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La pesadilla de los city tours

Por Leila Guerriero

“Pero si allí no hay nada, señorita. ¿Qué quiere ver usted allí?”, decía el chofer del taxi. “Es
mejor que vaya a Xochimilco ¿Ha estado usted en Xochimilco?”
Xochimilco es una suerte de vivero con góndolas y mariachis flotantes en Ciudad de México. Yo
no había estado ahí —ni quería estar ni estuve nunca— pero quería ir al mercado de Sonora, unos
cuantos kilómetros de puestos en los que se vende de todo, desde estatuas de la Santa Muerte hasta
hierbas afrodisíacas o el cotillón para el cumpleaños del hijo más pródigo. “Hay tanto en ciudad de
México, señorita —insistía el hombre—. Tiene usted el Zócalo, los museos, el Palacio de Azulejos.
Qué puede encontrar en este sitio. No va mucho turismo y no hay nada para ver.”
Finalmente me llevó, y estuve un par de horas caminando entre aquella nada, que era mucha:
animales vivos y muertos, huevos de todas las razas, películas pornográficas, ropas, tortillas, ollas,
ajíes, bragas. Los vendedores voceaban con entusiasmo: “Como qué busca, como qué le damos,
güerita”, el olor a frito se pegaba en la ropa y yo entendí el espanto del taxista: mi paseo por Sonora
era una afrenta. ¿Con qué derecho le miraba yo así los calzones a México? ¿Por qué no me
comportaba como una turista decente? ¿Por qué no me entregaba a un recorrido organizado de la
mano de un guía? ¿Por qué me interesaba más en las lechugas, en las bragas pobres y baratas y en
los santos profanos que en el mural de Diego Rivera o en las carteras de Fendi del barrio de
Polanco? ¿Por qué me negaba a ver la ciudad sobre esa alfombra desinfectada en la que paseaban
los turistas sin ensuciarse las suelas: un city tour?

Un viaje es un gesto anacrónico —bello, inútil—, una patria sin horarios ni planes ni futuro. Yo
viajo para vagabundear, para leer, para no tener que escribir, y para estar sola. En el extremo
opuesto, los city tours imponen horarios fijos, ómnibus refrigerados, guías adormecidos, valijas con
rueditas y una multitud de adultos inoculados por el virus de la obediencia, dispuestos a escuchar
sin asomo de protesta datos inútiles que olvidarán en los próximos diez metros. Los city tours son la
excrecencia inofensiva de una ciudad a la que se le ha quitado lo feo, lo sucio, lo desprolijo, para
que reinen (como en una cárcel) el tedio, la rutina, la ortopedia, la obediencia, la multitud y la
organización.
De todas las atrocidades que desde el señor Thomas Cook se inventaron en nombre del turismo,
esta es una de las más extendidas. Cook (Gran Bretaña, 1808-1892) fue un hombre de negocios que
con la ayuda de su hijo John Mason hizo fortuna. Fundó en 1865 su primera agencia y vendió viajes
por precios accesibles a personas de clase media y obrera, que pudieron conocer sitios tan alejados
de su brumosa isla como Francia, Egipto y Suiza. Pero esos primeros periplos, quizás inspirados en
que el mundo es ancho pero no tiene por qué ser ajeno, derivaron en temibles deformaciones:
cruceros masivos por el Caribe, paquetes de once días y ocho noches por siete países de Europa y,
por supuesto, los city tours, esos paseos según los cuales una ciudad —antes que un ente mutante en
(de) formación permanente— es un puñado de piedras y monumentos que alcanzan para entender
una idiosincrasia entera.
Hace tiempo, en el Check Point Charlie de Berlín (el punto de control creado en 1961 por los
Estados Unidos, después de la construcción del muro, y que fuera hasta 1990 el único sitio de paso
para los extranjeros que iban del oeste al este de la ciudad) cientos de turistas se tomaban fotos al
lado de tres disfrazados que posaban frente a la antigua caseta de control: un símil de soldado
alemán, uno ruso, uno americano. Detrás de aquellas camaritas digitales nadie parecía pensar en las
complejidades de una sociedad que, ahí donde tantos lo habían pasado tan mal, propiciaba esos

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fantoches sonrientes a tres euros la foto. Pero si la realidad indica que las ciudades existen más allá
de sus lugares comunes —que Salvador de Bahía es bastante más que el Pelourinho, que Manhattan
tiene sitios mejores que las tiendas de diseño del Soho, y Madrid, cientos de lugares más
interesantes que la Plaza Mayor— en Planeta City Tour, Berlín, Manhattan, Salvador y Madrid son
distintas versiones de lo mismo: ciudades con su plaza principal, su casa de gobierno, su catedral, su
barrio elegante, su monumento con reminiscencia trágica. Su fantoche a tres euros la foto.

Todo viaje es el invento de una ruta propia, pero el city tour es siempre la ruta de otro: algo
diseñado por la apatía ajena para aplastar la curiosidad de un contingente.
El joven escocés William Dalrymple, a mediados de los años 80, se lanzó a Mongolia en busca
de Xanadú, el palacio de Kublai Khan. Al llegar a Beijing en tren escribió esto, que se reproduce en
el libro La ruta de la seda, una serie de relatos de viajes recopilados por el argentino Christian
Kupchick, publicado por Planeta: “Todos los diplomáticos, la mayoría de los corresponsales e
incluso bastantes turistas se quejan de que Beijing es una ciudad poco atractiva, llena de pasos
elevados y hoteles de cristal. Puede que esta sea la reacción lógica si se llega de Nueva York o
Tokio. Pero viniendo de Takla Makan parecía tristemente sofisticado. Es cierto que no se parecía en
nada al ideal de Fu Man Chu que yo tenía de la ciudad china. No había prostitutas con farolillos de
papel ni gángsteres en guaridas llenas de opio; no había contrabandistas jugando a las cartas, ni
agentes americanos con gabardinas de Burberry, no había fuegos artificiales. Sin embargo, parecía
un lugar enorme y emocionante”.
En las antípodas de esos ojos bien abiertos, el city tour es una maquinaria presta a confirmar
prejuicios: los del turista que espera encontrar en París una ciudad romántica —y no otra cosa—, en
Roma una ciudad histórica —y no otra cosa— y en Buenos Aires la ciudad más europea de
Latinoamérica —y no otra cosa. Y aunque París no sea tan romántica y a Buenos Aires le quede
poco de europea, el city tour hará sus mejores esfuerzos (mentir antiguos esplendores, ocultar lo
feo, lo sucio, lo viejo) para confirmar al viajero en su prejuicio tranquilizador y devolverlo al hotel
convencido de que París era en efecto una ciudad romántica, Roma una ciudad histórica y Buenos
Aires, oh, tan europea.

En diciembre de 2001 una crisis voraz se desató en la Argentina, donde vivo. Se sucedieron
muchos presidentes en poco tiempo, hubo muertos, heridos, calles encendidas. De a poco, el dolor
de todos se convirtió en la suerte de pocos: el dólar se hizo favorable al extranjero y ciudadanos del
Primer Mundo, amantes de lo latinoamericano, se calzaron su disfraz de viajero comprometido
(sandalias de cuero, un bolso indígena, camisa de bambula) y llegaron a Buenos Aires, ávidos por
ver cómo era esto. Algunos tomaron city tours “alternativos” para conocer barrios pobres, convivir
con cartoneros y comer junto a gente que de veras no tenía qué comer. Todos volvieron a casa con
el espíritu sangrando de emoción y la cámara llena de polaroids de la miseria ajena. Algunos
hicieron lo mismo en las favelas de Río y de São Paulo.
Los city tours promueven, también, estas —y algunas otras— perversiones.

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Buenos Aires es el único lugar del mundo que conozco bien. Sé que la ciudad late más y mejor
fuera de la Recoleta y de los locales for export donde los turistas aplauden pensando que el tango es
eso: lentejuelas y un macho engominado. Guiados en obediente rebaño, nunca llegan al caótico
barrio de Once donde judíos muy ortodoxos y coreanos muy orientales atienden negocios que
venden de todo: botones, telas, comida kosher y soutiens. De la mano de sus guías, revuelven con
ahínco anticuarios en San Telmo o pagan fortunas para comer carne mala en restaurantes peores de
Puerto Madero, pero no van al barrio coreano del Bajo Flores donde hasta los kioscos anuncian sus
productos en ideogramas, ni a las estaciones de ferrocarril de Retiro, donde los aromas de fritanga
para el almuerzo se funden con esa arquitectura indomable de cuando este país soñaba con alguna
cosa que podía llamarse futuro.
Buenos Aires by city tour debe justificar su carácter de exportación —su fama de ser francesa—
y por eso se deja dibujar con límites claros: la majestuosa Plaza San Martín, el barrio vanguardista
de Palermo, el seguro cliché de Caminito en la Boca, el Teatro Colón, el Café Tortoni. Más allá
están las grietas, los sitios donde la gente se emborracha, se muere y come barato. Nadie, nunca,
incluirá algo de todo eso en un city tour.
La razón es fácil, es pueril.
Nací en un pueblo chico y crecí bajo el influjo venenoso de la frase “no solo hay que serlo: hay
que parecerlo”. Así, si alguien parecía pedófilo, aunque no lo fuera, tenía su fama merecida (y lo
peor, claro, era la viceversa). Los city tours ejercen la misma ética que los pueblos chicos: mostrar
lo que no es, pero parece. Y también es infame por eso. Por promover una forma baja del engaño.
Una que no se considera grave. No la mentira, sino la omisión.

Fuente: Guerriero, Leila, Frutos extraños. Crónicas reunidas 2001-2008.


Buenos Aires: Aguilar / Altea / Taurus / Alfaguara, 2009, pp. 331-335
Publicado originalmente en: Revista SoHo (Colombia), abril de 2005.

Disponible online en:


https://www.soho.co/entretenimiento—/articulo/turismo—la—pesadilla—de—los—city—tours/5234
[Consultado el 11/03/2019.]

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