio, exige espíritu de lucha y voluntad de vencer. Por eso, nos dice la SAGRADA
ESCRITURA:

“Milicia es la vida del hombre sobre la tierra,


y como jornadas de mercenario son su días.”

Con estas palabras, Job – el hombre justo e íntegro – describe la naturaleza


humana marcada por la limitación del espacio y del tiempo, y también por la
indigencia de su condición ética y moral. Pero, desde el seno de esa misma
naturaleza emerge la paradoja que define lo más noble de nuestra propia esencia: la
capacidad de ofrendarse en bien de los demás.

Y, efectivamente, nuestra vida es un combate, una lucha cotidiana cuya


victoria lleva el sello de la PASCUA de CRISTO. Esta verdad nos permite afirmar que
sin CRISTO no hay victoria y sin su PASCUA no hay vida. Sólo en CRISTO puede
encontrarse la paz verdadera y la mejor de las victorias.

Por eso mismo, san Pablo – habiendo sido alcanzado por Cristo – pudo decir
casi al término de su peregrinación por este mundo: «He peleado hasta el fin el
buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe.» (2 Tim 4, 7)

La condición militante del ser humano consiste primeramente en vencerse a


sí mismo: allí está el coraje; vencerse a sí mismo para estar luego en condiciones
de vencer la lacra de la corrupción, es decir, para estar en condiciones de derrotar
ese vicio moral que marca con su depravación a quien lo tiene. La seducción de lo
pasajero y la tentación banal de lo efímero deslumbran con grandezas sin sustentos.

Los tiempos de nuestra vida son – muchas veces – tiempos de corrupción, de


decadencia moral, de injusticia asimilada, de ocultamiento cómplice y de tolerancia
vergonzante. Quien va por el buen camino tiene que pedir disculpas por su rectitud
y permiso para no ser excluido del escenario de la convivencia.

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Como bien sabemos, la paz es el fruto de la justicia, de suerte que mientras


persista algún vestigio de injusticia lacerando el corazón y la vida de los hombres,
no se podrá alcanzar ni el orden ni la armonía, que son los distintivos de la paz.

Nadie puede hablar razonablemente de las "bondades" de la guerra. La


guerra es una tragedia – sin lugar a dudas – y definir al militar como un hacedor de
guerras es una franca aberración.

El delicado equilibrio de una paz endeble, amenazada por la globalización de


intereses no siempre confesados y por los oportunismos de quienes marcan los
destinos desde la comodidad de sus privilegios, representa para nosotros un desafío
de conversión hacia valores superiores y trascedentes. Estos valores conforman ese
patriotismo, que hoy por hoy está cada vez más desdibujado y suplantado por
inquietudes de menor valía, que testimoniaron nuestros héroes mediante la ofrenda
de sus vidas.

El campo de batalla que se nos presenta es mucho más exigente que el que
puede delimitar un teatro de operaciones convencional. «Nada más tortuoso que el
corazón del hombre», dice el profeta Jeremías (Jer 17, 9), al mismo tiempo que
sentencia: «¡Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la
carne, mientras su corazón se aparta del Señor! Él es como un matorral en la
estepa que no ve llegar la felicidad; habita en la aridez del desierto, en una tierra
salobre e inhóspita.» (Jer 17, 5-6)

No se puede concebir al soldado sin rectitud de conciencia y nobleza de


corazón; por eso, los parámetros del BIEN y de la VERDAD son los que le deben
marcar el rumbo de una navegación segura. Donde no hay valores trascendentes
emerge la voracidad del mercenario que denigra su propia historia, reniega de su
legado y desconoce el valor de su dignidad.

El amor a DIOS y el amor a la PATRIA están destinados a fundirse en un


mismo amor: «Porque no hay amor más grande que dar la vida por los amigos.
Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando», (Jn 15, 13-14) nos dice el
SEÑOR. No obstante, más allá de esta premisa está otra mucho más honda: «Amen a
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sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en
el cielo...» (Jn 5, 44-45) Cuando el soldado logra apropiarse y encarnar esta exigencia
evangélica llega a ser lo que está llamado a ser: no un depredador ni un justiciero,
sino un hombre noble y justo, cuyo legado no caerá jamás en el olvido.

Quien no comprende este lenguaje está lejos de la humildad de los grandes:


«Muchos serán purificados, blanqueados y acrisolados; los malvados harán el
mal, y ningún malvado podrá comprender, pero los prudentes comprenderán. [...]
¡Feliz el que sepa esperar...!» (Dan 12, 10. 12) porque cantará eternamente el amor
del Señor y proclamará su fidelidad (cfr. Sal 89 [88], 2).

Amar «lo propio» es un deber natural de justicia y es un mandato divino que


hace honor a nuestros padres y a la cultura que nos vio nacer. JUSTICIA, PIEDAD y
PATRIOTISMO – en ese orden – se entretejen como expresión de los máximos
parámetros que permiten valorar la grandeza de un hombre. DIOS, PATRIA y
FAMILIA trazan el horizonte de una vocación y de una misión. El héroe que lo
supo encarnar ha cruzado el umbral de la santidad.

El santo, aún en la guerra – y más aún en la guerra –, es un servidor, llamado


a lavar los pies a sus hermanos y a resistir, por caridad, al agresor injusto. La
legítima defensa tiene que llamar a la conversión a quien se denigra a sí mismo en
su intento de imponerse por la fuerza, desconociendo el derecho y la dignidad
inviolable de los demás, que no dejan de ser – igualmente – sus hermanos. Por este
motivo, el soldado, que practica la virtud y que encarna las exigencias de la fe
cristiana, alza la mirada a CRISTO, el SERVIDOR y el MAESTRO. Al vivir de esta
manera, se le aplican las palabras del Evangelio que acabamos de escuchar: «Les
aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande
que el que lo envía. Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican.»
(Jn 13, 16)

La felicidad, que está implícita en la enseñanza de JESÚS, es el premio eterno


que engalana a las almas nobles, cuyo herencia se transforma en un signo de Cristo
y de su Pasión, tal como lo testimonió el Centurión del Evangelio:
«¡Verdaderamente, este era el Hijo de Dios!» (Mt 27, 54)
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Desde el horizonte de nuestra fe, el bautismo de fuego es el crisol que


purifica el honor de quien se entrega y es el sello de nobleza que, a modo de
escudo, custodia su memoria inmune a los egoísmos y mezquindades. Pidamos a
«NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO DE MALVINAS», Protectora de nuestro suelo en
el Atlántico Sur, que acoja en su bondad a todos cuantos fueron capaces de donarse
en servicio para el Bien Común de nuestro pueblo y GLORIA del que es tres veces
SANTO.

“Murieron por Dios y por la Patria.”

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