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BABELIA- EL PAIS 12 de mayo de 2001

Dos notas sobre 'Moby Dick'

César Aira El escritor argentino reflexiona sobre la extinción del monstruo, último
ejemplar de una especie agonizante, en el 150º aniversario de la publicación de ‘Moby
Dick’, la obra maestra de Herman Melville. Aira propone también varias interpretaciones
de la primera frase de la novela, "Call me Ishmael", que a su juicio obligarían a cambiar
la forma de interpretar el resto de la narración.

Texto: César Aira

Moby Dick, la ballena blanca, es, quién podría dudarlo, un monstruo, es decir una especie
que consiste de un solo individuo. Cuando hay monstruo, es infalible que haya un cazador
obsesionado con él: su sombra, su gemelo humano, su némesis. La muerte del monstruo es
la extinción de su especie, y Moby Dick, la novela, es el relato de una extinción.

Por ser único, el monstruo no puede reproducirse, pero compensa su soledad con una
diabólica capacidad de reproducirse en un medio ajeno a la naturaleza, como imagen o
signo o miniatura. Nadie que lo haya visto, así sea una sola vez, podrá olvidarlo, ni resistirá
a la tentación de contarlo o pintarlo. Por eso los niños aman a los monstruos: porque con
ellos se hacen los mejores juguetes. La fascinación que ejercen los dinosaurios sobre la
infancia deriva de un perfeccionamiento formidable e irrepetible de este mecanismo. Los
dinosaurios cubrían el mundo, eran una pintoresca sociedad organizada y jerarquizada, y se
extinguieron: al escapar a los ciclos de la reproducción sustancial multiplicaron su potencia
de reproducción formal.

Hay que llegar a adulto para percibir toda la melancolía del monstruo. Nos hemos
acostumbrado a las respectivas ideas de la muerte de los individuos y la extinción de las
especies, pero cuando se dan conjugadas no hay consuelo. Y sin embargo, siempre hay
consuelo; porque el adulto puede llevar un paso más allá su propia evolución y hacerse
artista; entonces vuelve a amar al monstruo, que es su personaje favorito, el único en el que
puede desplegar todo el vigor y la riqueza de la imagen. Él mismo se vuelve monstruo, en
una fecunda identificación, y su poder de reproducción se desplaza a los mundos
imaginarios. Entonces, hasta la melancolía deja de ser una tarea pesimista y se exalta a
inspiración, o al menos a instrumento de trabajo.

La extinción es una intervención de la historia en la naturaleza. De pronto se revela lo


único, en el momento en que muere: el proceso es análogo al de la literatura, que pretende
crear una particularidad absoluta sin anular el curso de las repeticiones y reproducciones
que constituyen la vida, por afuera de la obra, destacándola por contraste. El escritor es un
especialista en monstruos, y toda gran obra literaria está bañada en la atmósfera de
melancolía de una extinción inminente. Ortega y Gasset nunca fue tan lúcido como cuando
dijo: "El mundo está compuesto de monstruos y de idiotas". Lo cual es una buena
definición de Moby Dick, y de toda la obra de Melville. Pero de la realidad de su monstruo
más logrado tenemos motivos para dudar. Aun dentro del sistema de la novela, ¿existe
Moby Dick? La gran ballena blanca funciona como un objeto obsesional, y constituye por
reflejo a Ahab, no menos único que ella. La existencia de Moby Dick, su existencia "real"
cuando asoma a la superficie de la novela, es una existencia segunda, confirmatoria de su
leyenda. Como tal, no puede sobrevivir sino en la aniquilación, a la que arrastra a quien
hizo de ella su único objeto de pensamiento, su mejor idea. Ahab vive pendiente de que su
pensamiento se haga realidad, y lo único que sabe es que sucederá cuando menos lo espere.

Para sostener este suspenso, Melville desplegó la escena sobre el plano misterioso del mar,
superficie y volumen a la vez. Al mar van los hombres (o iban), según lo explican las
primeras páginas del libro, cuando el sinsentido de la vida se les hace insoportable. El mar
es la máquina monstruificadora por excelencia, pues a ella van sólo hombres, sin mujeres:
en el mar los hombres se apartan de la especie y se condenan a ser individuos por toda la
eternidad. En su gran espejo opaco y amenazante, la reproducción se vuelve sobre sí misma
y se interna en el terreno de lo imaginario, rumbo a la alucinación.

Igual que el mar, la novela oculta, y revela, formas extrañas. Al menos una novela como
ésta. Sucede que las novelas muy extensas no se releen con frecuencia. Si son clásicos,
como lo es Moby Dick, se los lee en la juventud, y después se los recuerda, y el olvido los
enriquece infatigablemente. Los accidentes de la memoria engendran toda clase de
quimeras. A veces nos lanzamos a releer uno de esos libros larguísimos sólo para encontrar
ese detalle extraño, misterioso, sugerente, que ha vuelto sin cesar a nuestro pensamiento
durante veinte o treinta años. Típicamente, no lo encontramos, porque no existía.
Típicamente, nos resistimos a creerlo. El mecanismo es análogo al de Ahab lanzándose al
mar en busca de su ballena blanca.

Moby Dick, la novela, también quedó como un género con un solo individuo. Muchos han
lamentado (lo hizo Alberto Girri en un hermoso poema) que ese magnífico ejemplo de
libertad, de una novela abierta a todos los temas y registros, no haya sido aprovechado por
los novelistas que vinieron después. Pero quizá ése es el destino, el melancólico destino de
monstruo, de toda verdadera obra de arte.

La primera frase de Moby Dick: "Call me IshmaeI", es el "había una vez" de la novela
moderna. La tradición popular la ha hecho célebre como modelo de comienzo elocuente,
insuperable y sobre todo inimitable. Un buen testimonio de su fama está en la tira Charlie
Brown, de Charles Schulz: en cierto momento al perrito Snoopy se le ocurría escribir una
novela; después de mucho trabajar, con la máquina de escribir sobre el techo de su casilla,
llegaba a un primer borrador, y se lo daba a leer a Lucy, la amiga hipercrítica de Carlitos;
ella se lo devolvía con un elogio de compromiso y un reparo serio: el comienzo era flojo, se
necesitaba algo más fuerte... El perrito ponía una hoja de papel en la máquina, pensaba un
rato, y recomenzaba: "Call me Snoopy".

Ese comienzo es un perenne problema para traductores. Hay quienes han dicho que esa
frase sola les dio más trabajo que todo el resto, que no es poco. Enrique Pezzoni, en la muy
elaborada traducción que hizo en la década de 1960 para el Fondo Nacional de las Artes
argentino, optó por una formulación curiosa: "Pueden ustedes llamarme Ismael". Cuando le
pregunté el motivo de esa elección, me dijo que después de haber probado cien alternativas,
todas insatisfactorias, se había quedado con ésta sólo porque era un endecasílabo de gaita
galaica.
La dificultad está en saber qué quiere decir la pequeña frase. Es de esos casos en los que no
hay contexto para decidir, y a la vez hay demasiado contexto. Una posibilidad sería que el
narrador prefiere no revelar su identidad, y por ello propone un nombre cualquiera, para
hacer más cómoda la conversación. Salvo que no se trata de una conversación, sino de un
relato contado por una sola voz; entonces la cortesía estaría dirigida a la imaginación de los
lectores, que dispondrían de un nombre clave para cuando se cuenten a sí mismos la
historia, o se la cuenten a otro. Como si En busca del tiempo perdido empezara: "Podéis
llamarme Marcel", o mejor: "Digamos que me llamo Marcel". En esta misma línea, pero
dando una vuelta de tuerca, podría pensarse que la enunciación la asume el mismo Melville,
y pide que lo llamen Ismael porque va a usar, por motivos técnicos, la primera persona...

Se me ocurre otra solución, tan obvia en realidad que me sorprendería que no la haya
propuesto alguien ya: "Podéis tutearme" (o "puedes tutearme", porque otra ambigüedad
irresoluble es la del singular o plural del interlocutor). El idioma inglés, al no conjugar los
verbos y con un único pronombre para la segunda persona, no tiene niveles distintos para la
familiaridad y el respeto, carencia que suple con la discriminación de nombres y apellidos.
Cuando alguien se dirige a un interlocutor mayor en edad o más importante, le dice "Mr.
Melville...". Si éste prefiere abolir esa distancia, propone: "Call me Herman", como
nosotros decimos "puedes tutearme". Claro que hay que tener algún derecho para decirlo,
de modo que si lo dice Ismael puede significar que es un anciano, o que llegó a presidente
del directorio de una empresa naviera. Pero al decirlo nos advierte que por el momento
renuncia a toda superioridad y se postula como el muchacho que fue en el momento en que
sucedió la aventura. Lo cual tendría consecuencias en la interpretación de toda la novela: no
se trata de una de esas aventuras del mar que leen los niños, sino del cuento de un niño, la
historia de una inocencia que se extinguió, tal como pueden leerla los adultos.

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