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Eutaxia, distaxia e idiocia

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Desde la militancia del materialismo fenomenólogico que ya fue convenientemente


criticada hace un tiempo, con algunos añadidos socialdemócratas, se viene insistiendo
últimamente en un hecho que se considera grave, una auténtica barbaridad: ciertos
sujetos y organizaciones afines a Gustavo Bueno habrían realizado una suerte de
sustantificación metafísica del concepto de eutaxia, el buen orden político, negando así la
dialéctica de clases, imprescindible según ellos para entender la dialéctica de estados, y
justificando cualquier barbaridad en nombre de la eutaxia, entendida como un orden
armónico, sin tener en cuenta así cualquier conflicto entre clases de trabajadores y clases
de propietarios privados de los medios de producción. Todo ello sería calificado con el
original epíteto de fascista o tercerposicionista (siendo Estados Unidos y la extinta URSS
las otras dos restantes).

Semejante demostración de indigencia intelectual se suma a una curiosa atribución de


mitologización de la Idea de España, que a una Leyenda Negra suma una supuesta
Leyenda Rosa y un folklorismo [sic] lamentable. Defiende a su vez un sentido positivo y
racional del indigenismo hispanoamericano, frente a quienes lo han criticado sin más.

Pero lo cierto es que no hay una clase universal de explotados que se oponga a una
clase particular y mezquina de propietarios privados de los medios de producción. Las
clases sociales son partes de una sociedad política, cuyo límite está en los estados, las
morfologías políticas efectivas que son las que protagonizan la Historia Universal. La
propia idea de una clase universal es contradictoria con el propio concepto de clase, al
menos en su sentido lógico. Las clases, en tanto que partes de una sociedad
determinada, son conjuntos disjuntos entre sí, es decir, no cabe postular la existencia de
una clase universal como el proletariado que haya que recomponer a partir de los
fragmentos suyos producto de la división de la humanidad en estados nacionales. La
Historia de la Unión Soviética o de la China comunista no es la de su lucha de clases, sino
la de sus relaciones con otras sociedades de signo distinto.

Y el origen del estado no cabe ponerlo en un momento en el que se fundó la propiedad


privada. El hecho de que el desarrollo de las fuerzas productivas esté detrás del origen
del estado no autoriza a presuponer, de modo sustancialista, que la división de la
sociedad en clases hay que ponerla como una división previa al Estado, como si el Estado
fuese la expresión de la misma dominación de los propietarios o desposeídos que, sin
embargo, en tanto que partes de una «clase universal» sustancializada conservarían la
energía suficiente y aun la legitimidad moral para volverse contra los expoliadores. Los
Estados, y más aún, los Estados imperialistas, no se constituyen únicamente en función
de la «expropiación» de los medios de producción en el ámbito de su recinto territorial.

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Cada Estado se constituye en función de la apropiación del recinto territorial en el que
actúan (la capa basal) y mediante la exclusión de ese territorio y de lo que contiene de los
demás hombres que pudieran pretenderlo. El enfrentamiento entre los Estados es ya un
momento de la misma dialéctica determinada por la apropiación de los medios de
producción por un grupo o sociedad de hombres, excluyendo a otras sociedades o
grupos (Ver Gustavo Bueno, «Dialéctica de clases y dialéctica de Estados» , El Basilisco, 2ª
época, nº 30, 2001). Desde este punto de vista, la dialéctica de clases se produciría no
entre una fantasmagórica clase obrera universal frente a unos malévolos capitalistas
explotadores, sino entre los trabajadores que dentro de una sociedad política
determinada disponen de un puesto de trabajo asegurado y quienes carecen de él, o
concretamente en el caso español, entre quienes quieren disgregar la Nación Española y
quienes se oponen a ello. Pero cómo van a entender esto unos sujetos que acuden a
manifestaciones con banderas de los sindicatos de clase que en su idiocia operan como
si la Unión Soviética aún siguiera existiendo...

Y precisamente la eutaxia o buen gobierno es un criterio objetivo para determinar la


justicia o injusticia de un régimen político, más allá de cualquier contexto ético, moral o
religioso, por encima del grado de degeneración y corrupción que pueda implicar. Un
régimen político es eutáxico en tanto que es capaz de durar históricamente, tomando
como criterio las centurias, en el sentido de la historia del Imperio Romano. Si un
régimen considerado dura en el tiempo, es porque ha recibido el consentimiento, ya sea
tácito o expreso, de quienes pertenecían a él (Ver Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las
categorías de las «ciencias políticas». Biblioteca Riojana, Logroño 1991).

Sin embargo, en contra de lo que estos críticos difusos, socialdemócratas, atribuyen, la


eutaxia no es un atributo sustancial, global, claro y distinto, propio de toda sociedad
política, sino más bien un concepto entendido funcionalmente. Ninguna sociedad política
constituye el modelo ideal de eutaxia, nada dura eternamente. La eutaxia se relaciona
con sistemas prolépticos, planes y programas con aplicación en el proceso efectivo real
en el que se desenvuelve y en relación a las partes de las que se compone la sociedad
política de referencia, respecto a otras sociedades. La idea funcional de eutaxia supone
una serie de principios medios, una multiplicidad de sociedades políticas cuyos cursos
son a veces divergentes y contradictorios entre sí.

Por ejemplo, para una sociedad política de carácter imperialista depredador, lo eutáxico
sería la explotación de las colonias para descargar de ese peso a sus nacionales de la
metrópoli (caso de los imperios coloniales europeos del capitalismo del siglo XIX), pero la
eutaxia bajo la norma de un imperialismo generador, como es el caso del Imperio
Español, la Unión Soviética o Estados Unidos, sólo podrá producirse en su extensión a
través del mundo, reorganizando una parte de ese mundo desde el canon
correspondiente; lo que no implica (y es lo que defienden los sujetos aquí mentados
desde su idiocia) que esas sociedades políticas reorganizadas queden reabsorbidas en la
sociedad política imperial: ni el Imperio Español incorporó a la Nación Española a los

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virreinatos americanos, sino que fueron considerados junto con España como partes
pertenecientes a la Monarquía Hispánica, ni los países satélites de la URSS en Europa del
Este tras la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en repúblicas socialistas soviéticas,
sino en democracias populares sobre la sístasis histórica que las había constituido (las
naciones históricas europeas que Lenin reconoce al hablar de los límites del derecho de
autodeterminación); ni tampoco los países de Europa occidental se convirtieron en
estados de los Estados Unidos, pese a convertirse en democracias homologadas. El
carácter generador de la norma de estos imperios no excluye políticas depredadoras
(todos los imperios son depredadores por definición), ni tampoco el uso de estrategias
que van aparentemente en contra de la norma; así, tanto la URSS como Estados Unidos
han utilizado del fundamentalismo islámico para atacarse mutuamente, pese a que
también lo han combatido.

También, en tanto que las sociedades políticas son divergentes entre sí, los imperios
universales se encuentran sometidos a trances históricos que les obligan a eliminar a
elementos de las sociedades que reorganizan que son incompatibles con su norma: así,
el Imperio Español en su avance de recubrimiento sobre el Islam hubo de exterminar y
expulsar a los musulmanes; Estados Unidos en su marcha hacia el Oeste hubo de hacer
lo mismo con los indígenas americanos; también la URSS hubo de exterminar a millones
de kulaks para acelerar la colectivización socialista (algo sin embargo programado ya en
los escritos de Lenin, al contrario de los dos casos anteriores). Asimismo, los ortogramas
imperiales están condicionados a sufrir cierta corrupción, como el indigenismo respecto
al ortograma católico del imperio español (que deriva en los delirios del Socialismo del
Siglo XXI y el odio a España subsiguiente, a la formación de una Hispanidad sin España) o
el fundamentalismo democrático respecto al ortograma norteamericano del Destino
Manifiesto.

También es reseñable, como ejemplo de corrupción ideológica, el caso del gnosticismo


del ortograma soviético marxista, donde la ideología generada alrededor del
materialismo dialéctico degeneró hasta convertirse en una suerte de gnosis que salvaba
antes por la fe que por las obras, como la Gracia del protestantismo, a quienes se
proclamaban marxistas y decían poder traer al Hombre Nuevo, no alienado por el
trabajo asalariado (alienación extraída del cristianismo primitivo, el de las Epístolas de
San Pablo). Así, una sociedad como la URSS, desenvolviéndose respecto a un ortograma
inviable como el del monismo materialista del Diamat, donde cualquier acción,
incluyendo las purgas, llevaría al comunismo final, ha de ser considerada distáxica pese a
que mantuviera en algún momento una cierta plenitud y estabilidad aparentes; de
hecho, la duración de la URSS fue de sólo 74 años, no llegó siquiera a los cien años
establecidos como canon de la eutaxia.

En nuestro entorno más cercano, el régimen constitucional de 1978, el denominado


«Estado de las Autonomías», pese a mantener una estabilidad aparente dentro del
contexto de la Unión Europea y de la OTAN, si las amenazas formales que se manifiestan
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en el seno de la Nación Española a través de los cauces que facilita el estado
autonómico, tales como las de los separatismos vasco y catalán, concretan sus objetivos
de disgregación de España con el consiguiente final de la Nación Española,
retrospectivamente habría que considerar que el régimen emanado de la Constitución
de 1978 no ha sido eutáxico, sino todo lo contrario.

Así, del mismo modo que la Unión Soviética de la postguerra mundial y la Guerra Fría
parecía un imperio capaz de imponerse al norteamericano en el proceso de la emulación,
pero que en realidad ya estaba corrompido por las purgas previas que le debilitaron,
hasta llegar al triste final de 1991, la Nación Española, cuya sístasis histórica es negada
por la Constitución de 1978 (nació por consenso), pese a mostrar aún una situación sana,
puede estar conduciéndose hacia su disolución pacífica, vía estatutos de autonomía e
inmersión lingüística que anule toda identidad común a los españoles.

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