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Duby: Guerreros y Campesinos “Las actitudes mentales”

Para definir el papel del comercio y para conocer los resortes profundos del movimiento de las
riquezas, es preciso adentrarse en el conocimiento de las actitudes mentales. Ante todo deben
destacarse dos características de comportamiento fundamentales. En primer lugar, este mundo
salvaje se allá dominado por el hábito del saqueo y por las necesidades de la población. Arrebatar,
ofrecer: de estos dos actos complementarios dependen en gran parte los intercambios de bienes.
Una intensa circulación de regalos y de prestaciones ceremoniales recorre de pies a cabeza el
cuerpo social; las ofrendas destruyen en parte los frutos del trabajo, pero aseguran una cierta
redistribución de la riqueza. En segundo lugar, la Europa de los S VII Y VIII esta fascinada por los
recuerdos de la civilización antigua.

Tomar, dar, consagrar: Hemos dicho en varias ocasiones que la civilización nacida de las grandes
migraciones de pueblos era una civilización de la guerra y de la agresión; que el estatuto de
libertad se definía ante todo como la aptitud para tomar parte de las expediciones militares; y que
la principal misión temporal de la realeza era la dirección del ejército. Entre la acción guerrera y el
saqueo no existían diferencias. Las leyes de INE, rey de Wessex, quien, refiriéndose a los
agresores, invita a establecer las siguientes distinciones: si son menos de siete, son simples
ladrones; si son más numerosos, forman una banda; pero si son más de treinta y cinco, nos
encontramos claramente ante una campaña militar. De hecho, todo extranjero es una presa;
pasadas las fronteras naturales creadas por los pantanos y los bosques. La tribu podrá recuperar a
sus cautivos mediante el pago de un rescate. La guerra es la fuente de esclavitud; constituye en
cualquier caso una actividad económica de importancia considerable. El tributo anual no es sino
una recolección de botín en beneficio de un grupo bastante amenazador como para que sus
vecinos tengan interés en evitar sus depredaciones. Esto es lo que hizo durante mucho tiempo
Bizancio, que compró la tranquilidad de sus provincias excéntricas con suntuosos presentes
ofrecidos a los reyes barbaros; algunos pueblos obtenían por este procedimiento rentas de su
poder militar. Estas rentas o tributos eran tanto más pesados cuanto mayor era la superioridad
militar. A fines del siglo VI el pueblo franco recibía del lombardo un tributo de 12.000 sueldos de
oro; cuando se firmaba la paz entre tribus de fuerzas iguales convenía mantenerla
cuidadosamente mediante regalos mutuos, garantías esenciales de la duración de la paz.

El regalo es, en la estructura de la época algo fundamental; ningún jefe de guerra guarda para sí el
botín ganado; sino que lo distribuye. De este modo, por ejemplo, numerosas iglesias de Inglaterra
recibieron una parte de los tesoros que Carlomagno y el ejército franco obtuvieron en la campaña
contra los ávaros. La distribución, la consagración, son la condición esencial del poder: del que el
jefe ejerce sobre sus compañeros. En todas las sociedades un gran número de necesidades que
rigen la vida económica son de naturaleza inmaterial; proceden del respeto a ciertos ritos que
implican no solo la consunción aprovechable, sino también la destrucción de las riquezas
adquiridas.

Una parte considerable de la producción se hallaba, por consiguiente, incluida, en una amplia
circulación de generosidades necesarias: gran número de prestaciones que los campesinos no
podían dejar de hacer a sus señores. Lo mismo ocurría con el pago del precio de la sangre, por el
que, después de un homicidio, establecía la paz entre la familia de la víctima y la del agresor.
Ningún rico podía cerrar su puerta a los pedigüeños, despedir a los hambrientos que pedían una
limosna, rechazar a los desgraciados que le ofrecían sus servicios, rehusar alimentarlos y vestirlos,
tomarlos bajo su patrocinio. A través de la munificencia de los señores la sociedad realizaba la
justicia y suprimía la indigencia total. Los monasterios organizaban un servicio de ayuda cuyo
papel era normalizar la redistribución entre los hombres. En cuanto a los príncipes, su prestigio
estaba en función de su generosidad. No solo alimentaban en su casa a todos los hijos de sus
amigos, sino que al celebrar las grandes asambleas establecían con los grandes que acudían a su
corte una especie de rivalidad para ver quien ofrecía los más hermosos presentes. Toda reunión
alrededor de un soberano se presenta como el momento más importante de un sistema regular de
intercambios gratuitos y que hace de la realeza la verdadera reguladora de la economía general. Y
también la principal acumuladora, porque necesita una reserva para poder dar.

El tesoro del gobernado es la base de su poder. Debe reunir lo más fascinante que produzca en el
mundo material, es decir, el dinero, pero sobre todo el oro y las piedras preciosas. Los reyes deben
vivir rodeados de maravillas, que son la expresión tangible de su gloria. El tesoro no puede
reducirse a un simple almacenamiento de materias preciosas; conviene mostrarlo en las grandes
ceremonias; todo el pueblo en definitiva, se gloria de las riquezas que se acumulan en torno a su
rey.

Se descubren en las sepulturas más pobres objetos que son la réplica irrisoria de los que
adornaban los cuerpos de los reyes. Cabe la posibilidad de que el culto a los árboles y a los
bosques haya dado lugar a poderosos tabúes. La propagación del cristianismo tardo largo tiempo
en romper totalmente estos tabúes. El difunto tenía derecho a llevar a su tumba lo que le había
pertenecido: sus joyas, su armamento, sus útiles (eran valores tan tentadores que muchos no
dudaban para obtenérselos, afrontar el robo), que eran llamados “los saqueadores de tumbas”.

El progreso de la evangelización (y quizás sea en este terreno en el que más directamente


colaboró al desarrollo económico) hizo vaciarse las tumbas. La “parte del muerto”, lo que dejaban
sus herederos para su vida futura, fue reclamada por la iglesia. La restauración, se desplazó hacia
los santuarios del cristianismo, en los que se depositaron las riquezas consagradas. Los grandes y
los humildes legaron sus joyas y adornos para que contribuyeran a dar realce al servicio divino. Así,
Carlomagno repartió sus joyas entre las iglesias metropolitanas del imperio. De esta forma
comenzaron a constituirse, junto a los altares y reliquias de los santos, tesoros cuyas piezas más
valiosas procedían del tesoro real.

Sin embargo, los metales preciosos legados por los muertos no eran, como antes, enterrados y, en
consecuencia, sustraídos para siempre al uso de los vivos. Llegaría el tiempo en el que se juzgaría
más útil a la gloria de Dios emplear los tesoros de otro modo; en el que se utilizarían estas
reservas de oro y de plata para reconstruir la iglesia o para ayudar a los pobres. La iglesia recibió
mucho más. En las practicas cristianas quedaron subsumidas las viejas creencias que hacían del
sacrificio de los bienes terrenales el medio más seguro para conseguir los favores divinos y para
purificarse de las faltas. Se compró el perdón de Dios mediante ofrendas… Los bienes consagrados
no eran destruidos; eran entregados a hombres encargados de un oficio particular: la plegaria. La
penetración del cristianismo desemboco así en la instalación, en el seno de la sociedad, de un
grupo numeroso de especialistas que no participaban en el trabajo de la tierra ni en las empresas
militares del saqueo, y que formaron uno de los sectores más importantes del sistema económico.
No producían nada: Vivian de lo que recibían del trabajo de otros. A cambio de estas prestaciones
concedían oraciones y otros gestos sagrados. Los clérigos asociados al obispo en el servicio de las
catedrales y los monjes ocupaban una posición auténticamente señorial, ociosa y consumidora. La
práctica universal del donativo, del sacrificio ritual a la potencia divina acrecentaba
constantemente su fortuna territorial. Ya hemos reconocido en el flujo de las donaciones de
tierras en favor de la iglesia una de las corrientes económicas más amplias y más regulares de esta
época.

La fascinación de modelos antiguos: Otro rasgo fundamental de la mentalidad de la época: todos


los barbaros aspiraban a vivir a la romana. Roma les había comunicado gustos imperiosos, el del
pan, el del vino, el oro. Los jefes de los conquistadores se habían instalado en las ciudades; habían
ocupado sus palacios; se habían habituado a frecuentar las termas: la parte de su lujo de la que
más orgullosos estaban llevaba los oropeles de la romanidad. En cualquier caso, de la ciudad siguió
siendo el centro de la vida pública, porque en ella estaba el palacio del soberano.

Alrededor de todas las ciudades de las Galia, había surgido, desde el siglo VI, una corona de
establecimientos monásticos; se contaban en el siglo VII ocho monasterios. A fines del S VI, el
poeta Fortunato alaba el duque Leunebolde por haber construido una iglesia, y este hombre
“bárbaro” de la raza se enorgullece de haber realizado lo que ningún “romano” se hubiera
atrevido a emprender.

Entre los propagadores de los modelos romanos, los obispos desempeñaron un papel
considerable, y con ellos los monjes. Solo en Galia, más de doscientos monasterios fueron creados
en el S VII. Sus construcciones y edificaciones necesito el transporte y la utilización de una masa
enorme de materiales, algunos de los cuales procedían de regiones muy alejadas.

Hay que tener claro que los pueblos que ocupan el Occidente de Europa, la plata y sobre todo el
oro representan los más altos valores materiales.

La acuñación se introduce en los países “barbaros” como un elemento tomado en préstamo de


una cultura superior y fascinante. La moneda debe ser tenida por un vértigo, entre otros, de las
estructuras romanas. Fabricar monedas (igual que hacer pan, beber vino, bañarse, convertirse al
cristianismo) no es necesariamente un signo de promoción económica. Es prueba de un
“renacimiento” o de una aculturación.

En estos siglos la acuñación de la monada es un aspecto muy complejo; ya que, para ese asunto se
tenía que hacer cargo el estado. Esto requería una organización política. Y cuando circulaba una
moneda era “una misión suprema de equilibrio y de paz correspondiente al emperador” (por
ejemplo las monedas con la cara de césar).

ME FALTA UN POCO MÁS.

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