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Antonio Alvar Ezquerra – El legado de Roma

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Antonio Alvar Ezquerra – El legado de Roma

EL LEGADO DE ROMA

ISBN: 84-96359-94-8

Antonio Alvar Ezquerra


(antonio.alvar@uah.es)

THESAURUS: Roma, tradición clásica, derecho romano, arquitectura romana,


literatura latina, lengua latina y lenguas romances.

RESUMEN O ESQUEMA DEL ARTÍCULO:

1. Ciudad / Imperio: la romanización en cuanto modelo de organización de un


espacio y de una sociedad.
2. República / Principado: las formas de gobierno.
3. Roma pagana / Roma cristiana: religión y creencias.
4. Roma eterna / Roma en ruinas: el paso del tiempo.
5. Roma real / Roma ideal: la idea de patria.
6. Roma, símbolo de unidad: la civilización occidental.
Conclusión
Bibliografía

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1. Ciudad / Imperio

La civilización que ha legado Roma fue, ante todo, la de una ciudad. Y una
ciudad no es otra cosa, en principio, que un espacio físico organizado y ocupado por
unos habitantes. Ninguna otra de las grandes civilizaciones, ni del pasado ni del
presente, posee tal característica, y ése es el primer hecho sorprendente de la
civilización romana. Naturalmente, su condición de ciudad, la Urbs por excelencia,
conjunción de aedes ‘edificios’ (en particular, públicos), y de cives ‘ciudadanos’ –no
súbditos–, condicionó de manera definitiva tanto su configuración durante los siglos
que subsistió como civilización, como la imagen que los siguientes tuvieron de ella.
Pero Roma, por diversos avatares históricos, se convirtió después en un inmenso
imperio que llegó a extenderse desde las Islas Británicas hasta Mesopotamia y desde
el Rín y el Danubio hasta el desierto del Sáhara. La vieja ciudad tuvo que sufrir en ese
proceso una metamorfosis radical, de la que, no obstante, se salvaron las dos
características anteriormente mencionadas y gracias a las cuales había adquirido
precisamente su nueva fisonomía: Roma extendió paulatinamente por todos los
confines de sus vastos territorios tanto su condición de urbs como la civitas de sus
habitantes. Decir Roma, pues, equivalía en la Antigüedad a hablar de un modelo de
organización espacial y de un modelo de organización social. La romanización
consistió simplemente en eso, en estructurar un gigantesco macrocosmos a partir de
un microcosmos muy particular, en el cual las nociones de ‘urbanización’ y de
‘civilización’, en sus sentidos etimológicos, poseen un valor absoluto y esencial.
Ciertamente, se reconoce de manera generalizada que si bien los griegos
sobresalieron muy por encima de los romanos en lo que a creatividad, a logros
estéticos y a teorización de esos aspectos se refiere, sin embargo, los romanos se
mostraron inalcanzables, no sólo en la Antigüedad sino durante muchos siglos
después, en la aplicación práctica de tales conocimientos. Por decirlo de otro modo,
Grecia puede proporcionar antecedentes para cualquier desarrollo técnico o artístico
típicamente romano, pero, en la mayor parte de los casos, se debe a los romanos su
aplicación a escala civilizadora; y esta afirmación vale por igual para cualquiera de las
bellas artes. La propia Roma era muy consciente de ese hecho y, con una sutil mezcla
de orgullo y modestia, se reconoce continuamente a sí misma como heredera de la

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cultura griega: sabia lección de quienes fueron amos del mundo y, sin embargo,
supieron reconocer siempre los límites y las deudas de su saber.
En este sentido, la ciudad romana, desde su primer trazado hasta el último
adorno, pasando por cualquier elemento constructivo, es una continuación consciente
y deliberada de los modelos griegos, pero su novedad y su éxito reside en el hecho de
que la imitación no es servil, sino meditada y consciente, de modo que el resultado es
de una eficacia asombrosa. Descubrir, por ejemplo, cómo las dotaciones públicas
esenciales de una ciudad (edificios y espacios para la administración y el comercio –
foros, basílicas, puertos–, para el culto –templos–, para la diversión y el ocio –circos,
anfiteatros, teatros, termas, etc.–, equipamientos públicos –alcantarillas, fuentes y
acueductos, calles porticadas y con aceras, iluminación, ornamentación–, etc.) se
repiten constantemente en cualquier lugar del Imperio desde Volubilis (Marruecos) a
Palmira (Siria), es algo que fascina.
Y no sólo eso; además, las técnicas constructivas apenas difieren más de lo
que exige una mínima adaptación a los materiales y a las condiciones de cada lugar;
por poner tan sólo un ejemplo, la utilización del arco de medio punto y de sus
desarrollos arquitectónicos, la bóveda y la cúpula, que permite alcanzar
construcciones de amplitudes desconocidas en el mundo griego, es un signo
absolutamente distintivo del arte romano, por más que no fueran tampoco ignoradas
por el mundo griego.
Roma es, pues, en primer lugar, una gran potencia urbanizadora, es decir, una
civilización que ordena espacios salvajes y anárquicos y los convierte en ciudades
para que pueda establecerse en ellas una auténtica vida en sociedad. Y como parte
imprescindible de su programa urbanizador, los espacios que median entre las
diferentes ciudades se salvan con una extraordinaria red de comunicaciones
terrestres, las calzadas y los puentes, otro de los logros más sorprendentes de su
civilización y al cual se debe en muy buena medida su éxito. Todavía hoy se
aprovechan sus trazados en las modernas redes de comunicación viaria.
Por lo demás, el influjo de tal manera de entender cómo se ha de organizar el
espacio físico para permitir la vida en sociedad no se limitó tan sólo a la Antigüedad.
Roma como urbe fue imitada en no pocas ocasiones para el trazado de nuevas
ciudades; bastaría recordar un caso tan sintomático como el de Florencia, donde las
principales iglesias –san Pedro, san Pablo, san Lorenzo, san Esteban y el Baptisterio

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de san Juan– tenían entre sí la misma relación topográfica que las iglesias de Roma
del mismo nombre; y desde Giovanni Villani, a nadie mínimamente entendido se le
oculta la estrecha relación arquitectónica y artística existente entre dos edificios, de
épocas tan distantes, como el Baptisterio de Florencia y el Panteón de Roma.
Por otra parte, la escultura europea desde el Renacimiento no se concibe sino
como eco y respuesta de la escultura romana clásica, por más que ésta sea, en buena
medida, copia o trasunto de la griega anterior. Con la arquitectura ocurre algo similar:
la noción y utilización del arco de medio punto y de sus desarrollos en torno a su
centro (la cúpula) o a lo largo de unas líneas de fuga (la bóveda) es fundamental en la
historia de la arquitectura occidental; y, desde el punto de vista ornamental, la
disposición de elementos decorativos de origen griego, propia de las construcciones
romanas, es seguida con puntillosa fidelidad en los edificios más suntuosos desde el
Renacimiento. El nuevo mundo no es una excepción a esta regla; bastaría pensar en
los grandes edificios públicos de los siglos XVIII y XIX de ciudades como Washington,
cuya estética se afana por reproducir la suntuosidad que se supone poseían las
construcciones públicas de la Roma imperial en sus mejores momentos. Y, en este
punto, recuerdo, a modo de ejemplo, que la palabra ‘palacio’ procede de Palatium, la
colina en donde se alzaba desde la época de Domiciano (s. I d. C.) la espléndida
morada del emperador romano, reconstruida y mejorada en sucesivas ocasiones.
Pero Roma es, además y como se ha dicho antes, un conjunto de ciudadanos,
una civitas, es decir, un modelo preciso de organización social. Y una sociedad de
ciudadanos, no de súbditos, se organiza básicamente con unas leyes que regulan con
precisión las relaciones entre ellos; en este sentido, es imprescindible que exista toda
una teoría previa o un conocimiento empírico de la filosofía que ha de animar esa
regulación. En este ámbito, nadie duda de que la aportación de la civilización romana
a Occidente ha sido absolutamente definitiva: el Derecho romano, en cuanto que
conjunto de leyes y normas que fijan cuáles son los límites del individuo ante los
demás individuos y del individuo frente al Estado, es, por su extraordinario sentido
práctico, un modelo todavía útil en los países modernos.
Quizás, dentro del ámbito de la organización social de los romanos y de la
filosofía que anima esa concepción, lo más notable sea precisamente el concepto
romano de ciudadanía, algo que jamás alcanzaron a desarrollar los griegos. Hablamos
siempre de Roma y de los romanos, incluso para referirnos a gentes que no eran

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romanas de nacimiento y que ni siquiera estuvieron nunca en la ciudad de Roma.


“Romano” era un término jurídico y cualquiera, fuera cual fuese su raza o su origen,
podía llegar a ser ciudadano romano.
No deja de ser paradójico que, en buena medida, el rechazo que hoy suscita
Roma y lo romano se debe a un cierto sentido nacionalista por parte nuestra del cual
carecían hasta extremos sorprendentes los habitantes del Imperio. Repárese en el
hecho de que, por ejemplo, varios de los emperadores más ilustres, como Trajano,
como Adriano o como Teodosio, habían nacido en Hispania, y que fueron muchos
otros los que no sólo no eran romanos de nacimiento, sino que ni siquiera eran
itálicos. Si eso ocurría en lo más alto de la pirámide política, los ejemplos a otro nivel
podrían multiplicarse; baste decir que en el s. I a. C. el senado romano contaba con un
elevado número de itálicos, no nacidos en Roma, y en el s. I d. C., con miembros
nacidos en las provincias, hijos de los aristócratas locales; o que en el Imperio romano
hay negros bereberes que gobiernan la provincia de Britania: cualquier paralelo con
las administraciones coloniales de la época contemporánea resultaría cuando menos
muy forzado.
El derecho de ciudadanía se otorgó incluso en época republicana con una
liberalidad tan extraordinaria que irritaba y sorprendía a los mismísimos griegos, sobre
todo cuando alcanzaba a antiguos esclavos. Por fin, la extensión universal del derecho
de ciudadanía romana lograda con el famoso edicto de Caracalla del 212 d. C.,
ampliamente demandada por los habitantes de las provincias, supuso la consolidación
de una cierta idea del estado universal romano, al tiempo que hacía perder a Roma-
ciudad su importancia como cabeza física del Imperio. Pero sobre esta cuestión, sin
embargo, se volverá más adelante.
Por otra parte, no ha pasado inadvertida la convicción de los romanos de que
uno de los agentes más efectivos para la romanización y, consecuentemente, para la
‘civilización’ de los territorios conquistados –descontados el comercio y la
administración civil y militar– fue la escuela. Ya el rebelde general romano Sertorio
había constituido en Osca (Huesca), en la primera mitad del s. I a. C., una escuela que
pudieran compartir no sólo los hijos de los soldados romanos sino también, y al mismo
tiempo, los de la aristocracia local, que quedaba así prontamente asimilada. En época
imperial, la escuela del grammaticus, equivalente a la enseñanza primaria de hoy día,
estaba extendida y generalizada incluso en los más recónditos lugares del Estado

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romano; bastaría recordar que en un distrito minero del Algarve portugués se ha
encontrado una ley municipal en donde está prevista, con cargo a las arcas
municipales, la figura de un grammaticus que instruyera a los hijos de los mineros,
que, por cierto, no eran precisamente de clase elevada. Tal estado de cosas no se
volvió a alcanzar en buena parte del mundo civilizado hasta el siglo XVIII, mientras que
probablemente son mayoría todavía los países que no han logrado un desarrollo
educativo semejante.
Sin embargo, del mismo modo que las ciudades del Imperio se comunican
entre sí gracias a las calzadas, los distintos ciudadanos de ese Imperio se comunican
gracias a una única lengua, el latín. No es éste el momento más adecuado para
explicar cómo una lengua, hablada en sus orígenes por un minúsculo número de
habitantes del Lacio, alcanzó a convertirse en la lengua oficial de tan vasto Imperio y,
por lo que respecta a su parte occidental, incluso en la lengua de conversación
ordinaria, en detrimento de las modalidades locales.
El caso es que, sin ningún género de duda, el legado de Roma más importante
radica en la palabra dicha en latín, cuya acción sobre la cultura occidental se ha
manifestado de dos maneras muy distintas: en primer lugar, el latín, y en concreto el
latín vulgar, se transformó paulatinamente y de manera aún no suficientemente
conocida en las distintas lenguas romances: gallego-portugués, castellano, catalán,
provenzal, francés, italiano, rético, dálmata, rumano..., algunas de las cuales han
sufrido posteriormente una expansión gigantesca por otros confines del mundo, de
manera que en la actualidad no resulta exagerado decir que más de una décima parte
de la Humanidad se expresa en alguna de las formas que adoptó el latín en su
evolución histórica.
Pero el latín siguió actuando, como lengua de cultura, aún después de su
desaparición como lengua de uso popular, de modo que se produjo una relatinización
de las lenguas nacidas de él sobre todo en época moderna (siglos XVI y XVII) y aún
hoy día por vía del léxico de la cultura, la ciencia y la técnica; de manera que en el
vocabulario de las lenguas románicas pueden coexistir dobletes léxicos, una de cuyas
formas ha llegado por vía vulgar y la otra por vía culta.
El fenómeno, sin embargo, es de más amplio calado por cuanto esa nueva
latinización de las lenguas vulgares afectó también de manera decisiva, por vía directa
o indirecta, a otras lenguas no nacidas directamente del latín, como es el caso del

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inglés; en este sentido, no está de más recordar en este momento que la mayor parte
del vocabulario abstracto de la lengua inglesa deriva del latín, lo que aproxima esa
lengua, en ese aspecto, más a las lenguas románicas que a su pariente
genéticamente más cercano, el alemán; y merece señalarse que en inglés los términos
de origen latino se comportan con más vitalidad que los patrimoniales, a los que van
desplazando poco a poco, como ocurre con dobletes léxicos como lessen / reduce
[«disminuir»], wholly / totally [«totalmente»], choice / option [«elección / opción»], etc.
Las reacciones puristas de un Orwell, por ejemplo, ante este hecho no dejan de ser
testimoniales y, en cualquier caso, son extremadamente significativas y gratificantes
sobre todo para nosotros que nos sentimos agobiados por la aplastante vitalidad del
inglés como lengua de comunicación universal, lugar que durante muchos siglos
correspondió, por cierto, al latín.
En efecto, conviene subrayar este hecho. Nadie, por escasa que haya sido su
formación escolar, habrá creído que el latín dejó de hablarse en el preciso momento
en que el hérulo Odoacro tomó la Ciudad Eterna el 476 d. C., poniendo así punto y
final al Imperio romano de Occidente. Pero tampoco dejó de hablarse y, sobre todo, de
escribirse cuando se diluyó en las diferentes lenguas románicas. Las gentes cultas de
Occidente, o lo que es lo mismo, todo el mundo civilizado, vivieron en buena medida
durante nada menos que casi quince siglos después de esa fecha una sorprendente
diglosia, insólita en los anales de la Humanidad, de acuerdo con la cual en la
conversación cotidiana se utilizaba una lengua y en la comunicación culta se
empleaba otra lengua, la misma en cualquier lugar civilizado, a saber, el latín. El hecho
de que aún hoy siga siendo la lengua oficial de un Estado, por pequeño que éste sea,
el Vaticano, es un vestigio de tal situación. Y conviene reparar en el extraño hecho,
sólo explicable por el inmenso prestigio de que gozó el latín, de que eso se produjera
sin necesidad de apoyarse en imposiciones coercitivas de ningún poder temporal.
Lo cierto es que las gentes cultas de toda Europa y, por extensión, de todo el
mundo civilizado, no es que “estudiaran el latín” desde su niñez; es que “estudiaban
en latín”, la única lengua –junto con el griego, aunque en menor medida éste– que
permitía el acceso a una verdadera formación intelectual, puesto que en esas lenguas
no sólo se habían expresado las mejores mentes de la Antigüedad, sino que en latín
seguían expresándose de manera mayoritaria los hombres más cultos y más sabios
hasta el siglo XVIII.

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2. República / Principado

Sin embargo, se simplificaría en exceso este discurso si no se subrayara el


hecho de que las características de la civilización romana mencionadas, a saber su
condición de espacio edificado y la de sus habitantes como ‘gentes civilizadas’ –o lo
que es lo mismo, ciudadanos–, se han forjado, en el larguísimo período histórico que
media entre el 754 a. C. –año en que de modo convencional se sitúa la fundación de
Roma– y el 476 d. C. –en que Odoacro destrona a Rómulo Augústulo, el último
emperador del Imperio romano de occidente– de manera lenta y no sin crisis
profundas que pusieron en juego en repetidas ocasiones la supervivencia misma del
Estado. Desde la Roma de la monarquía arcaica al caos del último siglo, la ciudad
conoció diversas formas de gobierno de las que dos en concreto quedaron fijadas
como ejemplo señero de práctica política para los siglos posteriores, a saber, la
República –que en realidad habría que entenderla como una forma de administración
esencialmente oligárquica con ciertas concesiones constitucionales a otras clases
sociales– y el Principado –variante de la monarquía absoluta en la que se conservan al
menos formalmente las instituciones republicanas–. Hay, por tanto, en la percepción
de las gentes de occidente una Roma republicana y una Roma imperial.
Es verdad que los griegos nos legaron el lenguaje político (monarquía frente a
tiranía, aristocracia frente a oligocracia, democracia frente a demagogia) pero los
romanos supieron mantener durante más tiempo y con más éxito sus instituciones
políticas, basadas, esencialmente, en los dos sistemas de gobierno de carácter mixto
a que me acabo de referir: la República y el Principado. Ambos sistemas han sido
repetidamente admirados, cuando no copiados en las más diversas latitudes.
Quizás la contribución de la civilización romana a la historia de la democracia,
como sistema de gobierno de un Estado, no fue desde el punto de vista teórico
demasiado perfecta, pero en la práctica se puede considerar decisiva, por cuanto el
prestigio de que ha gozado Roma en Occidente durante siglos confirió una aura
especial y cuasi heroica al período republicano, cuyas instituciones y prácticas de
gobierno sólo de manera parcial podrían asimilarse a lo que ahora se entiende por una
democracia parlamentaria. Pero, sin duda, a muchas gentes de muy diversos períodos
históricos pareció infinitamente más deseable que la monarquía absoluta.

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Fue en la Toscana, ya en la Baja Edad Media, donde surgieron las más


tempranas, interesantes y profundas valoraciones de la república romana. Habría que
esperar, sin embargo, varios siglos más para volver a encontrar, esta vez de manera
definitiva, nuevas aproximaciones no sólo teóricas sino también prácticas al sistema
romano republicano. Así, por ejemplo, el sistema de gobierno que se desarrolló en
Gran Bretaña durante los siglos XVII y XVIII, donde la clase dirigente era elegida para
el Parlamento por un limitado pero significativo sufragio público, mientras la mayor
parte del continente seguía siendo absolutista, está muy directamente inspirado en la
teoría y en la práctica política de la Roma republicana, hasta el punto de que las
similitudes no sólo entre ambas formas de gobierno, sino también entre las actitudes y
la escala de valores de ambas sociedades, la romana republicana y la inglesa de esos
siglos, son asombrosas y constantes.
Poco después, a mediados del siglo XVIII se inicia el mayor cambio desde el
Renacimiento: filosóficamente, es el momento del culto por el hombre salvaje y
natural; políticamente, el de las revoluciones norteamericana y francesa; socialmente,
el del rechazo de los modales afectados; estéticamente, el de la huida de lo barroco.
Por ello se rechaza a los romanos –por imitadores– y la atención se vuelve hacia los
griegos –por originales y, por tanto, puros–. Pero hay también una Roma republicana
de severas costumbres y de frugalidad social, de héroes sencillos y de valores
auténticos: esa Roma, dibujada fundamentalmente por el historiador Tito Livio y por los
discursos de Cicerón, sirvió de modelo a muchos de los revolucionarios que
pretendían construir una Francia moderna. Robespierre tenía por apodo “el Romano”.
Esa Roma republicana y el ejemplo, ahora rescatado, del sistema político ateniense
revalorizaron de manera definitiva el concepto de democracia.
Por lo que respecta al sistema conocido bajo el nombre de Principado,
inaugurado históricamente por Julio César, bastaría con recordar que, a principios del
siglo XX, todavía tres gobernantes tenían como apelativo el cognomen del gran
estadista romano: el káiser de Alemania, el zar de Rusia y el shah de Persia; de
hecho, durante 2.000 años, hasta 1978, hubo, más o menos sin interrupción, un
‘césar’ gobernando en algún lugar del mundo. Todos estos sistemas de gobierno
compartían con su modelo romano no sólo el concepto de monarquía absoluta –por lo
demás, mucho más extendida aún– sino también el de serlo dentro de un marco legal
altamente evolucionado.

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Pero no conviene ocultar que también en esa Roma imperial y en sus símbolos
de majestad y grandeza –no siempre bien comprendidos e interpretados– se inspiró
también la ideología fascista que tanto ha atormentado al siglo que acaba de culminar.

3. Roma pagana / Roma cristiana

En otro orden de cosas, frente a la Roma pagana, la azarosa historia de la


propagación del cristianismo y su asunción, en el s. IV, por parte primero de
Constantino y luego de Teodosio como religión oficial del Imperio, posibilitó la creación
de otras dos imágenes muy distintas, y a veces enfrentadas, de la Ciudad; una, como
símbolo del reino del maligno; la otra, como símbolo de la Ciudad de Dios en la tierra.
Pero es un hecho reconocido y aceptado incluso por los antiguos historiadores
cristianos que la aparición y propagación del cristianismo no habrían sido posibles
seguramente si no se hubieran dado unas precisas características religiosas, morales,
éticas y filosóficas, amén de una estabilidad social garantizada por la pax romana, en
los dominios del Imperio. Eso es un hecho que no pasó inadvertido ni siquiera a los
escritores apologéticos, que no ocultan la evidencia de que Cristo escogió para nacer
el momento simbólicamente más decisivo y central de la historia de Roma, a saber, el
del reinado de Augusto que con su paz duradera permitió la plenitud de los tiempos.
El cristianismo ciertamente impregnó de manera decisiva la vida de los últimos
siglos de la Roma antigua, pero también heredó de ella elementos sustanciales, tanto
en su doctrina como en su organización: es más fácil rastrear la idea del purgatorio en
el libro VI de la Eneida virgiliana que en la Biblia; la estructura de las oraciones
cristianas sigue modelos paganos clásicos (invocación, aretología del dios, súplica); la
cabeza visible de Dios en la tierra lleva el mismo título, Pontifex Maximus, que la
suprema jerarquía de la religión pagana, que, por lo demás, solía recaer en la persona
del emperador (de ahí, las pretensiones del papado medieval por ejercer su autoridad
sobre emperadores y reyes temporales).
Esas dos imágenes, la de la Roma pagana y la de la Roma cristiana, ejercieron
una notable influencia tanto en la Antigüedad más tardía como luego en la Edad
Media, de manera que Roma es, según los autores y las ocasiones, unas veces la
Gran Prostituta del Apocalipsis, que fornicaba con los reyes del mundo y se
emborrachaba con la sangre de los santos y se regocijaba por su futura destrucción, o

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la nueva Babilonia por su perversidad y corrupción (así, desde Victorino de Pettau, m.


c. 304, hasta los cátaros y los valdenses, los franciscanos radicales e incluso Dante,
pero en otras ocasiones es también el símbolo del Imperio terrenal necesario para
difundir la religión verdadera, y símbolo de la civilización frente a la barbarie. Para el
mayor poeta cristiano de la Antigüedad tardía, el hispano Prudencio, Roma es la
“Roma de oro”, eterna e invencible, adornada no sólo con sus glorias temporales, sino
también con los méritos de los apóstoles Pedro y Pablo (nuevos Rómulo y Remo) y la
sangre de los mártires.
La fusión de la Roma imperial con la Roma cristiana era preludio de la
consumación de los tiempos y de la instauración de la ciudad de Dios en la tierra. El
papa León I (m. 461) se refería a Roma con estas palabras: “Tú has extendido tu
poder mediante la religión divina más que a través del dominio terrenal” (serm. 82).

4. Roma eterna / Roma en ruinas

Por si todo lo dicho hasta ahora fuera poco, Roma, en su devenir histórico,
político, social y cultural, ha proporcionado siempre al hombre occidental un excelente
objeto de estudio sobre cómo nacen, se desarrollan y alcanzan su plenitud los
imperios, para después caer e, incluso, desaparecer como Estado, por más que
perduren huellas físicas de su pasada grandeza. Hay, en efecto, una Roma
majestuosa y triunfante pero también una Roma en ruinas, que han hecho, por partes
iguales, soñar a multitud de viajeros curiosos con glorias inmensas y meditar sobre la
mudanza de la Fortuna.
Roma ha sido y es el ejemplo más conspicuo de la encarnación de lo mudable
frente a lo eterno con sus ruinas –que evocan un pasado esplendoroso– y su presente
siempre lleno de vida. El mayor poeta latino del siglo XII, Hildeberto de Lavardin (m.
1133), canta así a la Ciudad:

Nada puede igualarte, Roma, ni aun en tus ruinas;


destrozada nos enseñas cuán grande fuiste.
El tiempo ha destruido tu gloria, y los arcos de César
y los templos de los dioses yacen en las ciénagas.

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Cayó la ciudad de la cual, si deseara decir algo justo,
sólo podría afirmar: ¡era Roma!
Pero ni el paso de los años ni las llamas ni la espada
han podido borrar del todo aquel esplendor.

Y en otro de sus poemas, reconoce que la Roma pagana dominó con sus leyes y su
poder el mundo, pero la cristiana con la Cruz domina el cielo. Como él, Poggio
Bracciolini en el XV (al evocar cómo el Capitolio aparece lleno de maleza en el libro
VIII de la Eneida, cómo después alcanza el esplendor augústeo, y cómo finalmente se
vuelve a llenar de maleza tras la caída de Roma), Du Bellay en el XVI, Byron a
comienzos del XIX, por no citar sino ejemplos señeros, representan a una legión de
viajeros que, en todas las épocas y desde todos los lugares, peregrinaron para
contemplar y llorar el mudable rostro de la Fortuna. Y, sin embargo, pocos lugares hay
en el mundo en los que la profundidad y la multiplicidad del pasado sea tan palpable
como en Roma, donde el permanente bullicio y la actividad ruidosa de cada presente
impiden sentir en toda su sobrecogedora dimensión el espíritu de la majestad caída.
En vísperas del Renacimiento, el paisaje urbano de Roma que se abría a los
ojos del curioso era una asombrosa mezcolanza subdesarrollada de edificios antiguos
y modernos, amplios espacios abiertos y monumentos mal identificados; las leyendas
y los cuentos disparatados sobre todo ello abundaban. Para muchos viajeros su visión
resultaba frustrante, más que estimulante. Los anticuaristas de la época, filólogos o
arqueólogos, trabajaron afanosamente por resolver el enorme jeroglífico que tantas
ruinas, reales o metafóricas, ofrecían. Y así, desde Brunelleschi y Donatello en
adelante, los artistas estudiaron los monumentos romanos con el fin de establecer los
principios de proporción y decoración que habían inspirado a los antiguos arquitectos y
escultores. Por otra parte, eruditos como Poggio Bracciolini, recién mencionado,
empezaron a comparar textos con ruinas, recopilando inscripciones e identificando
edificios. A comienzos del siglo XVI y por encargo del papa, Rafael emprendió la
inspección sistemática de las ruinas romanas; desde entonces, el avance en el
conocimiento de la antigua ciudad y de su historia, gracias a las inscripciones, es
increíblemente rápido. Ya no se trataba de admirar románticamente una Roma
construida en la Antigüedad por superhombres, sino de trazar, en un esfuerzo
coherente, detallado y crítico, la historia de sus instituciones, costumbres y logros

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artísticos. En la década de 1580, ya se conocía prácticamente todo lo esencial sobre


esa Roma.
Y como consecuencia del Concilio de Trento, se inició igualmente la
investigación sobre la otra Roma antigua, la Roma cristiana, en buena medida
subterránea, la Roma de las catacumbas y las antiguas basílicas. Los papas del siglo
XV habían soñado con hacer otra vez de Roma una capital clásica; algunos de ellos,
como Nicolás V, reconstruyeron edificios y calles enteras de forma masiva. Pero fue
Sixto V (1585-1590) quien transformó verdaderamente Roma, siguiendo no a los
humanistas y anticuarios, sino a los historiadores eclesiásticos.
Roma siguió siendo para los eruditos el monumento más importante y el centro
de peregrinación más atractivo. Todo artista o sabio que se preciara estaba obligado a
visitarla. Y todavía no ha perdido esa condición.

5. Roma real / Roma ideal

Finalmente, Roma es también ejemplo señero de cómo una realidad concreta


se transforma en una idea abstracta, llena de simbolismos y de connotaciones
diversas, que transcienden, con mucho, su limitado punto de partida. En efecto, llegó
un momento en que la Ciudad se hizo tan grande fuera de sí misma que perdió ella su
protagonismo como señora del Imperio que llevaba su nombre: los emperadores
sentaron sus capitales, por razones diversas, en otros lugares, a veces muy lejos de
Roma, en Tréveris o en Milán, en Sirmio o en Constantinopla, y hubo algunos que
jamás llegaron a pisar la ciudad que fundó Rómulo. Esa pérdida del sentido de la
capitalidad se acentuaría con la partición del Estado, en tiempos de Diocleciano, en
cuatro grandes territorios dotados de gran autonomía política y económica, pero es
paralela del robustecimiento de la idea de Roma como abstracción del Estado
universal. Por eso todos los ciudadanos del Imperio se llamaban a sí mismos y se
sentían “romanos”, fuera cual fuera su procedencia o su linaje. Romano se llamaba
también el imperio mantenido por los bizantinos en Constantinopla hasta 1453: nueva
paradoja ésta según la cual los propios griegos se llamaron a sí mismos durante siglos
rhomaioi, del mismo modo que aún hoy día los turcos llaman a los griegos rum. Sin
duda, no hubiera sido posible tal afirmación de identidad colectiva si para entonces

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Roma no hubiera legado a los pueblos, que luego se sintieron miembros
indispensables de ese cuerpo gigantesco, una vertebración homogénea y singular.
En este sentido, hay ejemplos muy ilustradores. Ausonio, un profesor y escritor
galorromano del s. IV d. C., de interesantísima vida, que llegó a ser preceptor del
príncipe heredero y, luego, cónsul de Roma, aunque nunca llegó a conocer la capital
del Imperio, compuso un catálogo en verso de las ciudades más ilustres de su tiempo.
El primer de esos versos lo dedicó naturalmente a Roma, de la que dice, simplemente:
“La primera de las ciudades, morada de los dioses, la áurea Roma”, situándola de este
modo en el tiempo mítico de la Edad de Oro; y al final de la serie, le consagra estos
otros versos contraponiéndola a Burdeos, su patria chica: “Ésta [Burdeos] es mi patria:
mas Roma está por encima de todas las patrias. Amo a Burdeos, venero a Roma”.
Roma no es, pues, ya una patria sino una abstracción que explica y justifica todo lo
demás; es el común denominador de todas las patrias chicas, es el alma de la
civilización.
No menos lapidario es el testimonio de otro poeta poco posterior a Ausonio.
Rutilio Namaciano (s. V) se dirige así a Roma: “tú has hecho una sola patria de
diversas razas” y “tú has hecho una ciudad de lo que antes era un mundo”. ¿No
resulta sorprendente que hace quince siglos alguien ya hubiera descubierto eso que
luego ha dado en llamarse, como si fuera un hallazgo extraordinario, “la aldea global”?
Gracias a Roma –a su civilización vertebradora y a su facilidad de comunicación
(gracias a las calzadas y al latín)– el mundo era sentido ya en el siglo V como una
única ciudad, en la que nadie era más extranjero ni más ciudadano que cualquiera
otro.
Y, del mismo modo que Ausonio y Prudencio llaman a Roma “la ciudad de oro”,
como antes ya lo habían hecho Ovidio o Marcial, aunque cada uno por razones bien
distintas, fueron muchos los escritores de siglos posteriores los que siguieron
gustando de utilizar ese sintagma, tanto o más que el de “Roma eterna”, para referirse
a la ciudad de Rómulo. Pero bajo todos esos usos late una convicción común, a saber,
la de que Roma representa pura y simplemente la civilización frente a la barbarie, el
orden frente al caos, la seguridad frente al peligro, el bienestar frente a la miseria...

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6. Roma, símbolo de unidad

Roma irradia, pues, una imagen proteica y ciertamente paradójica: Roma es


una ciudad y, al mismo tiempo, un gigantesco imperio; Roma es modelo de ideales
republicanos y, al mismo tiempo, ejemplo de imperialismo desmesurado; Roma es
símbolo del mal y, al mismo tiempo, la ciudad santa; Roma es una ciudad en ruinas y
también llena de majestad; Roma es algo concreto pero a la vez es un sueño ideal. Y,
sin embargo, paradójicamente, esas Romas tan variadas han sido todas ellas, también
y frente a la fragmentación de los pueblos no civilizados, imagen de unidad y
coherencia.
Los romanos fueron el único pueblo que logró unificar la totalidad del litoral
mediterráneo bajo una sola autoridad y mantener su imperio durante siglos, lo que
constituye uno de los hechos más notables de la historia. Repárese en un hecho muy
ilustrativo para entender qué significa eso de la pax romana: durante no menos de dos
siglos bastó una sola legión, unos seis mil soldados, para mantener la seguridad de
toda la península ibérica; la mitad de esos hombres se encontraban acantonados en
León y la otra mitad en Linares (Jaén), en ambos casos en distritos mineros; pues
bien, como aún así resultaban excesivos, en ocasiones algunas de sus cohortes
fueron desplazadas a la frontera del Rín, como apoyo de las tropas allí desplegadas.
Aún más sorprendente es el sistema, a la vez autoritario y a la vez flexible, con
que la ciudad del Lacio supo mantener esa unidad: ya he hecho alusión a su
capacidad por recrear de forma cuasi clónica sus principios urbanísticos y
civilizadores; súmese ahora a todo ello algo que para nosotros posee una vigencia de
última hora: en cualquier lugar del Imperio, mucho más extenso de lo que puede
abarcar ahora la Unión Europea, se podía utilizar la misma moneda, el denario (de
donde procede, nada más y nada menos que nuestra palabra ‘dinero’, lo que es de por
sí sobradamente significativo) y ese sistema se mantuvo, con las fluctuaciones
inevitables, bien es cierto, durante varios siglos. Una sola administración, un solo
ejército, una sola religión oficial, una sola lengua, una sola moneda... Y, sin embargo,
los romanos jamás prohibieron el uso de las lenguas indígenas e, incluso, en sus
territorios de Oriente aceptaron como cooficial al griego; jamás prohibieron los cultos
locales, sino que aceptaron a los dioses indígenas en su propio panteón; y además
tuvieron el buen sentido de consentir un cierto grado de flexibilidad en la vida

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municipal, hasta el punto de que las monedas indígenas de baja aleación pudieron
seguir circulando durante mucho tiempo, sobre todo en el mundo griego, mientras que
los municipios se organizaban por los propios habitantes indígenas con un cierto grado
de autonomía que les permitía, incluso, acceder a las magistraturas imperiales y al
senado romano.
Roma, pues, se convirtió en la encarnación evidente y real de las posibilidades
de un mundo ideal, sin nacionalidades, pacífico, civilizado y desarrollado
culturalmente. Occidente se ha sentido siempre subyugado, de una u otra manera,
consciente o inconscientemente, por esa imagen unitaria. De ahí que Carlomagno se
hiciera coronar por el papa como emperador de un Sacro Imperio Romano que iba a
durar, al menos nominalmente, mil años, superando incluso la acidez crítica de un
Voltaire que denunciaba el hecho de que ni era sagrado, ni romano, ni apenas un
Imperio. De ahí también, y no creo que sea casual, que el tratado de fundación del
Mercado Común sea conocido como Tratado de Roma, no sólo por el lugar donde se
firmó, sino sobre todo por el hecho de haberse escogido para su firma un lugar pleno
de simbolismo para la nueva andadura de Europa.
Nada tiene, pues, de extraño que los hombres cultos de Europa hayan vuelto
siempre sus ojos hacia Roma y que se hayan afanado por conocer y cultivar su lengua
y su literatura. Y ese afán se convirtió en verdadera obsesión entre los hombres que
hicieron posible ese período extraordinario de la historia europea que conocemos con
el nombre del Renacimiento. Tanto en los países protestantes como en los católicos
surgieron escuelas donde se enseñaba retórica, ética e historia romanas a los futuros
diplomáticos, administradores y clérigos. Roma ofrecía una literatura de gran calidad
para ser enseñada en las escuelas y también imitada en las lenguas vernáculas. Por
toda Europa muchos hombres se formaron a sí mismos gracias a la producción de
obedientes pastiches a imitación de Virgilio, Ovidio o Séneca, antes de dedicarse a la
creación de epopeyas y tragedias en sus propias lenguas. Roma, además, ofrecía
incomparables ocasiones para el turismo culto. En definitiva, las gentes cultas de
Europa se afanaron por rescatar del olvido, primero, y por dar vida, después, tanto a
edificios, como instituciones y obras literarias.
Petrarca, Salutati y Bruni, entre otros, fueron los primeros en defender el
estudio y la imitación de los clásicos literarios latinos, frente a los filósofos escolásticos
medievales, y ello no sólo por sus valores literarios sino también por considerarlos

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como el mejor fundamento para una vida recta, la mejor fuente para una ética válida y
como ejemplos históricos útiles y como modelos incomparables de aquella elocuencia
retórica que hacía atractiva y efectiva la ética. Incluso se atrevieron a emular a los
antiguos reviviendo los géneros literarios por ellos cultivados: la poesía épica al modo
de Virgilio, la historiografía a la manera de Tito Livio, la tragedia de Séneca, etc. Estos
eruditos y otros muchos, sobre todo italianos, se dedicaron durante 150 años a la
ingente tarea de recopilar el mayor número posible de textos antiguos en copias
manuscritas de la máxima fiabilidad, visitando en condiciones no siempre agradables
bibliotecas y monasterios de toda Europa, para, entre otras cosas, extraer de esos
manuscritos las reglas gramaticales y el léxico del latín clásico, expurgándolo de todas
las adherencias que lo habían deformado a lo largo de los siglos medievales. Cuando
Lorenzo Valla, ya en el siglo XV, publicó sus famosísimas Elegancias del latín,
convertidas en el libro de texto fundamental para el aprendizaje del latín clásico, la
tarea emprendida por los primeros humanistas –la fijación de los textos antiguos a
partir de los diversos manuscritos conservados de cada obra y el consiguiente
redescubrimiento del latín clásico– estaba prácticamente concluida en sus líneas
fundamentales. Gracias a estas bases, los eruditos alemanes de los siglos XVIII y XIX
pudieron desarrollar hasta los límites que ahora conocemos la filología moderna,
aplicando los principios de los humanistas, con unos métodos más rigurosos y
sistemáticos.
La influencia de todo ello sobre las diferentes literaturas vernáculas fue
enorme. Los poetas de la Pléiade, por ejemplo, cultivaban la poesía en francés, del
mismo modo que lo habían hecho los antiguos poetas latinos: si éstos se habían
inspirado en los griegos, los franceses lo hicieron en los romanos. La nueva estética
literaria por todas partes, incluida España, se podría resumir en estas palabras del
célebre erudito Estienne:

Horacio copia sin tratar de ocultarlo... Pero cambia lo que copia para que
parezca original, de tantas maneras distintas que apenas pueden reconocerse
sus autores. Y esta es una forma honorable de robo.

En definitiva, la imitación y la rivalidad literarias entre modernos y antiguos –


paralela a la que habían establecido los escritores romanos frente a los griegos– se

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constituyeron en los elementos indispensables de la creación artística. Y lo más
sorprendente es que el latín y su literatura alcanzaron a satisfacer por igual las ansias
de originalidad y de clasicismo de cualquier escritor culto del siglo XVI en cualquier
rincón de Europa: no todos ellos aceptaron los mismos modelos antiguos ni los
mismos patrones estilísticos, pero todos se dejaron invadir por un mismo prurito
anticuarista y erudito y lo cultivaron con idéntico afán.
La cultura latina, de este modo, impregnó de manera definitiva la literatura en
lengua vulgar, hasta el punto de que una de las características fundamentales de la
literatura de Occidente, se exprese en la lengua que se exprese, es la de estar en
permanente diálogo con los escritores del pasado, en especial con los que escribieron
en latín. Así, cuando nuestro gran Garcilaso comienza su canción V con los famosos
versos:

Si de mi baja lira
tanto pudiese el son, que en un momento
aplacase la ira
del animoso viento
y la furia del mar en movimiento,

y en ásperas montañas
con el suave canto enterneciese
las fieras alimañas,
los árboles moviese
y al son confusamente los trujiese....

no hace sino adecuar su figura de poeta a la del mítico Orfeo que llegó a bajar a los
Infiernos para recuperar, con el arma poderosa de su música, a su esposa Eurídice.
Cuando Cervantes nos muestra a Don Quijote, hablando a unos cabreros con un
puñado de bellotas en la mano, pone en sus labios un largo discurso sobre el mito de
la Edad de Oro, tomado obviamente de los autores clásicos. En fin, cuando Federico
García Lorca compone su conocidísimo romance de la gitanilla Preciosa perseguida
por el viento verde, está recreando no sólo el personaje cervantino sino también el
mito del viento Bóreas y de la ninfa Oritía narrado por Ovidio.

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El latín ha servido, incluso y paradójicamente, para afirmar causas


nacionalistas en países que nunca llegaron a hablarlo en la Antigüedad. Así, las clases
cultas húngaras de los siglos XVIII y XIX preferían expresarse en latín, lengua de tanto
o más prestigio que la de sus dominadores, antes que en alemán bajo el Imperio
austrohúngaro, del mismo modo que más tarde en el siglo XX y hasta hace bien poco
rechazaron el aprendizaje del ruso. Porque, ciertamente, han sido muchos, y no sólo
en la Antigüedad, los pueblos que han sentido un orgullo legítimo en ser considerados
miembros de los países civilizados y cultos, por vía del aprendizaje del latín. El caso
de Alemania es, quizás, el más conmovedor de todos, por el celo extraordinario y muy
superior al de cualquier otro pueblo, incluidos los románicos, que siempre ha puesto
en la defensa y en el cultivo de la lengua del Lacio. Pero también otros como Suecia
han querido destacar por ello; a mediados del siglo XVIII, Samuel Älf, hermano de
Emanuel Swedenborg, hizo una exhaustiva recopilación de toda la literatura sueca
escrita en latín hasta esos momentos, que supera con mucho a lo producido en lengua
vernácula y que por tanto es fuente indispensable para el estudio y el conocimiento de
la cultura de ese país; pues bien, tal colección, custodiada ahora en la biblioteca del
episcopado de Linköping y salvada hace pocos años milagrosamente de un incendio
causado por un demente, está todavía por editar y estudiar. Y por lo que respecta a
nuestra propia historia, es también significativo el entusiasmo con el que muchos de
los hombres cultos de las jóvenes naciones americanas dieron en cultivar el latín
durante el siglo XIX para reafirmar su nacionalismo progresista y civilizado.

Conclusión

Nada de particular tiene, pues, que cada época haya podido encontrar en las
múltiples imágenes de Roma modelos de virtud o ejemplos de depravación y
corrupción. Pero es cierto que desde el Romanticismo, Occidente se ha ido
distanciando paulatinamente de sus raíces romanas, hasta el punto de que el siglo XX
ya apenas reconoce el mundo clásico como base de sí mismo. Y, sin embargo, su
influjo en tres de los pensadores que más lo han condicionado, Marx, Freud y
Nietzsche, es más que plausible. Marx empezó su carrera con una tesis doctoral sobre
la influencia de Demócrito en Epicuro, o lo que es lo mismo, con una reflexión
profunda sobre la más materialista de las doctrinas filosóficas antiguas, cuyo punto de

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partida era la ciencia física y, por tanto, era ajena por completo a las disquisiciones
metafísicas aristotélicas; no parece descabellado, pues, suponer que los
conocimientos clásicos de Marx condicionaron de algún modo el nacimiento y el
desarrollo de sus doctrinas. En cuanto a Freud y el psicoanálisis, cabe decir que su
famosa teoría de los complejos no habría sido la misma sin el Edipo rey de Sófocles,
por más que no parezca haberlo entendido demasiado bien; pero también otros
muchos elementos de su pensamiento deben no poco al Banquete de Platón, o a la
tragedia griega, a Virgilio o a la crítica textual, disciplina creada y cultivada a la sazón
de modo casi exclusivo por los filólogos clásicos. Por último, y por lo que respecta a
Nietzsche, es de sobra sabido que su descripción de la tensión existente en la mente
creativa entre lo apolíneo y lo dionisíaco se enmarca también en el mundo cultural
clásico; su primera obra, en donde expone ya esa línea de pensamiento, versa
precisamente sobre El nacimiento de la tragedia, de influjo decisivo sobre la literatura,
el arte y el pensamiento de nuestra época.
Roma, para nosotros, no vale tanto por lo que fue en sí misma, por muy grande
que fuera, sino por lo que representó para Occidente durante muchos siglos y hasta
ayer mismo. La historia y la civilización de Roma han sido un vivero inagotable de
exempla para todos los tiempos. Ha habido otras grandes civilizaciones, en Egipto o
en Mesopotamia, en América central y en Suramérica, en China y en la India, en el
Mediterráneo y en el Oriente Próximo musulmanes; también son gigantescos sus
legados y en determinados ámbitos geográficos, por supuesto, más determinantes
para el hombre de hoy que el legado de la civilización grecorromana. Pero ha sido
precisamente la veneración de quienes quisieron seguir hablando y escribiendo en
latín, fieles a la idea de Roma como sinónimo de cultura y civilización, los que han
hecho verdaderamente grande el legado clásico por excelencia. Roma ha
representado siempre la civilización frente a la barbarie, la unidad frente a la
fragmentación, la paz frente a la inseguridad. Por eso, Roma ha sido tan admirada e
incluso tan amada y, al mismo tiempo, tan odiada y despreciada.

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Bibliografía

Curtius, E. R., Literatura europea y Edad Media latina, México-Madrid-Buenos Aires,


FCE, 2 vols., 1976 (1ª ed. alemana, 1948).

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