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Charles Baudelaire
Pero en mi cerebro miserable, siempre ocupado en buscar lo
que no se halla (¡qué abrumadora facultad me ha regalado la
Naturaleza!), entró de repente la idea de que semejante
conducta por parte de mi amigo sólo tenía excusa en el deseo
de crear un acontecimiento en la vida de aquel infeliz, y quizá
el de conocer las distintas consecuencias, funestas o no, que
una moneda falsa puede engendrar en manos de un mendigo.
¿No podía multiplicarse en piezas buenas? ¿No podía llevarle
asimismo a la cárcel? Un tabernero, un panadero, por
ejemplo, le mandarían acaso detener por monedero falso, o
como a expendedor de moneda falsa. También podría ocurrir
que la moneda falsa fuese, para un pobre especulador
insignificante, germen de la riqueza de algunos días. Y así mi
fantasía progresaba, prestando alas a la mente de mi amigo y
sacando todas las deducciones posibles de todas las hipótesis
posibles.
Pero él rompió bruscamente mi divagación recogiendo mis
propias palabras: «Sí, estáis en lo cierto; no hay placer más
dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo
que espera.»
Le miré a lo blanco de los ojos y me quedé asustado al ver que
en los suyos brillaba un incontestable candor. Entonces vi
claro que había querido hacer al mismo tiempo una caridad
y un buen negocio; ganarse cuarenta sueldos y el corazón de
Dios; alcanzar económicamente el paraíso; lograr, en fin,
gratis, credencial de hombre caritativo. Casi le hubiera
perdonado el deseo del goce criminal de que le supuse capaz
poco antes; me hubiera parecido curioso, singular, que se
entretuviera en comprometer a los pobres; pero nunca le
perdonaré la inepcia de su cálculo. No hay excusa para la
maldad; pero el que es malo, si lo sabe, tiene algún mérito; el
vicio más irreparable es el de hacer el mal por tontería.