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La muerte de Kafka

Miguel Antón Moreno / 22 agosto, 2018

La obra, La construcción, La
guarida (“Der Bau”, en alemán): “Parece
que ha quedado bien […] en realidad no
conduce a ninguna parte”. Es este el
principio de un final, el comienzo de uno
de los últimos relatos de Franz Kafka,
una mirada atrás, un vistazo inacabado a
su producción literaria. Un narrador en
primera persona nos sumerge con él, nos
arrastra cogidos del pescuezo hacia las
profundidades del mar de dudas y
obsesiones del autor. “Sé que mi tiempo
está contado”. El protagonista, un
roedor, sabe tan bien como Kafka
que su final está cerca. Nos lo susurra
al oído un ruido misterioso. “Ese ruido es relativamente inocente; ni siquiera
lo oí cuando llegué, aunque ya existía con anterioridad”. Una presencia
ubicua, una amenaza que, por más que la busca, no encuentra por ninguna
parte porque está en él. Lo escribe gravemente enfermo de tuberculosis, y la
enfermedad no le permite acabarlo. En este relato señala que la obra es “un
agujero destinado a la salvación de mi vida”.

Kafka muere en la primavera de 1924 tras una larga y penosa


enfermedad. “No lo leas Franz, no lo hagas”. Eso le diría a un agónico y
desnutrido tuberculoso para el que un pequeño bocado supone un dolor de
garganta infernal. Ya en lo que iba a ser su lecho de muerte recibe para
corregir la galerada de “El artista del hambre”, un relato en el que el
protagonista ejerce admirablemente la vocación del ayuno. Kafka había
privado de alimento a muchos de sus personajes y ahora debía enfrentarse a
un texto en el que el héroe muere de inanición, pesando él mismo cincuenta
kilos. Las lágrimas ruedan por sus mejillas. La suerte le tenía preparada una
cruel ironía, tan atroz como la de su propia literatura. Pero ante mi
advertencia Kafka contestaría desde “La guarida”, diciendo que “nada nos
puede separar por mucho tiempo y en algún momento bajaré a ella con toda
certeza”. Y es que hasta el último momento Kafka volvió sobre su
obra, y no soltó la pluma hasta poco antes de expirar. El día antes de
su muerte escribe una carta a sus padres con un fingido optimismo, quizá en
un intento de desesperada consolación. Como apunta Reiner Stach en su
biografía, “El lenguaje, el medio de su vida, sigue a su servicio hasta el final”.

El mismo Borges, tan fuertemente influido por los relatos de Kafka, deja
bien claro que todos ellos son pesadillas. En algunos casos vemos que lo son
incluso de manera explícita, como en “Un sueño”, donde el personaje nos
cuenta cómo se va adentrando en la oscuridad infinita, en la “impenetrable
profundidad”, justo antes de despertar. Lo que en el caso de La
metamorfosis (Die Verwandlung, en alemán) convierte el sueño de Kafka
en algo terrible es que la historia comienza cuando Gregor Samsa despierta
(también el ruido misterioso de su guarida comienza al despertar). Es una
muñeca rusa de la que el que sueña solamente puede escapar con su propia
muerte, es decir, no hay salida. Es un laberinto cuya última puerta conduce a
una caída al vacío. También “El cazador Gracchus” está atrapado. Está
muerto, pero de algún modo sigue entre los vivos. Su barca, pilotada por su
propio Caronte, naufraga en su particular laguna Estigia. Tenemos la certeza
de que transitamos un mundo onírico al darnos cuenta de que a Gregor no
le preocupa su condición de insecto, sino más bien cuestiones referidas a los
otros; la economía familiar, la salud de la madre, el futuro de su hermana…
Ser un escarabajo parece no importarle demasiado cuando tras descubrir su
cuerpo monstruoso posterga su puesta en marcha y observa melancólico el
cielo gris por la ventana. Kafka destruye las expectativas del lector que está a
la espera de un inminente ataque de pánico. Borges dejó escrito que el
mundo de Kafka está inundado por dos grandes obsesiones, dos
gruesos pilares sobre los que su obra está construida: la
subordinación y el infinito. Pero lo que subyace a estas dos ideas (y el
visionario invidente lo sabía bien) es el poder y la muerte. Las jerarquías
que articulan el universo de Kafka son el resultado de un conflicto en el que
más que lucha lo que se produce es aniquilación. En El proceso, el individuo
es aplastado por la maquinaria del Estado sin oposición alguna. La ley
todopoderosa doblega a Josef K. hasta hundirle un cuchillo en el corazón,
terminando, como él mismo dice, “como un perro”. En Ante la Ley se
encuentra otro de sus personajes (o el mismo Josef K. al integrar el relato en
su novela), en un intento vano de acceder a ella. Un guardián custodia la
puerta de entrada, y todo un ejército de guardias detrás de él, cada cual más
poderoso y brutal. Con la muerte de K. la puerta se cierra. De igual modo, El
castillo es una fortaleza infranqueable ante la que no cabe oposición alguna, y
frente a la que el protagonista se encuentra del todo impotente, es decir, sin
libertad. Lo que Borges llama infinito es la acotación de la existencia, los dos
márgenes entre los que el hombre habita; de donde viene y hacia donde va. El
inexcusable y eterno vacío, la muerte. “Infinito como el infierno”, aseguraba
Borges. De ahí que su obra sea inconclusa.

La muerte como protagonista hace de la obra de Kafka una


tanatología. En su epistolario encontramos manifestaciones de su
preocupación por el tema: “¿Te asusta pensar en la muerte? Yo sólo tengo un
miedo terrible al dolor […] Por lo demás, uno se puede aventurar a la
muerte”. El sufrimiento como parte del proceso de destrucción es recurrente
(recordemos la manzana que lanza el padre, incrustada, lacerando el
caparazón de Gregor); incluso en algunos casos la muerte supone una
salvación, su llegada pone fin al sufrimiento. Cuando en “Un sueño” el artista
comienza a tallar su nombre en la lápida, “la primera línea que escribió
supuso para K. una liberación”. Sin embargo, la declaración a su querida
Milena no parece concordar del todo con las inquietudes que en su obra
plantea. No se puede decir que la muerte entendida como dolor sea la
principal materia que conforma el universo de Kafka; es mucho más que eso.
Gregor Samsa, en su nueva condición de insecto, se convierte en el único
animal capaz de experimentar una muerte personal. Según la distinción del
recientemente fallecido Hugo Tristram Engelhardt Jr. en su obra Los
fundamentos de la bioética, podemos hablar de dos formas de existencia del
hombre: como ser humano o como persona. Mientras que la primera exige
únicamente la conservación de las funciones vitales, la segunda se caracteriza,
además, por la capacidad para tener conciencia de uno mismo y para
relacionarse con los demás. A partir de su distinción, el mismo Engelhardt
afirma que algunos seres humanos, como aquellos que sufren una demencia
severa o una disminución psíquica de gravedad, no podrían ser considerados
personas. Esta clasificación, no exenta de polémica, plantea serias dudas
acerca de la condición a la que conduce la animalidad en Kafka. El horrible
insecto en el que Gregor se transforma tiene plena conciencia de sí
mismo, pero su capacidad para comunicarse con los demás
desaparece. “¿Han podido entender alguna palabra? ¿No se estará burlando
de nosotros? […] Era una voz de animal”. Está condenado a ocupar un
eslabón que no encaja con el resto de la pieza, habita un limbo inaccesible con
forma de coleóptero. Kafka diseña una condena sofisticada, una condena que
además Gregor no merece. Ni el mismo Hades fue capaz de concebir un
castigo tan cruel para Sísifo, tampoco Zeus para Atlas. Ninguno de los dos,
cargando a sus espaldas la piedra y el cielo, sufre tanto como Gregor cargando
con una conciencia enjaulada. Gregor Samsa ha muerto ante los ojos de los
demás: “No quiero pronunciar ante ese monstruo el nombre de mi hermano
[…] tienes que quitarte de la cabeza que es Gregor”. La clasificación de
Engelhardt no es soluble en La metamorfosis. Recordemos además que esta
incapacidad para la comunicación, las herramientas insuficientes para lograr
relaciones satisfactorias, constituye uno de los tres grandes miedos que según
Freud atormentan al hombre, junto con la muerte y la supremacía de la
naturaleza. En “Informe para una academia”, nuestro simiesco protagonista
experimenta un proceso evolutivo hiperacelerado. De nuevo esa incapacidad
para la comunicación aun cuando el refinado primate habita ya el mundo de
los hombres. El lenguaje humano, dice, no le permite expresar su verdad
simiesca. También en El proceso es evidente la limitación comunicativa de
Josef K. La Ley omnipotente no le permite emitir mensajes, sólo puede
recibirlos. Experimenta con ello una degradación progresiva, una
continua deshumanización.

Kafka pasa sus últimos días postrado en una cama en el sanatorio de Kierling.
Ha pactado desde hace ya tiempo la inyección letal de morfina con
su amigo Robert Klopstock. Llegado el momento este tendrá que
atravesar la piel con la aguja y empujar el émbolo de la jeringuilla. El 3 de
junio Kafka empeora drásticamente. Su garganta está tan inflamada que
apenas puede respirar. La traqueotomía no es una opción. Klopstock se
muestra reticente. Pero sufriendo sus últimos estertores, Kafka se pone
violento y le obliga a que cumpla su promesa. Con Dora al lado, su último
amor, deja de respirar. Tal vez a un moribundo, como en ese tiempo lo fue
Kafka, le convenga siempre tener entre sus lecturas de cabecera a Epicuro.
Parece ventajoso pensar, como afirma en su Carta a Meneceo, que la muerte
no es un problema para el hombre:

Acostúmbrate a considerar que la muerte no es nada en relación a


nosotros. Porque todo bien y todo mal está en la sensación; ahora bien, la
muerte es privación de sensación. […] Así, el más terrorífico de los males,
la muerte, no es nada en relación a nosotros, porque, cuando nosotros
somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente,
nosotros no somos más. Ella no está, pues, en relación ni con los vivos ni
con los muertos, porque para unos no es, y los otros ya no son.

Imaginemos a Epicuro, con su túnica,


entrando al velatorio de Kafka, apoyando
sus manos sobre los hombros de los
padres del difunto, y cogiendo después la
mano de Dora, que llora
desconsoladamente. El filósofo les diría:
“No os preocupéis, queridos, porque en
realidad vuestro amado hijo no ha
experimentado ningún mal con su propia
muerte. Cuando esta apareció, él ya no
estaba, y cuando él existía, la muerte
todavía no era nada”. Entonces los
familiares y amigos de Kafka se mirarían
confusos y, tras meditar unos segundos,
comenzarían a dibujar sonrisas en sus
rostros. Todo el dolor desaparecería y comenzarían a recordar con júbilo
anécdotas de su vida, brindando con champán y quién sabe si bailando una
danza checa. Esta situación es, por supuesto, absurda. Si Epicuro acudiese
al velatorio de Kafka con la idea de hacer desaparecer el dolor de los
corazones de sus seres queridos, probablemente su padre, un furioso
Hermann Kafka, lo echaría de allí a patadas. Al imaginar esta situación vemos
que el argumento de Epicuro es ridículo si pretendemos tomarlo en serio.
Epicuro parece ignorar que no es necesario tener experiencia de la muerte
(cosa difícil) para sufrir en vida el terror y la amenaza que suponen su
conocimiento; no podemos experimentarla, pero ello no es necesario para
que nos atormente conocer su existencia. Si Epicuro tuviese razón, si
preocuparse por la muerte fuese absurdo, la obra de Kafka en buena medida
carecería de sentido. Pero la muerte entendida como privación (expolio
supremo), sabernos finitos y entender que no podremos gozar de los placeres
que la vida nos ofrece, es una preocupación de una gravedad absoluta, y por
tanto ineludible. “Qué pasaría si siguiera durmiendo un poco y olvidara todas
estas locuras? –pensó, pero eso era del todo irrealizable, pues estaba
acostumbrado a dormir sobre el lado derecho, y en su estado actual era
imposible adquirir esa posición”. Del mismo modo que Gregor Samsa no
puede ignorar su terrible condición de insecto, el ser humano tampoco puede
negar la importancia del asunto más serio. El razonamiento de Epicuro no
deja de ser una serena rabieta, una inútil defensa por parte de un amante del
placer. Es una huida por la puerta de atrás a su querido jardín. Sorprende
cuántos grandes filósofos a lo largo de la historia se han adherido a la postura
del filósofo griego. Desde Lucrecio hasta Feuerbach, pasando por
Cicerón, Séneca o Plutarco. También don Arturo Schopenhauer,
desde el rincón del pesimismo, se deja contagiar por el entusiasmo hedonista
cuando afirma que preocuparse por la muerte tendría tan poco sentido como
preocuparse por el estado precedente a nuestro nacimiento. “La infinitud
posterior [después de mi vida] sin mí puede ser tan escasamente espantosa
como la infinitud anterior [antes de mi vida] sin mí, dado que ambas solo se
diferencian por la intromisión de un efímero lapso vital”. En la otra orilla,
bien lejana, se habría perdido un náufrago llamado Unamuno, que en la
soledad de su paraje gritaría al viento que la muerte es un mal, el mayor de
todos, incluso independientemente de las privaciones que conlleve, sin tener
en cuenta los bienes que nos arranque a su llegada. En Diario íntimo se
confiesa:

Lo que me espanta es la aniquilación, la anulación, la nada más allá de la


tumba. ¿Qué más podría hacer el infierno?, solía decirme a mí mismo. Y
esa idea me atormenta. Yo diría que, en el infierno se sufre, pero uno está
vivo; y lo que importa es vivir, ser, incluso si se está sufriendo.

Desde luego la obra de Kafka no parece concordar con la trágica


desesperación del vasco. Como hemos visto, la muerte en su universo aparece
a veces como salvación, tanto como amenaza insoslayable. “El puente”, un
personaje cosificado, nos revela el cumplimiento de la constante amenaza que
siempre lo había acechado: “Estaba desgarrado y atravesado por los afilados
salientes que, desde los furiosos remolinos me habían contemplado siempre
con mirada pacífica”. Son estas amenazas las que desde la antigüedad se
esconden en la literatura. La muerte como el problema fundamental lo
encontramos ya en Sófocles, cuando Edipo se refiere a la suya como “El
momento supremo de mi vida”. Edipo y Sileno, de haberse conocido, bien
podrían haberse burlado juntos del rey Midas. La sentencia del viejo rey sin
ojos, en sus últimos momentos, recuerda a la del fauno bebedor: “No haber
nacido es la suprema razón; pero una vez nacido, de donde uno ha venido es
lo que procede lo más pronto posible”.

Kafka no es el primero en poner de manifiesto las contradicciones del ser


humano a través de la animalización. El mismo Cervantes en El coloquio de
los perros ofrece un valioso ejemplo de cómo dos animales pueden
reflexionar agudamente sobre su tiempo. Sin embargo Kafka, al elegir como
protagonista a un insecto, lleva al extremo la deshumanización de su
protagonista. En su literatura anticipó la violencia anónima que se cernía
sobre Europa. La violencia de las cámaras de gas, donde como Josef K., la
víctima no puede rebelarse contra un agresor invisible, y en las que unos años
después morirían sus tres hermanas y dos de las cuatro mujeres con las que
más apasionadamente tuvo relación. Gran parte de la obra de Kafka está
perdida. Dora Diamant se hizo cargo de muchos de los manuscritos, y aunque
la actriz polaca logró escapar a Londres, no consiguió salvar de la Gestapo
también a su amor. Sería Max Brod quien obedecería las ocultas plegarias de
su querido amigo Franz, cuando este le pidió que destruyese su literatura. En
las súplicas del genial tuberculoso están sus ansias de vivir.

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