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La belleza que nos salva*

Miguel Ángel Estupiñán Medina**

Fecha de recepción: 25 de febrero de 2011


Fecha de aprobación: 20 de marzo de 2011

Resumen
La reflexión se sitúa al interior de una estética teológica y pretende considerar la
experiencia de sentido que ha de animar la vivencia moral cristiana. Inicia con
una aproximación a la crisis moral actual, y contempla la irrupción de la belleza
en el rostro histórico del Crucificado-resucitado como posibilidad de reconocer los
rasgos claves que han de definir al cristiano. Incluso el mundo del arte posibilita
descubrir que la realización auténtica de la dimensión estética del cristianismo
está emparentada con una real vivencia del carácter ético que acompaña a la fe.

Palabras clave: Experiencia de sentido, moral, belleza, arte.

Introducción
El presente trabajo, ofrecido a modo de ensayo debido a la naturaleza de
la experiencia que deseo comunicar, constituye una reflexión teológica
en torno de la experiencia de sentido que ha de animar la vivencia moral

*
Trabajo final de investigación para la asignatura de Moral fundamental.
**
Licenciado en Teología de la Pontificia Universidad Javeriana, con experiencia en el campo de
la pastoral educativa; promueve la denominada via pulchritudinis, un camino de evangeliza-ción
y de diálogo en el seno de las culturas, que procura, a partir de la educación en la percep-ción,
tender puentes que nos lleven a caminar junto a los no creyentes. Correo electrónico: maem86@
gmail.com

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cristiana y de los rasgos claves que de ella se desprenden para su posterior


profundización.
El horizonte en el cual se enmarcan mis preguntas es el propio de
una estética teológica, a saber, la dimensión estética de la revelación; de
ahí la posibilidad y validez de concebir el problema de la belleza como
categoría ético-teológica nodal del asunto moral que nos compete.
Comienzo con una aproximación a la crisis moral actual, contexto
–como veremos– de nuestra reflexión y acción ética. A partir de ella surgen
las principales inquietudes que desarrollaremos a lo largo del texto y que
desde ya quisiera esbozar de la siguiente forma: con el encuentro con la
belleza que salva se abre para nosotros el horizonte de la vivencia moral
cristiana y sus exigencias hoy.
Respecto de lo anterior, la experiencia que podemos tener es tratada
en el segundo y en el tercer momento: la irrupción de la belleza en el
rostro del Crucificado-resucitado y el valor del arte para la fe.
A partir de allí, y habiendo podido distinguir la experiencia de
sentido que ha de animar la vivencia moral de los cristianos y cristianas,
profundizo en rasgos claves de la misma desde la siguiente claridad: en
la vivencia auténtica de la dimensión ética del cristianismo llega a su
realización, de igual modo, el carácter estético que le es ineludible.

La negación de la belleza en el mundo actual:


interpretación de la crisis moral contemporánea

La aproximación a la crisis moral actual, con la cual iniciaremos este


estudio teológico, podría conducirnos al cadalso de la desesperanza, al
lugar desde el cual lo inminente de nuestra caducidad se vuelve, en oca-
siones, tortura inaguantable de este mundo de excesos. “¡En él se hacen
cosas que ni el hijo de Dios ni el hijo del hombre deben ver jamás!”1
Estas son palabras que Oscar Wilde escribió hace muchos años, para
referirse a las negaciones de humanidad, en el presidio de Reading, que
pueden actualizarse hoy, al referirnos con tristeza a la gran cárcel que es
la situación actual para no pocos seres humanos.

1
Wilde, La balada de la cárcel de Reading, 107.

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En ella, con la negación de la bondad y de la verdad, acontece


también la negación trágica de la belleza como posibilidad última,
expresión definitiva con la cual quisiéramos recoger los más ocultos
anhelos de la existencia humana. A la belleza, tan maltrecha, prodi-
garemos nuestra atención; superando el miedo a ser tachados de insen-
satos, en ella anhelamos poner nuestras esperanzas y tornar nuestras
miradas con el fin de contemplar cómo es crucificada actualmente y
cómo, sin razón alguna, sigue siendo apertura a nuevos horizontes,
posi-bilidad de algo más, de algo distinto de aquella triste referencia a lo
desesperanzador de nuestro contexto, atravesado y permeado hoy por
tanta falta de sentido.
Ahora bien, “la verdadera belleza es negada dondequiera que el mal
parece triunfar, dondequiera que la violencia y el odio toman el puesto
del amor, y la vejación, el de la justicia”.2
Actualmente esto sobreviene toda vez que la dignidad humana,
pisoteada hasta sus límites, gime herida entre imágenes desoladoras;
cuando ella, sin cesar de advertirnos los alcances del egoísmo, sigue po-
niendo en crisis las búsquedas de bienestar particular que, sin importarle,
violentan los derechos de millones de personas; cuando el feo espectáculo
de las atrocidades a las cuales puede llegar la inhumanidad se hace presente
ante nuestros ojos y tantas fotografías, conocidas en los últimos tiempos
por un sin número de personas –no siempre con el debido respeto–,
más allá de herir sensibilidades, han perdido la fuerza de ser verdadera
denuncia en un mundo, que al ver lo vulgar prefiere volver la mirada
hacia donde convenga sencillamente para no ser incomodado.
El mal parece triunfar cuando lo anterior no acaece ingenuamente,
sin razón alguna, sino cuando lo dramático de la situación es provocado
por la monstruosa y egocéntrica estructura del individualismo cultural,
estandarte de la sociedad contemporánea; cuando éste pareciese conver-
tirse en una criatura de miles de tentáculos que, pretendiendo impedir
todo movimiento de éxodo y solidaridad, adormece las conciencias con
el soma del consumo y la idolatría de lo efímero.

2
Martini, ¿Qué belleza salvará al mundo?, 27.

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Parece triunfar también cuando la verdad de la dignidad intrínseca


e innegable de todo ser humano se ve envuelta por intereses relativos
que la asumen o abandonan; cuando la verdad, hecha fría pieza de co-
lección de multiplicidad de propuestas divergentes de pensamiento, ha
dejado de ser aquella fuerza capaz de orientar desde el bien a quien la
busca con sensibilidad viva y éste, al tiempo que pierde ante el mundo
aquel poder de atracción y esplendor que le es propio, se ha hecho con-
cepto indefinible como exigencia universal para quienes nos vemos tan
desesperadamente impedidos para entrar en consenso; cuando, por el
contrario, es el egoísmo el que, de tan múltiples maneras se ha vuelto
experto en mostrarse excitante, atractivo y “bello”; cuando es lo “estético”
el canto de sirena que dirige a miles de barcas contra las rocas del yo
absolutizado en la soledad del individuo o en el contexto superficial del
grupo.
Y, finalmente, cuando nos hemos hecho incrédulos ante la belleza
en su trascendentalidad y “la hemos convertido en una apariencia para
poder librarnos de ella sin remordimientos”3; cuando lo bello, como
dice Bruno Forte, al ser reducido a bien de consumo, ha pasado a ser
espectáculo y ya no apuesta dolorosa4; cuando para poder sobrevivir en
medio de la angustia del hoy nos narcotizamos con la mentira de una
“belleza falaz, falsa, que ciega y no hace salir al hombre de sí mismo
[…], una belleza que no despierta la nostalgia por lo indecible, la dispo-
nibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino que provoca
el ansia, la voluntad de poder, de posesión y de mero placer”5; cuando, a
consecuencia de lo anterior, el arte es convertido en el bufón de turno,
a quien tortura la esclava razón del positivismo económico, haciéndolo
instrumento inmanente de enmudecida e intrascendente voz en favor
del sometimiento por la publicidad.
Al llegar a este punto, la ansiedad nos circunda y quisiéramos de-
nigrar toda palabra sobre el futuro. “Hay épocas en las que el hombre

3
Balthasar, Gloria, 22.
4
Forte, La esencia del cristianismo, 148.
5
Ratzinger, “La contemplación de la belleza”, Multimedios. Biblioteca Electrónica Cristiana, http://
www.multimedios.org/docs/d001310/ (consultado el 6 de mayo de 2008).

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se siente humillado y degradado hasta tal punto ante la profanación y la


negación de las formas, que diariamente se ve asaltado por la tentación
de desesperar de la dignidad de la existencia y renegar de un mundo que
rechaza y destruye su propio ser-imagen”.6 Esta es una de esas épocas.
Entonces nos preguntamos: ¿Qué podrá salvarnos? ¿Qué podrá
redimir nuestro ultrajado anhelo de lo excedente? Tres puntos suspensivos
siguen al suspiro desconsolado…
Viendo la aridez de la tierra en la cual fue sepultado el cadáver del
soldado condenado a muerte, Oscar Wilde, compañero de su amargura
durante el tiempo que precedió a su muerte, escribió en su hermosa
“Balada de la cárcel”, de Reading:
Piensan que el corazón de un asesino pudriría
Cualquier semilla que sembraran.
¡No es cierto! La buena tierra de Dios
Es más bondadosa de lo que creen los hombres
Y la rosa roja florecería más roja,
Y más blanca la rosa blanca.7
¡Qué más podría haber en el corazón de alguien que en medio de
tan cruel situación profiere tales palabras sino la herida indisoluble de la
belleza auténtica, percibida en medio del vacío aterrador! ¿Podrá acaso
ella misma florecer también hoy en la desolación de este mundo asesino
para salvarnos? ¿Podremos nosotros percibirla?
Aunque parezca un tanto extraño, con sus palabras, el poeta
irlandés ha sido en cierta forma profeta de la misión que tenemos hoy
los cristianos en un mundo trasgredido por la honda crisis moral que
evidenciamos, esto es, poner nuevamente de relieve la totalidad, es decir,
la verdad, la bondad y la belleza del todo no ideológico, que con su
trascendencia, su fuerza unificadora, puede asomarse en el fragmento
para redimirlo.

6
Balthasar, Gloria, 28.
7
Wilde, La balada de la cárcel de Reading, 97.

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El encuentro con la belleza que salva


Paradójicamente, en el mundo actual, tan dolorosamente abocado al ni-
hilismo, el todo de la belleza que salva se nos revela con todo su poder
de excedencia en el hoy de la cruz de Cristo aconteciendo en la historia
de quienes, viviendo la audacia –casi inhumana– de hacerse evento de
la libertad divina en medio de un sinnúmero de condicionamientos,
se convierten en lugar de la manifestación del Crucificado-resucitado.
Paradójicamente porque es éste, sin duda, un camino trágico; “he aquí
por qué la belleza por la que el mundo será salvado habrá de ser otra dis-
tinta a la de todos los sueños y todos los posibles deseos de armonía…”8
Al repasar las situaciones en las cuales tal belleza ha salido a mi
encuentro, me hallo inicialmente ante la dificultad de delimitar siste-
máticamente el misterio del todo divino que se autocomunica gratuita-
mente a sí mismo desde el fragmento de la fragilidad humana. Entonces,
evidencio que lo único posible, en un primer momento, es la contem-
plación del milagro del cual se intenta dar razón, antes de decir lo que
–desde la limitación del lenguaje– llegue a ser fiel a la revelación de Dios,
que en la revelación cristológica del amor crucificado llega a su punto
culminante como belleza que salva.
“Sin pasar a través de su negación –que es el escandaloso espec-
táculo del mal que cubre la tierra– ninguna belleza podrá salvarse y
salvar.”9 Cuando ante la bondad humana, en su más auténtico intento
de donación, la maldad irrumpe con toda la fuerza de su poder de ne-
gación, hiriendo a la persona en su más honda realidad, pero ésta se ve
movida desde dentro a seguir existiendo en el extraño éxodo desde sí
misma; cuando la impotencia se alza frente a quien pretende asumir su
vida desde una verdad liberadora y el contexto sociocultural en el cual
vive, aun poniendo ante sus ojos las contradicciones más dolorosas que
puedan golpear tan entrañable pretensión, no logra ser obstáculo absoluto
frente a su anhelo; cuando la vida de quien desde aquí existe halla, sin
embargo, la posibilidad de realizarse gratuitamente en medio de tan

8
Forte, La esencia del cristianismo, 153.
9
Idem, En el umbral de la belleza, 60.

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abruptas situaciones, al encontrar una puerta hacia la libertad, es la belleza


de la revelación divina la que se manifiesta; es ella la que hiere a quien,
con mirada atenta, puede hacerse testigo de tan indómita situación.
Este es el lugar del verdadero absurdo, donde el nihilismo puede ser
refutado desde dentro; la región oscura para todo iluminismo racional-
especulativo; el acontecer de un misterio que ilumina al conocimiento,
pero que no puede ser iluminado del todo por él. Nos encontramos en el
país de la contemplación, del cual la teología se aparta cuando absolutiza
la razón y al cual sólo puede volver por la vía estética inherente a ella,
por el único camino en el cual le será posible a los cristianos confesar
hoy a Dios como el Dios digno de ser amado, el Dios significativo, en
la belleza de su revelación.
Decíamos previamente: ¿Qué podrá salvarnos? ¿Qué podrá redimir
nuestro ultrajado anhelo de lo excedente? La respuesta es una: el en-
cuentro con esta belleza salvífica.
Desde aquí nos topamos con que la fe no es más que “la experiencia
más alta posible en este mundo de la belleza, que vence el dolor y la
muerte”10; la percepción de la “forma” de Cristo, que irrumpe como el
todo en el fragmento que, más allá de revelarle al ser humano su fragi-
lidad, abre para él, hombre y mujer, el horizonte de su más alta dignidad.
Revelada en la irrupción de la gloria divina a la cual nos acercamos,
la dignidad de todo ser humano reside en el hecho de ser-imagen; de ser
interioridad y, al mismo tiempo, simultánea capacidad de comunicación
del ser.11 Este es –según Von Balthasar– el fenómeno primordial: que el
ser humano sea, al mismo tiempo, espíritu-presente-así-mismo y posi-
bilidad de total expresión.
La profundidad de lo anterior radica en que la persona no es en sí
misma el paradigma de su propio ser, sino el movimiento de “convertirse
íntegramente, en cuerpo y espíritu, en espejo de Dios, e intentar
adquirir aquella trascendencia y aquel poder de irradiación que han
de encontrarse en el ser mundano”.12 Lo esencial del ser humano está,

10
Ibid., 84.
11
Balthasar, Gloria, 24.
12
Ibid., 25.

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pues, en su capacidad de llegar a ser forma, posibilidad de expresión de


la belleza de quien, con su encarnación, ha hecho de lo humano la frase
de su posible revelación y el evento de la plenitud de lo que llega a ser
cuando se expresa el ser y la esencia divinos insertos en la ontología y la
estética del ser creados.13
Con la revelación de la belleza divina en la experiencia de cruz
de esos en quienes ella adquiere su presente, acontece la revelación de
la encarnación del Dios bello en lo humano, de un Dios digno de ser
amado, que en la cruz del Crucificado-resucitado se manifiesta en toda
la profundidad de su ser trinitario, ya que “la belleza del Abandonado
es transgresión, arrebatamiento del sujeto humano hacia la abismal
profundidad del misterio divino e irrupción del Dios tres veces santo en
la historia de la humanidad y en el corazón de quien cree”.14
Decía Karl Rahner que, por la encarnación, “está abierto para
nosotros el misterio de la Trinidad, y sólo allí se nos promete en forma
definitiva e históricamente aprehensible el misterio de nuestra parti-
cipación divina”.15 Pues bien, por el encuentro con la belleza que salva se
abre para nosotros la posibilidad del encuentro con un Dios encarnado
como Trinidad, es decir, como “misterio de comunión […] haciendo que,
como personas, seamos cada vez más capaces de entrega y de amor”.16
En un mundo de individualismos en el cual el sujeto, al cerrarse
a la experiencia trascendental de su ser-imagen, suele levantarse como
el paradigma de su propia realización, haciendo del mal la permanente
tentación frente a la absolutización de sus búsquedas de bienestar par-
ticular, el encuentro con la belleza del amor divino en libre éxodo de sí
mismo y transgresión de los condicionamientos de la historia humana
se convierte en apertura hacia la lo último y definitivo.
De ahí que la vida cristiana, a partir de la experiencia de sentido que
es por sí misma la encarnación del ser interpersonal de Dios, sea motor
de la esperanza en el mundo. Al ser en sí misma forma, y estar envuelta

13
Ibid., 31.
14
Forte, En el umbral de la belleza, 84.
15
Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 254.
16
Boff, La santísima Trinidad es la mejor comunidad, 91.

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en el milagro que “garantiza el más hermoso desarrollo de una forma


espiritual”17, la vocación cristiana está llamada a realizarse siendo ocasión
de que la belleza de la revelación divina, belleza que nos salva, irrumpa
en un mundo que en pro de lo bello se ha acostumbrado a representar
con lo inhumano los extremos de la fealdad. Finalmente, puede decirse
que la misión del cristiano sólo ocurre
…cuando deviene efectivamente esa forma querida y fundada por Cristo, en la
que lo externo expresa y refleja de un modo creíble para el mundo lo interno,
y esto último queda verificado y justificado a través del reflejo externo, con-
virtiéndose así en algo digno de ser amado en su radiante belleza.18

El arte como apertura al misterio divino


Al ubicarnos en esta exigencia para el cristianismo, de hacerse en el mundo
imagen diáfana de la belleza que salva, nos encontramos de repente –mas
no de forma casual– con el valor ineludible de la dimensión espiritual
que subyace a la experiencia artística. Por ser este trabajo el desarrollo
de un planteamiento ético-teológico y partir de la dimensión estética
de la fe, la reflexión que llevaremos a cabo en torno del arte pretende
conducir a la búsqueda de nuevos accesos hacia la experiencia de sentido
que ha de orientar la vivencia moral de los cristianos y con la cual nos
hemos encontrado ya, al confesar la revelación de la gloria divina en la
irrupción de la belleza del amor crucificado.
Nos decía Juan Pablo II, en su “Carta a los artistas”, que “el arte,
incluso más allá de sus expresiones más típicamente religiosas, si es
auténtico, tiene una íntima afinidad con el mundo de la fe”19; pues bien,
lo anterior está lleno de una profundidad monumental…
Lo artístico, si es genuino, aun desde la independencia que le es
propia como lenguaje cultural, se presenta hoy a nuestra experiencia como
posibilidad de apertura al misterio de Dios que acontece al interior de

17
Balthasar, Gloria, 31.
18
Ibid.
19
Juan Pablo II, “Carta a los artistas”, Vatican, http://www.vatican.va, No. 10 (consultado el 6
de mayo de 2008).

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toda persona humana. En cada una de sus formas de expresión, frente


a las cuales el cristiano o la cristiana pueden hallarse como autores o
intérpretes, reside para nosotros el milagroso riesgo de ser heridos por
el dardo de la belleza capaz de llevarnos a encontrar lo mejor de nuestra
humanidad, que alcanza su más alta cuota de realización en el com-
promiso existencial que ella misma motiva. Esta belleza difiere, sin em-
bargo, de otra, que es falsa:
…belleza falsa que, según Ratzinger, ciega y no hace salir al hombre de sí
mismo […] que no despierta la nostalgia por lo indecible, la disponibilidad al
ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino que provoca el ansia, la voluntad
de poder, de posesión y de mero placer.20

Advirtamos que nos referimos a aquel tipo de arte que por la


autenticidad de su ejercicio se diferencia radicalmente de tantos esfuerzos
que, al servicio del individualismo, contribuyen a la alienación, “inducen
falsos modelos y suscitan falsas necesidades, incitando a eliminar la dis-
tancia entre deseo y realidad por vía de imposición o de apropiación
meramente egoísta y violenta”.21
Hablamos aquí, por el contrario, del arte auténtico con profundo
raigambre ético e incluso profético-escatológico22 capaz de movilizarnos a
las regiones de esperanza presentes en nuestra persona; del desinteresado
acceso a la realidad por el cual los intentos de absolutización se frustran
ante la libertad del todo que en el fragmento irrumpe con la potencia de
una donación originaria y frente al cual al ser humano “le corresponde
la tarea de reconocerlo, de acoger su misteriosa presencia, de dejarse
iluminar por la paradoja del mínimo Infinito”.23
La experiencia artística así vivida es, en definitiva, una experiencia
interrelacional por la cual se abre, para la persona, un encuentro que

20
Ratzinger, “La contemplación de la belleza”, Multimedios. Biblioteca Electrónica Cristiana,
http://www.multimedios.org/docs/d001310/ (consultado el 6 de mayo de 2008).
21
Forte, En el umbral de la belleza, 136.
22
Para profundizar en tal intuición remito a un texto de Romano Guardini titulado “Sobre la
esencia de la obra de arte” (Guardini, Obras, 329).
23
Forte, En el umbral de la belleza, 92.

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reactiva y recrea algo en su interioridad.24 Por ella, “lo bello nos viene
al encuentro, se hace íntimo, próximo, emparentado con la sustancia
misma de nuestro ser”25, y permite conocernos a nosotros mismos, a
la realidad del entorno y a aquel totalmente otro frente a quien somos
capaces de conocimiento, ya que en la experiencia estética, la belleza,
tal y como deviene de la contemplación o de la expresión, se hace forma
inestimable de conocimiento. Y éste, al tocar al hombre y a mujer con
toda la profundidad de la verdad, exige a la teología y a la pastoral ser
nuevamente asumida, si éstas quieren favorecer el actual encuentro de
los seres humanos con la hermosura de la fe.26
El arte, entonces, se convierte en lenguaje “sagrado” cuando
deviene en evento de la posible comunicación hacia la trascendencia,
cuando media entre un posible “exceso” hacia la alteridad divina capaz
de poner en juego el conjunto de los dones y talentos del artista y de
todo aquel que con la contemplación de la obra se vea dinamizado en
lo más auténtico de sí mismo por aquella fuerza creadora que moviliza
al “éxodo”.
A partir de aquí se entiende la expresión de Juan Pablo II, según la
cual cada persona está llamada a hacer de su vida una obra de arte, una
obra maestra27, y que para que ello ocurra, sólo se requiere la docilidad
propia del artista con relación a aquel misterio fontal de su inspiración
estética, que al ser dominado, lleva a que –por medio del cuerpo del
artista– la obra surja como expresión de su ser íntimo y como evocación
y apertura al Ser absoluto.
Existe –como vemos– una íntima relación entre la experiencia
artística y la dimensión ética de nuestra fe, por la que el ser de cada
cristiano y cristiana despliega sus más hondas posibilidades. Sólo situados
en una revalorización del carácter estético de la revelación nos será posible

24
Salamanca, La obra de arte, lugar de teofanía, 67.
25
Forte, En el umbral de la belleza, 92.
26
Ratzinger, “La contemplación de la belleza”, Multimedios. Biblioteca Electrónica Cristiana,
http://www.multimedios.org/docs/d001310/ (consultado el 6 de mayo de 2008).
27
Juan Pablo II, “Carta a los artistas”, Vatican, http://www.vatican.va, No. 2 (consultado el 6
de mayo de 2008).

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considerar –según profundizaremos a continuación– que en la vivencia


ética cristiana (orientada a partir de la experiencia de sentido que es
en sí misma la encarnación de un Dios cercano y bello que irrumpe
gratuitamente en la condición humana) llega a su realización, de igual
manera, la vocación estética de los cristianos.

La realización de la dimensión estética del creyente


en la vivencia ética inherente a la fe

Como hemos podido evidenciar hasta el momento, con la contemplación


de la belleza divina que sale a nuestro encuentro en el rostro del Cru-
cificado-resucitado y hacia la cual podemos encontrar una apertura en
el arte en cuanto mediación de trascendencia, se abre para nosotros el
acceso a la experiencia de sentido que ha de animar la vivencia ética
cristiana. Y para llegar más lejos en la aproximación estético-teológica
que hemos venido realizando hasta el momento, con las siguientes líneas
trataremos de esbozar algunos de los rasgos constitutivos de la dimensión
moral cristiana que de ella se desprenden y algunas de sus más urgentes
exigencias para el hoy.
La moral propia del cristianismo es la dinámica por la cual cada
creyente está llamado a “adquirir aquella trascendencia y aquel poder
de irradiación que han de encontrarse en el ser mundano”.28 Tal es la
vía estrecha por la cual los cristianos, tras haber sido alcanzados por el
dardo de la hermosura divina encarnada en su historia, pueden hacerse
en este mundo evento de la posible revelación de la belleza que salva,
dejándose crear y dominar por quien, con su encuentro, llena el corazón
de indecible nostalgia de realización.
Ahora bien, como es de notar, la vivencia ética a la cual estamos
llamados como cristianos y cristianas, atravesada como lo está por el di-
namismo de Dios en cuanto Trinidad, llega a su plenitud al asumir la
experiencia de Dios en la profundidad de su ser personal y su relación
con nosotros.

28
Balthasar, Gloria, 25.

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Si volvemos sobre los aportes de la teología de la liberación, nos


parece acertado que la ética cristiana sea considerada en definitiva como
el seguimiento histórico del Hijo que, vivido según el Espíritu, nos lleva a
la búsqueda y al cumplimiento de la voluntad del Padre.29 Aquí reside el
fundamento de una auténtica moral cristiana, el dinamismo subyacente
a esta experiencia estético-ética, la razón por la cual no podemos reducir
jamás nuestra vida a la observancia autómata de normas extrínsecas,
sino que hayamos de perseguir la realización en nosotros de la esencia
misma de Dios en cuanto comunión de amor y “continuo movimiento
de éxodo de sí mismo como amor amante; de acogida de sí como amor
amado; de regreso a sí y de infinita apertura al otro como Espíritu del
amor trinitario”.30
Según Von Balthasar, “el camino de la vivencia de fe como amor
es, en sí mismo, estético”31; enmarcado en lo que puede considerarse
un momento entusiástico, integra nuestra capacidad de percibir la forma
espiritual que nos es propia por la autocomunicación de Dios y de mo-
vilizarnos según nuestra apertura a la realización de la misma por vía ética.
Será, entonces, en la auténtica experiencia del amor, en su carácter
trinitario, corazón de la moral cristiana, donde la dimensión estética de
la revelación llegue a su máxima plenitud; de ahí que en ningún lugar
como en la realización ética de los santos puede reflejarse de manera
más diáfana la hermosura del amor crucificado que resplandeció en el
calvario.
Ahora bien, al detenernos en el fundamento por excelencia de la
moral cristiana, consideremos un elemento que le hace posible alcanzar
esa autenticidad que le ha de ser propia.
Inherente a la vida cristiana, está la ética; y en el fondo de esta
última, el discernimiento. Al ser alcanzados por la belleza que salva, qui-
siésemos poder asirla por completo y encontrar de modo absoluto el

29
Novoa, Una perspectiva latinoamericana de la teología moral, 59.
30
Forte, La esencia del cristianismo, 91.
31
Citado por Novoa, “El arte y la fe son sinónimos. Teología, ética y estética en el diseño ar-
quitectónico”, 447.

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placer que perseguimos en medio de las contingencias de nuestra exis-


tencia, la total plenitud de nuestro ser-imagen en el que irrumpe en
nuestra cotidianidad como el todo en el fragmento.
Sin embargo, la herida del encuentro con Cristo, principio de la fe,
más allá de prodigarnos todas las certidumbres que quisiéramos, imprime
en nosotros la nostalgia de una vida que para llegar a su realización ha
de animar una constante actitud de búsqueda, y nos recuerda con ello la
escatología propia de nuestra fe y el estrecho vínculo que la une –como
veremos adelante– con la región de la ética.
La búsqueda de la voluntad del Padre, por la cual llegamos
a convertirnos en verdaderos seguidores de Cristo, es el centro de
la espiritualidad propia de nuestra vivencia moral. Envuelta en la
incertidumbre, la complejidad de conocer el camino verdadero en la
realización del amor en nuestra vida nos hace necesario discernir. Dice
Mifsud que “aquel que se deja guiar por el Espíritu y vive según su
inspiración cumple lo más importante del contenido de la ley: el amor
a Dios y al prójimo”.32
Pues bien, por el discernimiento hacemos posible la obra del
Espíritu creador en nosotros, el arte divino que nos lleva a traslucir a
través de nuestro ser-forma la belleza de Cristo, al hacer la voluntad del
Padre, y ello nos permite vencer la fuerza del mal que tiende a cerrarnos en
nosotros mismos, al pretender triunfar sobre la verdad y el bien. Camino
de cada día, “el discernimiento ético es el modo de proceder normal del
seguidor de Jesucristo en la vivencia de la realidad cotidiana”.33
Ahora, ante esta actitud de búsqueda que es el discernimiento,
apertura existencial a una realización que está siempre por llegar como
promesa de excedencia, el seguidor de Cristo identifica además que algo
en su interior riñe contra toda pretensión totalitarista que pueda surgir
en el camino de la esperanza. Decíamos antes que de la dimensión esca-
tológica de nuestra fe surge un lazo inquebrantable que la une al terreno
de lo ético. ¡Todo en el cristianismo forma parte de un conjunto integral!
De la experiencia de inmediatez respecto del acontecer de Dios, que lleva

32
Mifsud, Moral fundamental: el discernimiento cristiano, 488.
33
Ibid., 488.

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43

a la ontología y la estética propias del creyente a su más alto despliegue,


surge el anuncio del Reino como nota constitutiva del actuar moral de
los cristianos.
Al asumir la experiencia ética que brota del acontecimiento estético
de Dios en cuanto belleza salvífica siempre en movimiento, identificamos
que la salvación que ofrece la revelación divina nos moviliza a una libe-
ración integral de los diversos ámbitos en los cuales ella misma puede
manifestarse y llegar a su realización. Quien ha tenido la experiencia de
ser alcanzado por la belleza sentirá, en lo hondo de sí, un movimiento que
lo motiva a defender todo lugar de la posible expresión libre de la belleza
en el mundo, especialmente aquellos donde el poder negativo del mal
ha irrumpido de manera más cruda.
Consecuentemente, del anuncio cristiano del Reino brota la lucha
asidua en pro de la justicia como exigencia global, en la cual se recogen
las diversas demandas que, a partir del contexto sociocultural en el cual
nos encontramos, devienen hoy para la vivencia moral de los cristianos
y las cristianas. Sin embargo, explicitemos de manera particular algunos
matices que, dada la realidad presente de nuestro mundo, resultan
urgentes.
Desde la opción por la justicia propia del anuncio del Reino, los
cristianos y las cristianas están llamados a defender de manera acérrima
la dignidad intrínseca de cada ser humano. Como hemos podido ver
en páginas anteriores, el valor de cada persona reside en la gramática
trascendental que le atraviesa al ser su humanidad el evento de la auto-
comunicación de Dios mismo, el espacio a través del cual se nos revela
libremente a pesar de cualquier posible condicionamiento.
Si la promesa de realización está llegando a ser, en cada ser hu-
mano, la frustración de la dignidad humana producida por los diversos
sistemas totalitarios, al pisar la fragilidad humana y promover estructuras
egocéntricas que impiden contemplar el valor real de cada persona, no
puede pasar desapercibida para los creyentes.
Esto es necesario, ante todo, de cara a quienes sufren en este mundo
las más agudas condiciones de pobreza, ya que tales personas han de
ser estimadas de manera eminente como lugar teológico, humanidad

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abierta mediante la cual el rostro de Dios, en el esplendor de su belleza


crucificada y resucitada, puede brillar para el mundo.
Cooperar a que tal milagro se dé –como está llamado a darse en
todo ser humano–, es tarea que brota de la experiencia estético-ética
propia del cristianismo. Así, en aquellos en quienes la herida del mal
social que nos atraviesa es sufrida con mayor dolor, puede reconocerse
de manera particular a Dios como el todo de la belleza que irrumpe en
medio de la fragilidad del fragmento, revistiéndolo de su más notable
dignidad, tal como ocurrió el Viernes Santo en la cruz de Jesús.
“Siempre que la auténtica forma del mundo deviene problemática,
son los cristianos quienes han de asumir la responsabilidad de la forma”34,
quienes han de poner de manifiesto su dignidad. La protección de esta
forma –nos dice también Von Balthasar–, de la que emana la belleza de
la existencia humana, está confiada de modo urgente a nuestra vocación.
Constituye, pues, misión propia de los cristianos llevar a su más alta
realización la experiencia ética inherente a la fe, con todas las exigencias
que le son propias en el mundo actual; sólo así podrá ponerse de ma-
nifiesto, en el hoy, el esplendor de la forma que en Cristo ha llegado a
expresarse como belleza que salvará al mundo.

Conclusión
Al finalizar estas páginas, en las cuales hemos querido abordar –desde
la dimensión estético-teológica de nuestra fe– la experiencia de sentido
de la vivencia ética cristiana y el tipo de realización moral que de allí se
desprende para los creyentes, quisiéramos terminar recogiendo en pocas
palabras las claridades encontradas en el itinerario realizado, y con esto,
dejar abierto el camino para ulteriores profundizaciones.
Al partir de una aproximación a la realidad contextual que nos
rodea, de la cual han surgido las inquietudes que dieron lugar a este
ensayo, hemos podido contemplar que en un mundo como el actual,
donde la crisis moral ensombrece el panorama de nuestras posibilidades
de esperanza, el encuentro con la belleza que irrumpe en la condición

34
Balthasar, Gloria, 30.

la belleza que nos salva miguel ángel estupiñán medina


45

humana, resignificando su dignidad y abriendo el horizonte de su sal-


vación, nos permite hallar –de manera profunda– el centro de la vivencia
ética a la cual, de cara a este mismo contexto, estamos siendo llamados
hoy.
La experiencia de sentido que ha de animar el actuar moral de los
cristianos y las cristianas no es otra que la profunda experiencia de un
Dios infinitamente cercano al dolor y a la miseria humanas, un Dios de
comunión interpersonal que se ha encarnado en nuestra realidad y que
en el rostro del Crucificado-resucitado irrumpe con todo su poder de
excedencia, como belleza que salva para revelar a los seres humanos su
más hondo valor y el camino de su realización.
De este modo, la ética cristiana, que en el arte puede encontrar
un valioso estímulo, resulta ser el acontecimiento estético que surge de
ser arrebatados por la belleza que salvará al mundo. Y al precisar el dis-
cernimiento espiritual, por la incertidumbre en la cual acaecen nuestras
vidas, esta experiencia nos lanza a proteger los diversos ámbitos en los
cuales ella misma puede revelarse hoy.

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