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RESEÑAS 945

BEATRIZ GARZA CUARÓN, GEORGES BAUDOT, Coord. Historia de la literatura mexicana, Las
literaturas amerindias de México y la literatura en español del siglo XVIII. Vol. 1.
México: UNAM, Siglo XXI, 1996.
RAQUEL CHANG-RODRÍGUEZ, Coord. Historia de la literatura mexicana, La cultura letrada
en la Nueva España del siglo XVIII. Vol. 2. México: UNAM, Siglo XXI, 2002.

Los dos vólumenes ya publicados en esta reescritura de la literatura mexicana


representan un volte-face de historias tradicionales; sus innovaciones en el estudio de la
literatura y la cultura en Latinoamérica exigen que cualquier estudioso en el futuro
considere la expansión de su temática y su metodología distinta. Bajo la dirección general
de Beatriz Garza Cuarón la serie incorpora perspectivas teóricas nuevas e investigación
nueva. En mi discusión de autores trato de señalar donde se desvían de las antiguas
categorías.
El género –sinópsis de una literatura nacional– está en desuso hoy en los EE.UU. y
en Europa, debido a la proliferación de estudios globales y preferencia por análisis del
escritor según las idiosincrasias de su estilo, su identidad sexual, etc. Pero se puede
argumentar que el nacionalismo es una preocupación urgente en el Medio Oriente,
Latinoamérica, Rusia y sus antiguas posesiones, y Asia, y que textos que afirman líneas
de desarrollo nacional todavía tienen gran valor allí. Justamente en el primer tomo en un
ensayo preliminar Garza Cuarón considera las historias de la literatura mexicana del siglo
XVIII a la fecha. También Baudot introduce el doble plan para el volumen en su síntesis
paralela de las literaturas amerindias y la literatura en lengua española de México en el
siglo XVI.
Los tres apartados afirman la importancia de la cultura indígena en el siglo. De los
tres dos se dedican a ella. En el primer apartado “Las lenguas de México” Leonardo
Manrique Castañeda explora “Historia de las lenguas indígenas de México”, Munro S.
Edmonson “La lengua maya”, y José G. Moreno de Alba los comienzos de una mezcla de
idiomas en “El español mexicano”. La discusión afirma la importancia de la lengua, la
material prima para la oralidad y la literatura escrita en estos primeros momentos de auto-
expresión (sobre todo en el léxico); no da por sentados estrictos modelos castizos.
También en el segundo apartado “Las literaturas amerindias de México” se colige que
muchas influencias indígenas sobrevivieron la Conquista. Más que un sustrato de obreros
cuyas voces fueron silenciadas totalmente (que es la impresión que muchos de nosotros
hemos heredado) la población indígena se ve importantemente en la pervivencia de formas
historiográficas y poéticas de tiempos muy antiguos, en la apropiación oficial de usos
lingüísticos indígenas, pero también en la invención de categorías de escritura nueva. Por
ejemplo, el etnólogo y lingüista Miguel León-Portilla, quien ha dado tanto a saber de esa
cultura, identifica una literatura de contenido cristiano en náhuatl. Dice que esta costumbre
de escribir en náhuatl siguió hasta fines del siglo XVIII, paradójicamente casi muriéndose
a partir de la Guerra de Indpendencia para después renacer en popularidad (por lo menos
el término “náhuatl”) con la Revolución de 1910.
Otros ensayistas destacados en este segundo apartado contribuyen sus conocimientos
de las culturas tal vez denominadas erróneamente “precolombinas” porque sobrevivieron
la Conquista. Mercedes de la Garza habla de “La expresión literaria de los mayas
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antiguos”; Victoria R. Bricker y Munro S. Edmonson de “Las coplas indígenas de


México”; y Jacques Soustelle de “La literatura otomí”.
En el tercer apartado “La literatura en español del siglo XVI” llegamos a material más
conocido. Carmelo Sáenz de Santa María considera “Crónicas de la Conquista”; Baudot
“Las crónicas etnográficas de los evangelizadores franciscanos”; José Rabasa “Crónicas
religiosas”; Ascensión H. de León-Portilla “El despertar de la lingüística y la filología
mesoamericanas: Gramáticas, diccionarios y libros religiosos”. Después hay una colección
de estudios de géneros más asociados con la literatura per se. Othón Arróniz estudia
“Teatro misionero”; Emilio Carrilla “Poesía”; Margarita Peña “La poesía épica”; Humberto
Maldonado Macías “Poesía de fiestas y solemnidades”; e Ysla Campbell “Prosa varia”
(México en 1554 de Francisco Cervantes de Salazar, la Instrucción nautical para navegar
de Diego García de Palacio, y la Sumaria relación de las cosas de la Nueva España de
Baltasar Dorantes de Carranza). Obviamente se ve que en este último se está estirando la
definición de la literatura.
En el segundo volumen Chang-Rodríguez especifica un enfoque en la cultura letrada
de la colonia. En su introducción menciona el crecimiento de los dos virreinatos de la
Nueva España y del Perú durante el siglo XVII –en el caso del primero, el resultado de la
expansión territorial hacia el norte, el desarrollo de un comercio basado en la agricultura
y la minería y la mano de obra de obreros nativos y de esclavos negros, el interés mostrado
por la Iglesia en extender control allí, y una creencia de que la tierra fue especialmente
favorecida por la visita milagrosa de la Virgen de Guadalupe. Caracteriza la cultura del
siglo en términos de la formación de una élite gobernadora y la transculturación de
instituciones europeas y viejas. Identifica la emergencia entonces de escritores criollos
con su perspectiva americana. Valiosamente sitúa la colonia en movimientos internacionales
en su descripción de Sor Juana Inés de la Cruz y el intercambio que ella sostenía con el
extranjero, la recepción en México de libros de España y de otros países europeos, la
llegada de viajeros como el inglés Thomas Gage y la siguiente publicación de él (1648)
de sus impresiones.
La colección suya se divide en seis apartados. En el primero, “Sociedad y cultura”,
Pilar Gonzalbo Aizpuru describe “Facetas de la educación humanista”; Mabel Moraña
“Sujetos sociales: Poder y representación”; Ana Carolina Ibarra González “El desarrollo
de la imprenta”; y María Dolores Bravo Arriaga ”Festejos, celebraciones y certámenes”.
En el segundo, “La expresión poética”, Elías Rivers y Francisco Javier Cevallos
discuten “Poéticas, preceptismo, retóricas y alabanzas de la poesía”; Elizabeth B. Davis,
“La épica novohispana y la ideología imperial”; Chang-Rodríguez, “Poesía lírica y patria
mexicana”; y Sara Poot Herrera “Cien años de ‘teatralidad’”. Todos interesan pero el
último especialmente porque traza el cambio de un teatro misionero, propio del siglo
anterior, a formas seculares - obras de Sor Juana y Ruíz de Alarcón, loas clásicas,
espectáculos públicos a la llegada de un virrey, etc. Poot Herrera incluye datos fascinantes
sobre comediantes (algunos de los cuales son mujeres), teatros, y la supervisión que la
Inquisición mantenía sobre las nuevas formas.
En el tercero, “La prosa histórica y narrativa”, Sonia V. Rose escribe de “La revision
de la Conquista: Narración, interpretación y juicio”; José Rubén Romero Galván “Los
cronistas indígenas”; y José Carlos González Boixo “La prosa novelística”. En el cuarto,
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“La consolidación eclesiástica”, Antonio Rubial García trata “La crónica religiosa:
Historia sagrada y conciencia colectiva”; Asunción Lavrín “La celda y el convento: Una
perspectiva femenina”; Manuel Ramos Medina “Los cronistas de monjas: La traducción
masculina de una experiencia ajena”; Carlos Herrejón Peredo “Los sermones novohispanos”;
y Norma Guarneros Rico “La Inquisición y la cultura literaria”.
En el quinto, “Lingüística y filología”, Ignacio Guzmán Betancourt escribe sobre
“Los estudios sobre lenguas indígenas”; Beatriz Garza Cuarón sobre “El español del siglo
XVII”; y Dietrich Briesemeister sobre “El latín en la Nueva España”. En el sexto, “Figuras
estelares”, Alberto Sandoval-Sánchez se enfoca en Juan Ruíz de Alarcón; Mitchell A.
Codding en Carlos de Sigüenza y Góngora; y, en sendos ensayos, Georgina Sabat Rivers
y Margo Glantz en Sor Juana (con el de Glantz concentrándose en el Sueño).
Los dos volúmenes tienen muchos valores para el público para el cual la serie está
designada –estudiantes pero también lectores cultos quienes desean reactivar sus
conocimientos de la cultura que los mexicanos tienen en común. La misión de los
ensayistas, entonces, no es solamente académica, ni estrechamente educativa en el sentido
de divulgar descubrimientos nuevos al vulgo. Es ampliamente cívica en mostrar la riqueza
del pasado mexicano en toda su complejidad. Así las colecciones no son sencillas como
los compendios escritos para escolares en los primeros años de su educación, los cuales
están calculados para inspirar orgullo patriótico; éstas están formadas con el fin de
estimular cuestionamiento, de traer apreciación de las luchas que determinaron los valores
que desaparecieron con la historia y los que ganaron para ser proclamados como oficiales
y canónicos.
Hay dimensiones de las colecciones, obviamente nuevas. Primero es atención a la
lengua y su evolución separándose del castellano para convertirse en un medio de
comunicación única (el mexicano). Segundo es consideración de las varias maneras en que
la población indígena afectó la cultura virreinal; aquíel trabajo de etnólogos, antropólogos,
lingüistas, ha sido especialmente útil. Tercero, es apreciación de cómo la fundación de una
infraestructura de instituciones (la universidad y las escuelas, la imprenta, la Inquisición)
posibilitó el desarrollo de una cultura letrada; pero también se debe advertir aquí que otras
instituciones como la confesión (como lo demuestra Moraña) contribuyeron a otros
niveles a la formación de una cultura igualmente escrita y oral . Cuatro, es la afirmación
de la diversidad de la cultura española; por ejemplo, Gonzalbo Aizpuru encuentra dos
tipos de humanismo europeo traídos a Nueva España temprano en su vida colonial. Uno,
de tendencia nórdica de la misma índole del pensamiento de renovación espiritual de
Moro, Erasmo, Luis Vives y los hermanos Valdés, llegó a la colonia en unos momentos
antes de la Reforma. Otro, “de vision meridional” (para usar las palabras de Gonzalbo
Aizpuru), llegó más tarde. Esta era “más estética, formal y superficial ... orientada hacia
la búsqueda de la corrección en la forma y a la recuperación integral de los modelos
literarios de la antiguedad”.
Quinto es el rechazo de definiciones antiguas de “la literatura” para que nuevamente
se vea de una manera más amplia. Aquí el trabajo de historiadores para rescatar cartas y
crónicas, pero también textos legales, notariales, conventuales, teológicos, etc., es un reto
a críticos literarios. El hecho de que los historiadores insistan que estos textos formen parte
del conjunto de la literatura novohispana nos ha esforzado a adoptar otros criterios para
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la literatura. Ya no puede ser meramente el corpus de poesías, obras teatrales, y prosa


elaborada con pretensiones estéticas sino todos los documentos discursivos localizables
en los archivos. Así se recupera más adecuadamente el proceso según el cual algunos
fueron salvados y otros, por varias razones interesantes, echados a la basura.
Esta disputa con respecto a lo que constituye “la literatura” no ha sido tan intensa en
México como en los EE.UU. Si en los EE.UU. “los estudios culturales y coloniales” de
repente están valorizando textos híbridos o los deliberadamente antiliterarios en su sátira
de formas privilegiadas, en México la costumbre de escribir historias de la cultura es larga.
Tal vez la Revolución de 1910 con su apropiación de la cultura india como la oficial ha
contribuido a esta visión del arte en términos públicos y sociales.
Enfasis en la literatura como cultura tiene otra consecuencia para los críticos
literarios tradicionales. Aunque el volumen sobre el siglo XVII tiene una categoría “Figuras
estelares”, en que son discutidos Sor Juana, Juan Ruíz de Alarcón y Carlos Sigüenza y
Góngora, su posición al lado de otros autores insignificantes o los recien encontrados en
la oscuridad hace pensar en el papel de tales genios en la creación de la cultura nacional.
La metodología de la nueva serie pone en tela de juicio las listas de historias anteriores,
las cuales dieron a pensar que estas figuras inmediatamente sobresalieron del resto de sus
contemporáneos y que su excelencia determinó la producción posterior en una línea
correspondiente al desarrollo de una conciencia nacional. Retrospectivamente sabemos
que esto no ha sido el caso.
Cuando examinamos el destino de las ediciones de Sor Juana, Sigüenza y Góngora,
y Ruíz de Alarcón, descubrimos que pasaron a España o se perdieron y que los lectores (y
escritores) en México pensaron y trabajaron en los siglos XVIII, XIX y XX sin tener acceso
a ellas. Preguntas relevante, entonces, son: ¿De dónde se manufacturó la esencia mexicana
si esta memoria de precursores literarios realmente no existio? ¿Es artificial trazar en
capítulos cronológicos la historia de la literatura mexicana? ¿No es más honrado, como
en el presente estudio, de dar la impresión de dearrollos laterales que están en competición
uno con el otro, o de la escritura en diversos espacios que mutuamente se compensan?
Es imposible dar justo crédito a todas las contribuciones en los dos vólumenes. Todos
los ensayistas han ganado fama en sus respectivos campos y traen el fruto de sus
investigaciones a la colección. La calidad es uniformemente excelente en los dos. Yo
personalmente lei fascinada en el segundo volumen ensayos como el de Bravo Arriaga
sobre festejos, celebraciones y certámenes, el de Herrejón Peredo sobre los sermones, y
el de Guarneros Rico sobre la Inquisición; éstos me abrieron los ojos a ideas nuevas sobre
la literatura y la cultura.
Cada volumen está ilustrado con mapas, diagramas, retratos de autores y reproducciones
de frontispicios de libros. Los dos concluyen con una cronología extensa y el del siglo XVII
goza de índices.

NANCY VOGELEY

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