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La obra, La construcción, La
guarida (“Der Bau”, en alemán): “Parece
que ha quedado bien […] en realidad no
conduce a ninguna parte”. Es este el
principio de un final, el comienzo de uno
de los últimos relatos de Franz Kafka,
una mirada atrás, un vistazo inacabado a
su producción literaria. Un narrador en
primera persona nos sumerge con él, nos
arrastra cogidos del pescuezo hacia las
profundidades del mar de dudas y
obsesiones del autor. “Sé que mi tiempo
está contado”. El protagonista, un
roedor, sabe tan bien como Kafka
que su final está cerca. Nos lo susurra
al oído un ruido misterioso. “Ese ruido es relativamente inocente; ni siquiera
lo oí cuando llegué, aunque ya existía con anterioridad”. Una presencia
ubicua, una amenaza que, por más que la busca, no encuentra por ninguna
parte porque está en él. Lo escribe gravemente enfermo de tuberculosis, y la
enfermedad no le permite acabarlo. En este relato señala que la obra es “un
agujero destinado a la salvación de mi vida”.
El mismo Borges, tan fuertemente influido por los relatos de Kafka, deja
bien claro que todos ellos son pesadillas. En algunos casos vemos que lo son
incluso de manera explícita, como en “Un sueño”, donde el personaje nos
cuenta cómo se va adentrando en la oscuridad infinita, en la “impenetrable
profundidad”, justo antes de despertar. Lo que en el caso de La
metamorfosis (Die Verwandlung, en alemán) convierte el sueño de Kafka
en algo terrible es que la historia comienza cuando Gregor Samsa despierta
(también el ruido misterioso de su guarida comienza al despertar). Es una
muñeca rusa de la que el que sueña solamente puede escapar con su propia
muerte, es decir, no hay salida. Es un laberinto cuya última puerta conduce a
una caída al vacío. También “El cazador Gracchus” está atrapado. Está
muerto, pero de algún modo sigue entre los vivos. Su barca, pilotada por su
propio Caronte, naufraga en su particular laguna Estigia. Tenemos la certeza
de que transitamos un mundo onírico al darnos cuenta de que a Gregor no
le preocupa su condición de insecto, sino más bien cuestiones referidas a los
otros; la economía familiar, la salud de la madre, el futuro de su hermana…
Ser un escarabajo parece no importarle demasiado cuando tras descubrir su
cuerpo monstruoso posterga su puesta en marcha y observa melancólico el
cielo gris por la ventana. Kafka destruye las expectativas del lector que está a
la espera de un inminente ataque de pánico. Borges dejó escrito que el
mundo de Kafka está inundado por dos grandes obsesiones, dos
gruesos pilares sobre los que su obra está construida: la
subordinación y el infinito. Pero lo que subyace a estas dos ideas (y el
visionario invidente lo sabía bien) es el poder y la muerte. Las jerarquías
que articulan el universo de Kafka son el resultado de un conflicto en el que
más que lucha lo que se produce es aniquilación. En El proceso, el individuo
es aplastado por la maquinaria del Estado sin oposición alguna. La ley
todopoderosa doblega a Josef K. hasta hundirle un cuchillo en el corazón,
terminando, como él mismo dice, “como un perro”. En Ante la Ley se
encuentra otro de sus personajes (o el mismo Josef K. al integrar el relato en
su novela), en un intento vano de acceder a ella. Un guardián custodia la
puerta de entrada, y todo un ejército de guardias detrás de él, cada cual más
poderoso y brutal. Con la muerte de K. la puerta se cierra. De igual modo, El
castillo es una fortaleza infranqueable ante la que no cabe oposición alguna, y
frente a la que el protagonista se encuentra del todo impotente, es decir, sin
libertad. Lo que Borges llama infinito es la acotación de la existencia, los dos
márgenes entre los que el hombre habita; de donde viene y hacia donde va. El
inexcusable y eterno vacío, la muerte. “Infinito como el infierno”, aseguraba
Borges. De ahí que su obra sea inconclusa.
Kafka pasa sus últimos días postrado en una cama en el sanatorio de Kierling.
Ha pactado desde hace ya tiempo la inyección letal de morfina con
su amigo Robert Klopstock. Llegado el momento este tendrá que
atravesar la piel con la aguja y empujar el émbolo de la jeringuilla. El 3 de
junio Kafka empeora drásticamente. Su garganta está tan inflamada que
apenas puede respirar. La traqueotomía no es una opción. Klopstock se
muestra reticente. Pero sufriendo sus últimos estertores, Kafka se pone
violento y le obliga a que cumpla su promesa. Con Dora al lado, su último
amor, deja de respirar. Tal vez a un moribundo, como en ese tiempo lo fue
Kafka, le convenga siempre tener entre sus lecturas de cabecera a Epicuro.
Parece ventajoso pensar, como afirma en su Carta a Meneceo, que la muerte
no es un problema para el hombre:
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